Londres
1759
Ay, ¡no se podía creer que estuviera en Inglaterra, en el mismísimo Támesis, en el corazón del Imperio británico!
Los barcos, las torres, las cúpulas y los campanarios se apiñaban bajo el resplandeciente sol. Junto al agua, la imponente Torre de Londres era un testimonio de épocas pasadas. Más arriba, la gran cúpula de la catedral protestante de Saint Paul se erguía majestuosa y a la vez formal. Llena de alborozo, Mercy se disponía a poner por fin pie en tierra firme.
Londres tenía sus defectos, como las tupidas nieblas cargadas del hollín que habían escupido durante cinco siglos los fuegos de carbón, la adicción a la ginebra barata de las clases bajas o las grandes diferencias existentes entre ricos y pobres, pero aun así era un sitio glorioso. Era, con diferencia, la mayor ciudad de Europa. Pese a que aún conservaba magníficos edificios e iglesias góticas, las tortuosas callejas infestadas de ratas de la ciudad medieval habían prácticamente desaparecido a causa del gran incendio acaecido el siglo anterior y ahora las sustituían las espléndidas calles y plazas ajardinadas de estilo georgiano que se prolongaban hasta Westminster. ¡Y pensar que durante meses iba a tener todas aquellas maravillas a su disposición! ¡Y sin tener que preocuparse por nada más!
Excepto por su hijo James, claro estaba.
Las disposiciones que John Master había tomado antes de marcharse de Nueva York habían sido bien sencillas. Tenía un empleado de confianza para controlar sus negocios en el almacén. El capataz de la destilería de ron era asimismo una persona honrada. De las tierras del condado de Dutchess se ocupaba un agente que también recaudaba los numerosos alquileres de las propiedades de la ciudad. En cuanto a su propia casa, no había problema: Hudson cuidaría de ella. Aun así, necesitaba a alguien que supervisara un poco todo y que le mantuviera al tanto de los diversos pagos de los intereses devengados por distintas operaciones crediticias que tenía en marcha en la ciudad. Ello era posible porque, a diferencia de Londres, Nueva York aún no contaba con bancos y, por ese motivo, los comerciantes como Master realizaban los préstamos necesarios para la actividad comercial del lugar.
Su padre Dirk había accedido a volver a la ciudad y vivir en casa de John durante su ausencia. Aunque éste no estaba muy seguro de que le apeteciera hacerlo, había aceptado sin reticencias, y no había sin duda nadie más indicado para aquel cometido.
La presencia de su padre solucionaba de paso otro problema.
Mercy se llevó una decepción cuando Susan rehusó acompañarlos a Londres, pero lo entendió. Ello no se debía a un desapego hacia sus padres, ni tampoco a una falta de interés por el mundo. El motivo era que todo lo que quería lo tenía ya en la colonia de Nueva York… sus amigos y el hombre, todavía por descubrir, con el que se casaría algún día. La travesía del océano no era una nimiedad y podía transcurrir un año antes de su regreso. Para una joven de la edad de Susan aquello parecía mucho tiempo, la renuncia sin ningún propósito de futuro a un año de su vida que podría haber invertido mejor en América. No tenía sentido discutir con ella. Habrían podido obligarla a ir, pero ¿de qué habría servido? Igualmente no habría cambiado de idea, y estando su abuelo en la casa podían dejarla tranquilamente a su cargo.
El caso de James era distinto. Cuando le confesó a su madre que tampoco sentía deseos de ir a Londres, ésta le contestó con toda franqueza.
—Tu padre está decidido a que vayas, James. —Al advertir su expresión de disgusto, añadió—: Le darías un gran disgusto si no fueras.
A ella no le sorprendió, con todo, su actitud. Los chicos de esa edad eran a menudo huraños, y la carga era peor para él, porque al ser el único hijo varón, su padre centraba todas sus esperanzas en James. Era natural que John siempre estuviera trazando planes para el muchacho, y también que éste se sintiera agobiado por ello. Ella no sabía cómo se podía remediar aquella situación.
—Tu padre te quiere y sólo procura tu bien —le recordaba a su hijo.
En su opinión, su marido tenía razón: James debería ir a Londres, y así se lo dijo ella misma.
El viaje había sido, sin embargo, un calvario. El verano ya había empezado cuando subieron al navío que efectuaba la travesía hasta Londres en compañía de varios barcos más y una escolta naval destinada a protegerlos de los corsarios franceses. Su marido era un excelente marinero, de modo que las semanas a bordo no parecían hacer mella alguna en él; tanto si se trataba de impregnarse del inmenso silencio del cielo nocturno como de capear un temporal mientras el barco cabeceaba y se bamboleaba, nunca lo había visto más feliz. James, en cambio, se pasaba horas sentado en la cubierta, observando con aire taciturno el océano Atlántico como si fuera su enemigo personal. Cuando había mala mar, mientras su padre permanecía alegremente en cubierta, James se quedaba abajo a rumiar con amargura que si se ahogaba sería por culpa de su padre, por haberlo forzado a efectuar ese viaje inútil que no tenía nada que ver con él.
—Son sólo cosas de la edad —aducía Mercy cuando John se quejaba del mutismo de su hijo—, y también por el agobio de estar encerrado en un barco.
—Creo que me achaca la culpa a mí —observaba con tristeza John.
—Para nada —mentía ella, haciendo votos para que el humor de James mejorase en Londres.
En cuanto bajaron del barco, un agradable señor de mediana edad, con los ojos más azules que Mercy había visto nunca, acudió a su encuentro para estrecharles la mano.
—¿Señor Master? Soy Arthur Albion, señor, para serviros.
En cuestión de unos minutos tomó las medidas oportunas para que subieran a un carruaje y dos mozos cargasen su equipaje en un carro que les iba a seguir.
—Me he tomado la libertad de procuraros alojamiento —anunció—, no lejos de donde se hospeda otro distinguido caballero de las colonias americanas, aunque en este momento se encuentre ausente de Londres.
—¿Ah sí? —dijo John Master—. ¿Y quién es?
—El señor Benjamin Franklin, señor. Me parece que pronto estará de regreso en la ciudad.
De todas maneras, pese a que durante las semanas siguientes no vieron ni rastro de Benjamin Franklin, les importó bien poco: Londres estaba a la altura de todas las expectativas de Mercy e incluso las superaba.
John no tardó en comunicarle que había comprobado que la de Albion era una de las mejores agencias comerciales de Londres, sólida y fiable. Arthur Albion era miembro de una de las mejores corporaciones de la ciudad.
—Nuestro amigo Arthur es una persona muy cortés —reconoció John, riendo—, pero si hay ocasión de cazar un penique al vuelo, nunca he visto a alguien que reaccione con más rapidez.
Su anfitrión resultó ser un guía perfecto. Aunque era comerciante y hombre de ciudad, Albion provenía de una antigua familia de la alta burguesía terrateniente de New Forest y, gracias a sus relaciones de familia y a sus modales refinados, tenía acceso a las residencias de diversas familias aristocráticas de Londres. Su esposa descendía de una vieja saga de hugonotes franceses comerciantes de seda y joyeros, como ella misma explicó a Mercy. ¿Qué persona podía ser más indicada para acompañarla a las tiendas de moda? Se hicieron amigas en menos de una semana. Sombreros y cintas, vestidos de seda y zapatos, por no mencionar los exquisitos manjares que encontraban en el establecimiento de Fortnum & Mason… todo lo probaban. Dado que necesitaban criados que los atendieran en su agradable alojamiento actual, las dos damas se encargaron juntas de entrevistar a los candidatos.
Lo mejor de todo era que Mercy podía comprar cosas para su marido.
Enseguida se dio cuenta de que, aun vistiéndose con discreción, el señor Albion tenía un perfecto sentido de la moda. John se vestía bien, y la moda de Londres llegaba con rapidez a Nueva York. Aun así, los sastres de Londres poseían un cierto estilo, un arte especial, difíciles de definir pero inconfundibles. Mercy se ocupó de que el señor Albion llevara a John a su sastre y a su fabricante de pelucas a los pocos días de su llegada.
Aparte, había otras cosas que podía comprarle ella en compañía de la señora Albion, como las hebillas de plata para los zapatos, un elegante reloj, un sable, un lazo para el sable o lino para las camisas. Incluso adquirió una caja de plata para el rapé. La moda de tomar rapé había llegado a Nueva York, desde luego, y varias empresas tabaqueras americanas habían comenzado a manufacturarlo, pero aunque de vez en cuando fumaba en pipa, John Master rehusó utilizar la caja para el rapé.
—Si empiezo a aspirar rapé, estornudaré todo el día… y toda la noche también —advirtió alegremente.
John Master también estaba disfrutando mucho en Londres. Albion había escogido con tino su casa de huéspedes, justo al lado de la calle Strand, donde todo quedaba a mano. Al poco tiempo, John frecuentaba algunas de las mejores teterías de la ciudad, donde se podían encontrar los periódicos y el Gentleman’s Magazine y entablar conversación con toda clase de personas interesantes. En los teatros representaban comedias de su agrado. Para complacer a Mercy, incluso llegó a escuchar la totalidad de un concierto de Häendel… y casi le gustó.
No obstante, lo que más satisfacción les procuró fue James.
John Master recordaba perfectamente su juventud y el sentimiento de decepción que inspiraba en su propio padre. Por eso, aunque a menudo trazaba planes para James, lo hacía sólo esperando que su hijo tuviera una mejor evolución que él. Si en Nueva York había pensado que debía aprender algo de las personas como Charlie White, allí en Londres advertía otro tipo de oportunidades muy distintas. Allí, en el núcleo propulsor del imperio, tenía ocasión de impregnarse de toda la historia, conocimiento de leyes y modales que todo caballero debía conocer. Antes de zarpar, había escrito a Albion pidiéndole que buscara un preceptor para James. Al principio tenía la aprensión de que con ello se acentuara aún más su hosquedad, pero pronto descubrió con alivio que Albion había escogido muy bien: un inteligente joven recién graduado en Oxford que también podía ofrecer compañía a James.
—Los primeros días —sugirió el joven maestro—, creo que lo mejor será que le enseñe la ciudad. De paso podré darle algunas lecciones de historia.
El método pareció dar frutos. Al cabo de una semana, cuando Master fue a Westminster con su hijo, quedó asombrado de lo bien que conocía éste la historia del Parlamento británico. Unos días después, James incluso llegó a corregirlo, con educación y firmeza a la vez, por una falta gramatical.
—Menuda desvergüenza —exclamó su padre, complacido en el fondo.
James se llevaba de maravilla con su joven preceptor. Cuando los Albion lo presentaron a los ricos muchachos londinenses de su edad, no los encontró muy diferentes a sí mismo. En realidad, los jóvenes neoyorquinos habían adoptado la entonación nasal de la clase alta de Londres, y James sabía imitarlos. Le resultó agradable ver que aquellos chicos ingleses lo aceptaban como a uno más entre ellos. El propio hijo de los Albion, Grey, que tenía tres años menos que James, lo trataba con admiración, lo cual le levantó aún más el ánimo. Así, al poco tiempo, la vivienda de los Albion, situada junto a Lincoln’s Inn, se convirtió en una segunda casa para él.
Fortalecido en su amor propio, James también comenzó a propiciar la proximidad con su padre. Consciente de que los chicos jóvenes necesitaban la compañía de su progenitor, John Master tenía la intención de llevar a pasear a su hijo por Londres, pero lo que no había previsto era que fuera James quien lo llevara a pasear a él.
Cada uno o dos días, salían de su pensión situada en las proximidades de la calle Strand para explorar las maravillas de Londres. Un corto paseo en dirección este los llevaba al precioso edificio erigido por los antiguos templarios donde habían instalado su sede los abogados. Un poco más lejos, los periodistas e impresores de Fleet Street se afanaban en su trabajo a la sombra de la catedral de Saint Paul, asentada en la colina del núcleo inicial de la ciudad. De allí iban a la torre. Albion también los llevó, junto con Grey, a la bolsa y al puerto.
Si tomaban la dirección oeste siguiendo la calle Strand, atravesaban la zona de Whitehall hasta Westminster, o bien seguían por la calle Mall hacia el palacio real de Saint James para luego dar una vuelta por Piccadilly. Al menos una vez por semana, James proponía a su padre un itinerario u otro. ¿Le apetecía ir a Tyburn, donde la semana anterior habían ahorcado a un salteador de caminos? ¿Prefería los placenteros jardines de Ranelagh, o ir en barco a Greenwich, o, remontando la corriente, a Chelsea?
A John le causaba una gran emoción que su hijo quisiera compartir aquellas experiencias con él, y pese a que no se lo dijo nunca, aquél fue uno de los periodos más felices de su vida.
Curiosamente, fue Mercy la que comenzó a sentirse a disgusto.
Arthur Albion había invitado a los Master a cenar con diversos comerciantes, abogados y representantes del clero. Aunque también conocía a personas eruditas, escritores y artistas, había considerado con buen juicio que John Master no se moría de ganas de conversar sobre las cualidades del poeta Pope o incluso del novelista Fielding, o de conocer al formidable doctor Johnson, que estaba elaborando un gran diccionario a dos pasos de allí, en su casa de la calle Strand. Sí les presentó, en cambio, a diversos miembros del Parlamento, y hacia finales de septiembre ya habían asistido a cenas o recepciones en varias distinguidas casas. Había otra clase de personas, no obstante, con quien los Master aún no habían tenido trato alguno. Aquello iba a cambiar la primera semana de octubre.
—Querida, estamos invitados a casa de los Burlington —anunció John a Mercy un día.
Mercy había visto las grandes mansiones de Londres desde fuera. Todos los días pasaba delante de la enorme fachada de la casa de los Northumberland, situada en el Strand, y había como mínimo otra docena de destacadas residencias que le habían enseñado. Sabía que aquellas extensas propiedades, rodeadas de verjas y muros, pertenecían a la más alta nobleza de Inglaterra, pero puesto que algunos de aquellos edificios se prolongaban durante cien metros o más en el lado de la calle, había supuesto que contenían diversos centros de negocios, o tal vez oficinas gubernamentales, en torno a sus patios interiores.
Mientras se dirigían juntos en el carruaje de Albion a la recepción de esa noche, éste les explicó lo que iban a ver.
—No se trata de una fiesta privada exactamente —precisó con una sonrisa—. Diría que en Nueva York lo más parecido sería una recepción gubernamental. Habrá multitud de personas y hay tantas posibilidades de que conozcamos a nuestro anfitrión como de que no. En todo caso, tendréis la oportunidad de ver a las personas más relevantes de Inglaterra.
La casa Burlington se encontraba en Piccadilly, no lejos del establecimiento de Fortnum & Mason. Mercy y la señora Albion habían recurrido a los mismos modistos y peluqueros, y con una breve inspección se cercioró de que John iba vestido de manera tan impecable como Albion. No obstante, cuando después de entrar en el inmenso patio vio las imponentes columnas y la gran escalinata que conducía a la puerta, no pudo evitar sentir un asomo de nerviosismo. La palladiana fachada de la casa era comparable a la de un palacio romano. Junto a la impresionante puerta había varias hileras de lacayos con librea. Entonces oyó que su marido planteaba una sensata pregunta.
—¿Para qué usan este enorme edificio… en el día a día, me refiero?
—No lo entendéis, amigo mío —respondió Albion con una sonrisa—. Esto es una residencia privada.
Entonces, por primera vez, Mercy sintió miedo.
Nunca había visto nada igual. Las vastas salas y vestíbulos de techo artesonado eran tan grandes y tan altas que en cualquiera de ellas podría haber cabido la mayor mansión de Nueva York. Incluso la talla de una iglesia como la Trinity parecía raquítica en comparación. América no tenía nada igual, no lo había imaginado siquiera ni habría sabido qué utilidad darle. Qué modestas, insignificantes y provincianas debían de parecerle incluso las más espléndidas mansiones de Nueva York a la gente que vivía en semejantes palacios. En toda Europa había una clase social acostumbrada a vivir de ese modo, una clase cuya existencia ella ignoraba por completo hasta entonces.
—Tanta riqueza debe de conferir un enorme poder —oyó que comentaba su marido a Albion.
—En efecto. El duque de Northumberland, por ejemplo, cuya residencia londinense es mayor que ésta, desciende de una familia feudal cuyos miembros gobernaron como reyes durante siglos las regiones del norte. Hoy en día, el duque cuenta con docenas de integrantes del Parlamento que votan exactamente como él se lo indica. Otros poderosos magnates hacen lo mismo.
—En las colonias no tenemos familias feudales como éstas.
—Los propietarios de Maryland y de Pensilvania todavía poseen concesiones de tierra que les garantizan poderes feudales —señaló Albion.
Era totalmente cierto que las concesiones efectuadas durante el siglo XVII a unas pocas familias como los Penn y las concesiones de tierra recibidas por los potentados holandeses para la colonización de los vastos territorios colindantes con el río Hudson habían proporcionado a aquellos magnates unos poderes casi feudales.
—Pero ellos no construyen palacios —objetó John.
—Ahí está la duquesa de Devonshire —susurró la señora Albion al oído de Mercy—. Tiene otra casa como ésta en esta misma calle. Ése es lord Granville. Y, ay Jesús, allí está lady Suffolk. Son raras las ocasiones de verla.
—¿Quién es lady Suffolk?
—Hombre, la antigua amante del Rey. Una dama muy buena y muy respetada. Y mirad allá. —Señaló una guapa señora a quien todos saludaban con reverencias—. Es lady Yarmouth, la actual amante del Rey, la dama más importante de la corte.
—¿La amante del Rey es importante?
—Por supuesto. Después de la muerte de la Reina, se convirtió, por así decirlo, en la consorte real.
—Y antes de morir ¿qué pensaba la Reina de la amante de su marido? —preguntó con ironía Mercy.
—Ah, eran grandes amigas. Dicen que el Rey consultaba a menudo a la Reina para saber cómo debía cortejar a lady Yarmouth. Mirad a su izquierda, ése es lord Mansfield, un hombre muy influyente.
Mercy no observó a lord Mansfield, porque aún estaba ocupada tratando de comprender aquel concepto de amante real. ¿Cómo era posible que el dirigente del país, la cabeza de la Iglesia oficial, no sólo tuviera amantes, sino que aquellas mujeres recibieran un trato tan honroso como las honestas esposas? Los neoyorquinos no eran, desde luego, ajenos a la inmoralidad, pero su alma de cuáquera vivía como una ofensa aquella aceptación general del vicio público.
—¿Todos los de la corte tienen una amante? —preguntó.
—Ni mucho menos. Lord Bute, el consejero más allegado al Rey, es un hombre religioso de impecable moral.
—Me alegra oírlo. ¿Y el vicio privado no hace indigno a un hombre de ejercer un cargo público?
La señora Albion miró a Mercy con genuino asombro y dijo, riendo:
—Bueno, si así fuera, no habría nadie para gobernar la tierra.
Mercy guardó silencio.
Entonces se produjo un revuelo en las proximidades de la puerta. Habían anunciado a alguien y la gente se apartaba para dejar un pasillo. Mercy observó para ver de quién se trataba.
El joven tenía unos veinte años. Era un individuo alto y desgarbado, de ojos saltones y cabeza pequeña, de apariencia más bien tímida. Viendo cómo los asistentes se inclinaban ante él, cayó en la cuenta de quien debía de ser.
El príncipe Jorge era el nieto del Rey, pero desde la prematura muerte de su padre se había convertido en heredero de la corona. Mercy había oído decir que profesaba un interés especial por la agricultura y que era una persona considerada. A juzgar por las sonrisas que acompañaban las reverencias, parecía que la gente sentía simpatía por él. Aquél era pues el príncipe de Gales.
Mientras lo observaba desenvolverse por la sala esa noche, advirtiendo su sencillez de trato, se preguntó si una vez que fuera rey, haría algo para cambiar aquel mundo de aristocráticos excesos e inmoralidad. No era muy probable.
Diez días más tarde, los Albion los llevaron de viaje al oeste. James y el joven Grey Albion los acompañaron. Fue una experiencia agradable, sobre todo porque Mercy tuvo ocasión de observar a los dos muchachos. Grey era un chico cariñoso, y era evidente que James disfrutaba representando el papel de hermano mayor. Fueron a New Forest, el lugar de procedencia de la familia Albion, y después a Sarum y a Stonehenge. Disfrutaron con el íntimo y perenne silencio del bosque y admiraron los extensos terrenos de cultivo de los alrededores de Sarum. Albion les habló mucho de los avanzados métodos agrícolas y de la maquinaria que no cesaban de incrementar la prosperidad de Inglaterra. Desde Stonehenge fueron a Bath, donde pasaron unos espléndidos días en el distinguido balneario instalado en los antiguos baños romanos.
Fue precisamente allí, en la sala del manantial, donde Albion se encontró con un amigo. El capitán Stanton Rivers, un individuo delgado y elegante de poco menos de cuarenta años, pertenecía a una importante familia. Su padre era lord, pero iba a ser su hermano mayor quien heredaría el título y la propiedad, de modo que el capitán había tenido que labrarse un porvenir en el mundo.
—Todo oficial de la Marina británica ansía que haya guerra —les aseguró con una encantadora sonrisa—, porque en ella radica la esperanza de ganar dinero. Los marinos sólo somos corsarios glorificados. Y aquí en Bath —agregó con franqueza—, siempre hay muchos oficiales como yo que anhelan encontrar una heredera o una viuda rica. En este momento tengo, sin embargo, otra perspectiva en mente —anunció—. Estoy pensando en irme a América.
—¿Y qué querríais hacer allí? —le preguntó Albion.
—Un amigo del estado de Carolina me ha informado de que hay una viuda allí, sin herederos pero en edad de tener hijos aún, que posee dos excelentes plantaciones y que desea volver a casarse. Quiere un caballero de buena familia. Mi amigo me ha enviado una miniatura de la dama y me asegura que pese a haberle detallado todos mis defectos, no ha logrado que ella deje de considerarme como un digno pretendiente.
—¿Pensáis ir a Carolina?
—Ya me he informado de todo lo que he podido sobre las plantaciones y creo que podría aprender a gestionar una. También tengo intención de viajar por las colonias y visitar Nueva York. Con o sin la viuda, me he propuesto aprender lo más posible sobre las colonias americanas.
Albion lanzó una mirada a John Master y éste captó enseguida su petición.
—En ese caso espero que nos hagáis el honor de alojaros en nuestra casa en Nueva York —se ofreció—. Estaría encantado de seros útil allí.
Desde Bath se trasladaron a Oxford. Allí circularon por lisas carreteras de peaje que, como no pudo por menos de admitir Mercy, superaban con creces las pistas plagadas de baches de Nueva Inglaterra. Tan perfeccionada calzada les permitió recorrer cien kilómetros en un solo día. Oxford, con sus claustros universitarios y sus pináculos, hizo las delicias de Mercy. Antes de regresar a Londres, Albion los llevó a ver la casa de campo de la familia Churchill, situada en Blenheim Palace.
Tal como le había ocurrido en la casa Burlington, Mercy se quedó pasmada. Aun siendo hermosas, las villas campestres que conocía no tenían ni punto de comparación con aquello. Un parque que se prolongaba a pérdida de vista; una vasta mansión de piedra que alcanzaba con todas sus alas un anchura de ochocientos metros; desde la cocina al comedor había cuatrocientos metros de distancia; la biblioteca, que para ella debía ser un refugio íntimo, medía sesenta metros de largo. La fría magnificencia barroca de la mansión era algo asombroso. Mientras los Albion les enseñaban con orgullo el lugar y su marido y los dos chicos lo miraban maravillados, ella, con su discreta inteligencia de cuáquera, percibió el fondo de aquella ostentación: ésta no correspondía sólo al orgullo de la riqueza, ni siquiera a la arrogancia del poder. El mensaje que transmitían los Churchill era a la vez simple y escandaloso: «Nosotros no somos mortales. Somos dioses. Inclinaos ante nosotros». Reconociendo que aquél era el mismo crimen que el cometido por Lucifer, Mercy sintió que se le helaba el corazón.
—Supongo —le comentó John esa noche— que a los ingleses América debe de parecerles igual de provinciana como lo fue Bretaña para la Roma imperial.
Aquella reflexión no la sacó de su desasosiego. A partir de ese día, aunque no se lo dijo a su marido, Mercy ardió en deseos de regresar cuanto antes a América.
En diciembre conocieron a Benjamin Franklin. Éste se alojaba bastante cerca, en Craven Street. Vivía de manera modesta pero confortable en una bonita casa de estilo georgiano de la cual ocupaba el piso principal, al cuidado de una devota casera y un par de criados a sueldo. John, que estaba ansioso por que James conociera a aquel gran hombre, lo urgió a tomar buena nota de cuanto éste dijera.
Mercy también estaba expectante. Aunque sabía que los experimentos que había efectuado con la electricidad y sus otros inventos habían reportado renombre mundial a Benjamin Franklin, ella lo recordaba desde los tiempos de Filadelfia como el autor del almanaque de Poor Richard, el jovial amigo que la había acompañado a la predicación. Aquél era el hombre de cara redonda, con unas gafas que le daban un aspecto de bondadoso tendero, mirada chispeante y una melena de fino cabello castaño que le llegaba hasta los hombros.
Cuando los Master entraron en compañía de su hijo, el individuo que se levantó para saludarlos era la misma persona que conocían, pero a la vez era distinta. El señor Benjamin Franklin tenía entonces poco más de cincuenta años. Iba vestido a la moda, con una lujosa chaqueta azul provista de unos grandes botones dorados, una impoluta pechera blanca y una peluca empolvada. Tenía la cara más enjuta de lo que Mercy esperaba. Su mirada no era chispeante, aunque sí transmitía una impresión de inteligencia y atención. Podría haber pasado por un abogado de éxito. Con sus modales también daba a entender de manera sutil que, pese a estar dispuesto a recibir a sus paisanos de las colonias, su tiempo era limitado.
—Ten en cuenta que Franklin se labró una fortuna en el mundo de los negocios antes de incorporarse a la vida pública —le había recordado John el día anterior—, y por cualquier cosa que hace, siempre se asegura de recibir un pago por ella. El Gobierno británico le paga un cuantioso sueldo como jefe de correos de las Colonias… aunque esté a miles de kilómetros de su puesto de trabajo. Los habitantes de Pensilvania le pagan también un salario por representarlos aquí en Londres. Tu amigo el señor Franklin es una persona muy astuta —concluyó con una sonrisa.
Franklin les dio la bienvenida e hizo sentar a James a su lado. Tras presentarles disculpas por su sobria hospitalidad, les explicó que había efectuado una gira por las universidades escocesas, donde había conocido a Adam Smith y otros escoceses de talento.
—Estas seis semanas me han procurado una grandísima satisfacción —declaró.
Lo malo era que, a su regreso, había encontrado toda suerte de asuntos esperándole.
Conversó con ellos con actitud muy afable, pero pronto resultó evidente que los Master no tenían relaciones con ninguno de los impresores, escritores y científicos londinenses a cuya compañía era aficionado Franklin, por lo que John temió que el gran hombre fuera a aburrirse un poco con ellos. Por eso, para que siguiera hablando, se aventuró a preguntarle por la misión que llevaba a cabo en nombre de los habitantes de Pensilvania.
El gobierno de Pensilvania pagaba tal vez con generosidad a Ben Franklin para representarlo en Londres, pero había que reconocer que la tarea que le habían encomendado no era fácil. Si bien era cierto que William Penn había profesado un sincero deseo de establecer una colonia cuáquera en América en el siglo anterior, sus descendientes, que vivían en Inglaterra, sólo se preocupaban de recibir los ingresos libres de impuestos que les reportaban las grandes concesiones de tierra de Pensilvania que habían heredado. Los habitantes de la zona estaban hartos de ellos y de sus derechos de propiedad y querían disponer de una carta igual que las demás colonias.
Los Penn tenían, sin embargo, amigos en la corte, tal como les explicó Franklin, y si se alteraban las concesiones de Pensilvania también se podrían poner en entredicho los derechos de propiedad de Maryland y otras zonas. El Gobierno británico era reacio a poner todo el sistema por tierra porque parecía que iba a entrañar grandes complicaciones.
—La dificultad principal, que yo no había previsto —prosiguió Franklin— radica en que desde el punto de vista de los ministros del gobierno, la administración de las colonias constituye un departamento especial, donde, más allá de las cuestiones estrictamente locales, el punto de vista de las asambleas coloniales carece de verdadera relevancia. Ellos creen que las colonias deben ser dirigidas o bien a través de propietarios como los Penn o directamente por el Rey y su consejo.
—¿Y eso no colocaría a las colonias, señor —intervino en este momento James— en la misma posición que padecía Inglaterra bajo el reinado de Carlos I, en que el Rey era libre de gobernar a su antojo?
—Veo que has estudiado historia —observó, con una sonrisa, Franklin—. Aunque yo no creo que eso fuera equivalente, porque el Parlamento de Londres sigue manteniendo vigilado al Rey —abrió una pausa—, es cierto que algunos integrantes del Parlamento, varios de los cuales son incluso amigos míos, temen que llegue el día en que los colonos americanos deseen separarse de la madre patria, aunque yo les he asegurado que nunca he oído expresar tal sentimiento en América.
—Yo diría que no —opinó John Master.
Entonces, de improviso, Mercy tomó la palabra.
—Sería una buena cosa que lo hicieran. —Las palabras surgieron espontáneas de su boca, cargadas de vehemencia. Los tres hombres se quedaron observándola atónitos—. Ya he visto suficiente sobre cómo viven nuestros dirigentes ingleses —añadió con más calma, aunque no con menos convicción.
Pese a su manifiesta sorpresa, Benjamin Franklin se quedó un momento pensativo.
—Pues bien, yo sostengo la opinión contraria —dijo—. E iré más allá, señora Master, hasta afirmar que creo que en el futuro, América será el cimiento central del Imperio británico. Y os diré por qué: nosotros poseemos la lengua y las leyes inglesas. A diferencia de los franceses, hemos desautorizado el gobierno de los reyes tiránicos, y yo albergo grandes esperanzas de que el joven príncipe de Gales sea un excelente rey llegado el momento. Aunque nuestro gobierno no es, desde luego, perfecto, considerado en su conjunto, yo agradezco a Dios la existencia de las libertades británicas.
—Yo estoy enteramente de acuerdo con vos —declaró John.
—También hay que tomar en consideración otros aspectos —continuó Franklin—. Los vastos territorios de América quedan al otro lado del océano, pero ¿qué es América si no la frontera occidental de nuestro imperio, paladín de la libertad? —Los miró a todos con un brillo entusiasta en la mirada—. ¿Sabíais, Master, que en América nos casamos antes y producimos el doble de hijos sanos que la gente de Europa? La población de las colonias americanas dobla cada veinte años, pero aun así hay tierra suficiente donde seguir asentándonos durante siglos. Los terrenos de cultivo de América proporcionarán un mercado en constante expansión para las manufacturas británicas. Juntas, Inglaterra y sus colonias americanas pueden seguir creciendo durante generaciones, al margen de otras naciones. Yo estoy convencido de que ése es nuestro destino.
Aquélla era la fórmula que propugnaba Franklin, y no cabía duda de que creía apasionadamente en ella.
—Es una noble visión —alabó John.
—En realidad —añadió con jovialidad Franklin—, sólo nos falta una cosa para perfeccionar nuestro imperio anglófono.
—¿Cuál es? —inquirió John.
—Echar a los franceses de Canadá y quedarnos nosotros solos con todo —contestó, muy ufano, el prestigioso personaje.
Acababa de pronunciar aquellas palabras cuando llegó una doncella con una bandeja cargada de refrigerios. Con ello pusieron fin a la parte seria de la conversación, pues su anfitrión adoptó un tono más ligero mientras insistía en que tomaran el té con él antes de irse.
—No sabía que sintieras tanta aversión por los ingleses —le dijo Master a su esposa, con un deje de reproche, en el trayecto de regreso—. Creía que estabas dichosa con este viaje.
Al instante la asaltaron los remordimientos. No tenía ningún deseo de causar descontento a su querido marido, que tanto se esforzaba por complacerla.
—No sé qué me ha pasado —repuso—. Espero que el señor Franklin tenga razón. Aunque a veces me cuesta entender la mentalidad de los ingleses, porque en el fondo sigo siendo una cuáquera.
A continuación se hizo el propósito de que, mientras durara su estancia en Londres, haría lo posible por procurar la felicidad de su marido.
Satisfecho con aquella verdad a medias, John Master pasó a preguntar a James qué opinaba de la entrevista.
—Creo que el señor Franklin es un gran hombre, padre —contestó éste.
—¿Te gusta la visión que tiene del destino de América?
—Mucho.
—A mí también.
Meditando sobre el apego que su hijo sentía por Londres y las enormes posibilidades del Imperio británico resaltadas por Franklin, John Master tuvo la impresión de que el futuro se presentaba halagüeño.
Esa noche, en la cena, todos estaban de excelente humor. Entonces Mercy inició otro tipo de observación.
—¿Te has dado cuenta de lo que ha pasado, cuando la doncella servía el té?
—Me parece que no —admitió John.
—Él creía que nadie lo veía, pero el señor Franklin le ha dado una palmada en el trasero a la chica.
—Viejo sátiro…
—Ya sabes lo que dicen: que es bastante incorregible —concluyó ella, sonriendo.
Por más que Mercy se esforzó por mantener para sí misma sus opiniones sobre el Imperio británico, su sentimiento de desagrado persistió e incluso se acentuó justo antes de Navidad.
Al parecer, el amable ofrecimiento que le habían expresado al capitán Rivers cuando lo conocieron en Bath, no había caído en saco roto. A mediados de diciembre recibieron una invitación para cenar con su padre, lord Riverdale, la semana siguiente.
La casa Riverdale no era un palacio, sino una sólida mansión situada en las proximidades de Hanover Square. Desde el vestíbulo de dos pisos subieron por unas escalinatas al piano nobile, donde un gran salón ocupaba todo el ancho de la casa, desde la fachada a la parte posterior. Los comensales no eran numerosos. Lord Riverdale, que parecía una versión más vieja y corpulenta de su hijo, era viudo, y su hermana actuaba como anfitriona. El capitán Rivers había invitado a un par de amigos militares. A Mercy la situaron a la derecha de lord Riverdale, que la colmó de agasajos, le agradeció la amable invitación dispensada a su hijo y entabló una interesante conversación sobre las cuestiones del momento.
El tema daba bastante de sí. Por la mañana habían llegado noticias de que al otro lado del Atlántico las fuerzas británicas habían derrotado a los franceses en Quebec. Pese a que el arrojado y joven general británico Wolfe había fallecido trágicamente en los enfrentamientos, parecía que el deseo de Benjamin Franklin estaba a punto de hacerse realidad y que iban a expulsar a los franceses de las tierras del norte. Cuando Mercy le habló a lord Riverdale de su visita a casa de Franklin y del punto de vista que éste tenía del destino del imperio, Riverdale se mostró encantado y le rogó que lo repitiera ante todos los presentes.
Si bien el anciano aristócrata era una persona muy agradable, el coronel que tenía al otro lado no le gustó nada a Mercy. Era un típico militar. No consideró extraño, pues, que estuviera orgulloso del poderío de las armas británicas.
—Un chaqueta roja bien entrenado es tan bueno o mejor que cualquier soldado de élite francés, señora Master —declaró—. Creo que acabamos de demostrarlo. En cuanto a las razas inferiores…
—¿Las razas inferiores, coronel? —inquirió Mercy.
—Yo estuve presente en el conflicto del cuarenta y cinco ¿saben? —anunció, muy ufano.
1745. Aún no habían transcurrido quince años desde que el príncipe Charlie desembarcó en Escocia con la intención de sustraer el antiguo reino de las manos de los gobernantes hannoverianos de Londres. Había sido una alocada y romántica aventura, que tuvo un trágico final. Los chaquetas rojas atacaron a los escoceses, que, mal equipados y mal adiestrados, sufrieron una sangrienta derrota.
—Los hombres que no han recibido instrucción militar no pueden hacer frente a un ejército regular, señora Masters —prosiguió tranquilamente el coronel—. Es imposible. En cuanto a esos escoceses de las Tierras Altas… a duras penas se diferencian de los salvajes.
Mercy había visto a muchos escoceses recién llegados a Filadelfia y Nueva York. A ella no le parecían salvajes, pero estaba claro que el coronel creía en lo que decía, y consideró que no era el momento ni ocasión propicios para sostener la opinión contraria. Un poco después, la conversación derivó hacia Irlanda.
—El irlandés —afirmó con énfasis el coronel— es apenas mejor que un animal.
Pese a que sabía que no había que interpretarlo al pie de la letra, Mercy consideraba aquellos juicios arrogantes e inapropiados. En la mesa nadie sostuvo lo contrario, sin embargo.
—Irlanda necesita que la gobiernen con mano firme —declaró, por su parte, lord Riverdale—. Seguro que todos convenís en ello.
—No cabe duda de que no son capaces de gobernarse a sí mismos —remachó el coronel—, ni siquiera los irlandeses protestantes.
—Pero existe un Parlamento irlandés ¿no? —preguntó Mercy.
—Así es, señora Master —confirmó lord Riverdale con una sonrisa—, pero la verdad es que nosotros nos aseguramos de que no tenga ningún poder.
Mercy no dijo nada más. Sonrió educadamente y la velada transcurrió sin altercados. Ella salió de allí, empero, con una convicción: había visto el corazón del imperio, y no era de su agrado.
El joven James Master no sabía qué hacer. Quería a sus padres. A comienzos de año había hablado con su padre, pero no con su madre.
Desde su llegada a Londres había cobrado seguridad en sí mismo y también había crecido en estatura. La bonita chaqueta nueva que le había comprado su padre le quedaba ya corta de mangas.
—Me parece que vas a ser más alto que yo —comentó riendo John Master.
No era sorprendente que James se hubiera quedado prendado de Londres. La ciudad era, sin lugar a dudas, la capital del mundo anglófono. Allí reinaba tanta actividad que el gran doctor Johnson no andaba errado al afirmar que «el hombre que está cansado de Londres está cansado de la vida». En su preceptor, James tenía un guía; en el joven Grey Albion, un hermano y un admirador. Los muchachos ingleses de su edad lo aceptaban como a uno más entre ellos. ¿Qué más podía desear un chico de casi quince años?
Le faltaba algo. Quería ir a Oxford. Aún era demasiado joven, pero gracias a las acertadas enseñanzas de su preceptor estaba realizando grandes progresos en sus estudios.
—No hay razón por la que no vaya a estar preparado para ir a Oxford dentro de unos años —le dijo el preceptor a su padre.
Lo cierto era que a John Master le había entusiasmado la idea.
—Serías mucho mejor alumno de lo que fui yo —confesó abiertamente a James.
Recordando la humillación que había vivido ante sus primos de Londres, John no pudo reprimir una sonrisa. Harvard y Yale eran buenas universidades… pero tener a un hijo que había estudiado en Oxford… ¡aquello sí que sería un tanto con respecto a los Master de Boston!
También había que tener en cuenta otro aspecto. Él conocía a los integrantes de la asamblea provincial y a los neoyorquinos que tenían acceso al gobernador; y entre ellos era muy elevado el porcentaje de los que habían estudiado en Inglaterra. Una titulación de Oxford podría ser más adelante una baza muy útil para la familia.
Master habló del asunto con Albion y éste se mostró de acuerdo.
—Si James va a Oxford, debería vivir con nosotros en Londres durante las vacaciones —propuso el londinense—. Ya lo consideramos como uno más de la familia.
Había sólo un problema.
Fue el día de Año Nuevo cuando Mercy dio a John la inesperada noticia.
—John, estoy embarazada.
Después de tantos años, aquello resultó una sorpresa, pero parecía que no había dudas al respecto. Con la noticia, Mercy expresó también una petición.
—Quiero volver a Nueva York, John. Quiero que mi hijo nazca en casa, no en Inglaterra.
Esperó un par de días para sacar a colación la posibilidad de que James fuera a Oxford. Aunque había previsto que no le gustara la idea, le tomó por sorpresa la consternación que le causó.
—Haz que vaya a Harvard, John, pero no lo dejes aquí, te lo ruego. —Pese a que él le señaló las ventajas que le reportaría, su angustia fue en aumento—. No podría soportar perder a mi hijo en este maldito lugar.
Cuando informó al chico de la postura de su madre, éste no dijo nada, pero se quedó tan apenado que John le recomendó aguardar un par de días más mientras meditaba sobre el asunto.
John Master pasó varios días más rumiando la cuestión. Comprendía lo que sentía Mercy, pues la perspectiva de estar separado de su hijo cinco mil kilómetros, durante un periodo de varios años, le resultaba tan dolorosa a él como a su madre. Especialmente después del acercamiento que habían vivido en Londres, la ausencia sería peor aún. Por otra parte, James estaba entusiasmado con el proyecto y Master no tenía la menor duda de que Oxford sería beneficioso para él.
Por otro lado, había que tener en cuenta el estado de su madre. Los embarazos siempre eran peligrosos y, en el caso de una mujer que ya no estaba en su primera juventud, el riesgo podía ser aún mayor. ¿Era prudente que él y James le provocaran una aguda aflicción en ese momento? ¿Y si, Dios no lo quisiera, las cosas fueran mal? Imaginó a Mercy postrada en la cama, reclamando a su hijo, que se encontraba a cinco mil kilómetros de distancia. Imaginó el mudo reproche de Mercy, y la posterior culpa del joven James.
Volvió a abordar el tema con su esposa una vez más, sin presionar. Ella reaccionó con la misma vehemencia que las veces anteriores. No le quedaba pues más que una alternativa posible, concluyó.
—Volverás con nosotros a América —le comunicó a James—. Allí te quedarás unos cuantos meses, pero pasado ese tiempo, si no has cambiado de idea, volveremos a plantearnos la posibilidad. Mientras tanto, hijo, debes aprovechar la experiencia, poner buena cara y no angustiar a tu madre, porque si te quejas y la haces sufrir —advirtió con gravedad—, dejaré zanjado el asunto de manera definitiva.
Omitió decirle a su hijo que tenía la firme intención de mandarlo de vuelta a Inglaterra en cuestión de un año.
Ya fuera porque James lo intuyó, o simplemente porque quiso hacerle caso, John Master observó complacido que durante las semanas que quedaban antes de concluir el invierno, James estuvo amable y atento a más no poder. Siguieron disfrutando de una gran dicha en Londres hasta que al final, cuando el tiempo empezó a mejorar en primavera, después de una enternecedora despedida de la familia Albion, se embarcaron para efectuar el largo viaje de regreso hasta Nueva York.