Manejos en la junta
8 de
septiembre de 2001
Gorham lanzó una mirada al reloj en el momento justo en que sonó el teléfono. Era hora de irse. Nadie habría adivinado que él y Maggie habían mantenido una pelea la noche anterior.
Gorham Junior, Richard y el mejor amigo de Gorham Junior, Lee, estaban excitados. Gorham tampoco tenía ganas de perderse aquella cita. Iban a ir a ver un partido de los Yankees, ni más ni menos.
—Es John Vorpal —anunció Maggie, extrañada de que Vorpal lo molestara a aquellas horas.
—Dile que tengo que ir al partido —le pidió Gorham.
—Cariño, dice que tiene que hablar contigo.
—Pero si va a venir a cenar esta noche…
—Dice que es un asunto privado. —Maggie le pasó el teléfono.
Gorham masculló una maldición. La verdad era que no le caía simpático el tal John Vorpal, pero como estaba también en la junta de copropietarios tenía que esforzarse para llevarse bien con él. Lo malo era que desde que Vorpal ocupaba la presidencia de la junta, él y Jim Bandersnatch estaban haciendo cosas con las que él estaba en desacuerdo.
—John, ahora no puedo hablar contigo.
—Tenemos que tratar la cuestión del 7B. Quieren una respuesta inmediata. ¿Vas a estar el domingo?
—No, tengo que ir a Westchester.
—Qué pena, Gorham.
—¿Esta noche, después de la cena?
Maggie le asestó una mirada asesina. ¿Qué podía hacer sin embargo? Al menos así podría quitárselo de encima.
—Después de la cena entonces. —Por su tono, se notaba que Vorpal tampoco estaba muy satisfecho con la solución.
De todas maneras, si John Vorpal insistía en mantener una conversación en privado sobre el 7B, que ya estaba prevista en la agenda de la reunión del miércoles próximo, no tenía más que aguantarse y quedarse después de la cena.
Había sólo un inconveniente. Si John Vorpal iba a decir lo que él pensaba que iba a decir, entonces él, Gorham Vandyck Master iba a tener una grave discrepancia que podía desembocar en una violenta discusión. Y a nadie le convenía mantener una violenta discusión con el presidente de la junta de copropiedad de un edificio de Park Avenue.
El partido iba a comenzar poco después de la una, de modo que tenían que irse sin perder más tiempo.
—Vamos —dijo—. Iremos en metro.
—¿Ah, sí? —preguntó, con asombro, su hijo.
¿Es que en aquella familia nadie utilizaba el transporte público? Cuando la niñera llevaba a Gorham Junior o sus hermanos a cualquier cita tomaba un taxi. Cuando Bella cumplía algún encargo de Maggie, probablemente también cogía un taxi. Eso salía al menos más barato, se decía, que disponer de coche con chófer propio, como hacían varios residentes de aquella escalera.
Los Master tenían sólo dos coches: el Mercedes que guardaban en el garaje de la esquina y el bonito SUV azul de Maggie, que permanecía en el garaje de la casa de campo.
—Entrar y salir en el Yankee Stadium en coche es un lío —decretó con firmeza—. En metro llegaremos antes.
En el vagón del metro, Gorham observó con afecto a los tres chicos.
Gorham Vandyck Master Junior, un rubio de trece años, habituado a una vida de privilegio; Richard, de once, calcado a su hermano, pero más delgado; y el amigo de Gorham, Lee.
Gorham nunca se acordaba del apellido chino de Lee, pero daba igual, porque todo el mundo lo llamaba Lee. Había visto a sus padres una vez, cuando fueron a buscarlo a su casa. Vivían en Harlem y apenas hablaban inglés; el padre era fontanero o algo así. Su hijo, en cambio, era un genio.
Gorham Master siempre había tenido la impresión de que Lee era completamente redondo. Su afable cara, rodeada de una mata de cabello negro, era redonda. Su cuerpo no era obeso, sólo redondo. Tenía tan buen carácter que Master sospechaba que su psiquismo también debía de ser redondo, de tal forma que todo salía despedido rebotando. Lee tomaba el metro desde Harlem todas las mañanas y luego, Master estaba convencido de ello, sólo tenía que convertirse en una pelota e ir rodando por la acera desde la estación hasta el colegio.
Lee escribía las mejores redacciones de su curso. Acabaría yendo sin duda a Harvard, a Yale o a cualquier universidad de la prestigiosa Ivy League. ¿Y qué era lo que quería ser de mayor? En una ocasión en que se encontraban todos sentados en la cocina, el chico había confesado que le gustaría ser senador. También le apetecía ser un gran coleccionista de arte chino.
—¿Y sabes qué? —le dijo después Master a su hijo—. Seguramente lo logrará.
Aquella idea henchía a Master de orgullo por su país y su ciudad.
¿Y cómo podía asistir ese niño al distinguido colegio privado de su hijo? Gracias a una beca, por supuesto. En torno a un veinte por ciento de los alumnos de aquel centro debían de tener becas.
Si en algo destacaban los colegios privados de Nueva York era en su capacidad para recaudar dinero. Aún no había acabado de pagar la sustanciosa matrícula del primer trimestre de Gorham Junior en la guardería cuando ya el comité de padres lo asaltó reclamándole un donativo también. No perdían el tiempo. Incluso antes de terminar los estudios de secundaria, en su último año en el centro, los chicos ya se organizaban para empezar a dar donativos cuando fueran antiguos alumnos, para que todo el mundo adquiriera la costumbre. La cuantía de los donativos era asombrosa. El comité de padres recaudaba de este modo varios millones al año; las cuentas eran tan impresionantes que hasta daban miedo.
No obstante, con aquel sistema se costeaban aquellas becas para niños de hogares pobres que les permitían el acceso a la mejor educación disponible en el país, y los padres ricos estaban contentos de pagar por ellos. Ésa era una característica americana que, por otra parte, no tenía ninguna repercusión negativa en los resultados académicos de los centros.
Gorham Junior tenía muchos amigos, pero el más íntimo era Lee. Ambos eran buenos estudiantes, ambiciosos, que se esforzaban por sobresalir. Él estaba orgulloso del amigo que había elegido su hijo.
Llegaron al estadio con tiempo de sobra.
El Yankee Stadium estaba en el Bronx. Era el escenario de los grandes triunfos de Babe Ruth. Las enormes gradas estaban abarrotadas de una multitud expectante. Los Yankees, la mayor franquicia deportiva de Estados Unidos, iban a intentar ganar la World Series por cuarta vez consecutiva, que además sería la quinta en seis años.
Gorham disponía de unas localidades magníficas a la altura del campo, en el lado de la tercera base. Los chicos estaban entusiasmados. Ese día, además, los Yankees jugaban contra los Red Sox.
Los Red Sox de Boston. Aquella antigua rivalidad generaba una gran pasión… y grandes disgustos también para los seguidores de éstos.
El partido empezó a la una y cuarto, y por espacio de tres horas y cuarto, Gorham Vandyck Master disfrutó de una de las tardes más felices de su vida. El partido fue estupendo. El público gritaba enardecido. Mandando a paseo la perspectiva de la cena y el colesterol, se comió tres fránkfurts. Los chicos comieron más todavía, aunque no los contó.
¡Qué partido! Los Yankees efectuaron siete carreras en el sexto turno de bateo, y Tino Martínez acertó dos home run, gracias a lo cual derrotaron a los Red Sox por 9 a 2.
—Ya veréis, chicos, como os vais a acordar de este partido toda la vida —pronosticó.
De vuelta a casa encontraron un gran trajín. El servicio de catering ya había llegado.
—Eh, chicos —ordenó Maggie—, id a lavaros y quitaos de en medio.
Quedó claro que también se refería a Gorham.
Lee se iba a quedar a dormir, porque antes iba a asistir junto con Gorham Junior al bar mitzvah de Greg Cohen. Aquél iba a ser un año de numerosos bar mitzvah, y era normal que los muchachos y muchachas judíos que celebraban un bar o bat mitzvah invitasen a la mayoría de sus compañeros de clase. A veces algunos iban también al servicio religioso, sobre todo los amigos íntimos, pero Gorham Junior sólo solía ir a la fiesta que tenía lugar después. Ése era el programa que tenían para esa tarde noche.
Gorham se fue directamente al dormitorio y, después de ducharse, se puso un traje para la cena. Iba a llevar a los chicos al bar mitzvah, quedarse unos minutos para felicitar a los Cohen y volver a casa antes de que llegaran los invitados. Aunque era un poco justo, creía que lo lograría.
A las seis y cuarto ya estaba listo. Maggie acudió al dormitorio para arreglarse también. Antes de irse con los muchachos tenía una importante obligación que atender, para lo cual se dirigió a la cocina.
—Hola, Katie —saludó complacido a la patrona del servicio de comida a domicilio antes de darle un beso.
Katie Keller Katering. Cuando montó la empresa, dos años atrás, les preguntó qué pensaban de aquel nombre y tanto él como Maggie lo encontraron perfecto.
Gorham no había conocido a nadie de la familia Keller hasta después de la muerte de su padre. Siguiendo las instrucciones de Charlie, que aún conservaba la colección de fotografías de Theodore Keller, Gorham había ido a ver a la familia para consultarles qué deseaban hacer con ella. Se habían puesto en contacto con un marchante, que había promocionado las fotos y las había ido vendiendo con los años. Las ganancias, no muy cuantiosas, las repartieron entre él y los Keller. Como habían mantenido el contacto, a Katie Keller la conocía desde niña y estaba encantado de hacer lo posible para ayudar a alguien cuya familia estaba vinculada con la suya desde hacía tanto tiempo.
Katie tenía veinticinco años, aunque con el cabello rubio recogido en una cola y su vestimenta de chef aparentaba más bien dieciocho. En todo caso, estaba preciosa y, desde luego, siempre que necesitaban que les llevaran comida a domicilio recurrían a sus servicios.
Tampoco era que recibieran mucha gente. Sí daban alguna que otra fiesta y de vez en cuando una cena. Aunque Bella cocinaba bien, no estaba a la altura para ciertas ocasiones de compromiso y, como tampoco tenían a nadie para servir la mesa, al igual que la mayoría de la gente que conocían utilizaban los servicios de catering para tales casos.
Esa noche iban a ser diez comensales para los que Katie había previsto una cena de cuatro platos. Tenía un empleado a tiempo completo, Kent, que complementaba con dos jóvenes actores que servían la mesa y recogían después. Contando su propio vino, Gorham calculaba que la velada iba a salir por algo más de mil dólares, que era menos de lo que costaba una comida para diez personas en un restaurante de lujo.
Primero tenía que ocuparse del vino.
Aunque no tenía una gran bodega, Gorham sabía un poco de vinos y estaba orgulloso de su modesta colección de botellas. Como los trasteros del sótano estaban a una temperatura demasiado elevada, guardaba el vino en la casa de campo y para una ocasión como aquélla, iba a buscar lo que necesitaba y lo llevaba al apartamento, donde disponía de un módulo con temperatura controlada. Una vez que hubieron acordado el menú la semana anterior, escogió unas botellas de Chablis francés, un excelente Pinot negro de California y un magnífico vino de postre que elaboraban en pequeñas cantidades en una bodega cuyo propietario era, según había descubierto, un rico dentista de San Francisco.
Tenía unas cuantas licoreras de cristal que procedían de la antigua casa familiar de Gramercy Park con las que le gustaba presentar los vinos, aunque con el Pinot Noir había que tener cuidado de no decantarlo con demasiada antelación. Estuvo hablando cinco minutos con Kent, que era bastante entendido en vinos, para precisar el modo de servirlos.
Después volvió a charlar un poco con Katie.
Desde fuera, sobre todo cuando trabajaba, Katie daba una gran impresión de seriedad, pulcra y ordenada al máximo. En el fondo era, sin embargo, una chica alegre y bromista, con un gran sentido del humor. Estuvo hablando con ella mientras desenvolvía los entremeses.
—¿Me permites que te diga algo? —le preguntó ella, sonriendo.
—Claro.
—Me molestas aquí en el medio.
—Perdón. —Se apartó un poco—. ¿Cómo está Rick? —Era su novio, con el que se iba a casar el año próximo.
—Bien. Ha encontrado una casa.
—¿Dónde?
—En Nueva Jersey.
—Estupendo.
—Sí, siempre y cuando consiga el dinero.
—¿Crees que podrá?
—Es probable, si mi negocio funciona bien. Y si…
—¿Qué?
—Que estás otra vez en el medio.
—Bueno, me voy —contestó, riendo—. En mi opinión, ese Rick es un joven muy afortunado.
Como quería entrar en la tienda sólo un momento, tomó un taxi para llevar a los chicos y no tener que perder tiempo aparcando el coche. La fiesta se celebraba en un gran hotel del Midtown, por lo que sólo tardaron unos minutos en llegar. En el vestíbulo, un cartel indicaba la dirección de un espacioso ascensor que los condujo a una planta superior en la que entraron en el maravilloso mundo de la fiesta del bar mitzvah de Greg Cohen.
Estaba claro que la señora Cohen había considerado que aquélla debía ser una ocasión señalada. Había elegido un tema e incluso contratado a un interiorista quien, a juzgar por los resultados, había contado con un ejército de decoradores, floristas y escenógrafos. Gracias a su labor, aquella vasta sala de baile de un hotel del Midtown había quedado convertida, como por arte de magia, en una isla tropical. Junto a la pared de la derecha había una playa de arena orlada de plantas e incluso de alguna que otra palmera. En el lado izquierdo estaba la pista de baile, con su disc-jockey y sus bailarines profesionales. Había casetas de feria de todo tipo en las que se ofrecían premios que uno podía llevarse a casa, además de la bolsa de regalos habituales en las fiestas que se entregaban al final a los invitados. Más impresionante resultaba aún la reconstrucción de una montaña rusa que ocupaba todo el fondo de la sala. En el centro, en un lugar destacado, había un puesto donde servían bocadillos de salchichas.
—¡Uuuy! —exclamaron los chicos.
Ataviadas con sus primorosos vestidos, las niñas se concentraban ya en un nutrido grupo. Gorham Junior, Richard y Lee fueron a sumarse al grupo de los niños. Era gracioso constatar cómo, en la preadolescencia, aquellos niños modernos todavía se separaban por iniciativa propia en grupos de un solo sexo en las fiestas. Una de las funciones de los bailarines profesionales era tratar de conseguir que bailaran juntos. Unos años más tarde, la tendencia habría cambiado, y lo pasarían en grande. Cuando le llegara el turno a su hija no le iba a gustar mucho, pero por ahora, las niñas sólo bailaban entre sí.
¿Cuánto habría costado aquello?, se planteó Gorham. Como mínimo doscientos cincuenta mil dólares. Había asistido a fiestas más caras aún, excesivas a su juicio. Para él no había nada como la actitud mesurada de la vieja guardia.
¿O tal vez estaba en un error? Contemplando el espléndido escenario, de repente tuvo que reconocer que sí. Cuando los distinguidos plutócratas del viejo Nueva York de la época dorada daban sus magníficas fiestas —como aquel individuo que tuvo a unos veinte caballeros cenando montados a caballo— hacían más o menos lo mismo. Él conocía algo de historia. ¿Y las grandes celebraciones de la Inglaterra eduardiana, o de Versalles, o de la Inglaterra isabelina, o la Francia medieval, o el Imperio romano? Todas habían quedado plasmadas en pinturas y en la literatura. La intención era idéntica: ostentación consumista.
En Nueva York siempre había ocurrido así, desde la época en que sus antepasados llegaron a Manhattan. La gente que gobernaba la ciudad, tanto si sobornaba a un gobernador inglés como si recaudaba fondos para las buenas causas, eran siempre los ricos. Astor, Vanderbilt y otros tantos más, todos habían tenido su turno. Conocía a un tipo que había comenzado trabajando como conductor de camión y que ahora vivía en una mansión de nueve mil metros cuadrados en Alpine, Nueva Jersey. Él también daba espléndidas fiestas…
En cuanto a la gente de su propia familia, pensó, los tiempos de esplendor habían quedado atrás. La gente de solera era respetable y tenía buenos modales, y a él le gustaba que fuera así. Estaba bien eso de ser fino en el hablar, pero si uno no podía seguir el ritmo, ¿qué era? Un poco pretencioso, a decir verdad.
Advirtió a una madre, la señora Blum, que tenía a su hija allí y había prometido a Maggie que acompañaría a los chicos a casa. Se acercó para darle las gracias y confirmar que se haría cargo de los niños.
Sólo le quedaba saludar a los Cohen. Los vio de pie junto a la entrada. David Cohen, el padre, era un tipo agradable. Le gustaba ir a practicar la pesca submarina en Florida.
—Felicidades. Es una fiesta magnífica.
—Ha sido todo obra de Cindy —dijo David, señalando a su esposa.
—Ha hecho un trabajo asombroso —la felicitó Gorham.
—Es que tenía un interiorista muy bueno —contestó Cindy.
A su lado había una pareja de cierta edad.
—Gorham, ¿conoce a mis padres, Michael y Sarah?
Gorham les estrechó la mano y tuvo la impresión de que la madre de David lo observaba con detenimiento.
—No he captado bien su nombre —dijo.
—Gorham Master.
—Sarah Adler Cohen.
Aquello era una señal. Con la utilización de los dos apellidos le estaba indicando que tenía un nombre profesional. Trató de hacer memoria, pero ella lo rescató.
—Soy propietaria de la galería de arte Sarah Adler. ¿No será usted el hijo de Charlie Master, el que tenía la colección de fotografías de Keller?
—Sí, así es.
Y entonces se acordó, abochornado y horrorizado. Aquélla era la señora a la que debía haber entregado el dibujo de Motherwell, el que todavía adornaba el salón de su casa. ¿Esperaría recibirlo? ¿Sabría que su padre le había encargado ir a verla?, se preguntó, invadido por un terrible sentimiento de culpa.
La anciana charlaba alegremente con él, sin embargo. ¿Qué le estaba diciendo?
—Verá, cuando era joven, antes de tener mi propio local, su padre vino a la galería donde yo trabajaba y decidió organizar en ella una exposición de la obra de Theodore Keller. A mí me encargaron ocuparme de ella. Fue la primera exposición que organicé. Por eso vi bastantes veces a su padre. Lo lamenté mucho cuando me enteré de su muerte.
—No lo sabía. Estoy encantado de conocerla —tartamudeó.
Debía de tener unos setenta y pico años, calculó. Tenía una cara agradable, rebosante de inteligencia. Lanzó una mirada a su marido y a su hijo, pero éstos estaban distraídos con otros invitados.
—¿Le gusta la fiesta? —le preguntó a él.
—Desde luego. ¿A usted no?
—Demasiada ostentación para mi gusto —respondió con un encogimiento de hombros. Lo miró con aire pensativo, tal vez de la misma manera como observaría una pintura para valorarla—. Tiene que pasarse un día por la galería —dijo—. Estoy allí casi todas las tardes. Los lunes está cerrada, pero yo trabajo allí sola todo el día; es un buen día para venir a verme. —Sacó una tarjeta del bolso. Miró a su marido, que seguía hablando con alguien—. De hecho —añadió en voz baja—, tengo algo de su padre que querría entregarle. ¿Querrá venir el lunes?
—Así lo haré —prometió. Después vio la hora que era—. Lo siento muchísimo, me tengo que ir… Es que tenemos una cena en casa.
—En ese caso, seguramente ya llega tarde. —Sarah Adler sonrió—. Váyase, váyase. —Antes de que se volviera, añadió, no obstante—: Prométame que vendrá a verme el lunes.
Sarah Adler tenía razón. Llegó tarde. Maggie lo recibió con una mirada de exasperación, pero, por suerte, sólo había llegado una de las parejas invitadas, que, además, era su preferida. Herbert Humblay era un clérigo jubilado que vivía con su mujer, Mary, en un bonito edificio de Sutton Place. Los Humblay eran los invitados ideales para una cena. Disponían de un amplísimo círculo de amistades, tenían un variado abanico de aficiones y si había alguna tensión latente entre los comensales, su afable presencia parecía producir el milagroso efecto de difuminarlas.
Cuando llegó, los Humblay acababan de preguntar por Emma con la intención de saludarla.
—Espero que no la habrás obligado a ponerse toda elegante sólo porque nosotros estamos aquí, porque sería una lástima.
A continuación Herbert comentó que les costaba Dios y ayuda que su nieta se arreglase incluso para ir a la iglesia. Oyéndolos, Gorham se relajó, contento de que fueran ellos y no los Vorpal los que habían llegado primero para marcar el ambiente de la velada.
En cualquier caso, Emma acudió con su amiga Jane, que se quedaba a dormir. Ambas llevaban unos vestidos parecidos, en tonos rosa y azul, y estaban muy guapas. Llegaron acompañadas del perrito.
Hasta hacía un año, en la escalera estaba prohibido tener animales de compañía. Gorham no recordaba por qué razón, pero siempre había sido así. Luego, como la señora Vorpal quería tener un perro, su marido convenció a la junta para que modificaran las normas.
Las dos niñas acababan de comenzar a hablar con el señor y la señora Humblay cuando llegaron los Vorpal. Kent fue a abrir y se encargó de preguntarles qué iban a tomar antes de hacerlos pasar al salón. La señora Vorpal quería un martini con vodka; Vorpal tomó whisky con hielo.
—Vaya, buenas noches, Emma —saludó Vorpal, que fingía que le gustaban los niños.
—Hola, señor y señora Vorpal —dijo Emma.
Gorham les presentó a los Humblay.
—Estábamos admirando este perrito —dijo Herbert.
El cachorro era precioso, había que reconocerlo. Era una diminuta bola blanca peluda, que miraba el mundo con unos grandes ojazos pegado a la mejilla de Emma.
—Deberías darle las gracias al señor Vorpal —señaló Maggie—. Es gracias a él que ahora puedes tener un perro.
—Gracias, señor Vorpal —obedeció Emma.
—Fue un placer —aseguró Vorpal, dibujando una sonrisa en medio de su afilada cara—. Considero que está bien que los niños del edificio puedan tener un animalito.
—Sí, desde luego —aprobó Mary Humblay.
—En eso le doy la razón —abundó Herbert.
—Bueno, niñas, podéis iros si queréis —indicó Maggie—. Pero no hagáis ruido, por favor.
Los camareros trajeron los canapés. Entonces llegaron los siguientes invitados, los O’Sullivan. Él era socio de un gran gabinete de abogados, una persona callada y juiciosa con quien daba gusto hablar; su esposa Maeve era una esbelta y elegante irlandesa que dirigía su propia agencia de Bolsa. Los últimos en llegar fueron Liz Rabinovich y su novio Juan. Liz era redactora de discursos. Había trabajado para algunos políticos de renombre, aunque por aquel entonces la mayoría de sus clientes eran ejecutivos de empresa. Con Liz nunca se sabía, de todas formas… porque era una especie de electrón libre. En cuanto a Juan, era un hombre un tanto misterioso. Ella decía que era cubano. En una ocasión él mismo le había explicado a Gorham que la familia de su madre era venezolana, pero que tenían el dinero en Suiza. Juan vivía con Liz cuando estaba en Nueva York, pero Liz aseguraba que tenía un apartamento espectacular en París. Gorham no se fiaba de él.
—A Liz sólo le gustan los hombres de los que no se fía —opinaba Maggie.
La cena transcurrió bastante bien. Liz, que siempre estaba enterada de los rumores que corrían por Washington, estaba sentada al lado de O’Sullivan. Éste, que aunque era discreto estaba bien informado, parecía disfrutar de la compañía de Liz. Vorpal quiso averiguar a qué actividad se dedicaba Juan y, para regocijo de Gorham, no consiguió nada. En un momento determinado, cuando hablaban de los precios inmobiliarios, el anciano Herbert Humblay les explicó cómo funcionaban las antiguas dotaciones de la iglesia Trinity. Gracias a sus cuantiosas rentas, el consejo de la Trinity no sólo había podido fundar una iglesia tras otra con el correr de los siglos, sino contribuir también a la labor de otras iglesias en todo el mundo. El valor de las propiedades que tenía en el Distrito Financiero era enorme. Tras realizar algunos cálculos Vorpal, que escuchó atentamente a Humblay, comenzó a mirar al clérigo con mucho más respeto que antes.
Y luego estaba Maggie, por supuesto. Gorham la observaba desde el otro extremo de la mesa. Su esposa estaba espectacular esa noche… esa misma tarde se había cortado el pelo y se había hecho también la manicura. Mientras le sonreía, sólo se apreciaba un tenue brillo en sus ojos como vestigio de la pelea que habían tenido la noche anterior.
Había sido culpa suya probablemente. Tal vez si hubiera compartido más información con ella la conversación habría sido distinta, aunque no era seguro.
No le había dicho que había ido a ver al cazatalentos a principios de año, quizá porque sentía que equivalía a admitir que no acababa de estar satisfecho con su vida o incluso a identificarse como un fracasado. Además, había guardado silencio porque estaba casi seguro de que ella le habría aconsejado que se quedara en el banco donde estaba y se dejara de cazatalentos. Había resuelto que si le proponían algún empleo que valiera la pena tomar en consideración habría llegado la hora de hablar con ella del asunto.
El caso era que, por una razón u otra, Maggie no sabía nada de aquello. Por consiguiente, también ignoraba que, durante casi ocho meses, el cazatalentos no le había presentado ni una sola oportunidad.
Sabía que aquel hombre era bueno en su oficio. Cuando lo llamaba de vez en cuando, para consultarle, siempre recibía la misma respuesta.
—Tiene que tener paciencia, Gorham. No estamos hablando de un puesto de ejecutivo medio. Lo que buscamos es una oportunidad destacada, una situación en lo alto que encaje con sus aspiraciones. Ese tipo de cosas sólo se dan de vez en cuando.
Desde un punto de vista racional, Gorham comprendía la explicación. Aun así no podía reprimir el sentimiento de que no ocurría nada, de que nadie quería nada de él. Se sentía peor que nunca. Su crispación se había puesto de manifiesto infinidad de veces, en general en forma de una actitud huraña general salpicada de episodios de brusquedad con Maggie o con los niños.
Por eso, cuando el viernes por la noche, ella le pidió que se sentara a su lado para expresarle aquella sugerencia, llegó en un momento inoportuno y produjo un resultado nefasto.
—Cariño —dijo Maggie—, noto que no eres feliz. Puede que sea por nuestro matrimonio, pero más bien creo que es por tu trabajo.
—Todo va bien —espetó él.
—No, Gorham. No digas eso. No estás bien.
—Vaya, pues muchas gracias.
—Yo sólo quiero ayudarte, cariño.
—¿De qué manera?
—Es que me parece que ya no te gusta lo que haces.
—Y entonces, ¿qué?
—Con lo que has ahorrado, la acciones de Bolsa y todo, más lo que yo gano ahora, no tenemos por qué preocuparnos. Podrías dejar el trabajo si quieres y hacer algo que realmente te guste. Eres un marido magnífico y un padre estupendo. Podríamos disfrutar de una vida familiar perfecta si tú estuvieras dedicado a algo que te satisface.
—¿Me estás diciendo que me jubile?
—No, sólo te pregunto que por qué no haces algo que te guste. El dinero no supone un problema.
Ya habían llegado a eso. Ya no necesitaba para nada sus ingresos. Él había estado observando con admiración cómo se organizaba con su carrera, la casa, las fechas de las actividades de los niños, con todo. Ahora parecía que pretendía organizarlo a él también. Sólo le faltaba aquella humillación. Primero había fracasado y ahora iba a quedar castrado.
—Vete a la mierda —le espetó.
—Esa respuesta no viene a cuento.
—Pues no te voy a dar otra. Tú diriges tu vida y yo dirijo la mía.
—Compartimos nuestras vidas, Gorham.
—Algunas cosas sí las compartimos y otras no. Hazte a la idea.
Esa noche no volvieron a hablar.
Según la experiencia de Gorham, en todas las cenas había algo que alguien decía que se le quedaba a uno grabado después. Aquella noche fue Maeve O’Sullivan quien pronunció el comentario memorable.
Gorham admiraba a Maeve. En su trabajo gestionaba dinero, y de manera extraordinaria, pero consideraba que aquello no la satisfacía intelectualmente. Hablaba cuatro idiomas, tocaba el piano muy bien y leía muchos libros.
Estaban hablando de los largos horarios que hacían los empleados jóvenes en el Distrito Financiero.
—Veréis —intervino Maeve—, el otro día estaba leyendo a Virginia Woolf y ella explicaba que, en cierto periodo de su vida, consiguió producir mucho porque disponía de tres horas de trabajo ininterrumpido cada día. Y yo pensé: ¿de qué demonios habla? ¿Sólo tres horas de trabajo al día? Luego estuve observando en la oficina a toda esa gente que trabaja catorce horas al día y pensé: ¿cuántos de ellos dedican realmente tres horas al día a una auténtica actividad intelectual y creativa? Mi conclusión fue que probablemente ninguno. —Esbozó una sonrisa—. Así que Virginia Woolf consiguió mucho más de lo que lograrán ellos en toda su vida con tres horas al día. Da mucho que pensar. Quizá harían algo mejor si trabajaran menos.
—Pero hay que tener en cuenta que se suicidó —apuntó John Vorpal.
Todo el mundo se echó a reír, pero Maeve tenía razón, de todas formas. Era algo que daba mucho que pensar.
La velada tuvo un agradable colofón. Se notaba que todos lo habían pasado bien. Después de despedirse de los invitados, Gorham regresó al salón casi con ánimo afable para enfrentarse con Vorpal. Quedaba sólo él, porque su esposa se había ido a su casa.
—Veamos, Gorham, el 7B —dijo éste, sacando los documentos.
Gorham lamentaba que se marcharan los propietarios del 7B, pero como se iban a California a consecuencia de una excelente oportunidad de trabajo, el 7B estaba en venta. Alguien había hecho una buena oferta que interesaba a los propietarios. No obstante, los eventuales compradores tenían que lograr antes el visto bueno de la junta, o más concretamente, de una comisión de la junta. Aquélla era la primera vez que se vendía un apartamento desde que Vorpal era presidente. La comisión debía reunirse y luego entrevistar a los candidatos el miércoles siguiente. Por consiguiente, el hecho de que Vorpal quisiera hablar con él ahora sólo podía entrañar una cosa: complicaciones.
Maggie entró en el salón.
—¿Puedo quedarme con vosotros?
Gorham torció el gesto. Era él el que estaba en la junta, no ella. Aquello representaba una interferencia injustificada. Vorpal, sin embargo, reaccionó con una sonrisa.
—Por mí encantado.
A Vorpal le caía bien Maggie. Suponía que, siendo socio de Branch & Cabell, estaría de acuerdo con él. A Gorham, en cambio, lo encontraba un poco informal.
—Creo que podríamos tener un problema con esto —señaló, pasándole a ella una copia de la solicitud—. Jim Bandersnatch también lo cree así.
—¿El doctor Caruso? —dijo Maggie.
—Creo que será mejor que le digamos que conocemos a este hombre —intervino Gorham—. Es el tocólogo que ha asistido a Maggie en el nacimiento de nuestros tres hijos. A nosotros nos cae bien.
Vorpal puso cara larga.
—Pero tampoco dejaríamos que eso nos influyera a la hora de valorar la conveniencia de que el doctor Caruso venga a vivir a esta escalera —precisó Maggie.
Gorham la miró con incredulidad. Convencido de que socavaba de forma deliberada su posición, contuvo con todo el mal genio. Tenía que mantener la calma.
—¿Dónde está el problema? —inquirió.
—Vive en West End Avenue —respondió Vorpal.
—Sí, ha residido allí durante años. Mucha gente digna vive en el West End.
—Yo preferiría Central Park West.
—En el West End hay unos cuantos edificios muy selectos, ¿sabe?
—No es su caso —contestó Vorpal con aspereza.
—Sus referencias son impecables. Aquí hay una de un miembro del consejo de administración del hospital Mount Sinai, que está integrado por gente importante. Ese tal Anderson es una persona de prestigio.
—Sí. Es una referencia profesional excelente, pero como recomendación social no tanto.
—¿Por qué?
—Anderson vive en una casa de planta baja, y la otra referencia social de Caruso proviene de alguien de fuera de la ciudad. —Vorpal sacudió la cabeza—. Lo que nosotros querríamos es la referencia de alguien que reside en un edificio de categoría, y mejor aún si forma parte de la junta, en un edificio como el nuestro. Tiene que ser alguien con las mismas características.
—Comprendo.
—Yo estoy buscando clubes, Gorham, personas con una presencia social significativa en la ciudad, cuantiosos donativos para obras caritativas, y no los veo… no veo nada de eso. No veo ni siquiera un club de campo. A esta solicitud le falta… —calló un instante, buscando la palabra— sustancia.
—Yo podría redactarle una referencia —señaló maliciosamente Gorham.
Con la expresión que puso, Vorpal dio a entender que, a su juicio, aquello podría ser insuficiente, aunque de palabra fue más diplomático.
—Me parece significativo que no se lo pidiera a usted, o a alguno de sus numerosos pacientes como usted.
—¿Algo más? —preguntó Master.
—Está la cuestión del dinero.
—¿Sí?
—Nosotros siempre hemos sido un edificio en el que todos pagan la totalidad de una vez, desde luego.
En muchos edificios se permitía tener una hipoteca por la mitad del precio del apartamento. Aquello no era una mala medida, ya que garantizaba una cierta estabilidad económica. Otros edificios de menor categoría permitían hipotecas de un sesenta o incluso setenta por ciento. En donde se llegaba a un noventa por ciento de deuda era en sectores totalmente deprimidos. Los edificios de lujo, en cambio, los despiadados enclaves de gente bien no permitían el menor porcentaje de deuda. El que uno tuviera que pedir dinero prestado para comprar un apartamento significaba que no estaba a la misma altura. Si quería mantener una hipoteca que la pidiera para su casa de campo, pero no allí.
—No parece que tengan ningún problema de liquidez. Los Caruso tienen bastante dinero… Por casualidad me enteré de que la esposa heredó cierta cantidad hace unos años. En realidad, sus justificantes financieros parecen buenos.
Además de las habituales referencias bancarias y declaraciones de renta, los edificios de copropiedad exigían detalladísimos extractos de cuentas. Todos las buenas juntas de copropiedad dejaban expuestos a los candidatos en lo tocante a sus cuentas personales, pero Vorpal y Bandersnatch pretendían dejarlos totalmente desnudos.
—Hum. No está mal, pero quizá no sea suficiente. Como sabe, Gorham, el edificio siempre ha tratado de que se dispusiera de un confortable margen en este sentido. En el nivel básico queremos tener la seguridad de que no va a haber ninguna dificultad con los gastos de mantenimiento mensuales, que para el apartamento de Caruso suman ahora seis mil por mes, ni con ningún incremento que la junta necesite imponer. De todas maneras, nos gusta contar con pruebas de solidez económica. Hace ya tiempo que exigimos que la gente demuestre una disponibilidad de liquidez del doble o triple del valor del apartamento que compran.
—Yo siempre he considerado eso un poco exagerado.
—Bueno, yo creo, y Jim también, que en el clima actual podemos conseguir algo mejor.
—¿Mejor?
—Lo que nos interesa es una liquidez de un valor cinco veces superior al del apartamento.
—¿Quiere que Caruso disponga de veinticinco millones de dólares?
—Creo que podemos conseguir un candidato que los tenga.
—Por el amor de Dios, John, yo tampoco tengo veinticinco millones de dólares.
—Su familia lleva setenta años viviendo aquí. Nosotros valoramos eso.
—¿Pero quieren que los nuevos tengan esa cantidad de dinero?
—Ése es el tipo de gente que nos interesa.
—¿Usted tiene veinticinco millones de dólares, John?
Maggie le dirigió una mirada para advertirle que aquella pregunta era contraproducente, pero él no estaba dispuesto a echarse atrás.
—¿Sabe, John, lo que dijo Groucho Marx de los clubes? «No quiero pertenecer a un club que acepte a personas como yo». ¿Está seguro de que no estamos extralimitándonos hacia el territorio de Groucho Marx con todo esto?
—Otros edificios aplican las mismas exigencias, Gorham. No está al corriente de lo que pasa. En esta avenida hay al menos un edificio que insiste en una disponibilidad de diez veces el valor del piso.
—O sea, que se necesita tener cincuenta millones de dólares para que lo acepten a uno.
—Exactamente. Ya debería estar enterado, Gorham.
Guardó silencio. En realidad tenía cierta idea de cómo se estaban poniendo las cosas, aunque el otro día había oído una anécdota sobre un lujoso edificio donde se había aplicado una exigencia inversa. Un joven prodigio de Wall Street había solicitado su admisión en un edificio presentando como baza el dinero que había ganado recientemente. Al presidente de la junta le dio tanta rabia que el joven fuera ya muchísimo más rico que él que desestimó su demanda.
—Aquí nos interesa gente de solera —respondió cuando éste le preguntó el motivo.
De todas formas, optó por no recordarle a Vorpal aquella anécdota.
—He escuchado tus razonamientos, John, y reflexionaré al respecto.
—Así lo espero. Gracias por esta cena tan encantadora —añadió, dirigiéndose a Maggie.
Luego se fue.
—Quiero que Caruso pueda comprar en este edificio —anunció Gorham a Maggie.
—No estoy segura de que sea factible —repuso ella con expresión impenetrable.
—Aparte de Vorpal y Bandersnatch, en la comisión hay dos miembros más. Hablaré con ellos.
—Lo mismo va a hacer Vorpal.
—Gracias por tu apoyo —espetó con sequedad, antes de alejarse.
A la mañana siguiente se fue temprano a la casa de North Salem. Había que reparar la valla para que no entraran los ciervos. No regresó hasta avanzada la tarde.