La Segunda Guerra Mundial y otros miedos varios
En el mundo en que yo me movía durante la Segunda Guerra Mundial, el mundo de mis padres, de mis tíos, de los amigos de mis padres, todos —menos tía Sara, claro— estaban a favor de los alemanes, en gran medida porque habían apoyado a los nuestros durante la guerra civil, y todos ellos eran —menos tía Sara, claro— fervientes franquistas. En el cine no se proyectaba ni una película que dejara en buen lugar a los aliados, ni una película siquiera en que saliera un soldado japonés de aspecto malvado; la prensa y el reportaje de noticias que se proyectaba en los cines —el No-Do— eran absolutamente tendenciosos, e incluso se habían eliminado los negocios que llevaban un nombre inglés o francés (a veces en casa tenían un descuido y hablaban de la Tintorería Francesa, que ahora se llamaba Iris, o asignaban a una calle un nombre que había cambiado, y mi tío Víctor, el nazi pertinaz, inasequible al desaliento, montó en cólera cuando abrieron años después, en la Avenida del Generalísimo, que todos seguíamos llamando Diagonal, un cine con el nombre Windsor, que intentó, sin éxito, claro, boicotear).
Es curioso que el mismo año en que me preparaba para hacer la primera comunión en el Colegio Alemán —que no era confesional pero organizaba un cursillo de religión y montaba la ceremonia religiosa para los católicos—, mientras yo hacía fervientes votos por la victoria de los alemanes, que por otro lado daba por segura, y consideraba a Hitler un personaje de leyenda, Esteban, el hombre que sería un día padre de mis hijos, estuviera haciendo el servicio militar —me llevaba catorce años— e, integrado en un movimiento clandestino de apoyo a los aliados, cruzara varias veces, de noche y a pie, la frontera para suministrarles información secreta conseguida en España. Él era un muchacho de clase media, pero en el grupo de conspiradores estaban involucrados altos miembros de la Iglesia, de la burguesía y de la intelectualidad, convencidos de que, si Hitler era derrotado, nuestro invicto Caudillo, centinela de Occidente, caería con él.
Pero con este sector elitista e ilustrado —cuyo antifranquismo se relacionaba sólo de modo muy remoto con el de las criadas que me atiborraban de amenazadora ensaladilla y querían ahorcar una frente a otra a la primera señora que había tenido criada y a la primera criada que se había prestado a servirla (no quiero ni pensar qué castigo hubieran inventado para la pobre Gregoria), y que se proclamaban comunistas por las carreteras de los pueblos del Maresme, no únicamente por la diferencia de cultura y de clase social, sino porque ellas lo gritaban en castellano—, con este sector, digo, yo no tenía de niña apenas contacto.
Sólo a veces, en Sant Pol, el padre de una de mis amigas organizaba juegos insólitos —sustituía, por ejemplo, las guerras entre moros y cristianos, o las luchas entre policías y ladrones, por la batalla entre monárquicos y republicanos, y alguno de estos juegos incluía votaciones en toda regla: una preparación bastante anticipada para una democracia que tardaría cuarenta años en llegar— y decía frases ambiguas, que yo no terminaba de entender, pero que me hacían sospechar que el buen señor no comulgaba con las ideas de mi familia.
No recuerdo en qué momento empezó la guerra mundial, pero sí recuerdo oír hablar mucho a los mayores de ella, recuerdo las encendidas peroratas de tío Víctor contándonos las increíbles proezas de los alemanes, ridiculizando la cobardía de los italianos y comentando lo escandaloso que era que los aliados hubieran aceptado colaborar con un país comunista como la Unión Soviética. Recuerdo la carestía de muchas cosas, que la guerra impedía importar, y algunas de las cuales yo no había visto nunca y fantaseaba maravillosas. Y recuerdo que no se podía viajar. Mi padre, al que apenas veía a lo largo del día, venía a sentarse algunas noches al borde de mi cama y me describía los lugares preciosos que visitaríamos juntos en cuanto se restableciera la paz. La casi continuidad de la nueva guerra con la anterior hacía que Barcelona, lejos de recuperarse, tuviera un aspecto todavía más gris y pobretón y triste que antes.
Pero, sobre todo, la guerra supuso para mí un enorme miedo. Yo, tal vez por sensible e imaginativa, era una niña muy miedosa. Tiempo después se lo comentaría a Elena Fortún, y ella me respondería: «El miedo es cosa de juventud. Yo he sido terriblemente miedosa. Cuando acabamos de llegar a este mundo desconocido tenemos miedo de todo. Luego, de pronto, nos encontramos con que lo hemos perdido… Tal vez porque le damos menos importancia a todo». Yo entonces no la creí, pero ahora sé que es verdad. A Elena Fortún, autora de los libros de Celia, que fueron un elemento importante en mi infancia de lectora voraz, la conocí por casualidad. En mi librería me dijeron que les había estado comprando y encargando varios libros. Casi me dio un pasmo. Sabían su dirección, fui allí —mi extrema timidez no era incompatible con esos arranques temerarios—, me recibió y nos hicimos amigas. Fue el primer escritor al que traté personalmente y constituyó toda una experiencia. Pero esto ocurriría años más tarde, cuando la guerra había terminado, la familia había cambiado de piso y yo era ya una adolescente.
Lo cierto es que fui una niña angustiada por multitud de miedos, y que no sabía que algún día se me iban a pasar. Miedo a la muerte, desde muy pequeña. Estaba en la cama y pensaba «algún día vas a morir», y no me servía de nada decirme que faltaba seguramente mucho tiempo, un montón de años, porque lo horrible era que aquello tuviera que llegar, y, si tenía que llegar, lo mismo daba que tardara siglos en hacerlo, porque aquel momento tan lejano sería en algún momento el presente. Y que existiera un dios y otra vida —entonces todavía creía en ambas cosas— no me ayudaba demasiado.
Tenía pavor a los médicos. Nunca me habían hecho el menor daño, mi propio padre era médico, pero me aterrorizaban. Contaba mi madre que el día que encontramos por la calle a un dermatólogo que se había limitado a recetarme una pomada, tuve un ataque de pánico. Y me pasaba el año entero obsesionada con la vacuna contra el tifus que me ponían cada primavera. Tenía miedo al cáncer, del que todo el mundo a mi alrededor contaba atrocidades. Era un tema recurrente y morboso de conversación, sobre todo en la zona de servicio, donde se describía, con lujo de detalles, espantosos dolores para los que no existían analgésicos ni paliativos. Yo le pedía a dios lo mismo que le había pedido Oscar Wilde —aunque todavía no sabía quién era Oscar Wilde—, que todo el dolor físico que me tocara en la vida me lo sustituyera por dolor moral.
Tenía miedo a un montón de cosas que aparecían en las películas y en las truculentas historias que oía en el cuarto de costura: los fantasmas, los muertos vivientes, los vampiros, los hombres lobo. Sabía que no existían, pero les tenía miedo. Tenía miedo a la oscuridad. Tenía miedo a los juegos violentos. Tenía miedo a los otros niños.
Y tenía miedo al infierno, un miedo mezclado con incredulidad. Que los pueblos paganos, la gente de otras religiones, que a lo mejor ni siquiera habían tenido oportunidad de oír hablar del verdadero dios, que creían en cosas distintas y obraban quizá de buena fe, pero que no habían sido bautizados y habrían cometido, seguro, un pecado mortal en su vida, tuvieran que pasarse una eternidad en el infierno, no me cabía en la cabeza. Ahora me parece increíble que millones de personas, no totalmente oligofrénicas ni perversas, puedan creer tamaño desatino.
Recuerdo que, en el cuarto de costura, alguien leyó en un libro de piedad una historia supuestamente real. Era así. Muere una niña de cinco años y aquella misma noche, cuando su madre, deshecha en llanto y de rodillas, está rezando por su pequeña, ésta se le aparece y le dice: «No merece la pena que reces por mí, mamá, porque unos minutos antes de morir tuve un pensamiento impuro, del que no me dio tiempo a hacer un acto de contrición, y estoy en el infierno». Había, creo recordar, una ilustración: la madre con los ojos desorbitados y la boca abierta en un alarido de horror y la niñita envuelta en llamas. Casos como éste hacen que, pese a mi liberalismo, crea que sí debe existir una censura para los libros infantiles. Cuando recurrí aterrada a mi madre, dijo que aquello eran paparruchas, puros disparates, y riñó a la persona que me había leído la historia, pero a mí me estaban preparando para la primera comunión y en las clases oía cosas igualmente extrañas e inquietantes. ¿Cómo era posible que los niños que morían al nacer, antes de ser bautizados, quedaran relegados en el limbo por toda la eternidad? ¿Era posible que te fueras al infierno por haber faltado un domingo a misa? Los curas aseguraban que sí, la mirada dirigida hacia lo alto, las manos unidas y alargando mucho la segunda «e» de eternidad. Todos afirmaban que sí. Salvo mis padres. Pero ellos eludían el meollo de la cuestión. Se limitaban a intentar tranquilizar mis miedos, pretendían que no me preocupara. Nunca se sentaron a hablar seriamente conmigo ni me dijeron: «Todo lo que te cuentan del infierno y del pecado es mentira. No lo comentes con tus amiguitas, igual que no debías contarles lo de los Reyes Magos cuando supiste que éramos nosotros, pero no hagas caso de lo que enseñan los curas». De modo que crecí con el temor de que, si fantaseaba, por ejemplo, que un niño me daba un beso en la boca, o bebía un sorbo de agua antes de comulgar, o veía una película prohibida (no ya como la abominable Gilda, sino como El tercer hombre, que tenía, no sé por qué razón, al clero soliviantado, hasta el punto de que cada vez que te confesabas te preguntaban si la habías visto), me iría de cabeza a los infiernos por toda una tenebrosa eternidad, y de que mis padres, de ser verdad mis sospechas —cada vez más fundadas, porque los domingos no les veía salir de su habitación hasta la hora del almuerzo— de que se saltaban la misa, vivían en permanente pecado mortal.
La guerra mundial me aportó todo un repertorio de miedos nuevos. Imágenes en el cine: soldados en las trincheras, entre la lluvia y el barro, corriendo, saltando, volando hechos pedazos por el aire, cadáveres derrumbados como peleles sobre montones de cascotes y de ruinas, edificios en llamas, casas, barrios enteros desmoronándose como juegos de naipes o decorados de cartón, ciudades reducidas a escombros entre los que vagaban fantasmales los niños y las mujeres y los viejos, desoladoras caravanas de heridos y lisiados. Se hablaba de matanzas terribles, bombardeos en lugares donde sólo quedaban civiles, nuevas armas de potencia inimaginable que supondrían el fin de la humanidad.
Y hubo dos testimonios directos que me impresionaron y asustaron más que todo lo demás. Unos amigos habían acogido a una niña de los países en guerra. Todo la sorprendía. Se detuvo atónita ante una cama —debía de haber olvidado ya lo que era una cama bien hecha—, señaló el embozo, la sábana doblada sobre la colcha. «¿Para qué sirve esto?», preguntó, y, antes de que atináramos a responder, concluyó: «Ah, claro, es para tapar la cara de los muertos». Y una mujer alemana que había logrado escapar a España, además de contarnos historias terribles que sin duda la obsesionaban, sustentaba una teoría según ella indiscutible, científicamente demostrada: cada veinte años se producía en Europa una guerra mundial, y la próxima, con el invento de la bomba atómica, supondría el fin de la humanidad. Era una condena a la que no podíamos escapar. Y lo creí.
Por eso, cuando alguien se lamenta de los desastres de nuestro tiempo, no dejo de pensar que lleva razón, pero que somos la única generación de toda la historia que ha vivido sesenta años sin una guerra.
Y queda todavía otro miedo que reseñar entre mis muchos miedos de la infancia: el miedo pavoroso a sentir miedo.