Ardores de mayo
El monasterio tenía una capilla grande, abierta al vestíbulo, de modo que la gente podía entrar desde la calle y asistir a los actos religiosos. Toda la parte derecha del edificio estaba reservada al colegio, mientras que la parte izquierda la ocupaban las monjas de clausura, y quedaba envuelta en cierto misterio, porque nadie podía verlas y nos habían dicho que, si las espiábamos de lejos asomándonos a las azoteas, cometíamos pecado mortal. Un poco raro me parecía que cosas como ésa pudieran merecer las penas eternas del infierno, pero me andaba con ojo, alarmada por las predicciones que me auguraban un futuro de gran pecadora y sin haberme agenciado, para colmo, la póliza a todo riesgo de los nueve primeros viernes.
¡Parece mentira lo difícil que resulta comulgar nueve primeros viernes de mes! Unas veces lo interrumpía el verano, otras me olvidaba, otras estaba enferma, pero lo más frecuente era que no superara el desagrado que me producía la confesión. Todavía no había llegado la etapa en que tuviera pecados que pudiera avergonzarme confesar, etapa en la que algunos curas se lanzaban a turbias y morbosas elucubraciones, porque no siempre bastaba con decir que habías pecado contra el sexto mandamiento o que habías cometido acciones impuras, sino que podían preguntarte con qué persona, y de qué modo, y qué habías sentido exactamente… y si lo habías sentido arriba o abajo. Esa distinción entre «arriba» y «abajo» surgió varias veces y me tenía perpleja. Estaba claro que «abajo» significaba en el sexo, pero ¿qué significaba «arriba»? ¿El pecho, el corazón? En cualquier caso, eran cuchicheos obscenos y humillantes.
La primera trifulca la tuve ya al confesarme para hacer la primera comunión. Pronuncié las oraciones y fórmulas de rigor, y a continuación recité la lista de mis anodinos pecados —que, como era una niña puntillosa y obsesiva, traía perfectamente aprendida—, pero, cuando terminé, el cura añadió como coletilla obvia: «Bueno, y decir alguna mentirijilla, claro». Levantaba ya la mano para absolverme, cuando le detuve con mi «no». Y él: «¿Cómo que no? Seguro que has dicho alguna mentira a lo largo de tu vida». Y yo, rotunda: «No». Y él, impaciente: «No te acordarás». Y yo: «Me acuerdo muy bien, no he dicho ninguna mentira nunca». Enfadadísima de que no me creyera, porque era la pura verdad: yo había llegado a los siete años sin mentir jamás.
Aquellos padres que me habían correspondido en suerte —tan raros, tan atípicos, tan incómodos en ocasiones, tan distintos de nuestros tíos, de los padres de nuestros amigos, de los padres que tratábamos y conocíamos— eran burgueses, eran de derechas y franquistas, pero eran ateos (no se trataba de que albergaran ciertas dudas íntimas sobre la religión, sino de que, a pesar de que nunca se molestaran en explicárnoslo a los niños y de que en muy contadas ocasiones trataran de mantener las apariencias, no creían en la existencia de dios; no iban a misa las fiestas de guardar, aunque nos hacían ir, sin embargo, qué disparate, a Óscar y a mí, acompañados de «la señorita de los domingos»); tenían muy claro, sobre todo mi padre, que después de la muerte no había nada; y, aunque fueran increíblemente liberales en muchos aspectos, eran de un puritanismo extremo en otros.
Y nos habían inculcado a mi hermano Óscar y a mí (sólo nosotros sabemos los problemas que esto nos ha acarreado a lo largo de casi toda nuestra vida) que nunca, por ningún motivo, se debía mentir. No cabían ni las mentiras piadosas, ni esas mentiras sociales que utiliza todo el mundo y que resultan casi imprescindibles en la vida de relación de unos con otros. Así, por ejemplo, cuando yo a los cinco años, y asustadiza como era, le preguntaba a mi padre si me iba a doler la vacuna contra el tifus que me pondría meses después, él, en lugar de decir que no me preocupara, que faltaba muchísimo tiempo, y que no, que no iba a doler, sólo un pinchacito de nada, como la picadura de un mosquito, se quedaba serio, reflexionaba, y respondía que sí, que un poco sí me iba a doler. Y cuando un grupo de exiliados españoles, de aspecto amenazador, se nos acercó al pasar la frontera y nos ofreció desafiante a los turistas españoles de la España de Franco —que acabábamos de bajar del autocar, con tío Juan, el sacerdote, al frente, camino de Roma, con la evidente intención de asistir al Año Santo— unos folletos comunistas, que todos cogimos sin rechistar, mi padre no. Mi padre los rechazó y, cuando le preguntaron por qué, respondió, ante el espanto general, que no le interesaban. Y era el tipo menos pendenciero del mundo, y no se las daba de héroe: decía la verdad.
Durante todo el año la capilla era únicamente el lugar donde oíamos misa los viernes, y yo iba cubierta con un pañuelito, porque me olvidaba siempre, por más que me regañaran, y me regañaban mucho, la mantilla, y me quejaba de estar tanto rato arrodillada sobre la áspera madera, y a veces comulgaba y otras me reconvenía porque era primer viernes, y ya llevaba cuatro o cinco de los nueve, pero no me había confesado, no podía tomar la comunión, y habría que volver a empezar.
Mayo, sin embargo, era un mes especial. Se anunciaba, con los primeros calores, la llegada del verano; faltaba ya muy poco para los exámenes finales, y nosotras andábamos revueltas, más excitadas y fantasiosas que de costumbre. Era también el mes de María, y se me ocurre ahora, por primera vez, que la figura de María, la de «he aquí la esclava del señor», la que fue madre sin dejar de ser virgen, lo cual confería a la virginidad un valor muy especial, un valor añadido, no me inspiraba especial devoción. No he olvidado un sermón en la iglesia de los carmelitas de Diagonal, donde nos llevaba a misa la «señorita de los domingos»: el cura nos contó que, al preguntarle una señora por qué abominaba tanto de la desnudez, incluso en los niños, cuando el Niño Jesús aparecía a menudo desnudo en pinturas e imágenes, él había respondido, irrebatible y contundente: «¡Pero el Niño Jesús no fue engendrado como fueron engendrados sus hijos, señora!», y yo entendí que había algo sucio y un tanto censurable en el modo en que los humanos fabricaban a sus hijos, entendí que el sexo —incluso practicado después del matrimonio, y a pesar de que el matrimonio fuera un sacramento— contenía en sí un elemento vergonzoso. ¿Por qué, si no, se mentía a los niños con la tonta historia de que a los recién nacidos los traían las cigüeñas de París? Mi madre, la más moderna y liberal de las mujeres entre las que vivíamos, me explicó muy pronto, en cuanto se lo pregunté, que los bebés se formaban y crecían en la barriga de mamá, y salían de allí tras nueve meses, pero aplazó la respuesta a la inevitable cadena de preguntas que siguieron (pero ¿cómo llegaba el bebé al vientre de la madre y qué papel desempeñaba el padre en la historia?) para años más tarde. Era la única explicación de que dios, para tener un hijo mortal, eligiera a una doncella virgen, «antes del parto, en el parto y después del parto». Con ello el sexo quedaba condenado sin remedio. A mí, la Virgen, tan dócil, tan poco presente en la apasionante aventura de su hijo, y en los Evangelios, sólo aceptando el mensaje del ángel, preocupándose porque faltaba vino en una boda, llorando muchísimo al pie de la cruz, me resultaba menos atractiva que las mujeres fuertes de la Biblia: Judith, que se infiltró en el campamento enemigo y degolló con sus propias manos, tras seducirlo, a su caudillo, Holofernes, o Esther, que osó entrar en el salón real sin haber sido llamada, acto castigado con la muerte, para interceder ante su esposo el rey y evitar la aniquilación de los judíos. Nada virginales, por cierto, ninguna de las dos.
Sobre el mes de María en el colegio escribí en otra parte, y creo que describe perfectamente la mezcla de sentimientos, o mejor de sensaciones, con que lo vivíamos.
Mayo era el mes de la Virgen y de las flores. Acaso fuera también el mes inconfesado de los más imposibles amores, y, mientras lirios y rosas blancas —las únicas rosas que detesto— agonizaban sobre tapetes níveos bordados en oro, nosotras soñábamos en alcobas nupciales atestadas de nardos, donde la sensualidad cálida de su aroma nos provocaba artificiosos desmayos y jóvenes todavía sin rostro nos azotaban sin piedad con ramos de mimosa. Entre la corola grasienta de los lirios, asomaban los penes amarillos envueltos en pelusa, y, todavía más obscenas, más sucias, más putrefactas, unas florecillas blancas diminutas —sólo las he visto en los altares de la Virgen durante el mes de mayo— rodeaban como una lluvia de semen las rosas y los lirios.
Por las tardes —el agua de los jarrones despedía un olor nauseabundo— retirábamos los jarros —verdes, azules, cubiertos de estrellitas de oro— de los tapetes bordados, almidonados y planchados hasta el infinito por manos ásperas y virginales, y los llevábamos a la sacristía para cambiar el agua y renovar las flores, esos feos ramos de flores blancas que todas las mañanas de mayo traía por turno al colegio una de nosotras.
La sacristía estaba casi a oscuras, y muy fría. Hasta allí no había llegado el verano: sólo la obscenidad de los lirios, la opulencia marchita de las rosas, las sucias florecillas que parecen semen, el hedor de tantas corolas descompuestas entre nubes de incienso y cantos a varias voces —todas desafinadas— en latín. Pero nosotras nos escabullimos, sombras rientes, torpes aprendices de bacantes, por la capilla en sombras, correteamos entre los bancos, nos escondemos solas o de dos en dos en los confesionarios, que se llenan de risas y de cuchicheos, nos embriagamos con el polvillo dorado y maligno de las flores.
Y una tarde de mayo, en la capilla lateral (la misma de los ejercicios espirituales, de las voces terribles y dispares del sacerdote, ora un susurro quedo, ronroneante, que acaricia sin tocarlos apenas todos los lirios del valle, que nos roza el cabello y las mejillas como una brisa, como el ala de un pájaro, ora, de repente, un aullido terrible, sostenido en agudos intolerables, que prende fuego en todas las primaveras, y nos increpa, y nos amenaza con suplicios inimaginables, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa —¿cuál puede ser tan grandísima culpa?—, y que no obstante, por debajo o por encima del miedo, o formando un todo con ese terror intolerable, va generando un placer extremo, mórbido, perverso, soterrado), en la capilla del espanto y el éxtasis, encontramos, una tarde de mayo, una monja muerta, en un ataúd blanco. La voz tonante que nos increpa desde el púlpito y el aroma dulzón de las flores del mes de María la han traído hasta aquí, la han rodeado de gruesos cirios encendidos que humean en la penumbra, de infinidad de rosas blancas, y han deslizado un rosario enorme entre las manos arrugadas, rígidas y amarillas. Y nos asomamos furtivas a la capilla, y hablamos en susurros exaltados, y el miedo a lo que estamos viendo nos detiene un momento en el umbral, y aunque éste es el primer contacto, excitante y estremecedor, con lo que debe de ser la muerte, no llegamos al fondo del horror, porque tenemos la certeza extraña de que aquella mujer que yace en el ataúd nunca estuvo viva de verdad, viva como nosotras.
Era, de todos modos, el primer cadáver que yo veía. Y no deja de parecerme raro que, manteniéndolas celosamente ocultas mientras vivían, nos las mostraran a todos los alumnos una vez muertas.
Tuvo lugar en la capilla otro acontecimiento memorable. Habían condenado a muerte e iban a ajusticiar en breve a una alemana nazi, responsable de horribles crímenes en los campos de exterminio. Los medios de comunicación daban múltiples detalles y citaban declaraciones de la mujer, que aseguraba no arrepentirse de nada. Y, en una de nuestras charlas con las dos profesoras un poco ridículas y un poco entrañables, se nos ocurrió que aquello no podía quedar así: no podíamos permitir que la asesina nazi, por muy asesina y por muy nazi que fuera, muriera con tan horribles pecados, que la arrastrarían en un periquete a lo más hondo de los infiernos. Algo había que hacer. Por suerte disponíamos de un medio eficaz y garantizado: la comunión de los santos, gracias a la cual lo que hace un miembro de la Iglesia repercute en los otros, vale para los otros. Comprometimos, pues, a todo el colegio en la cruzada. Se renunciaba al postre y a la merienda, pasábamos los recreos rezando en la capilla, permanecíamos de rodillas a lo largo de toda la misa, nos portábamos de modo angelical en clase, dábamos nuestro dinerito a los mendigos… quizás hubiese quien se flagelaba o se metía garbanzos en los zapatos. Y pasaban los días, y se acercaba el momento de la ejecución, y la asesina nazi no se arrepentía.
Pero por fin, casi en el último instante, lo conseguimos. Lo anunciaron por todas las emisoras de radio y apareció en todos los periódicos. La mujer se había arrepentido, se había confesado y había muerto en estado de gracia. Seguramente pasaría siglos en el purgatorio (la verdad es que se lo merecía), pero se había salvado. Y celebramos en la capilla una jubilosa y triunfal ceremonia de acción de gracias.