Cambio de piso

El mismo año que entré en el Real Monasterio, también cambiamos de piso. Por fin mi madre se había liberado de las tres o cuatro horas de la tarde en que la casa oscura se veía invadida por los pacientes de papá. Por las mañanas operaba en una clínica privada, y por las tardes trabajaba como médico de la Seguridad Social, y en aquel entonces sólo recurría a la Seguridad Social la gente humilde. La consulta ocupaba la parte delantera del piso, pero los pacientes no cabían en la salita de espera —muy bonita, circular, con una pecera de peces de colores en la mesita central y sillas de diseño adosadas a lo largo de las paredes—, y desbordaban por el pasillo, cerrando a mamá el paso hasta su dormitorio. A menudo iban sucios, a menudo olían mal, dejaban el baño hecho una porquería; a veces venían lesionados, sangraban, se quejaban, protestaban.

Pero muchos adoraban a papá, que, como en aquel entonces las especialidades no estaban bien definidas, actuaba con ellos a la vez como cirujano y como internista. Era un manitas —siempre lo fue— y las mujeres jóvenes sólo se querían operar de apendicitis con él, porque dejaba unas cicatrices increíblemente diminutas. Era, además, partidario de medicar y de operar lo mínimo, de estar atento a las demandas del cuerpo. Y era uno de esos médicos que, sólo con ver cruzar al paciente la puerta de su despacho, ya saben el mal que le aqueja. Un veredicto de muerte de mi padre era una condena casi tan segura como la de un juez. Se contaba en la familia —no sé cuánto habría en la leyenda de exageración y de broma, pero seguro que algo había de verdad— que, subiendo un día en el ascensor con un vecino, nos pronosticó al apearnos nosotros en el segundo piso, «a este hombre le queda poco tiempo de vida», y que el vecino murió antes de llegar el ascensor al quinto.

Muchos de los pacientes procedían de pueblos y nos traían como regalo, sobre todo en Navidad, productos del campo. Y provocaban a menudo, con la mejor de las intenciones, una pequeña —para mí gran— tragedia doméstica, cuando el obsequio consistía, no en huevos, ni en fruta, ni en verduras, sino en animales vivos. Era habitual entonces comprar los pollos o los pavos vivos, y sacrificarlos en casa. En los hogares burgueses esto formaba parte de los deberes de la cocinera, y todas las amas de casa de clase humilde o media sabían cómo arreglárselas para liquidar a un ave o incluso a un conejo (¡menos mal que esto no formaba parte de las clases de cocina de «enseñanzas del hogar»!). Nos encontrábamos, pues, con cierta frecuencia, con un par de pollos, atados juntos por las patas, cacareando y agitándose enloquecidos en el suelo de la cocina. Mi madre, tan angustiada como yo, mandaba que les dieran agua, algo de comer, que les aflojaran las ligaduras, y sobre todo que acabaran aprisa, ante la mirada casi siempre burlona y superior de la cocinera de turno.

Es el único punto en que mis padres se permitieron, mientras fui muy pequeña, engañarme —la gravedad del caso justificaba la mentira—, y creí durante años que aquellas aves eran enviadas a una granja, donde vivían felices hasta que les llegaba la muerte natural. Lo creí, porque habría creído cualquier cosa que me dijeran unos padres que, me constaba, no mentían jamás, e iba contando ilusionada y metódica cuántos pollos teníamos ya en el idílico gallinero, sin relacionarlos con los que se servían en la mesa, comprados, aseguraban, en la pollería de la esquina. De todos modos, ya entonces me daba cierto repelús que los humanos tuviéramos que nutrirnos con carne de animales, criados con el único fin de servirnos de alimento. Sesenta años después sigo debatiéndome en el mismo dilema: no soporto la matanza del cerdo pero me encanta el jamón. Y he llegado a una solución de compromiso, válida sólo para mí y que no pretendo imponer a nadie: como poquísima carne, casi nunca de crías (lechón, corderito, etcétera), y nunca jamás (aunque me gusta) carne de caza. De hecho, y seguramente es una arbitrariedad, mi solidaridad básica se circunscribe a los mamíferos; los peces, los reptiles y las aves me acongojan menos.

La burguesía de mi ciudad se ha ido desplazando gradualmente hacia arriba, cada vez más lejos de la mar, desde la Barcelona vieja, situada por debajo de la plaza Cataluña, donde residían nuestros bisabuelos, hasta el Ensanche. Y más tarde a las zonas de Sarrià, Pedralbes, Tres Torres, que, cuando Óscar y yo éramos niños y tía Sara nos ocupaba la tarde dando vueltas en tranvía (aunque mi madre le suministraba dinero suficiente para que fuéramos al cine o a merendar a las Granjas Catalanas, Sarita prefería programas más populares, como dar vueltas en tranvía, viajar en las golondrinas —barquitos de recreo que te daban un paseo por el puerto—, o hacer colas interminables ante tiendas donde se celebraban rebajas, lo que le daba ocasión de hablar con otras mujeres de lo mal que estaba todo y de criticar a Franco), constituían pueblitos separados de la gran urbe, donde algunas familias se trasladaban a veranear, y donde se erguían magníficas torres, con espléndidos jardines y verjas suntuosas e historiadas. Las vueltas en tranvía no estaban mal, porque nuestra tía nos iba contando las suculentas historias de hechos acontecidos en aquellas mansiones, que a veces tenían poco que envidiar en horror y perversidad a los cuentos de Poe.

Entre los elementos positivos de mi infancia, junto a no haber asistido a un colegio de monjas, haber estudiado siempre con chicos, haber dispuesto desde niña de gran cantidad de libros y de frecuentes idas al cine, haber tenido a partir de los siete años siempre perro y haber pasado casi todos los veranos al lado del mar, junto al hecho de que no me crearan en casa sentimientos de culpa ni imperara el nefasto concepto cristiano del sacrificio por el sacrificio (mi madre no utilizaba la expresión «este valle de lágrimas» —seguramente sólo había rezado el rosario la temporada que pasó en casa de la Abuelita durante la guerra civil—, y, aunque no tenía de la existencia humana una visión en absoluto optimista —repetía a menudo que sólo los tontos pueden ser felices—, consideraba normal que uno lo pasara lo mejor posible, y yo hubiera deseado seguramente una madre más cariñosa, pero en absoluto una madre sacrificada), figura haber tenido a mi lado fabulosas narradoras. Nada me ha gustado tanto como que en los libros, en el cine, en el teatro o de viva voz, me cuenten historias.

El piso nuevo no tenía, como la casa oscura, un mar de hojas debajo de sus balcones (ni siquiera tenía balcones), ni tantos cines cerca, ni quedaba a una manzana de tía Blanca, pero seguía estando en pleno Ensanche, a unos metros de la Diagonal (la disparatada emigración de la burguesía hacia la zona alta de la ciudad no había comenzado) y, en lugar de compartir una habitación infantil con mi hermano, con poca luz y no muy grande, me asignaron la mejor habitación de la casa, porque daba a la calle, y mamá, temerosa del ruido, prefirió instalarse en la parte de atrás.

No creo que ninguna muchacha tuviera un dormitorio parecido al mío. De haber nacido unos años más tarde, mi madre hubiera sido tal vez arquitecto, y nada la divertía tanto como organizar espacios, derribar tabiques, cambiar puertas de lugar, buscar en los anticuarios, inventar soluciones distintas de las habituales, dar rienda suelta a su fantasía. Mi cama, muy amplia, de metal dorado, el armario isabelino y las dos sillas, también isabelinas, pertenecían a su cuarto de soltera y los había estado guardando para mí; la lámpara del techo era una araña de lágrimas doradas; por mesilla de noche tenía una mesita redonda, de mármol veteado y borde y patas de metal, y, al lado, como lamparilla, una farola que parecía de iglesia, muy alta y apoyada en el suelo, y, por último, un tocador con espejo ovalado y faldas de blanco tul.

Delante de mi ventana había un edificio extraño. Era una casa de pisos, con tiendas en la planta baja, pero recordaba por su aspecto un castillo medieval, con muchas torres, que me parecía sacado de un libro para niños. Era la Casa de les Punxes, y, al igual que la Pedrera o el Palacio de la Música, provocaba en mis padres (por una vez estaban de acuerdo) un rechazo total. Consideraban el Modernismo el colmo del abigarramiento y el mal gusto. Y la mayoría de barceloneses opinaban lo mismo. Tuvieron que pasar años para que se reconociera que Gaudí, tan denostado, había sido un genio, y que su obra y la de otros arquitectos modernistas —incluidos pequeños establecimientos y tiendas— hacían de Barcelona una ciudad única. En fin, a mí me habían dicho que eran horribles, y horribles me parecieron durante mucho tiempo. Lo que decían mis padres iba a misa.

Observando desde mi ventana la Casa de les Punxes, descubrí algo que me llamó mucho la atención. Había, en la parte alta del edificio, un mosaico que representaba a san Jorge y el dragón, y un letrero que decía: «Sant Patró de Catalunya, torneu-nos la llibertat!». Si un escrito en catalán era ya en sí mismo delictivo, pedirle a un santo que devolviera la libertad a Cataluña debía de merecer casi la pena capital… Es sorprendente que estando allí, al descubierto, un poco alto pero a la vista de todos, de cualquier transeúnte, o de cualquier vecino que, como yo, se asomara a la ventana, nadie lo descubriera y que se haya mantenido incólume hasta hoy. Muy milagroso debe de ser el santo…

Nuestra casa estaba situada entre una comisaría y el piso del alcalde, de Porcioles. La comisaría quedaba justo al lado, y desde la ventana de mi cuarto de baño, que daba al mismo patio que sus dependencias, oía conversar a los policías en el silencio de la noche. Eran amables con nosotros, ya he comentado que subían a hacernos los documentos en casa, para que no tuviéramos que molestarnos en ir a la comisaría y esperar nuestro turno. Pero conservo de ellos un recuerdo angustioso. Vi desde mi ventana —al parecer me pasaba el día asomada a la ventana— cómo arrastraban a un hombre y lo metían en un coche celular. El hombre se debatía como loco, aullaba aterrado y nos pedía ayuda. «¡Socorro! ¡Ayudadme! ¡Me van a matar! ¡Me van a matar!». Los transeúntes pasaban de largo mirando hacia otro lado. ¿Qué hubieran podido hacer? ¿Qué podía hacer yo a mis diez años contemplando la escena desde una ventana? Quizás aquel hombre fuera un delincuente peligroso, quizá no le ocurriera nada tan terrible, pero pasó a formar parte de mis pesadillas.

Por el contrario, lo que recuerdo de mi vecindad con el alcalde es divertido: una de las travesuras insolentes de mamá, basada esta vez en su indiscutible sentido justiciero. Porcioles, pese a ser el alcalde, no tenía vado delante de su puerta, y hacía que colocaran dos cubos en la calzada, uno a cada lado, reservándole lugar para aparcar. Pero, si nosotros regresábamos del teatro o del Liceo antes que él, y a pesar de que dejábamos el coche en el párking de nuestra propia casa, mi madre se molestaba en ir hasta la puerta de Porcioles y, con dos enérgicas patadas, lanzaba lejos los cubos, ante las miradas, creo que en el fondo divertidas, del policía que estuviera en la puerta de la comisaría, o del vigilante que hacía su ronda. Nadie le dijo nunca nada, ni nadie volvió aquella misma noche a colocar los cubos.

Sólo dos cosas más, para mí importantes. Primera: en la esquina de Rosellón con Diagonal había, y hay, un bar, el Bauma, que fue durante años punto de encuentro con mis amigos o mis novios, y en el bar estaba algunas veces Raquel Meller, la cupletista, ya muy mayor, que, cuando le pedí un autógrafo, escribió en mi álbum con letra grande, desigual, y alguna falta de ortografía: «¿Qué es el amor…? Una mentira, no la hay mayor; mas por vergüenza la humanidad cree en él, sabiendo que no es verdad». Segunda: muy cerca de la nueva casa había una pequeña librería. Se llamaba Trirreme y era propiedad de un hombre que había sido maestro. Con él sostuve largas conversaciones y gracias a él pude establecer contacto con Elena Fortún.