Después del anochecer
1977
El miércoles 13 de julio, al caer la tarde, el ambiente, que había sido cálido y bochornoso todo el día, se volvió opresivo. Parecía que iba a estallar una tormenta. Dejando a un lado aquella circunstancia, Gorham no tenía ninguna otra expectativa para la velada… aparte de ver a su buen amigo Juan, por supuesto.
Gorham iba pertrechado con un amplio paraguas mientras caminaba deprisa hacia el norte desde su apartamento de Park Avenue. Sólo veía a Juan una vez cada seis meses, más o menos, pero siempre resultaba interesante el encuentro. Opuestos en todo, eran sin embargo amigos desde que estudiaron juntos en Columbia, y pese a que Gorham se enorgullecía de tener una variada red de amigos de todas las tendencias, siempre había sentido que Juan era especial.
—Es una lástima que mi padre esté muerto —le había dicho en una ocasión a Juan—. Le habrías caído muy bien.
Viniendo de Gorham, aquello era un gran halago.
En el año 1977, Gorham Master podía afirmar que, al menos hasta el momento, su vida se había desarrollado tal como había planeado. Después de la muerte de su padre alquiló el apartamento de Park Avenue durante el resto de su estancia en Harvard y se quedó en casa de su madre en Staten Island cuando iba a la ciudad. Tuvo la suerte de que en los sorteos no le tocara ir al ejército. Después logró causar tan buena impresión en la facultad de empresariales de Columbia que lo aceptaron en el máster de administración de empresas sin previa experiencia profesional. Gorham no quería pasar el tiempo con los compañeros; deseaba iniciar una carrera. Columbia había sido, de todos modos, una experiencia maravillosa. La facultad de empresariales le había proporcionado un sólido marco intelectual para organizar el resto de su vida y también diversos amigos interesantes, entre los que se contaba Juan Campos. Al salir con su máster en la mano se encontró a los veintipocos años en la envidiable posición de propietario de un apartamento de seis habitaciones en Park Avenue, sin hipoteca, y con dinero en metálico suficiente para pagar el mantenimiento durante años… todo eso antes de empezar a trabajar.
Pese a que según los parámetros de su clase aquello no era sinónimo de riqueza, si hubiera tenido un carácter diferente la disponibilidad de tanto dinero en época tan temprana de su vida podría haber destruido a Gorham, quitándole el incentivo de trabajar. Por fortuna para él, no obstante, tenía una ambición tan firme de devolver a su familia la posición que antes ocupaba en la ciudad que, para él, aquello representaba sólo el primer paso, a saber, que al actual representante de la familia había que verlo iniciando su carrera a partir de una posición de privilegio. El siguiente era encontrar un empleo en un banco importante. Después, tenía intención de hacer lo necesario para llegar a la cumbre. Su padre no había obtenido el éxito a la manera convencional, pero él sí lo iba a conseguir. Ésa era su misión.
No obstante, echaba de menos a Charlie, mucho más de lo que había previsto.
Charlie había muerto demasiado pronto; el mismo año de su muerte parecía proclamarlo. Aun con toda su estela de tragedias, 1968 fue un año extraordinario. Fue escenario del fracaso de la Ofensiva Tet y de las masivas protestas organizadas en Nueva York en contra de la guerra de Vietnam. En abril se produjo el terrible asesinato de Martin Luther King, y en junio, el de Robert Kennedy. Hubo las memorables candidaturas de Nixon, Hubert Humphrey y Wallace a presidente. En Europa, la revolución estudiantil de París y la represión rusa de la Primavera de Praga habían alterado la historia del mundo occidental. Andy Warhol había recibido una herida de bala, Jackie Kennedy se había casado con Aristóteles Onassis. Ese año habían tenido lugar muchos acontecimientos destacados de la historia moderna, y Charlie Master no había estado allí para presenciarlos y comentarlos. Era algo que le parecía ilógico, injusto.
Aun así, Gorham se alegraba casi de que su padre no hubiera vivido para ser testigo del rumbo que habían tomado las cosas en los años anteriores. Aquella deprimente huelga de basureros de comienzos del sesenta y ocho no había sido la culminación, sino el principio de las complicaciones de Nueva York. Año tras año, la gran urbe que tanto amaba su padre se iba deteriorando. Se habían realizado grandes esfuerzos para presentar la ciudad como un lugar atractivo. Rescatando un término de argot que se empleaba en los años veinte para designar una gran ciudad, los expertos en marketing le habían puesto el apodo de la Gran Manzana e inventado un logotipo con sus iniciales. En Central Park se celebraban multitud de conciertos, obras de teatro y todo tipo de actividades. No obstante, detrás de toda aquella parafernalia, la ciudad se estaba disgregando. El parque se estaba convirtiendo en una zona semidesértica, donde no era recomendable caminar después del anochecer. Los delitos callejeros no cesaban de aumentar. Los barrios pobres como Harlem y el sur del Bronx parecían sumidos en una fase de abandono terminal.
Finalmente, en 1975, la Gran Manzana confesó que estaba en bancarrota. Por lo visto, hacía años que se venían falsificando las cuentas. La ciudad había pedido préstamos a cuenta de ingresos que no tenía. Nadie quería comprar las emisiones de deuda de Nueva York y el presidente Ford se negaba a sacar de apuros a la ciudad a menos que se enmendara. Así lo interpretaba un memorable titular del Daily News: RESPUESTA DE FORD A LA CIUDAD: QUE OS PARTA UN RAYO. La ayuda de emergencia proporcionada por los fondos sindicales había evitado el colapso total, pero la Gran Manzana se mantenía en un estado de crisis crónica.
Charlie se habría indignado con la humillación de Nueva York. Gorham habría deseado, con todo, tenerlo a su lado para poder hablar con él. Por más desacuerdos que tuvieran, Charlie era una persona activa, que se mantenía siempre informada y solía tener opiniones personales. Desde su fallecimiento, a Gorham no le había quedado más remedio que tratar de dilucidar solo el sentido del mundo y a veces, cuando se encontraba a solas en su casa, se sentía bastante triste.
Había cumplido con todas las obligaciones relativas a su padre, por supuesto. Había entregado los pequeños detalles a sus amigos y escuchado las expresiones de cariño y aprecio que éstos habían tenido por Charlie. Aquélla había sido una misión agradable, con excepción de un caso. Sarah Adler se encontraba fuera de la ciudad, en un viaje por Europa. El regalo destinado a ella era un dibujo, pero como estaba muy bien envuelto, Gorham ignoraba de qué se trataba. En varias ocasiones había tenido intención de entregarlo, pero siempre había surgido algún impedimento, y cuando transcurrió un año se sentía un tanto incómodo por haber esperado tanto. El regalo seguía, en su envoltorio, en un armario del apartamento. Algún día, se prometía a sí mismo, tomaría una determinación al respecto.
Su carrera en la banca tuvo un buen comienzo. La primera elección fue el tipo de banco en el que deseaba entrar. Gorham sabía que desde que la Ley Glass-Steagall de 1933 había regulado el sector de la banca después del gran crack, había que elegir entre dos tipos de carrera en la banca: la comercial, en los bancos de las calles principales que gestionaban las cuentas de la gente normal, y los bancos de inversión, donde los financieros efectuaban sus tratos.
En un banco comercial había, según le decían, menos riesgos, menos frenesí de trabajo y probablemente un empleo para toda la vida. En un banco de inversión había más riesgos, aunque tal vez más compensaciones económicas. Globalmente, se sentía más atraído por la inmensa respetabilidad empresarial y el poder de los grandes bancos comerciales. Uno de éstos le ofreció un puesto que lo llenó de contento.
Aquella vida le resultaba grata. En vista de sus rápidos progresos en el programa de formación del banco, lo asignaron a la sección de automotores. Pasaba largas horas preparando las cuentas para los documentos de los créditos, pero trabajaba deprisa, sin desatender los detalles, y cuando tuvo ocasión de estudiar los documentos de los préstamos descubrió que poseía una facilidad natural para comprender los contratos y sus implicaciones. Además, a diferencia de algunos empleados surgidos de las clases altas, no le importaba trabajar, sino todo lo contrario.
—Veo que no te arredra el trabajo duro —le comentó un día su jefe después de una larga sesión.
—Ésa es la manera de subir la pendiente del aprendizaje —respondió alegremente Gorham.
Y cuando su jefe lo llevaba a conocer a los clientes se ganaba enseguida sus simpatías. Las reuniones con los clientes en la industria del motor se llevaban a cabo a un ritmo pausado, en el marco de los campos de golf. Aunque Charlie nunca había sido miembro de un club de campo, Gorham había aprendido a jugar al golf en Groton y nunca había abandonado aquel deporte. En aquellas ocasiones se desenvolvía bien, cosa que no dejó de advertir su superior. Las relaciones con los clientes eran un aspecto importante en la banca.
Dos años atrás, Gorham había sido nombrado asistente de vicepresidente. Se encontraba propulsado en la dirección correcta. Lo único que necesitaba ahora para completar el cuadro era la perfecta esposa de ejecutivo. Había salido con varias chicas, pero ninguna le había parecido adecuada para ser la señora de Gorham Master. De todas maneras, aquello no le preocupaba. Tenía mucho tiempo por delante.
A las siete y media, Maggie O’Donnell salió del edificio de pisos de alquiler de la calle Ochenta y Seis, torció por Madison, caminó varias manzanas, pasó por el Jackson Hole, donde compraba a veces hamburguesas, y siguió hasta llegar al diminuto y original restaurante donde, por un precio muy razonable, servían un menú con pocos platos a elegir, pero que variaba cada noche. Al estar situada en la punta norte del Upper East Side, la zona de Carnegie Hill estaba poblada por una multitud de jóvenes profesionales que no desperdiciaban la ocasión de tomar una comida económica en un entorno especial, de modo que la media docena de mesas del pequeño restaurante casi siempre estaban ocupadas.
Iba a reunirse con su hermano Martin. Siempre y cuando éste se presentara.
Para ser justa con Martin, éste había sido bien claro. En la librería donde trabajaba contaban con la presencia de un escritor esa noche. Si lo necesitaban tendría que quedarse; si no, se reuniría con ella en el restaurante.
Maggie había organizado con eficiencia su tiempo. Había planificado su cita con el médico, para una revisión, a las cinco y media, en Park Avenue con la Ochenta. Con eso le quedaba margen suficiente para volver a casa, hacer la colada de la que no había podido ocuparse el fin de semana anterior y luego ir al restaurante. Después de comer, iría en taxi a su oficina de Midtown, donde trabajaría hasta las doce o la una en un contrato que estaba preparando. Era abogada, trabajaba para Branch & Cabell. A diferencia de los jóvenes asociados de los grandes gabinetes de abogados de Manhattan, trabajaba con ahínco. Los abogados de Branch & Cabell eran poco menos que inmortales: no necesitaban tomarse un respiro para descansar o dormir. Trabajaban en su rascacielos revestido de planchas de madera, asesorando a los poderosos, y luego enviaban sus abultadas minutas por las horas extras realizadas.
Maggie estaba satisfecha con su vida. Había nacido en la ciudad, pero cuando tenía ocho años sus padres se habían mudado. Su padre Patrick, de quien a veces sospechaba que estaba más interesado en el béisbol que en su profesión de agente de seguros, siempre decía que después de que los Giants se trasladaran a San Francisco y los Dodgers a Los Ángeles, no veía ninguna razón para permanecer allí. Lo cierto era que la suya fue una más entre los cientos de miles de familias blancas de clase media que, en los años cincuenta y sesenta, abandonaron las cada vez más conflictivas calles de Manhattan para instalarse en los tranquilos barrios periféricos.
A sus padres les causó inquietud que su hermano regresara a la ciudad en 1969. Su preocupación fue mayor incluso cuando ella empezó a trabajar para Branch & Cabell. Insistieron en ver su apartamento antes de que lo alquilase, y cuando les comentó que tenía intención de ir a correr en torno al depósito de Central Park, que quedaba a tan sólo unos minutos de su casa, le hicieron prometer que nunca lo haría sola ni después de anochecer.
—Sólo correré a las horas en que lo hacen los demás —les aseguró. De hecho, en los meses de verano, cuando salía a las siete de la mañana, ya había decenas de personas corriendo—. Jackie Onassis también hace jogging alrededor del depósito —le dijo a su madre.
Ella nunca había visto a Jackie Onassis, pero había oído decir que era verdad, y creía que con ello tranquilizaría a su madre.
Aquel verano, además, surgió otra amenaza que los tenía en vilo.
—Espero que la policía atrape a ese horrible personaje —repetía su madre siempre que la llamaba.
Maggie comprendía su ansiedad. El Hijo de Sam, como se hacía llamar, había hecho cundir el miedo entre multitud de personas a lo largo de los últimos meses, disparando a mujeres jóvenes y enviando extrañas cartas a la policía y a un periodista en las que afirmaba que volvería a atacar. Hasta el momento había actuado en Queens y en el Bronx, pero de nada servía que le recordara aquel detalle a su madre.
—¿Y cómo sabes que no va a atacar en Manhattan la próxima vez? —replicaba ella, ante lo cual Maggie no tenía ninguna respuesta coherente.
Había hecho un bochorno espantoso todo el día. Parecía que se preparaba una grave ola de calor. Se había puesto una falda y una blusa de algodón ligero y tenía ganas de tomar una bebida bien fría.
Juan Campos esperaba en la acera. También él había reparado en el sofocante y húmedo calor, y en ese momento percibía la electricidad que cargaba el aire, presagiando el inminente estallido de un trueno.
Tendió la mirada hacia Central Park. Su novia Janet vivía en el West Side, en la Ochenta y Ocho, cerca de Amsterdam. Atravesaba el parque para reunirse con él.
Por la esquina de la Tercera Avenida llegó, con estruendo de sirenas y de claxon, una ambulancia que se alejó a toda velocidad hacia Madison. Aquello no tenía nada de extraordinario. En la Noventa y Seis Este siempre había ruido de ambulancias, porque el hospital quedaba muy cerca.
Juan se encontraba en la confluencia de la Noventa y Seis con Park Avenue. El piso al que se había trasladado hacía poco estaba al otro lado de la avenida Lexington, al norte. Tenía un subarriendo para un año y no sabía si podría quedarse más tiempo. Hasta el momento, en su vida nada había sido seguro, de modo que no suponía que aquello fuera a cambiar. De todas maneras había siempre una constante: todavía vivía en la parte norte de la gran línea divisoria.
La gran línea divisoria era su calle, la Noventa y Seis. Era una vía transversal, por supuesto, al igual que la Ochenta y seis, la Setenta y Dos, la Cincuenta y Siete, la Cuarenta y Dos, la Treinta y Cuatro y la Veintitrés, con circulación en ambos sentidos. Aun cuando cada una de aquellas grandes calles tuviera su carácter particular, en el año 1977 la calle Noventa y Seis era algo absolutamente especial, porque cumplía la función de frontera entre dos mundos. Por debajo de la Noventa y Seis quedaban el Upper East y el Upper West Side. Arriba comenzaba Harlem, un sector adonde nunca iban las personas como su amigo Gorham Master. No obstante, la gente que daba por sentado que la población de Harlem se componía sólo de negros se equivocaba en redondo. En Harlem había muchas otras comunidades, aunque la más numerosa, con diferencia, se concentraba en la parte sur, por encima de la Noventa y Seis y al este de la Quinta.
Allí se encontraba el Barrio, el Spanish Harlem, el hogar de los puertorriqueños.
Juan Campos era puertorriqueño y había vivido en el Barrio toda su vida. Su padre había muerto cuando tenía siete años y su madre, María, había tenido que trabajar mucho, en labores de limpieza sobre todo, para sacar adelante a su hijo.
La vida en el Barrio era dura, pero María Campos tenía un gran temple. Estaba orgullosa de su herencia. Le gustaba cocinar los sabrosos platos aromatizados de especias de la cocina puertorriqueña, donde confluían las tradiciones española, taína y africana. La sopa de judías negras, el pollo con arroz, los estofados, el mofongo y las frituras, el coco y el plátano macho, el quingombó y la fruta de la pasión componían los fundamentos de la dieta de Juan. A veces María salía a bailar para disfrutar del frenético son de la bomba o de la animada guaracha. Aquéllas eran las únicas ocasiones en que Juan la veía realmente feliz.
A María Campos la movía, por encima de todo, una devoradora ambición. Sabía que su propia vida no iba a cambiar, pero para su hijo abrigaba sueños, grandes sueños.
—Acuérdate de José Celso Barbosa —le decía. Barbosa había sido un puertorriqueño pobre, con un defecto en la vista, que a base de trabajo había salido de la miseria y se había convertido en el primer puertorriqueño que sacó un título de medicina en Estados Unidos, y terminó su vida como un héroe benefactor de sus compatriotas—. Tú podrías ser como él, Juan —le inculcaba al niño.
Barbosa había muerto hacía tiempo y Juan habría preferido al héroe vivo, Roberto Clemente, la estrella de béisbol. De todas maneras, como era bajito y miope, sabía que no tenía posibilidades por aquella vía, de modo que hacía lo posible por seguir los preceptos de su madre… con excepción de uno.
—Mantente apartado de tu primo Juan —le encomendaba siempre.
Juan ya se había dado cuenta, no obstante, de que si quería sobrevivir en las peligrosas calles del Barrio, la persona que más le convenía tener cerca era su alto y apuesto primo Juan.
Cada calle tenía su banda, y cada banda su cabecilla. Entre los chicos con los que vivía Juan, su palabra era ley. Si alguien quería robar en una tienda, vender droga o hacer cualquier otra cosa, habría cometido una insensatez si no le hubiera pedido antes permiso a él. Si alguien le ponía la mano encima a un muchacho que se hallaba bajo la protección de Juan, podía prepararse para recibir una paliza que no olvidaría nunca.
Pese a que era bajo y no veía muy bien, Juan había recibido del Creador otros talentos que compensaban aquellas desventajas. Era alegre, afable y divertido. Juan no tardó en decidir acoger a su primo menor bajo su ala. La banda lo adoptó como a una especie de mascota. Si la madre de Juan quería que estudiara en el colegio, no ponían reparos. ¿Qué iba a hacer, si no, un chico como él? Durante el resto de su infancia, Juan no tuvo que soportar ninguna agresión.
María quería, en efecto, que su hijo estudiara. Para ella era un apasionado anhelo.
—Si quieres tener una vida mejor, debes instruirte —le remachaba una y otra vez.
Tal vez, si hubiera sido alto y fuerte, no le habría hecho mucho caso, pero una voz interior le decía que ella tenía razón. Por eso, aunque jugaba con los otros niños de la calle, con frecuencia fingía estar más cansado de lo que estaba para ir a estudiar.
Juan y su madre vivían en dos sórdidas habitaciones de la avenida Lexington, cerca de la calle Ciento Dieciséis. Pese a que había escuelas católicas, como la mayoría de puertorriqueños, Juan iba a la escuela pública. En su colegio había diversas clases de niños y, dependiendo a cuál de ellas pertenecían, se podía deducir dónde vivían. Los niños negros vivían al oeste de Park Avenue, los puertorriqueños entre Park Avenue y Pleasant, y los italianos, cuyas familias llevaban por lo general mucho más tiempo instaladas en Harlem, al este de Pleasant. En aquel centro también había niños judíos y varios maestros lo eran.
Juan tuvo mucha suerte con su escuela, porque para el alumno que quería aprovecharla, la enseñanza que se impartía era buena. Estaba contento porque no le costaba aprender, en especial las matemáticas, para las que parecía tener un don natural.
Allí hizo amistad con varios niños, uno de los cuales era judío y se llamaba Michael.
—Cuando termine aquí —le dijo un día Michael—, mis padres esperan que pueda ingresar en el Stuyvesant.
Como Juan no sabía qué era el Stuyvesant, Michael le explicó que los tres mejores colegios públicos de secundaria de la ciudad eran Hunter, Bronx Science y Stuyvesant, situado en el Distrito Financiero. Eran centros gratuitos, pero los exámenes de ingreso eran difíciles y había muchos aspirantes.
Cuando Juan le contó a su madre los planes que tenía Michael, consideró que aquella información no tenía nada que ver con él. Por ello se quedó estupefacto y un tanto incómodo a ver que, al día siguiente, María acudió a la escuela a preguntar a uno de los maestros judíos cómo podía acceder su hijo a uno de aquellos centros.
El maestro se mostró bastante sorprendido al principio, pero una semana más tarde, habló a solas con Juan y le hizo muchas preguntas: si le gustaba la escuela, qué asignaturas prefería y qué expectativas tenía para el futuro. Como deseaba complacer a su madre, que trabajaba tanto por él, Juan dijo que tenía muchas ganas de ir al Stuyvesant.
El maestro no parecía muy convencido. En ese momento Juan supuso que se debía a que no tenía unas notas bastante altas, pero más tarde se dio cuenta de que su preocupación se debía a que el Stuyvesant no tenía fama precisamente de aceptar a puertorriqueños morenos.
—Para poder tener alguna esperanza —le dijo—, tendrás que sacar unas notas como mínimo tan buenas como tu amigo Michael.
Después de aquello, Juan se esforzó al máximo y obtuvo unas calificaciones comparables a las de Michael. También notó que algunos de los maestros le prestaban un poco más de atención y a veces eran exigentes con él o le daban más deberes, pero como pensaba que lo hacían para ayudarlo, no protestaba. Llegado el momento, después de pasar el examen, lo aceptaron en el Stuyvesant junto con Michael. Él estaba contento, desde luego, aunque su emoción no fue nada al lado de la de su madre, que al enterarse de la noticia se echó a llorar.
Juan Campos fue pues a estudiar al Stuyvesant. Por suerte, su primo Juan optó por interpretar aquella extraña circunstancia como una especie de triunfo para la banda. Su mascota iba a recibir una buena educación y quizá llegaría a abogado, o algo por el estilo, y aprendería la manera de ganar a los blancos en su propio juego sucio. Durante sus años de asistencia al Stuyvesant, él y Michael cogían el metro juntos todas las mañanas y todas las tardes. En el periodo de vacaciones trabajaba en lo que podía, como repartidor de pizzas sobre todo, en Carnegie Hill, donde le daban buenas propinas para ayudar a pagar su manutención.
En su último año en el instituto, su vida experimentó un cambio radical.
—Supongo que hasta entonces todavía era un niño —confesó años después a Gorham.
Una tarde, al volver a casa, se encontró con que su madre se había caído y se había hecho daño en la pierna. Al día siguiente no se encontraba en condiciones de ir a trabajar. Pasó varios días acostada, y Juan cuidaba de ella cuando volvía del colegio. Aunque no quería ver a un médico, al final el dolor y la hinchazón del tobillo la obligaron aceptar la visita. Entonces salió a la luz toda la verdad.
—Creo que ella ya sospechaba que estaba enferma hace mucho y no quería saberlo.
Cuando el médico le dijo a Juan que el tobillo de su madre estaría restablecido en cuestión de un mes pero que ella padecía una enfermedad de corazón, el itinerario de Juan quedó limitado.
Aunque había becas destinadas a los alumnos del Stuyvesant para las excelentes universidades de la Ivy League, era evidente que no podría asumir aquella vía. El City College de la calle Ciento Treinta y Siete Oeste, en cambio, era gratuito e impartía una buena educación. Le permitía asistir a las clases viviendo en casa, para poder cuidar de su madre. Durante los años siguientes, estudió en el City College de día y trabajó por las noches y durante las vacaciones para costear los gastos. Una vez que María ya no pudo realizar siquiera los pocos trabajos más livianos que había conservado, Juan realizó una pausa en sus estudios para poder trabajar a tiempo completo y ahorrar un poco. Fue duro, pero lo logró.
Después, en su último año en el City College, la madre falleció. Juan era consciente de que ella quería morirse, primero porque sufría y tenía pocas energías, pero también porque quería dejarlo libre.
Hasta que su madre cayó enferma, Juan nunca había prestado mucha atención a lo que tenía alrededor. Sabía que las habitaciones donde vivían necesitaban una capa de pintura, que la luz del pasillo no funcionaba y que el casero decía que iba a encargarse de los arreglos y nunca lo hacía. Su madre siempre insistía, de todas formas, en que la casa era asunto suyo y que él debía concentrarse en sus estudios. A veces Juan soñaba con tener una bonita casa algún día, en algún lugar impreciso, en casarse y tener una gran familia, y en velar por su madre. Si se aplicaba mucho en el colegio, quizá su sueño llegaría a cumplirse. Para él, el presente era sólo un estado provisional.
A medida que María iba debilitándose y tuvo que asumir más responsabilidades, la dura realidad del presente fue imponiéndose, sin embargo. Había que pagar el alquiler y comprar comida. Algunas semanas no había suficiente dinero y en más de una ocasión, Juan tuvo que pedir al propietario del colmado de la esquina que le fiara. Se trataba de un buen hombre que mantenía un trato afable con María. Una tarde en que Juan acudió con unos cuantos dólares que le debía, los rehusó.
—Da igual, chico. Ya me pagarás cuando seas rico.
Sus relaciones con el casero eran más complicadas. El señor Bonati, un hombre bajito y calvo de mediana edad, era propietario del edificio desde hacía mucho y él mismo se encargaba de recaudar los alquileres. Cuando Juan no podía pagarle a tiempo, se mostraba comprensivo. «Hace mucho que conozco a tu madre —decía—, y nunca me ha dado problemas». Por otra parte, cuando Juan le planteaba cuestiones como la peligrosidad de la escalera rota, el desagüe atascado o cualquier otro inconveniente que dificultaba la vida cotidiana, Bonati siempre le daba una excusa y no hacía nada. Finalmente, advirtiendo la exasperación del joven, Bonati lo tomó del brazo.
—Escucha, ya veo que eres un muchacho listo. Eres educado y vas a la universidad. Piénsalo un poco… ¿sabes de algún otro chico de esta manzana que vaya a la universidad? La mayoría no ha acabado siquiera en el instituto. Escucha entonces lo que te voy a decir: tu madre me paga un alquiler bajo. ¿Y sabes por qué? Porque este edificio es de renta limitada. Por eso no puedo sacar mucho dinero de él, y por eso no puedo permitirme hacer muchas reformas. Pero, en comparación con otros, es una buena escalera. Algunos de los edificios de la zona están que se caen, ya lo sabes. —El señor Bonati dirigió la mano hacia el sector noroeste—. ¿Te acuerdas de ese que se incendió hace año y medio? —Juan se acordaba perfectamente de aquel tremendo incendio—. El propietario no podía sacar nada de él, de modo que dejó pelados algunos cables y una vez que lo destruyeron las llamas, cobró el seguro. ¿Entiendes lo que te digo?
—¿Quiere decir que él mismo lo quemó? —Juan había oído ya algunos rumores al respecto.
—Yo no he dicho eso, ¿eh? —Bonati lo miró con severidad—. En todo el Barrio y en todo Harlem pasa lo mismo. Aquí antes había buenos vecindarios, de alemanes, italianos e irlandeses, pero ahora todo ha cambiado. Este sitio se está volviendo una ruina y a nadie le importa. Los chicos de aquí viven en unas casas terribles, no tienen trabajo ni educación. No tienen esperanza y lo saben. En Chicago y otras grandes ciudades ocurre igual. Lo que te digo es que todo Harlem es una bomba de relojería.
Unos días después llegaron unos hombres para reparar el desagüe. Bonati nunca volvió a hacer ningún arreglo más, sin embargo. Juan comenzó a indagar cómo podría conseguir alguna vivienda de protección oficial donde instalar a su madre, pero no logró nada.
—¿No lo sabes, chico? —le dijo el tendero de la esquina—. Las viviendas de protección oficial favorecen a los blancos y a los negros, pero de los puertorriqueños no quieren saber nada. En algunas zonas lo único que quieren es echarnos.
Recurrió a algunas organizaciones de ayuda social blancas y constató que allí la gente lo trataba con un desprecio apenas disimulado. Aunque no le sorprendió, sí le causó rabia, no sólo por él mismo y su madre, sino porque los puertorriqueños en general fueran víctimas de aquel desdén. Entonces comenzó a entender que el designio de su madre no era sólo que él, su hijo, escapara de la pobreza y se granjeara una clase de vida mejor para sí mismo, sino que alcanzara un logro mucho más amplio. Cuando le hablaba de Baroso, no sólo se refería a una persona respetable, sino a alguien que había hecho algo meritorio e importante para ayudar a los suyos. Su amor por ella creció aún más al comprender el alcance de su noble ambición.
Después de su muerte, Juan, que se había convertido ya en un delgado y guapo joven, reanudó sus estudios en la universidad. Se licenció con honores, lamentando que su madre no estuviera allí para verlo. Y a partir de ese día, emprendió la larga y ardua andadura que el destino había elegido, al parecer, para él.
Gorham localizó sin dificultad el diminuto restaurante que Juan había elegido. Llegó el primero y se sentó a una pequeña mesa de cuatro, en una silla adosada a la pared. Un momento después llegó una atractiva pelirroja, a la que instalaron en la mesa de al lado. Ella también tomó asiento junto a la pared, para esperar a su acompañante.
Aparte del placer que siempre le procuraba ver a Juan, Gorham sentía curiosidad por ver a su nueva novia, a la que iba a traer. Al cabo de cinco minutos, llegaron los dos.
Juan tenía buen aspecto. Desde la última vez que se vieron se había dejado crecer un fino bigote que aportaba un aire militar a su hermoso rostro, rebosante de inteligencia. Tras saludar a Gorham con una sonrisa, le presentó a su novia.
Janet Lorayn era guapísima, como no dejó de advertir con admiración Gorham. Por su aspecto y su manera de moverse, parecía una versión más joven de Tina Turner. Se sentó, con una gran sonrisa, delante de Gorham, a la derecha de Juan. Las mesas eran tan pequeñas y estaban tan juntas que Juan casi se quedó frente a la pelirroja de la otra mesa.
Después de intercambiar algunas fórmulas de saludo, Gorham elogió el bigote de Juan, quien comentó que Janet consideraba que le daba una apariencia de pirata.
—Aparte dice que le gustan los piratas —añadió.
Pidieron una botella de vino blanco. Gorham lanzó una ojeada afuera, donde el cielo se oscurecía, poblado de nubarrones. Después de servir el vino en las copas y escuchar las dos opciones que les propuso la camarera, Janet centró la atención en Gorham.
—¿Así que eres banquero? —quiso saber.
—Exacto. ¿Y tú?
—Trabajo en una agencia literaria en este momento. Es interesante.
—Acaba de vender los derechos de una nueva novela justo hoy —le informó con orgullo Juan.
—Felicidades. Brindemos por eso. Mi padre escribió una novela.
—Lo sé —dijo Janet—. El estrecho de Verrazano. Aquello fue un bombazo.
Juan había estado observando a la pelirroja de la otra mesa. Pese a que no podía evitar oír su conversación, tenía la educación de hacer como que no los veía y de vez en cuando lanzaba una mirada hacia la puerta. Ante la mención del famoso libro, sin embargo, dedicó una breve mirada de curiosidad a Gorham.
—Janet está pensando si le conviene probar en el mundo de la televisión —explicó Juan—. Tiene una amiga que trabaja en la parte de producción en la NBC.
Aquélla era una de las cosas que le gustaban a Gorham de la ciudad. Igual que en la época de juventud de su padre, en la que los prestigiosos hombres de letras se reunían en el Algonquin Round Table, las grandes editoriales seguían allí, como también el influyente New York Times y diversas revistas de renombre, como Time o el New Yorker. Las grandes cadenas de televisión se habían sumado a ellos, concentradas a escasa distancia unas de otras en el Midtown de Manhattan. No obstante, parecía que Janet no tenía interés en hablar de su futuro en la televisión en aquel momento.
—Lo que quiero saber es cómo os conocisteis vosotros dos —reclamó.
—En la facultad de empresariales de Columbia —le respondió Gorham—. Eso era lo que tenía de bueno el máster, que había toda clase de alumnos, desde banqueros convencionales como yo a personas realmente fuera de lo común como Juan. Muchas de las personas que conocí en el máster buscaron salidas en organizaciones sin fines lucrativos, obras de caridad, administración de hospitales y un sinfín de variantes más.
Gorham había quedado muy impresionado con Juan, al igual que el comité de admisiones de Columbia. Para entonces, ya había trabajado para el padre Gigante, el sacerdote y líder comunitario que ayudaba a los pobres en el sur del Bronx, y había pasado otro año en esa zona con el centro multiservicio de Hunts Point. Antes de tratar de hacer valer su experiencia en el Barrio, le habían recomendado que probara a ingresar en un curso de máster de empresariales, cosa que no sólo consiguió, sino que además obtuvo becas para sufragar todos sus gastos.
—Estoy convencido de que en Columbia se dieron cuenta de que, con sus antecedentes, Juan iba a convertirse en un líder de Nueva York —evocó Gorham—. Claro que yo tengo depositadas en él ambiciones más altas incluso —añadió, sonriendo.
—Cuéntame —le pidió Janet.
—En primer lugar, va a revitalizar el Barrio y, para eso tendrá que meterse en política. Después llegará a ser alcalde de Nueva York… otro La Guardia. A continuación se presentará como candidato a la presidencia. Para entonces, yo ya seré un banquero con todas las de la ley y reuniré fondos para su campaña, y luego, cuando sea presidente, Juan me recompensará enviándome a un sitio de lo más agradable en calidad de embajador.
—Parece un proyecto estupendo —aprobó Janet, con una carcajada—. ¿Adónde tienes pensado ir?
—A Londres, puede, o a París. Aceptaré ambas opciones.
—Londres —dijo Juan sin dudarlo—. Es que habla fatal el francés —explicó a Janet.
—Me dejas impresionada, Gorham —bromeó Janet—. Tienes trazada toda la trayectoria de tu vida.
—Todo depende de Juan, sin embargo.
—¿Te ha llevado alguna vez a dar una vuelta por Harlem? —preguntó la joven.
—Lo he llevado por el Barrio varias veces —aseguró Juan—. Él mismo me lo pidió. Y tampoco está tan mal el Barrio… Le encontró gusto a nuestra música y a nuestra comida ¿verdad, Gorham?
—Sí.
—Claro que —continuó Juan, con un malicioso brillo en la mirada— para ver algo realmente impresionante hay que ir al apartamento de Gorham. Es propietario de un gran piso en Park Avenue.
Pese a que hablaba a Janet, estaba pendiente de la pelirroja de la otra mesa, que tal como él había previsto, volvió a girar la cabeza para mirar a Gorham.
Precedida de un fragor de truenos, afuera comenzó a caer la lluvia. Juan lanzó una ojeada hacia la puerta, donde aguardaba una pareja joven con la esperanza de conseguir una mesa. Viendo que la ocasión era propicia, inclinó el torso en dirección de la pelirroja.
—Perdone, pero ¿espera a alguien?
—Sí —respondió secamente la joven. Luego para temperar un poco su aspereza, añadió—: A mi hermano.
—¿Cree que va a venir?
Juan tenía una manera tan cautivadora de importunar a la gente que ésta solía perdonarlo.
—Puede que sí. —Consultó el reloj—. O puede que no.
—Estaba pensando —propuso educadamente Juan— que si se viniera a nuestra mesa, esa pobre gente de la puerta podría entrar y no acabaría mojándose.
La pelirroja lo observó con frialdad un momento, después posó la mirada en la pareja de la puerta y acabó cediendo.
—¿Y si llega mi hermano?
—Entonces creo que podríamos hacerle un hueco en la punta de nuestra mesa —contestó, sonriente, Juan.
La pelirroja sacudió la cabeza con ironía.
—De acuerdo —aceptó—. Me llamo Maggie O’Donnell. —Ellos se presentaron a su vez—. Me parece que ya estoy al corriente de a qué os dedicáis todos. Yo soy abogada.
La cena fue muy agradable. Maggie explicó que trabajaba para Branch & Cabell.
—Eso significa que después volverás a trabajar, ¿me equivoco? —inquirió Gorham.
Maggie reconoció que estaba en lo cierto.
Gorham no tardó en llegar a la conclusión de que aquella abogado de B & C era bastante atractiva, de modo que trató de averiguar más sobre ella. Logró descubrir que a la hora de la comida había asistido a una reunión de la Comisión de Monumentos Históricos y que le apasionaba la protección de la arquitectura clásica de la ciudad, como Grand Central, del implacable avance de los rascacielos de vidrio. Su padre habría estado muy de acuerdo… lo que constituía un punto a su favor, pero pese a que Maggie estuvo muy simpática, Gorham notó que empleaba una táctica de letrado para esquivar las preguntas que no quería contestar.
Gorham quiso saber más acerca de las recientes actividades de Juan, de modo que éste les explicó que había estado trabajando con el cercano hospital Mount Sinai para mejorar el servicio de salud en el Barrio, y también habló de sus esfuerzos para poner coto a la terrible degradación de las viviendas. También había colaborado con algunos de los activistas radicales puertorriqueños del Barrio, cuyo apoyo había logrado para sus otros proyectos.
—Es una gran labor, Juan —alabó, impresionado, Gorham—. El contacto con el Mount Sinai es una idea magnífica.
Maggie, que también escuchaba con mucha atención, parecía algo desconcertada.
—¿Cómo trabajas con los radicales? —preguntó—. Por lo que sé, algunas de esas personas son bastante peligrosas.
Juan emitió un suspiro. Sabía de dónde provenía la inquietud de Maggie. A finales de los años sesenta, algunos jóvenes puertorriqueños habían formado un grupo, al que denominaron los Jóvenes Señores, para exigir mejores condiciones en el Barrio. Durante un tiempo aunaron esfuerzos con los Panteras Negras, cosa por la que fueron muy vilipendiados en la prensa. No era de extrañar que una bonita abogado blanca de clase media como ella considerase inquietantes a ese tipo de personas.
—Debes comprender, Maggie, que yo tuve suerte —alegó—. Yo pude estudiar y mantenerme al margen de las bandas. De lo contrario, lo más seguro es que ya hubiera estado en la cárcel a estas alturas, como mi primo Juan. Las actividades ilegales son algo natural en algunas comunidades. —Pese a advertir la expresión reprobadora de Maggie, que como buena abogada no podía dar por bueno aquello, Juan siguió con su argumentación—. Fíjate, los problemas de Harlem y del sur del Bronx son los mismos que se dan en otras ciudades de Estados Unidos. En Nueva York, en Chicago, en cualquier parte, siempre es lo mismo. Allí hay poblaciones pobres que han padecido años de descuido general, que tienen muy pocas expectativas de salir de las mugrientas calles donde viven y que creen, a menudo con razón, que a nadie le importa su suerte. Cuando esos puertorriqueños del Barrio adoptaron el nombre de Jóvenes Señores y organizaron desayunos y clínicas de salud gratuitos no tuvieron tampoco una idea descabellada. Lo que exigían era ayuda para su gente, como también hacían, a su manera, los Panteras Negras de Chicago. Y si los puertorriqueños hablaban de autodeterminación, también en eso había algo de razonable, puesto que nadie más se preocupaba por ellos.
»Algunos de ellos, movidos por la rabia, abogaban por las manifestaciones violentas. Yo estoy en contra de eso. Es bien cierto, por otra parte, que había un trasfondo de ideología política. Se definían como socialistas o incluso comunistas… aunque dudo que supieran a qué se referían. Hoover y el FBI exageraron la cuestión del comunismo. Yo no soy socialista, en absoluto, pero considero comprensible su actitud. Cuando una sociedad da la espalda a una comunidad, los integrantes de ésta tienen motivos más o menos fundados para creer que podrían acceder a una vida mejor bajo otro sistema… Eso es algo inherente a la naturaleza humana. Por eso yo procuro aliviar las causas de esa creencia errónea. Algunas personas se han esforzado mucho para desacreditar a los Jóvenes Señores y a los Panteras Negras, cosa que han logrado en gran medida, pero los problemas de fondo que motivaron las protestas de esos grupos siguen sin resolverse. Si Harlem es un hervidero de cólera, es por algún motivo, te lo aseguro.
Juan cayó en la cuenta de que se había acalorado un poco, pero no podía evitarlo. Observó a la pelirroja para ver su reacción. Había creído que podía ser una chica adecuada para Gorham, pero si reaccionaba mal frente a lo que acababa de decir, sería una señal de que tal vez se había equivocado.
—Interesante —dijo.
—Es la típica observación de abogado —señaló, riendo, Gorham.
La conversación derivó a continuación hacia la infancia de cada cual. Janet se había criado en Queens.
—En un ambiente de católicos negros. Mi madre era muy estricta.
Gorham evocó las visitas a casa de su abuela. En un par de ocasiones la conversación se vio interrumpida por el estrépito de los truenos de la tormenta, que se desplazaba de sur a norte sobre Manhattan. Gorham se enteró de que el abuelo de Maggie se había criado en una gran mansión de la parte baja de la Quinta Avenida.
—El viejo Sean O’Donnell tenía dinero. Hizo fortuna en el siglo pasado. Ahora ya no queda nada —aclaró con una sonrisa.
—¿Lo perdieron en el crack y la Depresión? —preguntó Gorham.
—Puede que una parte sí, pero creo que sobre todo se debió a que éramos una gran familia irlandesa. Teniendo todos muchos hijos, a lo largo de otras tres generaciones la fortuna no tarda en diluirse. Mi padre ha trabajado toda su vida y todavía tiene una hipoteca que acabar de pagar, con eso queda todo dicho.
Hacia el final de la cena, Maggie consultó discretamente el reloj con la idea sin duda de volver al trabajo, pero llovía tanto que las posibilidades de encontrar un taxi eran escasas. Mientras tomaban el postre, la tormenta se fue retirando en dirección norte. Aunque aún se oían algunos truenos, la lluvia había aflojado. Eran casi las nueve y media.
—Bueno —dijo Maggie—, ha sido muy agradable, pero voy a tener que volver pronto al trabajo.
El potente relámpago que restalló en la lejanía pareció confirmar la urgencia de su misión.
—¿No vas a tomar café antes? —objetó Gorham—. Te ayudará a concentrarte.
—Buena idea —aceptó Maggie.
Y entonces se fue la luz.
El apagón no afectó sólo al restaurante. Toda la zona quedó de repente a oscuras. Al silencio inicial le sucedieron las risas. En cada mesa había una velilla que aportaba su tenue luz y, al cabo de un momento la patrona salió de la cocina y comenzó a encender otras. Les anunció que el café ya estaba preparado.
—Espero que la luz no tarde en volver —dijo Gorham—. La compañía tiene capacidad para restablecer enseguida la corriente.
—O puede que ocurra como en el sesenta y cinco —apuntó Juan—. Entonces hubo un estallido de la natalidad.
Era un hecho comprobado que, nueve meses después del último gran apagón, sucedido en 1965, se había producido un breve y marcado incremento de la tasa de natalidad de la ciudad.
—Me temo que te a costar volver al trabajo ahora —comentó Gorham a Maggie.
—Encontraré un taxi. Ya ha parado de llover.
—Pero no hay luz.
—Quizá en la oficina haya un generador de reserva.
—¿Y si no?
—Conseguiré velas.
—¿En qué piso está tu oficina?
—En el treinta y dos.
—¿Y vas a subir a pie treinta y dos pisos? —planteó Gorham. Maggie evidenció un asomo de duda—. Supongo que ésta es la manera que tienen de comprobar la implicación de sus asociados en los gabinetes como Branch & Cabell.
—Muy divertido —replicó ella con aspereza.
Mientras tomaban el café, la gente que pasaba por la calle les informó de que se había ido la luz en toda la ciudad. Al cabo de un cuarto de hora, Juan y Janet dijeron que debían marcharse. Después de que Gorham y Juan insistieran en pagar la cuenta entre ambos y Maggie le diera las gracias a Gorham, salieron a la calle y Juan y Janet se fueron en dirección norte.
—¿Qué? ¿Todavía piensas ir a la oficina? —inquirió Gorham.
Maggie contempló la total oscuridad que envolvía el Midtown.
—Tengo que ir, pero me parece que no lo voy a hacer.
—Te propongo algo. Vamos caminando hasta mi casa, que está en Park Avenue, más o menos por la Setenta. Si la luz vuelve, puedes continuar. Si no, te invito a una copa y después te acompañaré a casa. ¿Qué te parece?
—¿Me estás proponiendo que entre en un edificio a oscuras con un hombre al que apenas conozco?
—Es una copropiedad de Park Avenue, una de las mejores.
—¿Y desde cuándo ha servido eso para proteger a una dama?
—Nunca, que yo sepa.
—Sólo una copa. ¿Tienes velas? No me pienso quedar sentada a oscuras.
—Te doy mi palabra.
—¿Qué piso? Porque el ascensor no va a funcionar.
—El tercero.
Veinte minutos después, ella se echó a reír.
—Has dicho que estabas en el tercer piso.
—Que no, he dicho el quinto. Ya casi hemos llegado. Mira. —Encaró la linterna que le había prestado el portero—. Justo delante de ti.
Una vez en el apartamento, la instaló en el salón y regresó un momento después con un par de hermosos candelabros de plata. Después de encenderlos en la mesa, fue al armario contiguo al comedor y sacó los numerosos candelabros de plata que Charlie había heredado de su madre. Al cabo de poco, el pasillo, la cocina, el salón y el comedor estuvieron iluminados con la resplandeciente luz de las velas. Maggie lo observaba, sentada en el sofá.
—Bonito apartamento.
—Gracias. Es una herencia. ¿Qué quieres tomar?
—Vino tinto. —Con la luz de las velas, el cabello rojo de Maggie adquiría un mágico resplandor y sus facciones se veían suavizadas. También parecía que se hubiera relajado su actitud—. Quizá podrías preparar un suflé.
—Es que soy un malísimo cocinero.
Mientras él iba a buscar el vino, la joven se levantó y dio un vistazo alrededor. Luego se volvió a sentar, con aire pensativo y la copa en la mano.
—¿De modo que ésta es tu táctica? —dijo—. Invitas a la chica a tomar algo, para que pueda ver tu bonito apartamento. Después la llevas a cenar fuera alegando que eres un desastre en la cocina. Llegado ese momento, ella ya ha decidido que tú y tu apartamento necesitáis de sus tiernos cuidados.
—Nada más lejos de la realidad. Si fuera así, ya estaría casado.
—Ésa es una alegación muy pobre.
Entablaron una fluida conversación. Él le contó que desde niño siempre había tenido intención de vivir en la ciudad y le preguntó por qué ella se había trasladado allí.
—De hecho, fue a causa de mi hermano. Vive en el Village, y un domingo me llevó a pasear al Soho. Eso fue a comienzos del setenta y tres, cuando acababan de terminar las torres del World Trade Center. La mañana estaba nublada, pero el sol intentaba asomar entre las nubes. Debajo del Soho se alzaba hacia el cielo esa gran torre gris, con una superficie como áspera, y cuando le dio la luz del sol fue como si cambiara su textura. Aquél fue uno de los momentos más mágicos de mi vida. Fue entonces cuando decidí que tenía que venir a Nueva York.
—Creía que no te gustaba ese tipo de arquitectura. El estilo internacional.
—Por lo general no, pero esas torres tienen algo distinto. Supongo que es la superficie, el juego de la luz.
—¿Está casado tu hermano?
—No. En realidad es homosexual —hizo una pausa—. Mis padres no lo saben.
—Debe de ser difícil. ¿Cuándo te enteraste tú?
—Hace ocho años. Martin y yo estamos muy unidos, así que me lo dijo. Eso fue en 1969, el año en que se produjeron los disturbios de Stonewall a raíz de la redada de la policía contra ese bar gay del Village. Yo aún estaba estudiando.
—¿Y no es hora de que hable de eso con tus padres?
—Sí, pero no va a ser fácil. Papá se va a llevar un gran disgusto, porque Martin es su único hijo varón y contaba con él para transmitir el apellido de la familia. Martin tendrá que decírselo tarde o temprano, pero preferiría estar allí cuando lo haga. Todos van a necesitar de mí, en especial Martin. —Esbozó una sonrisa—. Yo siempre estoy disponible para apoyar a mi hermano.
Gorham asintió. Aquella atractiva abogada tenía más hondura de lo que había pensado.
—La familia es un motor poderoso. Yo siento la enorme responsabilidad de devolver a mi familia la posición que antes tuvo, pero debo reconocer que yo mismo lo elegí. Mi padre optó por otra vía. ¿A ti te mueve algo parecido?
—Yo no siento ninguna obligación con respecto al pasado, pero sí para conmigo misma. Mi madre siempre insistió mucho en eso. No paraba de decirme que podía llegar a ser lo que quisiera y que tenía que estudiar una carrera. Cásate, precisaba, pero nunca dependas de un marido. Ella es maestra.
—¿Ha tenido fricciones con tu padre?
—No, se quieren mucho. Es sólo que ella cree que debe ser así.
—Conozco unas cuantas abogadas que se desenvolvían muy bien en el plano profesional pero que dejaron de trabajar al tener hijos.
—Pues no va a ser mi caso.
—¿Crees que puedes tenerlo todo?
—Hacerlo todo, tenerlo todo, claro. Es un dogma de fe.
—Quizá no sea sencillo.
—Lo fundamental es organizarse bien… y a mí se me da muy bien eso de organizarme. Aunque me temo que sería un desastre de esposa para un ejecutivo.
—Entonces será mejor que te cases con un abogado, alguien que comprenda lo que tienes que hacer.
—De ninguna manera.
—¿Por qué?
—Por la competitividad. Siempre hay competitividad en una misma profesión. Alguien va a ganar y alguien va a perder. Si eso ocurre dentro de un matrimonio, no es buena cosa.
—¿No quieres perder?
—¿Y tú?
—Supongo que no —admitió Gorham—. ¿Qué te propones hacer entonces?
—No tengo un plan concreto. Sólo confío en encontrar a la persona idónea, alguien que considere la vida como una aventura, que quiera seguir creciendo, tanto en el plano profesional como personal.
Gorham reflexionó un momento. Aquella abogada era todo un desafío.
—¿Qué te ha parecido mi amigo Juan? No has manifestado tu punto de vista después del apasionado discurso que ha pronunciado a cuenta de los Jóvenes Señores y los Panteras Negras.
—Era sólo porque estaba pensando en lo que ha dicho. En realidad, me ha parecido admirable.
Gorham asintió. En Nueva York había conocido muchas mujeres que querían tener éxito en su vida profesional, pero en Maggie percibía no sólo inteligencia y determinación, sino una especie de calidez que le agradaba. Detrás de la cautela de la letrada había también un espíritu libre.
Seguían tranquilamente sentados cuando sonó el teléfono.
—Hola, Gorham. —Era Juan—. ¿Has visto lo que está pasando?
—¿A qué te refieres?
—Supongo que por Park Avenue debe de estar tranquilo.
—Bastante.
—Bueno, pues no salgas de casa. Por cierto, me he enterado de lo que ha ocurrido: los rayos han destruido una parte de la red eléctrica. En Nueva Jersey tienen luz, pero casi la totalidad de los cinco distritos está sin suministro. Las cosas se están poniendo feas en el Barrio y si no vuelve pronto la luz, esta noche va a haber mucha acción en Harlem. Ya he visto cómo destrozaban una tienda no lejos de aquí.
—¿Quieres decir que están saqueando?
—Pues claro. Las tiendas están llenas de cosas que la gente desea tener, y nadie puede ver qué es lo que ocurre. —Lo contaba casi con alegría—. Gorham, si tú tuvieras varios hijos y estuvieras sin dinero, también saquearías las tiendas. Bueno, sólo quería decirte que no salgas. Esto podría extenderse hasta el centro, tal como se presentan las cosas.
—¿Y qué vas a hacer tú?
—Puede que vaya a echar un vistazo, pero para mí éste es un territorio propio, ya me entiendes.
—No te busques complicaciones, Juan.
—No te preocupes, Gorham.
Gorham colgó y explicó a Maggie lo que le había dicho Juan.
—Quizá será mejor que te quedes aquí —aconsejó—. Tengo una habitación libre.
—Buena estrategia —replicó ella con cinismo.
En circunstancias normales, quizá hubiera realizado cálculos tratando de decantar la velada hacia una salida u otra. Aunque comenzaba a estar realmente interesado por Maggie, aquél no era el momento.
—No —respondió con aplomo—, por más que me agrade tu compañía, Maggie, no intentaba seducirte. Lo que sí pienso hacer es acompañarte dentro de un rato hasta tu casa y procurar que no te pase nada. Si Juan cree que podría ponerse feo afuera, no pienso correr riesgos.
—De acuerdo. Te lo agradezco.
Después charlaron un poco más. Él le preguntó si podría llamarla y ella le dijo que sí y le dio su número de teléfono. Luego le pidió que la acompañara a casa. Antes de salir, llamó a Juan para que le pusiera al corriente de los últimos acontecimientos, pero no contestó.
Como no había ningún taxi en Park Avenue, comenzaron a andar hacia la Ochenta y Seis. Todo estaba oscuro y tranquilo, pero al norte de la avenida se veían unos resplandores que podían ser hogueras. Siguieron caminando sin hablar, pero al llegar a la Ochenta y Cuatro, Maggie interrumpió el silencio.
—¿Estás rumiando algo?
—Nada, una tontería.
—Déjame adivinarlo. Te has quedado preocupado porque Juan no ha respondido al teléfono.
Se volvió hacia ella y con la oscuridad no alcanzó a verle la cara.
—Pues sí. Es absurdo, porque él conoce el Barrio como la palma de su mano.
—¿Dónde vive?
—Entre la Noventa y Seis y la Lexington. En realidad es un edificio con portero.
—Después de dejarme en la Ochenta y Seis piensas ir hasta su casa, ¿verdad?
—Sí lo estaba pensando, de hecho.
—Pues entonces vayamos juntos —propuso, enlazando el brazo con el suyo.
—Es usted una mujer extraña, señorita O’Donnell.
—Más vale que te hagas a la idea.
Al llegar al paso de peatones de la Noventa y Seis dispusieron de una panorámica de un amplio sector del Harlem latino. Aunque las calles estaban tranquilas por el momento, vieron varios fuegos. Caminaron a paso rápido hacia el edificio de Juan. El portero había cerrado la puerta, pero después de inspeccionarlos con la linterna les abrió. Gorham le expuso su propósito.
—El señor Campos no ha vuelto a salir, señor, se lo puedo asegurar. —Gorham manifestó su alivio—. ¿Había venido a visitarlo otra vez? —inquirió el portero. Gorham respondió que sí—. Bueno… —El portero decidió, al parecer, que Gorham y Maggie parecían personas de orden—. Algunos de los inquilinos han subido a la azotea. Quizá esté allá arriba. El interfono no funciona, pero puedo llamar a su número, si usted lo tiene, por si ha vuelto a bajar.
Esa vez Juan respondió. Se quedó asombrado al enterarse de que Gorham estaba en la portería.
—Pensaba que igual estabas por ahí con esa pelirroja tan guapa.
—Está aquí conmigo.
—¿Queréis subir a la azotea? Estamos reunidos unos cuantos aquí, y tenemos cerveza. Tendréis que subir a pie doce pisos.
Gorham transmitió la invitación a Maggie.
—Aceptamos —anunció ella.
Desde la azotea se disfrutaba de una excelente vista sobre una buena porción de Harlem y también se veía recortada la silueta del lado este de Brooklyn. En toda la zona se divisaban incendios.
El sonido de las sirenas de los bomberos resonaba en la noche. Al cabo de un rato, a unas manzanas de distancia en la misma avenida Lexington, sonó un chirrido de neumáticos seguido de ruido de vidrios rotos, como si alguien hubiera estrellado una camioneta contra el escaparate de una tienda.
—Debe de ser el supermercado —dedujo Juan. Luego, volviéndose hacia Maggie, añadió—: Esto es el Barrio, mi gente.
Tomando cerveza de lata, contemplaron cómo se multiplicaban los incendios en la cálida y bochornosa noche. Al cabo de un rato, por el lado de Brooklyn empezó a propagarse uno de ellos. Media hora después seguía adquiriendo preocupantes proporciones.
—Debe de abarcar veinte manzanas —calculó Gorham.
—Más, creo —dijo Juan.
Así, hasta entrada la madrugada, se quedaron en la azotea, observando cómo la gran y desmembrada ciudad de Nueva York expresaba su tensión, su rabia y su miseria mediante el fuego y el saqueo.