El camino más corto entre dos puntos es el que pasa por las estrellas

En vista de los problemas que yo había creado, por motivos muy distintos, los dos últimos años, mis padres decidieron, de común acuerdo, dos cosas: primera, aquel verano no lo pasaría en el extranjero como los anteriores, puesto que no había estado a la altura de la confianza que siempre habían depositado en mí, y, segunda, el siguiente curso lo estudiaría en Madrid, lejos de José y del ambiente nefasto del Instituto del Teatro.

Como no me dejaban ir a ningún sitio que me apeteciera, pensé que, perdido por perdido, mejor aprovechar aquel verano para hacer en Begur el cursillo del servicio social obligatorio. En el más autobiográfico de mis libros de ficción, escribo:

Estaba junto al que sería el mismo mar de todos los veranos, en un antiguo convento situado en mitad de la montaña, donde prestábamos las universitarias de entonces el servicio social obligatorio, un albergue de Falange al que me habían llevado casi a rastras y porque sabía que antes o después tendría que pasar por él, pero que resultó ser un lugar hermoso. Subía corriendo todas las tardes la pendiente que llevaba al pueblo donde me llegaban con regularidad las preciosas cartas de amor que me escribía José, que yo esperaba con ilusión, leía con placer y a veces respondía. Y bajaba corriendo todas las mañanas la otra pendiente que me llevaba al mar. Y nadaba con placer hasta quedar agotada, desmadejada y feliz. Y era estimulante la convivencia estrecha, hasta entonces para mí desconocida, con otras muchachas de mi edad, todas universitarias pero de distintas facultades. Me sumé, pues, con entusiasmo, no sólo a las lecturas teatrales y a los recitales poéticos y a los debates políticos, sino incluso a los madrugones y a las clases de gimnasia y de canto, actividades para las que me sabía congénitamente negada, y pasé noches enteras discutiendo y conversando —en una celda atestada, a oscuras y en voz baja, para que no nos descubrieran— con mis compañeras hasta el amanecer, ¡era tan espectacular la salida del sol en el horizonte marino! Y entablé amistades que iban a prolongarse mucho tiempo, y conocí a Mercedes, a la que iba a amar hasta la muerte y más allá de la muerte, la primera de las dos personas (iban a ser dos, ella y, años más tarde, Esteban) que me llevarían a aceptarme plenamente tal cual era, y a reconciliarme conmigo misma y con el mundo, supliendo los huecos y carencias que había dejado mi madre.

Mercedes daba en el albergue las clases de «formación del espíritu nacional», o sea de política, y nos dejó desde el primer día con la boca abierta de asombro. Por lo que decía y por cómo lo decía. Era una oradora brillante, apasionada, arrebatada, un poco panfletaria. Se llevaba a la gente de calle. Cuando algo la indignaba estaba sublime, a veces peligrosamente sublime, porque no medía las consecuencias de sus palabras y se creaba conflictos y enemistades. Era adorada por una amplia corte de fans, pero también tenía mucha gente en contra. No cabían con ella tibiezas ni medias tintas: había que adorarla o detestarla. El día que el cura nos negó la comunión porque íbamos sin medias o con pantalones, regresó al albergue hecha una furia, nos reunió e improvisó una arenga antológica… poco faltó para que regresáramos al pueblo y le prendiéramos fuego a la iglesia.

Desde niña, yo había tenido la sensación de que algo no funcionaba bien en el mundo, de que no era justo que unos tuvieran tanto y otros tan poco, me escandalizaba el trato que algunos señores daban al servicio («cuando sea mayor no tendré criadas», afirmaba, y todos se reían de tan loca ocurrencia, porque vivir sin, al menos, una cocinera y una camarera era tan impensable como vivir sin aire que respirar) y me había preguntado alguna vez por qué opinaba tía Sara de forma opuesta a los demás y si podía tener en algunos puntos razón. Nunca me había integrado, y mis padres me lo reprochaban, en la clase social que me correspondía. Pero había compartido el franquismo de mis padres y de la casi totalidad de la gente a la que trataba.

Recuerdo que asistí, sola y por decisión propia, a la inauguración del monumento que se erigió en la Diagonal en memoria a los caídos, porque entre ellos figuraban tres de mis tíos de los que en la familia no se hablaba casi nunca. Y viví la huelga de los tranvías, primer acto masivo de oposición a la autoridad establecida (y tuvo que ser emocionante que la ciudad entera decidiera un buen día, ante el aumento del precio del billete, no utilizar ese medio de transporte, y que se cumpliera, y que desfilaran, desde la mañana hasta la noche, los tranvías vacíos: sólo un magnate, amigo de mis padres, viajó aquel día, por primera vez en años, en tranvía, seguido por su Mercedes conducido por el chófer), lo viví, digo, sin experimentar nada especial, sin emoción ninguna, sin calibrar su importancia y su significado.

Luego, los dos últimos cursos de bachillerato, y sobre todo al ingresar en la universidad, abandoné el franquismo y pasé a la oposición. Era un fenómeno generalizado: para desesperación de sus padres, los hijos de las familias burguesas se hacían de izquierdas en la universidad. Pero mi militancia se limitaba a leer autores prohibidos en España (que eran muchísimos), ver en sesiones clandestinas o en el extranjero el cine que no se proyectaba aquí (que era más de la mitad del cine interesante que se hacía en el mundo), y manifestarme de izquierdas en las discusiones. De hecho, la política nunca había ocupado un lugar en mi vida, absolutamente atrapada, como estaba, por la literatura, el arte, los esfuerzos por abrirme camino como actriz y mis desmesuradas historias de amor.

En Begur, las clases heterodoxas, apasionadas e inteligentes de Mercedes hicieron que me interesara de veras, por primera vez, en la política. Fui bastante más consciente —había empezado a serlo en el Cotolengo— de que no todo consistía en enamorarse, subir a un escenario, escribir poemas, de que el mundo era un lugar plagado de injusticia y de dolor —muy cercano para muchos al «valle de lágrimas» de que hablaba la Salve—, injusticia y dolor a los que no podía permanecer ajena y de los que éramos todos responsables. Lo descubría un poco tarde, y en un lugar insólito, pero así fue.

Seguro que no todas las instructoras que daban las clases de política en los albergues universitarios eran como Mercedes —para bien y para mal, única e irrepetible—, pero, después de que viniera a darnos una charla la regidora central del SEU, Pilar de Valle, que era quien imponía las directrices a seguir, creo que las teorías que exponían debían de ser similares. Formaban parte de una Falange de izquierdas, que venía existiendo desde la guerra civil, porque apenas terminada la contienda hubo falangistas, como Ridruejo, que se sintieron estafados y se pasaron a la oposición. Consideraban que Franco les había traicionado, y muchos estaban convencidos de que había permitido adrede que ajusticiaran a José Antonio, porque hubo posibilidad de llegar a un acuerdo para salvarle y no quiso hacerlo. José Antonio, vivo, habría resultado incómodo a los militares: mucho mejor utilizar su ideología y tenerlo de héroe. Esta Falange de izquierdas, cuya Biblia eran las Obras completas de José Antonio (que yo leí, desde luego, como si de la Biblia se tratara, tomando notas, entresacando «consignas» —algunas, como «el camino más corto entre dos puntos es el que pasa por las estrellas», muy literarias y que de hecho no venían a significar nada, figuraban entre mis predilectas— y discutiéndolas punto por punto con Annemie), propugnaba una revolución económica y social muy profunda, que el gobierno de Franco no había siquiera intentado, que no se había propuesto ni por un instante considerar en serio, pero esta revolución, lejos de proscribir la religión, hacía suyos los principios religiosos y nacionalistas, definía al hombre como «portador de valores eternos» y alardeaba de que «ser español es una de las pocas cosas importantes que se puede ser en el mundo».

Aunque sin duda Mercedes desempeñó —sin proponérselo— un papel importante en mi decisión de ingresar en Falange, lo cierto es que yo andaba buscando a ciegas algo en lo que creer, algo que me permitiera encauzar mi preocupación por las desigualdades sociales, mi rechazo de los valores burgueses, en un plan de acción colectiva. Seguramente creí poder encontrarlo en el sector progresista y politizado de la Iglesia que me propuso la superiora del Cotolengo, pero se produjo un rechazo instintivo, casi de piel. Si leía con entusiasmo los discursos de José Antonio, la lectura de Camino me había producido un profundo desagrado. Y, sin embargo —ya he dicho que, pese a mis reservas y dudas, seguía siendo católica, católica practicante incluso, y añado ahora que mi reencuentro con Cristo en el Cotolengo había sido para mí importante y que, si bien no hablaba ya con dios todas las noches, sí le hablaba todavía a menudo—, no podía apuntarme a un partido que vetara la religión. Ésta era la gran ventaja que me ofrecía, o que creí que me ofrecía, la Falange: militar a la izquierda, muy a la izquierda, oponerme al franquismo, y seguir al mismo tiempo siendo creyente. Cómo íbamos a llevar a cabo la revolución, siendo cuatro gatos, sin disponer de medios, estando inmersos en el sistema —todos cobraban, en definitiva, sueldos del gobierno— y gozando del odio unánime de los grupos de izquierdas, no nos preocupaba demasiado, a fin de cuentas nosotros creíamos en el milagro y sabíamos que el camino más corto entre dos puntos era el que pasaba por las estrellas.

Me fui del albergue creyendo que tal vez no volvería a ver a Mercedes —que el curso siguiente se trasladaba a Granada, porque había tenido una de sus trifulcas con las jefas de Barcelona— y sin decirle a nadie que pensaba ingresar en la Falange. Lo dije en casa. No les sorprendió demasiado, porque nada de lo que se me ocurriera hacer podía sorprenderles mucho, pero en realidad resultaba bastante extraño. A finales de los años cincuenta, los hijos de la burguesía catalana ya no se apuntaban en Falange, y los padres, que quizá lo habían hecho llevados al terminar la guerra por la euforia del momento, o para lograr algún beneficio, se habían borrado hacía mucho. Se podía encontrar todavía, en el fondo de los armarios, alguna vieja camisa azul casi sin estrenar.

Averigüé la dirección de Sección Femenina y le dije a la chica que estaba tras el mostrador que quería apuntarme en Falange. Me miró con perplejidad y me lo hizo repetir dos veces. Entonces preguntó: «Veamos, ¿quieres solicitar alguna beca?». Dije que no. «¿Quieres ir a una colonia de verano?». Tampoco. Nos mirábamos las dos con recíproca extrañeza. Fue a buscar a otra chica, mucho mayor y más enterada. Hizo varias preguntas parecidas a las de la chica anterior y luego dijo: «Bueno, explícame, ¿por qué te quieres hacer falangista?». Le expliqué que me convencía su doctrina, que había estado en Begur y… Al oír la palabra Begur se le iluminó el rostro. «Ah, entonces eres universitaria. No tenías que venir aquí. Tú tienes que ir a la regiduría del SEU». Fui a la regiduría del SEU y salió a hablar conmigo Alejandrina, la regidora, una chica de aspecto agradable, ademanes reposados y ojos tristes. «¿Estás segura de que quieres hacerte de Falange?». Quizá no era que tuviera los ojos tristes, quizá me miraba con pena. Dije que sí, bastante sorprendida de la falta de entusiasmo con que acogían a los nuevos adeptos. «Piénsalo bien». No respondí. Reflexionó unos segundos y me propuso: «Mira, va a celebrarse ahora un cursillo en La Granja, antes de que empiecen las clases en la universidad. Asiste al curso, y al terminar, si sigues decidida, ingresas». En eso quedamos.

Había creído —¿de veras lo había creído?— que tal vez no volvería a ver a Mercedes, pero coincidimos no recuerdo dónde y nos vimos varias veces antes de que ella partiera hacia Granada y yo hacia La Granja y desde allí a Madrid. Le hizo ilusión que ingresara en el «movimiento» —decir «partido», como hizo José, constituía una metedura de pata propia de no iniciados: José Antonio había dejado bien claro que no éramos un partido, éramos un movimiento—, pero le preocupó y le dio miedo (a Mercedes, tan apasionada y tan lanzada, todo le preocupaba y le daba miedo). «A estas alturas», repetía, «meterse falangista a estas alturas…».