17

 

Estaba nublado, por lo que la luz de la luna no iluminaba en absoluto, pero no le importó, recordaba el sitio donde se encontraba el sendero que conducía a la playa y le fue fácil hallarlo para seguirlo.

Las olas del océano se escuchaban cerca, lo único visible de ellas era la espuma saltando al estrellarse contra la arena y las rocas. El lugar estaba oscuro como boca de lobo, pero le pareció, por alguna razón, acogedor, como si el ambiente mismo irradiara tranquilidad.

Caminó descalza por la arena, había olvidado llevar sandalias, “¡y mejor!”, pensó, disfrutando del roce de la arena entre los dedos.

De pronto notó una silueta apareciendo por el agua y se quedó en su lugar, en espera de lograr distinguir algo más.

—¿Qué estás haciendo aquí, Zarah?

El corazón de Zarah se desbocó, agitado al oír su voz.

Sabía que lo encontraría allí, él siempre la estaba vigilando, lo sabía, no necesitaba que Aidan se lo hubiera dicho, de alguna forma, lo sabía. Como sabía que si se ponía a sí misma en riesgo, él no tardaría en aparecer…

Allan, mojado de pies a cabeza, salía del agua sin nada puesto más que un par de pantaloncillos. El rostro de Zarah se encendió y debió agachar la mirada. Apretó el puño, fijo en su costado, cuidando de no perder los polvos que se había llevado con ella. Hubiera llevado la cajita para mantenerlos seguros, pero hacerlo sólo habría despertado la sospecha de Allan. Tenía que sorprenderlo y tomarlo infraganti al momento en el que lo rociara con ellos.

—¿Te encuentras bien, Zarah?—Insistió él, aproximándose otro paso hacia ella.

La luna salió en ese momento, iluminando la noche. Allan quedó al descubierto como nunca antes lo había visto, o al menos, no tan fijamente, no tan largamente…

—Zarah, ¿te sientes mal?—Le preguntó él preocupado, tomándola por los hombros.

Zarah arqueó las cejas, sin saber qué hacer o decir. Si Allan era guapo, ¡ahora se veía guapísimo! Su piel mojada brillaba como si poseyera luz propia, remarcando los músculos perfectamente definidos de su cuerpo.

Zarah se sorprendió alzando una mano para palpar ese abdomen perfecto… cuando reaccionó y se dio cuenta de que no soñaba, y que realmente estaba a punto de tocarlo descaradamente.

—Lo siento…—se disculpó apresuradamente, agradeciendo porque fuera de noche y él no pudiera notar sus mejillas sonrosadas por la vergüenza.

—¿Zarah, qué ocurre?—Le preguntó él, acariciando su rostro. El tacto de su mano fue encantador, su piel estaba húmeda y helada, a causa del agua, y aun así prácticamente le quemó al tacto.

—Nada… No podía dormir—le dijo en un susurro que sonó demasiado ronco, retrocediendo un paso para alejarse de él. Tenía que alejarse o terminaría haciendo algo fuera de lugar, como hacía un momento.

Allan borró la sonrisa de su rostro, dolido por el gesto. Zarah se sintió morir, pero no podía evitarlo, no podía dejarse caer entre sus brazos tan fácilmente…

—¿Te molesta que te toque?

—¡No! No… No—Se mordió el labio, obligándose a guardar silencio. Allan sonrió y se acercó a ella, tomando una de sus manos entre las suyas.

—¿Qué sucede, Zarah? Puedes contarme lo que sea.

Zarah lo miró a los ojos, sintiéndose abrumada por el fulgor de esos grandes ojos negros, esos ojos que tanto amaba…

—Allan…—Zarah suspiró, dándose valor para continuar. No quería lanzarle los polvos, sentía que sería como una traición, pero tenía que conocer la verdad. Si tan sólo él se la dijera libremente…

Tal vez resultara. Sintió que un peso enorme se desvanecía de sus hombros, si él le decía la verdad, no tendría que usar los polvos en su contra.

—Allan, hay algo que me dijo Valdemar que me mantiene preocupada.

El rostro de Allan se tensó, pero se obligó a mantenerse en su lugar, sin moverse.

—¿Ah, sí?—Masculló él, notablemente molesto a pesar su forzado intento por disimularlo—. ¿Y qué fue lo que te dijo?

—Creo que sabes lo que él me dijo—Zarah se irguió, mirándolo firmemente a la cara, recordando el momento de la despedida con Valdemar—. ¿Acaso no escuchaste en esa ocasión lo que él me susurró al oído?

Esta vez Allan la soltó, dándose la media vuelta para quedar de frente hacia el océano.

—No hay nada importante en el tema de Kudrow y Las rayas, Zarah. Nada que a ti te interese conocer.

—Él asegura que no es así. Que tú y todos los demás me han ocultado información importante…

—Y yo te digo que no hay nada importante que debas saber sobre ellos—replicó él, sin verla.

Zarah lo observó de espaldas, su pecho se expandía y contraía con fiereza, mientras él respiraba agitadamente, bastante enojado.

—Lo siento, Allan, pero no te creo.

Allan se giró y le dedicó una mirada adusta, entre sorprendida y molesta.

—¿Por qué no habrías de creerme? Puede que ya no salgamos juntos, pero aún somos amigos. Me conoces, Zarah, sabes que no haría nada que pudiera dañarte. Y a Valdemar apenas lo conoces…

—Él me contó que fuimos amigos—Allan arqueó las cejas.

—¿Amigos?

—Sí, durante mi anterior vida aquí, cuando éramos niños. Él era mi amigo, dijo que solíamos ser mejores amigos… y yo le creo, Allan. Como creo que él desea lo mejor para mí.

Allan giró el rostro, ocultando el enojo y el dolor que sus palabras le provocaron.

—No sé qué desee él para ti, no lo conozco—la voz de Allan sonó grave, casi como un gruñido—. No sé nada de él más que es joven y un príncipe, bastante mimado por lo que he escuchado, y dudo mucho que sepa o entienda lo que es mejor para ti.

—Yo también soy joven y princesa, mimada si quieres verlo de ese modo. Pero no por ello, tengo menos fidelidad en mis palabras. Valdemar me ha dicho que me ocultas la verdad. Me has mentido, Allan.

—No te he mentido ni te he ocultado la verdad, Zarah. Sólo intentaba protegerte de algo que bien no podría significar nada. Kudrow es un antiguo enemigo de La Capadocia, y posiblemente el más grande enemigo de nuestra orden. Es el líder de las Rayas, un movimiento de rebeldes que busca destruir El círculo de la estrella, y todo cuanto conocemos de nuestro mundo, Kinam, Capadocia o humano, y así poseer el poder absoluto.

Zarah abrió grande los ojos, sorprendida de sus palabras.

—¿Por qué nunca antes me hablaste de…?

—Como te dije, bien no podría significar nada. Tenemos varios asuntos que resolver ahora mismo, Zarah—se giró hacia ella y la miró de frente, poniendo énfasis en sus palabras—, asuntos de urgencia que te competen a ti directamente, mantenerte con vida para comenzar. Tienes una carga muy pesada sobre los hombros para todavía añadir las preocupaciones que Kudrow y los Raya pueden ocasionarnos a La Capadocia.

—Debiste decírmelo, si ellos están implicados…

—¿Crees que no lo hemos supuesto? Eso ya está pensado desde el principio, Zarah, pero todo cuanto compete ahora es mantenerte a salvo y viva. Una preocupación más, bajo todo el estrés que ya tienes, no es conveniente para ti. ¿Debo recordarte una vez más que por poco mueres cuando te enteraste de que eras una de nosotros? Preocúpate por mantenerte a salvo, y no por Kudrow o los Raya. Ellos son asuntos de La Capadocia, de Tanek, mío… Déjanos a nosotros resolver eso, y tú preocúpate de lo importante, que es mantenerte con vida.

Los ojos de Zarah se llenaron de lágrimas. Allan se aproximó a ella y la abrazó, sin importarle su reticencia.

—Siento si soy demasiado duro contigo, Zarah, pero debes entenderlo… No te mantengo al margen por un capricho, jamás haría nada para dañarte. Confía en mí, deja estos asuntos en las manos de quienes corresponden y tú preocúpate por tu parte—rozó su rostro en una suave caricia que le estremeció el alma—. Mantener la cabeza ocupada en el asunto de los Raya es tanto como mantenerte preocupada por el asunto de la paz mundial. No puedes hacer nada para resolverlo, al menos no tú sola. Pero si cumples con tu parte, si haces lo que te corresponde para alcanzar tu meta, forjarás el eslabón necesario para formar la cadena que todos intentamos crear.

—No veo cómo el mantenerme a salvo podría ayudar en algo a nadie más que a mí—espetó ella, envuelta aún entre sus brazos—. En mi opinión, es una misión bastante egoísta.

—Ayudarás, porque mientras tú estés a salvo, ellos no vencerán, Zarah. Ninguno de sus planes contra ti se hará realidad, y habrás entorpecido su camino, y quién sabe, en un futuro podrías cambiar con ese, en apariencia,  simple hecho, el rumbo del destino de los Rayas, tal vez del mundo entero. Se dice que "El simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo".

Zarah negó con la cabeza, ocultando el rostro contra su pecho para que él no pudiera verla llorar. En seguida se arrepintió de ese acto, había actuado en un reflejo y ahora estaba abrazada a él, pegada cuerpo a cuerpo, su rostro contra su torso desnudo, tan cálido como el fuego mismo, abrazada a él sin nada más que el ligero camisón de dormir para actuar como barrera entre sus cuerpos.

Allan pareció sentir lo mismo porque, sin decir nada, la estrechó con más fuerza contra él, llevando las manos hacia su rostro en una suave caricia, atrayéndola hacia él. Zarah sintió la tibieza de su aliento sobre sus labios, esa sensación tan embriagadora que la hacía perder el control de cada uno de sus sentidos.

—Mantente a salvo, Zarah. Tu único deber es mantenerte a salvo…—musitó él, acercándose todavía más a ella. Rozó sus labios con los suyos, el suave toque de una pluma que la hizo estremecer tanto como si hubiera sido el más apasionado de los besos—. Mantente a salvo…—repitió antes de besarla nuevamente, ahora con mayor fuerza—. Mantente a salvo…—ahora la besó larga, apasionadamente, y todo el mundo se puso de cabeza. Zarah se perdió en ese beso, ese momento que había anhelado con cada partícula de su ser desde el mismo instante en el que se separó de él.

Le rodeó el cuello con los brazos, sumiéndose en esa ensoñación viviente que era Allan, mientras él la acogía con una ternura infinita entre sus brazos. No supo cómo, pero se encontró tendida de espaldas sobre la arena, el cuerpo tibio de Allan sobre ella, llevándola al cielo con sus caricias.

Zarah sentía el corazón desbocado, no podía pensar, sólo sentir, sentir ese momento maravilloso de unión con el hombre al que adoraba. En algún momento abrió la mano donde llevaba empuñado los polvos y los derramó sobre Allan. Vio caer la suave arenilla por su nuca y se sobresaltó, pero Allan, demasiado absorto en la pasión que lo embargaba, ni siquiera lo notó, asumiendo que se trataba de simple arena de la playa.

Zarah no pudo evitar tensarse. Ahora sólo harían falta unas insignificantes palabras y la mente de Allan quedaría abierta para ella, la verdad que ella tanto deseaba conocer…

Allan se detuvo, notando al fin que ella se había quedado quieta, pensativa.

—¿Zarah…?—Musitó Allan, alejándose de su rostro unos pocos centímetros para verla a los ojos, hablando en voz baja, todavía con la respiración agitada.

Zarah también lo miró, indecisa de lo que debía hacer. Podía actuar como si nada hubiera pasado y regresar a ese momento maravilloso, o conocer la verdad por la que se había mantenido en vela esas últimas noches…

—Allan… ¿Me amas?

El rostro de Allan se relajó, adoptó una ligera sonrisa al tiempo que sus ojos se llenaban de luz.

—Te amo, Zarah—le dijo con toda la seguridad del mundo en la voz, acariciando delicadamente su mejilla—. Te amo con toda mi alma.

El corazón de Zarah dio un brinco, colmado de alegría. Allan se acercó a ella y la besó una vez más, dispuesto a reanudar de donde lo habían dejado.

Zarah estuvo tentada a ceder, pero no era suficiente. No todavía, no sin conocer toda la verdad…

—¿Me amas a mí, más que a ella?—Preguntó con una voz que no parecía suya, colmada de miedo.

Allan frunció el ceño y se apartó ligeramente, mirándola confundido.

—¿A quién te refieres?

Zarah tragó saliva y contestó.

—A tu esposa… Mady.

Ahora el rostro de Allan mudó completamente la expresión, al tiempo que cada parte de su cuerpo se tensaba. De un ágil movimiento se separó de ella y se sentó sobre la arena, a su lado.

Zarah sintió el frío aire nocturno colarse sobre su piel, a pesar de la tela del camisón que la cubría. Era como si el mismo invierno se hubiera alojado en ella, un invierno provocado por su distanciamiento, por la fría expresión que le dedicó, el frío de sus ojos que de un solo vistazo heló su corazón hasta literalmente hacerla temblar.

—Será mejor que regreses a tu cuarto, Zarah—le dijo él sin volverse a verla—. Es tarde y debes descansar.

—No  lo haré—ella frunció el ceño—. No hasta que me cuentes toda la verdad.

—No—inspiró hondo.

—¿Por qué…?

—¡No lo entenderías!—Se levantó de un salto y le tendió una mano para ayudarla a hacer lo mismo—. Es más complicado de lo que piensas, Zarah. No te lo puedo explicar ahora, no me hagas más preguntas sobre mi pasado. Te lo contaré cuando estés lista. No hoy. No ahora.

Zarah frunció el ceño, sintiendo que un volcán nacía en su interior. No era justo, él decía amarla, pero se negaba a revelarle la verdad… ¿Qué problema había con decirle si sí la amaba más que a su esposa muerta o no? ¿Sería que realmente continuaba amando a su esposa, que la amaba más que a ella…?

Algo se encendió en el interior de Zarah, una parte de ella que había permanecido dormida la mayor parte de su vida, una parte que la impulsaba a actuar y dejar de pensar…

Y fue precisamente lo que hizo.

—Revela la verdad—murmuró tan bajo que ella misma no se escuchó, pero Allan, todavía frente a ella, sí lo hizo.

—¿Que revele…?— El polvo se encendió en una ligera luz tan fugaz que, de haber parpadeado, no la habría visto. El hechizo se había activado.

—¿Qué me has hecho?—Preguntó Allan, aunque por la expresión de su rostro, una mezcla de decepción y furia, entendió que él ya lo sabía.

No había marcha atrás. Disculparse ahora no llevaría a nada, y aunque lo hubiera hecho, una parte de ella, una parte oculta y desconocida que llevaba mucho tiempo oculta en su interior, salió para apoderarse de su lengua y hablar en su nombre.

—No te hice nada, sólo quiero conocer la verdad… ¿Me amas sí o no?

Allan le dedicó una mirada llena de enojo que le atravesó el corazón. No fue necesario leer su mente, él se mantuvo firme, y mirándola directo a los ojos, contestó:

—Sí, Zarah. Te amo.

Zarah no pudo evitar el sentimiento de alegría que la invadió, a pesar de que deseó morir en ese instante, al notar el desprecio que iban adquiriendo los ojos de Allan.

Quizá hubiera sido lo mejor desistir… Pero no, no podía echarse para atrás ahora que había llegado tan lejos. La parte desconocida de ella que continuaba luchando por emerger vibró, llena de furia, y atacó con una nueva pregunta.

—¿Me amas más que a tu esposa fallecida?

Esta vez Allan no contestó, su mente era un torbellino de pensamientos e imágenes que él se obstinaba en mantener ocultas para ella, anteponiendo cualquier pensamiento; helados, cachorros, guerras del pasado, cualquier cosa sin sentido que actuara como una cubierta que le ocultara la verdad.

Era un experto en esas tácticas de guerra, y ella sólo una novata.

No podía vencerlo…

Zarah se sintió derrumbada, no podía conocer la verdad, ni siquiera con los polvos de Valdemar. Allan era demasiado listo, demasiado fuerte, demasiado todo…

Y ella había sido una tonta por intentar burlarlo. Ahora lo sabía.

Y había actuado como una completa patética al intentar engañarlo. Ahora, con dificultad él continuaría dirigiéndole la palabra…

—Ve a tu cama, Zarah—le dijo Allan con una voz forzadamente tranquila.

Era claro que estaba furioso con ella, furioso porque había intentado burlarlo… Y tenía toda la razón.

—Lo siento…—se disculpó Zarah, su voz salió quebrada, ni siquiera se dio cuenta de que había empezado a llorar.

Se dio la media vuelta, lista para alejarse a la carrera de él. Pero no había dado ni dos pasos cuando Allan la retuvo por un brazo, y obligándola a darse la media vuelta, la besó una vez más, con una pasión tal que todo otro pensamiento o emoción que no fuera directamente relacionado con ese beso, se borró de la mente de Zarah.

“Nadie te amará como yo te amo”.

—¿Qué has dicho?—Preguntó Zarah en un murmullo, sintiendo todavía las lágrimas caer por su mejilla.

—No dije nada.

—Pero yo te escuché…—se quedó callada. Él no había hablado, la había estado besando, era imposible… Ella había leído su mente.

Y conocido la verdad. Una verdad que le satisfacía y la llenaba de gozo…

—Ve a dormir, Zarah—le dijo él, hablando con voz baja y grave, todavía algo resentido por lo ocurrido—. En otro momento continuaremos esta conversación.

—Allan…

Él la miró a los ojos, esos dos pozos oscuros llenos de amor que tanto adoraba.

—Te amo.

Él sonrió ligeramente, una mueca ladeada, esa mueca que tan bien conocía, y que todavía, como si fuera la primera vez, podía hacerle saltar el corazón de emoción.

—Y yo a ti, Zarah—apoyó suavemente una mano en su mejilla, en una caricia tan cálida que bien pudo abrasarle la piel—. Te amo con toda mi alma… Ahora. Hoy. Esta noche, y para siempre… A ti, sólo a ti. Te amo.

Zarah sintió que el llanto se apoderaba de ella, algo ridículo, siempre había odiado a las mujeres lloronas, a esas mujeres de las telenovelas que no dejaban de llorar, “cebollita picada”, como solía burlarse su abuela, refiriéndose a que debían de picar cebolla durante todo el programa para que la protagonista pudiera llorar de esa manera.

Pero ahora, en la vida real, allí estaba ella, hecha un mar de lágrimas, porque Allan, el hombre al que amaba con toda su alma, finalmente vencía sus dudas y le revelaba la verdad: que la amaba.

Y realmente, ¿qué importaba el pasado? La amaba ahora, hoy, en ese momento y para siempre, como él le había dicho.

Nada más importaba…

Allan acarició su rostro con suma ternura, secando cada lágrima con devoción. Zarah no pudo más, cruzó todas las barreras que la habían mantenido margen y se abalanzó sobre él, rodeándole el cuello con los brazos para estamparle un beso en los labios. Allan no retrocedió, respondió a su beso con pasión, abrazándola con fuerza contra su cuerpo.

Y el mundo volvió a tomar forma, volvió a tomar sentido y color.

Todo volvía a ser como tenía que ser.

Zarah se obligó a alejarse de sus brazos o esa noche podrían pasar más cosas de las que habría imaginado… Allan suspiró, pero no se negó—aunque notó cierta reticencia en sus manos antes de dejarla ir—, y con un suave beso de despedida en su mejilla, Zarah se alejó de vuelta a su habitación, sintiendo en cada paso dado, a su corazón, vibrante de alegría. La misma alegría que vio reflejada en los ojos de Allan, mientras la despedía a la distancia con la mirada.

Ahora todo iría bien. Lo sabía.