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—Exactamente—Allan sonrió también, posando sus manos sobre las de ella. Zarah sintió la instantánea carga de energía al contacto con su piel, pero lo pasó por alto. El semblante de Allan se había tornado serio y ahora le enseñaba a guiar las manos por el plumaje del ave para darle a conocer lo que debía hacer.

—¿Lo ves?  Es sencillo.

—Sí…—Zarah apenas pudo responder. Tenerlo tan cerca de ella, su cuerpo pegado al suyo y él hablándole al oído la hacía sentir literalmente en las nubes, olvidando que se encontraba sentada sobre el lomo de un ave gigante.

Descendieron con rapidez entre las nubes y Zarah notó que se encontraban sobre el océano. El águila giró hacia su izquierda y en pocos minutos alcanzaron la playa. Aterrizaron sobre la arena, y en cuanto hubieron puesto los pies en el suelo el águila volvió a emprender el vuelo.

—Vamos, es por aquí—le dijo Allan, llevándola de la mano entre la vegetación.

Zarah no entendía qué podía haber allí que resultara interesante, pero Allan parecía dispuesto a que debían averiguarlo. De pronto las hojas y ramas terminaron y ante ellos quedó a la vista el panorama completo de la ciudad. La enorme pirámide dorada se veía pequeña y muy, muy lejos, allá abajo donde se extendía la plaza principal.

—Aquí nadie nos reconocerá—le dijo Allan, girándose hacia ella—. Ahora respira tranquila, esto no te va a doler.

—¿Qué vas a hacer?

—Sólo voy a cambiar tu imagen—posó las manos sobre su rostro y las quitó un par de segundos después.

—¿Eso fue todo?

—¿Por qué no lo averiguas por ti misma?

Zarah se giró para mirarse en un charquito de agua y retrocedió un paso, asustada. Se veía al menos cuarenta años mayor, tenía el cabello rubio y muy rizado y los ojos de un negro intenso.

—¿Qué me hiciste?—Le preguntó casi sin voz, regresando al charco para verse mejor.

—Es un hechizo simple, para que nadie nos reconozca—le explicó él.

—¿Y tenías que ponerme tantas arrugas?—Le preguntó molesta, girándose nuevamente hacia él—. ¡Ah!—Retrocedió asustada al encontrar frente a ella a un hombre de unos sesenta años. Tenía el cabello cano y los ojos de un color celeste claro.

Allan sonrió tras esa apariencia y la abrazó.

—¿Te molesta que me vea un poco mayor?

Zarah sonrió y negó con la cabeza.

—Por supuesto que no, tontito—se acercó y lo besó en los labios. Ahora que no era tan alto le resultaba mucho más sencillo—. Pero me encantan tus ojos negros, ¿no podrías volver a adoptar tu tono normal?

Allan sonrió al tiempo que sus ojos volvían a adoptar el color negro intenso.

—Es un alivio que lo único que no cambia con los años sean los ojos—rió él, volviendo a besarla.

Zarah se sintió perder en ese beso hasta que una humedad extraña invadió su talón. Había caído en el charco.

—Permíteme—le dijo Allan, extendiendo la mano. Al segundo siguiente su pantalón estaba seco nuevamente.

—Ahora veo cómo fue que secaste tan rápido esa peluca—le dijo ella.

—Secarla fue sencillo, volver a peinarla fue lo difícil. Gracias al cielo que Raquel aprendió bastante bien el peinar los rizos de las pelucas en el siglo XVIII como para recordar cómo se hacía.

La sonrisa en el rostro de Zarah se borró.

—¿Dije algo malo?—Le pregunto Allan, observándola sinceramente preocupado.

—¿Podrías no hablar de Raquel durante nuestro paseo? No es que tenga muchas ganas de traerla a la conversación ahora que la estamos pasando tan bien.

—¿Estás celosa de nuevo?—Le preguntó él, rodeándola por los hombros.

—No estoy celosa.

—Admítelo, estás celosa.

—Está bien, lo estoy—se volvió hacia él con los ojos entornados—. Pero tú niégame que ella no está enamorada de ti.

Ahora fue la sonrisa de Allan la que se esfumó.

—De acuerdo. Es cierto.

—¡Lo sabía!

—Pero que ella sienta algo por mí no quiere decir que yo comparta ese sentir. Ella es mi amiga, pero nada más.

—De todas maneras esa chica no se dará por vencida. Se le ve en el rostro que no te dejará ir así nada más.

—Zarah, sigamos tu consejo y no hablemos de ella, ¿quieres?—La tomó de las manos y la aproximó a él, rodeándola por la cintura para besarla en los labios—. Tenemos una hora todavía para disfrutar a solas, y pretendo que sea estupenda, ¿te parece bien, esposa mía?

—¿Esposa?—Repitió Zarah, mirándolo con un brillo singular en los ojos. Un brillo lleno de ilusión.

Allan palideció, pero enseguida volvió adoptar la misma sonrisa encantadora, por lo que Zarah no se percató del apuro por el que pasaba.

—Ese es el plan durante la siguiente hora. Tú serás la señora Verahierro, y yo seré el señor Verahierro, esposo y esposa—le explicó él, hablando de manera apresurada.

—Muy bien, señor Verahierro—sonrió Zarah, arreglándose los rizos del cabello—, ¿pero no tiene nombre? No me gustaría llamar a mi marido por su apellido.

—¿Se te ocurre alguno? ¿Qué tal Romeo y Julieta?

—No, ellos terminaron mal. Yo diría mejor… Edward y Vivian.

—¿En qué libro salen ellos?

—En una película, Mujer Bonita, donde ella es una prostituta y él un rico empresario que se enamora de ella. Una historia de Cenicienta moderna.

—¡No quiero que tú seas una prostituta!

—Es imaginación, Edward.

—¡No te llamaré Vivian!

—Hazlo, no me cambiaré el nombre—rió ella, besándolo en la mejilla—. Vamos, no seas exagerado, es sólo una película.

—¿Y qué quieres que diga? ¿Mi esposa es una prostituta?

—Fue, querido, fue. Ella lo dejó después de conocerlo a él.

—No me gusta—repitió Allan, taimado.

—¿Por qué no? Es algo de la vida real, como en los Miserables Fantine fue rescatada por Jean Valjean, aunque la pobre murió. Al menos la película tiene un final feliz.

Allan suspiró, y se encogió de hombros.

—Bien, si eso te hace feliz… Pero no le diré a nadie que eres una prostituta.

—Allan, es un juego, no soy prostituta. Ni lo fui, que es el caso. Sólo son nombres, así que deja de exagerar y vámonos—lo tomó de la mano para comenzar a caminar—. Pareces un viejito.

—Soy un viejito.

—¡No es cierto!

—Tengo mil años.

Zarah se volvió y lo miró a los ojos, esos ojos negros que tanto amaba.

—Podrías tener la edad de la tierra misma, y aun así siempre serías el hombre más guapo que he visto en mi vida. El hombre que amo.

Allan se acercó y le acarició el rostro con el cariño que sólo él podía transmitirle, esa caricia llena de calidez y amor que Zarah habría podido reconocer en cualquier rincón del mundo.

—Y tú siempre serás la única mujer que yo ame—le dijo en un susurro colmado de emoción, antes de aproximarse más  ella y besarla en los labios.

 

***

 

Esa mañana fue estupenda, Allan la llevó a comer a un sitio cercano al mercado donde la había llevado la primera vez y entre ambos compartieron toda clase de platillos. Nadie se fijó en ellos, su apariencia los disfrazaba a la perfección haciéndolos irreconocibles, y pasaron inadvertidos como una pareja de esposos que pasean libremente por el bazar de la plaza principal.

Pero como todo lo bueno en esta vida, el tiempo pasó demasiado aprisa y pronto debieron regresar al palacio. Antes de llegar, Allan cambió la apariencia de ambos y juntos entraron en el palacio manteniendo una distancia prudente y hablando de temas acerca de la isla y La Capadocia.

—Me alegra que se estén entendiendo bien—les dijo Ahren, apareciendo por una puerta cercana.

—Por supuesto abuelo, Allan es un Capadocia muy sabio y me está enseñando muchas cosas—se adelantó en contestar Zarah—. Hoy visitamos varios lugares de la isla que no conocía.

—Allan es un ejemplo para todos nosotros, es esa la razón por la que el consejo lo eligió para dirigir la misión de cuidarte y regresarte a nuestro mundo—asintió Ahren—. Es un orgullo para mí que seas la introducción de Zyanya en nuestro mundo.

—Se lo agradezco, alteza—Allan hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Dime, ¿ya has elegido a los integrantes del equipo?

—Por supuesto. Ellos deben estar esperándonos ya en el salón de entrenamiento principal.

—Nada de eso—Ahren negó con la cabeza—. Zyanya es parte de la familia, y como miembro real usará el salón de los Blancos para entrenar. Aidan los guiará.

Zarah no tenía ni idea de qué era de lo que hablaban, pero al ver la sorpresa en el rostro de Allan dedujo que se trataba de algo importante.

—Es un honor alteza. Se lo agradezco.

—No, Allan, soy yo quien te agradece a ti—Ahren posó una mano sobre el hombro de Allan—. Mi nieta tiene a un gran maestro en ti.

—¡Allan!—Patrick apareció por la puerta que daba al jardín, acompañado por los otros integrantes del equipo—. Oh, disculpe su alteza. Capitán, rey Ahren, princesa—los saludó a todos, acompañado por inclinaciones de cabeza de los demás miembros del equipo—. Rey Ahren, tengo entendido de que nos mandó llamar.

—Así es—Ahren miró hacia atrás. Aidan apareció por una puerta que comunicaba con una habitación aledaña, tan malhumorado como siempre.

—Aidan, hijo, acompaña a Allan y a tu hermana, tal como acordamos esta mañana.

—Sí abuelo—contestó el joven. No lo hizo de manera molesta o brusca, pero tampoco alegre, y por supuesto, que de ningún modo complacido.

—Ten un buen primer día, hija—Ahren se despidió de ella con la misma ternura que una madre le dedicaría a su hijo al dejarlo frente a la puerta del colegio en su primer día.

Aidan, a su lado, frunció tanto el ceño que incluso para los otros resultó obvio lo mucho que le molestaron las palabras de su abuelo, y sin decir nada, inició la caminata al que sería el primer día de entrenamiento de Zarah.