Nueva York
Yo me llamo Quash. Ese nombre significa que nací un domingo. Según he sabido, en África, la tierra de mis antepasados, a los niños les ponen a menudo el nombre del día en que nacen. Por lo que me han dicho, en África yo me llamaría Kwasi, y si hubiera nacido un viernes, mi nombre sería Kofi, que en inglés es Cuffe. Los hijos del lunes se llaman Kojo, que en inglés es Cudjo; y también hay otros nombres parecidos.
Nací, según creo, por allá en el año de Nuestro Señor de 1650. A mi padre y a mi madre los sacaron de África para trabajar como esclavos en las islas Barbados. Cuando yo tenía cinco años, a mi madre y a mí se nos llevaron para volvernos a vender, y en el mercado me separaron de ella. A partir de ese momento, no volví a saber nada de mi madre. A mí me compró un marino holandés, y en eso tuve suerte, porque el capitán me llevó a Nueva Ámsterdam, tal como llamaban entonces a este sitio; mientras que si me hubiera quedado donde estaba es muy probable que a estas alturas ya estuviera muerto. En Nueva Ámsterdam, el capitán holandés me vendió, de modo que pasé a ser propiedad de meinheer Dirk van Dyck. Entonces tenía seis años. De mi padre no recuerdo nada, y de mi madre conservo sólo algún vago recuerdo. Lo que es seguro es que debieron de morir hace ya tiempo.
Desde pequeño, siempre he soñado con llegar a ser libre algún día.
Este anhelo lo empecé a concebir gracias a un anciano negro al que conocí cuando tenía ocho o nueve años. Por aquel entonces en los Nuevos Países Bajos había sólo unos seiscientos esclavos, la mitad de ellos en la ciudad. Algunos eran propiedad de familias particulares y otros de la Compañía de las Indias Occidentales Holandesas. Un día, en el mercado vi a un anciano negro. Sentado en una carreta, con un gran sombrero de paja en la cabeza, sonreía con aire de satisfacción. Con el atrevimiento de la corta edad, me acerqué a hablarle.
—Se os ve muy contento, anciano. ¿Quién es vuestro amo?
—Yo no tengo amo —respondió—. Soy libre.
Me explicó cómo podía ser aquello. Después de haber traído remesas de esclavos años atrás y haberlos empleado en muchas obras públicas como la construcción del fuerte o la pavimentación de las calles, la Compañía de las Indias Occidentales había entregado tierras a quienes habían trabajado mejor y durante más tiempo, habían asistido a las ceremonias de su iglesia y, a continuación, si también cumplían otras condiciones de servicio, los habían liberado. Yo le pregunté si había muchas personas así.
—No —reconoció—, sólo unas pocas.
Algunas vivían un poco más al norte de la muralla, otras un poco más lejos, en la parte oriental de la isla, y algunas al otro lado del río del norte, en la zona denominada Pavonia. Aunque veía pocas posibilidades de que yo lo lograra algún día, me pareció algo bueno que una persona recobrase la libertad.
No obstante, tuve suerte de haber ido a parar a una casa donde me daban un trato correcto. Meinheer Van Dyck era un hombre enérgico a quien le gustaba comerciar y viajar río arriba hacia el norte. Su esposa era una mujer recia, bien parecida, ferviente seguidora de la iglesia reformada holandesa, de los dómines y del gobernador Stuyvesant. Tenía un bajo concepto de los indios y le causaba disgusto que su marido se ausentara y estuviera con ellos.
Cuando yo llegué a esa casa, había una cocinera y una criada contratada como aprendiz que se llamaba Anna. Le habían pagado el viaje para cruzar el océano, y a cambio de eso ella tenía que trabajar para ellos siete años, después de lo cual debían darle cierta suma de dinero y dejarla libre de ir adonde quisiera. Yo era el único esclavo.
Meinheer Van Dyck y su esposa siempre eran muy considerados con su familia. Si algunas veces discutían, nosotros raramente lo veíamos, y su mayor placer era tener a los suyos reunidos a su alrededor. Al trabajar en la casa, yo estaba a menudo con sus hijos y por eso llegué a hablar el holandés casi tan bien como ellos.
Su hijo Jan y yo teníamos más o menos la misma edad. Era un niño guapo con una espesa mata de cabello castaño. Se parecía a su padre, pero tenía una corpulencia mayor que había heredado, creo, de su madre. De pequeños, a menudo jugábamos juntos, y siempre fuimos amigos. En cuanto a su hermanita Clara, era la niña más bonita que había visto nunca, de pelo dorado y relucientes ojos azules. Cuando era pequeña la llevaba a hombros y ella siguió reclamándomelo incluso hasta los diez u once años, y no paraba de reír para molestarme, según decía. Yo adoraba a esa niña.
Siempre fui muy rápido corriendo. A veces, meinheer Van Dyck organizaba una carrera entre los tres. A Jan lo ponía muy por delante de mí y a Clara cerca de la línea de llegada. Normalmente yo pasaba a Jan, pero al llegar cerca de Clara me rezagaba justo detrás de ella para que pudiera ganar, con lo cual quedaba encantada.
Algunos amos holandeses eran crueles con sus esclavos, pero meinheer Van Dyck y el ama siempre fueron buenos conmigo en esos años. Durante la infancia sólo me dieron labores poco duras, y cuando me hice un poco mayor, meinheer Van Dyck me encomendó muchas tareas; siempre parecía que tenía que ir a recoger o a carretear algo. Aun así, la única vez que me azotó fue después de que rompiera el cristal de una ventana con Jan, y entonces descargó la correa por igual contra los dos.
Cuando yo tenía unos catorce años, meinheer Van Dyck se volvió un negociante más destacado de lo que era antes y todo el mundo empezó a llamarlo «Jefe», incluido yo —por eso, de ahora en adelante lo llamaré así—. Por aquella época, al ama se le metió en la cabeza que yo tenía que ir vestido con librea, como los sirvientes de las casas principales. El Jefe se reía, pero la dejaba hacer, y yo me veía muy elegante con aquella librea azul. Estaba muy ufano con ella. El ama me enseñó a abrir la puerta a los invitados y a atender la mesa, cosa que encontré muy de mi agrado. «Quash, tienes una sonrisa muy bonita», me elogiaba. Yo procuraba, por consiguiente, sonreír de continuo, y así me gané una gran consideración por su parte y también por parte de su marido. Un día, el viejo dómine Cornelius vino a la casa. Era un hombre muy importante, alto, siempre vestido de negro y, a pesar de su edad, siempre iba muy tieso. Alabó a la esposa del Jefe mi elegante atuendo. Después de eso, no podía fallarle. Supongo que por todo ese buen trato me volví un tanto presuntuoso. En realidad, creo que durante un tiempo me consideraba más como una especie de aprendiz que como un esclavo y a menudo pensaba en qué podía hacer para aumentar la consideración en que me tenía la familia.
Fue más o menos un mes después de su visita a la casa cuando, efectuando un recado para el ama, vi al viejo dómine en la calle, vestido de negro y tocado con un gran sombrero puntiagudo de ala ancha. Precisamente un par de días atrás había concebido la idea de buscar la manera de ganarme aún más la estima del Jefe y de su familia, y me había acordado de que el anciano negro me contó que a los libertos se les había permitido convertirse en cristianos en el seno de la Iglesia holandesa. Por eso, al ver al viejo dómine, me acerqué a hablarle.
—Buenos días, señor —lo saludé con mucho respeto.
Él me miró con severidad, porque le estaba distrayendo de sus reflexiones, pero me reconoció.
—Tú eres el pequeño esclavo de los Van Dyck.
—Sí, señor —confirmé—. Me preguntaba si podía consultarle algo a Su Reverencia.
—¿Ah sí? ¿Qué es?
—Me preguntaba si yo podía formar parte de su iglesia.
Se me quedó mirando un momento, como fulminado por un rayo.
—¿Quieres convertirte en miembro de mi congregación?
—Sí, señor.
Se quedó callado un buen rato, mirándome con expresión fría y pensativa. Cuando me respondió, lo hizo en voz baja.
—Ya veo lo que eres —dijo. Yo, como era pequeño y estúpido, pensé que aquello supondría algo bueno para mí—. ¿Pretendes superarte a ti mismo?
—Sí, señor —contesté dispensándole, esperanzado, la mejor de mis sonrisas.
—Tal como suponía —murmuró, más para sí que para mí. Luego asintió—. Los que se integran en la congregación —añadió—, lo hacen por amor de Dios, no con intención de obtener alguna recompensa.
El caso es que, habiendo vivido con la familia Van Dyck y conociendo cómo educaban a sus hijos, yo creía conocer un poco la religión cristiana. Por eso, olvidando que era sólo un esclavo y que él era el dómine, estaba dispuesto a replicar con argumentos propios.
—Pero ellos lo hacen para escapar del infierno —aduje.
—No. —Tuve la impresión de que no deseaba mantener una conversación conmigo, pero que al ser un dómine estaba obligado a impartir instrucción incluso a un esclavo—. Ya está predestinado quién irá al infierno y quién se salvará. —Entonces me señaló con el índice—. La sumisión, joven, es el precio de entrada en la Iglesia. ¿Lo entiendes?
—Sí, señor.
—No eres el primer esclavo que se imagina que integrarse al culto de nuestra Iglesia puede abrirle la vía de la libertad, pero eso no es tolerable. Si nos sometemos a Dios es porque él es bueno, no para superarnos a nosotros mismos. —Estaba elevando la voz, de modo que un transeúnte se volvió a mirar—. ¡Nadie se debe burlar de Dios, joven! —me gritó.
Luego me clavó una airada mirada antes de alejarse a grandes zancadas.
—Me han dicho que el otro día mantuviste una conversación con el dómine Cornelius —me comentó al cabo de unos días el Jefe, observándome de una manera rara.
—Sí, Jefe —corroboré.
Después de aquello tuve buen cuidado de no volver a hablar de religión.
Pronto tuve cosas más importantes de las que preocuparme que de la salvación de mi alma, porque ese verano, mientras el Jefe estaba ausente, allá en el río, llegaron los ingleses.
Yo trabajaba en la cocina cuando Jan vino corriendo con la noticia.
—Ven enseguida, Quash —me llamó—. Vamos al muelle. Ven a ver.
Yo no sabía si el ama me daría permiso, pero al cabo de un momento llegó también ella con la pequeña Clara. Recuerdo que Clara tenía la carita roja de excitación. Nos fuimos pues todos a los muelles, cerca del fuerte. Como era un día claro, se veía hasta el otro lado de la bahía. A lo lejos se divisaban dos velas inglesas que navegaban en la bocana de la bahía, para que no pudiera entrar ni salir ningún barco. Al poco rato, vimos una humareda blanca. Después hubo una larga pausa hasta que oímos el ruido de los cañones, parecido a un distante trueno, porque estaban a unos diez kilómetros de distancia. Entre la gente congregada junto al agua se armó una algarabía. Corrió la voz de que los colonos ingleses instalados más allá de Brooklyn se estaban concentrando y tomando las armas, aunque nadie lo sabía con seguridad. Los hombres apostados en los muros del fuerte tenían un cañón que apuntaba a la bahía, pero como el gobernador no estaba allí, nadie asumía el mando, cosa que causó un gran disgusto al ama. A mí me parece que le habría agradado ponerse ella misma al frente.
Ya habían mandado mensajeros por el río para avisar al gobernador, pero iba a tardar uno o dos días en llegar. Mientras tanto, los barcos ingleses se mantuvieron en la misma posición, sin acercarse más.
Después, el gobernador llegó una tarde para asumir el mando y, en cuanto se enteró, el ama fue a verlo. Al volver parecía muy enfadada, pero no explicó por qué. A la mañana siguiente, el Jefe también volvió a casa.
Cuando el Jefe puso un pie en la puerta, el ama observó que había estado mucho tiempo ausente. Él contestó que había vuelto tan pronto como había podido. «No fue eso lo que me dijo el gobernador», replicó ella. Por lo visto se había parado en algún sitio en la orilla del río, añadió dirigiéndole una mirada asesina. Sí, se paró cuando los ingleses estaban atacando a su propia familia.
—Sí, es verdad —confirmó él, sonriendo—. Y deberías alegrarte por ello.
Ella lo miró más bien con dureza, pero él no le hizo caso.
—Piensa que cuando Stuyvesant me dijo que habían llegado los ingleses, no tenía manera de saber cuál era la situación. Hasta podría haberse dado el caso de que ya hubieran entrado en la ciudad, se hubieran apoderado de todos nuestros bienes y os hubieran echado de casa. ¿Entonces debía exponerme también a que los ingleses me robaran el cargamento, que es muy valioso por cierto? Podría haber constituido la única fortuna que nos quedaba. Por eso pensé en llevarlo a un lugar donde estuviera a buen recaudo. Lo guarda el jefe del pueblo indio adonde me vio dirigirme Stuyvesant. Hace muchos años que conozco a ese indio, Greet. Es una de las pocas personas en quien puedo confiar. Yo creo que tú también estarás de acuerdo en que debo dejarlo allí hasta que acabe todo esto.
El ama no añadió ni una palabra, pero con eso yo vi claramente el buen carácter que tenía el Jefe, que siempre pensaba en su familia.
Ese día en Nueva Ámsterdam reinó una gran confusión. Había barcas que llevaban mensajes del comandante inglés, el coronel Nicolls, al gobernador Stuyvesant, y luego de vuelta. Nadie sabía qué ponía en aquellos mensajes, y el gobernador no decía nada. En todo caso, los navíos de guerra ingleses permanecían abajo, junto al estrecho.
Al día siguiente, cuando bajé a los muelles con el Jefe y Jan, nos encontramos con un gran gentío. Todos señalaban al otro lado de Brooklyn, a la izquierda. Y sí, allí se veía el brillo de las armas, en el lugar donde las tropas inglesas se concentraban junto al transbordador. Entonces alguien apuntó hacia el estrecho y dijo que al oeste, en el gran promontorio de tierra que los holandeses llamaban Staten Island, habían desembarcado más tropas inglesas.
Meinheer Springsteen estaba allí.
—En el fuerte tenemos ciento cincuenta hombres —dijo al Jefe—, y podríamos reunir tal vez unos doscientos cincuenta capaces de defender la ciudad. Incluso contando con algunos esclavos, disponemos de quinientos hombres como máximo. El coronel inglés tiene el doble, y son soldados entrenados. Dicen, además, que los colonos ingleses de la isla larga han concentrado tropas también.
—En el fuerte tenemos cañones —señaló el Jefe.
—Con pocas reservas de pólvora y de munición —replicó meinheer Springsteen—. Si los navíos de guerra ingleses se aproximan nos reducirán a añicos. —Tomó al Jefe por el brazo—. Dicen que han exigido que les entreguemos la ciudad y que Stuyvesant no quiere dar su brazo a torcer.
Cuando se hubo alejado meinheer Springsteen, Jan preguntó al Jefe si los ingleses nos iban a destruir.
—Lo dudo, hijo mío —respondió—. Tenemos mucho más valor para ellos vivos. —Entonces se echó a reír—. Aunque nunca se sabe.
Después se fue a charlar con otros comerciantes.
Cuando llegamos a casa, le contó al ama que ninguno de los comerciantes quería luchar y ella se puso enfadada y dijo que eran unos cobardes.
Al día siguiente, el gobernador Winthrop de Connecticut llegó en un barco. Yo lo vi. Era un hombre bajo, de cara morena. Traía otra carta del coronel Nicolls. Él y el gobernador Stuyvesant fueron a parlamentar a una taberna. En ese momento todos los comerciantes estaban en los muelles tratando de averiguar qué ocurría, y el Jefe también se encontraba allí. Cuando volvió, dijo que algunos mercaderes se habían enterado por los hombres del gobernador Winthrop de que los ingleses ofrecían unas condiciones muy aceptables si el gobernador Stuyvesant les entregaba la ciudad. Por eso, cuando se hubo marchado Winthrop, le pidieron al gobernador Stuyvesant que les enseñara la carta de los ingleses. En lugar de atender la demanda, el gobernador la rasgó allí mismo, provocando una gran cólera. Ellos, de todas formas, recogieron los pedazos y los juntaron. Así supieron que los ingleses estaban dispuestos a dejarles mantener todas sus costumbres holandesas y todas sus riquezas y a permitir que todo siguiera exactamente igual que antes, siempre y cuando el gobernador Stuyvesant les entregara la ciudad sin oponer resistencia. Eso era lo que todos querían hacer. Todos excepto el gobernador, claro.
El ama estaba completamente de acuerdo con el gobernador Stuyvesant.
—Ha obrado de manera correcta —aprobó—. Es el único hombre digno de ese nombre entre todos vosotros.
Luego dijo que los comerciantes eran una manada de perros de mala raza y otras cosas que no voy a repetir aquí.
Justo entonces, en la calle alguien empezó a gritar «¡Que vienen los ingleses!». Todos corrimos afuera y, efectivamente, vimos en la bahía los navíos ingleses que se acercaban. Poco a poco rodearon la ciudad, apuntándonos con los cañones, y así se quedaron, para darnos a entender lo que podían hacer si se lo proponían.
Pues bien, a la mañana siguiente todos los comerciantes firmaron una petición en la que solicitaban al gobernador que se rindiera. El ama preguntó al Jefe si iba a firmarla y él contestó que sí. Incluso el propio hijo de Stuyvesant la firmó, cosa que debió de sentarle muy mal a su padre. Pero aun así, éste no quería ceder. Nosotros bajamos hasta el fuerte y vimos al gobernador en lo alto de las murallas, solo junto a uno de los cañones, con el pelo blanco flotando al viento, y el Jefe dijo: «Maldita sea, creo que pretende disparar él mismo el cañón». Justo entonces vimos que dos de los dómines subieron a rogarle que no lo hiciera, por temor de que nos perjudicara a todos. Y al final, como eran personas religiosas, lo convencieron para que bajara. Así fue como los ingleses tomaron la plaza.
Al otro lado del océano, los ingleses quedaron tan complacidos con su victoria que declararon la guerra a los holandeses, esperando quedarse con otras posesiones suyas. Los holandeses acabaron pagándoles con la misma moneda, sin embargo, y les arrebataron algunas ricas plazas de los trópicos. Al año siguiente en Londres se declaró una terrible plaga, y después la ciudad ardió a consecuencia de un gran incendio; y un año después, los holandeses subieron con sus barcos por el río Támesis hasta Londres, cogieron el mejor navío de guerra del rey y se lo llevaron remolcándolo; como los ingleses estaban tan debilitados no pudieron hacer nada. Entonces aceptaron firmar la paz. Los holandeses recuperaron las plazas que los ingleses les habían quitado en los trópicos, útiles para el tráfico de esclavos y el comercio de la caña, y los ingleses conservaron Manhattan. El ama no estaba muy contenta, pero al Jefe le daba igual.
—Nosotros somos sólo peones en una partida que nos supera, Greet —le decía.
Cuando el coronel Nicolls asumió el cargo de gobernador, dijo a los holandeses que se podían marchar si así lo deseaban, pero que si se quedaban, nunca se les pediría que lucharan contra los Países Bajos, fuera cual fuese el conflicto. Cambió el nombre de la ciudad por el de Nueva York, en honor al duque de York que era su dueño, y al territorio circundante lo denominó Yorkshire. Luego nombró un alcalde y concejales, como en cualquier ciudad inglesa. La mayoría de los ediles fueron de todas formas comerciantes holandeses, que estuvieron más conformes que cuando los gobernaba Stuyvesant porque el coronel Nicolls les pedía siempre consejo. Era un hombre afable; siempre que veía al ama en la calle, se quitaba el sombrero. Él también promovió las carreras de caballos, que la gente recibió con agrado.
Más tarde, después de cruzar el océano para ir a presentar explicaciones en los Países Bajos a cuenta de la pérdida de la ciudad, el viejo gobernador Stuyvesant regresó a su bouwerie de aquí. El coronel Nicolls lo trató con mucho respeto y los dos se hicieron muy amigos. El gobernador inglés iba a menudo a visitar al anciano a su granja. El ama seguía sintiendo antipatía por los ingleses, sin embargo.
—Aunque no negaré que ese Nicolls es muy educado —reconocía.
El siguiente gobernador se parecía al coronel Nicolls. Él puso en marcha el servicio de correos para comunicar con Boston, y también obró bastante en beneficio propio. A los ricos comerciantes no les importaba, pero la franja de población de holandeses pobres, que eran mayoría, al cabo de un tiempo empezó a estar descontenta con el gobierno inglés a causa de la permanencia de sus tropas en la ciudad, que sólo les ocasionaban gastos y problemas.
Cuando yo era pequeño, a la mayoría de los esclavos de la Compañía de las Indias Occidentales los hacían trabajar en la construcción de edificios. Los de los comerciantes se ocupaban sobre todo de quehaceres de jardinería y de cargar y descargar los barcos en el puerto, y a algunos los utilizaban también como tripulación de repuesto en los barcos. También había esclavas, a las que empleaban sobre todo para hacer la colada y las labores más pesadas de la casa, aunque eran pocas las que cocinaban. Los hombres pasaban por la calle y, al caer la tarde sobre todo, era corriente verlos charlando con las esclavas, desde el otro lado de la valla del jardín. Como es de imaginar, a veces de aquellas conversaciones nacían hijos. De todas maneras, pese que aquello era contrario a la religión, los amos no parecían censurar la llegada de aquellos niños, y yo creo que el motivo salta a la vista.
El tráfico de esclavos es un negocio que rinde mucho. Por aquel entonces, el esclavo que se compraba recién salido de África podía venderse a un precio diez veces más elevado si llegaba al puerto de Manhattan, y aún más caro en otros lugares. Por eso, incluso si una buena parte del cargamento se perdía en la travesía, los mercaderes podían obtener unas ganancias extraordinarias con la venta de esclavos. Ése era el motivo por el que tanto el antiguo gobernador Stuyvesant como nuestro nuevo gobernante, el duque de York, tenían tantas expectativas de convertir Manhattan en un gran centro de comercio de esclavos. En los tiempos del gobernador Stuyvesant se llevaron a Nueva Ámsterdam cientos de esclavos y después, algunos fueron traídos directamente de África. Muchos de ellos permanecieron en la región y a otros los vendieron para trabajar en las plantaciones de Virginia y otros lugares. Por eso, si una esclava de Nueva York tenía hijos, su amo podía esperar a que éstos tuvieran cierta edad para venderlos; otras veces se quedaba con los niños y los entrenaba para trabajar, al tiempo que vendía a su madre para que no los malcriara dedicándoles demasiada atención.
Como quiera que en la ciudad había unas cuantas jóvenes esclavas, mi interés por ellas fue en aumento y, por la época en que llegaron los ingleses, estaba ansioso por alcanzar la hombría a ese respecto. Siempre miraba por la ciudad en busca de una muchacha que estuviera dispuesta a procurarme ese tipo de experiencia. Los domingos, cuando el Jefe y todas las demás familias estaban en la iglesia, los negros salían a divertirse a la calle, y en tales ocasiones podía conocer a chicas de otras zonas de la ciudad. Con tres que encontré no fue fácil pasar un rato, sin embargo. En dos ocasiones me vi perseguido por la calle por tratar de entrar en la casa del amo de una de ellas, y a otra la azotaron por hablar conmigo. Me encontraba pues en una situación algo apurada.
En la ciudad, que además era un puerto, había naturalmente mujeres que facilitaban a los hombres cuanto querían siempre y cuando les pagaran. Yo tenía un poco de dinero. De vez en cuando, el Jefe me daba alguna moneda si estaba complacido conmigo. O si me alquilaba durante un día, como se solía hacer, me daba una pequeña parte de lo que recibía. Yo había ido guardando todo ese dinero en un lugar seguro, de modo que estaba pensando que sería necesario gastar una parte en una dama de aquéllas a fin de convertirme en un hombre con todos los atributos.
Una tarde me fui a escondidas en compañía de otros esclavos, que me llevaron por la carretera de la Bowery hasta un distante paraje situado al norte de la ciudad donde se habían instalado la mayoría de los negros libertos. Fuimos a una casa de madera, mayor que las otras, parecida a una posada. El propietario era un individuo alto que nos dio unos pasteles y ron para beber. Había más o menos una docena de negros, algunos de los cuales eran esclavos. Llevábamos poco rato allí cuando reparé en un anciano que dormía en un rincón con un sombrero de paja en la cabeza, y me di cuenta de que era el mismo que había conocido en el mercado siendo un niño, el que me dijo que se podía llegar a ser libre. Entonces le pregunté al hombre alto quién era el anciano y me respondió que su padre. Me estuvo hablando un rato y yo quedé muy impresionado con él. Poseía la casa, algunas parcelas de tierra y también tenía gente que trabajaba para él. Era igual de libre que cualquier blanco y no andaba escaso de dinero. Se llamaba Cudjo.
Después de conversar con él y haber tomado unos cuantos tragos de ron, vi a una muchacha de mi edad que entró en la casa. Se sentó en silencio en el rincón, cerca del viejo que dormía, y nadie dio muestras de haber reparado en ella. Yo, en cambio, la miré varias veces, preguntándome si ella se habría fijado en mí. Al final, volvió la cabeza y me miró de frente. Entonces vi sus ojos, que parecían reír, y su acogedora sonrisa.
Me disponía a levantarme para acercarme a ella, cuando sentí que Cudjo me agarraba por el brazo.
—Más vale que dejes en paz a esa chica —me dijo en voz baja.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Es tu mujer?
—No —contestó.
—¿Eres su padre?
—No. Soy su amo. Es mi esclava.
Al principio no lo creí. No sabía que un negro pudiera tener esclavos. Además, me parecía extraño que un hombre cuyo padre había obtenido la libertad poseyera a su vez esclavos. Pero era verdad.
—¿Estás buscando una mujer, joven? —me preguntó entonces Cudjo.
Yo le respondí que sí.
—¿Has estado alguna vez con una mujer? —me preguntó.
Yo le contesté que no.
—Entonces espera aquí —me dijo, antes de salir.
Al poco volvió con una joven. Debía de tener entre veinte y veinticinco años, calculé. Era casi tan alta como yo y por su manera lenta y desenvuelta de caminar parecía indicar que, se sintieran como se sintiesen los demás, ella se encontraba muy a gusto con el mundo. Vino a mi lado y me preguntó cómo me llamaba. Charlamos un rato, bebimos. Después miró a Cudjo y le dirigió un gesto.
—¿Por qué no vienes conmigo, cariño? —propuso.
Me fui con ella pues.
—Te va a tratar bien —me dijo al pasar Cudjo, sonriendo.
Esa noche me convertí en un hombre.
Durante los años siguientes trabé amistad con diversas esclavas de la ciudad. El jefe me dijo varias veces que uno de los meinheers se quejaba de que su esclava estaba embarazada por mi culpa. Algunos de los vecinos aconsejaban al Jefe que me enviara a trabajar a una granja fuera de la ciudad, pero nunca lo hizo.
Yo siempre tuve como objetivo complacer al Jefe y al ama por igual, pero a veces no era fácil, porque ellos no siempre se ponían de acuerdo entre sí.
El ama, por ejemplo, no siempre encontraba de su agrado a los amigos del Jefe. El primero al que le tomó inquina fue a meinheer Philipse. En principio cabía esperar que le gustara, porque era holandés, y su esposa y el ama siempre habían sido amigas. Además, eran ricos. Pero el ama decía que meinheer Philipse se estaba volviendo demasiado inglés y que se olvidaba de que era holandés. El amo no veía, por su parte, ningún defecto en él.
El segundo blanco de antipatía del ama llegó a nuestras vidas de la manera siguiente:
Al amo le gustaba ir a navegar. Siempre buscaba una excusa para ello. A veces llevaba a la familia en barca a algún sitio. En una ocasión fuimos a la islita que queda justo delante de la punta de Manhattan, a la que llaman Nut Island, con un gran cesto de comida y bebida, y pasamos toda la tarde allí. En otra ocasión fuimos más lejos, hasta el lugar denominado Oyster Island.
Un día el Jefe dijo que iba a trasladarse a un sitio situado en la isla larga, y que Jan y yo debíamos acompañarlo.
Salimos del muelle y subimos por el East River. Al llegar al punto donde el río se divide, y entrar en el canal que sigue hacia el este, el agua comenzó a agitarse y a correr con tal violencia que yo pasé mucho miedo. Hasta Jan se puso pálido, aunque no quiso que se le notara. El Jefe, en cambio, se echó a reír.
—Esto es la Puerta del Infierno, chicos. No os asustéis.
Una vez hubimos pasado la confluencia, las aguas recobraron la calma.
—Esto es el Estrecho, Quash —me dijo al poco rato—. En este lado —añadió, señalando a la izquierda—, la costa sigue hasta Connecticut y Massachusetts. En el otro, Long Island se prolonga durante más de cien kilómetros. Y ahora ¿estás contento de haber venido?
La verdad es que aquél era el lugar más bonito que había visto en toda mi vida. El cielo estaba despejado y sentía el sol en la piel. Dondequiera que mirase, el agua estaba tranquila y la tierra tenía una suave elevación, con playas y grandes cañaverales, y las aves planeaban sobre las olas. Para mí era como estar en el paraíso.
Seguimos navegando durante horas hasta que llegamos a un pueblecito situado en la orilla de la isla, en el estrecho, en cuyo embarcadero subimos a bordo unas mercancías que el Jefe iba a vender después en la ciudad. Cuando estábamos a punto de acabar, llegó un hombre a inspeccionar la operación. Era un mercader inglés. Pronto se quedó mirando al Jefe con aire pensativo, y el Jefe lo observó también a él.
—¿No os vendí hace tiempo un dólar de plata?
—Creo que sí —respondió el Jefe.
Después estuvieron conversando durante media hora. Yo no lo oí todo, pero me encontraba cerca de ellos cuando el inglés dijo que se había casado hacía un par de años y estaba muy satisfecho de haber vuelto desde Londres. Al final, cuando ya nos íbamos, oí que el Jefe le decía al hombre que debería irse a vivir a Nueva York, que allí le iría bien; y el inglés dijo que seguramente así lo haría.
Ese hombre, que se llamaba Master, iba a causarle muchas complicaciones al ama.
En una ocasión se me presentó la oportunidad de complacer mucho al ama.
En las colonias americanas, todo el mundo sabía que nuestras vidas dependían del desarrollo de las disputas que mantenían nuestros amos del otro lado del océano. Cinco años después de que se acabara la última disputa mantenida entre los ingleses y los holandeses, volvieron a surgir conflictos. Aquella vez, sin embargo, se trató de una cuestión de familia.
El rey Carlos II de Inglaterra mantenía cordiales relaciones con su primo, el rey Luis XIV de Francia, y no había olvidado la humillación que le infligieron los holandeses. Por eso, cuando en 1672 el rey Luis atacó los Países Bajos, el rey Carlos se unió a él. Las cosas no les salieron del todo bien, no obstante, porque cuando los franceses llegaron con todas sus tropas a los Países Bajos, los holandeses abrieron los diques e inundaron la tierra para impedirles el paso. Durante el verano siguiente nos llegaron noticias de que los barcos holandeses subían por la costa, prendiendo fuego a los barcos ingleses cargados de tabaco de Virginia y causando toda clase de dificultades. A finales de julio, vimos los navíos de guerra holandeses fondeados cerca de Staten Island.
Por aquel entonces en la ciudad había un joven caballero apellidado Leisler. Era alemán, creo, pero se había instalado en Manhattan, se había casado con una rica viuda holandesa y había prosperado en sus negocios. Era prácticamente holandés, y el ama le tenía por ello bastante aprecio. Mientras el Jefe estaba fuera, vino a la casa, y yo oí que le decía al ama que mucha gente se planteaba si debían acoger a los holandeses y pedirles que echaran a los ingleses de Manhattan si querían.
—Algunos comerciantes piensan que habría que enviar una comisión a Staten Island —aseguró—, pero a mí me preocupan los cañones del fuerte. Allí hay cuarenta y seis que podrían causar daños a la flota holandesa.
Una vez que se hubo ido Leisler, el ama se quedó pensativa. Cuando volvió el Jefe, le repitió lo que le había dicho Leisler. El Jefe, que ya conocía los rumores, aconsejaba a todo el mundo que se quedara en su casa. Entonces salió afuera para averiguar más datos. No debía de haber llegado muy lejos cuando el ama me llamó.
—¿Tienes un martillo, Quash?
Sí tenía uno, en el taller de atrás. Cuando fue a mirar allí, reparó en unos grandes clavos de metal que el Jefe había utilizado para sujetar una tienda.
—Cógelos —me indicó—. Vas a venir conmigo.
Yo temía ir, por lo que había dicho el Jefe, pero no me atreví a decirle que no a ella, de modo que nos fuimos al fuerte.
El sol se ponía ya, pero había mucha gente afuera. El capitán del fuerte se encargaba de la vigilancia. Disponía de algunos soldados pero trataba de reunir a los voluntarios, que se encontraban en su mayoría en la zona a la que llaman el Bowleen Green, situada delante del fuerte. Sin parar mientes en el capitán, el ama caminó directamente hacia el fuerte conmigo y llamó a unos cuantos voluntarios para que la acompañaran. Seríamos unos veinte los que entramos. Entonces el ama fue hasta donde se encontraban los cañones y antes de que nadie se diera cuenta de lo que hacía, me quitó un clavo y el martillo y se puso a introducir el clavo en el orificio por donde se pone la pólvora de uno de los cañones, para que no se pudiera disparar. Al verlo, algunos de los soldados se pusieron a gritar y trataron de impedírselo, pero ella no les hizo caso y siguió remachando el clavo, hasta dejarlo encajado en el cañón. Ésa es una maniobra que se emplea para inutilizarlos.
Los soldados, que no estaban muy entrenados, se estaban poniendo muy nerviosos. Vinieron corriendo hasta nosotros y reclamaron a gritos a los voluntarios que detuvieran al ama. Pero como eran holandeses, aquellos voluntarios no les obedecieron, y el ama ya se había trasladado hasta el siguiente cañón.
Justo entonces, uno de los soldados llegó y quiso golpear al ama con el mosquete. A mí no me tocó más remedio que abalanzarme hacia él y, antes de que la alcanzara, lo abatí y le golpeé la cabeza contra el suelo con bastante fuerza, de modo que no se volviera a levantar. Para entonces había llegado otro soldado, que me apuntaba con una pistola. Cuando apretó el gatillo, pensé que iba a morir, pero por suerte para mí, la pistola no estaba bien cebada y no se disparó. El ama se volvió, y al ver lo ocurrido llamó para que los voluntarios mantuvieran a raya a los soldados, y así lo hicieron.
Bueno, después todo fue muy confuso, con los soldados que no sabían qué hacer y la llegada de otros voluntarios más que acudían a ayudar al ama, y luego el capitán se puso hecho una furia cuando averiguó lo que pasaba. El ama siguió taponando los cañones hasta que no le quedaron más clavos. Después dejó el martillo a los voluntarios y les ordenó que prosiguieran con la labor.
Al día siguiente, los holandeses desembarcaron con seiscientos soldados más allá de la muralla. Siguieron hasta el fuerte, suscitando sólo algunos vítores entre la población, y el capitán inglés tuvo que rendirse. No podía hacer otra cosa.
Después de aquello gocé de un favor especial por parte del ama. Yo temía que el Jefe se enfadara conmigo por haber desobedecido sus órdenes yendo al fuerte.
—El ama dice que le salvaste la vida —me comentó al día siguiente.
—Sí, señor —respondí.
Entonces se echó a reír.
—Supongo que debería estarte agradecido —añadió, y no me reprochó nada.
Los holandeses recuperaron Nueva York, y aquella vez le pusieron el nombre de Nueva Orange. Pero esa situación sólo duró un año, sin embargo. Como era de prever, del otro lado del océano nuestros dirigentes firmaron otro tratado y de nuevo pasamos a ser territorio de los ingleses, para gran contrariedad del ama.
Después de eso, la situación estuvo bastante tranquila durante un tiempo. Manhattan volvió a llamarse Nueva York, pero el nuevo gobernador inglés, que se llamaba Andros, hablaba holandés y ayudaba a los comerciantes… a los ricos sobre todo. Él desecó el canal que atravesaba la ciudad. El ama decía que lo hizo porque a la gente le recordaba a Ámsterdam, pero la verdad es que aquella vieja zanja apestaba bastante y supongo que por eso lo hizo. Encima construyeron una bonita calle llamada Broad Street, o calle Ancha.
Fue por aquella época cuando vino a vivir a Nueva York el señor Master, el hombre que habíamos encontrado en Long Island. Él y el Jefe hicieron muchos negocios juntos. Al Jefe le gustaba seguir practicando el tradicional comercio de pieles remontando el río, pero entonces prosperaba el negocio que se realizaba en la costa con las plantaciones de azúcar de las Indias Occidentales y, según aseguraba el señor Master, las buenas ocasiones de hacer dinero se encontraban allí. El Jefe a veces invertía en sus viajes, y también lo hacía meinheer Philipse.
El Jefe tomó una iniciativa que hizo las delicias del ama. Como Jan estaba ya en edad de casarse, el Jefe acordó su boda con una chica de una buena familia holandesa. Se llamaba Lysbet Petersen y poseía una considerable fortuna. Yo la había visto en la ciudad, pero nunca había hablado con ella hasta el día en que vino a la casa cuando se anunció el compromiso.
—Éste es Quash —me presentó Jan, dedicándome una afable sonrisa, tras lo cual la joven dama me saludó inclinando la cabeza.
—Quash ha estado con nosotros toda la vida, Lysbet. Es mi mejor amigo —dijo entonces la señorita Clara.
Yo me alegré mucho con su intervención. Después de eso, la joven dama me dispensó una cálida sonrisa, para demostrarme que había comprendido que merecía que me trataran con consideración.
Fue un placer asistir a la boda y ver al dómine sonriente, y al Jefe y al ama cogidos del brazo con cara de gran satisfacción.
Al año siguiente llegó el momento en que pude prestar al Jefe un servicio que iba a cambiarme la vida.
En el año 1675 se produjo una terrible sublevación entre los indios. El jefe indio que la encabezaba se llamaba Metacom, aunque algunos lo llamaban el rey Philip. No sé muy bien qué discrepancia prendió los ánimos, pero lo cierto fue que en poco tiempo la amargura que habían acumulado en sus corazones los indios contra el hombre blanco por haberles quitado su tierra los llevó a sublevarse en Massachusetts y las partes más alejadas de Connecticut. Al poco tiempo, los indios y los blancos se mataban entre sí en grandes escabechinas.
Los habitantes de Nueva York estaban aterrorizados, y es que esas tribus que habían tomado las armas pertenecían todas al grupo de hablantes del algonquino. Por eso parecía natural que las tribus que vivían en los alrededores de Nueva York se volvieran belicosas también, pues incluso bastante debilitadas aún eran numerosas en la cuenca alta del río y en Long Island.
El gobernador Andros sabía, no obstante, cómo afrontar la situación. Congregó a todos aquellos indios y les hizo jurar que no iban a luchar; y a muchos los llevó a acampar cerca de la ciudad, donde podía mantenerlos vigilados. Después subió por el río hasta territorio de los indios mohawk y les prometió abundancia de comercio y mercancías con la condición de que, si los algonquinos de los alrededores de Nueva York causaban problemas, los mohawks acudieran a destrozarlos. La medida dio resultado, sin duda, porque en las proximidades de Manhattan no hubo ningún alboroto.
Un día, por aquella época, el Jefe me llevó a un lugar del centro de la isla de Manhattan adonde habían ordenado acampar a algunos de los indios. Me dijo que conocía a esa gente desde hacía mucho, desde el tiempo en que comerciaba con ellos. Habían plantado varios tipis junto a un claro, en un sitio donde las fresas silvestres crecían en medio de la hierba. El Jefe pasó un rato hablando con los indios en su propia lengua, y se notaba que estaban contentos de verlo; pero también vi que algunos de ellos estaban enfermos. Más tarde, el Jefe vino a hablarme.
—¿Tienes miedo de las fiebres, Quash?
La fiebre se había declarado de vez en cuando en la ciudad. Cuando tenía dieciocho años recuerdo que fue una epidemia muy mala que mató a más de un niño y anciano. A mí, sin embargo, nunca me había afectado.
—No, Jefe —respondí.
—Estupendo —dijo—. Entonces quiero que te quedes con esta gente un tiempo y procures que tengan cuanto necesitan. Si les falta comida o medicinas, vienes a decírmelo a la ciudad.
Permanecí en ese lugar casi un mes. Varias de aquellas familias padecieron una fiebre grave. Una de las mujeres en especial, que era más pálida que los demás, perdió a su marido, y sus hijos estuvieron casi a punto de morirse. Pero yo la ayudé a llevar a los niños al río, donde les bajaba la temperatura, y después fui a la ciudad a buscar harina de avena y otros alimentos por el estilo. Creo que de no haberla ayudado yo, también habría perdido a aquellos niños. Sea como fuere, se lo expliqué al Jefe, y me dijo que había obrado bien.
No obstante, cuando todo acabó, no bien volví a casa, tuve que sufrir las iras del ama.
—Has estado desperdiciando el tiempo salvando a esos indios —me gritó—. Ahora aplícate en tu trabajo y limpia esta casa que has tenido desatendida durante un mes.
Yo sabía que ella tenía un mal concepto de los indios, pero no era culpa mía el haberlos ayudado. El Jefe me dijo que no me preocupara, pero después de eso pareció que ella se había olvidado de que le había salvado la vida y me dispensó un trato frío durante una buena temporada.
Eso me llevó a caer en la cuenta de que uno puede vivir con una persona toda la vida sin tener la garantía de llegar a conocerla bien.
Lo cierto fue que me granjeé la gratitud del Jefe. Alrededor de un mes más tarde me llamó a la habitación donde solía trabajar y me dijo que cerrase la puerta. Fumando en pipa, me miró con actitud pensativa, y yo pensé que igual se me venía encima alguna complicación.
—Quash, ningún hombre vive para siempre —me dijo en voz baja al cabo de un minuto—. Un día yo moriré, y he estado pensando en qué convendría hacer entonces en lo que a ti respecta.
Pensé que tal vez querría que trabajara para su hijo Jan, pero me mantuve callado, escuchando respetuosamente.
—He decidido que seas libre —añadió.
Cuando oí aquellas palabras, casi no me lo creí. Todos los libertos que había conocido habían trabajado para la Compañía de las Indias Occidentales mucho tiempo atrás. Apenas había oído de algún caso en que los propietarios privados de Nueva York concedieran la libertad a sus esclavos. Por eso, cuando me anunció aquello, me quedé embargado de sorpresa y emoción.
—Gracias, amo —dije.
Él dio varias caladas a la pipa.
—Aunque te necesitaré mientras siga vivo —añadió. Yo debí de reaccionar con una mirada bastante comedida, porque se echó a reír—. Ahora te estás preguntando cuánto tiempo voy a durar ¿eh?
—No, Jefe —aseguré. Los dos sabíamos, de todas maneras, que así era, así que él volvió a reír con más ganas aún.
—Pues que sepas que no tengo ninguna prisa en morirme —advirtió, antes de gratificarme con una bondadosa sonrisa—. Puede que tengas que esperar bastante, Quash, pero no me voy a olvidar de ti.
Parecía que mi sueño de libertad se iba a hacer realidad un día.
Desde luego, no esperaba que justo entonces fuera a producirse otro gozoso acontecimiento en mi vida.
Después de los disturbios de los indios, Nueva York recuperó la tranquilidad. Algunos ricos hacendados habían dejado sus domicilios de las plantaciones de las Barbados y otros lugares parecidos para instalarse allí. La mayoría vivían en grandes casas en primera línea de mar del East River y algunos no se molestaban en hablar holandés. De todas maneras, muchas de las familias holandesas de la ciudad seguían trayendo a sus parientes desde su país, de tal suerte que con todas aquellas casas holandesas y lo mucho que se oía hablar holandés por las calles, cualquiera habría pensado que Stuyvesant seguía siendo el gobernador.
Meinheer Leisler se estaba volviendo una figura relevante de la ciudad, que contaba con el aprecio del pueblo llano holandés. A menudo acudía a ver al ama, siempre muy educado y bien vestido, con una pluma en el sombrero. Sus atenciones complacían sobremanera al ama, porque pese a ser aún una mujer bien parecida, se estaba acercando al final de la edad de tener hijos, y a veces estaba un poco deprimida. El Jefe, que lo comprendía, siempre era muy considerado con ella y procuraba encontrar la manera de darle contento.
No se podía decir lo mismo de la señorita Clara, en cambio. Desde la boda de su hermano, aquella niña a quien yo quería tanto se había convertido en un monstruo, hasta un punto en que me costaba creerlo. Viéndola, era la misma muchacha de expresión dulce y pelo dorado que había conocido. Conmigo era casi siempre buena y con su padre se mostraba respetuosa, pero con su madre era como un demonio. Si el ama le pedía que ayudara a la cocinera o fuera al mercado, le replicaba alegando que sabía perfectamente que había prometido ir a visitar a una amiga precisamente entonces y quejándose de que su madre era una desconsiderada. Si el ama decía algo, la señorita Clara le llevaba la contraria. Si algo iba mal, siempre le achacaba la culpa al ama hasta que a veces ella no podía más. El Jefe trataba de hacer entrar en razón a Clara y la amenazaba con castigarla, pero ella pronto volvía con sus quejas. Por aquella época yo sentía verdadera lástima por el ama.
Un día el señor Master vino a la casa acompañado de uno de los hacendados ingleses y se pusieron a hablar en inglés entre ellos. Yo estaba también presente. Para entonces ya había aprendido algunas palabras en esa lengua que me bastaban para entender parte de lo que se decía.
Justo cuando habían empezado, el Jefe me pidió en holandés que fuera a buscar algo, y así lo hice. Cuando lo traje, me mandó a hacer otro recado, que cumplí también con diligencia antes de volver a instalarme en mi sitio diciendo algo que le hizo reír. Entonces vi que el hacendado me miraba con mala cara y luego le dijo en inglés al Jefe que tuviera cuidado, que no debía darme tantas confianzas, porque en las plantaciones habían tenido muchos problemas con los esclavos negros, y la única manera de tratarnos era ir siempre armados y propinarnos unos buenos latigazos si actuábamos con descaro. Yo mantuve la vista fija en el suelo, haciendo como que no entendía, y el Jefe soltó una carcajada prometiendo tenerlo en cuenta.
Resultó que el tema de la conversación eran los esclavos, porque el señor Master acababa de llegar a Nueva York con un cargamento de ellos, algunos de los cuales eran indios. Debido a las quejas expresadas por otros países por haberse apoderado de sus habitantes para venderlos, el gobernador Andros había establecido que sólo se podían vender en el mercado esclavos negros —todas las naciones estaban de acuerdo en que los negros podían serlo—, y eso presentaba un inconveniente para el señor Master.
—Mi intención es vender a esos indios en privado —dijo—. Tengo una estupenda muchacha india y pensaba que quizá os interesaría comprarla.
En ese preciso momento entró el ama que, a juzgar por su cara apenada, debía de haber tenido algún otro altercado con la señorita Clara. El ama muchas veces fingía no comprender el inglés, pero en ese momento no se tomó la molestia.
—No pienso tener ningún indio apestoso en mi casa —se puso a gritar. Luego se volvió hacia el Jefe y añadió—: Aunque sí necesito una chica que me ayude. Podrías comprarme una negra.
El amo estaba tan contento de poder hacer algo para complacerla que al día siguiente fue a comprar una esclava. Se llamaba Naomi.
Yo por entonces tenía unos treinta años. Naomi tenía diez menos, pero era muy sensata para su edad. Era más bien baja, de cara redonda, un poco entrada en carnes, como a mí me gustan. Al principio, al estar en una casa nueva, permanecía callada, aunque conmigo sí hablaba. Con el paso de los días, nos fuimos conociendo mejor y cada uno contó su vida al otro. Ella había vivido en una plantación, pero había tenido la suerte de trabajar como criada en la casa. Cuando el propietario de la hacienda enviudó y se volvió a casar, la nueva esposa dijo que quería esclavos nuevos y que había que vender a los de antes. Entonces su amo la vendió a un tratante que la llevó a Nueva York, donde los precios eran buenos.
Yo le dije a Naomi que en aquella casa eran amables, y eso la consoló un poco.
Nos llevábamos muy bien. A veces la ayudaba si tenía labores duras y, cuando yo estaba cansado, ella me echaba una mano. Cuando estuve enfermo unos días, ella me cuidó. Así, a medida que pasaba el tiempo, fue creciendo mi afecto por Naomi, por lo buena que era.
Empecé a pensar en casarme con ella.
Yo nunca había andado escaso de amistades femeninas. Aparte de las mujeres de la ciudad, había una chica a la que me gustaba ir a ver. Vivía en un pueblecito de la costa del East River, situado justo debajo de Hog Island, y se llamaba Violet. Las tardes de verano en que el Jefe me decía que no me iba a necesitar más, yo me iba discretamente hasta allí. Violet tenía varios hijos, alguno de los cuales podría haber sido mío.
Naomi era para mí distinta de aquellas otras mujeres. Me inspiraba una actitud protectora. Si debía entablar relaciones con ella, sería para sentar cabeza, y hasta entonces nunca me había planteado tal cosa. Por eso durante una temporada procuré ser sólo amigo de Naomi y mantenerla a cierta distancia. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que ella estaba extrañada con mi comportamiento, pero nunca me dijo nada y yo tampoco me sinceré con ella.
Una tarde, durante el primer invierno que ella pasó allí, la encontré sentada a solas, temblando. Como siempre había vivido en sitios calurosos, no conocía la clase de frío que llega a hacer en Nueva York. Me senté a su lado y la rodeé con el brazo. Poco a poco, una cosa llevó a la otra, y luego no pasó mucho tiempo antes de que empezáramos a vivir como marido y mujer.
El Jefe y el ama debieron de darse cuenta, pero no dijeron nada.
Era primavera cuando el Jefe me dijo que tenía que acompañarlo en un viaje por el Hudson. Yo siempre había sentido curiosidad por ver aquel gran río, de modo que aunque aquello me supusiera estar separado de Naomi durante un tiempo, me alegré de poder ir. El Jefe debía marcharse unas semanas después, pero como Clara y el ama se habían estado peleando tanto, creo que tenía ganas de alejarse de ellas.
Justo antes de nuestra partida, él y el ama tuvieron una discusión. Al ama nunca le había gustado que él se fuera río arriba, y entonces se puso a echarle las culpas por el comportamiento de Clara. Luego cerraron la puerta para que no pudiera oírlos, pero cuando nos fuimos, el Jefe tenía la mirada gacha y apenas habló.
Llevaba un cinturón de wampum. Yo me había fijado ya que siempre se ponía ese cinturón cuando se iba río arriba. Me parece que se lo debía de haber regalado algún jefe indio.
Había cuatro remeros, y el Jefe dejó que me hiciera cargo del timón. Cuando llevábamos una hora navegando, ya estaba más animado. Como teníamos la marea y el viento en contra, ese día avanzamos despacio, pero al Jefe no parecía importarle. Creo que estaba feliz de encontrarse en el río. Aún se veía Manhattan cuando nos paramos para acampar.
A la mañana siguiente, el amo se me quedó mirando un momento.
—Oye, Quash, por lo visto has tomado como esposa a Naomi —me dijo—. ¿No sabías que tenías que pedirme permiso?
—No sé si es mi esposa exactamente, Jefe —respondí—. Para tomar una esposa hay que ir a la iglesia —señalé, para ver qué contestaba.
—Los ingleses tienen una manera de expresarlo —explicó—. Según la legislación inglesa, en la que se supone que nosotros nos debemos basar, puesto que ella vive en la casa contigo como si estuvierais casados se consideraría tu esposa «de hecho». Bueno, pues a ver si eres bueno con ella —me recomendó con una sonrisa.
—¿No estáis enojado conmigo, Jefe? —pregunté. Él negó con la cabeza, sonriendo—. ¿Y el ama? —añadí.
—No te preocupes. —Lanzó un suspiro—. Al menos en eso estamos de acuerdo.
Después se quedó contemplando el río un momento, con la brisa de cara, y yo lo miré para ver si aún estaba de buen humor. Cuando se volvió, me sonrió de nuevo.
—¿Os puedo pedir algo, Jefe? —pregunté.
—Adelante —dijo.
—Bueno, la situación es la siguiente. Un día me dijisteis que yo podría conseguir la libertad. Pero aunque Naomi sea mi esposa de hecho, eso no le servirá de nada a ella. Seguirá siendo una esclava.
El jefe no me respondió.
—Veréis, Jefe, es que estaba pensando en qué pasará si tenemos hijos.
Yo me había esforzado por comprender la ley, y tanto la holandesa como la inglesa coincidían en ese punto: el hijo de un esclavo pertenece al amo. Y si el amo libera al esclavo, el hijo sigue siendo propiedad suya, a menos que lo libere expresamente por su nombre. Eso dice la ley. El jefe permaneció callado un momento y después asintió para sí.
—Bueno, Quash, tendré que pensar en esa cuestión —dijo—, pero no va a ser ahora mismo.
Estaba claro que por el momento no quería volver a hablar del asunto.
Por la tarde nos acercamos a la orilla, junto a un pueblo indio, y el Jefe me dijo que lo esperase en la barca mientras él iba a hablar con los indios. No se quedó mucho rato y al volver, subió a la barca y ordenó a los remeros que remontaran la corriente. Como parecía pensativo, yo guardé silencio, ocupándome del timón.
Proseguimos así hasta que, al cabo de media hora más o menos, después de un recodo del río, me volvió a hablar.
—¿Te acuerdas de esos niños indios a los que salvaste? —me preguntó.
—Sí, Jefe —respondí.
—Pues su madre murió. De fiebres.
La madre no me importaba mucho, pero yo me había esforzado mucho para salvar a los niños, así que le pregunté si estaban todos bien.
—Sí —contestó—, los niños viven.
—Eso está bien, Jefe —dije.
Esa tarde bajamos para acampar. Comimos alrededor del fuego, el Jefe, los cuatro remeros y yo. El Jefe siempre trataba bien a sus hombres. Ellos lo respetaban, pero él sabía sentarse a bromear con ellos, e incluso cuando tenía otros quebraderos de cabeza, siempre les procuraba su tiempo de descanso.
El Jefe había traído buenas provisiones y un barrilete de cerveza. Después de haber comido y bebido un poco, los remeros reían y me tomaban el pelo hablándome de las mujeres con las que, según ellos, yo había estado. Y así, la conversación derivó hacia las mujeres en general. Entonces uno de los hombres dijo, riendo, que le daba miedo el ama.
—No me gustaría tenerla como enemiga, Jefe —dijo.
Yo, que sabía que el Jefe y ella habían tenido una pelea, pensé que más valdría que se hubiera callado. Vi, en efecto, que al Jefe se le ensombreció un momento la cara, pero al final sonrió.
—A mí no me gustaría tener como enemiga a ninguna mujer.
Los hombres estuvieron muy de acuerdo con él.
—Bueno, creo que es hora de dormir —indicó poco después el Jefe.
Al poco rato los remeros dormían, y yo también me acosté.
El Jefe no dormía, sin embargo. Se quedó al lado del fuego observando, meditabundo, el río, y yo supuse que estaría pensando en la riña que había tenido con el ama, de modo que guardé silencio.
Así permaneció largo rato. El fuego se estaba apagando. Las estrellas relucían por encima del río, pero había algunas nubes que corrían por el cielo, y después se levantó una ligera brisa que agitó los árboles, sólo un poco, como un suspiro. Era una apacible canción de cuna que, al poco, me tornó soñoliento, pero el Jefe no se acostaba.
Al cabo de un poco, creyendo que con eso tal vez lo distraería de sus cavilaciones y le ayudaría a dormir, le dije:
—Escuchad la brisa, Jefe.
—Ah ¿aún estás despierto?
—Quizá os ayude a dormir, Jefe —observé.
—Puede que sí, Quash —respondió.
—Esta brisa es tan suave, Jefe, que es como una voz que hablara entre los pinos. Si lo intentáis, la oiréis.
No dijo nada, pero al cabo de un poco vi que abatía la cabeza, de modo que supuse que estaría escuchando. Como se quedó muy quieto, pensé que igual se había dormido, aunque después se levantó despacio y me dirigió una mirada. Yo fingí que dormía.
Entonces se fue a caminar por la orilla del río en medio de la oscuridad.
Yo seguí acostado, esperando a que volviera, y como pasaba el tiempo y no volvía, empecé a preocuparme por si le había pasado algo. En los bosques hay muchos osos, aunque si lo hubieran atacado lo normal habría sido que se oyera algún grito. Aun así, como seguía ausente, al cabo de un rato me levanté y me fui por donde se había ido él, bordeando el río. Avancé con mucho tiento sin hacer ningún ruido, pero no lo veía por ninguna parte. Como no quería llamarlo, seguí caminando, y a cosa de un kilómetro más allá, lo vi.
Estaba sentado en un retazo de hierba que había junto al agua, bajo las estrellas. Le vi encorvado, con los hombros pegados contra las rodillas, llorando. Estremeciéndose con grandes sacudidas, se ahogaba casi con los sollozos. Nunca había visto llorar a un hombre de esa manera. No me atrevía a avanzar, pero tampoco quería dejarlo solo, de modo que me quedé parado un rato y él siguió sollozando como si se le fuera a partir el corazón. Permanecí allí mucho tiempo y aunque la brisa arreció un poco, él no se percató. Luego la brisa paró y se asentó un gran silencio bajo las estrellas. Él se calmó un poco y, como no quería que me encontrara allí, me fui furtivamente.
De regreso junto al fuego, traté de dormir, pero seguí con el oído alerta, inquieto por él. Era casi el amanecer cuando volvió.
Remontamos el gran río Hudson durante cuatro días y vimos los grandes pueblos de los mohawk, con sus casas y empalizadas de madera. El Jefe compró una gran cantidad de pieles. Cuando llegamos a casa, yo corrí a ver a Naomi y ella me sonrió de una manera curiosa. Después me dijo que esperaba un hijo, lo que me procuró gran contento. Poco después se me ocurrió la idea de que, si era un niño, lo llamaría Hudson, en recuerdo del viaje que había hecho.
Naomi también me contó que el ama y Clara se habían peleado esa mañana y que la señorita Clara se había ido de la casa.
—El ama está de muy mal humor —advirtió.
Yo pasé delante del salón justo después de que entrase el Jefe. Como la puerta estaba abierta, oí cómo el Jefe le hablaba al ama de las pieles que había comprado a los mohawk, pero parecía que ella no decía nada.
—¿Dónde está Clara? —preguntó él.
—Afuera —respondió ella. Después calló un momento y añadió—: Supongo que también pasarías a ver a tus otros amigos indios.
—Sólo un momento —aseguró él—. No tenían pieles.
El ama no respondió.
—Por cierto —dijo él—. Pluma Pálida ha muerto.
Llevaba ya un buen momento escuchando junto a la puerta y pensaba que sería mejor marcharme cuando oí la voz del ama.
—¿Y por qué me lo cuentas? —replicó—. Una apestosa india más o menos, ¿qué más da?
El Jefe guardó silencio unos instantes, y cuando contestó lo hizo con voz calmada.
—Eres cruel —la acusó—. Su madre era mejor mujer que tú.
Luego oí que se encaminaba a la puerta y me apresuré a alejarme.
Después de aquello, tuve la impresión de que entre él y el ama había un ambiente de frialdad, como si se hubiera muerto algo entre ellos.
A menudo pensé en aquellas palabras y creo que entendí su significado. No les presté mucha atención, sin embargo, porque para entonces tenía que ocuparme de mi propia familia.
Según pasaban los años, me daba más cuenta de lo afortunado que era de estar casado con Naomi. Cumplía con todo el trabajo de la casa para el ama, incluso estando embarazada, sin quejarse nunca. Yo, que sabía las muchas obligaciones que debía atender, la ayudaba cuanto podía. Al acabar el día, siempre me ofrecía una sonrisa. Lo compartíamos todo, y el afecto que sentíamos el uno por el otro creció tanto con el tiempo que me costaba imaginar cómo había sido vivir sin ella.
Mi pequeño Hudson era el niño más vivaracho del mundo. Yo adoraba jugar con él y también el Jefe solía acompañarnos. Me parece que durante un tiempo Hudson pensó que el Jefe era su abuelo o algo así. Cuando mi hijo ya había cumplido dos años, Naomi tuvo una niña, pero era débil y murió. Dos años más tarde, sin embargo, tuvimos otra niña, a la que le pusimos de nombre Martha. Tenía la cara redondeada como su madre y, a medida que crecía, mostró que también tenía su mismo carácter.
Casi sin darnos cuenta, Hudson se convirtió en un niño de cinco años. Correteaba por todas partes y el Jefe decía que no podía alcanzarlo. Naomi decía que se parecía a mí. Muchas veces lo cargaba a hombros y me lo llevaba conmigo a hacer recados por la ciudad, aunque si había tiempo, siempre lo llevaba a los muelles, porque le fascinaba mirar los barcos. Lo que más le entusiasmaba era ver cómo desplegaban las velas y oír el golpetazo que producían al chocar con el viento.
Un día, cuando el señor Master estaba de visita, le preguntó a Hudson qué le gustaría hacer de mayor y Hudson, con su vocecita de flauta, le contestó que quería ser marinero.
—Ajá —dijo el señor Master al Jefe—. Quizá debería venir a trabajar conmigo.
El Jefe se echó a reír pero, pensando en todos los cargamentos de esclavos que el señor Master transportaba hasta Nueva York, yo no deseaba que mi hijo navegara en ningún barco como ése.
Martha, por otro lado, era una niña muy cariñosa. Si yo salía, al volver se arrojaba en mis brazos y se me colgaba del cuello diciendo que no me soltaría si no le contaba un cuento. Como no conocía ninguno me los tenía que inventar, así que empecé a contarle historias de un gran cazador llamado Hudson que vivía en el río del mismo nombre, que era libre y tenía una hermana llamada Martha que era muy afectuosa y juiciosa. Las aventuras que vivían en aquellos salvajes territorios eran prodigiosas.
Durante aquel tiempo, el Jefe también encontró un buen marido para la señorita Clara. Creo que tanto él como el ama se alegraron de que se fuera de la casa. Esa vez el ama quedó muy complacida también con el Jefe por haber elegido una buena familia holandesa, de modo que la casó el dómine en la Iglesia holandesa, igual que a su hermano Jan. Como su marido no vivía en la ciudad, sino en Long Island, no la veíamos con frecuencia. El ama iba de vez en cuando a quedarse unos días en la casa de Clara y ahora que estaba casada se llevaban muchísimo mejor que antes.
En cuanto al Jefe y el ama, vivían juntos y aunque no se peleaban, era como si cada uno siguiera una vía distinta.
El Jefe y el señor Master estaban cada vez más unidos. Éste era de esos hombres que no parecen envejecer. Con su cara alargada y su mata de pelo amarillo, aquellos ojos azules tan intensos y su complexión delgada, apenas si cambiaba, descontando algunas arrugas en la cara. Era de modales agradables y siempre estaba ocupado con algo.
—Buenos días, Quash —me saludaba siempre que venía—. Eres una buena persona, Quash —me decía al marcharse, mirándome rápidamente con esos ojos suyos, tan azules.
—Quash y yo somos muy amigos —le decía a veces al Jefe—. ¿No es verdad, Quash?
—Sí, señor —le respondía yo.
Por aquellos años, deseosos de mantener a las ricas familias holandesas de su parte y sacar provecho de su amistad, los gobernadores ingleses les concedían enormes extensiones de tierra. Los comerciantes ingleses también prosperaban. El señor Master estaba impaciente por que al Jefe le dieran también una propiedad porque, según decía, en Inglaterra nadie era considerado como un caballero si no poseía tierra en abundancia. Los hombres relevantes como meinheer Philipse y los Van Cortlandt, que tenían una gran finca al norte de la ciudad, se estaban convirtiendo en caballeros a toda prisa, y sus mujeres se hacían unos altos peinados y se ponían lujosos vestidos que les ceñían el vientre y les realzaban los pechos.
Al Jefe se le notaba que también le apetecía, lo mismo que a Jan, que a veces le decía que deberían comprar un poco de tierra. A la señora, en cambio, no le parecía bien. Ella seguía llevando un sencillo bonete en la cabeza y un holgado vestido de estilo holandés, como las otras mujeres de su país. Las holandesas, no obstante, tenían una gran afición por las joyas, tanto o más que las inglesas. A ella le agradaba llevar grandes joyas colgadas de las orejas y diría que llevaba un anillo en cada dedo. Aparte, se pasaba casi todo el día dando caladas a su pipa de arcilla. Más que nunca no se dejaba impresionar por nada que guardara relación con los ingleses.
—Son una nación despreciable —afirmaba—. Se dejan gobernar por los papistas.
Y es que, tal como se descubrió, nuestro dirigente el duque de York había sido un católico practicante en secreto. La gente sospechaba que el rey Carlos II quizá también era católico en secreto, pero él lo negaba. El duque de York, sin embargo, no lo ocultaba. Él era partidario de los católicos, e incluso envió un gobernador católico a Nueva York. En Nueva York uno puede practicar cualquier religión del mundo, o ninguna, porque dicen que la mitad de los habitantes de aquí no tienen ningún credo. De todas maneras, la mayoría les tiene miedo a los católicos.
Ese gobernador otorgó una carta en la que permitía elecciones libres en la provincia y prometía que no habría ningún aumento de impuestos sin antes consultar a los representantes. Por eso, algunos de los religiosos holandeses dijeron que no era tan malo, pero el ama siguió teniendo una mala opinión de él.
—Nunca hay que fiarse de un inglés —decía—, y tampoco de un papista.
El invierno del año 1684 fue extraordinariamente frío. El gran estanque que hay al norte de la ciudad estuvo helado durante más de tres meses. Como a la mayoría de holandeses, al Jefe le gustaba patinar sobre hielo, y una mañana nos fuimos todos allí con Jan y sus dos hijas.
Jan trabajaba con su padre, aunque por aquel entonces el negocio de la destilación de ron había adquirido más importancia. Durante un tiempo habían tenido una destilería en Staten Island, al otro lado de la bahía, pero Jan había montado otra en la ciudad con el señor Master. También comerciaba con los licores que llegaban de Holanda, como la ginebra a la que ellos llaman genever.
Ese día también vino el ama, con Clara y su marido. Aún no habían tenido hijos, pero ella se veía más bonita que nunca. El Jefe enseñó a patinar a todos los niños, incluido mi hijo Hudson, y el ama comentó, muy sonriente, que ver a toda esa gente patinar en el gran estanque era como contemplar una pintura holandesa. Ni siquiera pareció contrariarle que aparecieran el señor Master y su familia.
El señor Master tenía un hijo llamado Henry que debía de tener dieciocho años por aquella época. Era igual que su padre. El caso es que cuando ese joven vio a la señorita Clara, tan guapa y acalorada por el ejercicio con el frío, no pudo despegar la vista de ella. Estuvieron patinando juntos. Hasta al ama le hizo gracia.
—Ese chico está enamorado de ti —le dijo a Clara.
Ese día lo guardé en la memoria como un momento de gran felicidad.
El mazazo llegó en 1685. La noticia se abatió sobre Nueva York como un relámpago. El rey Carlos II había muerto y su hermano el duque de Nueva York lo sucedía en el trono. El rey Jaime II, el católico.
Nueva York tenía un rey católico que, al poco tiempo, ya estaba concediendo a los católicos los cargos de poder. Después anuló la carta que concedía derecho de elecciones a la provincia.
—Ya os lo había advertido —repetía el ama—. Ya os dije que nunca hay que fiarse de un católico.
Y eso no fue lo peor. En Francia, el rey Luis XIV decidió de repente expulsar a todos los protestantes de su reino, que eran muchos. Los desdichados tuvieron que coger las pertenencias que podían llevarse y huir. Algunos fueron a los Países Bajos y no transcurrió mucho tiempo antes de que también emigraran a Nueva York. Los hugonotes, los llamaban.
Un día meinheer Leisler fue a ver al ama en compañía de uno de aquellos hugonotes, un hombre muy imponente llamado monsieur Jay. Éste dijo que el rey Jaime había escrito al rey Luis para felicitarle por haber expulsado a todos esos protestantes de su reino. También comentaron que en Inglaterra había mucho descontento con aquel rey católico. El Jefe se quedó asombrado, y en cuanto al ama, a partir de ese momento no habló de otra cosa. Decía que los ingleses deberían sublevarse y derrocar al Rey. Eso era lo que habían hecho los holandeses cuando tenían como dirigente a un monarca católico español. El Jefe contestaba que los ingleses estaban dispuestos a esperar, porque el rey Jaime no tenía ningún hijo varón y sus dos hijas eran ambas protestantes. Con el tiempo las cosas volverían a su cauce, aseguraba. Ella no se quedaba satisfecha, sin embargo.
Durante los dos años siguientes, en Nueva York todo el mundo se estuvo quejando del Rey.
Un día de primavera del año 1689, el ama llegó a toda prisa a la casa con una gran sonrisa en la cara para decirnos que los ingleses habían expulsado al rey Jaime II de su reino.
—¡Se ha cumplido la voluntad de Dios! —exclamaba.
La causa fue un niño. Después de años sin haber tenido hijos, el rey Jaime tuvo de pronto un descendiente varón al que iba a educar en el catolicismo.
—Ni siquiera los ingleses iban a soportar eso —dijo.
Por lo visto, lo echaron en muy poco tiempo y reclamaron a su hija mayor, María. Ellos llamaron a aquellos sucesos la Gloriosa Revolución.
—Además de ser protestante —elogiaba el ama—, María está casada con nuestro propio soberano de los Países Bajos, Guillermo. Los dos juntos reinarán en Inglaterra.
Le faltaba poco para ponerse a bailar de alegría sólo de pensar que volvería a estar bajo gobierno holandés.
Poco después de la Gloriosa Revolución llegó la noticia de que los holandeses e ingleses habían declarado la guerra al rey católico Luis de Francia. A ese conflicto lo llamaron la guerra del rey Guillermo. Aquí teníamos todos miedo de que los franceses católicos instalados en el lejano norte se unieran a los indios iroqueses y bajaran hasta Nueva York. De hecho, los franceses y los indios atacaron algunos asentamientos holandeses en la cuenca alta del río. De todas maneras, para los comerciantes como el Jefe y el señor Master, la guerra también puede representar una gran oportunidad.
Siempre me acordaré de aquel soleado día en que el Jefe nos dijo que debíamos acompañarlo a los muelles. Nos fuimos todos: el Jefe y el ama, y yo con Hudson. Cuando llegamos, nos esperaban ya Jan y el señor Master con su hijo Henry. Nos llevaron remando hasta un barco que había anclado en el East River. Era una nave estupenda, con altos mástiles y varios cañones. El señor Master nos la enseñó. Hudson no se perdía ni un detalle; nunca lo había visto tan alborozado. Varios mercaderes habían invertido en ese barco para montar una expedición con el fin de atacar a los comerciantes franceses y, aprovechando que estábamos en guerra, quitarles sus cargamentos. El señor Master había invertido una octava parte y el Jefe y Jan otra octava parte. Se veía que el navío estaba bien construido y era capaz de navegar a buena velocidad.
—No habrá barco francés que lo pueda superar —aseguró el señor Master con gran satisfacción—. Y el capitán es un corsario de primera. Con suerte, nos reportará una fortuna.
En ese preciso momento Hudson empezó a tirarme de la manga porque quería preguntar algo. Yo le dije que se callara.
—No, deja que pregunte —intervino el señor Master.
—Por favor, Jefe ¿qué diferencia hay entre un corsario y un pirata? —dijo Hudson.
El Jefe y el señor Master se miraron y luego se echaron a reír.
—Si el barco nos roba a nosotros —explicó el Jefe—, es un pirata. Pero si roba al enemigo, es un corsario.
Poco después de que zarpase el barco, el marido de la señorita Clara se puso enfermo y se murió. Como no tenían hijos, ella volvió a vivir una temporada con sus padres. Yo pensaba que igual habría problemas, pero con el paso de los años se avino mejor con su madre. La señorita Clara estuvo apenada un tiempo, desde luego.
—Tenemos que buscarle otro marido —oí que le decía el ama al Jefe.
Mientras tanto, yo creo que el ama estaba de todas maneras contenta de tenerla a su lado.
A mi Naomi se le daba bien coser, por lo que se ocupaba de todos los remiendos de la casa. También empezó a enseñar a coser a la pequeña Martha, y al cabo de un tiempo la señorita Clara se fijó en la habilidad que tenía Martha con las agujas. Al ser tan niña, tenía unos dedos flexibles y rápidos y era sorprendente lo que era capaz de hacer.
—Esta niña es un tesoro —afirmaba la señorita Clara.
Muchas veces se llevaba de paseo a Martha y el ama no parecía que se lo tomara mal.
Una cosa era enviar nuestros corsarios contra el enemigo, y otra gobernar la provincia. Durante un tiempo reinó una gran confusión. Arriba en Boston, habían metido en la cárcel al gobernador nombrado por el rey Jaime. En Nueva York, nadie sabía a quién le correspondía el mando. Fue entonces cuando meinheer Leisler entró en las páginas de la historia. Como era uno de los dirigentes de la milicia ciudadana, los notables de la ciudad le pidieron que asumiera el puesto de gobernador hasta que se aclarasen las cosas.
Ya se puede imaginar cada cual lo contenta que se puso el ama. Algunos de los más destacados holandeses le prestaron su apoyo, como el doctor Beekman y algunos de los Stuyvesant. Los pequeños comerciantes y menestrales y todos los holandeses más pobres también estaban de su parte, porque era su compatriota. También era del agrado de los hugonotes, que no paraban de llegar en casi todos los barcos. Él los ayudó a crear un asentamiento propio en un lugar al que llamaron Nueva Rochelle, como una de las ciudades francesas de las que los habían expulsado. Muchos ingleses, sobre todo los de Long Island, lo consideraban un buen candidato, porque detestaban a los católicos en general y él era un buen protestante. Algunos de los más fervorosos incluso afirmaron que la Gloriosa Revolución era una señal de que el Reino de los Cielos se acercaba.
Meinheer Leisler estuvo pues gobernando Nueva York durante un tiempo, pero no fue tarea fácil para él. Recuerdo que una vez vino a ver al ama y le explicó lo complicado que era mantener el orden.
—Voy a tener que aumentar los impuestos —señaló—. Después de eso ya no me apreciarán tanto.
En la cara, de por sí alegre, se le notaba que estaba tenso y cansado.
—Una cosa sí os prometo, sin embargo —añadió—, y es que jamás entregaré esta ciudad a ningún católico.
Meinheer Leisler estuvo al frente de la ciudad durante un año y medio. Aunque el ama estaba encantada con él, el Jefe era más comedido.
Empecé a comprender lo que pensaba el Jefe un día en que íbamos caminando por la calle principal que va del fuerte a la entrada de la muralla, la que los ingleses llamaban Broadway, que significa camino ancho. Esa parte de la ciudad estaba habitada por los holandeses de condición más humilde, como los carpinteros, cocheros, ladrilleros, cordeleros y marineros. Todos eran partidarios de Leisler. Entonces yo le comenté al Jefe lo popular que era meinheer Leisler.
—Hum —murmuró—. De todas maneras, no le va a servir de mucho.
—¿Por qué, Jefe? —pregunté.
Pero él no me dijo nada.
Pronto se hizo evidente, sin embargo, la complicación a la que se refería. Meinheer Leisler comenzó a distribuir cargos entre las personas del pueblo llano y a darles poder. Ni siquiera a los grandes comerciantes holandeses les gustó aquello. Algunos dómines también empezaron a quejarse.
El ama no dio importancia a esas quejas. Ella siempre defendía a Leisler.
—Es holandés, y ahora tenemos un rey holandés —alegaba.
—Pero también es un rey inglés —oí que le advirtió en una ocasión el Jefe—, y tiene la corte en Londres. Los grandes comerciantes tienen amigos en la corte inglesa, y Leisler no.
A continuación le aconsejó que tuviera cuidado con lo que decía.
A medida que fueron transcurriendo los meses, los hombres relevantes presentaron una oposición tan fuerte que meinheer Leisler comenzó a reaccionar. Detuvo a meinheer Bayard y pidió órdenes de detención para Van Cortlandt y varios más. Los holandeses de condición humilde, que adoraban a meinheer Leisler, incluso atacaron las casas de algunas de estas personas influyentes. Como era rico, el Jefe temió incluso que vinieran a quemar la suya. Una noche llegó a casa anunciando que habría alborotos en las calles y yo le expliqué que el ama había salido.
—Acompáñame, Quash —me dijo—. Más vale que velemos para que no le pase nada.
Nos fuimos a recorrer la ciudad y cuando salíamos de la calle Beaver, al final de Broadway, vimos a más de un centenar de mujeres que caminaban juntas hacia el fuerte para expresar su apoyo a meinheer Leisler. El ama iba en la primera fila. Por un momento vi tan furioso al Jefe que pensé que iba a llevársela a rastras, pero luego de repente se echó a reír.
—Bueno, Quash —me dijo—, supongo que esto significa que no van a atacar nuestra casa.
Al final, sin embargo, todo se desarrolló tal como había advertido el Jefe. De Londres llegó un barco con soldados para tomar la ciudad. Sabiendo cuántos enemigos tenía, meinheer Leisler resistió en el fuerte diciendo que no entregaría la ciudad sin órdenes expresas del rey Guillermo. Al final éstas llegaron, sin embargo, y después arrestaron a meinheer Leisler, porque al rey le habían dicho que era un peligroso rebelde.
—Fueron tus amigos quienes tramaron esto —acusó el ama al Jefe.
—Date por contenta de que no te hayan detenido a ti también —le contestó él.
De todas maneras, cuando oímos que los notables de la ciudad pedían al rey Guillermo si podían ejecutar a meinheer Leisler, dijo que aquello sería una vergüenza.
Justo después de aquellos sucesos, el barco corsario del Jefe y del señor Master regresó a puerto. Se habían apoderado de un pequeño botín que no iba a reportar mucho provecho. También traían unos cuantos esclavos, aunque a mí no me gustó el aspecto que tenían.
—No parece que estén muy sanos —reconoció el señor Master—. Mejor será que los vendamos enseguida.
Y al día siguiente los vendieron.
Entre tanto, el pobre meinheer Leisler seguía encerrado esperando el desenlace de su suerte. La mayoría de los habitantes de la ciudad estaban indignados. En nuestra casa había un terrible abatimiento. El ama casi no hablaba con nadie. A primeros de mayo, cuando una de las mujeres que habían acudido a la marcha hacia el fuerte con el ama pidió que le cediera a Naomi unos cuantos días para hacer unas labores de costura en su granja, ella se la prestó. En la casa había tanta tristeza que le pedí que se llevara a la pequeña Martha también. Se fueron pues a esa bouwerie, que quedaba a unos tres kilómetros tan sólo de la ciudad, y se quedaron diez días allí.
Mientras tanto, el tiempo se volvió muy inestable. Unos días hacía calor y bochorno, los excrementos de los caballos y los otros animales apestaban en las calles, y luego venía un día de lluvia y de frío. Parecía que a todo el mundo le afectaba. Yo, que normalmente tengo un ánimo estable, me sentía abatido y me costaba hacer mi trabajo. Al final Naomi y Martha volvieron una tarde, ya de noche. No hablamos casi porque estaban tan cansadas que se fueron directamente a dormir.
A la mañana siguiente fui con el Jefe al puerto. El señor Master y los otros comerciantes estaban pasando cuentas sobre las ganancias del barco y discutiendo si valía la pena organizar otra salida. Después fuimos al fuerte, porque el Jefe y el señor Master querían tener noticias de meinheer Leisler. Cuando salieron, el Jefe sacudía la cabeza.
—Bayard está decidido a destruirlo —dijo al señor Master—. No creo que esperen siquiera la respuesta del rey Guillermo.
Íbamos a entrar en una taberna, cuando vimos al pequeño Hudson que llegaba corriendo.
—¿Qué ocurre, chico? —le preguntó el Jefe.
—Es Martha, señor —gritó—. Me parece que se está muriendo.
La pobre niña ardía de fiebre. Daba pena verla. Y Naomi también parecía enferma y tenía escalofríos.
—Han sido esos esclavos que llegaron con el barco del Jefe —me dijo—. Los vendieron a la bouwerie donde estuvimos. Estaban enfermos cuando llegaron y uno de ellos murió. Estoy segura de que nos contagiaron algo.
Nadie sabía, sin embargo, qué enfermedad era. Mi pequeña Martha estuvo ardiendo toda la noche, y por la mañana casi no podía respirar. Naomi y yo la cuidábamos, pero entrada la noche, Naomi comenzó a empeorar. Yo las bañé con agua fría para hacer bajar la fiebre, pero no sirvió de mucho.
Después, por la mañana, la señorita Clara acudió a la puerta.
—No debéis entrar, señorita Clara —le dije—. No quiero que os enferméis.
—Ya lo sé, Quash —respondió—, pero yo quiero cuidarla.
Cuando me dijo eso casi me asfixió la emoción. De todas formas, llamé enseguida al ama para avisarla a fin de que mantuviera alejada a la señorita Clara. El ama le dijo que no debía entrar, pero la señorita Clara era obstinada y no cedió ni con la intervención de su padre. Dijo que no pensaba irse hasta que no le hubiera dado a Martha la poción de hierbas que le había traído y que sin duda le haría bien.
—Entonces dale la poción a Quash —sugirió el Jefe.
Ella no le hizo caso y permaneció con Martha, dándole la mano mientras le hacía tomar la bebida. Aunque Martha casi no podía engullir, es posible que le sirviera de algo, porque después se quedó más sosegada. Entonces conseguí que la señorita se fuera de la habitación.
El caso es que mi pequeña Martha murió hacia el anochecer. Su madre, de puro extenuada, se había quedado dormida poco antes. Como no quería mantener a la niña muerta en la habitación con ella, cogí el menudo cadáver y salí sin hacer ruido al patio. El Jefe dijo que mientras tanto podía dejarla en el establo y que quizá podría enterrarla esa noche.
Al regresar, vi que Naomi intentaba incorporarse, buscando a Martha.
—¡¿Dónde está?! —gritó.
—Abajo hace más fresco —le expliqué, incapaz de decirle la verdad en ese momento—. Está descansando allí un rato.
En ese momento, sin embargo, a través de la ventana oyó llorar a Clara, de manera que tuve que contárselo.
—Está muerta ¿verdad? —dijo Naomi—. Mi pequeña Martha está muerta.
No sé por qué, pero no pude responder. Entonces Naomi volvió a recostarse en la cama y cerró los ojos. Esa noche comenzó a subirle la fiebre. Estaba ardiendo y temblaba.
—Me voy a morir, Quash —me dijo—. Me voy a morir esta noche.
—Tienes que procurar resistir —le pedí—. Hudson y yo te necesitamos.
—Lo sé —contestó.
A la mañana siguiente empezó a llover. Era una lluvia lenta y continua. Como estaba atendiendo a Naomi, no pensé en nada de lo que ocurría en el mundo ese día. Por la tarde, el Jefe vino al patio y preguntó por Naomi.
—¿Te has enterado de la noticia? —me comentó después—. Han ejecutado al pobre Leisler.
—Lo siento, Jefe —dije.
—El ama se lo ha tomado muy mal —me confesó—. Le han dado muerte como a un traidor.
Sabía a qué se refería. Por ese procedimiento cuelgan a la persona, pero no el tiempo suficiente para matarla. Después le quitan las tripas y le cortan la cabeza. Costaba pensar que una cosa así le ocurriera a un caballero como meinheer Leisler.
—Él no era más traidor que yo —reconoció el Jefe—. La gente se está quedando retazos de su ropa como reliquia. Dicen que es un mártir. —Lanzó un suspiro—. Por cierto, creo que Hudson debería quedarse en la cocina esta noche.
—Sí, Jefe —acepté.
Esa noche siguió lloviendo. Yo pensé que igual el frescor serviría para que mejorase Naomi, pero no fue así. A medianoche tenía la fiebre tan alta que se revolvía gimiendo. Luego se calmó. Tenía los ojos cerrados y yo no sabía si estaba mejor o si había perdido la partida. Hacia el amanecer, me di cuenta de que había parado de llover. Naomi tenía la respiración trabajosa y se la veía muy débil. Entonces abrió los ojos.
—¿Dónde está Hudson? —preguntó.
—Está bien —le aseguré.
—Quiero verlo —susurró.
—No es conveniente —le advertí.
Después pareció perder el conocimiento. Al cabo de un poco me levanté y salí afuera un momento, para respirar aire fresco y contemplar el cielo. Estaba despejado y por el este había salido la estrella matutina.
Cuando regresé, Naomi había fallecido.
Los días posteriores al funeral, el Jefe y el ama fueron muy considerados conmigo. El Jefe procuró que estuviera atareado con diversos quehaceres y también procuró distraer a Hudson con recados. En eso tenía razón. El ama, por su parte, apenas decía nada pero se notaba que estaba muy afectada por la ejecución de meinheer Leisler.
Un día, mientras trabajaba en el patio, el ama vino y se quedó parada a mi lado con cara de tristeza.
—Tú y Naomi erais felices juntos ¿verdad? —me preguntó al poco—. ¿No os peleabais?
—Nunca tuvimos una palabra más alta que la otra —le respondí.
Se quedó callada un momento.
—Las palabras crueles son algo terrible, Quash —declaró luego—. A veces uno acaba lamentando haberlas pronunciado, pero lo que está dicho, dicho queda.
No sabiendo qué contestar a eso, seguí trabajando. Al cabo de un momento, ella asintió como para sí y se fue adentro.
Ese mismo año, el ama compró otra esclava para sustituir a Naomi, y creo que pensó que quizá yo entablaría una relación con ella. Pero aunque no era una mala mujer, no nos llevábamos bien, y a decir verdad, me parece que nadie podría haber ocupado el puesto de Naomi.
Hudson fue un gran consuelo para mí. Como sólo quedábamos los dos, pasábamos mucho tiempo juntos. Era un chico muy guapo y un buen hijo. Nunca se cansaba de estar en los muelles; pedía a los marineros que le enseñaran a hacer nudos, conocía todas las maneras posibles que había de atar un cabo, y hasta sabía hacer dibujos con ellos. Yo le enseñé cuanto podía y le dije que tenía la esperanza de que un día el Jefe nos concediera la libertad. No le hablaba mucho de eso, sin embargo, porque no quería que se hiciera ilusiones para que no se llevara una gran decepción si no conseguíamos la libertad. Para mí siempre era una alegría tenerlo caminando a mi lado. A menudo, mientras andábamos o charlábamos, apoyaba la mano en su hombro, y cuando creció, a veces era él el que me cogía por el hombro.
Aquélla fue una época difícil para el ama. Aún era una mujer bien parecida; aunque el cabello se le había vuelto gris, la cara apenas le había cambiado. Por aquellos años, empero, las arrugas empezaron a invadirle el rostro, y cuando estaba triste se le ponía cara de vieja. Parecía que nada salía como ella quería, porque aunque en la ciudad la mayoría de la gente seguía hablando holandés, daba la impresión de que cada año había más leyes inglesas.
Después los ingleses quisieron que su Iglesia, la anglicana como ellos la llaman, fuera la religión principal del lugar. El gobernador dispuso, además, que fuera cual fuese la iglesia a la que uno asistía, tenía que pagar dinero para mantener a los sacerdotes anglicanos. Eso enojó a mucha gente, en especial al ama. Algunos de los dómines, sin embargo, estaban tan ansiosos por complacer al gobernador que no presentaron quejas, e incluso se ofrecieron para compartir sus iglesias con los anglicanos hasta que ellos pudieran construir las suyas propias.
Al menos le quedaba su familia, aunque el Jefe, aun con más de sesenta años, siempre estaba ocupado. Puesto que la guerra emprendida por el rey Guillermo contra los franceses se prolongaba aún, se seguían montando muchas expediciones corsarias. A veces se iba por el río a comprar pieles. Otra vez se fue con el señor Master por la costa de Virginia.
Ella pasaba mucho tiempo en casa de Jan, que no estaba lejos, para ver a sus nietos. Clara también era un consuelo para ella, pero la señorita se ausentaba mucho de casa, y me parece que el ama se sentía sola.
Una tarde de verano, poco después de que el Jefe y el señor Master volvieran de Virginia, la familia se reunió a cenar en la casa. Jan y su esposa estaban presentes con sus hijas, y también la señorita Clara. Hudson y yo servíamos la mesa. Todo el mundo estaba contento, y acabábamos de servir el vino de Madeira al final de la comida cuando la señorita Clara se levantó y dijo que tenía algo que anunciarles.
—Tengo buenas noticias —dijo, mirándolos a todos—. Me voy a casar.
Muy sorprendida, el ama preguntó con quién.
—Me voy a casar con el joven Henry Master —respondió.
Bueno, yo tenía un plato en la mano y por poco no se me cayó. En cuanto al ama, se quedó mirando con incredulidad a la señorita Clara.
—¡El hijo de Master! —gritó—. ¡Si ni siquiera es holandés!
—Ya lo sé —contestó la señorita Clara.
—Es mucho más joven que tú —continuó el ama.
—Muchas mujeres de esta ciudad se han casado con hombres más jóvenes —replicó la señorita Clara, antes de mencionar a una rica dama holandesa que se había casado tres veces con maridos más jóvenes.
—¿Has hablado con el dómine?
—No vale la pena consultar al dómine. Nos casará el señor Smith, en la Iglesia anglicana.
—¿Anglicana? —El ama emitió un sonido ahogado—. ¿Su familia se atreve a exigir eso?
—Ha sido idea mía.
El ama se quedó inmóvil mirándola, como si no se lo pudiera creer. Después se volvió hacia el Jefe.
—¿Tú lo sabías?
—Había oído algo, pero Clara tiene más de treinta años y es viuda. Hará lo que le parezca mejor.
Entonces el ama se dirigió a su hijo y le preguntó si estaba enterado.
—Algo sabía —reconoció.
Después de aquello, fue como si el ama se hundiera en la silla.
—Habría sido menos doloroso si alguien me hubiera informado.
—No lo sabíamos con seguridad —alegó Jan.
—No es tan grave, Greet —dijo alegremente el Jefe—. Henry es un buen chico.
—De modo, Clara —continuó el ama—, que piensas casarte con un inglés y renunciar a tu religión. ¿Es que no significa nada para ti?
—Lo amo —contestó Clara.
—Eso no durará —afirmó el ama—. ¿Eres consciente de que con un matrimonio inglés dispondrás de pocos derechos?
—Conozco la ley.
—Nunca debes pertenecer a tu marido, Clara. Las mujeres holandesas son libres.
—No me preocupa eso, madre.
Todos guardaron silencio un momento, mientras el ama permanecía con la cabeza gacha.
—Ya veo que yo no cuento nada para mi familia —dijo—. Todos estáis confabulados con Master. Espero que disfrutes con ello —añadió, dirigiéndose a la señorita Clara.
Poco tiempo después los casó el clérigo inglés, el señor Smith. El ama se negó a asistir a la iglesia, y a nadie le sorprendió. Muchos de sus amigos holandeses habrían obrado igual. Cuando el Jefe volvió más tarde, la encontró sentada en el salón con semblante sombrío. Él, en cambio, estaba bastante alegre y se veía que se había tomado unas cuantas copas.
—No te preocupes, querida —le dijo—. Nadie te ha echado de menos.
Por mi parte, yo me habría dado por contento si mi hijo Hudson no hubiera querido embarcarse. Siempre me estaba acosando con la cuestión, y el Jefe estaba totalmente a favor. El señor Master decía que lo llevaría consigo cuando quisiera, y era sólo porque el Jefe sabía que yo no quería y que Hudson era todo cuanto tenía por lo que no lo alquilaba al señor Master.
—Me estás haciendo perder dinero, Quash —se quejaba. Y no era una broma.
Un día el señor Master vino a la casa con un caballero escocés al que llamaban capitán Kidd, un antiguo corsario que se había casado con una rica viuda holandesa. Era un hombre fornido e iba muy erguido. Aunque tenía la cara curtida por el viento y el sol, siempre llevaba una bonita peluca, una inmaculada corbata y una lujosa chaqueta de color azul y rojo. El ama lo tildaba de pirata, pero como entonces tenía tanto dinero, era muy respetable y se codeaba con el gobernador y las mejores familias del lugar. El señor Master le dijo que el joven Hudson era capaz de hacer toda clase de nudos y cuando le pidió que le hiciera una demostración, quedó muy impresionado.
—A este esclavo vuestro le corresponde estar en el mar, Van Dyck —dictaminó con su acento escocés—. Deberíamos hacer de él un marinero.
Después se quedó sentado en el salón contándole al Jefe sus aventuras pasadas en presencia de Hudson, de manera que luego pasé un mes terrible, con la insistencia de éste, que quería irse a navegar.
Durante todo el tiempo que pasé en aquella casa, me acostumbré a oír las conversaciones que sostenía la familia sin ninguna reserva. Si a veces tenían que hablar de algo en privado, el Jefe y el ama esperaban a encontrarse solos y entonces cerraban la puerta. En general hablaban de forma espontánea, sobre todo durante la comida, mientras yo servía. Por eso, al cabo de los años, yo estaba perfectamente enterado de sus opiniones y de cuanto acontecía en el mundo.
En una ocasión, no obstante, oí algo que no debería haber oído.
No fue culpa mía. Detrás de la casa había un agradable jardín, al que daba la habitación que el Jefe usaba como despacho. Estaba muy cuidado, como todos los jardines holandeses. Había un peral y un arriate de tulipanes. También tenía un huerto con coles, cebollas, zanahorias, endivias y maíz. Al abrigo de una pared crecían unos melocotoneros. De joven nunca me gustó trabajar el huerto, pero más adelante me agradaba cuidar las plantas.
Un cálido día de primavera me hallaba trabajando allí, no lejos de la ventana del despacho del Jefe, que estaba abierta. Ni siquiera sabía que él estaba adentro hasta que oí la voz de su hijo Jan.
—He oído que meinheer Philipse ha dictado un testamento inglés —comentó.
—Ah. —Era la voz del Jefe.
—Es lo más apropiado que puede hacer un caballero —opinó Jan—. Tú mismo deberías planteártelo.
Había una gran diferencia entre lo que ocurría entre los ingleses y los holandeses después de morir. Cuando un holandés moría, su viuda mantenía la propiedad de la casa y de todos sus negocios hasta que moría. Entonces se dividía todo entre los hijos, varones y mujeres por igual. Las inglesas no reciben tanta consideración, porque cuando una inglesa se casa, toda su fortuna pasa a pertenecer al marido, como si fuera una esclava. Tampoco se le permite realizar ningún negocio, y si su marido muere, el hijo mayor hereda casi todo, excepto una parte que se reserva para la manutención de la viuda. Los ingleses estaban aprobando, además, una ley que permitía que el hijo expulsara a la madre de la casa en un plazo de cuarenta días.
Los grandes propietarios ingleses apreciaban esta forma de hacer las cosas, porque al mantener entera la propiedad, la familia conservaba su poder. Por el mismo motivo, después de acceder al rango de caballero, algunos holandeses optaban por redactar un testamento inglés, aunque la mayoría de los holandeses no se guiaban por el derecho inglés. Yo creo que sus esposas no lo habrían aceptado y tampoco me imaginaba que el Jefe le hubiera prestado ninguna atención.
—Tenemos un testamento holandés que se redactó en la época de nuestra boda —contestó el Jefe—. Lo tiene el viejo Schermerhorn, el abogado de tu madre. Le daría un ataque si lo alterásemos.
—No tendría por qué saberlo. El nuevo testamento inglés lo sustituiría.
—¿Por qué quieres cambiarlo?
—Sinceramente, padre, no me fío de su buen juicio. La manera como se comportó con la cuestión de Leisler es un buen ejemplo. No creo que sea la persona adecuada para gestionar nuestro dinero. Clara tiene una buena situación; recibió una generosa dote y también heredó de su primer marido, y Dios sabe que a Henry Master no le falta el dinero. De acuerdo con el testamento inglés que dispondrá su padre, casi toda la fortuna de los Master pasará a manos suyas, sin duda. Ella es mucho más rica que yo.
—Entiendo a qué te refieres —dijo el Jefe.
—Ya sabes que yo siempre cuidaré de madre, y Clara también.
—No lo dudo.
—Sólo creo que deberías protegerme a mí y a la familia Van Dyck, eso es todo.
—Lo pensaré, Jan, te lo prometo. Pero es mejor que esto quede entre nosotros.
—Desde luego —aceptó Jan.
Yo me apresuré entonces a trasladarme a la otra punta del huerto, y cuando volví a la casa nunca dije ni una palabra de lo que había oído, ni siquiera a Hudson.
Del año 1696 recuerdo dos acontecimientos. Hacía unos años que se había trazado una nueva calle paralela a la vieja muralla del norte de la ciudad, que se estaba cayendo a pedazos. A esa nueva calle la llamaron Wall Street, o calle del Muro. Ese año, los anglicanos sentaron los cimientos de una gran iglesia en la esquina de Wall Street y Broadway, a la que pusieron por nombre Trinity Church, o iglesia de la Trinidad.
El segundo acontecimiento fue el último viaje del capitán Kidd.
La guerra que mantenía el rey Guillermo contra los ingleses se prolongaba aún. Los franceses y los indios habían atacado un asentamiento holandés situado a unos trescientos kilómetros más arriba siguiendo el cauce del río, y en el océano, los franceses y sus piratas causaban tantas complicaciones que los ingleses rogaron al capitán Kidd que fuera a darles una lección. Éste, como ya he dicho, estaba retirado y era un hombre respetable. De hecho, por aquel entonces estaba contribuyendo a la construcción de la iglesia Trinity de Wall Street, pero de todas maneras aceptó.
—Aunque no creo que les costara mucho convencerlo —comentó el Jefe—. Los viejos lobos de mar siempre acaban sintiéndose inquietos en tierra firme.
Una tarde, cuando volvía a casa, Hudson vino a mi encuentro. A mí me pareció que estaba algo excitado, pero no me dijo nada. Se puso a caminar a mi lado como para acompañarme, tal como hacía a menudo. Yo le apoyé la mano en el hombro, como solía hacer, y seguimos andando.
—El capitán Kidd quiere llevarme en su barco —me dijo al cabo de un rato.
Yo sentí un vuelco en el corazón, como un barco a punto de naufragar.
—Eres demasiado joven para pensar en eso —repliqué.
—Ya casi tengo dieciséis años. En los barcos emplean a muchachos de menor edad.
—El Jefe no lo va a permitir —afirmé, rogando por que así fuera—. ¿Tanta prisa tienes por dejar a tu padre? —le pregunté.
—No —respondió, rodeándome el cuello con el brazo—. No es eso. Pero en el mar podría aprender el oficio de marinero.
—Podrías aprender el de pirata —contesté.
Yo había visto muchas veces las tripulaciones de esos navíos corsarios y temblaba sólo de pensar que Hudson pudiera vivir entre hombres de tal calaña.
Apenas llegamos a la casa, el Jefe me mandó llamar.
—Mira, Quash —me anunció—, el capitán Kidd quiere comprar a Hudson. Me ha hecho una oferta muy buena.
Me quedé mirándolos a uno y al otro, sin saber qué decir. Después me puse de rodillas, que era lo único que podía hacer.
—No lo mandéis lejos al mar, Jefe —le pedí—. Él es todo lo que tengo.
—Él quiere ir, ya lo sabes —me recordó el Jefe.
—Sí —reconocí—, pero él no comprende. El capitán Kidd es un caballero correcto, o eso espero, pero su tripulación… Algunos de los hombres que está reclutando son vulgares piratas.
—No lo puedes retener a tu lado para siempre, Quash —dijo el Jefe.
Yo traté de pensar qué posibilidades tenía. Aparte de exponer a Hudson a los peligros del mar, lo que más miedo me daba era lo que el capitán Kidd pudiera hacer en caso de convertirse en su propietario. ¿Y si decidía vender a mi hijo en algún lejano puerto? ¿Qué sería entonces de Hudson? Yo todavía mantenía la esperanza de que el Jefe le concediera también la libertad algún día.
—Quizá el capitán Kidd esté dispuesto a pagar por los servicios de Hudson sin comprarlo —apunté—. Podríais alquilárselo. Así el capitán tendría que devolvéroslo. Después de aprender el oficio de marinero valdrá más —aduje.
Era todo lo que se me ocurría, pero vi que el Jefe se había quedado pensativo.
—Está bien, Quash —dijo—. Ahora vete y mañana hablaremos del asunto.
Al día siguiente se decidió que el capitán Kidd alquilaría a Hudson. Yo agradecí el detalle. Faltaban varias semanas para que estuviera listo el barco, y para mí aquél era un tiempo precioso, porque pensaba que tal vez nunca volvería a ver a mi hijo. A él no se lo decía, sin embargo. Estaba tan entusiasmado que siempre que podía separarse de mí se iba al puerto.
Eran muchas las personas que pensaban sacar beneficios de aquel viaje. Además del gobernador, en él habían invertido dinero varios grandes lores ingleses. La gente murmuraba que hasta el rey Guillermo era accionista en secreto. El barco se llamaba el Adventure Galley («la galera aventurera») porque tenía remos, con lo cual podía atacar otros navíos incluso si no había viento. Transportaba ciento cincuenta tripulantes y treinta y cuatro cañones.
Cuando se acercaba el momento en que debía hacerse a la mar el barco, le pedí a Hudson que viniera a sentarse conmigo.
—Ahora has de obedecer al capitán Kidd en todo, porque es tu jefe. Pero algunos de los hombres con los que vas a embarcar son personas muy malas, Hudson. Por eso lo mejor es que te ocupes sólo de tus asuntos y no te inmiscuyas en nada, y de este modo puede que no te molesten. Ten presente siempre lo que tu padre y tu madre te enseñaron y no te ocurrirá nada malo.
Finalmente, en septiembre de ese año de 1696, el Adventure Galley zarpó del puerto de Nueva York, y yo me quedé mirando a Hudson hasta que desapareció de la vista.
Pasaron los meses sin recibir noticia alguna. Yo sabía que si no encontraba ninguna presa cerca, el capitán Kidd atravesaría probablemente el océano para ir al sur de África y al cabo de Buena Esperanza, porque al otro lado, donde estaba la isla de Madagascar, encontrarían barcos mercantes y piratas franceses.
Un día llegó al puerto un navío que había estado en aquellas regiones, con noticias de que el capitán Kidd había perdido un tercio de su tripulación a causa del cólera en las proximidades de Madagascar. No tuve manera de comprobar, sin embargo, si aquello era cierto y si mi Hudson estaba vivo o muerto.
Aquella primavera la señorita Clara dio a luz a un niño. Como hasta entonces Jan sólo había tenido niñas, el Jefe estaba encantado con aquel varón. Le pusieron Dirk, como él.
—Tengo un nieto, Quash —me dijo—, y con suerte puede que incluso viva para verlo crecer. ¿No es algo magnífico?
—Sí, Jefe —corroboré—. Sois un hombre afortunado.
Aun así, pese a que la señorita Clara trajo al pequeño para enseñárselo a su madre, el ama no estaba contenta de tener un nieto anglicano.
Entonces, cuando menos lo esperaba, me llegó la noticia que había estado anhelando toda la vida. Un día en que el ama estaba ausente, el Jefe me mandó llamar al salón.
—Quash —me dijo—, ya sabes que te prometí que, cuando muriera, serías un hombre libre.
—Sí, Jefe —respondí.
—Bueno, quizá lo de ser libre no sea lo único que te preocupa, pero de todas formas, en mi testamento se te concede la libertad y también un poco de dinero.
—Yo también me estoy haciendo viejo, Jefe —señalé, rezando para mis adentros—. ¿Podría lograr también Hudson la libertad?
—Sí —confirmó el Jefe—, a él también se le concederá la libertad. Si vive.
—Gracias, Jefe —dije.
—No debes decirle nada de esto a nadie, Quash —me advirtió el Jefe con gravedad—. No le hables de ello a Hudson, ni a nadie de la familia. Por cuestiones que tú desconoces, esto debe quedar entre nosotros dos. ¿Lo entiendes?
—Sí, Jefe —asentí.
De aquello deduje que debía de haber redactado un testamento inglés.
—Otra cosa más —añadió—. Tienes que prometerme que cuando yo haya fallecido, me harás un favor.
Sacó un pequeño hatillo que desenvolvió. Adentro había el cinturón de wampum que llevaba puesto cuando hicimos el viaje por el río.
—¿Lo habías visto antes?
—Sí, Jefe —dije.
—Éste es un cinturón muy especial, Quash —aseguró—. Para mí representa mucho. En realidad, para mí tiene más valor que todo cuanto poseo. Lo mantengo envuelto y oculto en un lugar que te voy a enseñar. Cuando yo muera, Quash, quiero que vayas a buscar este cinturón. No le digas nada a nadie, ni siquiera al ama, pero quiero que lleves este cinturón a la casa de la señorita Clara y le digas que éste es el regalo personal que yo le hago al pequeño Dirk. Dile que debe conservarlo y dárselo a su hijo un día, si tiene alguno, o entregárselo a mis descendientes para honrar mi memoria. ¿Me prometes que lo harás, Quash?
—Sí, Jefe, lo prometo —dije.
—Perfecto.
Después me enseñó el escondrijo, donde guardamos a buen recaudo el cinturón de wampum.
En la primavera siguiente volvieron a circular rumores sobre el capitán Kidd. Al puerto llegaron barcos cuyos tripulantes afirmaban que en lugar de perseguir a los piratas, se había convertido en un navío pirata también. Entonces le pregunté al Jefe qué opinaba.
—¿Quién sabe lo que ocurre en el mar? —contestó, encogiéndose de hombros.
Yo pensaba en Hudson, pero no dije nada más. Los rumores continuaron, aunque hasta el año siguiente no supimos nada concreto. En la primavera de 1699 oímos que los barcos de la Marina inglesa se habían hecho a la mar para buscarlo. Al final, el capitán Kidd apareció ese verano en Boston, y nos llegaron noticias de que lo habían detenido.
Fue entonces cuando el Jefe mostró su mejor cara. Así al menos me pareció a mí, porque no había pasado una hora después de recibir aquella noticia y ya se había puesto en camino hacia Boston para averiguar algo de Hudson. Yo intenté darle las gracias cuando se iba, pero él me sonrió diciéndome que sólo iba a interesarse por el estado de su propiedad.
Ese día salía hacia Boston un rápido navío. Luego transcurrieron dos semanas, y después, una tarde, vi a dos hombres caminando por la calle en dirección a la casa. Uno era el Jefe. El otro era un negro, un poco más alto que yo, un tipo con aspecto fuerte. Entonces vi con sorpresa que se puso a correr hacia mí y cuando me estrechó entre sus brazos, supe que era mi hijo Hudson.
Durante los días siguientes Hudson me contó toda suerte de cosas sobre el viaje, sobre el cólera y lo que les costó encontrar barcos franceses. Explicó que el capitán seguía las instrucciones, pero que como entre los miembros de la tripulación eran tantos los piratas, a duras penas podía impedirles que atacaran hasta los navíos holandeses. Eran personas malas, me dijo. Al final capturaron un barco francés, pero resultó que el capitán era inglés, y allí empezaron los problemas.
—A mí también me detuvieron, en Boston —reconoció Hudson—, pero cuando vino el Jefe y les dijo que yo sólo era un esclavo que había alquilado al capitán Kidd creyendo que éste era un corsario, dedujeron que yo no tenía ninguna responsabilidad en nada y me soltaron. Me parece que el Jefe también debió de haberles pagado algo.
El capitán Kidd no tuvo, en cambio, tanta suerte. Después de retenerlo un buen tiempo en Boston, lo mandaron a Inglaterra para someterlo a juicio.
De lo único que se siguió hablando en Nueva York fue del dinero que debía de haber ganado el capitán Kidd en ese viaje. Los que habían invertido en él nunca vieron ni un céntimo… excepto el gobernador. El capitán Kidd había enterrado un tesoro en un lugar llamado la isla Gardiner’s, pero como le dijo al gobernador donde estaba, éste lo fue a recoger. La gente aseguraba, sin embargo, que había más riquezas enterradas en algún sitio, en Long Island quizá. Yo le pregunté a Hudson si era cierto y él sólo negó con la cabeza. De todas maneras me quedé pensando que igual sabía algo que no me quería decir.
A mí, la verdad sea dicha, me interesaba bien poco aquella cuestión. Lo único que me importaba era que mi hijo había vuelto y que un día obtendría la libertad. Yo obedecí, empero, las instrucciones del Jefe y nunca le hablé de eso.
Había algo más de lo que también me congratulaba. Después de estar con aquellos piratas durante un tiempo, mi Hudson no demostró tantas ganas de volver a embarcar. Se conformaba con estar en la casa conmigo, y así vivimos contentos durante muchos meses. Nueva York era un lugar bastante tranquilo. El Jefe iba a menudo a la casa de Jan y a la de la señorita Clara, y estaba muy claro que disfrutaba mucho con su nieto Dirk.
El año 1701 nos enteramos de que al capitán Kidd lo habían ejecutado en Londres por el cargo de piratería. Hudson dijo que el juicio debía de estar amañado, aunque admitió que el capitán había matado a un hombre. Si bien lo lamenté por el capitán, observé con alivio cómo la actividad de corsario se presentaba más peligrosa incluso a ojos de mi hijo.
Con frecuencia el Jefe alquilaba a Hudson a otras personas para que trabajara un tiempo para ellas, y como yo lo había enseñado bien, le pagaban un buen precio al Jefe. En cada ocasión éste le daba a Hudson una parte de la paga, con lo cual iba ahorrando un poco de dinero.
Una mañana de octubre, el Jefe me mandó llevar un mensaje al hombre que dirigía la destilería de ron de Staten Island. Como yo no iba casi nunca allí, me alegró recibir el encargo. Me subí a un barco que hacía el trayecto desde el puerto y disfruté de un placentero viaje hasta el muelle del pueblo al que llaman la ciudad vieja. Los ingleses le han puesto a la isla el nombre de Richmond. Yo sabía que allí había dos grandes fincas, y también vi las suaves colinas salpicadas de granjas. Me pareció un sitio muy agradable.
No volví hasta media tarde. Iba desde el puerto a la casa cuando vi a Hudson, que venía corriendo.
—Ven rápido —gritó—. El Jefe se está muriendo.
Llegamos corriendo a la casa, donde me explicaron que al Jefe le había dado un terrible ataque poco después de irme yo y que seguramente no iba a durar mucho. Enseguida me llevaron a verlo.
Había un médico con él y algunos familiares, incluida la señorita Clara. El Jefe tenía la piel cenicienta y la respiración afanosa, pero me reconoció, y cuando me acerqué, trató de sonreír.
—Ya he vuelto sin percance, Jefe —dije—. Lamento no veros con buena cara.
Entonces intentó decirme algo, aunque de su boca sólo salió un extraño ruido. Yo supe, de todas formas, qué me decía. Me decía: «Eres libre, Quash. Eres libre». Y aunque nadie podía entenderlo, yo sonreí y contesté: «Lo sé, Jefe. Lo sé». Al cabo de un momento, reclinó la cabeza y yo le dije: «No os preocupéis por eso ahora, Jefe». Le cogí la mano. Entonces frunció el entrecejo y fue como si intentara sacudirme el brazo; luego me miró fijamente a los ojos. Yo adiviné qué quería. «No he olvidado mi promesa, Jefe —lo tranquilicé—. Me acuerdo de lo que me encomendasteis». Pese a que no podía hablar, me estrechó la mano.
El Jefe siguió con vida durante casi todo el día. Al anochecer, mientras estaba con Hudson en el patio, Clara salió con lágrimas en los ojos y me anunció que el Jefe había sufrido otro ataque y que había muerto.
—Sé que lo querías mucho, Quash —me dijo.
—Sí, señorita Clara.
Una parte de mí estaba triste porque, en comparación del trato que reciben la mayoría de esclavos, el Jefe había sido bueno conmigo. Otra parte de mí pensaba sólo en la libertad. Ignoraba si el Jefe le había dicho a la familia que yo era libre, pero como sabía que estaba en su testamento, no me preocupé.
El entierro del Jefe fue un acto de gran resonancia. Diría que la mitad de la ciudad de Nueva York asistió a él; holandeses e ingleses sin distinción. Todo el mundo se mostró muy amable y respetuoso con el ama, que esa tarde fue un rato a casa de Jan. Mientras estaba fuera, se me ocurrió que aquélla era una buena ocasión para sacar el cinturón indio del escondrijo. Aproveché pues para cogerlo, y sin desenvolverlo lo llevé al lugar donde dormía, donde lo escondí sin que nadie se diera cuenta.
A la mañana siguiente, el ama dijo que iba a salir para atender unos asuntos relacionados con el Jefe. Yo me preguntaba si pronto sería el momento oportuno para hablarle de mi libertad y pensé que, según el humor que tuviera al volver, quizá podría plantearle la cuestión. Mientras tanto, aprovechando que se había ido, me dije que lo mejor era ocuparme de la promesa que le había hecho al Jefe, de modo que con el cinturón indio envuelto tal como estaba, me encaminé a casa de la señorita Clara, que estaba en la calle Bridge.
Me encontraba a medio camino, justo después de la calle Mill, cuando oí una voz detrás de mí.
—¿Qué llevas ahí, Quash?
Era el ama. Me planteaba si era factible fingir que no la había oído y me giré apenas para ver si podía esquivarla, pero antes de que pudiera reaccionar, sentí que me ponía la mano en el hombro. No tuve más remedio que volverme y sonreír.
—¿Necesitáis que haga algo, señora?
—No —contestó—, pero podrías enseñarme lo que llevas ahí.
—Sólo unas cosas mías —aseguré—. No es nada.
—Entonces enséñamelo —insistió.
«No es posible que piense que le estoy robando, después de todo este tiempo», pensé. No quería mostrarle el cinturón, porque el Jefe me había pedido que lo mantuviera en secreto. De todas maneras, no podía hacer nada, de manera que lo empecé a desenvolver. Primero se quedó desconcertada, pero cuando vio lo que era, se le agrió la expresión.
—Dame eso —me ordenó.
—El Jefe me dijo que lo cogiera —respondí.
Como no quería decirle adónde iba con aquello, prefería que pensara que me lo había dado.
—Y yo te digo que me lo des a mí —gritó.
Se puso a temblar de rabia. Yo sospechaba por qué motivo se había enfurecido tanto al ver el cinturón, pero no podía remediarlo.
Entonces sí que tuve que darme prisa en hallar una solución. Sabía que debía cumplir la promesa que le hice al Jefe. Además, si hacía lo que me había pedido y entregaba el cinturón a la señorita Clara para que se lo diera a su hijo, nadie podría decir que lo había robado. Por otra parte, supuse que si el ama se enfadaba tampoco sería grave, porque sabía que ya era libre. Por eso, en lugar de obedecerla, di media vuelta y antes de que pudiera quitármelo, me fui corriendo a toda prisa escabulléndome entre los carros y después me dirigí a casa de la señorita Clara.
Cuando llegué, encontré a la señorita Clara y le transmití el mensaje del Jefe, exactamente tal como me lo había dicho, y le dije que el pequeño Dirk debía conservar el cinturón y después de él sus hijos y así mientras se mantuviera la familia, porque ésa era la voluntad del Jefe. Después le conté lo del ama y me dijo que no me preocupara, y que si había complicaciones ella se encargaría de hablar con su madre. Luego me fui, pero esperé hasta la tarde antes de volver a casa, para que el ama tuviera tiempo de calmarse.
Cuando entré en la casa no había señales del ama, pero Hudson me dijo que hacía un rato habían llegado Jan y un abogado y que estaban con ella en el salón. Entonces pensé que debía de ser por el asunto del testamento.
Fui al pasillo para ver si oía algo. La puerta del salón estaba cerrada, pero en ese momento oí al ama, que hablaba muy alto.
—Al demonio con tu testamento inglés. Me da igual cuándo se hiciera. Yo tengo un buen testamento holandés.
Es de imaginar que después de eso me quedé bien cerca de la puerta. Oí que el abogado dijo algo, pero no distinguí qué. Luego el ama respondió a gritos.
—¿Qué queréis decir con eso de que me puedo quedar un año? Ésta es mi casa. Me quedaré aquí mientras viva si así me apetece. —A continuación, después de que el abogado añadiera algo, exclamó—: ¿Liberar a Hudson? Eso me corresponde decidirlo a mí. Hudson me pertenece. —Oí la voz del abogado, baja y mesurada. Entonces el ama estalló—: Ya veo lo que ocurre aquí, traidor. No creo que mi marido firmase este testamento inglés. Enseñadme su firma. Dádmelo.
Se produjo una pausa, tras lo cual oí gritar a Jan.
Yo tenía la oreja pegada a la puerta cuando ésta se abrió de repente, de modo que faltó poco para que cayera del lado del salón. En ese mismo momento, el ama pasó como un rayo a mi lado. Miraba al frente y no creo ni que me viera. Se dirigía a la cocina con un documento en la mano. Luego choqué con Jan, que salió corriendo tras ella. Cuando recobré el equilibrio, ya había llegado a la cocina. Cerró con un portazo y luego oí cómo corría el cerrojo. Jan no pudo alcanzarla. Se quedó gritando y aporreando la puerta, pero no sirvió de nada.
Hudson, que estaba en la cocina, me contó después lo que ocurrió. El ama se fue directamente al fuego y después de arrojar el testamento a las llamas, se quedó mirando hasta verlo reducido a cenizas. Luego cogió un hurgón y lo removió. A continuación, bastante calmada ya, abrió la puerta de la cocina, junto a la que se encontraban Jan y el abogado.
—¿Dónde está el testamento? —preguntó el abogado.
—¿Qué testamento? —contestó ella—. El único testamento que conozco está en una caja fuerte en el despacho de mi abogado.
—No puedes hacer esto —dijo Jan—. El testamento se firmó con testigos. Puedo llevarte a los tribunales.
—Hazlo —replicó—. Aunque puede que no ganes. Y si no ganas, yo me encargaré de que, por más que seas de mi propia sangre, no heredes nada. Lo voy a gastar todo. Mientras tanto, hasta que un juez me diga lo contrario, esta casa y todo cuanto hay en ella son míos.
Después se marcharon diciendo que tendría noticias de ellos. Yo pensé que entonces me tocaría a mí afrontar su cólera, pero me llevé una sorpresa.
—Quash, ¿me haces el favor de traerme una copa de genever? —me pidió con mucha calma. Después cuando se la traje, agregó—: Ahora estoy cansada, Quash, pero mañana hablaremos de tu libertad y la de Hudson.
—Sí, señora —dije.
A la mañana siguiente se levantó temprano y salió, recomendándonos cuidar de la casa y no dejar entrar a nadie hasta su regreso.
Más tarde, mandó llamar a Hudson con el encargo de que fuera a ayudarla al mercado, de modo que mi hijo se dirigió allí. Al cabo de un rato ella volvió primero y me dijo que fuera al salón, donde tomó asiento.
—Ay, Quash —me dijo—, estos días pasados han sido tristes.
—Siento mucho lo del Jefe —dije.
—No estoy tan segura —contestó. Luego calló un momento, como si estuviera pensando—. Para mí ha sido triste, Quash, descubrir que mi marido quería desposeerme y echarme de mi casa, y que mi propia familia estaba confabulada con él. —Me miró con frialdad—. También fue algo triste para mí, Quash, ver que ayer me desobedeciste y te fuiste corriendo con ese cinturón indio. Quizá tú sabías de la existencia de ese testamento inglés y supusiste que puesto que tú y tu hijo recibiríais la libertad, ahora podíais insultarme a vuestro gusto.
—El amo sólo me dijo que Hudson y yo seríamos libres cuando muriese él —expliqué, porque era la verdad.
—Pues bien, yo he decidido lo contrario —declaró con mucha tranquilidad—. A Hudson ya lo he vendido.
Yo me la quedé mirando, tratando de comprender a qué se refería.
—¿Vendido? —dije.
—Sí —confirmó—. A un capitán de barco. Ya está a bordo.
—Querría verlo —dije.
—No —replicó.
En ese preciso momento llamaron a la puerta y un caballero de cabello gris entró y dedicó una reverencia al ama. Sabía que lo había visto antes, y entonces me acordé: era el hacendado inglés que el señor Master había traído a casa una vez, hacía años. El ama asintió con la cabeza y se volvió hacia mí.
—Puesto que ahora yo soy la propietaria de todo cuanto pertenecía a mi marido, a menos que un juez pueda decir lo contrario, tú también me perteneces, Quash. Y fueran cuales fuesen las intenciones de mi marido, dado que me has desobedecido, he decidido venderte. Este caballero que me he encontrado casualmente en el mercado te ha comprado. Vas a irte con él ahora mismo.
Yo estaba tan asustado que no podía ni hablar. Debí de haber mirado en derredor, como si quisiera escapar.
—Tengo a dos hombres conmigo —me advirtió con aspereza el hacendado—. No intentes nada.
Todavía no podía creer que el ama me hiciera tal cosa.
—Ama —grité—, después de todos estos años…
Ella se limitó a volver la cabeza.
—Ya está. Lleváoslo —ordenó el hacendado.
Entonces entraron dos hombres. Uno tenía mi estatura, pero se notaba que era muy fuerte. El otro era un gigante.
—Tengo que recoger mis cosas —murmuré.
—Deprisa —dijo el hacendado—. Acompañadlo —indicó a los dos individuos.
Cogí mis posesiones, incluido el poco dinero que había ido guardando en un lugar oculto. Aunque temí que me lo quitaran, no lo hicieron. Todavía estaba aturdido cuando me metieron en un carro y se me llevaron.
El hacendado tenía una plantación a unos quince kilómetros al norte de Manhattan. El edificio era una granja de estilo holandés y el inglés había añadido un amplio porche alrededor. Tenía media docena de esclavos que vivían en un cobertizo bajo situado cerca del corral de las vacas.
Cuando llegamos, el hacendado me ordenó que me quitara la camisa para inspeccionarme, y así lo hice.
—Bueno, no eres joven, pero pareces fuerte —dictaminó—. Apuesto a que aún sacaremos algunos años de trabajo de ti. —Me conducían ya al cobertizo de los esclavos, cuando añadió—: Un momento.
De repente, los dos hombres me cogieron por los brazos y me metieron las muñecas en las esposas que colgaban de un poste que había allí mismo.
—Vamos a ver, negro —me dijo el hacendado—. Tu ama dice que le robaste algo y que intentaste huir. Ese tipo de cosas no las consentimos aquí ¿entiendes?
Entonces dirigió una señal al tipo más bajo, que era el capataz. Éste entró en la casa por el porche y salió con un látigo de horrible aspecto.
—Ahora vas a aprender a comportarte como es debido —dijo el hacendado—. Vuelve la cara —indicó.
Entonces el capataz me dio el primer latigazo.
Nunca hasta entonces me habían golpeado con un látigo. La única vez que el Jefe me había azotado, de niño, lo hizo con el cinturón. El látigo no tiene punto de comparación.
Cuando me descargaron el látigo en la espalda fue como un horrendo fuego y un desgarramiento de carne, y fue tanta mi sorpresa y mi temor que me puse a gritar.
Luego volví a oír el silbido y el restallido de la cuerda. Aquel azote, peor que el primero, me hizo dar un salto. Reparé en que el hacendado me observaba para ver cómo reaccionaba. El tercer latigazo fue tan horroroso que pensé que iba a estallar de dolor. Eché atrás la cabeza y noté que los ojos se me salían de las órbitas. Pararon un momento y, temblando de pies a cabeza, pensé que ya habían acabado. Entonces vi que el hacendado dirigía una señal al capataz, como si dijera «Ya casi está».
—Yo nunca robé nada —grité—. No me merezco esto.
El látigo cayó de todas maneras, una y otra vez. Sentía un ardor de fuego. Mi cuerpo, tenso a más no poder, chocaba contra el poste. Las manos, de tan crispadas contra las esposas, estaban ensangrentadas. Cuando me hubieron dado doce latigazos, creí que iba a morir, pero siguieron hasta los veinte.
Entonces el hacendado se acercó y me miró.
—Veamos, negro —espetó—. ¿Qué tienes que decir?
Me encontraba colgado allí de ese poste, con más de cincuenta años, azotado por primera vez en mi vida, con toda la dignidad perdida.
—Lo siento, Jefe —grité—. Haré lo que digáis.
—No me llames Jefe —contestó—, que yo no soy un maldito holandés.
—No, señor —susurré.
Y aunque tuviera rabia adentro, aquellos latigazos fueron tan horrorosos que habría lamido el suelo si me lo hubiera pedido. Cuando lo miré a los ojos, estaba desesperado.
—No me dirijas la palabra —dijo— si yo no te lo indico. Y cuando me hables, negro ladrón, hijo de puta, mira al suelo. No vuelvas a atreverte a mirarme a la cara nunca más. Recuérdalo. —Después, cuando bajé la vista, llamó al capataz—. Dale algo para que se acuerde de esto.
Entonces el capataz me dio diez latigazos más. Creo que al final me desmayé, porque no recuerdo que me llevaran al cobertizo.
En esa granja trabajé medio año. Era un trabajo duro. En invierno, cuando llegó la nieve, a los esclavos nos enseñaron a fabricar clavos en la forja que tenía el amo. Nos pasábamos diez horas diarias para hacer aquellos clavos, que después vendían. Siempre nos hacían trabajar en algo que reportara dinero. Nos daban de comer lo suficiente y nos mantenían en un sitio caliente para que pudiéramos trabajar. Y aunque pensáramos en eso, al final del día estábamos demasiado cansados para crear complicaciones. No me volvieron a azotar, pero sabía que si daba algún motivo, volvería a recibir latigazos, más aún que la vez anterior.
Todo aquello me hizo concluir que había sido muy afortunado durante los años en que fui propiedad del Jefe, mientras que cada año los hombres como el señor Master llevaban miles de negros a las plantaciones, donde soportaban condiciones parecidas o peores.
En primavera volvieron a ponernos a trabajar en los campos, a arar y cavar. Un día a mediodía estaba en el campo, todo sucio de barro, cuando vi un carruaje que llegaba por el camino. De él se bajaron un hombre y una mujer, que entraron en la casa. Al cabo de un rato el hacendado salió y me gritó que acudiera, de modo que me apresuré a ir. Mientras permanecía delante de él, poniendo buen cuidado en mantener la vista gacha, oí el roce de un vestido en el porche, pero no me atreví a mirar para ver quién era.
—Hombre, Quash ¿no me reconoces? —oí que me decía una voz conocida.
Entonces me di cuenta de que era la señorita Clara.
—Estás cambiado, Quash —observó la señorita Clara mientras me llevaba a Nueva York en compañía del señor Master—. ¿Te trataban mal?
—Estoy bien, señorita Clara —respondí, demasiado avergonzado aún para contarle que me habían azotado.
—Nos ha costado un poco averiguar dónde estabas —me explicó—. Mi madre se negó a decirnos a quién te había vendido. Yo encargué a varias personas que preguntaran por toda la ciudad y nos enteramos hace sólo unos días.
Le pregunté si sabía algo de Hudson.
—Lo vendió a un capitán de barco, pero no sabemos quién es. Podría estar en cualquier lugar. Lo siento, Quash —se disculpó—. Puede que no lo vuelvas a ver.
Me quedé sin habla durante un momento.
—Habéis sido muy amable viniendo a buscarme —le agradecí después.
—He tenido que pagar un elevado precio por ti —señaló, riendo, el joven Henry Master—. Como sabía el interés que teníamos por ti, el viejo hacendado se ha aprovechado.
—Sabemos que mi padre quería que fueras libre —dijo la señorita Clara.
—Hum —murmuró su marido—. No sé, no sé, después de lo que he tenido que pagar. De todas maneras, aún tenemos qué decidir qué vamos a hacer contigo, Quash.
Por lo visto, el problema era el ama. Últimamente se había ido a la cuenca alta del río, a Schenectady, con la intención de vivir allí. Había elegido ese lugar porque era una ciudad con una fuerte implantación de la Iglesia holandesa, sin apenas habitantes ingleses.
—Mientras se quede allí podemos tenerte con nosotros, o en casa de mi hermano —explicó la señorita Clara—. Pero Jan no quiere que te encuentre cuando vuelva. Podría enfadarse, y ella mantiene el control de todo ahora. Siento no poderte liberar —añadió.
—No importa, señorita Clara —respondí.
Con ellos estaría mucho mejor que con aquel hacendado y, además, ¿de qué me servía la libertad ahora, si mi hijo seguía siendo esclavo?
La primavera y el verano de ese año trabajé para la señorita Clara y su familia, y como yo sabía hacer casi todas las labores de la casa, les fui de gran utilidad.
Yo disfrutaba en especial con su hijo Dirk. Era un niño pillo, lleno de vida, en el que me parecía advertir algunos rasgos del Jefe. Aunque tenía el cabello rubio y los ojos azules de su madre, ya se le veía una gran agudeza, pero en lo de estudiar era un poco perezoso. ¡Y cómo le gustaba ir al puerto a aquel chiquillo! Me recordaba a mi propio hijo. Yo lo llevaba allí y le dejaba mirar los barcos y hablar con los marineros. Pero lo que más le agradaba era ir al otro lado del fuerte para observar el río. Era como si ese río ejerciera una atracción en él. Cuando para su cumpleaños, que era en verano, le preguntaron qué quería, pidió si podía subir por el río en barca, de modo que en un hermoso día despejado nos fuimos en una barca de vela Henry Master, el pequeño y yo; a favor del viento y la marea, subimos por el poderoso río, hasta más allá de las empalizadas de piedra. Antes de volver, acampamos una noche. Y durante el viaje, Dirk pudo llevar el cinturón indio de wampum, que le colocamos con tres vueltas alrededor de la cintura.
—Este cinturón es muy importante ¿verdad, Quash? —me preguntó.
—Tu abuelo le concedía gran valor —respondí— y te lo dio a ti en concreto para que lo conserves toda la vida y lo legues a la familia.
—Me gustan los motivos que tiene —dijo.
—Dicen que esos motivos de wampum tienen un significado especial —le expliqué—. Deben de contar que el Jefe era un gran hombre o algo así. Creo que se lo regalaron unos indios que le tenían una gran estima, pero no sé nada más.
Se notaba que a ese niño le gustaba estar en el río. Se sentía como en casa allí. Hice votos por que más tarde se ganara la vida en el río y no en los barcos de esclavos.
Es posible que, en ese sentido, lograra influir en su vida, porque un día, mientras me estaba lavando en mi habitación del piso de arriba, creyendo encontrarme solo, oí la voz del pequeño Dirk a mi espalda.
—¿Qué son todas esas marcas que tienes en la espalda, Quash?
Los latigazos recibidos en la granja me dejaron unas terribles cicatrices en toda la espalda, que siempre llevaba tapada, y por nada del mundo habría querido que el niño las viera.
—Algo que ocurrió hace mucho —le contesté—. Ahora es mejor que te olvides de eso.
Luego lo mandé al piso de abajo. Ese mismo día, sin embargo, la señorita Clara se acercó mientras cuidaba las flores del jardín y me tocó el brazo.
—Ay, Quash, cuánto lo siento.
Un par de días más tarde, el pequeño Dirk tomó la palabra mientras yo servía la mesa.
—Padre, ¿es correcto azotar a un esclavo?
—Bueno, depende —murmuró, incómodo, su padre.
—No, nunca es correcto —intervino, con mucha calma, la señorita Clara.
Conociendo su carácter, supe que nunca cambiaría de parecer en eso. En realidad, una vez le oí decir a su marido que no le importaría si todo el negocio de la esclavitud se acabara. Él le replicó que, tal como estaban las cosas, una buena parte de la riqueza del Imperio británico dependía del trabajo realizado por los esclavos en las plantaciones de azúcar, de modo que no era probable que aquello tuviera un pronto final.
Me quedé con la señorita Clara y su marido hasta finales de año. Durante ese tiempo, hubo una epidemia de fiebre amarilla de la que, por fortuna, no se contagió nadie de la casa. Luego me quedé con ellos buena parte del año siguiente.
En Inglaterra, tanto la reina María como su marido holandés Guillermo habían fallecido ya, de manera que le entregaron la corona a la hermana de María, Ana. Por aquel entonces el gobierno otorgaba tanta importancia a América que mandaron a un gran caballero, primo de la propia reina, que se llamaba lord Cornbury. Éste vino a vivir a Nueva York.
Nada de aquello me habría afectado de no haber sido por el ama. En octubre mandó una carta diciendo que tal vez iba regresar a Nueva York. Aunque nadie sabía el motivo, Jan decía que probablemente se habría peleado con alguien. Entonces la señorita Clara se reunió con su hermano para decidir qué iban a hacer. Yo estaba en el salón con ellos.
—Lo mejor será que no estés aquí si vuelve, Quash —me dijeron los dos.
—Es nuestro deber velar por Quash —advirtió la señorita Clara.
—Desde luego —acordó Jan—, y creo que tengo la solución: un lugar donde tendría un trabajo llevadero y cuidarían bien de él. —Asintió, sonriéndome—. Ahora mismo acabo de estar con el gobernador en persona.
—¿Lord Cornbury? —dijo la señorita Clara.
—El mismo. Por lo visto, Su Excelencia busca un criado personal. Le he hablado de Quash y se ha mostrado muy interesado. —Se volvió hacia mí—. Si trabajas para él, Quash, recibirás un buen trato. Además, los gobernadores sólo se quedan unos cuantos años y después vuelven a Inglaterra. Si eres del agrado de Su Excelencia, y sé que así va a ser, ha aceptado concederte la libertad antes de irse.
—¿Pero y si lord Cornbury cambia de parecer y decide vender a Quash? —objetó la señorita Clara.
—Ya había pensado en eso. Lord Cornbury me ha dado su palabra de que si no estuviera satisfecho, volvería a vendernos a Quash por el precio que ha pagado.
—¿Estás seguro de que Quash estará cómodo? —planteó la señorita Clara.
—¿Cómodo? —El señor Master se echó a reír—. Seguramente vivirá mejor que nosotros.
—Quash —me dijo la señorita Clara—, si no estás contento, ven a verme directamente.
—Bueno, lord Cornbury aún no ha visto a Quash —advirtió Jan—, pero si todo sale bien, Quash, te estaré agradecido, porque así quedaré bien con él.
—Haré lo que pueda —prometí.
Y así fue como en el espacio de un año y medio, pasé de ser propiedad de aquel cruel hacendado a incorporarme al servicio de la casa del propio gobernador.
Su Excelencia pertenecía a la antigua familia de los Hyde y era el hijo y heredero del conde de Clarendon, tío de la reina. Formaba parte pues de la familia real, pero no era en absoluto altanero. Siempre era magnánimo, incluso con un criado como yo. Era bastante alto, ancho de hombros, de pelo oscuro y grandes ojos castaños. Si no se hubiera afeitado meticulosamente todos los días se le habría visto una tez muy morena. Precisamente uno de mis quehaceres era afeitarlo. Como nunca había vivido en una casa de la aristocracia, a menudo lo observaba, tanto por curiosidad como para ver de qué manera podía complacerlo.
Pronto comprendí por qué Jan quería quedar bien con lord Cornbury.
—Yo soy un tory —afirmaba sonriendo Su Excelencia—. Defiendo los intereses de la reina y de su corte. ¿Cómo no iba a hacerlo siendo su primo?
Él dispensaba un trato de favor a las grandes familias que tenían un estilo de vida inglés y les concedía cargos, contratos y tierras. Por esta razón, los numerosos holandeses de humilde condición que vivían en la ciudad y aún se acordaban del pobre meinheer Leisler no le tenían aprecio a lord Cornbury, y yo creo que él tampoco sentía gran simpatía por ellos. Por suerte, yo hablaba bastante bien inglés, y después de haber pasado tantos años cerca del Jefe sabía cómo lograr que un amo se encontrara a gusto conmigo.
Su Excelencia y su esposa habían tenido cinco hijos, de los que sólo quedaban con vida dos: Edward, que tenía diez años cuando llegó, y una hermosa niña de pelo oscuro, de ocho años, llamada Theodosia. El niño pasaba casi todo el tiempo con su preceptor, y Theodosia con su madre, de modo que yo sólo tenía que atender a Su Excelencia. Era un amo fácil de complacer, porque pese a que insistía en el mantenimiento del orden, siempre me explicaba lo que quería y me decía si era de su agrado. Siempre era educado con las personas que acudían a verlo, pero detrás de sus buenos modales, yo me daba cuenta de que era ambicioso.
—Todo gobernador debería dejar una huella de su paso —lo oí decir un día.
En lo que más vehemencia ponía era en fortalecer la Iglesia anglicana. A menudo recibía al consejo de administradores del templo Trinity, al cual cedió una gran extensión de tierra en el lado oeste de la ciudad. Aparte, hizo pavimentar la calle Broadway con buenos adoquines, desde Trinity hasta el Bowling Green. También puso clérigos anglicanos en algunas iglesias presbiterianas y holandesas. A los afectados no les gustó nada aquella medida, pero a él no le importó.
—Lo siento, caballeros —les contestó—, pero ése es el deseo de la reina.
Eso era parte de su plan. Yo estaba presente un día en que convocó a los administradores de la Trinity.
—Nueva York posee un nombre inglés —dijo—, y en vosotros y en el clero anglicano depositamos la misión de hacer de ella una ciudad inglesa en todos los sentidos.
Aunque no era orgulloso, le agradaba hacer las cosas con refinamiento. La residencia del gobernador, situada en el fuerte, tenía unas cuantas habitaciones bien acondicionadas, pero no era elegante.
—Esta casa no es la adecuada —se quejaba.
Un día fuimos en barca hasta Nut Island, que se encuentra a corta distancia de la punta de Manhattan.
—Éste es un sitio encantador, Quash —me comentó mientras paseábamos entre los castaños que allí crecían—. Encantador.
Al poco tiempo mandó construir una hermosa casa en una loma de aquella isla, a la que pronto pasaron a llamar la isla del Gobernador.
Había que conseguir fondos para pagarla, desde luego, pero el reciente impuesto recaudado para reforzar las defensas de la ciudad había reportado mil libras, que invirtió a tal uso. Algunos de los comerciantes que habían pagado el impuesto se enojaron, pero él no se inmutó.
—Nadie nos ataca en este momento —alegaba.
Por aquella época todavía veía de vez en cuando a la señorita Clara y a la familia, aunque no habían vuelto a tener noticias del ama… hasta un día en que me encontré a Jan en Wall Street.
—Regresó, Quash —me informó—. A su regreso se enteró de todo lo que ha hecho el gobernador para impulsar la Iglesia anglicana en detrimento de la holandesa, y al cabo de tres días se volvió a marchar a Schenectady diciendo que no iba a volver nunca más. Que Dios bendiga a lord Cornbury —añadió, riendo.
También yo tenía motivos para estar agradecido a Su Excelencia. Un día, reparando en mi tristeza, me preguntó qué me ocurría y le expliqué que me concomía no saber qué había sido de mi Hudson. Entonces se encargó de que se enviaran cartas a todos los puertos del mundo donde comerciaban los ingleses, dando órdenes de que todo navío de la Marina inglesa efectuara indagaciones sobre su paradero.
—Va a llevar tiempo, y no te prometo nada —me advirtió—, pero podemos intentarlo.
Era una persona amable.
Cuando ya llevaba más de un año con él, me dio una enorme sorpresa.
Lady Cornbury era una dama esbelta y elegante. Aunque no teníamos ocasión de hablar casi nunca, siempre era educada conmigo. Yo sabía que le causaba algunos quebraderos de cabeza a Su Excelencia. A veces lo encontraba al lado de una mesa donde se acumulaban las facturas de sus gastos.
—¿Cómo vamos a pagar todo esto? —murmuraba.
Y es que Su Excelencia no era tan rico como la gente suponía. De todas maneras, cuando estaban juntos se los oía reír a los dos.
Un día Su Excelencia me dijo que él y su esposa iban a cenar a solas con dos amigos que acababan de llegar de Londres.
—Ahora te voy a necesitar, Quash —me informó por la tarde, una vez que lo hube afeitado y preparado su ropa—. Quiero que bajes a abrir la puerta a los invitados y sirvas la mesa.
Me fui pues a abrir la puerta al caballero inglés y a su esposa y los conduje a la sala principal de recepción, donde los aguardaba lady Cornbury, a la espera de que bajara su marido. Al cabo de un rato, lady Cornbury me informó de que iba a haber otro invitado, una gran personalidad que llegaba de incógnito, a quien debía abrir la puerta y anunciar. Cuando me dijo a quien debía anunciar, me faltó poco para desmayarme. Hice lo que me pedía, con todo, y cuando abrí la puerta, allí estaba la persona esperada.
—Su Majestad la Reina —anuncié en voz bien alta.
Delante de mis propios ojos, entró la reina Ana. Lo curioso fue que, cuando pasó a mi lado, me di cuenta de que era Su Excelencia.
Se había puesto un vestido que pertenecía a su esposa. Aunque era bastante ceñido, lo lucía con donaire, y debo decir que se movía con gracia. También llevaba una peluca de mujer. Después de que yo lo hubiera afeitado, se había empolvado y pintado tan bien la cara que habría podido pasar por una mujer muy atractiva.
—¡Vaya por Dios, Corny! —exclamó el caballero inglés—. Me habéis provocado un sobresalto. Aunque os delata la estatura, presentáis un parecido extraordinario con ella. ¡Asombroso!
—Es mi prima hermana, como sabéis —dijo, muy complacido, Su Excelencia.
—Enseñadnos la pierna —pidió la dama inglesa. Entonces Su Excelencia se levantó la falta y nos mostró la pierna que, recubierta de una media de seda, se veía muy delicada. Después la movió de una manera que casi me hizo sonrojar—. Caramba, Corny —exclamó, riendo—, podrías haber sido una mujer.
—A veces lo es —declaró calmadamente lady Cornbury.
Luego Su Excelencia se paseó por la sala dispensando reverencias a sus invitados, que lo correspondieron con aplausos.
Yo les serví la cena y todos estuvieron muy alegres. Su Excelencia se quitó la peluca, aduciendo que le daba demasiado calor. Contaban anécdotas de la gente que conocían en la corte inglesa. A mí me alegró verlos tan contentos porque me parecía que, aun teniendo una elevada posición en Nueva York, el gobernador y su esposa debían de echar de menos el teatro, la corte y sus amistades de Londres.
Su Excelencia quedó, al parecer, complacido con la velada, porque al cabo de un mes, preparó otra. Yo lo ayudé a acicalarse y él tuvo que forcejear bastante con el vestido de lady Cornbury, que era demasiado estrecho para él.
—Tendremos que ponerle algún remedio —me dijo.
Aquella vez tuvimos como invitados dos caballeros pertenecientes a las grandes familias holandesas partidarias de los ingleses, un Van Cortlandt y un Philipse. Se quedaron muy asombrados con la entrada de la Reina y, puesto que ninguno de los dos la había visto, tardaron unos minutos en captar la broma. No creo, sin embargo, que disfrutaran con la representación de Su Excelencia, aunque por educación, no lo expresaron.
Igual que en la ocasión anterior, aquello tuvo lugar en la casa del gobernador situada en el fuerte. Una vez que se hubieron ido los invitados, Su Excelencia tenía ganas de tomar el aire, así que me pidió que lo acompañara a las almenas de la fortaleza que daban al puerto.
Hacía una noche magnífica, llena de estrellas que lucían en el cielo y se reflejaban en el agua. Allá arriba había un centinela. Primero nos dedicó una ojeada, suponiendo que era lady Cornbury. Después, al darse cuenta de que no era así, se quedó mirando con más fijeza, pero con la oscuridad, no alcanzó a distinguir de qué dama se trataba.
—Debió de ser desde este lugar donde Stuyvesant observó a los ingleses que venían a tomar la ciudad —me comentó Su Excelencia.
—Me parece que sí, milord —respondí.
Nos quedamos un rato allí y después volvimos.
—Buenas noches —dijo el gobernador al pasar junto al centinela.
Al oír una voz de hombre, el centinela casi dio un brinco. Seguro que se quedó observándonos mientras nos alejábamos. Al llegar abajo, le dije a Su Excelencia que el guardián se había quedado estupefacto al oír una voz masculina en boca de una dama y que no sabía si se habría dado cuenta de quién era.
—¿Le hemos dado un susto? —contestó simplemente Su Excelencia, riendo.
Entonces comprendí que, al ser un personaje de tanta alcurnia, el gobernador no creía que tuviera importancia lo que pensara el centinela, pero para mis adentros me dije que aquello era un punto débil para él.
De aquellas veladas saqué asimismo dos conclusiones. La primera, que a Su Excelencia le agradaba recordar a la gente que la reina era prima suya y que se parecía a ella. La segunda, que, tanto si era para representar a la reina Ana como si no, le gustaba disfrazarse de mujer.
El caso es que después de aquello, me había ganado los favores del gobernador; y él no había olvidado que fue a través de la familia Van Dyck como llegué a su servicio. Un día mandó llamar a Jan al fuerte. Yo servía en la sala cuando él llegó. En ese momento había varios contratos gubernamentales que distribuir y Su Excelencia cogió uno de ellos y se lo entregó.
—Me prestasteis un buen favor vendiéndome a Quash —recordó—. Quizá podríais proveer de estos artículos al gobierno de Su Majestad.
Cuando Jan leyó el contrato, observé que abría mucho los ojos.
—Su Excelencia es muy amable —respondió—. Quedo en deuda con vos.
—En ese caso —añadió Su Excelencia—, tal vez podríais hacer algo por mí.
Abrió una pausa, esperando.
—Sería para mí un placer —propuso con entusiasmo Jan— dar cincuenta libras a Su Excelencia, si me hiciera el honor de aceptarlas.
Entonces Su Excelencia declaró magnánimamente que sí aceptaba. Y todo aquello fue de gran interés para mí, como una explicación de la manera como se llevan a cabo los asuntos de gobierno.
Yo seguí observando atentamente a Su Excelencia con la intención de ver cómo podía complacerlo. Poco después de aquello tuve la suerte de pasar delante de la tienda de uno de los sastres de Dock Street. Allí vi unas amplias enaguas de seda que calculé que serían de la talla de Su Excelencia. Como siempre había guardado el dinero que llegaba a mis manos, no tuve dificultad para comprarlas, y esa misma noche cuando estábamos solos, las entregué a Su Excelencia.
—Son para la próxima vez que Su Excelencia vaya a ser Su Majestad —le dije.
Se las probó enseguida, encantado.
—Lo que necesito es un vestido igual de ancho —señaló.
Yo había reparado en que cada vez que se vestía de reina, sus hijos no estaban en casa, y de eso deduje que Su Excelencia aún tenía ciertos reparos sobre lo que pudiera pensar la gente de su costumbre. Por ello puse buen cuidado en nunca manifestar el menor asomo de burla en la manera de tratarlo. Una semana después de que le regalara las enaguas, se las puso debajo de un vestido para cenar a solas con su esposa.
—¿Encuentras extraño que me vista así? —me preguntó mientras lo ayudaba a vestirse.
—En África, el lugar de origen de mi pueblo, milord —repuse—, los grandes jefes de ciertas tribus se visten a veces de mujer. Pero sólo ellos tienen permitido hacerlo. Para nosotros es un signo de distinción especial.
Me lo había inventado, pero Su Excelencia lo ignoraba.
—Ah —dijo, muy complacido.
Pasaron los meses. De vez en cuando Su Excelencia representaba el papel de la Reina o, algunas veces, prefería pasearse simplemente disfrazado de mujer.
Fue durante ese año cuando lady Cornbury empezó a encontrarse mal. No sabiendo qué mal la aquejaba, los médicos la sangraron, le dieron remedios de hierbas y le recomendaron reposo. La vida en la casa siguió más o menos el mismo curso. Su Excelencia se interesaba a menudo por los estudios de su hijo o hacía compañía a Theodosia por las tardes y le leía algo. También advertí que, estando enferma su esposa, Su Excelencia estaba a veces inquieto por la noche y caminaba solo por sus aposentos; y cuando hacía eso, con frecuencia iba vestido de mujer.
Llevaba un tiempo rumiando cómo podía aprovechar para utilidad propia aquella situación, cuando un día, estando en el mercado, vi ni más ni menos que a Violet, la mulata de East River a la que solía visitar hacía mucho. Aunque se veía mucho más vieja, la reconocí y ella también me reconoció a mí. Iba con una niña de unos nueve años, que era su nieta.
—¿Y no podría ser mi nieta también? —le pregunté en voz baja.
—Puede que sí —contestó, riendo.
Aquella niña se llamaba Rose y, por lo visto, era muy veloz en el manejo de la aguja. Violet buscaba a alguien que le diera trabajo con regularidad. Cuando le expliqué que ahora mi amo era el gobernador, me preguntó si podía interceder por ella.
—Espera un poco, a ver —le dije.
Al día siguiente me puse manos a la obra. Utilizando una armazón de mimbre, reproduje a grandes rasgos los contornos del cuerpo del gobernador. Por fortuna, como siempre fui hábil con las manos, no fue una tarea difícil. Utilizando una de sus camisas, efectué ajustes hasta considerarla perfecta. Luego compré telas de seda y lino. Me costaron una proporción considerable de mis ahorros, pero lo hice confiado en recibir algo a cambio. Después cogí un vestido viejo de lady Cornbury que ya no se ponía nunca. A continuación cargué todo aquello en un carro y lo llevé a casa de Violet.
—Su Excelencia desea regalar un vestido a una amiga que vive en Long Island —le expliqué—. Ésta es la forma de su cuerpo, pero no estamos seguros de su altura, de modo que hay que dejar larga la falda para después poder hacer el dobladillo.
Después le enseñé el vestido que había traído para utilizarlo como modelo y le dije que si Rose podía hacerlo a cambio recibiría una buena paga.
—Lo hará —me aseguró Violet.
Me fui, advirtiéndoles que regresaría al cabo de dos semanas. Cuando volví estaba terminado, en efecto. Entonces fui a ver a Su Excelencia y le dije que tenía un vestido que creía que le ajustaría mejor. Cuando lo vio, observó la tela y pasó la mano sobre la seda para luego dictaminar que la había elegido bien. Le iba perfectamente. Yo mismo cosí el dobladillo entonces, y Su Excelencia quedó encantado.
—Cuesta un poco caro, milord —señalé.
Luego le di una cifra menor de lo que le hubiera cobrado cualquier sastre de la ciudad y él me entregó de inmediato el dinero. Al día siguiente, pagué a Rose por su trabajo. Era una suma pequeña, pero suficiente para que se conformara. Y después esperé.
Entonces resultó que lady Cornbury experimentó una considerable mejoría. Su Excelencia y ella reanudaron su vida de siempre. En más de una ocasión él se puso aquel vestido para la cena y fue de su total satisfacción. Al cabo de un tiempo, no obstante, me pidió otro, tal como yo preveía. Le respondí que creía poder conseguirlo, pero al día siguiente volví con cara larga.
—Hay un problema, Excelencia —le dije.
Le expliqué que el modisto que me había vendido el vestido estaba abrigando sospechas. Me había preguntado si no era el esclavo del gobernador y me había dicho que si su esposa quería un vestido no le iban a conceder crédito. Su Excelencia exhaló un gruñido al oír aquello.
—Quieren saber para quién va a ser el vestido —añadí—, y como no me ha gustado la cara que ha puesto el modisto, le he dicho que debía consultar a mi señora.
Lo cierto era que pese a que yo había inventado aquello, Su Excelencia sabía que cada vez era más impopular entre los holandeses, los presbiterianos y otros sectores de la población. Tenía enemigos. También los tenía su esposa, a causa de las facturas impagadas. Aparte habían corrido algunos rumores sobre la estrafalaria manera de vestirse de Su Excelencia, los suficientes para que incluso un hombre orgulloso como él optara por la prudencia.
—Has hecho bien —aprobó—. Supongo que será mejor que dejemos esto por el momento.
Yo percibí de todas maneras su decepción, así que esperé unos días. Después, una tarde en que lo vi un poco triste, pasé a la acción.
—He estado pensando, Excelencia, que podría haber una solución para nuestro problema —declaré.
—¿Sí? —dijo.
—Sí —confirmé.
Entonces le expliqué que siempre había considerado que, si algún día obtenía la libertad, podría abrir una pequeña tienda en la ciudad para vender toda clase de artículos para señoras y confeccionar vestidos también. Creía que Jan y la señorita Clara invertirían en mi negocio y me aportaría clientes. Ya tenía incluso pensada una costurera a la que podría emplear.
—Si tuviera ese negocio —dije—, podría hacerle a Su Excelencia todos los vestidos que quisiera, y nadie haría preguntas, porque la gente ya no me vería como vuestro esclavo. Nadie salvo yo sabría siquiera que os tendría por cliente. También podría confeccionar ropa para lady Cornbury, y por supuesto, en lo que a Su Excelencia se refiere, mi interés no sería sacar beneficios. Os suministraría ropa a vos y a vuestra esposa a precio de coste.
—¿A precio de coste? —preguntó.
—Sí —asentí—, y no sólo vestidos, Excelencia, sino también enaguas, medias de seda y cualquier prenda que vos o vuestra esposa pudierais desear.
—Hum —musitó Su Excelencia—. ¿Y el precio de ello sería concederte la libertad?
—Si no, no podría prestaros ese servicio —señalé.
—Lo pensaré —dijo.
Como cualquiera puede imaginar, yo asumía riesgos al ofrecerme a suministrar ropa a lady Cornbury, que no siempre pagaba sus facturas. De todas maneras, sospechaba que Su Excelencia tendría interés en pagarme, si quería recibir más vestidos.
Al día siguiente, me mandaron llamar al salón pequeño. Yo esperaba encontrar a Su Excelencia allí, pero era su esposa. Sentada en un sillón, me miró con aire pensativo.
—Su Excelencia me ha hablado de vuestra conversación —dijo—, y hay algo que me preocupa.
—¿Sí, Señoría?
—Concediéndote la libertad, Su Excelencia no tendría modo de sancionarte si te decidieras a hablar. Ya sabes a qué me refiero. —Me miró directamente a los ojos—. Yo debo protegerlo.
Tenía razón, por supuesto. Su Excelencia se iba a poner en mis manos, y admiré a su esposa por decírmelo. Guardé silencio un momento y luego me quité la camisa. Advertí que abría los ojos con asombro, pero cuando me volví, oí que soltaba una queda exclamación al ver las cicatrices de la espalda.
—Esto es lo que me hizo un hacendado, Señoría, antes de venir aquí. Y para seros sincero, Señoría, mataría a ese hacendado si pudiera.
—Ah —exclamó.
—En esta casa, en cambio, siempre he recibido un buen trato —proseguí con emoción, porque era verdad—. Y si Su Excelencia me concede la libertad, algo que he deseado toda mi vida, antes preferiría que me volvieran a azotar que pagarlo con una traición.
Me observó un largo momento antes de hablar.
—Gracias, Quash —dijo.
Yo me puse la camisa y tras dedicarle una reverencia, salí.
Así fue como, en el año 1705, rayando los cincuenta y cinco años, obtuve por fin la libertad. Todo salió como había previsto. Jan fue generoso conmigo y me ayudó a alquilar una tienda en Queen Street, que es una buena zona de la ciudad, y me enseñó a comprar las mejores mercancías. La señorita Clara me enviaba tantas clientas que estaba ocupadísimo. No sólo empleé a la pequeña Rose, sino que pronto tuve que contratar a dos costureras más. Como eran muy jóvenes no tenía que pagarles mucho, pero ellas estaban contentas de tener trabajo regular, y pronto empecé a ganar bastante.
A raíz de aquello y de todo lo ocurrido anteriormente, aprendí que, cuando uno da a la gente lo que quiere, puede lograr la propia libertad.
Al año siguiente falleció lady Cornbury, cosa que sentí. Un año después, el partido de Su Excelencia perdió el poder en Londres y, no bien se enteraron de ello, todos sus enemigos de Nueva York mandaron urgentes misivas a Inglaterra rogando que retiraran a Su Excelencia de su cargo a causa de todas las deudas que había contraído. También decían que se vestía con ropa de mujer, y el rumor no hacía más que crecer… aunque nadie oyó ni una palabra acerca de ello salida de mis labios. Incluso llegaron a meter a Su Excelencia en la cárcel reservada a los deudores.
Por fortuna para él, su padre murió, con lo que se convirtió en conde de Clarendon. Ello, al ser un título de par de Inglaterra, conlleva, según la ley inglesa, el privilegio de no tener que rendir cuentas a la justicia. Ahora vive libre de preocupaciones en Inglaterra.
Jan y la señorita Clara siguieron aportándome su respaldo, informándome de la llegada al puerto de cargamentos de sedas u otras mercancías y ayudándome a conseguir algunas a precio de coste. Por eso no me sorprendió que un día, poco después de la marcha de Su Excelencia a Inglaterra, Jan me hiciera llegar un mensaje en el que me informaba de que tenía algunos artículos interesantes y me pedía que pasara por su casa ese mismo día.
Cuando llegué también estaba la señorita Clara, que vino al salón con nosotros.
—He comprado algunas mercancías que creo que te van a interesar, Quash —anunció—, y Clara también piensa que serán de tu agrado.
Sabía que ella tenía buen ojo, de modo que me dieron ganas de verlas sin tardanza.
—Pues mira, aquí están —dijo.
Oí que se abría la puerta del salón y al volverme, vi entrar a mi hijo Hudson.
—El capitán de uno de los barcos corsarios del señor Master lo compró en un barco fondeado en Jamaica —explicó el señor Jan—. ¿Te interesa?
Hudson se veía fuerte, magnífico y sonriente. La señorita Clara sonreía también, creo, o quizá lloraba, pero no estoy seguro porque de repente se me llenaron los ojos de lágrimas y no pude ver muy bien.
Después del abrazo en que nos fundimos, tuve que cerciorarme de que había comprendido bien.
—¿De manera que Hudson pertenece a…?
—Hudson es libre —me anunció la señorita Clara—. Lo compramos y ahora te lo entregamos.
—Entonces es libre… —dije.
Luego me quedé sin habla un momento.
Después, sin embargo, no sé por qué tuve la sensación de no estar conforme. Sabía que ellos lo hacían con buena intención, por mí y por Hudson. También sabía, por todo lo que había vivido a lo largo de los años, que aquel tráfico de seres humanos en el que estaba implicado el señor Master era algo horrendo. En el fondo, estaba convencido de que ni él ni ninguna otra persona debía disponer de la propiedad de otra; y si renunciaba a un esclavo, tanto mejor. Era consciente, asimismo, que deseaba la libertad de Hudson más de lo que había deseado incluso la mía. Aun así, pese a todo ello, sentía que no estaba conforme con aquella transacción.
—Os agradezco vuestra amabilidad —le dije al señor Master—, pero yo soy su padre y querría comprar la libertad de mi hijo.
Vi la mirada que intercambiaron Jan y la señorita Clara.
—Me costó cinco libras —afirmó.
Aunque estaba seguro de que aquél era un precio muy bajo, le dije que pronto tendría esa cantidad y esa misma tarde saldé la primera parte del pago.
—Ahora tu padre ha comprado tu libertad —le dije a mi hijo.
No sé si sería algo correcto o no, pero aquella compra significaba mucho para mí.
Eso ocurrió hace dos años. Ahora tengo sesenta, una edad a la que no llegan muchos hombres, y menos si han sido esclavos. Últimamente no he estado bien de salud, pero creo que aún me queda un tiempo de vida, y mi negocio va viento en popa. Mi hijo Hudson tiene una pequeña posada muy cerca de Wall Street y no le va mal. Sé que preferiría hacerse a la mar, pero se queda aquí para complacerme. Ahora tiene una esposa y un hijo que tal vez consigan anclarlo en tierra. Todos los años vamos a casa de la señorita Clara para festejar el cumpleaños del joven Dirk y ver cómo se ciñe el cinturón de wampum.