Los veraneos interminables
En los años de mi infancia e incluso de mi juventud, no se trataba de aprovechar las vacaciones veraniegas para salir unos días o un mes de la ciudad. Para la burguesía —la gente de pocos medios se quedaba en Barcelona, y por eso, en aquellos tiempos, la morenez era un signo de distinción, casi un distintivo de clase, como tener coche o llevar un abrigo de piel—, el veraneo suponía un traslado en toda regla y para un período de tiempo prolongado. Empezaba en cuanto los niños terminábamos el colegio, a finales de junio, y se extendía hasta los últimos días de septiembre. La festividad de la Virgen de la Mercè, el 24, marcaba el final de las vacaciones y casi siempre coincidía con las primeras lluvias y los primeros días de mar revuelta, en los cuales no nos permitían a los niños ir a la playa y había que recurrir a otros juegos, como las timbas de póquer o de siete y medio —más o menos a escondidas de los mayores, en las que apostábamos canicas, cromos y a veces dinero—, la construcción de cabañas en la Riera o las funciones de teatro, que, en Sant Pol, yo elegía, dirigía e interpretaba con entusiasmo (a veces incluso inventaba texto y argumento), porque el teatro fue desde muy pequeña y hasta hoy una de las grandes pasiones de mi vida.
Eran tres meses enteros, para mí eternos, durante los cuales yo, tan urbanita, apenas bajaba a Barcelona. ¡Cómo la echaba de menos! Digo bajaba, porque mi familia materna siempre eligió la costa situada al norte, y durante mi infancia alguno de los pueblitos del Maresme: Masnou, Vilassar, Sant Pol. Si en invierno nos agrupábamos todos en un pequeño espacio —Barcelona reducida a un reducto de pocas calles, desde el que hacíamos esporádicas expediciones extramuros—, en verano ocupábamos localidades casi vecinas: tía Sara estaba en Masnou, tía Blanca en Sant Pol, donde había veraneado desde tiempo inmemorial mi familia materna, y mamá había querido, quizá para escapar de su mundo de soltera, construirse una casita en Vilassar.
Una casita deliciosa, en primera línea de mar y rodeada de jardín, que diseñó ella misma hasta el mínimo detalle, y de la que se aburrió, como le ocurría con casi todo, en cuanto la tuvo terminada. A mí me encantaban las gardenias que flanqueaban la escalera que daba acceso al porche y los dibujos grabados sobre cristal negro del cuarto de baño, y me fascinaba oír por las noches, desde la cama, el rumor casi constante del mar.
Mi familia materna, los Guillén, veraneaba en la costa. Pero los Tusquets, no. La gente de veras respetable, de hábitos conservadores y estricta moralidad, pasaba con frecuencia los meses de verano en el campo o en la montaña, donde poseían a veces hermosas casas rurales. Algo había en el mar que les parecía pecaminoso, y no creo que se tratara únicamente de que incluso los pacatos trajes de baño de la época (se debía tomar el sol con albornoz y se multaba a las mujeres que se bajaban los tirantes) dejaran al descubierto partes del cuerpo habitualmente ocultas. Sospecho que intuían en el rumor del mar, el olor del mar, el contacto del agua, del sol, del aire, una incitación a la voluptuosidad; la gente de mar les parecía más libre, más progresista, más rebelde, más dada a la aventura que la de tierra adentro. Lo mismo ocurría con el circo. Los Tusquets no llevaban a los niños al circo, porque las chicas actuaban con mallas y se les veían las piernas y hasta las bragas cuando hacían acrobacias o se subían a los trapecios, lo cual era ya en sí muy grave (baste recordar los ridículos bombachos anudados debajo de la rodilla que llevaban bajo la falda las deprimentes bailarinas que iban a nuestras casas para amenizar las fiestas infantiles, ¡no fueran a mostrar en los giros de la jota, siempre había una jota en el repertorio, algo más que las pantorrillas!), pero además el ambiente abigarrado e intenso de aquellas gentes, trashumantes, en constante movimiento, a menudo jugándose la vida en su trabajo, les resultaba perturbador, inquietante. Pienso que incluso el desagrado que experimentaban hacia los animales obedecía en parte a que les escandalizaba la falta de pudor y delicadeza con que exhibían sus órganos genitales y ejercitaban su sexualidad.
No, los Tusquets no veraneaban en la playa, no llevaban a los niños al circo, no tenían perro. Y mi padre, Tusquets al fin —tan buen chico y al que todos querían tanto, no teníamos ni idea de lo buenísimo que era y de lo mucho que querían ellos a su hijo, a su hermano, a su tío, a su sobrino Magín—, se obstinó los primeros años de posguerra en que pasáramos al menos parte de las vacaciones en la montaña, donde mamá y yo languidecíamos como almas en pena, pues, si a los Tusquets les parecía el mar una incitación al desenfreno, los Guillén veían el campo como un lugar monótono, donde gentes absurdas se dedicaban a aficiones tan incomprensibles como buscar setas, coleccionar hierbajos e insectos, y organizar aburridas caminatas. Por suerte, papá tardó sólo unos años en aceptar que las vacaciones se pasaran íntegras en la playa y que hubiera un perro en casa.
Aquellos interminables veraneos de tres meses suponían un traslado en toda regla. Se dejaba el piso de la ciudad escrupulosamente limpio y ordenado, las ventanas cerradas, las persianas a medio bajar, los muebles protegidos por fundas blancas, y allá nos íbamos, con montones de ropa, con los juguetes, las bicis, los patinetes de los niños, con las bañeras y cochecitos de los bebés, las jaulas de los periquitos o de los canarios.
Los niños no solíamos bajar a Barcelona en todo el verano (las raras ocasiones en que lo hice, encontré una ciudad desconocida, fantasmal, absolutamente desierta; seguramente los barrios populares eran un hervidero de gente, todos haciendo vida en la calle, pero en el centro, en el Ensanche, la mayor parte de tiendas y locales estaban cerrados, y por allí no transitaba un alma ni se oía otro ruido que el rechinar de los tranvías), y las mamas lo hacían en raras ocasiones —para una compra que consideraban imprescindible, para ir a su peluquería habitual o al médico, para visitar a un pariente enfermo, para asistir a un funeral—, pero los padres, salvo en el mes de agosto, acudían los días laborables al trabajo.
Veraneé en Vilassar, en Masnou, más adelante en Lloret, en S’Agaró, en un ascenso paulatino hacia el norte que culminaría bastantes años después en Cadaqués, cuando los veraneos habían dejado ya de ser interminables. Pero mi pueblo, aunque sólo pasara en él quince días de septiembre, es Sant Pol, porque en la etapa de mi infancia que media desde que dejamos Pedralbes al terminar la guerra civil hasta que tomé a los diez años, como la heroína de Mihura, mi personal «sublime decisión», en esa etapa de niña triste, miedosa y tímida, yo sólo era feliz, realmente feliz, intensamente feliz, aquellos quince días —que intentaba con todos los pretextos prolongar, hasta que el comienzo del curso escolar imponía sin posible apelación el regreso a Barcelona— que pasaba invitada en casa de tía Blanca.
He escrito mucho sobre mi madre, a veces me parece que sólo he escrito sobre mi madre, o contra mi madre, sin lograr nunca cancelar el conflicto, pasar página, quedar en paz. La adoré de pequeña. La detesté a ratos. La admiré y la temí casi hasta el final. Todo lo que amo aprendí a amarlo de ella. El mar, los animales, el arte, los libros. Pero también le debo a ella mis frustraciones y mi inseguridad. Me dijo cosas tan aparentemente inocentes pero tan terribles, tan demoledoras para mi autoestima, que moriría antes que repetirlas. Lo sabía cuando me psicoanalizaba, sabía que era inútil estar tumbada allí contando sueños y jugando a asociar libremente, si no tenía ni la más remota intención de afrontar en serio lo que había sido mi relación con mamá. La frustración permanente, la herida siempre abierta. El desamor.
¿Asociación libre de palabras? Nunca la hice. Pero si el Mago, mi psicoanalista argentino, hubiera dicho «madre», y por un momento hubiera fallado mi censura, la respuesta habría sido «desamor».
Muchas personas se obstinan en convencerme de que sí me quería, de que quizá no lo demostraba pero sí me quería. No lo sé. Da lo mismo. Yo no me sentía querida. Y creo que, aunque en ocasiones la tratara mal, estuve esperando hasta el fin un gesto de ternura que no había de llegar nunca. Hubo un último intento por mi parte. El día que me contó que tenía párkinson y se echó a llorar desconsolada, le dije una palabra cariñosa y traté de acariciarle la mejilla. En aquel momento la amé como la había amado de niña. Y me rechazó. Retiró la cara, apartó mi mano, me dirigió una mirada de extrañeza. Me sentí ridícula y absurda.
Ese desamor se superó luego, claro, cuando otros amores vinieron a suplir el que me faltaba, pero en la infancia estaba allí, y tenía una fuerza enorme. ¿Cómo explicar de otro modo que en Sant Pol, y únicamente allí, yo fuera divertida, sociable, en absoluto tímida? Me sentía querida, aceptada y apoyada sin reservas. Era feliz.
Mis tíos tenían la casa en la Riera, cerca de la playa, aunque no tanto como para oír el rumor del mar. Sí se oía, en cambio, el traqueteo de los trenes, su rechinar cuando aminoraban la marcha y se detenían en la estación, el silbido de la locomotora que anunciaba la salida; y a veces el regular paso de los trenes nos servía para saber la hora. A mí me gustaba oírlos por la noche, desde mi cama, situada en una habitacioncita contigua al dormitorio de mis tíos. En el patio de atrás colgaban las jaulas de un montón de canarios, que en Barcelona ocupaban la galería, y crecían unas magníficas hortensias, que tenían, en mis fantasías, olor a mar.
Delante de la casa había un pequeño porche, al nivel de la calle, donde pasaba Blanca las primeras horas de la tarde haciendo complicadísimos encajes de bolillos y charlando con las vecinas; después el espacio reservado a los escasos transeúntes, una hilera de árboles enormes, la calzada por donde entraban en el pueblo los coches, y la Riera, por la que, según decían, podía bajar repentina, en el momento más inesperado, una espantosa avalancha de agua que nos arrastraría hasta alta mar, y en el interior de cuyos cañaverales construíamos unas cabañas que nos mantenían casi a salvo de la mirada de los adultos.
A pesar de las fantasías morbosas de la gente que prefería veranear tierra adentro, los veraneos en los pueblitos de la costa no podían ser más decentes. Pasado el cataclismo de la guerra civil, todo había vuelto a un orden estricto, que venía de lejos y parecía que iba a durar siempre, aunque visto desde hoy me parece irreal de tan remoto, como una película de Visconti en tono menor: los decorados menos exquisitos, el vestuario menos elegante, la gente menos guapa. Hasta la distribución urbana de los pueblos en líneas paralelas —las casas de primera línea de mar, la carretera, las vías del ferrocarril, la playa— parecía una llamada al orden y la simetría.
En la playa de la Riera, venían primero las casetas de madera, de propiedad privada y cerradas con llave; después un espacio libre donde jugaban los chicos, generalmente a pelota; a continuación los toldos de cañizo, bajo los que se protegían del sol las familias de siempre, y por último la tierra de nadie, reservada a los veraneantes más recientes, que se traían a cuestas la sombrilla o la daban a guardar al bañista. Bajo los toldos, unas en bañador y otras muchas vestidas —porque ninguna se bañaba ni tomaba el sol después de lo que consideraban el inicio de la vejez—, sentadas en butacas de mimbre o de lona, tricotaban y chismorreaban las señoras.
Los sábados y domingos, y esto aumentaba mucho la animación del ambiente, estaban también en la playa los maridos, leyendo el periódico —que era casi siempre La Vanguardia— o algún semanario —los más ilustrados elegían Destino o La Codorniz «la revista más audaz para el lector más inteligente»—, y discutiendo de fútbol, de las obras que se estaban haciendo en la iglesia o en el casino, del último chisme del verano. Los mayores en trajes de hilo blanco (la norma «de los cuarenta para arriba no te mojes la barriga» rezaba también, aunque menos, para ellos), los jóvenes en bañador y sumándose a veces a los juegos de los muchachos.
El bañista, siempre el mismo, repartía su atención de forma desigual: a los veraneantes «de toda la vida» no sólo les llevaba las butacas y las tumbonas, les cuidaba las casetas, les proporcionaba cuanto necesitaban, sino que hacía salir del agua a los niños cuando sus madres fracasaban en el intento. Los niños llevábamos anudadas a la cintura, en lugar de flotador, unas calabazas de color naranja, cuyo tamaño era inversamente proporcional a la edad, de modo que se movían los pequeñajos entre unas calabazas enormes, y al crecer ellos de estatura menguaban las calabazas, hasta quedar reducidas a poco más que un símbolo. Y hasta en esto regía un orden preciso e inalterable.
Para trasladarse a la ciudad, casi todos los maridos utilizaban el ferrocarril, y casi todos regresaban en el mismo tren. De modo que, al caer la tarde, las mujeres se ponían guapas, dejaban el relativo desaliño que se habían permitido por la mañana y durante la hora de la siesta. Yo miraba a Mercè, la nuera de tía Blanca, recogerse en un moño el cabello negrísimo, maquillarse con cuidado, elegir un vestido bonito y unos zapatos de tacón, y allí nos íbamos todos, a la estación, a recoger a los maridos que volvían del trabajo… del trabajo y de posibles aventuras amorosas, porque estas jornadas de verano que los hombres de la burguesía pasaban solos en la ciudad desierta y desconocida, libres del estrecho cerco familiar, les permitía una libertad de la que no disfrutaban durante el invierno.
Tal vez sí en cierto modo el verano fuera nefasto para las buenas costumbres. No tanto porque las mujeres exhibieran partes del cuerpo habitualmente ocultas, como por permitir que sus maridos retozaran, traviesos e impunes, en la ciudad, y sobre todo por brindarnos a los niños muchas más posibilidades de escapar al control de los adultos. El verano era para nosotros el paraíso iniciático de los juegos prohibidos. En Sant Pol construíamos nuestras chozas en la Riera, muy cerca de nuestras casas, pero ocultos por la espesura del cañaveral, y allí fumé yo sin placer mis primeros cigarrillos, jugué con intensísimo placer mis primeras partidas de naipes con dinero —supe ya desde entonces que era en potencia una ludópata—, y viví, con una mezcla de placer y de disgusto, pero con enorme curiosidad, los primeros toqueteos y los primeros besos.