El parto
1987
Gorham Master corría de un lado a otro del apartamento. Sabía que no debía ceder al pánico de ese modo. La bolsa de Maggie estaba pulcramente preparada en el dormitorio, tal como lo había estado durante semanas. ¿Por qué no la cogía entonces y se marchaba sin dilación? Maggie ya estaba de camino hacia el hospital, recorriendo a toda velocidad en un taxi las calles en un día de noviembre. Cuando llegara, necesitaría que estuviera allí con la bolsa.
Su primer hijo. Habían esperado mucho, tal como habían decidido. Maggie quería asentarse en su profesión y él la apoyó en su decisión. Y ahora que había llegado el gran día, lo atenazaba el miedo.
¿Estaría Maggie en condiciones para aquello? ¿Lo soportaría bien?
Él consideraba que hubiera debido parar de trabajar la semana anterior, pero ella le aseguró que se encontraba bien.
—Para serte sincera, cariño —adujo—, prefiero tener trabajo para distraerme.
Él lo entendía, claro. Pero ¿no se habría excedido un poco? Ahora que había llegado el gran momento, lo paralizaba el miedo. ¿Habría tenido que haberle rogado que no fuera al trabajo aquel día? Si algo fuera mal, Dios no lo quisiera, todo sería culpa suya.
Salió de casa a las ocho de la mañana. A las siete, en medio de una reunión celebrada en una de las grandes salas de conferencias revestidas de madera de los diez pisos que ocupaban los despachos de Branch & Cabell, rompió aguas. Reaccionó con mucha calma; eso lo podía imaginar perfectamente. Después de presentar excusas, le llamó para que le llevara la bolsa y bajó en el ascensor para localizar un taxi que la trasladase al hospital. A esa hora del día, no tardaría en llegar. Gorham no podía demorarse mucho, por lo tanto.
—Bella —llamó.
—¿Sí, señor Master?
Bella se encontraba ya detrás de él. Gracias a Dios que podía contar con Bella. Ella siempre sabía dónde estaba todo.
—¿Me he olvidado de algo?
Bella era un tesoro. Era de Guatemala y, al igual que muchas empleadas del servicio doméstico de Nueva York, había iniciado su andadura como emigrante ilegal, pero sus patronos anteriores habían logrado conseguirle un permiso de trabajo. Él y Maggie la habían contratado tres años atrás, porque al trabajar los dos a plena jornada era más fácil tener a alguien que se ocupara de la casa. Al principio, Gorham había dudado un poco sobre el tipo de tratamiento que era más adecuado para aquellos tiempos, pero Bella había resuelto sola la cuestión. Había estado trabajando en un apartamento de la Quinta Avenida y había intuido, con acierto, que la gente de un edificio de Park Avenue esperaba un trato formal. «Señor y señora Master», los llamó de entrada, a lo cual no pusieron ellos ninguna objeción.
Al emplear a Bella aplicaron también una táctica premeditada. Puesto que preveían tener hijos al cabo de un tiempo, Maggie quería tener ya antes a alguien de plena confianza, una persona como de la familia. Ya de buen principio la idea fue que cuando tuvieran un niño, ejercería asimismo funciones de niñera. Últimamente, no obstante, Bella había ido dejando caer algún lamento sobre la gran cantidad de trabajo que tenía, y él ya había captado sus intenciones. Seguro que lo que Bella insinuaba era que al cabo de un año contratasen a una niñera aparte de ella. Puesto que eso no entraba dentro de sus planes, ya vislumbraba una batalla en el horizonte.
—No, señor Master. —¿Había en su tono algún reproche porque siempre estuviera buscando las cosas? Tal vez no. En cualquier caso, le sonrió—. Todo va a salir bien.
Se repitió a sí mismo que no fuera tonto. Bella tenía razón, por supuesto. Maggie tenía buena salud. Había visto las ecografías. El niño estaba bien. Era un niño: Gorham Vandyck Master Junior. Los nombres los había elegido Maggie, no él, porque sabía que le agradarían. Aunque no compartiera su sentimiento dinástico, no le importaba seguirle la corriente. Lo cierto era que sí le agradaban, así que si Maggie estaba de acuerdo, no iba él a oponerse.
El niño estaba bien y el médico era bueno. Caruso se llamaba. No todo el mundo tenía por aquellos tiempos que corrían los arrestos necesarios para dedicarse a la obstetricia. Si algo iba mal, todo el mundo quería denunciar al tocólogo. Las primas de los seguros para tocólogos eran tan elevadas que muchos estudiantes de medicina se arredraban porque no podían permitirse empezar a ejercer en esa especialidad. Aunque Caruso tenía pocos años más que él, Maggie había investigado sus antecedentes y quedado impresionada por su trayectoria.
El doctor Caruso resultó ser también una persona agradable. Gorham se lo encontró por casualidad en la calle, cuando el médico volvía a pie a su casa. Como tenía la consulta a poca distancia de su domicilio en Park Avenue, anduvieron juntos y charlaron un rato.
—Yo vivo en el West Side —le explicó a Gorham—, en West End Avenue. A no ser que haga mal tiempo, voy caminando al trabajo y cruzo el parque todos los días. Hasta los médicos necesitan hacer ejercicio —apostilló, con una sonrisa.
—¿Se crio en el West Side?
—En Brooklyn. Mi padre tenía una casa en Park Slope, pero iba al colegio aquí en Manhattan. —Mencionó el nombre de un colegio privado que Gorham conocía bien.
—Es muy buen colegio. ¿Le gustó?
—Para serle franco, no mucho. Los otros niños me trataban casi todos como a un muerto de hambre.
—¿Por vivir en Brooklyn?
Era cierto que las espléndidas casas de piedra parda de Park Slope se habían ido quedando destartaladas en los años cincuenta y la mayoría de la gente respetable se había ido de allí. En los sesenta, sin embargo, se había producido una renovación. A la zona habían llegado toda clase de personas, muchas de las cuales iban decididas a restaurar por su cuenta las casas. Pocos alumnos de las escuelas privadas debían de vivir allí, pero aun así…
—Yo me crie en Staten Island —informó Gorham.
—Un bonito lugar. Aunque en realidad el problema no venía de Brooklyn.
—¿Estudiaba con beca? ¿Lo trataban con altanería porque no eran ricos? Eso es despreciable.
—No… en realidad en casa no escaseaba el dinero, ni mucho menos. Mi padre empezó ganándose la vida como albañil y la familia de mi madre tenía una tienda de ultramarinos, pero luego mi padre recibió una herencia de su tío y se convirtió en constructor. No asumía grandes proyectos, compraba casas en Brooklyn, las restauraba y las vendía, pero le iba bastante bien. —El doctor Caruso hizo una pausa—. No, el problema no tenía nada de sutil. Era porque yo era italiano, así de simple. Un apellido italiano era sinónimo de escoria. —Se encogió de hombros—. Ahora soy su tocólogo.
—Espero que les cobre unas tarifas altísimas —apuntó Gorham, indignado.
—Vivo bien. De hecho, mi hijo acaba de ingresar en un colegio privado y no tiene ningún problema.
La variedad étnica se había puesto de moda, pensó Gorham, y así era mejor. Había oído hablar, por ejemplo, de familias judías que habían adaptado sus apellidos del Este de Europa una generación atrás a fin de que sonara más inglés y que últimamente decidían recuperarlos. Las actitudes cambiaban. Su propio apellido de élite sólo le proporcionaba satisfacción en la medida que implicaba un auténtico anclaje histórico. Al menos eso era lo que se decía a sí mismo.
—Mi punto de vista del abolengo es estrictamente posmoderno —le gustaba proclamar en las cenas entre amigos—. Es un inofensivo ornamento que se puede compartir con las amistades. —Aquello estaba muy bien, a su juicio.
¿Y tenía Caruso algún parentesco con el famoso tenor?, se interesó por saber. El inteligente semblante del ginecólogo tenía cierta similitud con las fotos del célebre cantante.
—¿Quién sabe? —contestó el doctor Caruso—. Quizá de muchas generaciones atrás. Mi familia lo conocía… estaban muy orgullosos de ello… y él siempre les decía que eran parientes. Caruso era un hombre muy bondadoso ¿comprende? —precisó, con una sonrisa.
Gorham Master estaba contento de que el doctor Caruso fuera a asistir a su mujer en el parto.
Con la bolsa de Maggie en la mano, recomendó a Bella que se quedara en casa por si tenían que llamarla por algo y después bajó con el ascensor hasta el vestíbulo. El portero llamó a un taxi.
El trayecto era corto. Había que cruzar la avenida Madison, seguir recto hasta la Ciento Uno, cruzar hasta la Quinta Avenida y ya estaba uno en el hospital Mount Sinai. El doctor Caruso los recibiría allí.
El taxista avanzó tres manzanas por Park Avenue antes de girar a la izquierda. Faltaba sólo una manzana para la avenida Madison cuando se detuvo.
—¿Hay algún problema?
—Sí, problema —respondió con un marcado acento ruso—. Camión. No se mueve.
—Tengo que llegar al hospital —señaló, pensando que Maggie ya debía de haber llegado.
—¿Yo qué puedo hacer si no mueve?
Nada. ¿Debía bajarse y coger un taxi en Madison? Si hacía eso, en cuanto llegara a Madison se habría acabado el atasco. Entonces el ruso pasaría de largo si le hacía señal y luego no habría ningún taxi más allí. Ya le había ocurrido algo así con anterioridad. Gorham Master lanzó una maldición para sus adentros y cerró los ojos. Paciencia. Había que clarificar el espíritu, mantener la calma.
Y procurar no pensar en el otro asunto, el asunto del que no había hablado con Maggie.
Globalmente, durante los últimos diez años, su vida se había desarrollado según lo había planificado. Había llegado a vicepresidente unos años atrás, y el banco parecía tener un buen concepto de él. Había demostrado un auténtico talento para las relaciones con los clientes y astucia para elegir sus mentores en la empresa. Durante varios años había recibido pluses millonarios aparte de su sueldo. Aquella primavera lo habían nombrado vicepresidente senior. Aquél era un cargo de importancia, aunque más importante era aún lo que le habían ofrecido poco después.
Participaciones en Bolsa: la posibilidad de comprar acciones del banco a precios muy ventajosos. Esposas doradas, como las llamaban, puesto que estaban estructuradas de tal forma que, para lograr un verdadero beneficio, había que permanecer en el banco. Los vicepresidentes conseguían ascensos y aumentos de salario, pero la única manera de percibir hasta qué punto los valoraba el banco era mediante el seguimiento del dinero. Si el banco estaba realmente interesado en conservar a alguien, le ofrecía participaciones en Bolsa.
La ciudad también parecía vivir un momento de prosperidad. En 1977, justo después de los terribles incendios y saqueos acaecidos a raíz del gran apagón, salió elegido el nuevo y combativo alcalde Koch. Su primer objetivo fue resolver la desastrosa situación financiera del ayuntamiento, cosa que logró con extraordinaria eficacia. En pocos años, el presupuesto de la ciudad dejó de ser deficitario. En 1981 consiguió algo que no se había producido nunca: que lo eligieran como candidato tanto el partido Republicano como el Demócrata.
—¿Qué tal lo hago? —preguntaba el alcalde siempre que se encontraba rodeado de una multitud. La mayoría de las veces le respondían que lo hacía muy bien.
Ese año Gorham se casó con Maggie.
Su noviazgo fue el típico de las parejas donde uno de ellos por lo menos trabajaba noventa horas por semana. Aquello no había entrado, desde luego, dentro de los planes iniciales de Gorham.
En ocasiones éste se preguntaba si los grandes gabinetes de abogados y los bancos de inversión no se excedían un poco con los horarios. Aunque aquello servía para comprobar la seriedad y compromiso de los jóvenes asociados, ¿no contenía tal vez un sádico elemento de orgullo, una sumisión como condición para acceder a una fraternidad? Y aquello duraba años, hasta que uno accedía al estatuto de socio.
Maggie era abogado de empresa. A menudo, cuando tenía cuestiones de importancia entre manos, él iba a buscarla a su oficina a las nueve o las diez de la noche, la llevaba a cenar y después volvía a dejarla en el despacho, donde trabajaba hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Todo su periodo de noviazgo y el primer año de casados había sido así. Los momentos de romanticismo y de ocio debían circunscribirlos a breves compartimentos de tiempo. En cierta manera resultaba excitante. En tiempos de guerra, los idilios y matrimonios debían de ser así, dedujo Gorham. La paz tardaba, con todo, mucho en llegar.
Llevaban un año saliendo juntos cuando le pidió que se casara con él. Para entonces estaba completamente loco por ella. Le daba igual que no fuera la perfecta esposa para un ejecutivo. Ella también lo quería.
—No puedo creer que soportes los terribles horarios que tengo que hacer —comentaba, maravillada.
La fascinación de él y la gratitud de ella formaban, a juicio de Gorham, un buen cemento para la construcción de su matrimonio.
—Si quieres tenerlo todo, Maggie —le recordaba alegremente—, no te olvides sobre todo de incluirme a mí.
La ceremonia de la boda tuvo lugar en la iglesia católica de la parroquia de sus padres de Norwalk, Connecticut. Éstos consideraban perfecto a Gorham, y no les importó que no fuera católico. En cuanto a Maggie, omitió mencionar el detalle al párroco, aunque ya le había asegurado a Gorham que sus hijos podrían asistir a la iglesia que quisieran, o a ninguna.
Juan, que ya se había casado con Janet para entonces, fue el padrino, y el hermano de Maggie, Martin, se encargó de distribuir a los invitados. Martin era un joven agradable, de tendencia más bien intelectual, con quien Gorham se llevaba muy bien. Al final de la boda, el padre de Maggie sugirió discretamente a Martin que si no tenía intenciones de casarse nunca, tal vez podría hablar un día con él de la cuestión.
Cuando entraron en la década de 1980, la vida de Gorham apenas cambió. Si necesitaba que Maggie asistiera a una cena de negocios con él, ella tenía que efectuar grandes esfuerzos para encontrar un hueco de tiempo. En una ocasión, cuando Branch & Cabell ofreció un fin de semana en un centro de vacaciones para todos los socios, asociados y sus cónyuges, Gorham se divirtió mucho mientras, durante las sesiones de trabajo de los abogados, lo paseaban y lo entretenían junto con el resto de los cónyuges.
—Me gusta eso de ser un cónyuge —comentó después en broma a Maggie—. He tenido veinte esposas para mí solo.
A comienzos de la década también tuvieron que definir sus posiciones con respecto a los nuevos acrónimos que alcanzaron una gran popularidad.
—Yo siempre he sido un WASP[7] —reconocía, no sin razón, Gorham—, y supongo que hasta me podrían llamar pijo, pero Maggie es, sin duda alguna, una yuppie.
Aquella definición cambió, sin embargo, en 1986, cuando Maggie accedió a la condición de socio.
—A un socio de Branch & Cabell no se lo puede seguir considerando un yuppie —insistía ella.
—¿Ni siquiera a una guapa socia pelirroja?
—No, pero te diré otro detalle relativo a los socios de Branch & Cabell.
—¿Qué?
—Las socias de Branch & Cabell pueden quedarse embarazadas —le informó, sonriente.
Al año siguiente, su embarazo hizo salir a la luz otro asunto.
Se encontraban a gusto en el apartamento de Park Avenue. Cuando se casaron, Maggie realizó algunos cambios en la decoración y pasaron buenos ratos comprando algunos muebles nuevos. El tercer año de casados, después de cobrar una sustanciosa prima, él le ofreció como regalo de Navidad el dinero parar renovar la cocina.
Maggie había realizado algunas otras pequeñas mejoras en el apartamento. Un día, en un armario encontró un paquete muy bien envuelto que parecía un cuadro. Al preguntarle qué era, Gorham confesó, avergonzado, que era el único regalo de los que su padre le había encargado entregar después de su muerte que no había hecho llegar a su destinatario.
—Y ahora ha pasado tanto tiempo, que no sé con qué cara podría dárselo a su verdadera propietaria —señaló.
—¿Puedo verlo? —inquirió Maggie.
—Supongo que sí.
—Dios santo, Gorham —exclamó, después de desenvolverlo—, es un dibujo de Robert Motherwell. Esto tiene mucho valor.
—No sé qué hacer con él —admitió.
—Pues hasta que no te decidas, lo voy a colgar en la pared.
Allí permaneció un tiempo, aportando un toque especial de elegancia a su salón.
Si empezaban a tener hijos, no obstante, tal vez tendrían que pensar en trasladarse a una vivienda más amplia. Con un hijo podrían arreglárselas allí, ya que contaban con otro dormitorio, pero si tuvieran otro más necesitarían más espacio. Como les gustaba aquel edificio, decidieron esperar un tiempo para ver si quedaba disponible algún apartamento de más habitaciones, sabiendo que con sus dos sueldos podían permitirse financiar una hipoteca y unos gastos de escalera superiores.
Gorham y Maggie eran, pues, globalmente felices en su matrimonio. Había sólo algo que se había resentido y que ambos lamentaban: sus amistades. Ya no recordaban cuánto tiempo había pasado desde que el hermano de Maggie había ido a cenar con ellos. Tres meses, por lo menos. No era culpa de nadie, pero parecía como si nunca tuvieran tiempo. A Juan, por ejemplo, no lo habían visto desde hacía más de un año.
Lo peor era que Juan estaba pasando un momento difícil. El alcalde Koch había tomado medidas adecuadas para la parte de la ciudad situada debajo de la calle Noventa y Seis, pero no tanto para las zonas como Harlem, el Barrio y el sur del Bronx. Alguna gente aseguraba que no le importaban demasiado. Otros aducían que, al haber problemas tan enormes por resolver, ni siquiera Koch podría hacerlo todo de inmediato. En cualquier caso, Juan apenas había logrado introducir algunos avances.
—Las cosas no paran de empeorar en el Barrio —les había dicho.
Estaba tan desanimado que se estaba planteando aceptar un empleo en una compañía pública, donde al menos podría aplicar sus conocimientos de gestión empresarial.
Gorham se había hecho el propósito de que, en cuanto naciera el niño, buscaría un momento para llamar a Juan e invitarlo a cenar junto con Janet.
A pesar de aquellas omisiones, que tenían en todo caso remedio, Gorham habría podido considerarse un hombre con suerte. Había sólo un inconveniente: la buena suerte no le bastaba.
Tampoco era de extrañar. Bien mirado, según su punto de vista, Nueva York siempre había sido un lugar para gente que quería más. Ya fueran pobres emigrantes o ricos comerciantes, la gente acudía a Nueva York para ganar más. En épocas malas iba allí para sobrevivir, en momentos de bonanza para prosperar y en periodos de auge para enriquecerse. Para enriquecerse muy deprisa.
A medida que avanzaba la década de 1980, Nueva York entraba en un periodo de auge.
La Bolsa, concretamente, vivía un momento de expansión, y con ella el sector de servicios, incluidos los gabinetes de abogados que dependían de éste. En 1984, la Bolsa alcanzó un récord histórico de un millón de transacciones por día. Los operadores, los agentes y todos cuantos trabajaban con acciones o bonos tenían la oportunidad de ganar una fortuna. Todo aquel ambiente quedaba muy bien plasmado en la novela de Tom Wolfe La hoguera de las vanidades, que acababa de ocupar los primeros puestos en las listas de ventas al comienzo del embarazo de Maggie.
El ansia de lucro, omnipresente, estaba bien vista. Los codiciosos personajes que ganaban dinero fácil eran considerados héroes.
Gorham, por su parte, no podía evitar hacerse una pregunta: ¿Había pecado por falta de ambición?
A veces, sentado en su oficina, sacaba el dólar Morgan de plata que le había dado su madre y lo observaba con tristeza.
¿Acaso los Master de épocas pasadas, los mercaderes y propietarios de barcos corsarios, los especuladores en inmuebles y terrenos, se habrían quedado tranquilamente sentados en un despacho de una empresa aceptando un sueldo, aunque fuera un sueldo con primas y participaciones en Bolsa? ¿Habrían sido tan prudentes cuando otros estaban ganando fortunas con rapidez? Él creía que no. Nueva York era escenario de un momento de prosperidad y él seguía sentado e inactivo, atrapado por su propia cautela y respetabilidad.
¿Estarían todos los de su clase, gente de categoría añeja, condenados a la mediocridad? No, algunos, como el mismo Tom Wolfe, habían salido del molde.
Gorham no había salido del molde exactamente, pero sí había emprendido algunas discretas transacciones por su cuenta que le habían dado buenos resultados. Había pedido dinero prestado para invertir, por supuesto, ya que aquélla era la única manera de ganar dinero rápidamente y los riesgos eran mínimos en una situación de alza del mercado. De hecho, por la época del embarazo de Maggie había acumulado una considerable cartera de valores.
A ella no le había dicho nada. Tenía intención de hacerlo cuando hubiera ganado lo bastante para impresionarla, cosa que no sería fácil tratándose de una abogada que estaba acostumbrada a trabajar con clientes muy acaudalados. Él perseveraba, con todo. No le costaba mantener en secreto sus actividades, dado que declaraban a la hacienda pública por separado. Aquello fue idea de ella desde el principio de su matrimonio. Él no sabía cuánto ganaba Maggie ni ella cuánto ganaba él. Llevaban la cuenta de sus gastos mensuales, que dividían a partes iguales entre los dos, y nada más. Hasta que a Maggie la aceptaron como socia, él dio por sentado que tenía más ingresos que ella. Ahora ya no estaba tan seguro. Tampoco importaba mucho, desde luego. De todas maneras, con las primas y las acciones prioritarias, sí, probablemente seguía ganando más… aunque los socios de los grandes gabinetes de abogados obtenían unos sustanciosos beneficios. Cuando por fin se forrara en la Bolsa, pensaba con secreta satisfacción, habría llegado el momento de ponerla al corriente.
Todo había ido bien hasta el desastre del mes anterior.
En octubre, la Bolsa se vino abajo. No fue un crack como el de 1929, sino una brutal corrección. Las agencias de Bolsa pasaban por un mal momento y se generalizaban los despidos. Al trabajar en un banco comercial, a Gorham aquello no le afectaba, ni tampoco a los abogados, que siempre tenían trabajo arbitrando todos los desastres. Con sus participaciones en Bolsa salió muy perjudicado, sin embargo. Dos días atrás, después de revisar lo que le quedaba tras haber atendido los requerimientos de pago, descubrió que se encontraba exactamente en el mismo punto donde había empezado varios años atrás. No era un balance muy satisfactorio. Podía felicitarse de que no fueran a mudarse a un apartamento mayor ese año.
No le había contado nada a Maggie. No había necesidad de disgustarla con aquella clase de noticias cuando estaba a punto de dar a luz, ni tampoco tenía mucho sentido decírselo después. Así actuaban los buenos corredores de Bolsa, pensaba, minimizando las pérdidas y manteniéndose calladamente en un segundo plano para después volver a avanzar.
Hacía tres días que había recibido aquella imprevista proposición. Lo llamó por teléfono un banquero al que apenas conocía. Mantuvieron un discreto encuentro, seguido de otras reuniones con socios de la empresa inversora en cuestión. Después le hicieron una propuesta provisional que no era como para descartarla de entrada.
Le preguntaron si quería pasar a trabajar en un banco de inversión. Era todo un halago, desde luego. Los socios del banco de inversión consideraban que poseía cualidades y dotes para el trato con los clientes que les serían muy útiles y, después de tratar a fondo la cuestión comprendió que no les faltaba razón. La remuneración se presentaba interesante y le había gustado la gente con la que iba a trabajar.
Además, como en todo banco de inversión habría animación, la oportunidad de asumir iniciativas propias y de ganar mucho dinero. Por otro lado, el horario de trabajo sería mucho más cargado.
Era posible que aquélla fuera una gran oportunidad para él, la clase de catapulta que, a su juicio, los Master de antaño no hubieran desperdiciado. Lo malo era que perdería unas cuantas participaciones de acciones y seguramente vería menos tiempo a su familia del que habría querido.
¿Era oportuno embarcarse en aquello? ¿Poseía la confianza para asumirlo? ¿Estaba dispuesto, después de las pérdidas sufridas en la Bolsa, a renunciar a su seguridad?
No lo sabía. Quería hablarlo con Maggie, pero aquél no era precisamente el momento más adecuado para plantearle algo a una esposa, cuando estaba a punto de dar a luz.
Se pusieron en marcha. El conductor del camión terminó el reparto, el ruso le dedicó un insulto y él le correspondió con un juramento. Luego, murmurando con furia entre dientes, el ruso arrancó a toda velocidad. Los semáforos estaban bien sincronizados en Madison, gracias a Dios, a diferencia de en Park Avenue, donde uno se veía obligado a pararse cada ocho o diez manzanas. En cuestión de minutos llegaron al Mount Sinai y luego cruzó como un vendaval la entrada para averiguar dónde estaba Maggie.
La habían trasladado ya al quinto piso. Cuando llegó allí, la primera persona que vio fue al doctor Caruso.
—Todo va bien —lo tranquilizó éste—. He mandado que la subieran directamente porque la dilatación va muy deprisa.
—No debía haber ido a la oficina, ¿verdad?
—Ya conoce a su esposa —repuso el médico—. Aunque a menos que haya un problema, las mujeres activas suelen tener los hijos con más facilidad. Yo habría preferido no tener que trabajar con tanta urgencia —añadió con una sonrisa.
—Al menos no ha tenido que asistir al parto en la sala de conferencias de la Branch & Cabell, de modo que ya puede darse por contento.
—Exacto. Maggie dice que va a entrar en la sala de partos.
—Tengo que ir.
—No es obligatorio.
—No, en realidad, tengo que ir. —Gorham esbozó una sonrisa—. Ya se lo explicaré después.
—En ese caso tendrá que tomar ciertas medidas —indicó Caruso—. La enfermera le dará una bata y, si lleva un reloj, quíteselo. Mientras tanto, puede ir a su habitación, hacia allí, en la segunda puerta.
Al mirar a Maggie lo inundó una gran oleada de afecto.
—Hola, te he traído la bolsa. ¿Estás bien?
—Sí —confirmó alegremente Maggie—. Todo va perfecto.
Estaba un poco asustada, pero sólo él era capaz de darse cuenta.
—Vaya una manera de interrumpir tu reunión —bromeó—. ¿No podías pedirle al niño que adaptara el horario?
—Pues no. Es tan terco como su madre.
—¿Has llamado a tu madre y a tu padre? —Sus padres, ya jubilados, se habían ido a vivir a Florida hacía poco.
—Sí. Les he prometido que los volvería a llamar más tarde. ¿Y tú?
La madre de Gorham también vivía en Florida.
—No he tenido tiempo.
Una enfermera llegó con una bata azul claro. Mientras se la ponía, Gorham se planteó qué hacer con el reloj. No quería dejarlo en la habitación. Al ver que la bata tenía un bolsillo, lo puso allí.
El doctor Caruso volvió y examinó a la paciente.
—Vaya, vaya —exclamó con una radiante sonrisa—. Veo que no pierde el tiempo. Volveré dentro de poco.
Gorham se colocó al lado de Maggie y le tomó la mano.
—¿Todo bien?
Maggie había rehusado que le pusieran la epidural. Era muy propio de ella. Iba a hacerlo todo ella misma, sin ayuda, a su manera.
—Y ahora —dijo Gorham con ademán severo, situándose al pie de la cama—, creo que es hora de que aprendas a respirar.
La primera clase de respiración había tenido lugar tres meses atrás. En principio debían asistir juntos los maridos y las mujeres, para aprender a practicar como un equipo. Aquello formaba parte de las tendencias de las parejas modernas y él estaba de acuerdo. Se reunieron en una pequeña sala del hospital. Él y otro futuro padre fueron los primeros en llegar. La enfermera que daba la clase entró cinco minutos después. Luego esperaron.
Al cabo de cinco minutos, la enfermera les preguntó los nombres de sus esposas. Tras otros cinco más comenzó a enojarse. El otro hombre, un individuo bajito y un poco calvo, más o menos de su edad, lo miró con un suspiro.
—¿A qué se dedica su mujer?
—Es abogada. ¿Y la suya?
—La mía trabaja en un banco de inversión.
Los dos se volvieron hacia la enfermera.
—Mejor será que empecemos sin ellas —opinaron.
Ahora que Maggie era socia la presión no era tanta, pero si alguien creía que iba a interrumpir una reunión importante para ir a una clase de respiración…
No acudió ni a la primera, ni a la segunda cita. A la tercera sí. La enfermera no estaba muy contenta, pero a Gorham no le molestó… a aquellas alturas controlaba bastante bien aquello de la respiración.
—Veamos —dijo la enfermera, lanzando una severa mirada a Maggie—. Lo fundamental es instalar un ritmo continuo que ayude a relajarse. Va a aprender a inspirar. Al decir RE… cuente uno… dos… tres… cuatro… y LAX. RE… uno… dos… tres… LAX. A medida que las contracciones sean más frecuentes se puede hacer un poco más rápido. Bueno, sólo tiene que seguir la cadencia que le marque su marido. Y RE… uno… dos…
Por la puerta asomó una enfermera.
—Hay una llamada de una tal señora O’Donnell —anunció.
—Dígale, por favor, que llame más tarde —dijo la otra enfermera.
—Me temo que debo ponerme —dijo Maggie, dirigiéndose a la puerta.
—¿Quiere hacer el favor de sentarse? —le pidió, elevando el tono, la enfermera.
—Perdón —dijo Maggie, ya en la puerta.
—¿Es que no se da cuenta de que es su hijo? —gritó la enfermera.
Maggie dio media vuelta y luego dirigió una cariñosa mirada a Gorham y una radiante sonrisa a la enfermera.
—No se preocupe —dijo—. Formamos un magnífico equipo. Él respirará y yo tendré el niño.
—Respira… dos… tres… empuja —decían Gorham y el médico—. Respira… dos… tres… empuja.
—Empuje ahora… —indicó el médico—. Muy bien… eso es… casi ya está… empuje… lo máximo que pueda…
—¡Aay! —gritó Maggie.
El doctor Caruso ya no hablaba. Estaba ocupado sacando al bebé.
—Otra vez —pidió.
Maggie dio otro grito… Gorham se quedó petrificado. El doctor Caruso retrocedió un paso. El bebé lloró. Caruso sonrió.
—Felicidades. Tienen un hijo.
De modo que ya había nacido.
—Veo que ambos asistieron a las clases de respiración —le comentó unos minutos después el médico—. Lo han hecho muy bien.
Gorham miró a Maggie y Maggie miró a Gorham.
—¿A que sí? —dijo Maggie.
Todo salió bien pues. Al cabo de un rato, Maggie quiso descansar unas horas, de modo que Gorham decidió volver a casa. Se quitó la bata y la enfermera le indicó que la metiese en la rampa que comunicaba con la lavandería. Preparó sus cosas para irse. Estaba a punto de abandonar la planta en compañía del doctor Caruso cuando se dio cuenta de algo.
—Vaya por Dios. He dejado el reloj en el bolsillo de la bata. Se ha ido directo a la lavandería.
—Lo siento —dijo Caruso—. ¿Era un Rolex?
—Oh, no. No era caro, pero aun así…
—Puede decírselo a la enfermera para que avise a los de la lavandería. Quizá lo encuentren.
—¿Cree que esto ocurre a menudo?
—Es probable.
—¿Y encuentran alguna vez los relojes?
—No sabría decirle. Creo que los empleos de allá abajo están bastante solicitados.
—Ya.
—Considérelo desde este punto de vista —le aconsejó Caruso—. Puede que haya perdido un reloj, pero ha ganado un hijo.
Al llegar a casa, llamó a los padres de Maggie y a su madre. Después abrió una botella de champán y tras brindar con Bella por el nacimiento, le dijo que debería acompañarlo cuando volviera al hospital para que viera al niño. Por otro lado, le interesaba que se estableciera un lazo entre Bella y el pequeño.
Le quedaba un buen rato sin saber qué hacer. Estaba demasiado emocionado para sentarse a mirar la televisión y, desde luego, era incapaz de ponerse a trabajar. Empezó a caminar arriba y abajo.
Quizá podría llamar a Juan. Sí, no estaría mal.
Postergó, sin embargo, la llamada, y siguió yendo de un lado a otro. Aunque no quería pensar en ello, no podía quitarse el asunto de la cabeza.
¿Qué demonios iba a hacer con la oferta del banco de inversión?