Teresa, la pobre huerfanita

Teresa, la señorita que venía a cuidar de Óscar y de mí los domingos (único día de la semana en que salían a la vez la cocinera y la camarera, y ni había colegio ni estaba yo en casa de tía Blanca: que nuestros padres se ocuparan de nosotros ni se planteaba), era una mujer soltera, que vivía sola en un pisito de Masnou. Su padre —ella siempre decía «mi papá»—, militar de carrera, había muerto hacía poco, y Teresa debía de rebasar los cuarenta años, de modo que todos, adultos incluidos, nos partíamos de risa cuando se refería a sí misma como «una pobre huerfanita», y, sin embargo —eso lo comprendí más adelante—, no le faltaba razón. Sus hermanas, en el deambular impuesto por la profesión militar, se habían casado y establecido en distintas ciudades, y ella se había quedado soltera. Al parecer tuvo un pretendiente que a su familia le pareció poca cosa, y luego no surgió ninguno más, o tal vez, muerta la madre, fuera muy cómodo para todos que alguien siguiera con el padre, pero ¡qué terrible quedarse soltera en unos tiempos en que la única profesión aceptable para la mujer era el matrimonio!

Así pues, había cuidado durante años de su padre, y, al morir éste, dejándole poco más que el pisito miniatura en Masnou y una renta exigua, sin una vida propia, sin amistades casi, sin nada que le permitiera ejercer un trabajo, sin otra educación que la típica de una joven de buena familia, Teresa era de veras «una pobre huerfanita», como ella decía. Pero, tal vez para ponérselo todo más difícil, con un sentido enorme de la dignidad. Sería una pobre huerfanita, pero era hija de un militar de cierta graduación y era toda una señorita, y, fueran cuales fueran sus estrecheces económicas, no iba a prestarse a cualquier tipo de trabajo. De modo que su única ocupación remunerada era cuidar de mi hermano y de mí los domingos.

Nos llevaba a misa y a visitar a la Abuelita, comíamos juntos los tres y, por la tarde, íbamos al cine o a un espectáculo infantil, sobre todo a la Sala Mozart, donde daban números de humor, juegos de manos y otras atracciones para niños. ¡Lo que lloramos las dos —no recuerdo si en la Sala Mozart o en un teatro— viendo Genoveva de Brabante, la noble doncella que, calumniada por un villano, es castigada por su esposo y huye al bosque y pare allí dos hijos y se hace amiga de un ciervo y sufre lo indecible, pero siempre con ejemplar resignación cristiana, y pasan un montón de años y al final es descubierta su inocencia y se reúne con su esposo y todos, menos el malvado, claro está, viven felices lo que les resta de vida! Si la historia no era exactamente así, se le parecía mucho. Y Teresa y yo llorábamos a moco tendido, hipábamos en alta voz, y nos indignaba que tres muchachitas sentadas en la fila de delante —qué brutas, qué insensibles— se desternillaran de risa, tanto por aquello tan precioso y emotivo que tenía lugar en el escenario como por la llantina sonora de nosotras dos.

Teresa y yo compartíamos ese tipo de emociones: tenía muchos años más que yo, pero era «una pobre huerfanita»…

Nos llevaba a misa de doce a la vecina iglesia de los carmelitas. Traía siempre en el bolso negro una cajita de pastillas Juanola, con la que nos invitaba, y un estuche pequeño, redondo, de oro, que contenía un minúsculo rosario también de oro, que yo ambicionaba con codicia y que esperaba, sin razón alguna, que acabara por regalarme. El cura que decía el sermón, siempre el mismo, era un tipo especial, muy distinto del padre Ros o de tío Juan. Se lanzaba a menudo a unas arengas furibundas, trufadas de comentarios sarcásticos, como aquel de que las señoras feligresas no podían mostrar a sus bebés desnudos, porque no los habían concebido como lo hizo la Virgen (sino follando como unas guarras, se leía entre líneas). Fustigaba al público burgués que asistía a la misa de doce, y me parece que a éste le encantaba. No sé qué ocurre en otras partes, pero a la burguesía catalana le va la marcha. Les gustaba aquel cura fortachón, de ruda voz, nunca dispuesto a dorarles la píldora, sino decidido a lanzar verdades —sus verdades— como puños.

Cuando el mes anterior a la Navidad organizaba la iglesia una campaña para reunir dinero para los pobres, fijando cada año una cifra más alta como meta —que parecía imposible de alcanzar y que se rebasaba siempre— y estableciendo un espíritu beligerante, como de competición deportiva (campaña que Teresa y yo seguíamos con tanta pasión como la historia de Genoveva de Brabante y en la que colaborábamos hasta el límite de nuestros medios), el cura redoblaba la dureza de sus sermones. A mí me impresionaba mucho aquello de que era más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino de los cielos, y no entendía que a los ricos no se les moviera un pelo cuando lo escuchaban. Debían de creer que era una metáfora, o que no iba con ellos.

Pero sí tuvieron que entender que iba con ellos el día que aquel predicador a lo Savonarola se lanzó a hablar, no sé a cuento de qué, del 18 de julio del 36, y acusó a todos los presentes de traidores o como mínimo de cobardes. «¿Dónde estabais vosotros mientras las hordas rojas asaltaban nuestras iglesias y conventos, quemaban nuestras imágenes, nos asesinaban? ¿Qué estabais haciendo vosotros?». ¿Qué estaban haciendo?, pensaba yo con la sensatez de mis once o doce años. Pues intentar sobrevivir, claro. Y a lo mejor alguno de ellos había ayudado más tarde, de algún modo, a ganar la guerra. Porque habíamos ganado la guerra, y se habían reconstruido las iglesias, y se habían devuelto a su lugar las imágenes, y el país rebosaba de curas. Era más bonito, más heroico, lanzarse a la calle como habían hecho los dos hermanos pequeños de papá —¿por qué no se hablaba nunca de ellos, por qué no se les nombraba siquiera en las reuniones de familia?, yo no lograba entenderlo, y me parecía que equivalía a matarlos dos veces—, pero tío Juan no, él se había escondido, había escapado, estaba vivo. Como los feligreses de la iglesia de los carmelitas, que, cosa excepcional, habían quedado perplejos e incómodos ante aquel sermón insólito.

Con Teresa discutíamos de igual a igual sobre todo lo divino y lo humano, llorábamos en las mismas películas, nos emocionaban las mismas historias. Ella me hablaba mucho de su juventud: los saraos, los bailes, los pretendientes, el lenguaje de los abanicos y de las flores, los juegos y travesuras que hacía con sus hermanas. Pero no era una narradora tan excepcional como las tres hermanas Guillén, ni tenía su sentido del humor (en realidad no tenía ninguno), ni sabía cantar tangos y cuplés como Sarita. Con sus correctos trajes de chaqueta, su bolso negro, sus pastillas Juanola, sus modales un poco afectados, su cuidado en demostrar en todo momento que era una señorita y no una persona del servicio, resultaba una figura un poco triste. Pero aportó a mi vida algo que iba a ser muy importante.

La «pobre huerfanita» me introdujo en el mundo de la poesía. No contaba historias, como las hermanas Guillén: recitaba y me leía poemas, que yo copiaba y memorizaba con frenesí. Me lancé enseguida a comprar libros —en la Librería Trirreme, de la que era cada vez más asidua y donde mantenía conversaciones cada vez más largas y enjundiosas con el librero maestro—, pero Teresa apenas tenía libros, tenía centenares de versos escritos con su letra inconfundible de colegio de monjas. Supongo que en su juventud las muchachas copiaban y se intercambiaban poemas, y quizás reunían, como Teresa, su poemario personal. Yo copié muchos de ellos en una libreta gordísima, que conservé durante años…

La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa? ¿Podía existir algo más hermoso? Bécquer y Rubén pasaron a formar parte de mi vida; no de mis lecturas ni de mi cultura: de mi vida. Hubo una época en que podía recitar la mayor parte de las Rimas de memoria. Por desgracia, Teresa era sensible a la poesía pero no tenía el menor criterio y no me lo pudo transmitir. Situamos poemas deleznables junto a Bécquer, los hermanos Machado y Rubén. Y mis propios poemas, cuando empecé a escribirlos —que fue muy pronto—, se resintieron de ello. Está bien copiar a otros cuando empiezas a escribir, pero debería haber copiado a los buenos, y copié a muchos mediocres.

Había todos los años, en mi relación con Teresa, tres días especiales. Me invitaba a pasar la Segunda Pascua a su pisito de Masnou. Era tan pequeño como una casa de muñecas: dos minidormitorios, un minicomedor, que servía a la vez de sala de estar, y un simulacro de cocina. Pero estaba en primera línea de mar: veía y oía el mar desde la ventana de mi cuarto, íbamos a ver las películas que daban en el casino (donde dejaban entrar a los niños aunque no fueran aptas para menores y donde vendían unos deliciosos helados, de los que tomábamos tres cada una) y pasábamos el resto del tiempo encerradas en casa, leyendo poemas y charlando como cotorras.

Mi madre, convencida de que Teresa pasaba estrecheces y casi hambre, pero de que tomaría como una ofensa que se le ofreciera dinero para compensar lo que constituía por su parte una invitación, me daba lo preciso para invitarla yo al cine y a los helados o refrescos que tomáramos, y ella, aunque no sabía cocinar ni se metía en la cocina para nada, preparaba en esta ocasión, para que me lo llevara a Masnou, un asado enorme y que resultaba ser —ya dije que tuve una madre con poderes de hada o de bruja— el mejor asado que he comido jamás.

Huelga decir que en toda esa historia teresiana de sermones dominicales, campañas navideñas, Genoveva de Brabante y recitado de poemas más o menos cursis, mi hermano, y no sólo por razón de su menor edad, no participaba en absoluto, y que subir tres días a la casita de muñecas de Masnou, por mucho que estuviera en primera línea de mar y por buenos que fueran los helados del casino, le habría parecido un castigo injustificable.