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Cuando miramos a la muerte. Los caminos de la espiritualidad

1. ¿ESTAMOS PROGRAMADOS PARA CRECER?

Con frecuencia la ciencia ha sido presentada como un escenario donde dar la batalla contra el dogmatismo religioso. Uno de los últimos episodios de ese inacabable culebrón entre creyentes y ateos a cuento de los descubrimientos científicos es el servido por Stephen Hawking y su conclusión de que el Big Bang pudo originarse a partir de las propias fuerzas que hay en la naturaleza sin necesidad de ninguna aportación externa de tipo divino. Hasta ahora, la idea del origen del universo había sido aceptada por la comunidad creyente porque la imposibilidad de explicar la mecánica interna de esa explosión de energía les dejaba un margen perfecto para introducir la mano de Dios en ese seminal empujón. Con su teoría, Hawking segaba de raíz esa perspectiva, generando la protesta de los más religiosos y alimentando de nuevo el eterno debate. La situación ha vuelto a repetirse a cuento del descubrimiento del bosón de Higgs, denominado en algunos ámbitos como «la partícula de Dios». Lo que para unos es la prueba de que las leyes de la naturaleza se bastan y se sobran para explicar la existencia humana, para otros es la confirmación de que un ente superior ha colocado en el universo la semilla que pone en funcionamiento todo.

Personalmente, nunca he querido entrar en este tipo de disputas. Parto de la observación, no siempre tenida en cuenta suficientemente, de que los argumentos de la ciencia son comparativamente recientes en el tiempo frente a los siglos y milenios en los que nuestra especie ha estado ofreciendo explicaciones sobrenaturales a lo que acontecía y no entendía. Apenas han pasado quinientos años desde que Copérnico se enfrentó a la Iglesia para rebatir que la Tierra fuera el centro del universo, y sólo ciento cincuenta desde que Darwin expuso su teoría del origen de las especies, poniendo en duda ese molde a imagen y semejanza de Dios con el que, según la religión, habíamos sido fabricados. Tomados en un sentido paleontológico del tiempo, en realidad ambos hallazgos científicos son un parpadeo al lado de las incontables ocasiones en las que las diferentes culturas que nos precedieron adoraron múltiples y variados tótems para garantizar las cosechas y sacrificaron a vírgenes, niños y animales arrojándolos por el borde de volcanes para asegurar la salida del sol al día siguiente.

Somos crédulos por naturaleza. Y esto incluye desde abrazar dogmas religiosos a confiar en métodos científicos para llevar a cabo una curación, pasando por dejarnos querer por absurdos pensamientos de naturaleza supersticiosa, como creer que una prenda de vestir puede darnos suerte a la hora de hacer un examen o que seguir tal o cual patrón en el momento de pisar por primera vez la calle cada mañana nos va a dar protección para ese día. Precisamente, en los instantes de mayor estrés, que es cuando nos sentimos más vulnerables, nos mostramos más predispuestos a bajar el listón de nuestras creencias y a dar por válidas verdades que en condiciones normales no admitiríamos. En el fondo, son graduaciones diferentes de una misma realidad: no vemos lo que vemos, sino lo que creemos.

Un equipo de investigadores de la Universidad de Michigan (Estados Unidos) dirigido por la antropóloga Beverly Strassmann, ha publicado un trabajo en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences, en el que, tras estudiar exhaustivamente el pueblo de los Dogón de Malí (África occidental), concluyen que la religión es un mecanismo de defensa de las sociedades patriarcales. El control ejercido a través de las creencias ayuda a los hombres a asegurarse la paternidad de su prole, ya que establece un mecanismo de vigilancia férreo sobre el comportamiento sexual de las mujeres. Los autores creen que este control, compartido por las cinco principales religiones del mundo, es una solución cultural a un problema biológico: la incertidumbre del macho ante la fidelidad genética de su progenie. Precisamente, los investigadores constatan en su estudio que los credos más estrictos en la regulación de la sexualidad femenina son los que alcanzan mejores índices de certeza en la paternidad.

Comprendo a aquellos que afirman que hemos sido demasiado benévolos con el dogmatismo religioso. Alarmado, Sam Harris, filósofo y escritor estadounidense, y gran investigador del fenómeno de la fe en el mundo, me recordaba un día que, según las encuestas, el 44 por ciento de sus compatriotas está convencido de que Jesús va a volver a bajar la Tierra, y que además lo hará de forma literal, descendiendo de las nubes como un superhéroe para salvar el mundo. Ante este hecho, Harris anima a exigir a quienes siguen estos dogmas que presenten las pruebas de sus creencias, como hace la ciencia con sus hallazgos.

No podemos pasar por alto que a veces también ha habido posiciones dogmáticas en el club de los científicos. En realidad, quienes se postulan así, concibiendo sus creencias como leyes inalterables y únicas para medir la realidad, viven ciegos ante un hecho insoslayable: todo puede cambiar. Cambió la ciencia cuando llegó Copérnico, volvió a hacerlo en tiempos de Newton, y mutó nuevamente cuando Einstein supo ver más allá de lo que otros habían logrado ver antes. Es, precisamente, esa actitud humilde la que más me atrae de la ciencia. Su historia es la de una permanente rectificación, un continuo ejercicio de cambio.

Personalmente, prefiero que la ciencia vaya dando explicaciones demostrables a todos los fenómenos que en el pasado sólo encontraron sentido a través de la superstición, pues estoy convencido de que la fuerza de las pruebas es más eficaz que la descalificación de las creencias que nos son ajenas. El razonamiento científico tiene todas las de ganar, pero el dogmatismo resistirá mientras queden ámbitos sin poder ser explicados. Al fin y al cabo, la fe no tiene que demostrar nada, mientras que la ciencia sí. Aun así, es cuestión de tiempo que ésta acabe venciendo sobre aquélla.

SER NO CREYENTE EN UN ENTORNO RELIGIOSO

Soy una persona de formación científica que con el tiempo ha conseguido desaprender, como dice Eduard Punset, la doctrina católica impuesta en la infancia. Me he convertido en un no creyente convencido, pero vivo en un lugar donde el catolicismo está muy arraigado y las implicaciones de la religión en la cotidianidad son frecuentes. Intenté vivir como hace la mayoría, sin pensar demasiado y siguiendo las tradiciones, pero se me hacía difícil, por ejemplo, mantener a mis hijos en clases de religión o acudiendo a catequesis para hacer la primera comunión, así que opté por la coherencia. Y no me arrepiento. Creo que ha sido lo mejor. Quizá me estoy obsesionando, o debo relacionarme con otros no creyentes. Supongo que eso me ayudaría a no sentirme fuera de lugar. Estoy divorciado y tengo pareja desde hace algún tiempo, y aunque ella no es una católica ferviente, sí mantiene las tradiciones y celebraciones. Empiezo a pensar que quizá hubiera sido mejor, como recomienda Stendhal, seguir a la mayoría, aunque uno esté convencido de que no tienen razón.

Noviembre de 2011

Responde: Pablo Herreros

Aunque el fervor religioso se ha visto disminuido en los últimos años, es cierto que aún quedan muchas reminiscencias en la forma de entender la vida de mucha gente.

Cuando se trata de poner en duda ideas aprendidas durante la infancia, es obvio que hay que desaprender algo mucho más profundo que un puñado de convicciones religiosas. Lo que se cuestiona es también la educación recibida y la lealtad hacia aquellos familiares de quienes aprendimos esas creencias. La fidelidad hacia el sistema del que uno proviene es un obstáculo muy poderoso para el cambio. Por otro lado, gracias a varios estudios científicos, sabemos que los creyentes se sienten más felices por razones que incluyen la pertenencia a una comunidad y el apoyo, imaginario o no, de un ser superior.

Los investigadores Richard Sosis y Candace Alcorta sostienen que el valor adaptativo de este sistema reside en su utilidad para evocar emociones fundamentales. Desde el punto de vista de la evolución de las organizaciones sociales, también sabemos que los pueblos religiosos están más cohesionados y que en muchas ocasiones la fe ha servido para integrar a colectivos muy heterogéneos. Respecto a mantener relaciones sociales con personas similares a nosotros, la psicología positiva consideraba hasta hace muy poco que era fundamental para desarrollar una vida social satisfactoria. Ahora bien, el auge de las redes sociales y la evolución del conocimiento cognitivo, así como los avances de la investigación y las nuevas tecnologías, han desembocado en una mejor apreciación del pensamiento multidisciplinar como fuente de innovación. El consenso universal constata hoy que no se puede producir innovación sin multidisciplinidad.

EXCLUIDA DE LA FAMILIA POR IDEAS RELIGIOSAS

Mi consulta es referente a un malestar que tengo respecto a mi familia, que practica una religión con una ideología bastante sectaria. Fui educada en una serie de normas muy estrictas que exigían que me mantuviera alejada de personas que no pertenecieran a mi religión. Mis amigos y mi pareja debían también seguir estos preceptos, si no quería tener problemas. Al cumplir veinticuatro años, decidí dejarlo todo y comenzar una vida más normal. Debido a esto perdí a todos los amigos de la infancia, que ahora no se quieren relacionar conmigo. Eso me afectó mucho, pero prefiero mi libertad a pertenecer a algo en lo que no creo.

De todas maneras, eso no fue lo peor, puesto que gracias a que soy una persona sociable conseguí hacer nuevos amigos. El problema es que, aunque mi familia sigue hablándome y continuamos viéndonos, me siento apartada y noto la decepción de todos respecto a mí. Mi hermana no quiere que esté mucho tiempo con mis sobrinos porque, según ella, mis valores ahora no están a su altura y podría influirles negativamente. Mi hermano rehúye mi compañía y no puedo expresar lo que pienso sobre determinados temas, porque supondría un encontronazo emocional con ellos. Sé que debería superarlo, puesto que ya hace más de diez años que corté con todo aquello, pero no soy capaz de hablar del tema sin echarme a llorar.

Noviembre de 2011

Responde: Nika Velázquez

Es normal que te sientas así. Somos animales sociales y nos duele vernos excluidos de la manada. Cuando una familia practica una religión de creencias muy extremas tiende a desvincularse de toda persona no perteneciente al grupo. Es importante distinguir los valores y las creencias. Los valores forman parte de nuestro mundo animal y son intrínsecos a nosotros, como la justicia o el altruismo, y como son una impronta profunda, no suelen variar en el curso de nuestra vida. Las creencias, sin embargo, son muy variables, y se modifican en función de nuestras experiencias y nuestro modo de vivir; están en continuo cambio. La pertenencia a una secta se da cuando se toman unas creencias como valores. El psicólogo Michael Langone define las sectas como un grupo con una devoción excesiva a una persona, idea o cosa y que emplea técnicas antiéticas de manipulación para persuadir y controlar a sus adeptos.

Es importante tener en cuenta que tú elegiste salir de ese entorno, ya que no compartes sus creencias, y que tu búsqueda de la felicidad va en otro sentido. Plantéate si te compensa tu libertad elegida, y si la respuesta es afirmativa, tenlo presente cuando te asalten las dudas sobre tu situación o tu elección. Habla con tu familia, si es posible, y plantéales que tus creencias no tienen nada que ver con las que ellos profesan. Si aun así siguen con su postura de excluirte de su entorno, debes rodearte de una buena red social que te acepte y valore para reforzar tu autoestima y tu estado anímico.

¿CÓMO AYUDAR A UN AMIGO ATRAPADO EN UNA SECTA?

Llevo mucho tiempo intentando ayudar a un amigo atrapado en una secta. Dice que pertenecer a ella le ayuda a comprender la vida. En realidad, cada vez está más absorbido. Estoy angustiada. Me dice que no me preocupe, que sabe dónde se ha metido, que lo dejará cuando quiera, pero se ha vuelto negativo, siempre me da excusas y no hay manera de hacerle entender nada. No soporto verlo así, perdiendo su vida, y más desde que me confesó que no es feliz, pero que debe seguir ciertas normas de la secta.

Noviembre de 2011

Responde: Paula García-Borreguero

El motivo por el que las sectas han causado cierta alarma social son los efectos que producen tanto en la sociedad como en los individuos. El Parlamento Europeo define las sectas destructivas como nuevas formas que operan bajo la cobertura de la libertad religiosa, pero que atentan contra los derechos civiles y humanos, comprometiendo la situación social de las personas afectadas. Suelen emplear técnicas de persuasión coercitiva para captar, adoctrinar y retener a los adeptos.

Según el psiquiatra Robert Jay Lifton, deben cumplirse los siguientes ocho parámetros para poder emplear el término de «secta destructiva»: control de la comunicación entre los seres humanos a los que se desea manipular, manipulación mística, redefinición del lenguaje, prioridad de la doctrina sobre la persona, incuestionabilidad del dogma, restricciones o prohibiciones a la privacidad personal; castigos y fomento del autocastigo para llegar a un ideal que en realidad es imposible de alcanzar y autoridad del grupo, que es quien decide quién tiene derecho a existir y quién no.

Para ayudar a tu amigo, deberás armarte de paciencia, mantenerte todo lo cerca que te deje y pedir ayuda a un profesional, pues suele ser necesaria una intervención psicológica para que los adeptos consigan una rehabilitación psicosocial satisfactoria en todos sus ámbitos.

PROBLEMAS DE PAREJA POR CULPA DE LA CIENCIOLOGÍA

Mi problema es que mi marido es miembro de la iglesia de la Cienciología, una creencia que, aunque reconozco que tiene muchas cosas sorprendentes, no acabo de compartir. No puedo evitar pensar que esa creencia es tan individualista que transmite muy poco tono humano al la persona que ejerce de acompañante. Esto me crea un conflicto en mi pareja, ya que no siento que el grupo me incluya, y mi marido

Julio de 2010

Responde: Nika Vázquez

La Iglesia de la Cienciología es un sistema de creencias y enseñanzas originalmente propuesto como una filosofía laica en 1952 por L. Ron Hubbard, y posteriormente reorientado desde 1953 como una «filosofía religiosa aplicada». También es considerada una organización espiritual con objetivos económicos que ofrece cursos de mejoramiento personal y autoayuda. En ese terreno es donde la Cienciología ha tenido muchos conflictos legales, puesto que no se considera ético ni lícito lucrarse utilizando el nombre de una iglesia o religión.

Las creencias de las personas varían en función de la experiencia vivida. Desde la psicología social se da gran importancia al papel que tiene el grupo para modificar esas creencias y a la influencia que pueden ejercer en el individuo en un determinado momento de su desarrollo vital. Sólo desde la libertad de cada uno, cada persona puede decidir qué camino ha de tomar y qué debe creer.

2. ¿DIOS ESTÁ EN EL CEREBRO?

Crecemos educados en la sospecha, y a veces en el dogma, de que hay una realidad sobrenatural solapada sobre la que percibimos normalmente, y a la que sólo podemos acceder a través de la fe o en ciertos estados de trance místico. Incapaz de tasar la magnitud de las creencias, al constituir éstas un conjunto de preceptos que no admiten el cuestionamiento ni la duda, la ciencia no ha renunciado a aplicar su método analítico en todo lo que el sentimiento trascendente tiene de experiencia sensorial y cognitiva humana, tan medible y escrutable como el amor, el hambre, el dolor o la felicidad.

La historia de las religiones está plagada de testimonios que hablan de percepciones de naturaleza especial asociadas a ciertos estados de particular agitación espiritual. Desde el místico más avanzado al creyente más común, no es difícil encontrar referencias que describen con una exactitud tan radical como pasmosa la sensación de estar en contacto con entidades de naturaleza supraterrenal o de sentir su propio ser fuera del patrón habitual de autopercepción personal. Lo afirma el monje que describe su trance como un estado de perfecta unión con Dios o con el universo, y lo corrobora el fiel seguidor de una virgen o un santo que no duda de la protección que asegura recibir de manera directa desde el más allá. Dejando a un lado el fondo de las creencias, que queda para el consumo privado de la fe de cada uno, la ciencia ha indagado en el rastro neuronal que estas experiencias dejan en el cerebro. Igual que una situación de estrés o de placer se traduce en un tipo de actividad cerebral muy concreta, también la vivencia de lo místico y lo religioso tienen su reflejo en las distintas regiones y redes neuronales que se ven estimuladas en estas situaciones.

A medida que la neurología ha refinado sus técnicas de observación del cerebro, se han multiplicado los intentos por desentrañar los patrones neurológicos que hay debajo de las experiencias más o menos trascendentes. Incluso se ha constituido una rama de la investigación cerebral, la neuroteología, que pretende comprender, a nivel celular, en qué consiste la espiritualidad, es decir, qué sucede en el cerebro de una persona que dice sentirse en plenitud con Dios o cómo es la actividad neuronal de un místico en plena fase de meditación profunda o de oración.

Estas preguntas empiezan a tener respuestas, como las que dan los científicos Andrew Newberg y Eugene d’Aquili, de la Universidad de Pennsylvania. Mediante técnicas de neuroimagen como la tomografía por emisión de positrones (PET) y otras aún más sofisticadas, como el SPETC (Single Photon Emission Computed Tomography), que permite escanear el flujo sanguíneo que genera la actividad cerebral gracias a la inyección de un marcador radiactivo y obtener así una imagen en 3D del cerebro, estos neurocientíficos espiaron la mente de un gran número de monjes cuando estaban en plena concentración y observaron que en esos momentos descendía notablemente la actividad de los lóbulos temporales. Precisamente, estas zonas están relacionadas con la percepción del espacio y el lugar que ocupamos en él, por lo que se considera que albergan a las neuronas que permiten al individuo distinguirse del resto de la realidad. De hecho, una disminución en la actividad de estas regiones cerebrales provoca una merma en la percepción que tenemos de los límites entre nuestro cuerpo y el entorno, por lo que ese patrón de actividad neuronal podría explicar la sensación de unidad con Dios, o con el universo, que dicen experimentar los místicos en pleno trance de meditación. Los investigadores realizaron ese mismo experimento con monjas franciscanas en fase de profunda oración y obtuvieron resultados parecidos.

Los lóbulos temporales se han revelado como claramente importantes en las experiencias religiosas y espirituales. La amígdala y el hipocampo han demostrado estar particularmente implicadas en la experiencia de visiones, experiencias profundas, la memoria y la meditación. Sin embargo, se cree que el lóbulo temporal debe interactuar con muchas otras partes del cerebro para ofrecer toda la gama de experiencias religiosas y espirituales. Estas regiones del cerebro llevan tiempo siendo escrutadas a la luz de esta sospecha desde que Michael Persinger, neurocientífico de la Universidad Laurenciana de Sudbury (Canadá), observó que aplicando impulsos electromagnéticos débiles en esta zona del cerebro de pacientes con epilepsia, éstos decían experimentar alucinaciones de tipo visual, auditivo y táctil, algunas muy parecidas a las de los trances místicos, como la sensación de flotar en el aire o salirse del propio cuerpo. Ya entonces, este investigador concluyó que estas sensaciones anormales que distorsionan la forma como la persona se percibe a sí misma y lo que le rodea se deben a «minitormentas eléctricas» generadas en los lóbulos temporales.

Desde el punto de vista neurológico, en los últimos años el debate se ha centrado en tratar de explicar si la fe es un subproducto accidental de la cognición o se trata de un mecanismo adaptativo. Los que defienden la primera teoría creen que la religión surgió de manera accidental gracias a la capacidad humana para imaginar lo que otras personas sienten, incluso las que no están presentes, y de ahí a postular que hay seres sobrenaturales sólo hay un pequeño paso. Otros investigadores argumentan que la religión está demasiado generalizada para ser un subproducto y que debe haber proporcionado a los que la practican y a sus comunidades alguna ventaja, o si no habría desaparecido. Para Scott Atran, antropólogo del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia, está claro que, a diferencia de otros animales, los humanos podemos imaginar el futuro, incluyendo nuestra propia muerte. La esperanza que dan las creencias religiosas a las personas que se enfrentan a su propia mortalidad proporcionaría la motivación necesaria para cuidar de la descendencia.

Jordan Grafman, investigador del National Institute of Neurological Disorders and Stroke de los Institutos de Salud Americanos (NIH), publicó en 2009 un estudio en el que demostraba que los pensamientos religiosos utilizan los mismos sistemas cerebrales que usamos cuando queremos entender lo que piensan y sienten otras personas, es decir, para ponernos en lugar del otro. Estas áreas son los lóbulos temporal, occipital y frontal de la corteza cerebral. El trabajo de Grafman respalda la idea de que la religiosidad está integrada en los procesos cognitivos y en las redes neuronales usadas para la cognición social.

¿Es Dios, o todo lo trascendente, el resultado de un patrón de actividad neuronal? Plantear esta cuestión en estos términos no quita ni añade nada al sentimiento religioso, en términos de fe. El creyente seguirá opinando que es Dios quien ha dispuesto en el cerebro de los humanos esa particular facultad para generar esas sensaciones de comunicación con lo divino, y el no creyente sostendrá que todo se reduce a una mera casuística de neuronas y sinapsis, auténticas generadoras de la percepción de lo sobrenatural, y no al revés.

Lo único cierto es que el cerebro se comporta de este modo en esas situaciones y que este órgano no nos ha sido dado para conocer la verdad, sino simplemente para sobrevivir. En este sentido, no puedo olvidar el diagnóstico que Sam Harris hace sobre la experiencia de la fe. Según este filósofo y escritor estadounidense, el mecanismo que lleva a una persona a abrazar la idea de Dios tiene que ver con una respuesta emocional basada en procesos del cerebro relacionados con la recompensa. «Nos gusta cómo nos sentimos cuando decidimos que algo es verdadero», dice Harris. Y ese algo, en este caso, es Dios.

No podríamos sobrevivir sin creer. Necesitamos confiar en nuestras ideas, en quienes nos rodean y, llevado a los últimos extremos, en nuestras percepciones. «El cerebro humano ha evolucionado para reconocer patrones en todo lo que ve. Pero además de detectarlos, también infiere los mecanismos que los provocan. Esto hace que a veces lleguemos a ideas erróneas sobre lo que ha generado ese patrón», nos recuerda Bruce Hood, psicólogo y director del Cognitive Development Centre de la Universidad de Bristol (Reino Unido). Convencido de que no tenemos un acceso verdadero y auténtico a la realidad, sino que la mente crea lo que sentimos y percibimos mediante procesos cerebrales que muchas veces son inconscientes, Hood cree que somos nosotros mismos quienes fabricamos nuestras propias experiencias, y esto también incluiría a la experiencia religiosa. Es decir: el rasgo sobrenatural sería inherente a la mente.

A veces pensamos ver señales que en verdad no existen o deducimos casuísticas que no se corresponden con la realidad. No es un capricho: el cerebro necesita realizar esas interpretaciones para sentirse más seguro y está dispuesto a admitir una explicación sobrenatural a un fenómeno anómalo antes que admitir que no sabe cómo afrontarlo, sea éste un rayo en la mitad de una tormenta, una insospechada voz oída de repente en la oscuridad o una alucinación en una noche de fiebre. Bruce Hood, que ha analizado pormenorizadamente cómo nos comportamos cuando decimos tener percepciones extrañas, es contrario a culpar a la educación o el adoctrinamiento de nuestra tendencia a creer en lo que no existe. «En realidad, se trata de algo que nos sale de dentro, y que tiene que ver con la manera como generamos nuestros modelos del mundo. Resulta que algunos de esos modelos son sobrenaturales», nos recuerda este investigador.

¿EXISTE EL MAL DE OJO?

¿Existe el mal de ojo? ¿Pueden las personas desearte cosas negativas y que te ocurran? ¿Es posible que alguien posea esa fuerza mágica o fuera de lo normal? Y en ese caso, ¿qué se debe hacer? Me han hablado de esos poderes y efectos terribles, pero no sé qué pensar. Me da miedo que alguien pueda causarme ese mal a mí o a alguien de mi familia o de mis amistades, pero tengo dudas de si realmente esa capacidad es real o inventada.

Julio de 2010

Responde: Sandra Borro

El mal de ojo es una creencia popular supersticiosa sin validez científica, según la cual una persona tiene la capacidad de causarle mal a otra persona sólo con mirarla. Se dice que es consecuencia de la envidia o admiración del emisor, quien a través de su mirada, ya sea directamente o a través de un símbolo, provoca una desgracia en el envidiado.

Las formas de supuesta protección o curación son diferentes según el lugar donde se dé la creencia. Hay rituales, amuletos y prácticas diversas, pero ninguna tiene validez científica. La fe, el convencimiento de que algo protege, cura o alivia, tiene que ver con el efecto placebo, que sí ha sido confirmado científicamente. Un placebo es una terapia que no tiene eficacia médica, pero que puede tener efectos curativos o paliativos si el paciente cree que en realidad está recibiendo un tratamiento.

Es decir: el poder no está ni en la persona que pueda desearte mal de ojo ni en los métodos que utilices para contrarrestar su efecto, sino en tu mente y tu capacidad para descartar las creencias irracionales, los prejuicios y los miedos.

EXPERIENCIA MÍSTICA CON LA MUERTE EN UN BROTE PSICÓTICO

Hace más de diez años, durante un brote psicótico, tuve un trance en el que pasé del cielo al infierno. Fue una experiencia similar a la que ha descrito la gente que ha estado próxima a la muerte. No he tenido recaídas ni sufro el más mínimo síntoma de la enfermedad, pero me da miedo que esa visión se repita en el momento de mi muerte, o que se convierta en una situación definitiva. He leído libros de neurocientíficos sobre ese tipo de experiencias y creo estar bastante informado, pero me gustaría que alguien me convenciese de que no me debo preocupar por ello. Gracias.

Marzo de 2012

Responde: Paula García-Borrego

El trastorno psicótico breve es una alteración en la que, de forma súbita, tienen lugar síntomas como ideas delirantes, alucinaciones, lenguaje desorganizado o comportamiento catatónico —como si estuvieses muerto— o gravemente desorganizado. A menudo lo desencadenan situaciones estresantes, y es preciso lograr la remisión total de todos los síntomas y un retorno al nivel previo de actividad dentro del mes de inicio de la alteración.

El estrés es definido por Lazarus y Folkman como un desequilibrio entre las amenazas y la percepción de recursos personales del individuo para hacerle frente. Por lo tanto, aunque no existe una estrategia de manejo del estrés universalmente efectiva, te recomiendo que sigas una dieta saludable, mantengas hábitos de sueño, hagas ejercicio diario y relajes la agenda. Todo esto, unido a la conciencia de enfermedad que parece que presentas, debería ser suficiente para dejarte tranquilo y continuar tu vida con normalidad. Permítete pasar página y deja de buscar información obsesivamente.

DUDAS ACERCA DE LO PARANORMAL

El motivo de esta consulta es que mi pareja y algunos miembros de mi familia creen que estoy en riesgo de ser captado por sectas. Siempre he sido aficionado a lo paranormal. Me interesan temas como la astrología y los ovnis y devoro revistas de divulgación científica. De vez en cuando saco esos temas en comidas familiares y siempre acaban igual, con discusiones. Dicen que doy pena, que me estoy volviendo loco. Yo no intento imponer nada, sino dar una visión alternativa de la realidad; siempre he sido un provocador. Ya sé que mi estado anímico es caldo de cultivo para picar algunos anzuelos, pero creo que todo este conocimiento me está ayudando a crecer como persona y veo mucha ignorancia e intolerancia a mi alrededor.

Abril de 2011

Responde: Pablo Herrero

En tu caso confluyen dos aspectos que es importante separar. Por un lado, la incomprensión que mostramos los humanos por los temas que no forman parte del conocimiento oficial. La mayoría de las técnicas que mencionas no tienen nada que ver con lo paranormal, son sólo terapias alternativas sin ningún riesgo. Por otra parte, recuerda que aunque no debemos abandonar nuestras pasiones, tampoco podemos permitir que las ideologías, las creencias o las religiones nos aparten de nuestros seres queridos. De la misma manera, no podemos actuar como poseedores de la única verdad y comportarnos como profetas en las reuniones, porque esto incide en lo que nos separa y no en lo que nos une. Debemos asumir que hay temas especialmente sensibles para los demás que no es necesario poner encima de la mesa continuamente.

Es cierto que este tipo de temáticas relacionadas con lo paranormal son aprovechadas por muchos grupos que dicen poseer la verdad. Si bien no todos tienen que ser sectas destructivas, algunas alejan a los individuos de su red de familiares y amigos en nombre del «verdadero conocimiento». Cuando nos sentimos deprimidos, perdidos o desmotivados, somos susceptibles de caer en algún tipo de actividad o fe que nos ayude a aliviar la ansiedad y la soledad. Todos somos vulnerables ante estas situaciones y hay que estar atentos a qué es lo que nos está pasando.

3. CUANDO LA VIDA PIERDE SU SENTIDO: EL AGUJERO OCULTO DEL SUICIDIO

Nuestra acomodada y bienpensante sociedad se ha acostumbrado con sumo conformismo y disciplina a no mirar hacia ciertos territorios de la trama social en la que vivimos que destacan por el profundo dolor que atesoran y la dramática incomprensión que les asola. Antes de afrontar esos problemas y carencias, preferimos disimularlos, ocultarlos, poner la atención en otro lugar, hacer como si no existieran. Pero están ahí, perennes, resistiendo al paso de los tiempos y la modas, con la consistencia sorda e implacable de un tumor, y antes o después hemos de meterles mano. Una de esas pupas sociales, dolorosas pero invisibles, es la del suicidio. La opción de renunciar a la vida y abrazar la muerte es un auténtico cataclismo humano. Cada vez que alguien se plantea esa vía contraria al sentido de la naturaleza como salida a la difícil situación en la que se encuentra, nos hundimos un poco todos: el suicida, su familia, la sociedad y la propia civilización que hemos organizado desde hace siglos alrededor del instinto de supervivencia y el deseo de vivir.

Afrontar este problema debería ser el primer paso para tratar de solucionarlo. Sin embargo, nadie parece querer tocar este tema. Se oculta, se disimula, hay pánico, superstición y tabú a hablar del suicidio, a pesar de las magnitudes que este sumidero humano maneja en silencio. Las dificultades para estudiar este fenómeno, debido a las resistencias de los propios interesados, sus entornos más cercanos y de todo el mundo en general a hablar abiertamente de él, dificultan la tarea de mantener un seguimiento suficientemente taxativo sobre su tamaño, pero las estimaciones más fiables señalan que el suicidio es, hoy por hoy, la segunda causa de muerte en las edades comprendidas entre los quince y los treinta años en países avanzados como España. Para hacernos una idea de su dimensión, pensemos que cada cuarenta segundos se quita la vida voluntariamente alguien en el mundo.

Esto significa que al año se suicidan un millón de personas en todo el planeta, una cifra equivalente a los muertos en accidentes de tráfico, pero que sin duda tiene un reflejo infinitamente menor en los medios de comunicación y en el debate público. Lo mismo ocurre si lo comparamos con las muertes violentas: el índice de suicidios es hasta diez veces superior al de los homicidios, aunque es obvio que no hablamos de aquéllos tanto como de éstos. En su libro Treating Suicidal Behavior, el psicólogo Thomas Joiner establece una comparación llamativa: cada año mueren en Estados Unidos, de media, ochenta personas por la caída de un rayo, y esto es motivo suficiente para que hayamos estudiado a fondo la mecánica de las tormentas y los relámpagos con el fin de reducir su fatal incidencia en la vida. Sin embargo, cada día fallecen en este país ochenta personas por suicidio y aún estamos a la espera de que salgan a la luz, en forma de estudios e investigaciones suficientemente profundos y detallados, las trampas y los laberintos que conducen a algunas personas, presas de la desesperación, a desear morir. Igualmente, seguimos aguardando el momento en el que este drama tenga la presencia que merece en la agenda de los asuntos importantes de la sociedad.

El estigma que suele acompañar a los trastornos de la mente alcanza en relación al suicidio unas cotas que deberían movernos a la reflexión. Inquietan revelaciones como las que hace Joiner, uno de los mayores expertos mundiales que hay en este campo: el 40 por ciento de los familiares de un suicida prefiere mentir a contar la verdad a la hora de hablar de los motivos de dicha muerte. Y, sin embargo, estamos hablando de una tragedia que en muchos casos podría evitarse si, para empezar, fuera posible hablar de ella y conocerla mejor.

¿Qué lleva a una persona a perder el sentido de la vida hasta desear quitarse del medio? Thomas Joiner sostiene que hay múltiples factores implicados en esa decisión. El trastorno mental asociado a raíces genéticas es quizá el más importante: este investigador sitúa en un 40 por ciento la influencia que ciertos cuadros depresivos pueden tener en el desencadenamiento de actitudes suicidas. Pero con ser fundamental este condicionante, no es el único. Lo que cuentan quienes han estudiado este problema más a fondo es que hay un conjunto de factores sociales, como la soledad, la incomunicación y el aislamiento de las personas, que también incide notablemente en los índices de suicidio que soportan nuestros países. Lo más relevante de esta observación es la conclusión que extraen de ella los expertos en esta materia: si se atendieran correctamente esas causas, y la soledad no fuera uno de los rasgos que define al mundo que habitamos, las tentativas contra la propia vida podrían descender notablemente.

«Cuando se analiza un suicidio, que parece una decisión completamente racional, siempre vemos que se podría haber aliviado el dolor y el sufrimiento que había debajo», explica el psiquiatra británico Colin Pritchard, uno de los principales estudiosos del suicidio. El progresivo aumento de tentativas y casos en los países avanzados permite deducir que algo debemos estar haciendo mal para que cada vez haya más personas que se planteen quitarse la vida. En España, en los últimos treinta años se han cuadruplicado los índices de suicidios. Es el país occidental donde más ha crecido esta problemática. No debe de ser casualidad que también seamos uno de los países que más ha desarrollado en este tiempo.

Estremece pensar en la cantidad de ocasiones en las que un suicida que haya acabado quitándose la vida ha estado expuesto a la posible intervención de algún factor externo que hubiera podido hacerle descartar su trágico plan. A veces hay detalles tan simples como el acceso a la forma de muerte elegida sea más complicado de lo esperado. Estudios realizados con personas que habían intentado arrojarse desde el puente de San Francisco revelan que, tras ser salvados en el último momento, el 95 por ciento de los suicidas frustrados había acabado renunciando a la idea de quitarse la vida. En otro experimento realizado con personas bajo tratamiento mental y con riesgo de tentativas suicidas, llamado «Estudio de las cartas afectuosas», los investigadores observaron que una simple misiva, en la que una tercera persona mostraba interés por el estado de salud del paciente y le daba ánimos, era suficiente para que los índices de suicidio entre la población estudiada disminuyeran notablemente.

Hemos creado sociedades hiperconectadas y ultracomunicadas, hemos estrechado las distancias que nos separan, lo sabemos todo de todos, o eso creemos. Sin embargo, permanecemos sordos ante el grito silencioso de multitud de personas que, confusas, perdidas, sin poder visualizar otra alternativa de salvación, acaban entendiendo que el mejor bien que le pueden hacer a la comunidad es pegarse un tiro o tomarse un bote de pastillas. Ése es, precisamente, uno de los tipos de suicidas que las pocas investigaciones realizadas han localizado, el «altruista», que se ve a sí mismo como una carga para su entorno personal y prefiere dejar de existir antes de seguir sufriendo y causando sufrimiento.

También sabemos ahora que los hombres se quitan la vida más que las mujeres por la mayor familiaridad de aquéllos con el dolor físico, aunque ellas lo intentan más veces que ellos, y que los jóvenes son más dados a las tentativas frustradas que los mayores, aunque son las personas de edad más avanzada quienes más optan por el suicidio, precisamente debido a la percepción que tienen de sí mismos de ser «una carga» para la sociedad. Todas estas pistas han permitido establecer patrones en los comportamientos de los suicidas, pero aún no hay protocolos de prevención que, si se pusieran en marcha, nos librarían de muchas muertes fácilmente evitables. Ésta es una cuenta que queda pendiente de atender por parte de los organismos sanitarios, las instituciones asistenciales, los investigadores y toda la sociedad. Ese cambio pasa por hacer extensiva en la comunidad la idea de que cada vez que una persona abraza la muerte voluntariamente y renuncia a seguir existiendo, perdemos todos un poco el sentido de la vida y en cierto modo también nos morimos con ella.

¿INTENTO DE SUICIDIO O LLAMADA DE ATENCIÓN?

Hace dos semanas, mi novio intentó suicidarse, tras pedirme perdón por teléfono por lo que me iba a hacer. Nada más colgar salí corriendo hacia su casa y de camino llamé al 112. Cuando llegué y vio a la policía me recriminó que hubiese montado todo ese escándalo. Yo no sé qué pensar, me pregunto si lo hizo por llamar mi atención. ¿Cómo ayudarle? Ignoro si una pareja puede superar algo así o me lo va a estar reprochando toda la vida. No sé si podré volver a confiar en él ni si se recuperará ni si lo volverá a hacer. Me siento culpable, rechazada y juzgada. No soy capaz de quitarme su imagen de la cabeza. No quiero caer en su mismo error. Quiero ayudarle; a él y a nosotros.

Mayo de 2012

Responde: Paula García-Borreguero

Es comprensible que te sientas rechazada y juzgada, pero actuaste bien. La comunicación y el diálogo abierto sobre el intento de suicidio no incrementan el riesgo de desencadenarlo nuevamente, como erróneamente se cree, sino que ayuda a prevenirlo.

Generalmente, las personas que piensan en el suicidio se sienten muy infelices y se plantean hacerse daño por no tener otras formas para adaptarse a las situaciones dolorosas de sus vidas.

Lo fácil es juzgar el intento de tu novio de llamada de atención y darse media vuelta. No debemos caer en el erróneo mito de que quien dice que va a suicidarse nunca lo hace. Hay que explorar los factores implicados en esta conducta para intentar ayudarle en la búsqueda de alternativas más adaptativas. En tu caso, y sin tener acceso a su versión, es conveniente no reforzar sus llamadas de atención, es decir, no caer en la manipulación. Pero tampoco debemos ignorarlas, pues muchos de los que sólo querían llamar la atención acabaron protagonizando una tragedia.

DERECHO DE VIVIR Y BÚSQUEDA DE SENTIDO

Tengo veintiocho años y llevo pensando en suicidarme desde los doce. La primera vez que lo intenté tenía trece años y no había pasado nada fuera de lo normal. Lo he intentado siete veces más, la última hace sólo dos años. Vivo en un estado de resignación total. Hago una vida normal: me independicé, trabajo y hasta intento estudiar, aunque creo que mis suicidios frustrados han mermado mi capacidad de concentración y memorización. Cada día me encuentro más negativa, y cuando estoy con otras personas tengo la sensación de ser una insoportable quejica. Por eso me aíslo. Gente que no sabe qué pasa me pregunta, pero yo no quiero dar explicaciones, porque cuando las he dado sólo han intentado convencerme de lo «bonita» que es la vida. No sienten empatía, que es lo que necesito. ¿Es la vida un derecho o una obligación?

Marzo de 2010

Responde: Eduardo Punset Y Nika Vázquez

La vida es un derecho. El derecho a la vida y a tener futuro es muy reciente en la historia de la evolución. Cuando la esperanza de vida era de treinta años, la existencia era una obligación; apenas cumplías tus deberes familiares o sociales, se te comía una leona. La psiquiatra Carmen Tejedor afirma que el suicidio deriva de un concepto romántico de la libertad del individuo. Sin embargo, añade que no ha visto nunca libertad en el suicidio, sino sólo agonía y desesperación, siendo quizá la muerte más desoladora.

Entre las causas que empujan al suicidio, el aislamiento y la desvinculación social están entre las más evitables. Tener redes sociales y actividades lúdicas en compañía nos hace estar conectados con los demás y dan un sentido a nuestra vida, ya que la soledad lleva a la tristeza y la tristeza a la desolación y, por lo tanto, al suicidio. Como dijo William James: «No tengas miedo a la vida. Cree que vale la pena vivirla, porque creerlo te ayudará a que se haga realidad».

BUSCÁNDOLE UN SENTIDO A LA VIDA

Hace años, en una fase de mi vida en la que me sentía triste y fracasada, intenté quitarme la vida tomando una dosis elevada de pastillas. Me han pasado muchas cosas desde entonces. Como no tuve otra alternativa más que seguir viviendo, decidí hacerlo con todas las letras. Tomé todo tipo de decisiones, empecé a hacer sólo lo que me apetecía y me dediqué a dejar que mis deseos me guiaran. Sin embargo, hoy vuelvo a encontrarme con aquellas sensaciones. Vuelvo a preguntarme: ¿para qué y por qué sigo aquí? Paso de momentos de lucidez a otros en los que no me reconozco. No quiero sentirme así, quiero entender qué me ocurre y por qué me cuesta tanto pasar por este mundo.

Marzo de 2010

Responde: Gabriel González

Todas las personas pasamos por crisis vitales que nos afectan en mayor o menor medida. Esos momentos suelen ser temporales. Para superarlos, Carmen Tejedor, psiquiatra, recomienda seguir los siguientes pasos: hablar sobre el tema, pedir ayuda a un profesional (puedes comenzar por el médico de cabecera o alguien cercano) y aplazar la decisión de quitarse la vida. En el hospital de Sant Pau de Barcelona tienen en marcha un Plan de Prevención del Suicido que podría ayudarte. Yo añadiría, además, otros dos puntos: es importante establecer contacto con personas cercanas con las que puedas compartir tus miedos, tus sentimientos y que puedan saber del tema y ser un apoyo para ti, y frecuentar tus pasiones, sueños y deseos, que son lo que te permite disfrutar de lo que eres y de cómo eres.

Ya has logrado superar tu desánimo al menos en una ocasión anterior, así que no te resultará difícil.

APRENDER A VIVIR TRAS EL SUICIDIO

¿Cómo se puede vivir cuando tu hermana, con treinta y cinco años, se suicida sin motivo aparente, sin dejar una nota, sin despedidas, sin dar explicaciones, sin previas depresiones ni trastornos psíquicos, y cuando la única explicación que se le puede encontrar es una ruptura amorosa en los días previos? Era una persona fuerte y decidida, una triunfadora en todos los aspectos; nadie imaginaba que pudiera hacer algo tan premeditado, ni siquiera los amigos con los que estuvo cenando la noche anterior… ¿Es normal sentir culpabilidad tras una pérdida tan dramática? ¿Hay que aprender a vivir con ello y aceptarlo? Tengo la sensación de que tuve parte de culpa en lo ocurrido, por no haberle prestado a mi hermana la atención necesaria y no darme cuenta de que estaba pasándolo tan mal. Lo que más me atormenta es pensar en lo que debió de sufrir antes de tomar esa decisión. ¿Se daba cuenta de lo que hacía o fue un trastorno pasajero lo que la llevó a ese punto sin retorno? ¿Por qué quitarse la vida por un fracaso sentimental? ¿Habría algo más o ése es motivo suficiente?

Septiembre de 2010

Responde: Paula Gracía-Borreguero

Dice el psiquiatra Alejandro Rocamora que el suicidio es una pregunta que lanza el sujeto a su grupo de procedencia. Tiene matices acusatorios, de reproche y, sobre todo, de falta de comprensión y solidaridad. Cuando alguien tan cercano comete suicidio, genera una ensalada de emociones entre los supervivientes: shock (sobre todo si no existían señales previas), vergüenza, rabia (contra uno mismo y contra los demás), pena… Pero, por encima de todo, culpa. La búsqueda de señales e indicios se amontona en la cabeza.

Necesitarás tiempo para recolocarte. Aunque ahora te cueste creerlo, con el tiempo te encontrarás mejor. Pero, para ello, debes dejar de torturarte con preguntas para las que nunca hallarás respuesta. Sólo tu hermana podría contestarlas, y quizá tampoco. Es fundamental que entiendas que, se tratara de un impulso o de algo premeditado, tuviera un motivo consistente o no, la decisión de acabar con su vida fue suya. Te recomiendo que acudas a un psicólogo; te ayudará en este proceso. La clave para aprender a vivir con esta pérdida está en que no te quedes anclado en el pasado, sino que sigas programando el futuro. Tu hermana terminó con su vida, pero tú no. Y tienes el derecho y la obligación de vivirla plenamente.

4. EL CAMINO DE LA COMPASIÓN

He perdido la cuenta del número de congresos sobre la felicidad a los que he asistido, los expertos en esta materia que he entrevistado y los libros e investigaciones sobre el bienestar humano que he escrutado hasta el último detalle. A lo largo de esa larga excursión en busca de las claves que hacen que nos encontremos mejor con nosotros mismos, he observado que las personas que decían sentirse más felices entre las que encontré en mi camino, y que transmitían sin sombra alguna de duda esa sensación, tenían en común una permanente actitud de ayuda hacia los demás, profesaban altas cotas de solidaridad y altruismo, y transmitían un sincero y profundo sentimiento de compasión por el dolor ajeno. Sorprendente hallazgo: resulta que lo que más nos llena por dentro no es rebuscar en nuestro interior, sino atender a quienes están fuera y andan necesitados de ayuda; y que lo que más colabora a que nos sintamos bien con nosotros mismos es, precisamente, hacer que se sientan bien los demás. Lo que dicen las personas que puntúan más alto en los indicadores del bienestar personal es que ayudar a los otros nos ayuda a nosotros a ser felices.

Desde luego, en mis múltiples encuentros personales jamás me pareció que los más satisfechos fueran los que más bienes materiales atesoraban. Y, aun así, hemos organizado la vida en torno al consumo, la riqueza económica y la acumulación de posesiones y experiencias, pese a saber, y estar ya desgastado, por reiterativo, el recordatorio de que lo material no da la felicidad. Las noticias que cada dos por tres asaltan los noticiarios dando cuenta de acaudaladas figuras públicas y conocidas estirpes familiares que han acabado asoladas por la desgracia debido a la escasa calidad humana de las relaciones personales que mantenían, corroboran esa impresión. Como recuerda Barry Schwartz, psicólogo del Swarthmore College (Estados Unidos), vivir pendientes de todo aquello que podemos adquirir, comprar y experimentar sólo nos conduce a ahogarnos en un océano de posibilidades. Lamentablemente, son muchos los que se entregan a una interminable carrera por tener el mejor coche, la mejor ropa, la mejor pareja, las mejores vacaciones… Una carrera en la que nunca, jamás, logran sentirse satisfechos, porque siempre hay algo más que desear. La explosión de la sociedad de consumo ha puesto delante de nuestras narices tantas opciones y tentaciones que, en lugar de aliviar a los ciudadanos ante la certidumbre de que siempre van a tener dónde escoger y nunca les va a faltar lo necesario, ha sembrado en las personas una permanente ansiedad por elegir. Es el camino de la frustración.

En contra de ese panorama, lo que señalan quienes se cuentan entre los seres más felices del planeta es que dar es la manera más eficaz que hay para recibir, y que hacernos cargo de la pena del otro es la forma más sencilla que existe para ver aliviada la nuestra. Es el camino de la compasión, entendiendo este término en el sentido que sugiere la raíz etimológica del verbo compadecer: compartir la desgracia ajena y dolerse de ella. El biólogo molecular y monje budista Matthieu Ricard conoce muy bien ese verbo. Lo conjuga con una profundidad que nos es desconocida a la mayoría de los mortales y asegura que no es algo que tenga que ver con acciones concretas, sino con una actitud ante la vida, una forma de mirar, y a veces hasta de respirar. Después de una brillante carrera como investigador en el Instituto Pasteur de París, este científico decidió hace cuarenta años retirarse a un monasterio del Himalaya a meditar y sumergirse en toda la experiencia de la compasión humana que la filosofía budista y las técnicas orientales de control mental ponían a su disposición. En 2007 participó en una investigación llevada a cabo por el departamento de neurociencia afectiva de la Universidad de Wisconsin, dirigida por el neurólogo Richard Davidson, que pretendía sacar a la luz el modo en que la meditación es capaz de influir en la generación de emociones positivas en quienes la practican. Aquel experimento, que analizó mediante técnicas de neuroimagen el cerebro de un grupo de monjes en pleno trance contemplativo, puso de relieve la facilidad que Ricard tenía para producir en su interior sensaciones de bienestar, lo que le valió la etiqueta de «el hombre más feliz del mundo». Dice que su secreto es haber logrado liberarse, a través de la meditación, de la diabólica cadena de odio, celos, arrogancia y deseos obsesivos que normalmente atenaza a la mente para sustituirla por la experiencia del altruismo y la compasión.

Con ser reveladora esta confesión, la reflexión más trascendental que aporta este estudioso de la condición humana no tiene que ver con su lado místico, sino con su vertiente científica: la plasticidad cerebral, avisa Ricard, permite cambiar la forma como funciona la mente mediante el ejercicio, pero no hace falta retirarse a un lejano monasterio a orar para llevar a cabo esas transformaciones, sino que, según él, bastan unos cuantos minutos de meditación cada día para experimentarlos. El propio Davidson publicó recientemente un estudio en la prestigiosa revista científica Nature Neuroscience donde afirmaba que la neurociencia moderna puede ayudar a elevar el bienestar mediante ciertos entrenamientos que inducen cambios en la plasticidad neuronal del cerebro. Prácticas como el ejercicio físico, ciertas formas de asesoramiento psicológico y la meditación pueden mejorar el funcionamiento de las redes neuronales encargadas de áreas del comportamiento prosocial, como son la empatía, el altruismo y la bondad. «La conciencia básica es algo que está detrás de cada pensamiento, de cada emoción. Es como la luz, que no se ensucia ni se enriquece aunque ilumine la basura o el oro. Todos tenemos un potencial para el bien que siempre está ahí. Depende de nosotros que queramos usarlo o no», nos recuerda Matthieu Ricard.

¿Realmente esto es así? ¿Nacemos con un potencial para la bondad o, como piensan algunos, somos malvados y egoístas por naturaleza? Según Philip Zimbardo, psicólogo de la Universidad de Stanford y gran estudioso de la naturaleza moral del comportamiento humano, las personas nacen con la capacidad para ser buenas o malas, afectuosas o indiferentes, creativas o destructivas. «Y es la misma mente la que empuja a unos a convertirse en villanos y a otros en héroes». La consecuencia de esta conclusión la da el propio psicólogo: «Hay que inspirar a los jóvenes para que dejen de ser tan egocéntricos. Hemos de empezar a pensar en cómo lograr que los demás se sientan especiales: decir un cumplido, hacer un pequeño favor… Para ser un gran héroe, debes preguntarte antes: ¿qué puedo hacer hoy para ser un héroe pequeño?», dice Zimbardo.

Fantástico. Tenemos un cerebro que es plástico y moldeable como un trozo de barro y podemos modificarlo mediante el ejercicio y el cambio de hábitos para hacer de él lo que queramos: convertirnos en buenas o malas personas, propagar la prepotencia o los sentimientos altruistas, construir a través de él la sociedad del egoísmo o la de la compasión. Se trata de un descubrimiento trascendental, pues en él se esconde la verdadera llave para mejorar el mundo. De hecho, es la piedra de toque de la revolución que nuestra sociedad tiene pendiente: la de la auténtica conciencia del ser humano.

Para llegar ahí no hay mejor herramienta que la educación. Efectuar cambios con éxito en adultos cargados de tics mentales nocivos y lograr que desaprendan lo que aprendieron mal en el pasado es posible, pero más difícil. Sin embargo, educar en buenos principios a los menores permite obtener fácilmente resultados positivos, en términos de bienestar personal y social, y además éstos son definitivos para el resto de sus vidas. Los trabajos llevados a cabo en este sentido con poblaciones infantiles por investigadores como la psicóloga Linda Lantieri, experta en aprendizaje social y emocional, y Mark Greenberg, psicólogo del Penn State College, demuestran que mediante el entrenamiento emocional se puede formar a personas capaces de disminuir sus nivel de frustración y de aumentar su sensación de autonomía. Hablamos de seres, en definitiva, más conscientes. Como recuerda Greenberg, «el niño no es más que uno, el cerebro no es más que uno, no existe un cerebro emocional y otro cognitivo. Cuando las capacidades para prestar atención, calmarse y hablar eficazmente de los sentimientos se combinan en el desarrollo de un niño, todo funciona mejor». Antes no, pero hoy sí estamos en disposición de modular el color del cristal a través del cual miramos. Está en nuestras manos.

¿CÓMO VIVIR EN PLENITUD EN UN MUNDO EGOÍSTA?

Vivimos en una sociedad consumista, materialista, egoísta, arrogante, prepotente… Aquí, cada cual va a lo suyo, y a nadie le importa lo que les pasa a quienes tenemos al lado. Yo me siento perdido, y necesito una guía o un medio que me ayude a encontrar un camino. No sé por dónde tirar, ni si tomo las decisiones correctas para vivir un poco más feliz y en paz conmigo mismo y con los demás. Pido ayuda para encontrar equilibrio y orientación en este mundo tan caótico.

Marzo de 2011

Responde: Pablo Herrero

Sentirnos desorientados es síntoma de que debemos dotar de sentido a nuestras vidas, emprendiendo un proyecto interesante, manteniendo relaciones de calidad con la familia y los amigos, o llevando a cabo actividades que aporten satisfacción. Por ejemplo, mucha gente confiesa haber encontrado la felicidad en la ayuda a los demás, mediante el voluntariado o la participación en algún proyecto de interés social.

No olvides que, aunque es cierto que existe una gran ola de consumismo materialista y que el número de egoístas y prepotentes no es nada desdeñable, éstos sólo influyen en una pequeña parte de las dinámicas sociales. Los estudios realizados sobre tendencias altruistas en niños y otros primates revelan que los comportamientos antisociales no son los dominantes. Los humanos, además del interés propio, tenemos otras preferencias sociales profundamente arraigadas en nuestra naturaleza, como la reciprocidad, la cooperación o la equidad.

CONTROLAR LA MENTE PARA SER FELICES

Desde hace tiempo practico yoga kundalini para controlar mi mente, pero me pregunto si es saludable esto que persigo, que no es otra cosa que detener los pensamientos negativos. Seguramente deben existir otros métodos, pero los desconozco. ¿Tan mal hechos estamos que tenemos que ir controlándonos a cada paso, en cada momento, improvisando para no ser infelices? La verdad es que ese ejercicio resulta muy fatigoso.

Abril de 2011

Responde: Pablo Herrero

La mente no está ni bien ni mal diseñada. Seguramente, pudo haber estructuras cerebrales más eficaces para mantener con vida a los individuos y permitirles traspasar sus genes a la siguiente generación, pero ésta es la que hemos heredado de la evolución.

Un buen ejemplo para entender esto es el caso de las mariposas de la zona industrial del norte de Inglaterra. Estos insectos tenían las alas de color blanco hace unos siglos. Con la revolución industrial y la liberación de toneladas de CO2 a la atmósfera, las mariposas comenzaron a ser fácilmente detectables por determinados depredadores de la zona, así que oscurecieron sus alas. Más adelante, el desmantelamiento del tejido industrial purificó el aire, lo que volvió a poner en una situación comprometida a las mariposas, así que volvieron a su color blanco original al cabo de unos años. Seguro que había mejores maneras de hacer frente a estos peligros, como volverse tóxicas o incomestibles, pero un día se produjo una mutación en el gen que libera la proteína que da lugar a la pigmentación de las alas y ésta fue lo suficientemente eficaz como para permitir pasar desapercibidas a un número suficiente de mariposas hasta el siguiente periodo de transformaciones medioambientales.

Es posible que a nosotros nos esté pasando lo mismo, a un nivel más complejo. Nuestro cerebro es lo bastante bueno como para permitirnos sobrevivir, pero no es el mejor de los cerebros posibles. Es capaz de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo: de hacernos felices y de maltratarnos psicológicamente. En mi opinión, el control del pensamiento es algo que debemos activar y desactivar en función del momento. Hay que dejarlo libre cuando los pensamientos te ayuden a lograr el objetivo deseado y produzcan satisfacción. Practicar el control de manera indiscriminada no parece lo adecuado, pues esto puede anularte en situaciones que requieren de tu creatividad.

LA CIENCIA DE LA COMPASIÓN

Viendo el programa de Redes sobre la ciencia de la compasión me han asaltado dos dudas. Estoy diagnosticada como bipolar ciclotímica rápida. Viendo que la medicación no me ayuda, llevo muchos años trabajando el pensamiento positivo a través de múltiples técnicas. Pese a ello, muchas veces, en cualquier momento y sin ninguna razón, me hundo hasta tal punto que me es imposible ser positiva. La tristeza y el miedo que siento en esos momentos son tan profundos que sólo deseo no vivir. Mi pregunta es: ¿lo que dice Matthieu Ricard acerca de la plasticidad del cerebro se puede aplicar a este tipo de trastorno? ¿Puedo, mediante el pensamiento positivo, equilibrar mis niveles de serotonina?

Mi otra duda tiene que ver con lo que en ese mismo programa comentaba Ricard acerca de la ayuda desinteresada que algunas personas prestaron a los perseguidos por el régimen nazi, que mencionó como ejemplo de compasión altruista sin rastro de egoísmo. Pero yo me pregunto: ¿qué pasa con la culpa? ¿No puede haber un miedo a la culpabilidad bajo ese gesto? ¿Y eso no es en el fondo también egoísmo?

Marzo de 2011

Responde: Nika Vázquez

Como dice Matthieu Ricard en su conversación con Eduardo Punset para Redes, es nuestro cerebro el que, en función de las interpretaciones que damos a la realidad, hace que una misma situación pueda ser vivida y sentida de diferentes modos por una misma persona. Lo que él propone es que, con la ayuda de la meditación, seamos meros espectadores de lo que nos sucede, ya que sólo así podremos vivir la realidad con la calma necesaria para tomar las decisiones oportunas. La focalización de la atención, la resolución de conflictos, el trabajo en equipo y la cooperación sólo tienen cabida desde la apertura mental.

En cuanto a tu segunda duda, son abundantes los estudios que corroboran la afirmación de Ricard, respecto a que el altruismo y la empatía forman parte del ser humano y son la experiencia y el aprendizaje los que hacen que se modifiquen, o no. Podemos verlo claramente en los bebés: cuando uno empieza a llorar, los que hay a su alrededor, sin motivo alguno, también lloran. De este modo, se solidarizan con el dolor ajeno. A este fenómeno se le llama imitación motriz, y es un claro ejemplo de la empatía innata que poseemos.

COMBATIR EL ESTRÉS A TRAVÉS DE LA MEDITACIÓN

Sufro de estrés y me he sometido a varios tratamientos farmacológicos, pero no puedo seguir con ellos debido a sus efectos secundarios. Parece que la meditación es eficaz contra este transtorno, así que mi pregunta sería qué tipo de meditación es la más adecuada para practicar solo en casa y cómo encontrar información sobre la técnica para practicarla.

Octubre de 2010

Responde: Paula García-Borreguero

La meditación es una técnica muy antigua, de origen oriental, que de una forma u otra se practica en todas las religiones. Existen teorías fisiológicas, cognitivas y conductuales que defienden que, efectivamente, el entrenamiento en técnicas de relajación se puede utilizar como tratamiento para aliviar el estrés. En palabras de la terapeuta Rosemary A. Payne, «el estrés puede debilitar mentalmente a las personas, pero la relajación puede facilitar el restablecimiento de la claridad de pensamiento».

La meditación nos permite pasar de un estado de atención no focalizada a otra centrada en estímulos identificables. A corto plazo los efectos de la meditación y la relajación pueden ser similares, pero sus objetivos son diferentes. Existen diversas formas de acceder a las técnicas de meditación: bien a través de libros y manuales de autoayuda, o mediante cursos y las muchas escuelas de iniciación que hay repartidas por toda España.

5. HAY VIDA ANTES DE LA MUERTE

Para alguien como yo, que casi nunca había estado enfermo y jugaba con la sospecha de ser inmortal, enterarme en 2007 de que uno de mis pulmones posiblemente albergaba un cáncer supuso un cambio importante en las expectativas vitales e intelectuales con las me venía manejando por el mundo hasta ese momento. Es probable que la experiencia de luchar contra la enfermedad me haya enseñado algo, pero he de reconocer que no me ha cambiado como persona, y las modificaciones que he advertido han sido menores que las que se a veces se presumen en este tipo de trances. Curiosamente, aunque mirar de cerca los colmillos de la muerte suele movilizar en las personas emociones relacionadas con la trascendencia, los aprendizajes más importantes que incorporé a mi mochila durante esos meses no tuvieron que ver con reflexiones profundas alrededor del sentido de la vida ni con dudas sobre qué iba a pasar conmigo después de morir, sino con los asombrosos índices de solidaridad, altruismo y empatía que pude encontrar en los pasillos, salas de espera y consultas de los hospitales y centros de salud que visité. Hay quien ha sonreído cuando me ha oído afirmar que estoy agradecido al cáncer por lo que me ha enseñado, pero no exagero. Nunca antes había estado tan cerca de la muerte, pero tampoco jamás me había sentido tan próximo a la vida y el afecto de las personas.

A cuento de todo esto, en aquellos días, y en los meses y años posteriores, he tenido muy presente la reflexión que en una ocasión compartió conmigo el premio Nobel de Física Heinrich Rohrer acerca de la forma como solemos compartimentar y separar la vida de la muerte. El inventor del microscopio de efecto túnel, que permite ver los materiales a escala atómica, me contaba que tendemos a diferenciar muy radicalmente los organismos vivos de los inertes, pero según este científico algún día esta separación no será tan nítida como ahora creemos percibirla y aprenderemos a ver que entre la vida y la muerte no hay tanta distancia. ¿Qué es, entonces, lo que las distingue? Si tenemos en cuenta que el 90 por ciento de la materia de la que estamos hechos son átomos, puros átomos, y éstos son eternos, ¿qué muere realmente cuando morimos? ¿Acaso no somos también nosotros, en cierto modo, eternos?

Llevamos miles de años dándole vueltas a la muerte sin encontrarle una explicación definitiva. Según Timothy Taylor, profesor de Arqueología en la Universidad de Bradford (Reino Unido), exactamente 10.000 años, que es de cuando están datadas las primeras prácticas funerarias encontradas, aunque hay hallazgos de 120.000 años de antigüedad, localizados en Israel, que ya muestran restos humanos dispuestos según una pauta formal que permite deducir preguntas relacionadas con el alma de los fallecidos y su destino de ultratumba. Hasta entonces, el canibalismo no sólo cumplió una práctica función de aprovechamiento de energía y espacio, al traspasar los nutrientes de un cuerpo muerto a otro vivo de la misma especie, sino que es fácil intuir que esa práctica era percibida también por aquellos primitivos como una forma de transfusión de vida. Casi como hacemos nosotros ahora con los trasplantes de órganos. Según Beth Conklin, antropóloga de la Universidad de Vanderbilt (Estados Unidos), este tipo de canibalismo ayudaba a los parientes a separarse emocionalmente de los recuerdos del ser querido muerto y a superar así el trance de la pérdida. Incorporar una parte del cuerpo del fallecido a su propio organismo era considerado un acto mucho más atractivo y respetuoso que dejar el cadáver pudriéndose en el suelo.

La ciencia no ha permitido cerrar los interrogantes alrededor de la muerte que acompañan al ser humano desde la noche de los tiempos. Si acaso, ha incrementado las dudas al poner el foco en la dificultad para situar el límite entre lo caduco y lo eterno. Con disciplinada claudicación, asumimos que nacemos y morimos pero, siendo esto cierto, no lo es menos que todos provenimos de las células germinales, que, al participar en la formación de los espermatozoides y el óvulo, son técnicamente inmortales, ya que pueden dividirse casi indefinidamente. Como recuerda Tom Kirkwood, gerontólogo de la Universidad de Newcastle, «en realidad son células eternas, porque se transmiten de una generación a otra». Como la hidra, que se reproduce continuamente al ser seccionada, o las bacterias, que se multiplican en sucesivas copias infinitamente. Curiosa paradoja la de la vida: somos caducos por definición, pero todos provenimos de células que son inmortales y estamos compuestos por átomos que son eternos.

Nos cuesta aceptar la muerte. Y es relativamente comprensible que esto sea así. ¿Cómo no resistirnos a un final para el que originariamente, en términos biológicos, no estábamos predestinados? La vida surgió con vocación de inmortalidad, y así lo fue al principio en la evolución de las especies. Las primeras bacterias se reproducían, y lo siguen haciendo, clónicamente, por lo que son eternas. Pero hace unos 1.200 millones de años comenzó la reproducción sexual, lo que trajo consigo la diversidad y el privilegio de que cada ser fuera irrepetible, y por tanto caduco. Es el precio que pagamos por ser únicos. Sorprendente, ¿verdad?: el amor guía nuestros pasos pero, antes de que surgiese la reproducción sexual, la muerte no existía.

Tener presente todas estas perspectivas a la hora de mirar de frente a la muerte ayuda a quitarle hierro y desmitificar nuestro inevitable final. Los átomos que me dan sustento en este preciso instante estaban aquí antes de que yo naciera, y aquí seguirán cuando yo ya no esté. El soplo que puso en marcha a la primera célula viviente es el mismo que a mí me mantiene en pie. ¿No es fantástico? Ahora, además, hay investigadores, como el físico Frank J. Tipler, profesor de la Universidad de Tulane (Estados Unidos), que se atreven a pronosticar que en un futuro no muy lejano alcanzaremos la eternidad realizando copias exactas de nosotros mismos en sofisticadísimos sistemas de computerización. Él habla de 2100 como fecha para que sea posible la «descarga» del ser humano en un ordenador, y su consiguiente conservación indefinida en el tiempo. Otros investigadores, como el tecnólogo Raymond Kurzweil están convencidos de que pronto será imposible distinguir entre máquinas y humanos, con lo que esto supone de inmortalidad asegurada.

Con esta categoría de certidumbres y sospechas incorporadas a nuestro conocimiento, ¿quién puede estar preocupado por algo como la muerte? Yo, personalmente, no lo estoy. No le dedico ni un segundo de mi vida a inquietarme por las consecuencias que puede tener dejar de existir. Al contrario, sería incapaz de apreciar la belleza de la vida si creyera que esto que admiro y me deleita podría estar ahí para siempre. Lo que realmente me estremece y me hace gozar es saber que aquello de lo que disfruto es efímero. Uno de los grandes fundamentos de la belleza es, precisamente, su finitud.

Qué pérdida de tiempo tan grande dedicarle un solo segundo a preguntarse si habrá vida después de la muerte, pudiendo ocuparnos de investigar si verdaderamente la hay antes. Realmente, caló muy hondo en mí aquel grafiti interrogador que descubrí hace muchos años en el metro de Nueva York: «¿Hay vida antes de la muerte?». Desde entonces, éste es un pensamiento que me acompaña, y un lema que me gusta repetir, quizá con la esperanza de provocar en las mentes de quienes me escuchan la agitación que en mí causó la primera vez que me planteé esa pregunta.

¿HAY VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE?

Según he podido leer en El viaje al poder de la mente, van apareciendo nuevos datos sobre nuestro origen. A pesar de que el principio de incertidumbre y la falta de certezas presiden la vida y el universo, poco a poco hay avances en este sentido. Pero ¿se sabe algo de adónde vamos? ¿Hay vida después de la muerte?

Noviembre de 2011

Responde: Nika Vázquez

La muerte se ve como el cese global de funciones sistémicas, en especial de las funciones bioeléctricas cerebrales y, por ende, de las neuronales.

Se puede considerar la muerte desde tres niveles: la muerte celular, la orgánica —o muerte clínica—, y la del individuo como un todo, por pérdida de la capacidad de autorregulación. En cuanto al alma, el tema es controvertido. Al tratarse de un concepto intangible y ambiguo, lo que sucede cuando nos morimos depende de las creencias de cada uno. El ser humano siente la necesidad de responder a ese tipo de preguntas, como qué hay después de la vida, qué pasa con nuestra alma o si hay vida después de la muerte. Son necesidades espirituales, y se trata casi siempre de preguntas sin respuesta. Hasta ahora era la religión quien las contestaba, pero mucha gente ya no encuentra consuelo en la fe. Compartir esas dudas y hablarlas con alguien, desde un amigo a un profesional, puede ayudarte a manejar el nivel de incertidumbre y sufrimiento que te provocan.

EL MIEDO A LA MUERTE

Tengo treinta años, soy maestra y, entre mis muchos miedos, el principal es el miedo a la muerte, a abandonar lo que tengo, y no me refiero a lo material, sino a mi estado actual. No es que mi vida tenga nada de especial, pero soy una persona extremadamente feliz, me siento bien con lo que tengo, y además creo ser útil a los demás. Mi miedo ha surgido a raíz del cáncer de pulmón que sufre una persona de mi familia. Lo lleva con tanto optimismo y tiene tal fortaleza mental… Ojalá fuese yo como ella y fuera capaz de transmitir a los demás la paz necesaria para afrontar el cambio que supone la muerte. Pero no puedo. No creo en la religión. Me educaron en la fe católica, pero soy incapaz de engañarme y tener fe, aunque lo he intentado muchas veces. Creo que después de la muerte no hay nada, pero es triste vivir con ello.

Octubre de 2010

Responde: Sandra Borro

Tenemos miedo porque nos han enseñado a tenerlo, pero lo importante es encontrar estrategias para convivir con él y controlarlo. Te puede ayudar el asumir que nuestra vida tiene un principio y un final. En vez de miedo, ten cuidado: cuida tu vida, tu dieta, tu salud física y mental, preocúpate por lo que realmente depende de ti y no por lo que escapa a tu control. Cree firmemente en algo que dé sentido a tu vida. Puede ser una filosofía, una religión o una idea que te reconforte, como en tu caso la de ser útil a los demás. No te obsesiones ni pierdas el tiempo dándole vueltas a la muerte. Piensa en lo que quieres hacer hoy, haz planes para mañana, disfruta de las cosas buenas de la vida, del cariño y de la compañía de tus seres queridos.

Después de haber pasado muchos años reflexionando sobre la felicidad, Eduardo Punset llegó a la conclusión de que su mejor definición es «la ausencia de miedo». Él habla de «las dimensiones de la felicidad». Te menciono sólo las tres primeras: tener un cierto control sobre tu vida, disponer de relaciones personales que te aporten sosiego y amor y tener ansiedad de vez en cuando, pero no miedo.

ETAPAS DEL DUELO

Hace un mes y medio la hermana de mi marido falleció de una enfermedad que desconocimos hasta el final. Mi marido no tenía una buena relación con ella, de hecho la evitaba, pero ahora está amargado. Pese a que se reconciliaron antes de su muerte, desde entonces siempre está de mal humor y tiende a descargar su rabia con quien tiene cerca, que suelo ser yo. Tenemos un bebé de un año que es lo mejor de nuestras vidas y, sin embargo, le veo centrado en sí mismo. Ha sufrido en este mes ataques de ansiedad que se niega a admitir y tampoco quiere visitar a un psicólogo. Trato de tener paciencia, pero temo que la amargura inunde nuestras vidas. ¿Qué puedo hacer?

Abril de 2011

Responde: Noelia Sancho

El duelo es un proceso que conlleva un tiempo de aceptación de lo ocurrido, el cual puede variar. Normalmente, si dura menos de un año, no se considera problemático. La muerte de tu cuñada está reciente, y por tanto es normal que tu marido esté pasando aún su propio proceso, en el que cada persona y situación tiene sus ritmos y circunstancias.

Entiende que la pérdida es reciente y necesita tiempo para asimilarlo. Aún más si él siente frustración, ya que se habían reconciliado hacía poco. Sigue recomendándole que acuda a un profesional que le ayude a gestionarlo mejor, pero sin presionarle. Ten paciencia, porque parece que todavía está en las primeras etapas. Aunque parezca desesperante, no es negativo que se sienta así durante un par de meses. Su cuerpo y su mente necesitan pasar por el proceso. Lo que sí es importante es que él también entienda que tiene que hacer algunos esfuerzos para mejorar la calidad de vida familiar y no perderse la evolución de vuestro bebé.

LOS ESTUDIOS DE KÜBLER-ROSS ACERCA DE LA MUERTE

He leído en numerosas ocasiones a la doctora Elisabeth Kübler-Ross y siempre me ha sido de gran ayuda. ¿Podrían, por favor, darme su opinión sobre los estudios basados en las experiencias reales cercanas a la muerte que esta doctora, experta en tanatología.

Abril de 2011

Responde: Noelia Sancho

La psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross sostenía que hay cinco fases en el proceso de aceptación de la muerte: negación, ira, negociación, depresión y aceptación final. Aunque este modelo hoy ya no es tan utilizado, por carecer de confirmación científica, su trabajo sigue considerándose una llamada por la humanización en el trato con los enfermos al final de la vida, una invitación al diálogo honesto y franco acerca de sus preocupaciones y un signo de esperanza para que esta última etapa pueda vivirse con significado y plenitud, si se afronta sin dolor físico, con conciencia y acompañado de los seres queridos.

Si leer a Kübler-Ross te ayuda, te invitamos a que sigas haciéndolo, e incluso que veas algunas de sus entrevistas en vídeo para aprender más. Aunque no haya estudios que avalen sus teorías, no hay duda de que a nivel humano puede ser muy útil, y a nivel profesional influyó enormemente en la inclusión de los cuidados paliativos en la medicina occidental.