Historia de Sara

Mi abuelo materno —masón, liberal y mujeriego— murió repentinamente antes de que yo naciera, pero, por el modo en que mi madre se refería a él, debió de ser todo un personaje. Mi madre le admiraba y seguramente le quería (sólo le importaron los varones: su padre, su hijo, más tarde su nieto, y juraría que nunca sostuvo una relación mínimamente importante con una mujer, lo cual me parece una limitación grave), pero le hacía responsable de lo sujeta que la había tenido en su juventud y, sobre todo, de su boda. De hecho —aunque es obvio que ella hubiera podido negarse y que nadie le puso a mamá una pistola en el pecho— toda la familia había conspirado a favor de papá, especialmente mi abuela, obsesionada por conseguir cuanto antes un buen partido para sus dos hijastras y para su hija. Y realmente mi padre habría podido ser un excelente marido para muchas mujeres, pero no para mi madre, que no sólo no estaba enamorada de él, sino a quien ni siquiera le gustaba. Su propio padre, pensaba ella, tan mujeriego, tan conocedor de lo que ocurre entre un hombre y una mujer en la intimidad de la alcoba, y tan sabedor de la importancia que esto tenía, debería haberle advertido que no era seguro que, como decían todos, el amor fuera algo que venía después.

El abuelo había enviudado y se había vuelto a casar. De ahí la diferencia de edad que mediaba entre los hermanos. Víctor y mamá, los pequeños, eran hijos de la abuela Concha, a la que sí tuve tiempo de conocer. En realidad, lo único que recuerdo de ella es que, a pesar de las vehementes protestas de mi madre, me permitía tomar, me ofrecía como una travesura, cada vez que la visitaba, una «palomita», o sea un poquito de anís rebajado con agua. No sé si aquellas minúsculas copitas llenas de un líquido turbio, dulzón y blanquecino me gustaban de verdad, pero encerraban el poderoso encanto de lo pecaminoso y lo prohibido. Como el mejunje que me preparaba yo misma los sábados, en casa de tía Blanca, cuando, después de comer, salíamos a tomar el café a la galería —un chorrito de chartreuse, otro de café y una montaña de azúcar—, y antes de que tío Javier hiciera en un sillón una siesta de diez minutos y se fuera, con el pretexto de que iba a la iglesia a rezar una novena, a ver a su querida. Mi tía se reía y me hacía un gesto cómplice, y yo, ya de muy pequeña, entendí que él iba a encontrarse con otra mujer y que a ella eso le traía sin cuidado, aunque me llevó más tiempo descubrir que cada aventura de su marido suponía para mi tía el regalo compensatorio de una joya y además la libraba, al menos en parte y temporalmente, de sus «obligaciones matrimoniales», o sea de verse obligada a hacer el amor con un hombre que le desagradaba profundamente —no se privaba de decir, delante de quien fuera, que eran tan dispares como un buey y una golondrina— y con el que se había casado, en gran medida como mamá y supongo que como muchas otras mujeres de su generación, por las presiones familiares y para disfrutar de un grado de libertad mayor que en su condición de soltera. Ya dije que las tres hermanas Guillén eran, aunque por motivos diversos, tres malcasadas.

Del primer matrimonio mi abuelo había tenido un hijo, con el que rompió de forma irreversible antes incluso de que mamá fuera adulta y al que no vi jamás. Ni siquiera supe de su existencia hasta que fui una adolescente —muy propias del abuelo y de mi propia madre esas decisiones tajantes, sin posible perdón, esa capacidad para borrar a alguien de tu vida como si hubiera muerto de verdad y no creyéramos en la resurrección— y dos hijas, tía Blanca y tía Sara, el anverso y reverso de una misma moneda, porque no podían ser más distintas. En relación a mí, debo a Blanca los mejores momentos de mi infancia —las comidas y las tardes de los sábados, y los días que pasaba todos los septiembres en la casita de Sant Pol— y a tía Sara algunos de los más amargos.

Desde pequeñas habían asumido papeles opuestos. Blanca, convencida de ser la más bella entre las bellas, la más inteligente, segura de manejar a los demás a su antojo y de conseguir cuanto se propusiera, se comportó siempre como una princesa. Solía engalanarse de niña con ropa de su madre, flores en el escote y en el pelo, zapatos de tacón, y, mientras desgranaba al piano melodías románticas y se daba aire con un abanico de plumas, negaba risueña a múltiples enamorados imaginarios la merced de un baile, indicándoles con gesto pesaroso que su carné estaba cubierto y no quedaba en él un hueco para nadie, lo cual les sumía en tal desesperación que casi todos ellos se metían a curas o sucumbían allí mismo, muertos de amor a sus pies, mientras Blanca arremetía con entusiasmo y dudosa técnica los primeros compases de Para Elisa.

Por su parte, tía Sara elegía las ropas más viejas que encontraba en los armarios, esas que ni las criadas utilizaban ya, se liaba un pañuelo a la cabeza, preparaba un hatillo con una fiambrera y un poco de vino, y jugaba a llevarle la comida a la obra o al campo a un marido pobrísimo y casi siempre tuberculoso, procurando darse prisa porque en casa la esperaba una multitud de chiquillos famélicos e insanos que el destino aciago reduciría en pocos días a la poco envidiable condición de huérfanos.

Lo curioso es que así iban a seguir las dos hermanas a lo largo de toda su vida, sin que importara demasiado, sin que pareciera afectarlas, la realidad de lo que ocurría. Encerrada en una celda del pasillo de la muerte, Blanca habría seguido comportándose como Marlene o como la Garbo: siempre seductora y siempre dueña de la situación (de cualquier situación), habría hecho estragos entre los carceleros y el pelotón de fusilamiento. Y, casada con el presidente del país más poderoso del mundo, indiscutible primera dama, Sara se habría movido por la Casa Blanca con la inseguridad y la torpeza de una pordiosera, reprochándose que no era ése su lugar y temiendo que en cualquier momento alguien la tomara por la friegaplatos y la mandara a la cocina, que era, por otra parte, el lugar donde se sentía cómoda y a gusto.

En el borde de la ancianidad, Blanca se levantaba la falda, mostraba las piernas y aseguraba que no tenían nada que envidiar a las de una quinceañera, y se vanagloriaba de poder meterse en el bolsillo a quien quisiera y de poder hacerle la vida imposible a quien quisiera también. Tal vez la apreciación sobre las piernas no fuera exacta, pero la otra sí lo era. Podía ser adorable y podía ser odiosa; podía comportarse como un ángel o como una arpía. (Las tres hermanas Guillén, las tres hermanas malcasadas, tenían, y eran conscientes de ello, mucho de premonitoras y de brujas). He conocido casos de vocaciones intensas y obstinadas, pero ninguna superaba la vocación de tía Sara por la miseria y la desgracia. Me llevó tiempo entender, de niña, que el afán por conseguir la desdicha pudiera ser tan poderoso como la búsqueda de la felicidad. En algunos momentos el empeño fue duro y la vida se lo puso difícil a Sara, porque, de forma inesperada, consiguió casarse con uno de sus primos, un hombre guapo y rico, del que además estaba, les contaba a todos entre lágrimas, perdidamente enamorada. Llevaba años yendo tras él, encendiendo velas a la Virgen, bajando muda hasta la catedral para pedírselo por triplicado —¡Pepe, Pepe, Pepe!— al Cristo de Lepanto —que según la tradición concedía uno de los tres deseos que se le formulaban determinado día del año, siempre que llegaras hasta su altar sin formular palabra alguna por el camino—, haciéndose la encontradiza en el paseo y en casa de amigos comunes, pero nadie entendió por qué motivo un buen día Pepe pidió a Sara en matrimonio. Mi pobre tía parecía irremisiblemente condenada a una cierta dosis de felicidad, y tuvo que ingeniárselas para echarla a perder.

Cuando quedó embarazada y encontró una noche al volver a casa, en su dormitorio, dispuesta encima de la cama por su suegra, una canastilla principesca provista de cuanto un recién nacido puede precisar o una joven madre desear, en lugar de saltar de alegría y precipitarse a darle las gracias a la buena señora, se pasó la noche entera llorando. «Pero ¿por qué?», preguntaba yo, cuando me lo contaba, y me respondía que no lo sabía, que le había dado vergüenza dar las gracias, que le había entrado la llorera. Lloraba, claro —aunque ella no lo supiera—, porque gestos como aquél hacían más ardua su conquista de la infelicidad.

Y, por si a su atractivo y donjuanesco marido (todos los hombres Guillén eran mujeriegos y tenían éxito con las mujeres, y, para mi sorpresa, a las féminas de la familia parecía gustarles, lo tomaban tal vez como un signo de hombría) no se le ocurría la idea de serle infiel —que, antes o después, se le habría ocurrido de todos modos—, le obligaba a abandonar las fiestas apenas habían comenzado y le daba la paliza en el camino de regreso a casa preguntándole, entre sollozos, cómo era posible que, habiendo mujeres tan guapas, tan inteligentes, tan elegantes, hubiera ido a casarse con una tan fea y tonta y torpe como ella. No creo que a mi tío le llevara mucho tiempo hacer suya esta pregunta, y la engañó con cuantas mujeres se cruzaron en su camino, que fueron muchas.

Conseguir la pobreza total a que aspiraba le fue a tía Sara un poco más difícil. Se había casado con un hombre rico, y, para colmo, cada vez que se arruinaban había algún pariente en buena posición e inoportuno que les echaba una mano y les sacaba de nuevo temporalmente a flote. Hubo que frustrar varias oportunidades, llevar al desastre varios negocios distintos.

Fue toda una proeza conseguir trasladarse, primero a un pueblecito de la costa, luego a Chile y finalmente a Argentina (en unos años en que ningún catalán lo hacía ya, y mucho menos un miembro de la burguesía, con parientes y amigos en posición más que acomodada), como una emigrante del cine neorrealista italiano, con montones de ropa y más de veinte pares de zapatos, o sea vestida y calzada por sus hermanas para todos los años que le quedaran de vida, y con unas esclavas de oro en las muñecas, modo ideado para trasladar el dinero que entre todos les habían dado. Allí habían ido el marido y los hijos dos años antes a ganarse la vida en lo que saliera, y se les unió ella luego para trabajar de casa en casa, planchando y repasando la ropa.

Tía Sara había logrado, mejor incluso que Blanca, realizar sus sueños de niña: había accedido, arrastrando consigo a los suyos, a la clase obrera, casi casi a la indigencia. Tal vez le preparara a mi tío la comida y se la llevara en una fiambrera a la obra en construcción o a la fábrica… Y le sobraban, por fin, motivos para sentirse resentida, humillada, ofendida, sublimemente desgraciada.

Antes de que emigraran a las Américas —¡cuánto suspiré por su marcha, por perderla de vista, por que desapareciera para siempre de mi vida!—, tía Sara pasó durante años las tardes en mi casa, ocupándose de mi hermano y de mí. De hecho, torturándonos a mi hermano y a mí con sus reproches, con sus quejas, con sus celos —de Herta, la profesora de alemán, de las criadas, a las que contrataba y luego intentaba sin éxito hacer despedir, de mis amigas, y, sobre todo, de tía Blanca—, con sus lloros constantes e injustificados.

Aunque mediaba una compensación económica —su hijo menor me lo hizo saber en un arrebato de furia brutal: «¿Tú qué te crees? ¡Mi madre viene aquí porque le pagan!»—, eso no suponía que debiera integrarse, como lo hizo, inmediatamente y con entusiasmo, y sin que mamá mediara en ello para nada y ni siquiera lo aprobara, en el ámbito de las criadas. Nunca la vi conversar con mi madre y sus amigas en el salón, ni siquiera acompañarla al teatro o al cine, y siempre que se dirigía a mi padre yo sospechaba en ella el malicioso empeño de dejar a mamá en mal lugar. Se atrincheró en el cuarto de juegos, en la galería, en las habitaciones de servicio. Mantenía con la costurera, con la doncella, con la cocinera, interminables charlas, establecía extrañas complicidades que siempre terminaban mal.

Me he preguntado muchas veces si podía considerarse que tía Sara, única en la familia, era de izquierdas, y, en caso de serlo, de dónde procedía su izquierdismo. He de reconocer que se solidarizaba sin vacilaciones con los pobres, que encubría a las criadas que gritaban por la carretera «¡somos comunistas!» y nos atiborraban de ensaladilla rusa, que sólo ella deseaba que ganaran la guerra los aliados, que sólo ella hablaba mal de Franco. Únicamente con ella hacíamos colas interminables para adquirir zapatos en las rebajas, visitábamos un montón de iglesias los días de Jueves Santo y ocupábamos algunas tardes recorriendo en tranvía la ciudad. Con mi madre y con Blanca, íbamos de grandes señoras; con Sara, íbamos de pobretones. Y era, qué extraño, el único miembro de la familia Guillén al que no le gustaban los animales ni bajaba a la playa. Una renegada en toda regla, vaya.

Algo tenía Sara en su favor, una cualidad que compartía con sus dos hermanas, mucho más cultas, mucho más leídas que ella: era una extraordinaria narradora de historias. Historias del pasado, historias inventadas, en ocasiones disparatadamente truculentas o patéticas —propias del cuarto de la plancha, no del salón—, o descripción de hechos recientes ocurridos en nuestro entorno, de los que a veces habíamos sido protagonistas, que ella había registrado con precisión y relataba a menudo con cierta maldad, pero con gracia infinita, haciéndonos reír hasta que se nos saltaban las lágrimas. Ese sentido del humor, ribeteado de crueldad, era otra característica común de las tres hermanas.

Además, tía Sara poseía una bonita voz y tenía un extensísimo repertorio de baladas, tangos y boleros, unos en castellano, otros en catalán, que hablaban de apasionados amores, de novias traicionadas, de muertes trágicas, de lo maravilloso que es el amor de una madre, o de la madre a la que se le muere un hijo, o que pierde a los cinco en un combate, o de la niña ciega que sustituye para alguien a otra niña ciega que murió y que termina, ya es mala suerte, muriendo también, o aquella, preciosísima, de la muchacha abandonada que siente morir la esperanza en su corazón cuando ve entrar en la iglesia de Belén al hombre amado para casarse con otra.

Tía Sara amargó parte de mi infancia, y que emigrara a las Américas fue una bendición, pero reconozco que, aparte de ser la única persona de mi entorno contraria a Franco y que se apuntó desde niña (cualquiera sabe por qué, sus hermanas dirían que por sentirse inferior) al bando de los humildes, se llevó consigo unas historias que me habían hecho reír hasta que se me saltaban las lágrimas, hasta que me dolía el estómago, hasta que me caía de la silla y me hacía pis, y unas canciones que me habían hecho llorar a mares, derramar algunas de las lágrimas más placenteras y reconfortantes de mi niñez.