Niágara

1825

La muchacha india observaba el camino. Varios hombres llegados con el barco se habían adentrado ya por el sendero que discurría por el bosque. Había visto cómo bajaban a la gran plataforma de hierba y roca, y se sobresaltaban por el repentino estruendo del agua.

Tenía nueve años; había acudido a la grandiosa cascada con su familia y pronto proseguiría camino hacia Buffalo.

Frank caminaba junto a su padre. Era un luminoso día de octubre y el cielo desplegaba su inmensidad azul por encima de los árboles. Aunque ahora estaban solos, deducía, por las aplastadas hojas rojas y amarillas del camino, que por aquel mismo sitio habían pasado muchas personas.

—Ya casi hemos llegado —dijo su padre.

Weston Master se desabotonó la chaqueta de confección casera; se había humedecido con la neblina, pero el sol empezaba a calentarla. Un amplio pañuelo le rodeaba el cuello. Aquel día se había puesto un cinturón de wampum; se trataba de una vieja prenda que no se ceñía a menudo para no gastarla. Caminaba apoyándose en un recio bastón, mientras fumaba un puro; olía bien.

Frank sabía que a su padre le gustaba estar rodeado de su familia.

—De mi madre no recuerdo nada —decía—. En cuanto a mi padre, estaba luchando en la guerra cuando yo era un niño. Y después de que me fuera a Harvard, no volví a verlo.

Durante las veladas en casa se sentaba en su sillón de mimbre junto al fuego, exigiendo la presencia de su esposa y de sus cinco hijos —las cuatro niñas y el pequeño Frank— para jugar con ellos o leerles cuentos. Weston leía libros divertidos, como el relato de Rip van Winkle, de Washington Irving, o la entretenida Historia de Nueva York, contada por un personaje holandés inventado por él mismo, al que bautizó como Diedrich Knickerbocker.

Todos los veranos, la familia pasaba dos semanas con la tía Abigail en el condado de Westchester, y otro par de semanas con sus primos del condado de Dutchess. Cuantos más miembros de su familia tenía en torno suyo, más contento se veía a Weston Master.

—Me voy a llevar a Frank conmigo —anunció el mes anterior, a raíz de que el gobernador lo invitara a trasladarse al norte para la inauguración del gran canal.

No era la primera vez que Frank remontaba el río Hudson. Tres años atrás, poco después de cumplir los siete años, había estallado una grave epidemia de fiebre amarilla en Nueva York. En el puerto a menudo se declaraban fiebres.

—Los barcos la traen del sur —explicaba su padre—, y siempre corremos ese riesgo. En Nueva York hace tanto calor como en Jamaica en verano, ya sabes.

No obstante, cuando empezaron a morir muchas personas, Weston se llevó a toda su familia por el río, a Albany, a esperar a que cediera la enfermedad.

Frank había disfrutado con aquel viaje; durante la ida, habían divisado por el oeste las montañas Catskill.

—Allí es donde se quedó dormido Rip van Winkle —les advirtió su padre.

A Frank le agradó Albany; aquella activa ciudad se había convertido en la capital del estado de Nueva York. Su padre había asegurado que esto era bueno, puesto que Manhattan quedaba en el extremo del estado y de todas formas contaba con muchos negocios, pero Albany estaba situada en el centro y así crecía deprisa. Un día, Weston los llevó a todos al viejo fuerte de Ticonderoga y les relató cómo los americanos se lo habían arrebatado a los británicos. Aunque no le interesaba mucho la historia, Frank se divirtió observando las líneas geométricas de los antiguos muros de piedra y los emplazamientos de los cañones.

En aquella ocasión, después de remontar el Hudson hasta Albany, Frank y su padre prosiguieron hacia el oeste. Primero habían ido en diligencia por el antiguo camino de peaje que franqueaba el borde septentrional de las Catskill hasta Syracuse, desde donde habían recorrido la punta de los largos y estrechos lagos Finger. Luego, después de pasar por Seneca y Geneva y atravesar Batavia, habían llegado por fin a Buffalo. El camino les había llevado muchos días.

Frank creía saber por qué lo había llevado allí su padre. Él era el único niño varón de la familia, por supuesto, pero ése no era el único motivo. Le gustaba saber cómo funcionaban las cosas; en casa, le encantaba que su padre lo llevara a los barcos de vapor y le dejara inspeccionar los hornos y los pistones.

—Funcionan según el mismo principio que los grandes ingenios impulsados por vapor que tienen para alijar el algodón en Inglaterra —le había explicado Weston—. Las plantaciones que financiamos en el Sur producen sobre todo algodón en rama, que enviamos al otro lado del océano, donde separan la borra de la simiente con estas máquinas.

Frank iba a veces a los muelles a observar cómo empaquetaban los cargamentos de hielo, de modo que no se deshelaran antes de llegar a las cocinas de las casas pudientes de la Martinica tropical. Cuando los obreros instalaron iluminación a gas en su casa aquella primavera, no se perdió ni el más mínimo centímetro del proceso de colocación de los tubos.

Por eso deducía que era natural que su padre lo hubiera elegido a él entre todos sus hijos para acompañarlo entonces, a fin de que presenciara la inauguración de aquel vasto proyecto de ingeniería emprendido en el norte.

Weston Master dio una chupada al cigarro. Un poco más allá del sendero, que casi parecía un túnel por el dosel de vegetación que lo cubría, un brillante arco de luz anunciaba el final de los árboles. Mientras observaba a su hijo, sonrió para sí: estaba contento de haberlo llevado con él. Era bueno que los hijos pasaran un tiempo a solas con su padre; además, deseaba compartir ciertas vivencias de aquel viaje con él.

Habían transcurrido más de treinta años desde el repentino fallecimiento de su padre en Inglaterra. El viejo señor Albion, que había tenido bastantes dificultades para descubrir todos los detalles del asunto, explicó en una carta que lo habían atacado unos rufianes en la ciudad, probablemente con la intención de robarlo. James Master había presentado tanta resistencia, sin embargo, que uno de los bandidos le había descargado un terrible golpe con un palo, del que no se había recuperado. Aparte de la gran conmoción que le supuso este suceso, aquella noticia fraguó en Weston un prejuicio que debía perdurar el resto de su vida. Durante toda su infancia en Nueva York, por razones que nunca alcanzó a entender, sintió que Inglaterra retenía a la madre de que carecía. Asimismo, la guerra contra este país fue lo que mantuvo alejado a su padre de él e indujo a que sus compañeros de escuela calificaran a éste de traidor. Aquellas heridas habían sanado sólo en parte cuando le llegó la noticia de que, a la manera de un antiguo dios al que no podía satisfacerse, Inglaterra había reclamado también la vida de su padre. Pese a que por entonces era un joven racional, estudiante de Harvard, era comprensible que en su alma hubiera cuajado una especie de aversión contra Inglaterra y todo lo inglés.

Con el tiempo, el abanico de su rechazo fue aumentando. Mientras estaba en Harvard, durante la Revolución francesa, había tenido la impresión de que, inspirado por el ejemplo de América, en aquel país podría darse el despertar de una nueva libertad europea. No obstante, cuando la Constitución liberal que esperaban obtener Lafayette y sus amigos dio paso primero a un baño de sangre y a la entronización del terror, y después al imperio de Napoleón, Weston llegó a la conclusión de que las libertades logradas en el Nuevo Mundo nunca serían posibles en el Viejo. Europa estaba demasiado atrapada en el atolladero de los antiguos odios y rivalidades entre países. En su imaginación, el continente constituía un lugar peligroso con el que quería tener el menor contacto posible.

De todas maneras, en este tema gozaba de una excelente compañía. El mismo Washington, en su carta de despedida, ya había advertido a la nueva nación americana que evitara enzarzarse en conflictos con el extranjero, y Jefferson, abanderado de la Ilustración europea y antiguo residente de París, también había declarado que América debía limitarse a mantener una honrada amistad con todos los países, sin complicarse estableciendo alianzas con unos o con otros. Madison tenía la misma opinión. Hasta John Quincy Adams, el gran diplomático, que había vivido en países como Rusia y Portugal, decía lo mismo. Europa era una fuente de problemas.

Doce años atrás se había constatado la sabiduría de tales advertencias. Los británicos mantuvieron un reñido pulso con el imperio napoleónico y, obligados por su tratado de amistad con Francia, Estados Unidos se vio atrapado entre ambas potencias enfrentadas. Weston había sentido primero irritación contra Inglaterra, que, incapaz de tolerar que América mantuviera un comercio neutral con su enemigo, comenzó a hostigar a los barcos estadounidenses. A este sentimiento le sucedió otro de desesperación, al ver que las disputas degeneraban en un conflicto a gran escala. Después experimentó una franca ira, cuando América y Bretaña volvieron a entrar en guerra en 1812.

Conservaba amargos recuerdos de aquella guerra. El bloqueo infligido por los británicos al puerto de Nueva York había estado a punto de arruinar sus negocios. Las luchas libradas a lo largo de la costa este y Canadá habían costado decenas de millones de dólares. Los malditos británicos habían incluso quemado la mansión del presidente, en Washington. Cuando aquel lamentable periodo tocó a su fin al cabo de tres años y Napoleón abandonó el escenario de la historia, el alivio de Weston iba acompañado por una férrea determinación.

América nunca debía volver a encontrarse en una posición como aquélla. Tenía que ser robusta, como una fortaleza, para resistir en solitario. Últimamente, el presidente Monroe había abundado aún más en aquella idea y había declarado que, para que Estados Unidos se hallara de verdad segura, la totalidad del área occidental del Atlántico, incluidos Norteamérica, el Caribe y Sudamérica, debía quedar situada bajo su zona de influencia. El resto de los países podía pelear en Europa si quería, pero no en América. Pese a que se trataba de una pretensión osada, Weston se adhería a ella sin reparos.

¿Para qué necesitaban, además, los americanos el Viejo Mundo, situado al otro lado del océano, cuando disponían de un inmenso continente a las puertas de su casa? Impresionantes sistemas fluviales, ricos valles, interminables bosques, magníficas montañas, fértiles llanuras… Un territorio con infinitas posibilidades se prolongaba hacia el oeste, más allá de poniente. La libertad y la riqueza de un continente, con sus miles de kilómetros de extensión, se hallaban allí, al alcance de su mano.

Era aquella gran verdad, aquel magnífico proyecto, lo que Weston deseaba inculcar a su hijo con aquel viaje hacia el oeste.

Para Nueva York, y para la familia Master en particular, el gran canal que se acababa de construir formaba parte integral de aquella ambiciosa disposición de futuro. Por ello, antes de abandonar la ciudad, procuró hacerle comprender a su hijo su importancia y destacó, en un mapa de Norteamérica extendido en la mesa de la biblioteca, ciertos lugares clave.

—Mira, Frank, aquí están los Apalaches, que empiezan abajo, en Georgia, y se extienden hasta la punta oriental del país. En Carolina del Norte se convierten en las Smoky Mountains. Después continúan recto a través de Virginia, Pensilvania, Nueva Jersey y Nueva York, donde primero reciben el nombre de Catskill y después de Adirondack. Las primeras trece colonias se encontraban todas en el lado oriental de los Apalaches, pero el otro costado representa el futuro, Frank. Allí está el gran Oeste americano —recalcó, abarcando con un ademán la parte del mapa que se prolongaba hasta el Pacífico.

Las zonas del mapa que ya pertenecían a Estados Unidos estaban pintadas en color, pero no así el territorio del Lejano Oeste, que quedaba más allá de las montañas Rocosas. Aunque tras la guerra de 1812, los españoles habían renunciado a Florida, su inmenso imperio mexicano todavía iba desde la costa del Pacífico hasta el estado de Oregón, el territorio libre que controlaban de forma conjunta América y Gran Bretaña. La vasta franja de territorio situada al este de las Rocosas y que iba desde Canadá hasta Nueva Orleans sí constaba en color. Se trataba de la denominada Compra de Luisiana, que, con una extensión equiparable a los trece estados iniciales juntos, Jefferson había comprado a Napoleón a un precio de saldo.

—Napoleón era un gran general —explicó Weston a Frank—, pero como negociante era un desastre.

Aunque todavía faltaba organizar en diversos estados buena parte de la Compra de Luisiana, Weston preveía que aquello tendría lugar con el tiempo. En aquella ocasión, sin embargo, fue al oeste más próximo, situado bajo los Grandes Lagos, adonde dirigió la atención de su hijo.

—Fíjate en estos nuevos estados, Frank —dijo—: Ohio, Indiana, Illinois… con el territorio de Michigan arriba y los estados de Kentucky y Tennessee abajo. Son ricos en toda clase de cultivos, sobre todo en cereales; será el futuro granero del mundo, pero Nueva York no se beneficia de ellos. Todo el grano, los cerdos y el resto de los productos del Oeste van a parar al Sur, adonde los transportan a través del río Ohio y después el Misisipí… —recorrió con el dedo la línea de los vastos sistemas fluviales—… hasta que por fin llegan a Nueva Orleans, donde se pueden embarcar. Ésa es la razón, muchacho, por la que hemos construido el canal Erie —apostilló con una sonrisa.

La geografía había mostrado, desde luego, una cara amable a los emprendedores neoyorquinos. En el norte, cerca de Albany, en la orilla occidental del río Hudson, donde confluía con el río Mohawk, la enorme y amplia brecha formada entre las montañas Catskill y las Adirondack ofrecía un terreno viable para trazar un canal. Desde el Hudson, éste se prolongaba por el oeste hasta el extremo de los Grandes Lagos, situados en la zona del Medio Oeste.

—Aquí, justo debajo del lago Ontario y encima del lago Erie, queda la localidad de Buffalo —informó Weston—. En este lugar afluyen toda clase de productos, y el canal termina justo debajo de Buffalo.

—¿Así que ahora podremos usar el canal para llevar mercancías hacia el este en lugar de al sur?

—Exacto. El traslado de cargas pesadas por tierra resulta caro y lento; las barcazas cargadas de cereales pueden viajar, en cambio, desde Buffalo a Nueva York en sólo seis días. Y en lo que se refiere a la costa… el coste se disminuye de cien dólares por tonelada a tan sólo cinco, lo que supondrá una transformación radical. La riqueza del Oeste pasará directamente por Nueva York.

—Para Nueva Orleans no será tan bueno, supongo.

—No… Bueno, el problema es de ellos.

El día anterior, Weston y Frank habían pasado el día inspeccionando los sectores finales del canal. Con ello habían disfrutado de unas magníficas horas, en compañía del ingeniero que les había enseñado las obras. Frank se había recreado en algo que era lo que más le gustaba y Weston había observado con orgullo lo impresionado que había quedado el ingeniero con las preguntas del chiquillo.

Aquel día, sin embargo, había algo más que quería compartir con su hijo.

Durante el viaje había planteado en un par de ocasiones el tema. Cuando iniciaron el ascenso por el Hudson, había dirigido la vista atrás, hacia la lejanía, donde, más allá de los majestuosos acantilados de las Empalizadas, el puerto de Nueva York quedaba envuelto por una luminosa aureola dorada.

—Es una imagen espléndida ¿no, Frank? —había señalado.

Entonces no alcanzó a descifrar, con todo, qué pensaba el niño. Cuando llegaron a West Point, mientras contemplaban el esplendor del sinuoso valle del Hudson —una panorámica que siempre le emocionaba—, Weston había vuelto a reclamar la atención de su hijo sobre el paisaje.

—Es muy bonito, papá —había respondido éste, aunque su padre sospechó que sólo lo hacía porque pensaba que era lo que esperaba de él.

A medida que se alejaban hacia el oeste por los largos caminos y pasaban junto a lagos y montañas, entre espectaculares parajes y magníficos atardeceres, Weston los resaltaba para que el niño los apreciara.

Y es que además de la talla y riqueza material del continente, le interesaba hacerle ver a su hijo el carácter espiritual de éste: el vasto esplendor de la tierra, la magnificencia de su libertad, la gloria de la naturaleza y su manera de atestiguar lo sublime. El Viejo Mundo no tenía nada mejor que aquello… Tal vez poseía paisajes equiparables, pero no tan grandiosos. Allí, rodeada de la belleza del valle del Hudson, la naturaleza se prolongaba hasta las llanuras, desiertos y altas cumbres del oeste, sin trabas, salida de la mano de Dios. Aquello era América, tal como la habían visto sus nativos durante incontables generaciones antes de que llegaran sus antepasados. Quería compartirla con su hijo y hacer arraigar el sentimiento de admiración en su corazón de niño.

Por eso lo había llevado allí aquel día. La impresionante panorámica que estaban a punto de contemplar tenía que conmoverlo, porque no existía otra más espectacular.

—El lago Ontario está por encima del lago Erie —le dijo en voz baja a Frank mientras llegaban al final del camino—. Por eso, cuando el agua fluye por el canal que los comunica, llega a un lugar donde se produce un salto de agua. Verás que es algo extraordinario.

Frank había disfrutado con los preparativos del viaje. En la ciudad, había escuchado con interés las explicaciones sobre la aplicación del canal que le había dado su padre con ayuda de un mapa. A Frank le gustaban los mapas. En la biblioteca, su padre tenía también un gran grabado enmarcado del plano de la ciudad de Nueva York. En él se veía una larga y perfecta cuadrícula de calles. La ciudad había avanzado ya varios kilómetros con respecto a los límites que tenía en la época británica, pero ya existía el proyecto de prolongar su entramado hasta Harlem. A Frank le agradaba la simple y pura geometría de los planos y el hecho de que fuera algo volcado hacia el futuro y no al pasado.

También lo había pasado bien inspeccionando el canal el día anterior. La gente lo llamaba la Gran Zanja, en son de broma, aunque no había ningún motivo para mofarse, porque el canal era realmente asombroso; Frank conocía todos los detalles. El canal hundía su poderoso surco hacia el oeste a lo largo de más de doscientos cincuenta kilómetros, hasta el valle del río Mohawk, y después proseguía por espacio de trescientos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de Buffalo. En el curso de su largo viaje, el canal debía superar un desnivel de ciento ochenta metros, lo que se conseguía por medio de cincuenta esclusas de tres metros y medio de caída. Los obreros irlandeses habían excavado la zanja y los albañiles traídos de Alemania habían construido los muros.

El día anterior le habían dejado accionar las esclusas y ayudar a mover una de las pesadas compuertas, y el ingeniero le había especificado la cantidad de litros de agua que se desplazaban y a qué velocidad, y había calculado con un cronómetro el tiempo que se tardaba. Había disfrutado mucho haciendo esto.

En la inauguración oficial del día siguiente, el gobernador DeWitt Clinton iba a recibirlos a bordo de una barcaza con la que navegarían, franqueando las cincuenta esclusas, hasta Nueva York. Éste era el sobrino del antiguo gobernador patriota Clinton, que había ocupado el cargo durante la guerra de Independencia. Iba a llevarse dos grandes cubos de agua del lago Erie, para verterla al final del recorrido en la bahía de Nueva York.

Frank y su padre se encontraban ya en la punta del camino. Cuando salieron de entre los árboles, el pequeño pestañeó, deslumbrado por la luz y atónito a un tiempo por el bramido de las aguas. La gente permanecía diseminada en grupos en el amplio saliente; algunas personas se habían subido a las rocas para disfrutar de una vista aún más impactante de las cataratas. Advirtió que un grupo de indios permanecían sentados unos veinte metros más allá, a la derecha.

—Aquí las tienes —anunció su padre—: las cataratas del Niágara.

Contemplaron en silencio la cascada; Frank jamás había visto nada mayor que aquella extraordinaria curva formada por la gran cortina de agua. El vapor se elevaba y formaba algodonosas nubes desde el lecho del río.

—Sublime —alabó quedamente su padre—. Aquí se percibe la mano de lo divino, Frank, la voz de Dios.

El niño quiso decir algo, pero no sabía qué. Aguardó un momento y entonces creyó haber tenido una inspiración.

—¿Cuántos litros de agua circulan por ellas en un minuto?

Su padre tardó un poco en contestar.

—No lo sé, hijo —repuso por fin, con un asomo de decepción en la voz.

Frank agachó la cabeza; luego notó la mano de su padre apoyada en su hombro.

—Limítate a escucharla, Frank —le recomendó.

Y así lo hizo éste. Llevaba unos minutos escuchándola cuando reparó en la niña india; debía de tener su misma edad, y los observaba. Quizá lo miraba a él, pero no estaba seguro.

A Frank no le interesaban mucho las niñas, pero aquella india tenía algo que le llamó la atención. Era bajita, pero bien proporcionada; seguramente era bonita. Y seguía con la vista fija en su dirección, como si algo la atrajera.

—Papá —dijo Frank—, esa niña india nos está mirando.

Su padre se encogió de hombros.

—Podríamos bajar al río, si te apetece —propuso—, y observar las cascadas desde abajo. Hay un camino; se tarda un poco, claro, pero aseguran que vale la pena.

—De acuerdo —aceptó Frank.

Luego advirtió que la niña se acercaba a ellos. Se movía con tanta ligereza que parecía flotar por encima del suelo. Su padre, que también se dio cuenta de ello, se detuvo a observarla.

Frank sabía algo de los indios. Cuando se desencadenó la guerra de 1812, un gran caudillo llamado Tecumseh convenció a muchos de ellos para que lucharan en el bando británico. Allí, en territorio mohawk, fueron muchos los indios que se sumaron a su iniciativa, lo cual constituyó un gran error. Tecumseh había hallado la muerte y todos habían salido perdiendo. Por aquella zona aún había muchos mohawks, sin embargo; la niña debía de serlo.

Las otras personas que había en el saliente también la miraban y sonreían. Era tan preciosa y menuda que a nadie parecía importarle que se acercara a ellos de ese modo.

Frank, que había pensado que lo miraba a él, se dio cuenta entonces, no sin un punto de decepción, que en realidad centraba la vista en su padre. Se encaminó directamente a él y le señaló la cintura.

—Es mi cinturón de wampum lo que le interesa —dedujo su padre.

Al ver que parecía que la niña tenía ganas de tocarlo, Weston le indicó con un gesto que podía hacerlo. Entonces posó los dedos en el wampum y, a continuación, caminó en torno al padre de Frank, que tuvo el detalle de quitarse la chaqueta para que pudiera observar el cinturón. Una vez concluida la inspección, se quedó parada delante de él, mirándolo a la cara.

Llevaba mocasines, pero Frank se percató de que tenía los pies bien aseados. También advirtió que, aunque tenía la piel morena, sus ojos eran azules; su padre también reparó en ello.

—Fíjate en sus ojos, Frank; eso significa que tiene una parte de sangre blanca. De vez en cuando se ven casos así. ¿Mohawk? —preguntó a la niña.

Ella negó con un ademán.

—Lenape —dijo en voz baja.

—¿Sabes quién son los lenapes, Frank? —preguntó su padre—. Así se llama a los indios que vivían antes en la zona de Manhattan. Hoy en día apenas se ve ninguno; los que quedaron se dispersaron, se integraron en tribus más numerosas o se marcharon al oeste. Aún quedan unos pocos en Ohio, creo, pero un grupo se mantuvo unido y se instaló en el otro extremo del lago Erie. Lo llaman el clan de la Tortuga; no son muchos, no crean complicaciones y en general no se mezclan con la gente.

—¿O sea que su pueblo estaba en Manhattan cuando nuestra familia llegó allí?

—Probablemente. —Bajó la vista para mirarla—. Es muy bonita, ¿verdad?

Frank no respondió, pero entonces la niña se volvió para mirarlo a los ojos y él desvió, turbado, la mirada.

—Sí, es bonita, supongo —reconoció.

—Quieres mi cinturón de wampum, ¿eh? —dijo su padre a la niña, con un tono calmado y afable, como el que usaba para hablar con el perro en casa—. Pues no te lo voy a dar.

—¿Te entiende, papá? —preguntó Frank.

—No tengo ni idea —contestó. Luego algo le llamó la atención—. Hum —murmuró—. ¿Qué es esto?

Mediante signos su padre dio a entender a la pequeña que deseaba ver el objeto que llevaba colgado del cuello. Frank percibió que a ella no le apetecía, pero como su padre le había dejado observar su cinturón, no pudo negarse.

Su padre alargó la mano y evitó cualquier movimiento brusco.

Era una primorosa obra de artesanía: dos diminutos aros de madera pegados formaban un marco de doble cara, unidos además con una cruz trenzada. Un bucle de una fina cuerda de cuero ensartada en el marco permitía que la niña se lo colgara del cuello. El objeto orlado por el marco despidió un suave reflejo cuando su padre lo cogió para examinarlo.

—Vaya por Dios —exclamó—. ¿Sabes lo que es, Frank?

—Parece un dólar nuevo.

—Lo es y no lo es. Llevamos ya cuarenta años acuñando dólares estadounidenses, pero esta moneda es más antigua. Es un dólar holandés, un dólar de león, como los llamaban.

—Nunca oí hablar de ellos.

—La gente todavía los usaba cuando yo era niño, pero para entonces estaban tan viejos y gastados que los llamaban dólares del perro. Juraría que éste nunca ha circulado de mano en mano. Debe de tener ciento cincuenta años, o incluso más, pero se nota que está como nuevo. —Sacudió la cabeza con estupor y se lo tendió a Frank.

Éste observó la moneda, que tenía un espléndido león en la cara y un caballero en la cruz.

Su padre miraba, pensativo, a la niña.

—No sé si aceptaría vendérmelo —dijo.

Cuando le indicó por señas que quería comprarlo, ella negó con la cabeza con una expresión de alarma.

—Hum —musitó su padre. Luego reflexionó un momento y señaló el cinturón de wampum—. ¿Cambio?

Frank vio que la niña dudaba, pero esto sólo duró un momento. Después volvió a negar con la cabeza y, con cara de disgusto, alargó la mano para reclamar la moneda.

Su padre no era, con todo, alguien que renunciara a algo así como así. Sonrió y volvió a reiterar la oferta, mientras mantenía la moneda fuera del alcance de su mano. De nuevo ella negó con la cabeza y tendió la mano.

Su padre dirigió la mirada hacia donde permanecían sentados los indios, que observaban la escena con una actitud impasible.

—Deben de ser su familia, supongo —dijo—. Quizá ellos le digan que me lo venda. —Enrolló la moneda con la cuerda de cuero e hizo un paquetito—. Me parece que iré a hablar con ellos —decidió.

La niña alargó, no obstante, la mano con apremio, angustiada.

—Devuélveselo, papá —dijo de repente Frank—. Déjala en paz.

Su padre se volvió hacia él con expresión de asombro.

—¿Qué te ocurre, hijo?

—Es suyo, papá. Se lo tienes que devolver.

—Pensaba que quizá a ti te gustaría tenerlo —señaló.

—No.

No muy complacido, su padre devolvió la moneda a la niña. Después de cogerla, ella regresó, mientras la apretaba entre los dedos, hacia su familia entre la hierba.

El padre de Frank tendió la mirada hacia el agua con irritación.

—Bueno, pues éstas son las cataratas del Niágara —constató.

Cuando ya habían echado a andar por el camino, le transmitió una advertencia.

—No te dejes influir por las emociones cuando comercias, Frank.

—No lo haré, papá.

—Esa niña, por más que tuviera algo de sangre blanca de hace generaciones, sigue siendo de todos modos una salvaje.

Esa noche cenaron con el gobernador en un gran salón, y todas las personas que subieron a la barca al día siguiente brindaron por el nuevo canal y aseguraron que sería algo grandioso. Frank estaba entusiasmado con la perspectiva del viaje y de todas las esclusas por las que iban a pasar.

Después de la comida, mientras los hombres permanecían sentados en la mesa bebiendo y fumando puros, Frank preguntó a su padre si podía salir un rato.

—Claro que sí, hijo… pero no te alejes. Después, cuando vuelvas, vete a la habitación y cierra con llave. Duerme bien para estar fresco mañana.

Buffalo era bastante pequeño. Aunque la gente se refería a la localidad como un pueblo, Frank consideró que ya poseía el tamaño de una ciudad pequeña y, además, estaba creciendo. En ese momento, sin peatones, se hallaba envuelta en silencio y, aunque el cielo estaba sereno, no hacía frío.

Después de cruzar el canal, llegó a una franja despejada contigua al río, junto a la que había un bosquecillo de pinos y unas cuantas rocas. Sentado en una de éstas, se puso a contemplar el agua. Primero sintió la leve caricia de la brisa y luego dedujo que estaba cobrando fuerza, porque la oía ya en las copas de los árboles.

Mientras permanecía allí, le vino el recuerdo de la imagen de la niña y estuvo pensando en ella un rato. Satisfecho de su actuación, se preguntó dónde estaría entonces y si acaso pensaría también en él; le habría gustado que así fuera. Aunque aumentó el frío, siguió allí un poco más, pensando en ella y escuchando la voz del viento, que suspiraba entre los árboles. Después regresó.