5
RICHARD Saks estaba llorando.
—¡Mi princesa! —sollozaba—. ¡Mi princesa está muerta!
Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, Richard Saks no apartaba la vista del cuchillo ensangrentado y, por un momento, Tom creyó que iba a suicidarse. Pero soltó el cuchillo, que cayó al suelo, y se apoyó llorando contra la pared del pasillo.
Tom se acercó, con el corazón a punto de estallar, y vio que la puerta del departamento de la señora Ruggles estaba abierta. Entró y la vio, apoyada en su bastón, con la cara lívida por la impresión.
—Señora Ruggles —dijo Tom—. ¿Está usted bien?
La señora Ruggles se estremeció.
—Gracias a Dios que has venido —murmuró—. He estado gritando pidiendo ayuda. Por favor, auxilien a esa pobre mujer.
Tom asintió. En ese momento se oyeron unas pisadas rápidas por el pasillo y unos gritos confusos. Tom se volvió y vio al mozo viejo que sujetaba a Richard Saks y le hacía caer al suelo. Luego, el hombre bajo y gordo se acercó a Richard Saks y le gritó a la cara.
—¡Está usted loco! —gritó—. ¿Qué ha hecho?
El marido de la señora de las pastas, que llevaba puesto un batín, se dirigió hacia la puerta del departamento C y miró dentro.
—¡Dios mío! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Es horrible!
Tom trató de acercarse, pero el hombre cerró la puerta y se dirigió a Richard Saks.
—¡Merece usted que lo maten! —le gritó—. ¿Cómo ha sido capaz de matar a una pobre mujer?
—¡No! —murmuró Richard Saks. Su cara estaba pálida y tenía unas señales rojas como si le hubiesen golpeado—. ¡No, no!
Para entonces el pasillo ya estaba lleno de pasajeros que empujaban y se apretujaban tratando de ver lo que había sucedido. Dándose cuenta de que podían pisotear a Richard Saks, el mozo le obligó a incorporarse y le puso contra la pared. Al incorporarse el señor Saks, Tom vio el cuchillo en el suelo.
—¿Tiene un pañuelo? —le preguntó al mozo.
El hombre asintió y sacó uno del bolsillo. Tom se arrodilló, observando la fuerte hoja y el mango del cuchillo de caza, y lo envolvió cuidadosamente en el pañuelo. Levantó la mirada y vio cerca de él el rostro de Richard Saks, y percibió el olor agrio a alcohol de su aliento.
—¡No! —dijo Richard Saks con mirada de desesperación—. ¡No, amigo! ¡Yo no he sido!
—¡Embustero! —El hombre bajo y gordo levantó la mano como para golpear a Richard Saks—. ¡Yo le obligaré a decir la verdad!
Tom se acercó a Richard Saks, intentando protegerle de algún golpe, pero alguien sujetó la mano del hombre bajo y gordo. Tom se volvió y vio a un hombre alto con uniforme de revisor.
—Bueno —dijo el revisor—. ¿Qué pasa aquí?
Todos contestaron al unísono, pero el revisor no pareció darse cuenta de la realidad hasta que Tom desenvolvió el pañuelo y le enseñó el cuchillo ensangrentado. Inmediatamente se puso en acción, empezando por despejar el pasillo de espectadores y conduciendo a Richard Saks al departamento E, que estaba vacío. Ordenó al mozo que se quedara dentro vigilándole, cerró la puerta y se volvió a Tom y a los otros testigos.
—Vuelvan a sus camas, por favor —dijo—. Voy a llamar por radio a la próxima estación y la policía estará allí cuando llegue el tren. Me figuro que querrán hablar con todos ustedes.
La siguiente estación parecía no llegar nunca. Tom permanecía tumbado en su cama, sin poder olvidar la impresión que le había producido ver a Richard Saks empuñando el cuchillo ensangrentado. Por fin, distinguió un pequeño destello de luz a lo lejos, en la oscuridad. La luz fue creciendo hasta que, finalmente, pudo divisar las luces de las calles y los anuncios luminosos de neón.
El tren entró en la estación silbando y haciendo sonar la campana, como si quisiera pregonar los horrores que acababan de ocurrir. Tom se sentó, y se estaba poniendo los zapatos cuando distinguió algunos detalles de la pequeña estación. La mitad de la población debía estar en el andén, y divisó otras personas que se dirigían corriendo hacia la estación, al tiempo que se detenía el tren.
Un coche de la policía, con sus luces intermitentes, estaba estacionado junto a la estación. Un policía bajó de él y se dirigió hacia el tren; unos segundos después, Tom le oyó hablar con el revisor, mientras caminaban por el pasillo. Luego todo quedó en silencio y Tom volvió a la ventanilla.
A medida que pasaba el tiempo, crecía la multitud de fuera. Habían formado corrillos en los que se hablaba acaloradamente bajo la escasa iluminación de las luces del andén. Un hombre que llevaba una camisa de manga corta y las manos en los bolsillos del pantalón vio a Tom y le dijo algo.
—¿Qué? —dijo Tom, que no había podido oírle a través del cristal de la ventanilla.
El hombre se llevó las manos a la boca a modo de bocina. Esta vez se escucharon las palabras a través de la ventanilla.
—¿Qué ha pasado?
Tom bajó la vista hacia el cuchillo de caza que aún sostenía entre sus manos. Sin poder resistir la tentación, lo sacó del pañuelo y lo sujetó con la punta hacia arriba, como si fuera a apuñalar a alguien. Los ojos del hombre se abrieron de asombro, gritó algo y señaló hacia Tom. Una excitación, como si se tratara de una descarga eléctrica, recorrió la multitud, y todos se apretujaron bajo la ventanilla de Tom, peleándose por ver el cuchillo ensangrentado.
Sintiéndose avergonzado, Tom apartó el cuchillo y bajó la cortina. ¡Qué estupidez! ¡Vaya detective, que no solo presumía ante una multitud de extraños, sino que dejaba sus huellas dactilares en una prueba evidente del caso! Rojo de vergüenza, envolvió de nuevo el cuchillo en el pañuelo.
Una mano movió las cortinas de su litera. El corazón empezó a latirle de miedo. Pero solo se trataba del revisor, que miró dentro y dijo:
—Por favor, ¿quiere acompañarme?
El revisor abrió la marcha hacia el coche-mirador, donde los otros testigos de la tragedia se encontraban sentados junto a las mesas del restaurante. Todos iban en bata, excepto el mozo.
El policía estaba sentado junto a una de las mesas, con un cuaderno de notas en la mano. Era muy joven, de ojos azules brillantes y pelo rubio muy cortado.
—¿Es este el último testigo? —preguntó al revisor.
—Sí.
El policía miró a Tom.
—¿Quiere decirme su nombre?
—Tom Austen —Tom le entregó el cuchillo—. Me temo que tenga también mis huellas dactilares.
—¿Es este el cuchillo que utilizó Richard Saks?
Yo no sé si lo utilizó o no, pero cuando llegué al pasillo lo tenía en sus manos y luego lo dejó caer.
El hombre bajo y gordo se adelantó:
—¡Claro que lo utilizó! —dijo con tono enfadado—. ¡Él mató a su mujer!
—¿Puede usted probarlo? —preguntó Tom.
—Naturalmente que sí. Todos escuchamos la pelea en el bar, y luego él dijo que no quería verla.
—Pero eso no es una prueba —dijo Tom.
—¡Para mí sí lo es!
—Y para mí —dijo la señora de las pastas, ciñéndose la bata azul al cuerpo—. No olvide que la noche anterior también estuvieron discutiendo en su departamento.
—Usted no estaba allí y, por tanto, no puede saber lo que sucedió —dijo Tom.
—Pero yo sí que estaba —dijo el mozo, dirigiéndose alternativamente a Tom y al revisor, con una mirada nerviosa.
—Y yo también —dijo la señora Ruggles. Llevaba una bata de lana sobre un camisón blanco largo, y las lágrimas habían desteñido sus mejillas—. Parecía una pelea muy violenta.
—Sí, supongo que así fue —dijo Tom con calma. Le repugnaba pensar que Richard Saks fuera el asesino. Sin embargo, todas las sospechas recaían sobre él. Y, para colmo de males, Tom recordó de pronto la conversación mantenida durante el desayuno. Las cosas se pondrían peor para Richard Saks, pero no podía ocultar ningún detalle a la policía—. Hay algo más —dijo contrariado.
—¿De qué se trata?
—Mi amigo y yo tomamos esta mañana el desayuno con el señor Saks y su mujer. Ella dijo que quería ser libre de nuevo para volver a Hollywood, y el señor Saks pareció muy enfadado.
El hombre bajo y gordo golpeó la mesa con la mano.
—¡Ahí tiene el motivo! —dijo alzando la voz—. Él sabía que iba a perder a su mujer y por eso la mató.
—Quizá —dijo el policía. Miró su cuaderno de notas—. Déjenme un momento para reconstruir los hechos.
Por un lado, Tom sentía pena por Richard Saks, pero, por otro, estaba entusiasmado por vivir tan de cerca una investigación por asesinato. Miraba fascinado al policía, mientras este leía sus notas:
—Saks y su mujer discutieron en su departamento. Ayer por la mañana, durante el desayuno, la mujer manifestó un cierto deseo de dejarle. Por la noche se les oyó discutir en el bar y ella volvió sola a su departamento —el policía hizo una pausa y miró a su alrededor—: ¿Es correcto hasta ahora?
Algunas cabezas asintieron.
—A medianoche, Richard Saks abandonó el bar, muy bebido, y volvió a su departamento —el policía levantó la vista hacia la anciana—. A la señora Ruggles la despertó el ruido de una violenta pelea y luego oyó gritar, aterrorizada, a Catherine Saks. Gritó pidiendo ayuda y el joven Tom Austen fue el primero en acudir.
Tom se esforzó por parecer modesto.
—Tom Austen vio a Richard que llevaba en sus manos un cuchillo ensangrentado, que luego dejó caer. Segundos después, el hombre fue reducido por el mozo del tren y se descubrió a Catherine Saks en su departamento, muerta a puñaladas.
Tom se estremeció, alegrándose de no haber visto el interior del departamento C. Era una cosa horrible imaginarse a aquella bella mujer tendida en un charco de sangre.
—En descargo de Richard Saks —prosiguió el policía—, hay que señalar que él niega haber asesinado a su mujer. Dice que la encontró muerta, que cogió el cuchillo y que salió al pasillo para pedir ayuda. Reconoce, sin embargo, que estaba bebido y afirma que tiene un recuerdo muy borroso de los hechos.
Tom se acordó de Richard Saks, sentado en el bar, mirando su vaso. Si al menos se hubiera ido a la cama cuando él se detuvo para darle las buenas noches… Desgraciadamente, Tom recordó de repente otro detalle…
—Perdone, señor —dijo—, pero acabo de recordar algo. Esta noche, cuando le di las buenas noches a Richard Saks, me miró con tristeza y me dijo que para él no iban a ser tan buenas.
El hombre bajo y gordo miró al policía.
—¿Y ahora qué? —preguntó, como si se dirigiera a un niño—. ¿Me va usted a hacer caso ahora y va a acusar a Saks de asesinato?
El policía le lanzó una mirada de desprecio. Era evidente a quién le hubiera encantado poner entre rejas…
—Sí —dijo—. Voy a detener a Richard Saks bajo sospecha de asesinato.
—Eso está mejor. —El hombre miró alrededor—. Todos nosotros somos contribuyentes, por lo que tenemos derecho a asegurarnos de que la policía actúa eficazmente.
La señora de las pastas asintió y se puso de pie.
—¿Podemos irnos ya? —preguntó al policía—. Nos han tenido sin dormir media noche.
—Sí, ya pueden irse.
Mientras salía la gente, Tom observó que el policía movía la cabeza disgustado. No era de extrañar, no le gustaba que se interfirieran cuando se trataba de aclarar los hechos relacionados con un asesinato. Tom regresó a su litera, profundamente impresionado por los sucesos de aquella noche. La cara de Dietmar asomó por entre las cortinas.
—¿Es verdad que han matado a Catherine Saks? —preguntó.
Tom asintió.
—Espero que ahorquen a ese tipo.
—¿A quién?
—A su marido.
—¿Cómo sabes tú que la ha matado él?
—Es evidente. Se parece a los asesinos que se ven en la televisión.
—Muy listo, Dietmar…
Tom subió a su litera y miró por una rendija de la cortinilla la multitud de gente que había en el andén. Sentía deseos de bajar del tren para respirar un poco de aire fresco, pero ¿qué pasaría si lo reconocían como el muchacho del cuchillo?
Se disfrazaría un poco. Saltó de la cama y sacó de su maleta unas gafas de sol y una chaqueta de entretiempo. Se los puso y se dirigió hasta el final del vagón-restaurante, dispuesto a bajar tranquilamente del tren. La puerta estaba abierta y Tom descendió los escalones.
Todos los rostros miraban hacia el coche-cama donde Catherine Saks yacía muerta, y nadie se dio cuenta de que Tom bajaba del tren. Vio a un chico con una bicicleta y se dirigió a él.
—Hola —dijo—. ¿Qué sucede?
—¡Ha habido un asesinato! —dijo el muchacho con voz emocionada.
—¿Qué dices?
—¿Ves ese vagón? —dijo el chico, señalando el coche-cama de Tom.
—Sí.
—Pues un muchacho ha matado ahí a su madre a puñaladas. Le encerraron en un departamento hasta que el tren llegara aquí, pero se escapó e hirió a unas personas que intentaron detenerle.
Tom miró al muchacho, sin poder creer lo que oía.
—¿Ves esa ventanilla? Ahí es donde Hank Sayer vio al muchacho, que agitaba un enorme cuchillo chorreando sangre. Tenía la mirada perdida, como si estuviera loco. Alguien sujetó entonces al muchacho, pero se escapó, y ahora debe andar escondido en algún lugar del tren.
El chico dejó de hablar, con la respiración entrecortada por la emoción.
—¿Por qué no te vas a casa? —le dijo Tom—. Ese muchacho puede escaparse del tren y herirte con el cuchillo.
El chico se echó a reír.
—No me perdería esto por nada del mundo.
—Bien, voy a echar un vistazo.
—De acuerdo.
Tom se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se puso a pasear por el andén. Hubo un pequeño revuelo en la multitud y vio a dos hombres que se acercaban con una camilla. Se oyeron murmullos y la gente se puso de puntillas para mirar, mientras los hombres subían al tren. Minutos después, alguien cercano al tren exclamó:
—¡Ahí vienen!
Aparecieron los hombres de la camilla, que bajaron su carga con cuidado. La gente enmudeció, sin apartar la vista de la manta gris que cubría el cuerpo de Catherine Saks. Algunos hombres se quitaron el sombrero y Tom vio a una mujer llevarse un pañuelo a los ojos. Mientras llevaban la camilla a una ambulancia que aguardaba cerca, solo se oía el resoplido de la máquina.
Todo el mundo estaba pendiente de la ambulancia, en la que introdujeron la camilla, pero a Tom se le ocurrió mirar hacia el tren y vio al policía que descendía con Richard Saks las escalerillas del coche-cama.
Los dos hombres pasaron por detrás de la gente y se dirigieron al coche de la policía. Deseoso de ver por última vez a Richard Saks, Tom se dirigió corriendo hacia el coche y llegó a él cuando el policía abría la portezuela.
—Buena suerte —le dijo a Richard Saks.
El pobre hombre pareció reconocer con dificultad a Tom, pero esbozó una pequeña sonrisa antes de dejarse caer con gesto cansado en el asiento del coche. Entró luego el policía, puso en marcha el motor y arrancó rápidamente, levantando las ruedas una nube de polvo en el aire templado de la noche. Tom se dio la vuelta y regresó despacio al tren, sin poder olvidar la tristeza que reflejaban los ojos de Richard Saks.