Primer aprendizaje sentimental

Decía tía Sara, la malintencionada y sagaz observadora, que yo no quería a la gente, que me enamoraba de la gente. O acaso lo dijo sólo una vez, y yo debía de ser muy niña, pero me impresionó mucho, porque nunca lo olvidé y, con el paso de los años, he tenido que darle la razón.

La verdad es que estuve enamorada desde siempre, hasta donde alcanzan mis recuerdos, y mi primer gran enamoramiento fue mi otra tía materna, el «hada buena» de mi infancia, tía Blanca. La amé apasionadamente durante años. Con todas las características del amor, salvo el deseo físico, que en mí despertó muy tarde, mucho más tarde de lo normal. Me encantaba mirarla, escucharla, estar a su lado, ir con ella de tiendas, oírla conversar con las amigas, que me enseñara sus joyas (unas, eso lo supe enseguida, las compraba con lo que sisaba a su marido del dinero asignado para los gastos de la casa, otras se las regalaba él a fin de hacerse perdonar sus amantes, lo cual era muy fácil, dado que ella no le quería y que ambas cosas eran habituales y toleradas en buena parte de la burguesía barcelonesa de los cincuenta) y su ropa, y sobre todo ir los sábados por la tarde con ella y con mi primo Bubi al cine.

En verano esperaba sus cartas con la misma ansiedad con que esperaría más adelante las de los hombres y mujeres amados, y las que yo le escribía eran genuinas cartas de amor. Sí, tenía razón Sara la Maligna, yo no quería a la gente, yo me enamoraba.

En el Real Monasterio de Santa Isabel viví mis primeras amistades importantes; primero con una niña que se llamaba Angelines, y luego con otra que se llamaba Carmen. Las dos eran de mi clase y estudiaban «enseñanzas del hogar». Y ninguna tenía nada que ver con el Colegio Alemán ni con la burguesía que frecuentaban mis padres. Angelines estaba allí porque era sobrina del padre Ros y Carmen porque vivía a la vuelta de la esquina. Fueron, al menos por mi parte, dos amistades fervientes y apasionadas, capaces de elevarme al éxtasis o de sumirme algunas veces en la más profunda de las miserias. Cuando Angelines me sustituyó por otra compañera de clase, sufrí, hasta que empezó mi nueva amistad con Carmen, los infernales tormentos de los celos y del desamor.

Entre los juegos, todos ellos novelescos, que yo inventaba —porque, a partir de la etapa iniciada tras mi «sublime decisión», era yo la que decidía e imponía los juegos—, figuraba un código secreto y un lenguaje en clave. Y recuerdo que «te lo digo» significaba «te quiero», y la respuesta «te lo repito» significaba «yo a ti también».

Pero tan ajena estaba yo a que todo aquello pudiera parecerle mal a nadie, que quedé atónita cuando el padre Ros me llamó a su despacho de director, al que sólo se acudía por motivos importantes, y me largó un extenso y confuso discurso sobre los peligros que entrañaba el exceso de amistad. Creo que a tres o cuatro de nosotras se nos convocó por separado y se nos dijo más o menos lo mismo. Yo no entendí nada. Hasta tal punto que se lo conté a las señoritas un poco ridículas un poco entrañables como un disparate de nuestro director, que a veces los cometía, y quedé perpleja cuando opinaron que no era tan disparatado y que en parte tenía él razón.

En otra ocasión, fuimos cinco o seis las niñas convocadas por separado al despacho del director. Pero aquello parecía ser realmente grave. Nos tenían incomunicadas, separadas unas de otras y del resto del alumnado, y se hablaba de llamar a nuestros padres e incluso de expulsión. Había ocurrido lo siguiente. Estábamos las cinco o las seis, en un rato libre, jugando dentro de la clase con una pelota de goma medio rota que se llamaba Gilda (haberle puesto tan pecaminoso nombre era la única transgresión de la historia). Entró un chico —contra lo que fantaseaban los detractores de la coeducación, la relación entre niños y niñas de un mismo curso, lejos de estar dominada por lúbricos impulsos concupiscentes, solía ser competitiva, desdeñosa y hostil—, intentó arrebatarnos la pelota, y, para evitar que escapase con ella, una de nosotras, no yo, echó la llave de la puerta. Y justo en ese instante llegó un profesor y constató horrorizado que cinco niñas y un chico se habían encerrado con llave en una clase. Armaron una tragedia. Ni preguntaban para qué nos habíamos encerrado, tan evidente era para ellos, ni atendieron a nuestras explicaciones, que supongo coincidían, aunque nos hubieran tenido vigiladas y separadas durante todo el día. Sólo querían saber una cosa, y nos la preguntaron mil veces en un interrogatorio inquisitorial: ¿cuál de nosotras había cerrado la puerta? Y nosotras, heroicas, como en Fuenteovejuna, todas a una: habíamos sido todas.

Al final el incidente acabó en agua de borrajas. Supongo que la niña que lo había hecho confesó que había sido ella. Y eso les bastó. De todos modos, a mí el asunto no me había preocupado en absoluto, porque estaba segura de que mis padres no iban a dudar de mí e iban a encontrar la reacción del director desproporcionada y absurda. Mis padres —¡qué suerte tuve en esto!— no vivían obsesionados por el sexo (con el tiempo aprendería que mi madre se regía por un código especial, bastante común, sobre todo entre las mujeres: el sexo debía ir ligado al amor; el enamoramiento, según propugnaba Zweig —uno de sus autores preferidos— en varios de sus libros, era un estado especial, ajeno a las normas y a la moral establecidas, y lo justificaba todo; el sexo sin amor quizá fuera o no pecado, pero era obsceno, feo, sucio), se resistían a aceptar que el mundo fuera necesariamente un valle de lágrimas, y no los imaginaba yo golpeándose el pecho y lamentándose, «por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa». De hecho, no estaba segura de que se confesaran jamás, ni siquiera con ocasión de las primeras comuniones de Óscar y mía, y esto me tenía preocupada, porque en aquel entonces todos a mi alrededor creían, o decían creer, que si pecabas una única vez, y aunque sólo fuera de pensamiento, contra el sexto mandamiento o si faltabas un solo domingo a misa, esto podía valerte unos sufrimientos inimaginables durante toda la eternidad. La descripción minuciosa y truculenta de los tormentos infernales constituía el núcleo fundamental, el plato fuerte, de los ejercicios espirituales, y algunos curas la bordaban.

En el Real Monasterio de Santa Isabel, creo que en tercer curso —para unos de bachillerato, para otras de «enseñanzas del hogar»—, me enamoré por primera vez. Aunque no fuera plenamente consciente de ello, quedaban atrás los apasionamientos intensos pero ambiguos y confusos de la infancia y la primera parte de la adolescencia. Fue de un personaje muy curioso, el señor Pla. Cualquiera sabe de dónde lo habría sacado el padre Ros, para integrarlo en un colegio paulatinamente más disparatado y pintoresco, más divertido también para los alumnos. Imagino que lo descubrió en alguna asociación de psicólogos, desde luego de Sarrià. Era un tipo bajito y canijo, que venía a dar clase con alpargatas. Tenía una mujer gordísima —debía de doblarle en peso—, que apareció en alguna ocasión por allí, y lo que me parecía una caterva desmesurada de hijos, aunque no debían de ser más de cuatro.

Era inteligente, imaginativo, brillante, irascible. Era sin duda todo un personaje, muy distinto de los que yo había conocido. Le habían asignado alguna de las materias de bachillerato, pero ni recuerdo cuál, pues a lo largo de todo el curso no hizo otra cosa que aplicarnos tests —que le interesaban a él, no al colegio, entre ellos uno muy curioso donde nos proponía varias series de retratos siniestros, luego averigüé que de delincuentes, y nos hacía elegir al más simpático y al más antipático— y contarnos historias. Pero ¡qué historias, cielos! Truculentas, terroríficas, fascinantes. Era un narrador tan excelente como mi madre y sus hermanas, y pretendía que las había presenciado personalmente, mientras desempeñaba el cargo de fiscal en una población pequeña de Cataluña.

Una mujer espantosa que regresaba de la tumba sin los dientes, que le habían arrancado creyéndola muerta; un tipo al que emborrachaban y encerraban vivo en un barril de amontillado; un odioso gato negro que terminaba emparedado junto con la víctima y descubría desde allí con sus maullidos al asesino… Sí, todo Poe en vivo y en directo. Ni que decir tiene que escuchábamos atónitos y fascinados; eran, entre todas, las clases que preferíamos… pero dudo que al padre Ros, cuando tuvo noticia de lo que ocurría, le pareciera el modo más adecuado de enfocar la asignatura, fuera ésta la que fuera.

Además, el señor Pla tenía su genio y perdía en ocasiones el control. Las aulas de la primera planta daban todas a un pasillo, y al extremo del pasillo estaba el lavabo de profesores. Asomadas a la puerta vimos que él se metía en el lavabo sin advertir que acababa de entrar, y no le había dado tiempo de echar el pestillo, la profesora de Historia. Nos acometió un ataque de risa tonta. Él vino hacia nosotras hecho una furia y nos castigó a escribir cien veces: «Las niñas discretas no juegan a hacerse las alcahuetas». Se corrió la voz y hubo protestas indignadas por parte de algunos padres. A sus hijas nadie las tildaba de alcahuetas… Y justo aquellos días se le ocurrió a la señorita Palau decirle a una de sus alumnas más pijas que se estaba comportando como una golfa… ¡Golfas y alcahuetas en un colegio que pretendía ser tan selecto! El padre Ros tuvo que hincharse a pedir disculpas y a dar explicaciones.

No recuerdo si fue en aquella ocasión o en otra, pero sí recuerdo a nuestro joven, atractivo, sensible y un punto histérico director pidiendo perdón de rodillas mientras entrábamos todos en fila en clase.

Creo que las excentricidades del señor Pla rebasaron el límite incluso de lo que en el Real Monasterio se podía tolerar y que terminaron provocando que lo echaran. Para mí había sido una tragedia, pero no la viví porque, después de aprobar en un año el ingreso y los cuatro primeros cursos de bachillerato (había decidido por mi cuenta y riesgo abandonar las «enseñanzas del hogar», con la peregrina idea inicial de hacerme enfermera y ayudar a papá en la consulta, cuando lo mismo a mí que a Óscar nos asustaba la sangre y nos ponía malos el mero olor de un hospital), mi madre me cambió por quinta vez de colegio. Abrían por fin uno que era legítimo continuador del de la calle Moià —lo tuvieron que bautizar San Alberto Magno y poner un ficticio director español como tapadera, ya que la administración no autorizaba otra cosa, pero era el Colegio Alemán— y allí nos llevó mi madre sin vacilar a Óscar y a mí. De ese modo yo, que, pese al turbio futuro que me vaticinaban preocupadas las señoritas un poco ridículas un poco entrañables, era por el momento una buena niña y una buena alumna, cambié de colegio por quinta vez, y abandoné un lugar que amaba y donde había sido muy feliz. Mamá no me obligó, es cierto, pero supo ser muy convincente.

Ni mi padre ni mi madre habían puesto el menor obstáculo cuando manifesté que quería sustituir las «enseñanzas del hogar» por el bachillerato, y buscaron profesores particulares que me ayudaran a ponerme al día en matemáticas y en latín. No creo que les pareciera una mala idea. Nunca, y era insólito en la época, habían compartido el principio de que la única carrera apropiada para una mujer era el matrimonio, nunca me lo habían propuesto como único futuro deseable. Es otro punto a su favor, algo que debo agradecerles. Tal vez influyera que las tres hermanas Guillén fueran tres insatisfechas malmaridadas y que culparan de ello a una madre obsesionada por conseguirles cuanto antes una buena boda (al menos, mamá y Blanca, porque Sara se buscó por sí sola la propia desdicha). Creo que mi madre tenía decidido que yo sería escritora, y que podría ganarme la vida haciendo traducciones, mientras que Óscar iba a ser arquitecto y pintor. Una genuina bruja mi señora madre. Porque después de tanta rebeldía y tanto denostarla, hay que reconocer que Óscar y yo hemos terminado encarnando con precisión el papel que nos había asignado. Incluso tuve los hijos rubios, de ojos claros, guapos, con pinta de extranjeros, que ella había deseado. ¡Bien por las madres brujas, sarcásticas y malignas, que no sólo adivinan lo que haces y leen lo que piensas (adelantándose en ocasiones a que lo hayas hecho o pensado), sino que te diseñan el futuro!

Sin embargo, quizás hubiera podido controlar por una vez sus naturales impulsos, y, cuando todos me felicitaban por haber sacado en un año, y con nota, cinco cursos de bachillerato, encontrar una frase más afortunada que: «¡Siempre con tus cosas raras! ¡Siempre teniendo que hacer algo diferente para distinguirte de los demás!». No le costaba nada, y seguro que yo se lo habría agradecido.