8
TOM miró dentro del cuartucho, cerró la puerta de golpe y se dirigió al cocinero.
—¿Adónde se ha ido? —preguntó desesperadamente.
El hombre no pareció escucharle. Quitó el tapón del fregadero y se quedó mirando cómo se vaciaba lentamente del agua sucia.
—¡Por favor! —dijo Tom—. ¿Adónde se ha ido el hombre que estaba aquí?
El cocinero cogió una toalla que estaba colgada encima del fregadero y comenzó a secarse cuidadosamente las manos. Al mismo tiempo, hizo un gesto con la cabeza.
—¡Por favor! —repitió Tom—. ¡Ayúdeme!
El hombre repitió el gesto y, esta vez, Tom se dio cuenta de que le estaba señalando hacia una puerta medio oculta en un rincón. Corrió hacia ella, mientras oía el ruido final que hacía al salir el agua del fregadero, y abrió la puerta.
La luz del sol le dio de lleno en el rostro. Cegado, dio un traspiés. Comenzó a distinguir las paredes, un coche, unos árboles, y en ese momento oyó el silbido del tren.
Echó a correr. Se oyó otro silbido, como un aviso para que se apresurase. Los ojos de Tom se fueron acostumbrando a la luz del sol, pero aún le escocían mientras corría por la sucia calle que llevaba a la estación.
Dos mujeres hablaban, riéndose, a la puerta de una casa, sin sospechar el apuro del muchacho que pasó corriendo junto a ellas. ¡Había sido engañado no solo para que perdiera el tren, sino para que no siguiese investigando sobre el asesinato! Incapaz de creer lo que había sucedido, cruzó corriendo el aparcamiento de la estación, al mismo tiempo que se oía el pitido final del tren.
El mozo viejo estaba en la portezuela del coche-cama, haciéndole señas con la mano.
—¡Vamos, hombre! —gritó—. ¡Mueva esos pies!
Con la respiración entrecortada, Tom irrumpió en el andén, tropezando, y llegó al coche-cama. Vio que el mozo hacía una seña hacia la locomotora, y luego le ayudó a subir. El tren se puso en marcha.
—Ya era hora —dijo el mozo—. He tenido que retrasar un poco la salida del tren.
—Gracias —jadeó Tom, agarrándose con fuerza al pasamanos, mientras aspiraba aire en sus pulmones.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntó el mozo—. El señor Faith me dijo que estaba usted tomando un café, o algo así.
—¿Está él en el tren?
—Claro que sí. Menos mal que ha llegado usted a tiempo. Si llega a perder el tren, me hubiera perdido una buena propina.
Tom sonrió al mozo, sintiéndose feliz de saber que había una persona en el tren en la que podía confiar. ¿Dónde estaría ahora el señor Faith? Tenía que buscarle y pedirle una explicación por haberle engañado.
—Gracias de nuevo —dijo Tom, subiendo la escalerilla con las piernas temblorosas, contento de hallarse a salvo en el tren, en lugar de estar abandonado en un pueblo de la montaña.
Ya dentro del coche-cama, se detuvo frente al departamento A y llamó con fuerza a la puerta. En realidad, tenía miedo del señor Faith, pero también estaba enfadado, y eso le daba algo de valor. No hubo respuesta, y volvió a llamar de nuevo; miró luego arriba y abajo por el pasillo, preguntándose dónde se habría escondido aquel hombre.
Acaso en el vagón-mirador… Al dirigirse hacia él, apareció en el pasillo el hombre bajo y gordo. Tom siguió andando, pero el pasillo era estrecho y aquel hombre se aproximaba como un elefante, dispuesto a aplastarle si no se apartaba de su camino. En el último instante, vio un departamento con la puerta abierta y entró en él, mientras el hombre pasaba resoplando.
—¡Hola! ¿Has venido a verme?
¡Oh, no! ¡Qué mala suerte!
Tom se dio cuenta de que se había metido en el departamento de la señora Ruggles. Recordó su promesa de ir a ver a la anciana para contarle unos chistes y tomar unos dulces, y la forma en que la había desairado en el vagón-restaurante, y cerró los ojos con resignación. No podía desairarla otra vez.
—¿Por qué tiró Bobito el reloj por la ventana?
Tom se volvió lentamente, haciendo un esfuerzo para sonreír.
La señora Ruggles estaba sentada y tenía un libro en su regazo.
—Porque quería ver volar el tiempo.
Tom logró soltar una carcajada con gran esfuerzo. Estas cosas no les sucedían a los hermanos Hardy, pero no podía volver a herir los sentimientos de la anciana.
—Ahora te toca a ti —dijo ella, echándose el chal alrededor de los hombros—. Cierra la puerta y ven aquí.
Venciendo el deseo de salir corriendo del departamento y continuar la búsqueda del señor Faith, Tom cerró de mala gana la puerta y se volvió hacia la señora Ruggles, que sonrió anticipadamenta a su chiste.
—Vamos a ver —dijo Tom—. Un chico fue a la peluquería y el peluquero le preguntó si quería que le cortara el pelo. «No», dijo el chico. «Quiero que me corte todos».
La señora Ruggles no captó el sentido del chiste y sonrió vagamente.
—Muy gracioso —dijo un poco confundida.
Sintiendo pena por la poca agudeza mental de la anciana y por su soledad, Tom se resignó a perder media hora con ella antes de buscar al señor Faith. Se sentó frente a la señora Ruggles y pensó en algún chiste que ella pudiera entender.
—Ahí va una adivinanza —dijo—. Usted sabe que un caballo anda con cuatro patas, ¿no?
—Sí.
—Y que una persona anda con dos piernas.
La señora Ruggles asintió.
—Ahora bien, ¿qué es lo que anda con una pierna?
La anciana frunció la frente, concentrándose, pero no le sirvió de nada. Sonriendo vencida, miró a Tom en demanda de la respuesta.
—¡Un zapato!
Esta vez sí lo entendió y se rio de buena gana. Cogió su bolso, sacó de él un bombón para Tom y luego un paquete de cigarrillos.
—¿Le importa que fume? —preguntó.
Tom negó con la cabeza. Mientras chupaba el rico chocolate, echó un vistazo por el departamento.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando a algo que parecía un busto con la cabeza calva, y que estaba en el suelo, en un rincón.
—¡Oh, eso! —la señora Ruggles encendió un cigarrillo y agitó la cerilla hasta que se apagó—. El soporte de una peluca.
—¿Y para qué sirve?
—Ahí se pone la peluca por la noche y así no pierde su forma.
—¿Lleva usted peluca?
La señora Ruggles no contestó y pareció algo confusa y molesta. Tom enrojeció, dándose cuenta de que había metido la pata. La pobre señora debía ser probablemente tan calva como una bola de billar, pero, como es lógico, no quería que lo supiera nadie.
—¿Sabe otro chiste? —preguntó, tratando de cambiar de tema.
—Déjame pensar —dijo la señora Ruggles distraída, aspirando el humo de su cigarrillo—. Sabía muchos.
Mientras la anciana trataba de recordar alguno, el tren entró en un túnel y redujo la velocidad. El túnel era muy largo y Tom sonrió al pensar en que debía estarle fastidiando al señor Faith la lentitud del tren. Pero ¿dónde se habría metido ese hombre?
—Tengo que irme pronto —dijo Tom.
—¿Por qué? —preguntó, disgustada, la señora Ruggles.
Tom sonrió, un poco embarazado.
—Estoy trabajando en un caso —dijo tímidamente.
—¿Un caso? ¿Qué quieres decir?
Sin pensarlo, lo soltó todo. Uno se siente mejor si encuentra una persona agradable y simpática con quien hablar, así que Tom contó toda la historia del cianuro y del señor Faith y de cómo estuvo a punto de perder el tren y quedarse abandonado en aquel pueblecito de la montaña.
—Y por eso es por lo que no me pude sentar con usted a la hora del almuerzo —terminó Tom, contento de poder explicar el motivo de su desaire.
Durante el relato, la señora Ruggles había escuchado atentamente, asintiendo con la cabeza y haciendo de vez en cuando alguna pregunta. Cuando terminó Tom, encendió otro cigarrillo y le miró atentamente.
—Muy inteligente, sí señor —dijo—. Eres un verdadero detective.
Tom sonrió feliz, incapaz de ocultar su alegría.
—Quizá pueda usted ayudarme —dijo—. Vayamos en busca del señor Faith y usted le hace unas preguntas acerca del maletín. A lo mejor le pillamos desprevenido.
—Me parece muy bien —dijo la señora Ruggles. Le dio otro bombón a Tom, se puso de pie y se dirigió al servicio—. Discúlpame un minuto. Si vamos a estar en público, necesito pasarme el lápiz de labios.
Se cerró la puerta del servicio y Tom siguió con el bombón. Durante su charla con la señora Ruggles había consultado su cuaderno de notas y ahora se puso a ojear las páginas, recordando algunos detalles. Se dio cuenta de que había olvidado anotar algo sobre la colilla, por lo que sacó el sobre del bolsillo y anotó en el cuaderno los datos del sobre.
—¿Qué es eso? —preguntó la señora Ruggles, que salía del servicio.
—Bueno, pensé que podría ser una prueba —contestó Tom, abriendo y sacando la colilla—. La encontré en el departamento C.
—¿Una pista?
—Bueno, el asesino podría haberla dejado sin darse cuenta. —Sonriendo, Tom señaló la marca roja de la colilla—. Sin embargo, no creo que el señor Faith use lápiz de labios.
La señora Ruggles se rio.
—Espero que no.
—He tratado de averiguar la marca del cigarrillo, pero el lápiz de labios la tapa casi por completo. En cualquier caso, es evidente que Catherine Saks la dejó en el cenicero.
Tom recordó a la hermosa mujer sentada a la mesa del desayuno, tan elegante con la boquilla entre sus dedos. De pronto, como si recibiera un golpe, recordó algo.
—¡Eh! —dijo, mirando la colilla.
—¿Qué ocurre? —preguntó la señora Ruggles.
—¡Claro! ¡Catherine Saks usaba boquilla, lo que significa que sus cigarrillos no tocaban sus labios, por lo que esta mancha de lápiz de labios no puede ser suya!
—Eso no tiene sentido, Tom —dijo la señora Ruggles, sentándose de nuevo en el asiento y cogiendo el bolso del suelo.
—¡Claro que lo tiene! —dijo Tom, excitado—. Aquella noche hubo otra mujer fumando en su departamento.
La señora Ruggles se rio.
—Realmente, eso es algo traído por los pelos, Tom. Si quieres que te ayude en este caso tienes que presentarme mejores pruebas.
—Usted no me entiende —dijo Tom, impaciente porque la mente de la anciana funcionara tan lentamente. Trataba de encontrar otra forma de explicarle lo de la mancha de lápiz de labios, cuando sus ojos se fijaron en una de las colillas, que aún humeaba en el cenicero—. Será mejor que apague eso —dijo.
—Sí, claro.
La señora Ruggles cogió la colilla y la aplastó con fuerza contra el cenicero. Mientras lo hacía, Tom vio que tenía una mancha roja de lápiz de labios. Le invadió una sensación de frío y malestar y levantó la vista para mirar a la señora Ruggles.
Sonriendo, la anciana se llevó una mano a la cabeza y se quitó la peluca, dejando al descubierto una espesa cabellera negra que brillaba con la luz que entraba por la ventana. Al mismo tiempo, sacó un pequeño revólver de su bolso y encañonó a Tom.
—Enhorabuena —le dijo—. Acabas de descubrir al asesino.