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¡ERES un estúpido! —murmuró Tom—. ¡Ahora ya sabe que soy detective!

—¿Vas a renunciar, entonces?

—Más valdría.

Tom bajó rápidamente los escalones. A través de los cristales de la doble puerta vio al hombre que estaba hablando con el mozo del coche-cama. Observó que este decía que no con la cabeza; el hombre, con cara enfadada, se dio la vuelta y desapareció en dirección al pasillo de los departamentos de puertas azules.

Tom entró en el coche-cama.

—Perdone, señor —dijo, dirigiéndose al mozo—. ¿Dónde puedo encontrar al hombre con el que estaba usted hablando?

—En el departamento A —dijo el mozo. Luego, miró atentamente a Tom—. ¿Por qué?

—Es que se le ha caído una cosa.

El mozo miró fijamente a Tom y luego siguió preparando las literas para la noche. Tom se alejó despacio, intentando imaginarse cómo actuarían en aquella situación Frank y Joe Hardy. Decidió quedarse por allí, a la espera de una oportunidad. Quizá lograse ver las herramientas del ladrón.

No vio ni rastro del hombre en el pasillo, pero en el extremo opuesto estaba la mujer más hermosa que había visto en su vida. Se detuvo, mirando, mientras la mujer se acercaba sujetando por un brazo a un hombre muy bebido.

Ninguno de ellos pareció notar la presencia de Tom, mientras se acercaban poco a poco, balanceándose hacia adelante y hacia atrás a causa del movimiento del tren. Observó durante un instante los ojos enrojecidos del hombre, y luego miró, un poco asustado, el deslumbrante cabello rubio y los ojos azules de la mujer. Era bellísima.

Al llegar junto a la puerta de uno de los departamentos, la mujer giró el picaporte y ayudó a entrar al hombre. La puerta se cerró a continuación y el pasillo quedó vacío.

Tom avanzó despacio por el pasillo y se detuvo ante la puerta de la pareja. Oyó el murmullo de unas voces. Incapaz de entender lo que decían, siguió caminando hasta el departamento A, pero la puerta estaba cerrada. De todas formas, Tom había perdido de momento todo su interés por el hombre de las esposas. Se sentía subyugado por aquella mujer.

No podía apartar de su mente el color de sus ojos, ni la suavidad de su cabello o la tersura de su piel. ¿Quién sería? Retrocedió por el pasillo, se detuvo de nuevo ante la puerta de la pareja, y luego se dirigió hacia el mirador, para contárselo a Dietmar.

—¿Sabes una cosa? —le dijo, sentándose—. En nuestro vagón hay una mujer preciosa.

Dietmar se rio.

—¿Esa mujer de las pastas? Es tan preciosa como Godzila, la reina de los Hunos.

—No. Una mujer que ocupa el departamento C. Tiene los ojos azules y lleva un collar de oro. Me pregunto quién será.

—La Cenicienta. Por la noche se transforma en una ciruela.

La ironía de Dietmar estaba echando a perder el recuerdo que tenía Tom de aquella mujer. Cerró los ojos, imaginándose su cara, pero enseguida los abrió, sorprendido, al producirse un destello de luz.

—¿Qué ha sido eso?

—Un relámpago —dijo Dietmar, señalando por la ventana—. Por allí.

Al principio, Tom solo vio la oscuridad, pero luego, un rayo de luz blanca rasgó el cielo, zigzagueando y estallando en todas direcciones. El brillante trazo de luz dentada se mantuvo suspendido en el cielo durante un momento, pero enseguida desapareció.

—¡Qué bonito! —exclamó Tom.

Dietmar asintió. Siguieron mirando el cielo y pronto se vieron recompensados con otro destello de luz blanca. Le siguió el estruendo del trueno, unido al largo gemido del pitido de la locomotora.

—¡Qué sonido más lúgubre! —dijo Tom—. ¿Conoces alguna historia de fantasmas?

—No.

Otro destello de luz cruzó el cielo oscuro, reflejándose en los ojos de Tom.

—Apuesto a que no sabes cómo se mata un vampiro.

—Claro que sí. Poniéndole una cruz de plata frente a la cara.

—Así no lograrías matarlo —dijo Tom. Vio que la mujer de las pastas venía por el pasillo y se sentaba en un asiento que había delante de los muchachos. Luego, bajando un poco la voz, continuó—: Tienes que clavarle una estaca en el corazón. Tienes que pillar al vampiro cuando esté durmiendo en su ataúd, y atravesarle el corazón con una estaca de madera.

La mujer de las pastas se volvió para mirar a Tom, al tiempo que este gesticulaba con las manos para demostrar la fuerza que se necesitaba para matar a un vampiro.

—Es una tontería hablar de eso —dijo la mujer—. Lo que tendríais que hacer es iros a la cama.

—Estamos en vacaciones y pasándolo muy bien —dijo Tom—. Al menos, hasta hace un minuto.

La mujer de las pastas lanzó una mirada antipática a Tom y luego se volvió hacia adelante.

—Así, pues, como te decía —siguió Tom después de un rato, y guiñándole un ojo a Dietmar—, creo que, para divertirnos, debería soltar mis serpientes esta noche, cuando todo el mundo esté durmiendo.

La mujer de las pastas pegó un respingo en su asiento y Dietmar hizo un gesto burlón.

—Hombre, Tom —dijo con voz inocente—. ¿Y si una serpiente de cascabel muerde a alguien y lo mata?

—Esta vez no he traído las serpientes de cascabel, sino unas que no son venenosas. Ya sabes, esas grandes de color verde, a las que les encanta meterse dentro de la cama y enroscarse en el pie.

—¿Estás seguro de que no muerden?

—Sí. A no ser que se asusten, en cuyo caso te dan una dentellada con sus colmillos. Pero la herida solo produce una hinchazón que dura un par de días.

En ese momento la mujer se dio la vuelta y miró furiosa a Tom. Hubo un largo silencio mientras Tom sostenía la mirada tratando de permanecer serio. Luego oyó una risita de Dietmar y también él se echó a reír.

—Ya sé que estabas hablando en broma —dijo la mujer con una voz a la vez aliviada y enfadada. Poniéndose de pie, apuntó con el dedo a Tom—. Eres muy maleducado.

Conteniendo la risa, Tom vio cómo la mujer salía del mirador; luego se volvió a Dietmar y ambos rompieron a reír a carcajadas. Cuando terminaron, se secaron las lágrimas, volvieron a contarse la historia y de nuevo se echaron a reír. Por fin se calmaron y se pusieron a contemplar la llanura, iluminada por la luz de los relámpagos, hasta que, finalmente, Dietmar empezó a bostezar.

—Me voy a la cama —dijo desperezándose.

—Buena idea.

Tom abrió la marcha y llegaron a un vagón en el que colgaban unas pesadas cortinas a ambos lados del estrecho pasillo. Todo estaba oscuro, y la única iluminación provenía de unas débiles lucecillas situadas a la altura de los pies. Dietmar preguntó a Tom en tono preocupado:

—¿Dónde están nuestros asientos?

—El mozo los ha transformado en camas para dormir —dijo Tom—. ¿Es que no has dormido nunca en el tren?

—No.

—Pues fíjate bien y te enseñaré cómo funciona. —Tom cogió una de las cortinas y comenzó a desabrochar unos grandes botones—. Esta es mi litera.

Separó las cortinas y se oyó un grito. Miró dentro, vio a la mujer de las pastas en camisón, y cerró rápidamente las cortinas.

Con la cara roja se volvió a Dietmar.

—¡Esta no era!

Dietmar sonreía.

—Ya verás cuando se lo cuente a los compañeros del colegio.

Tom acercó el puño a la nariz de Dietmar.

—Hazlo y verás lo que es bueno…

Se entreabrieron unas cortinas por encima de sus cabezas y asomó el marido de la mujer de las pastas.

—Hablad bajo, muchachos. Todo el mundo está durmiendo ya.

—Es que no encontramos nuestras literas —dijo Tom.

El hombre les señaló una escalerilla, oculta entre los pliegues de las cortinas.

—Uno de vosotros tiene que subir ahí. El otro duerme abajo.

—¡Oh! —dijeron Tom y Dietmar a un tiempo—. ¡Una escalerilla!

Ambos intentaron alcanzar la escalerilla, pero Dietmar estaba más cerca y subió como un mono.

—Te veré mañana —dijo, trepando a la litera.

Enfadado, porque Dietmar tenía la mejor litera, Tom abrió las cortinas inferiores. Se quitó los zapatos, se introdujo en la litera y corrió la cortinas.

Aquello estaba oscuro como boca de lobo. Encontró un interruptor y, al accionarlo, se encendió una lamparilla azul; miró a su alrededor. La ventana tenía la persiana echada. La litera superior le llegaba a la cabeza y la luz azul iluminaba dos almohadas, unas sábanas blancas y unas mantas. Ansioso de probar la cama, se desnudó, hizo un montón con su ropa y se metió entre las suaves sábanas.

Estupendo. Tom estiró los brazos, sintiéndose relajado, y abrió la persiana. Fuera, la noche era oscura, solo se veían tres luces rojas de una lejana antena de radio. El tren tomó una curva y Tom divisó el potente foco de la locomotora escudriñando la noche.

Se estaba quedando dormido. ¡Qué mala suerte! ¡Justo cuando empezaba a disfrutar del placer de estar tumbado en una cama, mientras el mundo se deslizaba veloz ante él! Abrió los ojos y vio, mientras pasaba el tren, una luz amarillenta en la ventana de una granja. Al final, se quedó dormido.

Soñó con un revisor de ojos azules que le ofrecía una pasta; esta se convertía en una bomba que, al explotar, llenaba el aire de un humo azulado; a su vez, el humo se convertía en unos ojos azules que sonreían a Tom mientras se corrían las cortinas del departamento y un hombre, que llevaba una cruz de plata, alargaba sus dedos largos y fríos buscando la garganta de Tom.

SONÓ un pitido, el movimiento del tren lanzó a Tom de un lado a otro y el muchacho se incorporó con el rostro bañado en sudor. ¿Quién sería aquel hombre? ¿Era real, o se trataba de un sueño? Volvió a oírse el pitido de la locomotora. Tom miró fuera por la ventanilla y comprendió que había sido una pesadilla.

El tren estaba reduciendo la velocidad. Tom vio varias vías, una locomotora jadeante, luces rojas y verdes en los cruces de vías, y luego un largo andén, lleno de gente con cara de sueño. Rechinaron los frenos y el tren se detuvo frente a una estación con un letrero que decía: BRANDON.

Tom se vistió apresuradamente, ansioso por bajar del tren y echar un vistazo. Descorrió las cortinas, salió al pasillo y vio a Dietmar que descendía por la escalerilla.

—Hola —dijo Tom—. ¿Te apetece dar una vuelta por la estación?

—¿Dónde estamos?

—En Brandon. ¿No has visto el letrero por la ventanilla?

—¿Qué ventanilla? Solo tengo una pared de acero.

—¡Mala suerte, chico! —dijo Tom, sonriendo—. Creo que te confundiste al llegar primero a la escalerilla…

Echaron a andar por el pasillo y Tom se detuvo junto al departamento C, al escuchar la voz de un hombre que gritaba enfadado. ¿Estaría el borracho aquel pegándole a su bella esposa? Tom miró a su alrededor, dispuesto a prestar ayuda, pero se tranquilizó al oír reírse a la mujer.

—¡Ven! —le llamó impaciente Dietmar desde el fondo del pasillo.

—¡Ya voy! —Tom miró la puerta azul del departamento, grabando en su mente la risa argentina de la mujer, antes de reunirse de mala gana con Dietmar.

Fuera, la noche veraniega era cálida. Tom y Dietmar se dirigieron, paseando por el andén, hasta el furgón de los equipajes, observaron cómo unos hombres descargaban las sacas del correo en la parte trasera de una camioneta, y luego continuaron su camino hasta la locomotora. Tom se sintió empequeñecido al contemplar aquella impresionante masa de acero, su potente foco delantero y su gran ventanal anterior curvo.

—Me encantaría conducir una locomotora —le dijo a Dietmar.

—Tú serías un buen conductor.

—¿Por qué? —inquirió Tom, halagado.

—Porque la llevarías a una velocidad de locura.

Dietmar se dio la vuelta y se alejó riendo. Tom le alcanzó en el andén y le amenazó con arrojarle debajo del tren. Mientras forcejeaban, una mano se posó en el hombro de Tom.

—Perdonad, muchachos —dijo una voz cascada—. Necesito vuestra ayuda.

Tom soltó a Dietmar y vio una señora mayor, apoyada en un bastón, con un chal sobre los hombros. Sin darles tiempo a decir nada, apuntó con un dedo hacia los muchachos.

—Venid —ordenó, al tiempo que se daba la vuelta y echaba a andar, cojeando, por el andén.

—¡Vaya momia! —susurró Dietmar, mirando a la mujer.

—Apuesto a que es una maestra jubilada —dijo Tom—. Ven, vamos a echarle una mano.

Tom y Dietmar siguieron a la mujer hasta un taxi en el que había un montón de maletas.

—Este es mi equipaje —dijo señalando con el bastón—. Ayudadle al taxista y os daré una propina.

El taxista, un hombre alto, con una gorra echada hacia atrás, sonrió a los muchachos y les guiñó un ojo. Les pasó unas maletas y echaron a andar trabajosamente, detrás de la anciana, hacia el tren.

Había también otros pasajeros que tomaban el tren en Brandon. Tom recibió un fuerte empujón de un hombre bajo y gordo que, con aires de superioridad, mostró su billete al revisor y subió rápidamente al tren. El revisor movió la cabeza, refunfuñando, al tiempo que tomaba el billete de la anciana.

—Le aseguro que hay tipos verdaderamente cargantes —dijo.

El revisor ayudó a subir a la señora. Tom, Dietmar y el taxista la siguieron, pasando apuros con las maletas, que chocaban contra las paredes del estrecho pasillo del coche-cama.

Acababa de abrir el revisor la puerta del departamento de la anciana, cuando se oyó a alguien que gritaba protestando por algo. Siguió un momento de silencio y luego exclamaciones de enfado. Todos miraron extrañados, preguntándose qué podía suceder tras la puerta del departamento C.