El estrecho de Verrazano
1968
Todo el mundo convenía en que a Gorham Master se le presentaba un gran porvenir. Tenía seguridad en sí mismo. Sabía muy bien lo que quería, lo tenía todo bien atado y no estaba dispuesto a aceptar cortapisas.
En Groton había obtenido unos resultados impresionantes, y ahora estaba en segundo curso en Harvard. Aparte de sus estudios, para él también era muy importante el béisbol. Ya había demostrado sobradamente un auténtico instinto de predador para reaccionar no bien salía disparada la pelota. Gorham era popular entre los hombres y también entre las mujeres. Los de clase alta lo apreciaban porque era de los suyos; los demás, porque era sociable, educado y buen deportista. Dentro de unos años, los patronos iban a emplearlo porque era inteligente y trabajador, y tenía capacidad de adaptación.
Sus amigos más próximos conocían un par más de sus rasgos de carácter. El primero era que, aunque no le faltaba valentía, tendía al conservadurismo y a la prudencia. El segundo, que estaba relacionado con el primero, era que estaba decidido a ser lo más distinto posible de su padre.
No obstante, su padre era la razón por la que había regresado de Harvard a Nueva York aquel gélido fin de semana de febrero.
El mensaje que le había mandado su madre el miércoles era claro: «Acude lo antes posible». Cuando llegó a su casa de Staten Island el sábado por la tarde, Julie tampoco se anduvo con rodeos.
—Ya sabes que hacía un par de años que no veía a tu padre hasta que me llamó la otra noche. Quería despedirse, de modo que fui, y no me arrepiento.
—¿Es tan grave su estado?
—Sí. El médico le diagnosticó un cáncer. El pronóstico es que no va a durar mucho, y yo espero, por su bien, que así sea. Por eso te dije que vinieras de inmediato.
—No me hago a la idea.
—Bueno, tienes tiempo hasta mañana. Y Gorham —añadió con firmeza—, sé amable.
—Siempre lo soy.
Julie le dirigió una mirada cargada de intención.
—Más vale que no inicies ninguna discusión.
El domingo por la mañana, cuando el transbordador comenzó a cruzar la amplia bahía, soplaba un helado viento del este. ¿Cuántas veces habría tomado ese barco con su padre, de niño?, se preguntó Gorham. ¿Doscientas? ¿Trescientas? No lo sabía. De lo que sí estaba seguro era de que cada vez que había realizado el trayecto, al contemplar la perspectiva de Manhattan, se había jurado que iba a vivir allí. Ahora la volvía a tener ante sí. Aunque cubierta de un desolador manto gris en aquella mañana de febrero, seguía manteniendo el mismo atractivo para él.
Aquello había cambiado bastante desde su infancia, por supuesto. La primera línea contigua al agua había experimentado una total transformación. Cuando era niño, los muelles de la parte sur de Manhattan aún estaban abarrotados de hombres que descargaban los barcos de mercancías. Los estibadores eran la aristocracia de aquellos obreros. Luego habían llegado los grandes contenedores, que habían desplazado a aquellos barcos y reducido a mínimos el trabajo de aquella gente en los muelles, incluso en los de Brooklyn. Las nuevas instalaciones, con sus gigantescas grúas, se encontraban localizadas ahora en los puertos de Newark y Elizabeth, situados ambos en Nueva Jersey. Los buques de pasajeros aún llegaban por el Hudson hasta los embarcaderos del West Side, pero por más espléndidos que fueran aquellos transatlánticos, los muelles eran sólo un pálido recuerdo de lo que fueron antaño.
Gorham tenía la impresión de que estaban ordenando y racionalizando la ciudad. La poderosa mano de Robert Moses había seguido disponiendo autopistas para los coches y para los enormes camiones que ahora distribuían las mercancías en las calles del centro, provocando frecuentes atascos. Moses también se había propuesto limpiar los barrios bajos, y en numerosos puntos contiguos al East River surgían en su lugar edificios altos, en aplicación de los denominados planes de renovación urbana. Estaba desapareciendo también la multitud de pequeñas y medianas fábricas asentadas en los barrios más pobres, especialmente en Brooklyn y en las zonas costeras de Nueva York, aquellas sucias, chirriantes y humildes empresas que fueron el motor de la riqueza de la ciudad.
No obstante, aun cuando el carácter de Manhattan hubiera cambiado, los servicios tomaran el relevo de las manufacturas, Ellis Island permaneciera cerrada desde hacía tiempo y las grandes riadas de emigrantes que afluían a Nueva York estuvieran reguladas y sustituidas por una infiltración mucho menos visible a través de las fronteras del país, la gran ciudad de Nueva York aún albergaba en sus cinco distritos pujantes comunidades provenientes de todos los rincones de la Tierra.
Algunos de sus amigos de Harvard consideraban que estaba loco con su proyecto de querer vivir en Nueva York. La ciudad había sufrido, en efecto, graves problemas durante los años precedentes. A causa de su presupuesto deficitario, los impuestos no paraban de aumentar. Por aquel entonces había un promedio de casi tres asesinatos por día en Manhattan. Las grandes compañías, que solían instalarse en Nueva York desde comienzos de siglo, habían trasladado sus sedes a otras ciudades. Aun así, para Gorham Master Nueva York seguía siendo el centro del mundo. En cuanto acabara los estudios pensaba vivir allí. Aunque alguien le ofreciera un magnífico empleo, con un espléndido sueldo, en otro lugar, lo rechazaría a cambio de un trabajo aceptable en Nueva York. Lo único que no había previsto, era que su padre ya no fuera a estar allí.
Tenía que reconocer que, pese a sus defectos, la vida con Charlie Master nunca resultaba aburrida. A lo largo de las dos décadas anteriores, el mundo había cambiado muy deprisa a su alrededor. Las certezas de los años cincuenta habían quedado puestas en tela de juicio, al igual que las limitaciones. Con ello habían llegado nuevas libertades y nuevos peligros.
Lo curioso era, cayó en la cuenta Gorham, que había aprendido más de cada cambio con su propio padre que con la gente de su edad. Mientras estaba en el instituto, había sido Charlie el que había participado en las marchas en defensa de los derechos civiles y el que le había hecho escuchar las grabaciones de Martin Luther King. Ninguno de los dos consideraba que la guerra de Vietnam fuera una buena causa, pero mientras Gorham se conformaba con esperar a que quizá ya no reclutasen más soldados para cuando hubiera terminado sus estudios en Harvard, su padre se había atraído enemistades escribiendo artículos en contra de la guerra.
Gorham podía respetar a su padre al menos en lo tocante a sus posturas políticas, pero no ocurría lo mismo con algunas de sus otras actividades. Era Charlie y no él quien conocía a todos los grupos de música, quien le explicaba sus experiencias psicodélicas a él y quien comenzó a fumar hachís.
—A mí no me importa que papá tenga un espíritu joven —se había quejado en más de una ocasión Gorham a su madre—, pero eso no implica que tenga que volverse cada vez más joven.
Durante los dos años anteriores, el modo de vida de su padre había provocado ciertas fricciones entre ellos. Gorham no estaba escandalizado; simplemente pensaba que Charlie se estaba convirtiendo en un adolescente de edad madura.
Con o sin tendencias adolescentes, lo cierto era que en los últimos años de su vida, Charlie había logrado un gran éxito. Después de pasar años tratando de escribir obras de teatro, había quedado fascinado por la televisión y había ganado bastante dinero como escritor de comedias. Luego, sin decirle nada a Gorham, había publicado su novela.
El transbordador se encontraba ya en el centro de la bahía. Al volver la vista atrás, Gorham contempló el gran puente de Verrazano y sacudió la cabeza con una sonrisa. Fueran cuales fuesen los defectos de su padre, le divirtió constatar que durante el resto de su vida, siempre que mirase aquel enorme punto de referencia de Nueva York, se vería obligado a acordarse de él.
El estrecho de Verrazano había resultado un título muy acertado. Eran pocas las personas que se acordaban de que el primer europeo que llegó a la bahía de Nueva York, hacia comienzos del siglo XVI, había sido el italiano Verrazano. Todo el mundo conocía la existencia de Hudson, pese a que en realidad había llegado allí más de ochenta años después, pero Verrazano había quedado relegado al olvido. Durante años la comunidad italiana había estado reclamando el reconocimiento del gran navegante. Cuando se construyó aquel vasto puente en la entrada de la bahía de Nueva York, los italianos pidieron que le pusieran su nombre. Robert Moses se opuso, pero los italianos presionaron al gobernador Nelson Rockefeller y al final se salieron con la suya. De hecho, al gran puente colgante que unía Staten Island y Brooklyn le sentaba bien tener un apellido italiano, porque era uno de los puentes más elegantes que jamás se habían construido.
El estrecho de Verrazano, de Charles Master, se publicó en 1964, el mismo mes en que se inauguró el puente. Era una novela, pero casi se leía como un poema. La gente la comparaba con un gran libro de los años cuarenta: En Grand Central Station me senté y lloré. El estrecho de Verrazano era el relato de la relación amorosa de un hombre que vive con su hijo en Staten Island y mantiene un apasionado romance con una mujer de Brooklyn. La palabra «estrecho» incluida en el título también evocaba la estrechez de mente y los prejuicios que la pareja había tenido que afrontar. Gorham sospechaba que la historia tenía algún trasfondo biográfico, aunque lo cierto era que su padre nunca había dado el menor indicio, ni a él ni a nadie, de la identidad de la mujer. En cualquier caso, había sido un tremendo éxito literario y se había hecho una película basada en la novela. Charlie había realizado una gira por el país, a raíz de la cual había trabado amistad con varias personas de San Francisco, había pasado una temporada en la costa Oeste y aprendido a fumar marihuana.
Tras bajar del transbordador, Gorham tomó el metro. Había muy poca gente. En el otro extremo del vagón, un par de negros le lanzaron miradas subrepticias. Maldijo su imprudencia. Aunque probablemente eran inofensivos, en aquellos tiempos había que tener mucho cuidado. Los habitantes de Manhattan desarrollaban una especie de antenas con las que captaban las señales de aviso ante la proximidad del peligro. Ese día, para colmo, llevaba dinero encima. No debía haber entrado así, en un vagón de metro casi vacío.
¿Era sensato sospechar de dos hombres sólo porque eran negros? ¿Era correcto por parte de alguien como él, que conocía de memoria párrafos enteros de los discursos de Martin Luther King? No. La gente tenía a menudo ese reflejo, sin embargo. Los dos negros siguieron charlando tranquilamente, sin hacerle caso, durante varios tramos de estaciones. Luego subieron otros pasajeros y los dos se bajaron.
Gorham salió del metro en Lexington Avenue. Tenía que caminar una manzana tan sólo hasta Park Avenue. Al llegar a la boca del metro, se volvió. Luego lanzó una maldición, antes de bajarse de la acera para echar a andar por la calzada.
El motivo era la basura, que se acumulaba en montículos de bolsas negras en la acera, formando una interminable hilera.
Nueva York era la ciudad de las huelgas. Dos años atrás había sido la del transporte. Si bien no había conseguido paralizar la ciudad, porque los neoyorquinos se desplazaron a pie hasta el trabajo, sí había logrado dañar su reputación. Ahora eran los recolectores de residuos los que estaban de huelga. El alcalde John Lindsay era un hombre bienintencionado y honesto, pero estaba por ver si sería capaz de controlar la turbulenta urbe y solucionar sus problemas económicos. Mientras tanto, los montones de bolsas de basura no cesaban de crecer en las aceras. Lo único bueno era que estaban en febrero. No quería ni pensar en la pestilencia que habrían desprendido en pleno mes de agosto.
De manera que Charlie Master se moría mientras la basura se acumulaba en las calles. Gorham tuvo la irracional idea de que a su padre aquella ciudad que tanto amaba le estaba despidiendo con un insulto.
No obstante, al llegar a Park Avenue, encontró a su padre mucho más animado de lo que esperaba.
Después del fallecimiento de Rose, ocurrido a comienzos de la década, Charlie se había quedado con su apartamento. Durante un tiempo había conservado su antigua vivienda de la calle Setenta y Ocho, utilizada como galería para sus fotos. Después renunció a ella para usar el otro dormitorio de que disponía en Park Avenue como almacén provisional. Había hablado de su intención de alquilar un pequeño estudio en el centro ese año, pero Gorham suponía que ya habría renunciado al proyecto.
Mabel, el ama de llaves de su abuela, cuidaba de Charlie, y una enfermera acudía a atenderlo un par de veces por semana. En la medida de lo posible, Charlie prefería quedarse en su casa hasta el final.
Cuando entró en el salón, Gorham lo encontró vestido y sentado en un sillón. Aunque se lo veía delgado y pálido, lo recibió con una jovial sonrisa.
—Qué alegría verte, Gorham. ¿Cómo has venido?
—En tren.
—¿No cogiste el avión? Parece que hoy en día todo el mundo va en avión. Los aeropuertos no paran de crecer. —Era verdad. Los tres aeropuertos, Newark, JFK y La Guardia, soportaban un tráfico cada vez mayor. La ciudad se había convertido en un gran centro de conexiones, tanto a nivel nacional como internacional—. No sé adónde deben ir todos esos pasajeros.
—Quizá venga en avión la próxima vez.
—Sí, es mejor. ¿Has venido sólo para el fin de semana?
Gorham asintió. Luego lo invadió un intenso sentimiento de culpa. ¿En qué estaría pensando? Aquel hombre era su padre, que se estaba muriendo.
—Podría quedarme…
—No. Prefiero que sigas estudiando. Te llamaré cuando te necesite. —Volvió a sonreír—. Estoy muy contento de verte.
—¿Quieres que te traiga algo?
—Supongo que no tendrás marihuana ¿no?
—Lo siento, papá. No tengo —contestó Gorham, reprimiendo la exclamación de indignación que habría emitido de no haberse contenido.
Aquélla era una de las causas de fricción entre ellos. Gorham había fumado marihuana una sola vez en la vida, el fin de semana después de concluir sus estudios de secundaria, en 1966. Se acordaba de sus dudas y de los argumentos que habían empleado sus amigos para convencerlo, como que Bob Dylan había hecho probar la marihuana a los Beatles allí en Nueva York, en el sesenta y cuatro, y que a partir de entonces habían creado sus mejores canciones. En realidad, no tenía ni idea de si era verídica aquella información.
En cualquier caso, no había vuelto a fumar. Tal vez no le había gustado la primera vez, o quizá se debía a su prudencia y a su tendencia conservadora innatas. Tenía amigos que consumían LSD y conocía sus estragos. Para él, las drogas duras y blandas iban a la par. De todas maneras, Gorham salía con un grupo de amigos que en general no consumían drogas y encontraba incómodo que su padre sí lo hiciera.
—Parece que afuera está todo hecho un desastre, con bolsas de basura por todas partes.
—Sí.
—Nada empaña nuestro afecto por la ciudad, sin embargo.
—Muy cierto.
—Supongo que todavía quieres venir a trabajar de banquero aquí, ¿no?
—A seguir la tradición de la familia. Exceptuándote a ti, claro.
No sabía si había dejado asomar un tono de reprensión en su voz. Su padre, en todo caso, había optado por no captarlo.
—¿Te acuerdas del dólar de plata Morgan que te dio tu abuela cuando eras niño? No tiene nada que ver con la banca Morgan, ¿sabes? Es el nombre del que diseñó la moneda.
—¿Que si me acuerdo? No me desprendo de él. Es mi talismán, la insignia de mi destino. —Gorham sonrió con timidez—. Es una actitud un poco infantil, supongo.
El dólar de plata tenía, de hecho, un significado con connotaciones más críticas. Era el recordatorio del pasado de la familia y de su dedicación a la banca y al comercio, en la época en que aún tenían dinero… un dinero que su estrambótico padre ni siquiera había intentado recuperar.
Gorham advirtió, con sorpresa, que su padre parecía encantado.
—Estupendo, Gorham. Tu abuela estaría contenta… Ella quería darte algo que tuviera un valor para ti. ¿Así que intentarás colocarte en un banco en cuanto te gradúes?
—Exacto.
—Es una lástima que mi padre ya no esté aquí, porque podría haberte ayudado. Yo, por mi parte, conozco algunos banqueros con los que contactar.
—No hace falta.
—A ellos les gustan las personas como tú.
—Eso espero.
—¿Te preocupa que te llamen a filas?
—Por ahora no, pero podría tocarme cuando acabe la universidad. Quizá vaya a Divinity u otra por el estilo. Eso es lo que hacen muchos para no tener que ir al ejército.
—Martin Luther King afirma que la guerra es inmoral. Pero no creo que tú quieras participar en las protestas.
—No me voy a implicar demasiado.
—Deberías ir a una escuela de empresariales después y sacarte un máster en administración de empresas.
—Mi intención es trabajar unos cuantos años y después ir a Columbia.
—¿Entonces te casarás, después del máster?
—Cuando llegue a vicepresidente. O por lo menos asistente de vicepresidente. Sí, con eso bastaría, si encontrara a la persona adecuada.
—¿Una buena esposa de ejecutivo?
—Creo que sí.
—Ya. Tu propia madre habría sido la esposa ideal para un ejecutivo. —Abrió una pausa—. Las cosas no siempre salen como las habíamos previsto, Gorham.
—Ya lo sé.
—Yo en tu lugar, conservaría este apartamento. Los gastos mensuales no son muy elevados… Yo dejaré lo suficiente para sufragarlos. Estando en un buen edificio te ahorrarás muchos problemas.
—No quiero pensar en eso, papá.
—No tienes que pensarlo. Así serán sencillamente las cosas. Este sitio te encaja mejor a ti que a mí. Yo debía haberme trasladado al Soho. —Exhaló un suspiro—. Fue un error por mi parte no hacerlo.
La palabra Soho era el acrónimo de Sur de Houston Street. Se trataba de una tranquila zona de calles adoquinadas ocupadas por antiguos almacenes donde los artistas podían conseguir estudios o buhardillas por muy poco dinero. Quedaba a corta distancia de Greenwich Village. Gorham comprendía que su padre se habría encontrado a gusto allí. Estaba pensando cómo debía responder cuando Charlie se le adelantó.
—¿Sabes qué es lo que me apetece? Quiero ver el Guggenheim. ¿Me llevas?
Cogieron un taxi. Charlie parecía algo débil, pero cuando llegaron a la esquina de la Quinta con la Ochenta y Nueve, se le notaba algo más enérgico.
Aun cuando la obra maestra de Frank Lloyd Wright no era del agrado de todo el mundo, Gorham entendía que le gustara a su padre. Las paredes blancas del museo y su desarrollo cilíndrico, semejante a un cono puesto al revés, representaban un contraste y una rebelión contra buena parte de la reciente arquitectura pública de la ciudad. Las enormes torres de vidrio que habían ido surgiendo desde finales de los años cincuenta indignaban a Charlie Master. Las leyes que habían obligado a los arquitectos a encontrar creativos diseños para reducir la superficie de las plantas más elevadas de la anterior generación de rascacielos se habían vuelto mucho menos restrictivas. Ahora había enormes muñones de vidrio y metal, de punta chata, que con sus cuarenta pisos como mínimo impedían ver el cielo. Para compensar, debían dejar espacios despejados tipo plaza en su base, para uso público. En la práctica, no obstante, estos espacios eran a menudo fríos, desangelados y poco concurridos. Las torres de vidrio en sí mismas eran «feas y aburridas», según se lamentaba Charlie. A él le enfurecía en especial un grupo de rascacielos de un grupo bancario situados en Park Avenue que parecía considerar como una afrenta personal dispuestos en la avenida donde él vivía.
La extraña forma curva del Guggenheim, en cambio, era orgánica, como una planta mística. A Charlie le entusiasmaba. Ese día se conformó con mirar el edificio desde afuera. Luego le dijo a Gorham que le gustaría pasear un poco por la Quinta Avenida.
Aun cuando el volumen de vehículos que circulaban por las calles de la ciudad no había cesado de aumentar en las dos últimas décadas, el tráfico se veía aliviado por una nueva medida: la mayoría de las grandes avenidas eran entonces de un solo sentido. La amplia Park Avenue tenía carriles dobles que permitían circular en ambos sentidos, pero al oeste de ella, la Madison facilitaba el tráfico hacia el norte y la Quinta hacia el sur. Pasear por la Quinta un domingo por la mañana, sobre todo de febrero, resultaba una experiencia tranquila. Para evitar la basura, caminaron al lado del parque.
La Milla de los Museos, como la denominaba la gente, era un tramo muy agradable para pasear. Después del Guggenheim pasaron frente a unos preciosos edificios de apartamentos. Luego bordearon la larga fachada neoclásica del Metropolitan Museum y continuaron unas diez manzanas en dirección al Frick. Charlie caminaba algo despacio, pero parecía decidido a proseguir y, de vez en cuando, tendía la mirada sobre Central Park para admirar el paisaje invernal, según suponía Gorham. Cuando llegaron a la altura del Frick, lanzó un suspiro.
—Estoy un poco cansado ahora, Gorham —reconoció—. Creo que será mejor que volvamos en taxi. —Aunque Gorham consideraba que era un trayecto bastante corto, no quiso discutir, y al cabo de un momento llegó un taxi amarillo. Una vez dentro, Charlie sonrió con ironía—. No he podido encontrar lo que quería.
—¿Qué era?
—Un tipo con una gorra de béisbol roja. Suele estar en el parque por esta zona. Tiene buen material.
—Ah.
De modo que la expedición tenía por objeto comprar marihuana, constató Gorham con un asomo de enojo que no dejó de advertir su padre.
—Debes comprender algo, Gorham —dijo con calma—. Sirve de ayuda contra el dolor.
Cuando volvieron al apartamento, Mabel les tenía preparada sopa y una comida ligera. Mientras comían, estuvieron charlando, sobre todo de las cosas que habían hecho juntos cuando Gorham era niño.
—Quiero pedirte que hagas algo por mí, Gorham, cuando todo haya acabado —dijo después Charlie.
—Desde luego.
—En el escritorio hay un papel con una lista de nombres y direcciones. ¿Quieres traerlo? —Gorham le llevó la lista, en la que había en torno a una docena de nombres—. La mayoría de las personas que constan aquí son amigos. Verás que está mi médico, un miembro de la familia Keller y otros más. Les he dejado pequeños recuerdos en mi testamento, poca cosa, pero sería muy amable de tu parte que se los entregaras diciendo que yo te pedí que lo hicieras. Es que prefiero que reciban los regalos de tu mano que por correo enviados por mi abogado. ¿Querrás hacerlo?
—Ya te he dicho que sí. —Gorham repasó la lista. Conocía al médico y varios más. Otros nombres le resultaban desconocidos—. ¿Sarah Adler?
—Es propietaria de una galería, donde adquirí algunos cuadros. Es posible que te dé algo si le caes bien. ¿Entregarás lo que les dejo a todos?
—Descuida.
—Me encuentro un poco cansado ahora, Gorham. Voy a dormir un rato. Creo que deberías volver a la universidad.
—Volveré el próximo fin de semana.
—Espera dos semanas. El fin de semana que viene tengo algunas cosas pendientes y para ti es un viaje largo. Con dos semanas bastará.
Como veía que su padre estaba cada vez más cansado, Gorham prefirió no contradecirle. Después de despedirse de Charlie, le dijo a Mabel que la llamaría por teléfono para tener noticias de su estado.
Una vez afuera, se dio cuenta de que le quedaba más de una hora antes del próximo tren con destino a Boston, de modo que decidió caminar un poco para tomar el aire. Tras cruzar las avenidas Madison y Quinta, entró en Central Park.
Los árboles estaban sin hojas y había nieve en el suelo, pero el aire era seco y vigorizante. Mientras repasaba lo sucedido durante el día, llegó a la conclusión de que podría haber sido mucho peor. No había criticado a su padre ni había perdido los estribos en ningún momento. Gracias a Dios, habían tenido un encuentro lleno de cariño y armonía.
¿Cuánto tiempo debía de quedarle a su padre? Algunos meses sin duda, por lo menos. Lo visitaría muchas veces más y procuraría que pasara lo mejor posible sus últimos días.
Llevaba unos diez minutos caminando cuando vio al individuo de la gorra de béisbol roja parado junto a un árbol.
Era un negro de más de metro ochenta de altura, vestido con un abrigo negro largo y una bufanda negra con varias vueltas alrededor del cuello. Tenía los hombros encogidos. Cuando Gorham se acercó, lo miró, aunque sin grandes esperanzas. Cuando pasó a su lado, pregonó de forma automática la mercancía sin mucha convicción: «¿María? ¿Hierba?». Dejándose llevar también por el automatismo, Gorham siguió adelante, tratando de no escucharlo.
Se había alejado un poco cuando volvió a recordar las palabras de su padre. «Sirve de ayuda contra el dolor». Había leído algo sobre personas aquejadas de cáncer que fumaban marihuana. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, también tomaban otras drogas para aliviar el dolor. Quizá su médico pudiera recetarle esa droga. Él no tenía idea de si se podía. Seguramente no, porque de lo contrario Charlie no habría intentado comprarla en el parque.
Consultó el reloj. Aún le quedaba tiempo antes de ir a la estación.
¿Qué decía exactamente la ley? Al individuo de la gorra roja podían detenerlo, sin duda, por vender la mercancía. ¿Y qué sucedía con el comprador? En posesión de una sustancia ilegal… podían detenerlo a uno por eso, estaba seguro. ¿Qué consecuencias tendría para sus posibilidades de entrar a trabajar en un banco si lo detenían en Central Park? No había forma de saberlo, así que siguió caminando.
¿De modo que iba a dejar sufrir a su padre? ¿A su pobre padre que, a su manera un tanto alocada, siempre había sido bueno con él? ¿Su padre, que sin tener nada en común con él, lo trataba con toda la consideración que podría haber reservado para un alma gemela? ¿El padre que tranquilamente había fingido no percatarse de los breves momentos de irritación que él mismo había sido incapaz de disimular del todo incluso en compañía de un moribundo?
Dio media vuelta. El tipo de la gorra roja seguía en el mismo sitio. Miró en derredor. A menos que hubiera alguien escondido detrás de un árbol, eran los únicos ocupantes de aquel sector del parque. Se acercó al traficante.
El hombre le dirigió una mirada inquisitiva. Tenía una cara enjuta y una pequeña barba desgreñada.
—¿Cuánto?
—¿A cómo lo vende?
El hombre dijo algo, pero Gorham apenas se enteró del precio porque estaba mirando en torno a sí con nerviosismo.
—Me llevaré quince gramos —se apresuró a decir.
Si el individuo se llevó una sorpresa, no la evidenció. Del bolsillo empezó a sacar bolsitas de plástico. Gorham suponía que le daría los quince gramos, que ya sabía que era mucho, pero no tenía ni idea de lo que hacía. Cogió las bolsitas y tras metérselas precipitadamente en el bolsillo de los pantalones, debajo del abrigo, se dispuso a marcharse.
—No me has pagado, chico —señaló el vendedor.
—Ah, sí. —Gorham sacó unos cuantos billetes—. ¿Es suficiente con esto? —El pánico se adueñaba ya de él.
—Es suficiente —aseguró el traficante.
Debía de ser demasiado, pero en ese momento a Gorham le daba igual. Lo único que quería era alejarse de allí. Se fue a toda prisa por el sendero y sólo se volvió a mirar una vez, con la esperanza de que el vendedor se hubiera esfumado. Seguía plantado allí, sin embargo. Gorham siguió el sendero hasta la confluencia con otro y después torció hacia el este en dirección a una salida que daba a la Quinta. Gracias a Dios, ya había perdido de vista a aquel tipo.
Acababa de poner los pies en la acera de la Quinta cuando vio al policía. Sabía qué debía hacer. Tenía que adoptar un aire desenvuelto. Al fin y al cabo, él era un respetable joven de tendencias conservadoras, alumno de Harvard, que iba a convertirse en banquero, no un joven con quince gramos de marihuana en el bolsillo. Sin poder evitarlo, se quedó paralizado. Seguramente tenía el mismo aspecto de la persona que acaba de cometer un asesinato.
El policía, que lo estaba observando, se acercó a él.
—Buenas tardes, agente —dijo Gorham, y hasta le sonó absurdo el saludo.
—¿Viene del parque? —preguntó el policía.
—Sí —respondió Gorham, que ya estaba recobrando el aplomo—. Necesitaba caminar. —Como el policía aún seguía observándolo, Gorham sonrió con tristeza—. ¿Estoy pálido?
—Más bien.
—Creo que será mejor que me tome un café antes de volver. —Bajó la cabeza con grave ademán—. No he tenido un buen día. Mi padre tiene cáncer. —Y entonces, puesto que era verdad, sintió que le afloraban las lágrimas a los ojos.
El policía se percató de ello.
—Lo siento —dijo—. Si sigue por esta calle hasta Lexington, encontrará un sitio donde tomar café.
—Gracias.
Cruzó la Quinta y siguió directo hasta Lexington. Luego giró en dirección norte, continuó varias manzanas y regresó a Park Avenue.
Su padre aún estaba levantado cuando Mabel lo hizo pasar. Estaba sentado en el sillón, pero desplomado sobre un brazo, con la cara demacrada. El esfuerzo de aquel día debía de haberle restado muchas fuerzas.
—He encontrado al tipo de la gorra de béisbol roja —se apresuró a anunciar Gorham, al tiempo que descargaba el contenido del bolsillo—. Por poco me detienen —añadió, sonriendo.
Charlie tardó un momento en reunir algo de energía, pero cuando lo hizo, miró a Gorham con enternecedora gratitud.
—¿Has hecho eso por mí?
—Sí —dijo Gorham.
Después le dio un beso.