3
EL revisor fue el primero en reaccionar.
Se dirigió rápidamente hacia la puerta del departamento y llamó con los nudillos. Cesaron los gritos y se oyó la voz de un hombre que dijo con tono desagradable.
—¡Váyase!
El revisor llamó de nuevo a la puerta, pero no hubo respuesta. Se abrió la puerta del departamento A, un poco más allá del C, y se asomó el hombre del pelo gris, que aún llevaba el maletín sujeto a la muñeca.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada, señor —contestó el revisor—. Haga el favor de volver a su departamento.
Tom se dio cuenta entonces de que el hombre de gris seguía completamente vestido, aun cuando ya era muy tarde y la mayoría de los pasajeros estaban durmiendo. Mientras Tom pensaba en aquella circunstancia tan extraña, sucedió algo aún más raro: el hombre bajo y gordo, que pocos minutos antes le había dado un fuerte empujón al subir al tren, abrió la puerta del departamento B y apareció en pijama.
¿Cómo había podido cambiarse tan rápidamente? Tom observó, asombrado, cómo se miraban los dos hombres, que estuvieron a punto de hablarse, pero que enseguida volvieron a sus respectivos departamentos, cerrando las puertas.
Al mismo tiempo se abrió la puerta del departamento C. La mujer guapa, que llevaba una bata de color rosa pálido, miró al revisor con cara enfadada.
—¿Por qué ha llamado?
—Perdone, señora —dijo el revisor—, pero habíamos oído una fuerte discusión y estábamos preocupados por si pasaba algo.
—Ocúpese de sus propios asuntos —dijo la mujer, dándole con la puerta en las narices.
A Tom le impresionó la rudeza de la mujer. Observó la cara avergonzada del revisor y sintió lástima de él.
La anciana comentó:
—Espero que no tengamos un viaje desagradable.
—No, señora —dijo el revisor—. De resultar necesario, ya me ocuparía yo de esa pareja. Estoy seguro de que no la molestarán, no se preocupe.
Tom dejó la maletas en la puerta del departamento, y ya se marchaba con Dietmar, cuando les llamó la señora:
—Esperad un momento.
Tom se volvió y vio que la señora abría el bolso, buscaba algo dentro y sacó dos monedas de cinco centavos.
—Aquí tenéis —dijo, dándoles una moneda a cada uno—. Gracias por vuestra ayuda.
Dietmar se quedó mirando la moneda, incapaz de disimular su disgusto, y luego le dijo descaradamente a la señora:
—Prefiero unas chocolatinas.
—Nada de eso. Es malo para los dientes.
Dietmar, refunfuñando algo por lo bajo, se alejó con cara de pocos amigos.
—¡Qué chico más mal educado! —dijo la señora—. Este tren está lleno de gente sin educación.
Tom la miró, sonriendo.
—Gracias por la moneda, señora. Que tenga un buen viaje.
El rostro de la señora se animó.
—Aquí tienes un pequeño obsequio, joven.
Le dio una chocolatina y Tom se alejó feliz. Se metió en su litera, observó durante un rato el bullicio del andén y al rato cayó en un sueño profundo.
LLEGÓ la mañana con un extraño bing, bong, bing. Tom sintió la caricia del sol en el rostro, abrió los ojos y volvió a oír aquel extraño sonido: bing, bong, bing. Luego oyó una voz masculina que anunciaba:
—¡El desayuno está servido!
La voz se perdió a lo lejos y Tom se sentó. Miró a través de la ventanilla los campos de trigo aún verdes, ondulando suavemente por la acción del viento. Comenzó a vestirse. Estaba hambriento.
Descorrió las cortinas y vio a Dietmar sentado en el borde de la litera superior, balanceando los pies.
—Hola —dijo Tom—. ¿Qué era ese sonido tan raro?
—Un xilófono. Lo tocaba un tipo que iba anunciando el desayuno.
—Espera un instante. Iré contigo.
Tom se dirigió al lavabo, que estaba situado a un extremo del pasillo; se reunió poco después con Dietmar y juntos se dirigieron al vagón-restaurante. Al abrir la puerta les llegó el olor a jamón y huevos fritos.
—Sería capaz de comerme un caballo —dijo Tom.
—¿No te apetece más bien una vieja? Como la que nos dio anoche una moneda de cinco centavos.
Tom se echó a reír.
—A mí me dio una chocolatina.
—Estás mintiendo.
Tom negó con la cabeza. Entraron en el vagón. Los rayos del sol daban de lleno sobre los manteles blancos, encima de los cuales veían jarras plateadas, vasos y flores. Los camareros iban presurosos de un lado a otro, llevando grandes bandejas con comida para los pasajeros, que hablaban entre sí o contemplaban el paisaje a través de las ventanillas.
Un camarero se les acercó sonriente.
—Buenos días —dijo—. ¿Van a desayunar?
—Sí, por favor —contestó Tom.
—Por aquí —el camarero los condujo por el vagón hasta una mesa de cuatro, en donde apartó una silla para Tom y la de al lado para Dietmar. Les ofreció el menú y sonrió de nuevo—. Bon appétit[1].
—¿Qué ha dicho? —preguntó Dietmar en voz baja, cuando el camarero se hubo ido.
Tom se encogió de hombros. Miró los objetos plateados y de porcelana que tintineaban por el movimiento del tren y luego abrió la carta.
—¡Oh, no! —dijo—. Está en francés.
—Jus de fruits[2] —leyó Dietmar, luchando con las palabras—. ¿Quiere decir que solo hay zumos de frutas para desayunar?
—Aquí está en inglés —dijo Tom, señalando otra parte de la carta—. Yo voy a tomar cereales con leche, tostadas y café.
—A mí no me gusta el café.
—A mí tampoco, pero parece mejor cuando lo ves escrito en la carta. —Reparó en un block pequeño y un lápiz que había dejado sobre la mesa el sonriente camarero—. Creo que tenemos que escribir aquí lo que queremos tomar.
Cuando se inclinaba sobre el block, Tom percibió el olor de un perfume. Levantó la vista, con el corazón latiéndole de emoción, y vio que se acercaba la mujer guapa. Observó, con gran sorpresa, que el camarero la llevaba directamente hasta su mesa, que apartaba una silla para ella, y colocaba al marido frente a Dietmar. Después tomó la orden de Tom y se marchó.
La mujer miró a Tom, que se puso rojo. Furioso consigo mismo, bajó la vista, simulando leer la carta.
—¿Parlez-vous franqais?[3] —dijo el marido. Tom levantó la vista.
El hombre sonrió.
—Le preguntaba si habla francés. He visto que leía la parte de la carta que viene en francés.
—¡Oh! —dijo Tom, con la cara aún más roja, sintiendo los ojos de la mujer fijos en él—. ¿Francés? Sí, bueno, quiero decir… oui.
Dietmar se echó a reír.
—Austen aún no habla ni siquiera inglés. La verdad es que todavía lleva pañales.
La mujer se rio de aquella broma y Tom le arreó un puntapié a Dietmar por debajo de la mesa, pero erró el golpe. El hombre le alargó la mano a Tom.
—Me llamo Richard Saks —dijo—. Esta es mi mujer, Catherine.
Tom estrechó la mano del hombre, dándose cuenta, por su aspecto, de que no estaba bebido. Se fijó en su pelo castaño oscuro y en su bigote, y se volvió tímidamente a la mujer.
—Me llamo Tom Austen —dijo—, y este es Dietmar Oban.
—Encantada —la mujer bostezó y abrió su bolso, de donde sacó una pitillera de oro y una boquilla. Colocó en ella un cigarrillo y se llevó la larga y elegante boquilla a los labios.
—¿Qué vas a tomar, princesa? —preguntó Richard Saks a su mujer.
—Café.
Tom sonrió para sí, encantado de haber pedido también café. Cuando la mujer se volvió para mirar la ventanilla, pudo observar los diamantes refulgentes que llevaba en los dedos, el collar de perlas sobre el jersey negro, y el maquillaje alrededor de sus ojos maravillosos.
—¿Sabe usted si esas perlas son auténticas? —preguntó.
Catherine le miró asombrada.
—¿Qué?
—Yo sé un método para distinguir si las perlas son verdaderas: se frotan contra los dientes. Si son falsas, resbalan, pero si son finas, raspan —Tom se detuvo, sintiéndose un estúpido bajo la mirada de aquellos ojos azules; luego aclaró—: Lo he leído en una novela policíaca.
—¿Crees que yo iba a llevar perlas falsas? —preguntó Catherine Saks, acariciando las perlas con sus uñas puntiagudas.
—No. Yo…
—Olvídalo, cabeza de chorlito —dijo Dietmar—. Es que se cree un gran detective, como los Hardy.
—Yo leí todos sus libros cuando era joven —dijo Richard Saks—. Son estupendos.
Tom sonrió agradecido. Llegó un camarero con el cereal, y Tom vertió sobre él un poco de leche de una jarrita plateada. Tenía un hambre atroz.
No queriendo quedarse embobado ante la belleza de Catherine Saks, se puso a mirar a través de la ventanilla el campo que se deslizaba ante su vista. El tren pasó trepidando junto a una laguna azul, haciendo levantar el vuelo a una bandada de pajarillos negros que estaban posados en una vieja valla, medio cubierta por las aguas. Tom se sintió mejor, y estaba tratando de reunir el coraje suficiente para dirigirse a Catherine Saks, cuando se le adelantó Dietmar.
—¿Es usted modelo? —le preguntó.
—No —dijo Catherine, sonriendo—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque es usted muy guapa.
Catherine Saks resplandecía cuando se dirigió a Dietmar.
—¿Lo crees así? Eso es muy halagador. La verdad es que trabajé una vez en el cine.
—¡Caramba! —dijo Dietmar—. ¡Una estrella de cine!
—Bueno, no exactamente una estrella. Tuve una pequeña intervención en una película titulada Mi pequeño gatito. ¿No la has visto en televisión?
—¡Oh, sí, claro! —dijo Dietmar—. ¡Estaba usted magnífica!
Tom miró a Dietmar, sabiendo que mentía, y le envidió por lo fácil que le resultaba hablar con Catherine Saks.
—¿Ha estado usted en Hollywood? —preguntó Tom.
—Sí —respondió ella, mirando aún a Dietmar—. Pero me cansé de aquello y volví a casa, en Winnipeg, con una amiga mía que también había estado trabajando en Hollywood.
—Las dos entraron a trabajar en mi Banco —intervino Richard Saks—, y no tardamos mucho en casarnos Catherine y yo. —Miró a su mujer con adoración, pero a Tom le pareció que no había demasiado amor en la mirada que ella le devolvió.
—¿No echa usted de menos ser estrella? —preguntó Dietmar.
—Ya lo creo que sí —respondió Catherine. Durante un minuto permaneció con la mirada perdida y luego prosiguió con voz tranquila—: Si fuera libre, de nuevo volvería, sin dudarlo, a Hollywood.
Mientras ella decía esto, Tom miraba a Richard Saks, y percibió una ligera contracción en su rostro. No era raro que bebiera, sabiendo que su mujer quería liberarse de su matrimonio.
—¿Dónde van ustedes? —preguntó Tom a Richard Saks, intentando cambiar de tema.
—A Victoria —respondió el hombre, con cara de contento—. Catherine necesitaba unas vacaciones después de la tensión a que ha estado sometida últimamente.
—¿Por qué? —preguntó Tom.
—No es nada —dijo Catherine, con un tono de voz que indicaba claramente que no era asunto de Tom.
Richard Saks rodeó a su esposa con un brazo.
—Ahora no tienes que preocuparte por ello —dijo, dándole un beso, al que ella respondió poniéndose rígida.
Tom se estaba hartando de Catherine Saks. Miró el café que le había traído el camarero, se llevó la taza a los labios, pero el sabor le resultó amargo. Se levantó, sonrió a Richard Saks y abandonó la mesa. Por su parte, Dietmar y Catherine Saks podían pasarse todo el día diciéndose tonterías uno al otro.
—Su cuenta, señor —dijo el camarero sonriente, alargándosela.
—¡Oh, sí! —mientras sacaba unas monedas del bolsillo, se fijó en que el señor bajo y gordo dejaba su mesa y se acercaba a hablar con Catherine Saks. Sonriendo al ver la expresión celosa de Dietmar, abandonó Tom el vagón-restaurante.