El Colegio Alemán de la calle Moià
En mi familia paterna causó cierto escándalo que me llevaran al Colegio Alemán. La Abuelita y tío Juan, el cura, debieron de fruncir el entrecejo y aventurar algún prudente comentario, mientras que tía Tula, más directa, más espontánea, más inocente, no dejaba de insistir en cómo se podía escoger un colegio tan inadecuado e incluso peligroso, sobre todo para una niña, teniendo además al lado de nuestra casa a las monjitas del Sagrado Corazón. Los tres estaban convencidos de que la idea era de mi madre, a la que, sin atreverse a suponer atea, sabían poco piadosa: lo que no podían imaginar era que mi padre, el bueno de Magín, el hijo y el hermano ejemplar, con un racionalismo propio de un científico del siglo XVIII, llevaba años sin creer en dios, o acaso no había creído en él jamás.
La verdad es que casi todas las niñas de buena familia se repartían aquellos años entre el colegio de Jesús María y el del Sagrado Corazón. Y éramos pocas las que asistíamos a instituciones laicas como el Colegio Alemán o el Liceo Francés. Nunca, a partir de los cinco años, estudié con monjas, siempre me senté en una misma clase con chicos. Creía ya entonces, y sigo creyendo ahora, que este hecho marcaba una diferencia importante y que tuve mucha suerte.
A partir de los cinco años, porque antes, quizás en un intento de contentarlos a todos —muy raro en mamá—, me llevaron unos meses, los últimos de curso, a «las monjas alemanas», el Santa Elizabeth, donde la enseñanza era igualmente en alemán. Y, cualquiera sabe por qué, cualquiera entendía a la niña rara que yo era, por amables que fueran todos, yo lloré día tras día desde el momento en que me dejaban en la puerta hasta que me venían a recoger. Sin ruido y sin parar un solo instante. Mamá cuenta que se escondía detrás de un árbol y esperaba, inútilmente, que se me pasara el berrinche; aunque no era una rabieta, era una desdicha sin fondo ni final.
Sólo un día, cuentan, paré de repente de llorar y me abracé a una Fräulein, no a una monja, que pasaba por allí. Estaban tan hartas de mí, de ver cómo me rodaban silenciosas las lágrimas por las mejillas, que me dejaron ir a su clase y pasar a su lado, en la tarima del profesor, el resto de la mañana. La señorita volvió muy orgullosa a casa y contó el éxito que había tenido con una mocosa desconocida que no aceptaba a nadie más, y su hermana se echó a reír: «¡Seguro que era Esther! ¡Te ha confundido conmigo por la voz!». La hermana era Herta, que me daba en casa clases particulares de alemán y a la que yo adoraba. Había empezado a darme clase a los tres años, y yo, pesadísima, me pasé llorando desde que llegaba hasta que se iba, la primera mitad del primer mes, y ya iba ella a decirle a mi madre que lo dejaba, cuando cambié el horario de llanto y empecé a llorar en el momento en que se marchaba.
El Colegio Alemán le parecía peligroso a la buena de Tula, y a muchísima otra gente, por dos motivos fundamentales y gravísimos. Fundamentales desde luego sí lo eran. El laicismo y la coeducación. No sólo era aconfesional (ya dije que organizaba únicamente unas clases especiales para los que íbamos a hacer la primera comunión), sino que incluía en el alumnado y en el profesorado gran número de protestantes. En este punto la actitud de la Iglesia Católica ha cambiado mucho, pero en aquel entonces los protestantes eran casi el mismísimo diablo, gente a la que en modo alguno había que tratar y que ardería, como el resto de herejes, en los profundos abismos del infierno. Para colmo de males se habían enemistado con la Virgen María, única mediadora de todas las gracias.
En segundo lugar, que chicos y chicas compartieran los bancos de una misma clase le parecía a gran parte de la pacata y malpensante sociedad española de los años cuarenta una pura aberración, antesala de tentaciones que desembocarían forzosamente en la lujuria, en lo que llamaban pecados de la carne. Lo correcto y lo prudente eran mantener a los chicos y a las chicas cuidadosamente separados, juntarlos sólo en circunstancias especiales y, por descontado, en presencia de adultos. Como si los varones fueran ya desde niños lobos hambrientos buscando a quién devorar y nosotras cándidas ovejitas a las que se debía a toda costa proteger, no porque anduviéramos hambrientas y ansiosas de devorar o de ser devoradas —las niñas y las mujeres decentes no andaban hambrientas de nada, las niñas y las mujeres decentes no tenían, obviamente, sexo—, sino porque intervenía en la historia un tercer personaje, para nosotros tan real como los que tratábamos en la vida cotidiana: Lucifer, el más hermoso de los ángeles, el ángel rebelde, el que le dijo «non serviam» a dios (desde siempre, ya desde muy niña, este «non serviam» me pareció magnífico, mucho más fascinante que «he aquí la esclava del Señor»).
El Colegio Alemán era muy grande y el parvulario ocupaba un edificio aparte. Todas las mañanas, Veri, el hijo mayor del médico con el que trabajaba mi padre —el que arrojaba los platos de comida contra las criadas—, me esperaba en la puerta principal, porque a esa hora tenían recreo los mayores y entrábamos los pequeños, y a mí me daba miedo —otro de mis miedos varios— cruzar sola el patio, un rectángulo inhóspito de cemento, sin plantas y casi sin árboles, donde estaban los chicos mayores, corriendo tras la pelota, empujándose, gritando, haciéndose la zancadilla, o liándose a puñetazos, ante la mirada indiferente o distraída de los profesores que supuestamente vigilaban el recreo. Sólo el instructor de gimnasia intervenía a veces, si le parecía que la pelea pasaba ya de castaño oscuro. Agarraba entonces a los dos púgiles con sus manazas, los levantaba casi en vilo y los hacía golpear cabeza contra cabeza, hasta que les sangraba la frente y se les quitaban, claro, las ganas de pelea. Este instructor seguiría empleando el mismo sistema disuasorio años más tarde, en otra etapa del colegio, cuando en Alemania, para desconsuelo de muchos de los profesores, desconsuelo que no tenían empacho en confesar, se habían prohibido en las escuelas los castigos corporales. Así pues, hasta que empecé primaria, Veri me escoltaba hasta el parvulario, donde sí había plantas y flores, y bonitas láminas en color por las paredes, y coronas de adviento y árboles de Navidad y huevos de Pascua, y unas maestras, casi todas jóvenes y amables, a las que había que llamar Tante (tía) y no Fräulein (señorita).
Pero, fuera del parvulario, imperaba en el Colegio Alemán de la calle Moià un clima competitivo, severo, casi castrense. Se nos obligaba a adelantar el regreso de las vacaciones porque teníamos que estar allí un día determinado, aunque después quedaba una semana libre; figuraba en el libro de instrucciones que no se podía faltar a clase «por un simple resfriado»; se exigía un buen rendimiento en los estudios y se expulsaba a los alumnos que no daban la talla; los profesores rechazaban los regalos que algún incauto les llevaba en Navidad; las clases de gimnasia y de deporte eran durísimas. Para mí, torpe entre las torpes, constituían una auténtica tortura (lo serían a lo largo de un montón de años, de hecho hasta que terminé la universidad y juré solemnemente no volver a hacer gimnasia ni practicar deporte jamás), porque nunca fui capaz de trepar por una cuerda, de dar una voltereta, ni siquiera de saltar a la comba, y siempre me dejaban la última cuando las jefes de equipo elegían por turno a las jugadoras de básquet o de lo que fuera.
Yo, que era un desastre en gimnasia pero llevaba bien los estudios y de puro buena parecía tonta, tenía a menudo agüilla detrás de las orejas a causa de los tirones. Pero había un castigo mil veces peor que los pescozones y los tirones de oreja, una de las experiencias más humillantes que he padecido en la vida: todos los niños de la clase se ponían en fila, y tú tenías que desfilar ante ellos, mientras deslizaban una y otra vez el índice de la mano derecha sobre el de la mano izquierda y repetían a coro «schäm dich, schäm dich», o sea «avergüénzate, avergüénzate». Y recuerdo un hecho para mí terrible. Habíamos tenido que llevar un papel con la firma de nuestro padre. La profesora dijo que una de las firmas era ilegible. Nos la mostró y nos preguntó si era la del nuestro. Todos dijimos que no. Entonces fue sacando uno a uno los papeles, y cada niño identificaba el suyo. Ante mi creciente terror, fueron menguando los papeles, hasta que sólo quedó un papel, el de la firma ilegible, y un niño, yo, que no tenía ni idea de que aquélla fuera la letra, letra de médico, de papá. Entonces la Fräulein me hizo avanzar hasta su tarima y me arreó dos solemnes bofetadas.
Había en todas las dependencias del edificio fotografías de Hitler (hasta el día en que, perdida la guerra, desaparecieron en el curso de la noche, y sólo encontramos, al empezar las clases, las huellas pálidas en el lugar de las paredes que habían ocupado), saludábamos brazo en alto y cantábamos con entusiasmo Deutschland, Deutschland über alles. Y una buena mañana nos tuvieron formados en el patio horas y horas —algún alumno se mareó y hubo que llevarlo a la enfermería—, esperando la visita de un alto dignatario del gobierno alemán, que no acababa de llegar. Creo que se trataba nada menos que de Goebbels.
Nos daban periódicamente a los alumnos un boletín de noticias, y allí se incluía la lista de ex alumnos, jovencísimos todos ellos, algunos recién salidos del colegio, muertos en combate. Cuando Esteban me contó, un montón de años después, que, gracias a las informaciones que él había hecho llegar a los aliados, éstos habían conseguido localizar y hundir un submarino alemán, no pude evitar un estremecimiento al pensar si estaría en él, si habría sufrido esa muerte horrible, alguno de aquellos muchachos.
Hay que decir, a favor del Colegio Alemán, que las instalaciones, el instrumental y la biblioteca eran excepcionales, los métodos de enseñanza modernos e innovadores, el profesorado competente. Y en consecuencia el resultado académico muy bueno.
Los festivales deportivos de fin de curso —debían participar también chicas y alumnos de otros cursos, pero yo sólo recuerdo a los chicos mayores, que estaban a punto de terminar el Abitur (bachillerato)— eran un espectáculo memorable. Vestidos con pantalones y camisetas blancos, trepaban ágiles y raudos como monos a las cuerdas más altas, a las barras más pulidas y resbaladizas, y hacían unos ejercicios impecables en las paralelas y en el potro, y para cerrar la exhibición —y era lo más impresionante— saltaban tan hermosa, tan limpiamente, tan increíblemente con la pértiga, los cuerpos finos y dorados proyectados hacia lo alto, arriba, arriba, contra el cielo azul de la mañana estival.
«En ningún otro colegio, ni siquiera en el mejor gimnasio, se ven unos ejercicios como éstos», comentaban los familiares en la tribuna que se había levantado a un lado del patio para la ocasión. A mi madre, tan emotiva —tan dura a veces, pero también tan emotiva—, se le llenaban los ojos de lágrimas, y tío Víctor, que casi siempre nos acompañaba, rezongaba algo así como «muchos de estos muchachos irán desde aquí directamente a la primera línea del frente… los mejores soldados del mundo». Y yo pensaba en las imágenes del No-Do y en la lista de ex alumnos muertos, y se me encogía el corazón.
Los alemanes perdieron finalmente la guerra, y, a pesar de lo germanófilos que parecíamos ser casi todos, empezando por el Caudillo y su gobierno, les cerraron el colegio. Y yo, pese a los pescozones y los tirones de oreja y el «schäm dich» y el ridículo que hacía en las clases de gimnasia y el miedo que me daban los chicos en el campo de batalla que eran los recreos, me llevé un disgusto terrible y lo eché muchísimo de menos, y nunca he dejado de agradecer a mis padres —porque ya he dicho que la decisión fue de los dos— que me mandaran allí y no a las monjitas de Jesús María o del Sagrado Corazón.