8

 

—Corta las hojas con precisión, no importa que tardes—le indicó Aidan, vigilándola mientras Zarah movía una hoja tan afilada y delgada como un bisturí sobre una de las hojas de las hierbas que habían recogido esa tarde—. Debes extraer la pulpa lo más pura posible.

—Esto es difícil.

—Ya te acostumbrarás, es igual a ser cirujano, necesitas práctica.

—Vaya ejemplo sencillo has puesto—bromeó Zarah, terminando de cortar la hoja—. Ya está, ¿qué hago ahora con ella?

—No la toques—la detuvo antes de que ella la levantara con la mano y le tendió unas pinzas—. También en los dedos tienes partículas que contaminarían la sustancia de la hoja. Recuerda, debe estar lo más pura posible. Tómala con esto y ponla en el caldero.

Zarah hizo lo que su hermano le indicaba e introdujo la hoja en la mezcla del caldero, que comenzaba a humear.

—Muy bien, ahora verifica la temperatura con el termómetro—le ordenó su hermano, revolviendo con cuidado el contenido humeante.

Zarah tomó el termómetro que había dejado a un lado de la mesa hacía un momento y lo introdujo en el brebaje.

—Setenta y seis—informó, quitando nuevamente el tubo para dejarlo cuidadosamente sobre la mesa después de limpiarlo con un paño, tal como Aidan le había enseñado debía hacer después de tomar cada medida, o de lo contrario el termómetro se contaminaría y podría contaminar una nueva sustancia.

—Bien, es el momento de introducir los pétalos de rosa.

Zarah tomó una bandeja que ellos habían dejado preparada hacía un momento y los echó en el contenido de la olla. Aidan revolvió cuidadosamente y un vapor rosado comenzó a emerger de la mezcla.

—Huele muy bien—comentó ella, fascinada con el brebaje dorado que giraba en el caldero.

—Espera a que le pongamos los ojos de sapo—sonrió Aidan, pero al notar que la sonrisa en el rostro de su hermana se desvanecía, añadió—. Olerá mejor, ya lo verás.

—¿Con ojos de sapo?—Preguntó Zarah, haciendo una mueca de asco.

—Sí, son deliciosos y huelen muy bien… Fíjate, comienza a cambiar de color la mezcla—le dijo, haciéndose a un lado para que Zarah notara que el color dorado se desvanecía para dar paso a uno verduzco—. Ahora, pon los ojos.

—¿Yo…?

—Sí, no puedo dejar de revolver o la mezcla se estropearía.

Zarah miró hacia atrás, las pequeñas esferas que había asumido eran perlas, debían de ser los ojos. Los tomó con la fuente—no iba a tocarlos—y se acercó con ellos al caldero.

—Sólo necesitamos dos.

—¿Y las pinzas?

—Tómalos con la mano, no hay tiempo.

—Pero dijiste…

—No contaminarás más los ojos, ya tienen bastante materia orgánica, tómalos con la mano—Aidan la miró a los ojos—. Date prisa, o la fórmula se estropeará.

Zarah apretó los labios para evitar las náuseas y tomó dos de esas pequeñas perlas. Estaban frías y babosas al tacto, y las soltó enseguida sobre el caldero.

—Excelente, ven hermana, acércate—la atrajo Aidan por el brazo—, ahora es el momento de pronunciar las palabras.

—¿Te refieres a las palabras mágicas?—Zarah arqueó las cejas.

Aidan la miró con cierta confusión, pero asintió.

—Sí… creo que así es como los Homo las llaman. Debes pronunciar las palabras del hechizo para que la poción se active, de lo contrario será sólo una sopa aromática con mal gusto.

—¿Qué debo decir?

—No es gran ciencia, no es un conjuro, sólo debes decir exactamente lo que deseas, en la menor cantidad de palabras posibles.

—¿En español?

—Sí, el latín y las otras lenguas antiguas sólo lo usamos para ocasiones especiales, cuando no queremos que los Homo entiendan lo que decimos. En esencia es lo mismo, lo importante es que sientas lo que dices, de esa manera la magia emanará de ti, que eres la fuente, y la poción se activará.

—Bien… lo intentaré—Zarah inspiró hondo—. Es una poción para cambiar el color de la piel, así que supongo que debo decir algo como… ¿cambia el color de la piel?

Aidan sonrió, reprimiendo una carcajada.

—No te rías de mí, es mi primera vez, hermano—le reclamó ella, sonriendo también.

—Quita las preposiciones, si lo deseas sólo murmura, la poción no tiene oídos, no te escucha, usamos las palabras sólo para expresar correctamente lo que deseamos. Los Capadocia más avanzados no usan palabras, no las necesitan, con su pensamiento, los más altos en nivel, únicamente con el deseo de lo que buscan, hacen magia, sin ni siquiera movimiento de manos. Pero cuando eres Iniciado, como nosotros, los pensamientos suelen ser un caos, y si no recitas lo que buscas, bien podrías estar pensando que los ojos de rana que acabas de tocar eran asquerosos y que podrían sacarte verrugas en las manos, y termines creando una poción que saque verrugas en lugar de hacerte cambiar la piel de color.

—No quiero eso—rió Zarah.

—Eso supuse, por lo que sólo tienes que desear lo que quieres, pedirle a la sustancia que haga aquello que estás buscando con los ingredientes, química y energía juntas, y las palabras son tu conductor para añadir el pensamiento correcto que las guiará en la fórmula deseada y correcta.

—¿Podrías hacerlo tú?—Le pidió Zarah—. Nunca lo he visto, quizá si lo veo una vez, me sea más fácil la próxima vez.

Aidan la miró y asintió. Enseguida extendió una mano sobre el caldero y murmuró unas palabras, Zarah no entendió casi nada, sólo distinguió color y piel de la oración. De inmediato la poción comenzó a burbujear y cambió de color, adoptando un verde intenso.

—¡Funcionó!—Exclamó ella, extasiada.

—Por supuesto—sonrió Aidan, contento. Tomó uno de los frasquitos que tenían almacenados en un gabinete y con una cuchara lo rellenó con la fórmula.

—Guárdalo, puede que te sirva en alguna ocasión—le dijo con orgullo, entregándole el frasquito.

Zarah sonrió, agradecida, y lo guardó en su bolsillo.

—¿Te gustaría intentar otra fórmula?—Le preguntó su hermano, quitando el caldero del fuego.

—Sí, me encantaría—contestó emocionada, impaciente por intentar ella hacer magia por sí misma—. ¿Qué podremos hacer…?

—Zarah—Allan apareció en la puerta del laboratorio. Lucía tan serio que la sonrisa en el rostro de Zarah se borró al instante.

—¿Sucede algo?—Preguntó, preocupada, acercándose a él.

—Debemos volver al palacio, ya es tarde. Continuarás mañana con el entrenamiento.

—Bien…—Zarah suspiró con tristeza, le habría gustado continuar aprendiendo.

—Tú también debes regresar, Aidan. Te acompañaré a tus aposentos.

—Puedo regresar solo, gracias—contestó toscamente el muchacho, guardando el resto de la fórmula en una botella grande.

—No te lo estoy preguntando, Aidan. Tu abuelo me ha ordenado cuidar de ti también, es mi deber acompañarte a casa.

Aidan lo miró con enojo, pero no replicó. Puso un corcho en la botella y se quitó la bata, antes de aproximarse a ellos con la intención de acompañarlos.

 

El camino de regreso al palacio fue bastante silencioso. Ni Allan ni ninguno de los otros miembros del equipo abrieron la boca en todo el trayecto, con excepción de Alessandra, quien como siempre, intentaba amenizar las cosas diciendo cosas agradables, como lo bella que lucía la noche, y lo bien que había enseñado Aidan a su hermana durante su primera clase.

Al entrar por las puertas principales del palacio, los demás se dispersaron, y Allan quedó a solas con Aidan y Zarah.

—Mi abuelo está en sus aposentos, supongo—se dirigió a Allan sin mirarlo de frente—. Iré a saludarlo, no tienes que acompañarme.

Zarah lo miró con curiosidad alejarse, de no ser porque se suponía que él no sabía nada de lo que había entre ella y Allan, habría jurado que intentaba darles tiempo para estar a solas.

—Zarah, necesito hablar contigo—le dijo Allan cuando se quedaron solos—. Vamos a tu habitación.

Zarah asintió, sintiéndose perturbada por la expresión seria en el rostro de Allan.

Al entrar en su recámara, Allan cerró con cuidado tras ellos y se dirigió a los ventanales para cerrar también las cortinas, de manera que nadie pudiera verlos. Sólo entonces se giró hacia Zarah para mirarla de frente, aunque por su expresión, Zarah adivinó que no estaba aguardando con impaciencia ese momento.

—Allan, por favor, no me hagas esperar más—le pidió ella, aproximándose a él—. Dime, ¿qué sucede?

—Zarah, lo siento mucho—la miró a los ojos, tan negros e intensos que le provocaron calosfríos—. No podrás ir mañana a ver a tu familia.

—¿Qué…?—Zarah se puso pálida, sintiendo que el alma se le iba a los pies. Había esperado ver a su familia toda la semana, había sido fuerte únicamente sabiendo que pronto los vería y con ellos recobraría las fuerzas que tanto le hacían falta. No verlos significaba una pérdida enorme, una pérdida que no podía suceder—. Allan, me prometiste que los iría a ver. Mi abuelo lo dijo…

—Lo siento, Zarah. Ya está decidido.

—¡Pero el trato era que yo iría a verlos todos los fines de semana!—Replicó, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas—. No puedo quedarme aquí, ellos me están esperando. Mamá preparó mi platillo favorito, esta mañana apenas pudimos charlar porque ella estaba cocinando, disponiendo todo con antelación para mi llegada, y mis hermanos…

—Lo siento, Zarah—repitió Allan, impasible—. No irás.

—Pero…

—Está decidido.

—¡No puedes hacerme esto! Yo tengo que verlos, Allan, ¡tengo que verlos!—Chilló, sintiéndose más impotente que nunca—. Si no me llevas tú, otro lo hará… o iré yo sola, no me importa, ¡pero yo tengo que ver a mi familia!

—Es una orden del rey, Zarah. Es por tu seguridad, no saldrás de la isla.

—¡No! ¡Ése no era el trato!—Bramó, comenzando a sentir que perdía los estribos—. ¿Qué no lo entienden? Mi familia se preocupará si no me ve… y yo también necesito verlos… ¡Hablaré con mi abuelo, él tendrá que entender!

—Hazlo si lo deseas, pero como te dije, es una orden que viene directamente de tu abuelo. Pedirle que la cambie será contrariarlo directamente, y eso podría molestarlo. Sin mencionar que no lograrás nada, lo que buscamos es tu seguridad, y por más que te enojes, no te pondremos en riesgo sólo para llevarte un fin de semana a casa de tu familia.

—En ese caso, pueden llevarme definitivamente, porque no pienso quedarme aquí… Por favor, Allan, tienes que ayudarme—se aproximó a él y lo tomó por las manos—. Llévame tú a casa, tú puedes…

Allan suspiró, negando lentamente con la cabeza.

—Está decidido, Zarah. Siento mucho si esto te provoca tanto dolor, pero no haré nada que pueda ponerte en riesgo. Yo fui quien sugirió dejarte aquí, no te mentiré. Es por tu bien, por tu seguridad, y todos acordaron conmigo que era lo mejor para asegurar tu protección.

—¿Tú…? ¡¿Cómo pudiste, Allan?!—Zarah se alejó, mirándolo con profundo enojo—. Sabes lo importante que es para mí mi familia, lo mucho que deseaba verlos… ¡¿Cómo pudiste hacerme esto?!

—Porque es mi deber protegerte, Zarah—le dijo, mirándola a los ojos con una intensidad que le hizo saltar el corazón—, y he de protegerte de todo y de todos, incluso de ti misma. Aunque me odies, Zarah, te protegeré. No voy a perderte.

—Si sigues actuando así, podrías hacerlo—amenazó ella al aire, demasiado enojada como para tomar en serio sus propias palabras, o notar lo mucho que había herido a Allan con ellas.

Él la miró por el rabillo del ojo antes de alejarse en dirección a la puerta.

—Buenas noches, princesa—se despidió antes de cerrar tras él.

 

***

 

Zarah apenas pudo pegar un ojo esa noche, se sentía fatal por la manera en la que había tratado a Allan. Quería levantarse y disculparse con él cuanto antes, claro, después de llamar a su casa y verificar una vez más que se encontraran bien, y no continuaran tan tristes como los había dejado al colgar la noche anterior. Lo más difícil de hablar a través de una imagen casi tan real como tener a la persona delante de ti, es ocultar tus emociones. Con el teléfono puedes tapar la bocina para disimular que estornudas o bostezas, pero en vivo ¿cómo disimular las lágrimas cuando la aflicción te llena el corazón?

Y por lo que vio en los ojos de sus padres, ellos intentaban lo mismo en vano. Finalmente el dolor de ambos lados afloró, y tanto Zarah como sus padres y hermanos terminaron llorando a lágrima viva por la cancelación de su visita, claro que ellos jamás pusieron en tela de duda su seguridad, y la instaron a obedecer las órdenes de Allan, pues como Miranda le dijo, si él creía necesario tener que mantenerla en la isla para asegurar que estuviera a salvo, debía cumplir con su mandato.

Se visitó y preparó lo más rápido posible. Desayunó en el comedor con Aidan y su abuelo, el ambiente estuvo bastante más relajado de parte de su hermano, era una lástima que ella se sintiera tan deprimida. Ni siquiera la llegada de Allan logró animarla, y en esta ocasión pretender que él no era nada más que su capitán fue mucho más sencillo.

 

Allan, sumamente serio, volvió a liderar al equipo que la entrenaría ese día. Antes de que pudiera seguir a Aidan rumbo al laboratorio, Allan la detuvo por el brazo.

—Este día entrenarás conmigo—le indicó, anunciando su orden al mismo tiempo a Aidan y los otros—. Te enseñaré a usar la espada.

Zarah no pudo sentir menos terror si le hubieran dicho que en ese momento iba a tener que enfrentarse a un dragón.

—¿La espada?—Repitió, ofuscada—. ¿Te has vuelto loco?

Lo dijo sin pensar, demasiado aterrorizada como para medir sus palabras.  Aidan se llevó una mano a los labios, para reprimir una risita, al tiempo que Raquel le dedicaba una mirada llena de odio.

—Hablo muy en serio, Zarah—le dijo Allan, sin inmutarse—. Eres una Capadocia, y debes defenderte como tal. Somos guerreros, la magia es parte de nosotros, pero no es nuestra única arma. Somos guerreros completos, usamos la espada y nuestro talento para defendernos y atacar. Y tú, Zarah, princesa de los blancos, lo harás también.

Zarah miró en derredor buscando apoyo, pero fuera de la mirada, mezcla compasiva, mezcla de burla de Aidan—ese niño aún tenía mucho que aprender sobre el ser un buen hermano—, no encontró empatía en ninguno de los otros chicos. Ni siquiera Alessandra, por lo general alegre y dulce, parecía dispuesta a ayudarla a salir de esa.

Allan la llevó consigo al enorme salón de las armas, sin pronunciar más que las palabras de cortesía al entrenamiento. El resto del equipo, al notar el estado de ánimo de su capitán, se portó sumamente serio  y grave, siguiendo los ánimos de Allan.

 

Allan tomó varias cosas de las paredes y estantes y se acercó nuevamente a ella. Llevaba guantes para no quemarse con el oro. Le dio un yelmo dorado, una pechera y una espada. Zarah los tomó sorprendida, ¿esperaba que ella los utilizara?

—Póntelos, también esto—le entregó unos brazaletes para las manos y las piernas—. Te espero en el centro de entrenamiento.

Zarah apenas pudo seguirlo con los ojos, demasiado embobada en la visión de las cosas que él había puesto sobre sus brazos. El yelmo, la espada y la pechera eran grandes y sumamente resistentes, aunque, para su sorpresa, no resultaban ser excesivamente pesados.

Se dirigió a los vestidores, donde Alessandra la acompañó para entregarle uno de esos trajes azules. Se cambió y se colocó encima esas cosas de apariencia medieval: antiguo y moderno, parecía ser la marca distintiva de La Capadocia.

Salió sintiéndose como una especie de tanque humano, y de no ser porque Allan llevaba puesto el mismo traje, se habría sentido ridícula.

—Al menos sirve para disimular la panza—bromeó ella, acariciando la pechera dorada.

Allan le dirigió una sonrisa ladeada, pero no contestó, e hizo aparecer su espada de la muñequera.

Zarah llevaba una espada normal, como las que ella conocía de las películas de guerra medieval, y debió desenfundarla para tomarla por el puño. Supuso que en el mundo de esos seres extraños, empezar con esa cosa tosca y pesada, aunque hermosa, espada, debía ser como iniciar a entrenar con una espada de madera.

—Te enseñaré las posiciones de defensa iniciales—le explicó Allan—. La que llevas es una armadura provisional, la tuya aún no está terminada, nos la entregarán mañana. Te sentirás mucho más cómoda con ella, está hecha a tu medida. También te darán tu espada, aunque no será la definitiva.

—La espada definitiva se obtiene como un símbolo de honor—le explicó Aidan, al notar que Allan no iba a añadir nada más—. Debes ganarte el honor de recibir la tuya.

—¿Y eso cuándo será?—Inquirió Zarah, mirando a su hermano con expectación.

—No nos preocupemos de eso por ahora—intervino Allan—. Lo importa es que aprendas a defenderte, tendrás tu espada para que puedas tener un arma a la mano en caso de necesidad, no importa si ha sido entregada en ceremonia o no, sólo que te defienda en el momento justo. Ahora, adopta esta posición—cambió bruscamente de tema, irguiendo la espada delante de él.

Raquel se adelantó a su lado con la espada erguida, Zarah temió que por un momento ella fuer a intentar decapitarla, pero todo cuanto hizo fue situarse a su lado para que Zarah pudiera ver con claridad la posición que debía practicar. Del otro lado, Rebecca adoptó la misma posición, provocando una imagen similar a la de un espejo que le resultó de cierta forma divertida.

—Concéntrate, Zarah—le ordenó Allan, provocando que ella enmudeciera.

Intentó imitar la pose de las chicas, pero debió hacerlo muy mal, porque Allan enseguida comenzó a corregirla.

—Sube el brazo, arquea la muñeca, mantén firme la espalda…

Zarah notó los labios de Raquel curvearse en una mueca burlona, pero resistió el impulso de usar la espada contra ella y hacer lo que Allan le pedía.

Alessandra y Jaqueline se unieron a la maniobra en un intento de ayudarla, dejando a Aidan y Patrick como espectadores, pero con ello sólo consiguieron que Zarah se sintiera más intimidada.

A medida que Allan le iba enseñando nuevas posiciones sus ánimos comenzaron a decaer.

¿Cómo podía ella ser la más poderosa? No, no podía ser ella… Ella nunca había podido ganar una cuenta deportiva, a duras penas había logrado participar en ellas, ¿cómo podía ser que ahora fuera una persona diestra en algo que implicaba ejercicio físico? Nunca lograría vencer en un combate de espadas. Sin ninguna duda, moriría en el intento, ya fuera por cansancio o por una de las tonterías que solían ocurrirle. Definitivamente o caería al suelo y moriría empalada con su propia espada, o un Kinam la rebanaría en dos antes de darle la oportunidad de siquiera desenvainar su arma.

Gracias al cielo que ahí no había pelotas que la persiguieran, o su tortura sería mayor.

—¿Lo has entendido?—Le preguntó Allan, regresándola a la realidad.

Zarah se puso tensa, se había ido en sus pensamientos sin prestar atención. Allan la miraba fijamente, también los otros… Y lo único que pudo hacer, fue asentir con la cabeza.

—Bien. Tengamos un combate de prueba—anunció Allan.

Zarah palideció como el papel.

—Raquel, adelante—ordenó Allan, y definitivamente el suelo se movió bajo los pies de Zarah y la habitación comenzó a dar vueltas en torno de ella.

Raquel, con una sonrisa mordaz, se acercó con su espada desenfundada y la extendió delante de Zarah, aguardando al primer ataque.

Zarah tragó saliva, no tenía ni idea de lo que debía hacer, y se mantuvo estática, con la espada torpemente sujeta con la mano.

—Levanta la espada en la primera posición, Zarah—le indicó Allan—. Nunca recibas a tu oponente sin estar preparada.

¿Preparada?—pensó Zarah, angustiada—. ¡Nunca iba a estar preparada para que la rebanaran como a un jamón viviente! Y por la mirada que le dirigió Raquel, sabía que era eso precisamente lo que ella deseaba hacerle…

Zarah adoptó la primera posición, la única que recordaba, y Raquel se lanzó al ataque. Apenas tuvo tiempo de esquivar el primer golpe cuando vino otro y otro. Allan le gritaba órdenes y ella intentaba defenderse, pero era claro que no era diestra en ese campo. De no ser por la pechera y los brazaletes se habría visto en serias dificultades.

Raquel le dio un puntapié en la espinilla a propósito, provocando que ella se arqueara de dolor, ocasión que Raquel aprovechó para tumbarla contra el piso. Zarah apenas tuvo tiempo de esquivar otra estocada, pero nadie detenía el combate. Comenzó a molestarse en medio de esa situación que no parecía real, ¡eso debía de ser una pesadilla! Rodó para esquivar una nueva estocada y levantó la espada para asestarle un golpe a Raquel, pero era muy lenta y la mujer muy hábil. Raquel, con un ágil golpe, hizo volar su espada de las manos y antes de darse cuenta tenía la punta afilada del arma de su rival apuntando directamente contra su yugular.

—¿Te rindes, princesa?—Le preguntó ella con voz aterciopelada, dedicándole una mirada gozosa de triunfo.

Zarah ardió de rabia y humillación, apretando los dientes mientras asentía con la cabeza.

—Finaliza el combate—anunció Patrick, con un tono de voz un tanto apagado—. Raquel es la vencedora.

La mujer se enderezó, sonriendo victoriosa, y volvió a encoger su espada mientras se quitaba el yelmo para dejar suelta su plateada cabellera.

Zarah, todavía demasiado apabullada por lo ocurrido, se levantó temblorosa del piso. Una mano la sujetó por los brazos y la alzó con rapidez, casi con furia.

—No me escuchaste—le dijo Allan en un siseo bajo—. No prestaste atención a las instrucciones que te di.

Zarah lo miró con enojo, pero no negó la verdad.

—Zarah, tienes que tomar esto en serio. No puedes quedarte sin hacer nada y esperar a que tus atacantes lleguen y te lleven sin pelear, eres una Capadocia, es tu deber aprender a defenderte.

—Ya lo sé, Allan.

—No, no lo sabes. Si lo supieras, hubieras puesto el mínimo de atención. Raquel te atacó con lo básico, de haber seguido mis instrucciones, habrías podido detener cada uno de sus golpes, pero no hiciste nada, te quedaste allí parada como…

—¿Cómo qué?—Siseó ella, con los dientes apretados por la furia.

—Sólo pon atención, Zarah—bramó Allan—. Comencemos de nuevo.

—¡No!

Allan le dirigió una mirada airada.

—Soy tu capitán, debes obedecerme.

Se hizo un silencio general en derredor.

—Soy la princesa, no tengo que obedecerte.

—Eres una Iniciada, yo soy tu maestro, debes obedecerme.

—¿Y qué si no lo hago?—Preguntó en forma retadora.

Allan se puso rígido, por la mirada de los otros, era obvio que nadie se habría atrevido a enfrentarlo.

—Te castigaré, Zarah. No me detendré  a tener consideraciones especiales, sólo porque seas la princesa.

—Hermana, él tiene razón—intervino Aidan—. Un maestro está por encima de ti.

Zarah le dedicó a Allan una mirada asesina, pero tomó su espada.

Allan inspiró hondo, y bajó la suya, haciendo un gesto a los demás para que se alejaran.

—Zarah, por favor, no quiero pelear contigo—le dijo en voz baja, una vez que se quedaron a solas—. Debes entender que es necesario que aprendas a defenderte.

—No necesito aprender a usar la espada, con las pociones…

—Zarah, tienes que escucharme, confiar en mí. Necesitas aprender todas las artes Capadocia, no sólo algunas. Los Kinam son peligrosos, y tus atacantes no serán cualquier persona, serán diestros, capaces, te atacarán sin consideración…

—Y entonces me matarán, y el que sepa o no mover una espada no me ayudará en absoluto. ¿No me has visto, Allan? ¡No sirvo para esto! Siempre he sido mala para los deportes, y en esto soy pésima. No cambiarás un hecho que ha venido conmigo toda mi vida en un par de días sólo porque quieras salvarme.

—No voy a permitir que te maten, Zarah—gritó, enojado—. ¡Vas a aprender a defenderte te guste o no, Mady!

—¿Mady?—Repitió Zarah, arqueando las cejas.

Allan palideció, retrocediendo un par de pasos.

—Zarah, dije Zarah.

—No, no es cierto, dijiste Mady—lo miró con ojos escrutadores—. ¿Quién es Mady?

—Continuaremos luego, Zarah—Allan se dio la media vuelta y se marchó, dejándola sola.

—¿Mady…?—Repitió Zarah al aire, sintiéndose totalmente confundida.

—¿Mady?—Escuchó una voz aterciopelada tras ella.

Zarah se giró bruscamente para encontrarse de frente con Raquel, quien venía acercándose lentamente, todavía con aire victorioso en su andar.

—Nunca creí que él fuera a hablarte de ella—le dijo con una sonrisa, jugueteando con su cabello distraídamente—. Debo confesar que me sorprende.

—¿Quién es Mady?—Preguntó Zarah con voz seca, sin dejar de mirarla.

—Mady… Madeleine—se encogió de hombros, como si deseara quitarle importancia a algo que obviamente la tenía, o no disfrutaría de ese modo al decirlo—, era mi prima… y la esposa de Allan.