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Cuando nos relacionamos. Lo peor es estar solos
1. EL ESTALLIDOS DE LAS REDES SOCIALES
Una de las anécdotas que me acompañan con mayor insistencia, y que suelo referir con frecuencia en entrevistas y conferencias, tiene que ver con el nombre del programa de televisión que dirijo y presento. Cuando en 1996 Jordi García Candau, por entonces director de RTVE, me invitó a hacer un espacio en la cadena pública y yo le dije el nombre que había pensado, su cara de extrañeza fue digna de haber sido retratada. «¿Redes? ¿Y qué haces tú presentando un programa de pesca?», me preguntó sorprendido.
Obviamente, García Candau ignoraba a qué redes me estaba refiriendo. He de confesar que en aquellos momentos, con internet aún en fase de desarrollo incipiente y muy poca penetración entre la población, ni yo mismo llegué a imaginar la dimensión que esta palabra llegaría a alcanzar en nuestra sociedad. Faltaba más de una década para que términos como Facebook, Youtube o Twitter circularan entre los ciudadanos como las monedas que viajan en sus bolsillos y centenares de millones de seres humanos estuvieran enlazados con sus comunidades de amigos y conocidos a través de sus páginas personales localizadas en esas webs. Pero igual que reconozco esto, también he de decir que la elección de aquella palabra no fue casual. Ya entonces había elementos suficientes para prever que el futuro, caso de existir, habría de ser un futuro en red.
Pues bien, aquel futuro ya está aquí. El estallido de las redes sociales y la proliferación de todo tipo de comunidades virtuales a lo largo y ancho del planeta están abriendo las puertas a un auténtico cambio de paradigma en la forma como entendemos al ser humano. El nivel tan íntimo de contacto con los otros seres de nuestra especie que nos permiten las nuevas tecnologías, así como el flujo de influencia mutua que a través de ellas podemos intercambiarnos, nos permite afirmar que somos lo que somos porque formamos parte de la red a la que pertenecemos. Hemos dejado de ser uno para empezar a ser la parte de un todo.
Hace unos 700 millones de años, los organismos unicelulares renunciaron a su ser individual para formar parte de entes pluricelulares. Desde allí, hasta llegar a ser las comunidades de células andantes que somos en la actualidad, es historia conocida. Pero en el origen hubo una voluntad por compartir biomoléculas, unir membranas, intercambiar líquidos, repartir tareas. En definitiva, por formar parte de una unidad mayor.
Ahora nosotros tejemos lazos de circulación de pensamiento con comunidades creadas por nosotros mismos, donde lo importante ya no es la proximidad física, sino la relevancia creativa de aquello que nos intercambiamos y la posición que cada uno de nosotros ocupamos en la red. Que lo que ahora trasegamos no sean fluidos ni proteínas, sino ideas, supone un significativo avance y permite sospechar hacia dónde nos dirigimos como especie: hacia un ente infinitamente más inteligente.
Llevamos millones de años moviéndonos a impulsos alternativos de expansión y consolidación. Hace 100.000 años, un centenar y pico de homínidos africanos cogió el camino del norte y acabó extendiéndose por todo el planeta. Aquella decisión tuvo consecuencias que les afectó por dentro. Ya nadie pone en duda que el desarrollo que experimentaron las conexiones neuronales del cerebro humano durante el Paleolítico no tuvo que ver con el desafío que suponía explorar regiones inhóspitas o enfrentarse a animales desconocidos, sino con la necesidad de entendernos con los que nos acompañaban en aquel viaje iniciático.
Hace 10.000 años, el desarrollo de la agricultura sedentaria estableció por primera vez dependencias sociales con el grupo que ponían en cuestión el código de comportamiento que traíamos en la mochila, herencia de nuestros antepasados, que estaba basado en la agresividad y la ley del más fuerte. Se impuso un nuevo código, más social y menos individual, que descansaba sobre una nueva fuerza, que ahora no era física, sino empática. Entendernos con los intereses del otro, y en cierto modo ponernos en posición de red con él, se convirtió en la llave para triunfar en la tribu, más que disponer del mayor músculo pectoral que se arrimaba cada noche al fuego. Además, por primera vez en la historia de nuestra especie ese cambio de código de comportamiento quedaba fijado mediante el lenguaje, lo que permitía crear una reserva de conocimiento acumulado.
Aquella fase de expansión encara ahora otra de consolidación. Hemos pasado siglos multiplicándonos y conquistando el planeta y ahora avanzamos hacia una etapa de formación de una unidad nueva. Igual que un día las cianobacterias infectaron el planeta hasta que dieron a luz una nueva atmósfera llena de oxígeno, en la que luego se desarrollarían las plantas y la vida que conocemos, ahora el ser humano, presente hasta en el último rincón del planeta, pero conectado entre sí mediante redes, está en puertas de crear una entidad nueva.
Pero rebobinemos, no vayamos todavía tan lejos en esta evolución imparable y echemos un vistazo a cómo nuestra vida en red, a fecha de hoy, ya ha empezado a cambiarnos por dentro. Mi padre, médico rural en el Empordà en los años 50, sufría porque difícilmente tenía tiempo para atender su correspondencia, que solía limitarse a un par de cartas al día. Sin embargo, hoy cualquier nativo digital recibe diariamente medio centenar de emails, sms y mensajes en sus páginas personales de Facebook, Tuenti o Twitter.
Haber multiplicado por trescientos el número de impactos del grupo que hoy reciben a diario los jóvenes, en comparación con los que recibía mi padre, ya resulta bastante llamativo. Pero a este dato se añade un factor relevante que no tiene que ver con la cantidad, sino con la cualidad de los imputs que nos llegan del grupo, y cuya influencia ha sido comprobada científicamente no hace mucho. Atentos: no sólo nos afecta la reacción de nuestro entorno más inmediato, sino también la de las personas que conforman el entorno de nuestro entorno, y la del siguiente nivel de amistad. Es decir: el poder de influencia de la manada sobre los individuos es mayor de lo que pensábamos.
Los científicos James Fowler y Nicholas Christakis han investigado las reglas que gobiernan las redes sociales y la influencia que éstas tienen en sus integrantes, tanto a nivel biológico como social o económico. Así, por ejemplo, han demostrado que la felicidad de una persona está condicionada por la de sus amigos, por la de los amigos de sus amigos, y por la de los amigos de los amigos de sus amigos. Fowler y Christakis también demostraron que las personas que sonríen a menudo tienden a tener más amigos, y que éstas suelen situarse en el centro de las redes sociales. De manera que si sonreímos tendremos menos probabilidades de situarnos en la periferia de nuestra red social.
A partir de ahora va a ser imposible comprender a un individuo sin tener en cuenta la relación que éste mantiene con su comunidad, ya que la forma como se encuentre confeccionada su red va a acabar determinando su destino. Y no todas las redes son iguales. Brian Uzzi, profesor de dirección y organizaciones de la Kellogg School of Management (Estados Unidos), ha estudiado la forma como se relacionan y mantienen sus contactos personales y profesionales los artistas y productores de la escena de Broadway, en Nueva York. Gran aficionado al género, el investigador se preguntó qué porcentaje del éxito de los bailarines y músicos que él tanto admiraba se debía a sus talentos personales y cuánto a las oportunidades laborales que su pertenencia a ciertas «familias artísticas» les había ofrecido.
Tras rastrear el trabajo realizado por dos mil profesionales en casi quinientos musicales entre 1945 y 1989, Uzzi observó que las redes que son demasiado densas, en las que todos saben todo acerca de todos, no facilitan la creatividad. Pero, por otro lado, los grupos que pecan de lo contrario, en los que hay poca interrelación interna y nadie conoce a nadie, tampoco resultan eficaces. El investigador concluyó que el éxito se daba más a menudo en las comunidades de artistas y productores donde la gente mantenía conexiones con otras personas conocidas, pero también con figuras nuevas. Es decir, ni los grupos cerrados y compactos funcionan, ni los dehilachados y aislados tampoco. Según Uzzi, el éxito no responde al talento exclusivamente, sino que en gran parte proviene de las relaciones que las personas mantienen con otros miembros de la red, mediante los que consiguen acceder a experiencias que están más allá de sus propias vivencias.
No es la primera vez que la observación social reporta este tipo de impresiones. Christakis y Fowler pudieron comprobar que las personas más conectadas y que participaban en más círculos sociales tenían mejor salud y reconocían ser más felices que los que tenían menor nivel de conexión con la comunidad.
La red está transformando nuestra forma de pensar. De momento, nos está haciendo más transparentes y nos está llevando a cambiar presencia por conocimiento. Y esta tendencia es imparable. Los sociólogos hablan ya sin tapujos de la «desaparición del cuerpo» que se avecina, puesto que nuestras relaciones no van a depender tanto de la localización física en la que nos encontremos como de la cualidad de la comunicación que mantengamos y la posición que ocupemos en la red.
Renunciaremos progresivamente a mayores cotas de privacidad, algo que ya está ocurriendo en las redes sociales, donde compartimos fotos y experiencias de forma abierta y diáfana, y sin ruborizarnos aceptaremos que nuestras vivencias sean sometidas al escrutinio ajeno. Seremos más visibles y menos inaccesibles, aunque no por ello el mundo dejará de ser aún opaco e incomprensible. Las redes sociales van a generar, están generando ya, entramados emocionales nuevos entre las personas, pero no debemos sentir miedo ni aprehensión ante este advenimiento. Estemos tranquilos: lo que viene está en nuestra naturaleza.
ELEGIR ENTRE SOCIALIZARSE O AISLARSE
Tengo dieciocho años y graves dificultades para relacionarme con el resto del mundo. De pequeña ya era una niña seria a la que no le gustaba la compañía de los demás. No los soportaba, me iba con los adultos, pero ellos me devolvían con «los míos». Así ha sido toda mi vida: siempre he tenido la sensación de tener que estar soportando a gente de mi edad que, a mi parecer, seguían siendo niños pequeños, incluso en el instituto. Cada relación de amistad seria que he tenido ha acabado en nada y con gran dolor para mí, porque acabo dependiendo mucho de lo que piense o me considere el otro. A eso hay que añadirle que en poco tiempo las personas que yo más admiraba y quería resultaron tener una cara oculta, y me he sentido muy decepcionada por personas en las que creía.
Me dicen que no tengo más remedio que socializarme y arriesgarme, pero ¿por qué tengo que hacer algo en contra de mi voluntad? No siento ningún tipo de necesidad de estar con los demás. Tampoco quiero ser como todos ellos, una más. Me gusta mi forma de ser, me siento bien, pero no caigo bien a nadie y tengo miedo de que siempre sea así. ¿Es necesario que cambie para gustarles a los demás? Y lo que es más importante para mí: ¿mis problemas se deben a que ya empecé mal de pequeña o a que nací así y así tendré que seguir?
Octubre de 2010
Responde: Pablo Herreros
Creo que es un buen momento para reflexionar sobre las ventajas e inconvenientes de relacionarse con el mundo. Aunque de manera general los primates necesitamos unos de otros —buena prueba de ello es el experimento que demostró que el dolor, cuando se experimenta acompañado, se percibe como menos intenso que cuando lo vivimos en solitario—, existen personas que optan por aislarse y vivir en solitario con más o menos éxito. Lo importante aquí es de dónde nace el deseo de hacerlo y no el hecho en sí, que es decisión de cada uno. Si lo que nos motiva es la rabia, pondremos las cosas peor porque no afrontamos el problema y como consecuencia nuestra autoestima se puede ver dañada.
Aunque ciertas experiencias te hayan puesto las cosas muy difíciles, lo ocurrido no tiene por qué ser determinante en tu vida. No podemos evitar que nos influya, pero sí que nos determine. Está demostrado, que ante un mismo hecho, las personas han reaccionado de modos muy diferentes. Comienza por explorar qué es lo que verdaderamente te ocurre y da pequeños pasos en una dirección que te permitan conocerte mejor y den sentido al porqué de esa manera de relacionarte con los que te rodean.
INFIDELIDAD EN INTERNET
Soy una mujer de treinta y tres años, licenciada. Me gustaría saber algo acerca de la necesidad que tienen ahora muchas personas de engañar a sus parejas a través de internet y del papel de chats y redes sociales a la hora de aumentar autoestimas algo bajas. Tengo la sensación de que el infiel por internet no cree que lo está siendo, puesto que en muchas ocasiones la infidelidad no se materializa en forma de contacto real.
Septiembre de 2011
Responde: Montserrat Soler
La comunicación y las relaciones en internet, donde de entrada no se tiene en cuenta el aspecto corporal, pueden favorecer a la autoestima en aquellas personas que se sienten incómodas con su imagen y en las que tienen dificultades para mantener relaciones sociales. Hay estudios que indican que las personas con mayor tendencia a establecer relaciones sexuales cibernáuticas son aquellas con un perfil caracterizado por una baja autoestima, por tener disfunciones sexuales, una imagen corporal distorsionada o ciertos tipos de adicciones o inseguridades que hacen que el individuo se sienta angustiado o inseguro ante las relaciones sexuales directas o reales con otro individuo.
El amor en internet, al no recibir estímulos de los sentidos, favorece que se potencie la imaginación o fantasía en la atribución de cualidades de la otra persona. La infidelidad virtual, que es bastante común, no parece ser más que la reproducción de la infidelidad en la vida real. Al parecer, los aspectos que propician la infidelidad son, por un lado, el anonimato y por el otro, la excitación que se experimenta por la conquista, por sentirse valorado y cortejado por otros interlocutores. Esta sensación de éxito y conquista resulta ser adictiva para muchos usuarios.
¿CÓMO ADAPTARME A UN NUEVO PAÍS A TRAVÉS DE LAS REDES SOCIALES?
Tengo veintiún años y me mudé a Milán por amor hace siete meses. Al principio fue muy duro, aunque ahora lo sobrellevo, porque con él estoy muy bien. El único problema es que no consigo hacer amigos. A veces me siento sola y me pongo a pensar que no me gusta estar aquí. Trabajo en una guardería, pero me cuesta sentirme parte del grupo porque no hablo lo suficientemente bien en italiano. ¿Cuánto tiempo lleva adaptarse a una situación así? ¿Pueden darme algún consejo para ayudarme?
Abril de 2012
Responde: Esperanza López
Es estupendo que vuestra relación sea tan satisfactoria que haga que merezca la pena el sacrificio que estás haciendo. Ése es el punto de apoyo que te puede servir para conseguir la adaptación. Llevas pocos meses viviendo allí, es escaso tiempo para lograr vínculos que te den seguridad. Las redes sociales son importantes y nos aportan bienestar y satisfacción. Un modo para crearlas puede ser a través de alguna asociación de personas españolas que te ayuden con el idioma. Busca actividades de grupo que te permitan introducirte en círculos de interés para ti. Practica algún deporte que te haga sentir bien, y si es de equipo mejor, para conocer gente. Si te gusta ayudar a los demás, busca alguna ONG con la que colaborar una o dos veces por semana. También puedes interesarte en aprender aspectos de la cultura italiana, como el arte o la cocina.
En resumen, lo importante es que estés activa y lleves a cabo actividades que enriquezcan tu rutina. Poco a poco irás encontrando satisfacción y personas interesantes, porque las hay en cualquier parte del mundo. Lo que determina nuestro mayor o menor grado de felicidad es la actitud personal con la que la buscamos.
2. UNIDOS POR LA EMPATÍA
Nunca acertaremos a valorar en su justa medida la importancia que tuvo, en aras de salvaguardar la supervivencia de la especie humana, el desarrollo del sentimiento altruista entre las personas y el cambio que supuso pasar del instinto egoísta como guía principal a la hora de relacionarnos con nuestros congéneres a otro de naturaleza empática que nos dio a probar una experiencia revolucionaria e innovadora: sentir el dolor ajeno como algo propio.
Aclaremos: esto no ocurrió de repente, sino durante miles de años, pero a resultas de este gran cambio nuestra especie evolucionó hasta ser como hoy la conocemos. Hubo un momento crucial en nuestro pasado más atávico en el que comprender al otro empezó a resultar más útil que disponer de la fuerza física necesaria para someterlo a nuestro interés. De pronto, comunicarnos con las emociones del que teníamos enfrente comenzó a vislumbrarse como la más útil regla de gestión del grupo. Paulatinamente, los que disponían de mayor capacidad para hacerse cargo de los sentimientos ajenos comenzaron a prosperar en la tribu y ese éxito de la empatía se convirtió en un vector evolutivo a cuyos lomos ha cabalgado nuestra especie durante todos estos siglos hasta llegar a hoy. Esto ha cumplido una misión de cordón sanitario para garantizar la supervivencia del homo sapiens, pues todo el grupo aprendió a sentir lo que cada uno de sus miembros sentía cuando se hallaba en peligro, pero también ha supuesto el triunfo de un tipo de ser humano que ha asentado su modelo de convivencia sobre esa socialización de los intereses particulares.
Y ese vector brutal, imparable, no se ha detenido, sino que al contrario, se ha perfeccionado al tiempo que el hombre pisaba el acelerador de su evolución como especie. En contra de lo que pueda parecer, el hombre de hoy no es más individualista y ni permanece más ajeno a los problemas ajenos que antes, sino al revés: un individuo moderno de la actualidad es mil veces más empático que uno de la antigüedad.
Frente a las opiniones pesimistas que contemplan con aprehensión nuestra evolución, existe un dato insoslayable: los niveles de violencia de hoy son mucho menores que los del pasado. La memoria del siglo XX está plagada de guerras, exterminios y barbaries, pero ello es así por la condición omnipresente del hombre en todos los rincones de planeta y su desarrollo tecnológico a la hora de diseñar armas para matar más perfectas y masivas. Esto ha multiplicado las posibilidades de conflicto e incrementado el potencial humano aniquilador, pero no sucede porque hoy el hombre sea más beligerante. De hecho, la historia de la guerra demuestra que en los tiempos más recientes se ha matado menos y con menor saña que en el pasado. Proporcionalmente, hoy muere mucha menos gente debido a causas violentas que hace quinientos o mil años. Por el contrario, los niveles de altruismo y las señales de preocupación por el otro se han disparado. Steven Pinker, profesor de psicología de la Universidad de Harvard, es concluyente al afirmar que hoy somos mucho más mansos que nuestros antepasados, ya que el círculo donde ejercemos la solidaridad, que anteriormente se limitaba a la familia, ahora se ha extendido a otros ámbitos, mientras los que defienden la violencia como instrumento para gestionar el grupo están en clara retirada y reciben claramente el reproche de la mayoría.
Las señales de ese instinto empático también se dan en otras especies aunque sólo en las más inteligentes. Así lo prueban los experimentos realizados por el primatólogo Frans de Waal de la Universidad Emory de Atlanta (Estados Unidos), quien opina que existen distintos niveles de empatía: hay uno básico, que compartimos con el resto de mamíferos, que nos permite sintonizarnos con las emociones de los demás. Pero cuando a esta cualidad se le añade un cerebro desarrollado, que permite una mayor inteligencia, sólo entonces se dan la solidaridad y el altruismo, lo que permite no sólo conectarnos con el estado de ánimo de los otros, sino que además desarrollamos la capacidad para ayudarles.
Experimentos realizados en la Universidad de Montreal demostraron que los ratones eran más sensibles al dolor cuando estaban en presencia de otros ratones que expresaban dolor. Es como si se contagiaran la ansiedad. Los grandes elefantes adultos de Tailandia incluso saben cómo dar consuelo, mediante caricias y sonidos, a crías de elefante que se encuentran asustadas. Parece como si la empatía, unida a la inteligencia, diera como resultado el altruismo. Y cuanto más evolucionados somos, más empáticos, inteligentes y altruistas nos manifestamos.
Esto no ha ocurrido por casualidad. Sólo cuando las manadas de mamíferos carnívoros comprobaron que cazaban mejor si sus miembros estaban sintonizados, esa capacidad resultó reforzada evolutivamente: hay que asociarse para sobrevivir. Los primatólogos sospechan que el instinto empático ancla su razón de ser en la necesidad que tenemos los mamíferos de recibir cuidados maternos. Sólo una madre sabe hasta qué punto es capaz de sentir el dolor de su bebé cuando este llora, lo cual supone una garantía de supervivencia para la crianza, y para la especie, que de otro modo sería mucho más vulnerable. Esto también explicaría que las madres con hijos saquen mejores puntuaciones en los experimentos sobre empatía que se han realizado. Están mejor conectadas a ese gran caudal de emociones que nos une a todos los humanos. En ese sentido, admitamos que estamos aquí gracias al amor de madre.
Hay experimentos que refuerzan esta idea hasta extremos que rozan la justicia poética, como el que llevó a cabo en su día el psicólogo Harry Harlow, de la Universidad de Wisconsin, con macacos bebés. Tras retirarlos del lado de sus madres biológicas al poco de nacer, fueron situados en jaulas donde debían elegir entre acercarse a una madre de trapo o a otra de metal, pero que contaba con un biberón de leche. Mayoritariamente, los bebés preferían a la mamá acolchada, aunque no les aportara alimento alguno.
Los neurocientíficos han puesto de manifiesto que el altruismo no es sólo una cualidad moral capaz de bloquear instintos egoístas, sino que está fijado en lo más profundo de nuestros cerebros y para su gestión se emplean circuitos neuronales de recompensa utilizados en procesos tan básicos como la alimentación o el sexo. Es como si la evolución nos hubiese dotado con estructuras cerebrales que nos premian por hacer el bien.
La empatía es el sistema circulatorio que nos mantiene enlazados unos a otros y las emociones son el fluido que corre por su interior, las monedas que nos intercambiamos en ese mercado permanente en el que consiste vivir en comunidad. El neurocientífico Jean Decety, de la Universidad de Chicago (Estados Unidos) ha demostrado que nuestra percepción del dolor es mayor cuando vemos a personas que están sufriendo. De igual modo, otros trabajos han probado que la sensación que tenemos ante una incomodidad es mucho mayor cuando nos enfrentamos a ella solos que cuando lo hacemos acompañados.
Obviamente, este mecanismo actúa con la misma eficacia con sentimientos positivos. Experimentos realizados con personas que trabajan asiduamente como público de telecomedias —es decir: su oficio es reír—, revelaron que estos individuos se ponían menos enfermos que la media y puntuaban más alto en los test de felicidad. Sabemos que las emociones son contagiosas, y que si llegamos a un lugar donde abundan las personas alegres y contentas, inevitablemente vamos a acabar sintiendo alegría y contento. Podemos mejorar nuestro bienestar actuando como si estuviéramos felices y esa felicidad acabamos contagiándosela a los que están a nuestro alrededor. Esto es revolucionario: queda demostrado que nuestra actitud ante la vida puede cambiar nuestro cerebro, y no al revés.
Un sexto sentido, social y empático, está activado en nosotros cada día de manera inconsciente desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, y no debemos menospreciarlo como ocurría antiguamente. Desterremos de una vez la idea de que nuestros instintos primarios son sólo el hambre y la sed, e incorporemos a esa gama de resortes básicos humanos la capacidad para reaccionar en presencia del dolor ajeno, sintiéndolo como propio.
La neuropsicología ya ha demostrado que la presión que ejercen sobre nosotros las alertas físicas no se diferencian de la que desencadenan las motivaciones psicológicas. Igualmente, ha quedado probado que nuestro cerebro no distingue entre nuestra hambre y el dolor de los demás a la hora de avisarnos de que algo no está marchando como debiera y que hemos de ponernos en acción. Qué equivocado estaba el filósofo francés René Descartes cuando proclamó aquello de «pienso, luego existo». No: lo único cierto que sé es que siento, y es a consecuencia de esto cuando se desencadena todo lo demás. No existe una mente separada del cuerpo, ni hay ideas aisladas de los sentimientos del que las porta. No nos pellizca más el hambre que el dolor ajeno, ni la sed que la empatía. Somos así.
LA ASERTIVIDAD Y LAS HABILIDADES PARA UNA COMUNICACIÓN EMPÁTICA
Tengo un problema: cuando converso con alguien sobre temas conflictivos, sobre todo en el trabajo, no soy capaz de permanecer tranquila y exponer mis razones con serenidad. Soy respetuosa, pero me falla la forma, no soy capaz de mantener la calma y enseguida me pongo a la defensiva. En general, la situación degenera muy rápido y acabo sintiéndome mal. Es muy frustrante y me produce un gran malestar, porque además me cuesta mucho liberarme de esas sensaciones negativas, que terminan contaminando el resto de mi vida diaria. Creo que lo que ocurre es que centro más mi atención en las cosas negativas que en las positivas. Estoy confundida. Me gustaría que me orientarais o recomendarais alguna lectura que me ayudara a mejorar mi capacidad asertiva.
Septiembre de 2010
Responde: Montserrat Soler
Existen dos tipos de comunicación principales: la pasiva-agresiva y la asertiva. Esta última —también llamada no violenta o empática— es aquella en la que expresamos observaciones, sentimientos y necesidades evitando el lenguaje evaluativo, tanto referidas a nuestros sentimientos como a lo que creemos que el otro está sintiendo o necesitando. Es un estilo de comunicación que evita entrar en conflicto. En cambio, la comunicación pasiva es aquélla en la que se asume la responsabilidad sin tenerla y la agresiva es aquella que busca el enfrentamiento. En tu caso, quizá te resulte de utilidad informarte sobre la Comunicación No Violenta (CNV), un modelo desarrollado por Marshall Rosenberg que busca que las personas se comuniquen entre sí de manera efectiva y con empatía. Hay una gran variedad de documentación disponible en los centros especializados para la práctica de habilidades sociales, comunicación no violenta y sobre inteligencia emocional y social.
DEL EGOÍSMO A LA EMPATÍA
Tengo un problema: cuando converso con alguien sobre temas conflictivos, sobre todo en el trabajo, no soy capaz de permanecer tranquila y exponer mis razones con serenidad. Soy respetuosa, pero me falla la forma, no soy capaz de mantener la calma y enseguida me pongo a la defensiva. En general, la situación degenera muy rápido y acabo sintiéndome mal. Es muy frustrante y me produce un gran malestar, porque además me cuesta mucho liberarme de esas sensaciones negativas, que terminan contaminando el resto de mi vida diaria. Creo que lo que ocurre es que centro más mi atención en las cosas negativas que en las positivas. Estoy confundida. Me gustaría que me orientarais o recomendarais alguna lectura que me ayudara a mejorar mi capacidad asertiva.
Julio de 2011
Responde: Noelia Sancho
No es extraño que un proceso adictivo conlleve conductas egocéntricas; se observa en muchos de los casos, independientemente de si ése era o no tu carácter anterior. La obsesión por el consumo lleva a la persona a no pensar en nada ni en nadie más, incluso cuando se hace daño a seres queridos. Es positivo que te hayas dado cuenta, porque es un primer paso para cambiar. Como tú dices, conocer tus propias emociones es muy saludable para ti, y en este caso es inteligente para poder entender mejor las de los demás. En esta línea es recomendable el libro Emociones: una guía interna, de Leslie Greenberg.
Por otro lado, además de tu autoconocimiento, para desarrollar la empatía es importante que vayas profundizando en las relaciones que mantienes con tu familia y amigos: pasar más tiempo con ellos, escucharles y entenderles. Ayudará a que el contagio emocional y empático se vaya produciendo. Has de acabar sintiendo bienestar cuando atiendes el dolor de un amigo igual que cuando satisfaces tu sed. Ésa es la clave, porque los mecanismos cerebrales, en realidad, no distinguen uno del otro. Es decir, tu capacidad empática está ahí, tienes que aprender a escucharla.
NO SIENTO EMPATÍA POR LOS MIEMBROS DE MI FAMILIA
Mi problema, o más bien mi angustia, es que no siento empatía por los miembros de mi familia. Tengo cuarenta y dos años, una madre de ochenta y seis con muchos achaques —aunque bien en general—, una hermana mayor que la cuida casi permanentemente y un hermano mayor que hace tiempo que está en paro. Vivo con mi madre y mi hermana, y soy la única que trabaja, pero cuando llego a casa no deseo escuchar las quejas de mi hermana sobre sus problemas diarios, que para mí no son relevantes, ni me apetece estar pendiente de las demandas continuas de mi madre. El tema es más extenso de explicar, pero en el fondo lo que ocurre es que desearía poder hacer mi vida sin tener que sobrellevar esta carga.
Enero de 2011
Responde: Paula García-Borreguero
Por lo que describes, en tu caso no parece que se trate tanto de que tengas dificultades para ponerte en el lugar de los miembros de su familia, sino que no quieres responder a sus necesidades. Sí las entiendes y empatizas con ellos, pero no quieres atenderlas. Se te percibe cansada, harta, saturada con los problemas ajenos. Este tipo de actitud encaja dentro del síndrome de burnout (o síndrome de estar quemado). Se trata de un estado de agotamiento emocional, físico y mental que puede aparecer en las personas que habitualmente se ocupan de los demás. Empieza a aparecer el aislamiento, el distanciamiento afectivo, la irritabilidad, sientes cansancio, dolores de cabeza…
Es importante que entiendas que debes cuidarte. No ya sólo por ti, sino por los tuyos. Debes estar en buenas condiciones físicas y emocionales para poder cuidar a los demás. Por lo tanto, te recomiendo que introduzcas medidas desde ya. Puedes comenzar por tomarte espacios de tiempo para ti, para desconectar y descansar. De una forma asertiva, pon límites en sus demandas y peticiones. Focaliza la atención no sólo en los aspectos negativos, sino también en los positivos de tu vida, que seguro que los tienes. Haz ejercicio, aprende a hacer relajación, y apóyate en tus amigos. Y lo más importante: aprende a priorizar los problemas.
3. LA COMUNICACIÓN NO VERBAL: TODO LO QUE DECIMOS SIN UTILIZAR LAS PALABRAS
Entre las múltiples lecciones que estamos llamados a desaprender para adaptarnos a los tiempos que nos está tocando vivir, una de las más importantes tiene que ver con el desorbitado valor que en el pasado le dimos a la comunicación verbal, desequilibrio que continúa presente aún en nuestros días. El nacimiento y desarrollo del lenguaje supuso el auténtico hecho diferencial que acabó de distanciar al homo sapiens del resto de homínidos, grandes simios y demás mamíferos de voluminoso cerebro y desarrollada inteligencia que, de forma más limitada que la nuestra, ya eran capaces de enviarse mensajes entre ellos. Pero el habla, y sobre todo la escritura, disparó nuestra capacidad comunicativa. La posibilidad de generar información de forma abstracta y transmitirla, primero oralmente y luego mediante signos gráficos a otros congéneres ha sido la piedra de toque sobre la que se ha asentado la civilización y la concepción más íntima que tenemos del ser humano. No entendemos nuestra existencia sin explicárnosla con palabras.
Sin embargo, con ser crucial el factor verbal para hacer realidad al hombre tal y como hoy lo conocemos, la enorme atención prestada por nuestra cultura hacia la irrupción del lenguaje y sus consecuencias ha tenido un reverso en forma de déficit: hemos descuidado la comunicación que somos capaces de entablar sin necesidad de acudir a las palabras. Sólo ahora, cuando la neurociencia ha entrado con lupa de aumento en el interior del cerebro y de la psique, empezamos a admitir que hemos puesto demasiados huevos en el cesto del lenguaje oral y muy pocos en el de la comunicación no verbal.
Y sin embargo, nuestra vida está más llena de mensajes no verbales que verbales. Caminamos por la calle creyendo que vamos atentos a lo que dice la radio que vamos oyendo, nos cuenta nuestro compañero de paseo o pone en la hoja de periódico que vamos leyendo. Pero ignoramos que, mientras todo eso ocurre, nos comunicamos en silencio con el resto de personas que circulan con nosotros por la acera, nos sincronizamos con el panadero que nos devuelve el cambio en la tahona, construimos coreografías mudas con el amigo que se acerca a saludarnos, organizamos perfectas y ordenadas manadas a la salida del cine. Y en todos esos torrentes comunicativos no soltamos ni una palabra. Hemos tenido que esperar a 1996 para que el neurobiólogo Giacomo Rizzolatti confirmara con el escáner craneal lo que nos sugería la intuición: que nuestros cerebros están arquitectónicamente diseñados para conectarse los unos a los otros, y sin brujería de por medio. El descubrimiento de las neuronas espejo ha sido revelador a la hora de explicar de forma biológica la naturaleza social del hombre. Resulta que una parte de nuestro cerebro está dedicada a registrar la actividad humana que tenemos delante para reproducirla a continuación de forma virtual en nuestra propia mente. Yo te veo manejando un teléfono, preparando una paella o riéndote de un chiste y mi mente crea en su interior una copia de tu puesta en escena. Sobre esta facultad descansan funciones tan básicas como el aprendizaje y sofisticadas como el oficio del actor.
Pero hay algo más decisivo aún: se descubrió que esta red neuronal está especialmente conectada con la ínsula, una parte del cerebro directamente vinculada al sistema límbico, el nido donde descansan las emociones. De este modo, la imitación que lleva a cabo este sistema neuronal no sólo reproduce la manifestación gestual de la persona que tenemos delante, sino también su carga emocional. Si mi interlocutor sonríe, indefectiblemente mi cerebro dibujará una sonrisa y mi estado anímico sentirá alegría. Si son señales de dolor o tristeza las que tengo delante, la copia que mis neuronas espejo realizarán a partir de esas señales acabará sumergiéndome en un sentimiento de decaimiento. Estamos ante la fábrica de la empatía, una suerte de pasadizo secreto que nos permite adentrarnos en la mente ajena y entenderla y ponernos en la piel del otro.
Esa fotocopiadora emocional con la que nos movemos por la vida hace posible que formemos una comunidad de intereses y sentimientos. La confirmación de esta facultad del cerebro humano tiene importantes aplicaciones médicas. El neurocientífico Marco Iacoboni, de la Universidad de California, ha descubierto que los pacientes con autismo tienen una actividad más reducida de lo normal en las neuronas espejo. Esto no sólo permite dar una explicación fisiológica a este problema psicológico, sino que abre una puerta a la intervención y la cura. Mediante técnicas de imitación, es posible entrenar este tipo de neuronas en los autistas para ayudarles a vencer su incapacidad a la hora de interaccionar emocionalmente con el entorno.
Iacoboni está convencido de que nos encontramos en el principio de «la ciencia de las neuronas espejo», un cambio de paradigma que nos dotará de instrumentos novedosos para mejorar nuestra convivencia. Ser conscientes de la dimensión que tiene entre nosotros la comunicación no verbal es el paso previo para aprender a organizarnos de un modo más correcto.
El científico social James Fowler, de la Universidad de California, me contó un ejemplo revelador de la utilidad que tienen en la vida cotidiana los descubrimientos que se están realizando en el entorno de la comunicación no verbal. Tratando de probar mi intuición, Fowler me preguntó: «¿Tú verías lógico que un arquitecto colocara una columna delante de la salida de emergencia de un edificio público llamado a albergar a grandes masas de individuos?». Obviamente, respondí que no. Una primera impresión me mueve a pensar que, a priori, nada debería obstaculizar la escapada de la gente. Sin embargo, resulta que ante una situación de alarma tendemos a imitar las señales de fuga de las personas que tenemos al lado, instintivamente, sin hablar, como harían las manadas. Si todos escapan en una misma dirección, ese camino se atascará fácilmente. Pero si situamos en medio de la puerta una columna, el grupo trazará dos rutas de salida, por lo que la operación de evacuación será más fluida. Es decir: de este modo reduciremos a la mitad el poder de influencia de la manada para incitarnos a seguir un camino u otro mediante las manifestaciones de la comunicación no verbal.
Podemos contarnos tantas cosas sin abrir la boca que resulta llamativo que no optemos con más frecuencia por el silencio para dialogar entre nosotros. El antropólogo británico Robin Dunbar pone el acento en la influencia que el tacto ha tenido en el desarrollo de las primeras comunidades organizadas de humanos que formamos en el pasado. Según este investigador, el acicalamiento fue nuestro primer código comunicativo y el canal que utilizaron aquellos homínidos primitivos, aún más simios que homos, para establecer sus incipientes vínculos de amistad. Desde el origen de nuestra especie, tocarnos resulta trascendental a la hora de transmitirnos fuerza emocional los unos a los otros.
A esa mágica capacidad que tenemos para entendernos sin decirnos nada parece deber su existencia la risa. Los antropólogos creen que cuando los grupos de homínidos crecieron hasta alcanzar un tamaño imposible de gestionar a través del acicalamiento, empezamos a manifestar otro tipo de señales que permitían unificar y sintonizar la experiencia emocional de los miembros de la manada. Una sesión de caricias o arrumacos sólo conectaba a dos individuos, pero otro tipo de actividades grupales, como la risa, podían poner en sintonía a varios a la vez.
El objetivo era, y sigue siendo, alcanzar la sincronía. La que encuentran las bandadas de pájaros, cuando vuelan en perfecto escuadrón en las migraciones, o los bancos de peces, capaces de moverse compactos como si formaran un único ser vivo. Los humanos también lo hacemos. Sólo hay que observar lo armoniosa y sincrónica que es la evacuación de un campo de fútbol repleto de aficionados. Nadie choca con nadie, pero nadie recibe instrucciones para manejarse. ¿Cómo iba a ser posible el movimiento sin rozaduras de esa gigantesca masa de personas sin que mediara entre todos un elevado grado de comunicación no verbal?
Otro síntoma que permite observar claramente el alto nivel de sincronía del que gozamos los humanos, y no sólo las manadas de animales, lo constituye el bostezo. Se han realizado múltiples estudios al respecto, y ninguno es concluyente, pero quizá la teoría más argumentada sobre la razón de ser del bostezo la da el primatólogo Frans de Waal, quien sostiene que esta contagiosa manifestación de fatiga surgió para acompasar los ciclos de sueño y vigilia de los miembros de un grupo. Todos estos síntomas prueban lo conectados que estamos a través de la comunicación no verbal. Reconocer este hecho debería obligarnos a darle mayor rango a un aspecto de la condición humana no siempre valorado en su justa medida. No descuidemos lo que cada minuto, cada segundo, estamos comunicando con nuestro entorno de forma silenciosa, sin mediar palabra.
LENGUAJE NO VERBAL PARA MEJORAR LA AUTOESTIMA
Tengo problemas de autoestima, sobre todo referentes a mi aspecto físico. Podríamos decir que estoy acomplejada por mi delgadez. Durante gran parte del año voy capeando el tema; sin embargo, cuando llega el verano empiezo a aborrecerme a mí misma, me siento absolutamente invisible a ojos de los hombres y a veces hasta tengo la sensación de que tengo un aspecto tan poco saludable que no tengo derecho a llevar ropas que descubran mi cuerpo. Pienso que no es justo: todavía soy joven, de cara no soy fea, pero aun así paso totalmente inadvertida, lo cual me da mucha rabia, y esto es uno de los causantes de mis fases depresivas, casi constantes en mi vida. Ni qué decir tiene que eso de «sentirse sexy» es algo como de otro planeta para mí… ¿Hay alguna receta que vaya más allá del típico «quiérete a ti misma y empezarán a quererte los demás»? ¿Puede ser que la causa de mi falta de autoestima tenga que ver con haber tenido un padre muy crítico?
Julio de 2010
Responde: Noelia Sancho
Aunque no lo creas, la frase «quiérete a ti misma» tiene muchísimo sentido. La autoestima se va moldeando en los primeros años de la vida, por lo que una crítica excesiva puede mermarla, pero también se puede trabajar y reforzar. ¿Te has parado a pensar que muchas veces no es lo que tenemos, sino cómo lo mostramos o usamos? La comunicación no verbal ocupa entre el 70 y el 80 por ciento de los mensajes que emitimos. Céntrate en ella en vez de juzgar tu aspecto físico y obtendrás resultados. Pero tener iniciativa y mostrarse segura es mucho más sencillo si en el fondo nos lo creemos, así que no olvides trabajar también esa parte de ti.
Aceptar nuestro cuerpo es un paso importante para nivelar nuestra autoestima. Has de reconocer que, aunque no sea perfecto, te permite moverte y alcanzar tus metas, y te sostiene día a día. Si te quieres y aceptas a ti misma entrarás sonriendo y saludando a los sitios, te presentarás con energía, charlarás con gente porque crees que puedes contar cosas interesantes, subirás el tono de voz en vez de hablar bajito… Y todo esto es mucho más importante que tus volúmenes corporales. Haz la prueba.
APRENDER A DISCUTIR EN PAREJA
¿Por qué mi pareja y yo nos peleamos continuamente, si nos queremos muchísimo? ¿Por qué no logro comunicarme con él? Pongo todo de mi parte, pero no lo consigo. Y resulta muy doloroso.
Agosto de 2011
Responde: Nika Vázquez
La comunicación interpersonal es una condición básica cuando hablamos de pareja, ya que el amor que une a dos personas no es otra cosa que diálogo, entendimiento y respeto. Suele pasar que cuando la comunicación se acaba, es dificultosa o desaparece, la pareja también lo hace. Dicho de otra forma, lo que se comunica une, lo que une permite compartir la existencia, y la coexistencia entre dos personas hace que ambas se identifiquen con la relación.
Es fundamental aprender a comunicarnos de un modo correcto y eficaz. El modo en que se dicen las cosas puede alterar la percepción que se tiene del otro e, incluso, de nosotros mismos. Del mismo modo, la manera en que nuestra pareja se comunica con nosotros puede fortalecer o afectar a nuestra propia autoestima y afectar a la relación. Un entrenamiento en asertividad puede ser clave para comunicarnos con el otro, permitiéndonos seguir discutiendo e intercambiando opiniones pero siempre desde el respeto y la búsqueda de puntos intermedios y negociaciones.
CÓMO MEJORAR EL MODO DE COMUNICARME CON LOS DEMÁS
Desde hace un tiempo tengo la sensación de que todo el mundo me ignora, de que no le importo a nadie. Cuando hablo, me interrumpen, pese a que yo siempre escucho todo lo que se me dice y callo para no interrumpir. Ayer le estaba contando a mi novio lo que me había pasado durante el entrenamiento y él me cortó para decirme que hacía un par de días que le dolía el brazo; yo callé y no seguí con lo que le contaba, pero luego me hizo una pregunta sobre mi entrenamiento y le contesté que si no me hubiese interrumpido lo sabría, y me negué a contárselo. No sé si todo esto es un problema de inseguridad; yo intento ser segura pero, cada vez que creo que lo soy, me pasan cosas de este tipo y me derrumbo. ¿Qué puedo hacer?
Agosto de 2011
Responde: Montserrat Soler
Cuando no logramos expresar lo que queremos comunicar es muy probable que nos invadan las dudas sobre nosotros mismos. Si en tus interacciones con los demás se repite una pauta como la que expones, quizá te sería útil poder adquirir habilidades de comunicación. De todas formas, piensa que cuando te molestas porque te han interrumpido y no has podido expresar lo que querías, y luego no lo quieres contar, estás haciendo lo mismo que te acaban de hacer a ti.
Para fomentar tu capacidad comunicativa es prioritario que tomes conciencia de cómo te comunicas y para ello es importante que tengas en cuenta lo que se llama errores comunicativos, como la interpretación o la suposición. Si piensas que no podrás expresarte, lo más probable es que este pensamiento te bloquee y que se dé lo que se llama «profecía autocumplida», en la que tu actitud puede condicionar tu comportamiento. En la interacción con los demás te puede ser de ayuda practicar la asertividad, que es la capacidad de expresar lo que sientes, piensas o necesitas. Si asumes la propia responsabilidad sobre cómo te comunicas vas a poder identificar tus posibles reacciones de estilo pasivo o agresivo y cambiarlas por una comunicación asertiva.
ME INVADEN LAS EMOCIONES Y NO DISCUTO COMO QUISIERA
¿Por qué cada vez que discuto con mi pareja me puede la impotencia y acabo llorando? Me gustaría poder comportarme con serenidad en esas situaciones y exponer mis dudas y mis razones, pero siempre acabo entre lágrimas, incapaz de decirle lo que pienso. ¿Cómo podría cambiar esa conducta?
Mayo de 2011
Responde: Montserrat Soler
Es importante reconocer cuál es tu estilo de comunicación en la relación de pareja y cuál es el del otro. Tu dificultad para comunicarte la podríamos ubicar en un estilo de relación pasiva, que se caracteriza por no expresar de forma abierta y clara nuestros sentimientos, necesidades, pensamientos u opiniones. Si te identificas con este estilo de comunicación sería necesario que analizaras los motivos por los cuales te comunicas de esta forma con tu pareja.
Para entrenarse en comunicación asertiva o no violenta es necesario tomar consciencia plena de lo que sentimos y necesitamos, o de lo que creemos que el otro necesita o siente. Algunas sugerencias para la práctica de una comunicación asertiva son: buscar el momento adecuado, evitar los juicios a priori, empezar a practicar este estilo de comunicación en temas no conflictivos, mirar a los ojos y comprobar que nos están entendiendo. Para entrenarte en la comunicación no violenta podrías consultar el libro Comunicación no violenta. Un lenguaje de vida, de Marshall Rosenberg.
4. ES MEJOR UN AMIGO QUE UN FÁRMACO
Está grabada en nuestro código genético la pulsión que nos mueve a interactuar con los otros. Es ese empuje el que nos hace sentir la necesidad de pertenecer a un colectivo como si se tratara de una urgencia primaria, pareja al hambre o la sed. Mamamos la empatía desde el seno materno, crecemos como individuos cuando nuestras neuronas reflejan el comportamiento ajeno como si fueran espejos, nos desarrollamos mientras aprendemos a sentir el dolor del otro como el nuestro propio y alcanzamos la categoría de personas cuando ocupamos un lugar en el ecosistema grupal que nos toca habitar.
Y sin embargo, asombrosamente, llevamos siglos dándole la espalda a las dolencias que se derivan de descuidar nuestra dimensión social. No nos hemos parado a echar cuentas del daño que causan factores como la soledad y el aislamiento. La gente levanta las cejas con una mezcla de extrañeza y condescendencia cuando afirmo que un amigo cura más que un fármaco.
Pero es así: somos lo que somos cuando nos mezclamos con los demás. Solos, tomados como individuos únicos e independientes, no vamos a ninguna parte, nos falta la referencia, somos como un artefacto espacial rendido a un movimiento inerte en el vacío interestelar, sin fuerza de rozamiento, sin nada con que interactuar, sin un motivo para existir. Formábamos parte de una manada cuando nos diferenciamos como especie y desde entonces necesitamos pertenecer a un colectivo, sea del tipo que sea. De hecho, en nuestra vida moderna vamos eligiendo múltiples y sucesivos círculos sociales en los que participamos con naturalidad, ocupando diferentes posiciones dentro de ellos. Pero la clave es pertenecer. Es el instinto que nos mueve a unirnos y compartir proyectos, sean éstos familiares, de amistad, de aficiones, deportivos, empresariales o nacionales.
¿Por qué tenemos ese impulso de pertenencia? Ya en 1871, en su ensayo El origen del hombre, Charles Darwin dio una explicación de ese instinto de manada que no ha vuelto a ser rebatido: es más seguro formar parte de un grupo que andar en solitario, pues garantiza más posibilidades de éxito a la hora de escapar de las amenazas. La mayor supervivencia de los homínidos que actuaban en colectivos, frente a los que funcionaban de forma independiente, hizo una criba evolutiva, primando a aquellos que sabían organizarse en manadas frente a los que insistían en primar al individuo sobre el grupo. No hay una sola señal en la evolución de las especies que sugiera que ir por libre sea mejor que pertenecer a un colectivo.
Probablemente, ya entonces se asentaron los patrones de liderazgo y gregarismo que han perdurado entre nosotros hasta la actualidad. Hay múltiples especies que se sincronizan a la perfección de forma horizontal, sin cabezas destacadas, como las manadas de aves o los bancos de peces, pero las situaciones de peligro a las que se enfrentaron nuestros antepasados más ancestrales debieron hacerles ver que era más eficaz seguir a un líder que actuar sin orden. Este instinto grupal es animal, pero con nosotros sucede algo novedoso en la evolución: tal y como confirmó el psicólogo social Mark Van Vugt, en nuestro caso el instinto gregario es anterior al impulso que tienen algunos individuos de hacerse líderes. Es como si del desarrollo de nuestra inteligencia surgiera como consecuencia inmediata una imperiosa necesidad de que nos organicen y nos guíen.
Si bien la historia de nuestra civilización es la de la emancipación del ser humano, el instinto gregario y el afán por sentirnos hermanados con nuestros congéneres conserva un óptimo nivel de salud. Sólo hay que echar un vistazo al estrechamiento de relaciones humanas que está causando en los últimos años el estallido de las redes sociales. Hoy más que nunca, somos de nuestro grupo. El adolescente que acepta con gusto pasarse un día entero junto a sus amigos sentado a la puerta de un estadio para ver a su cantante favorito manifiesta una devoción que demuestra lo vibrante que perdura en el ser humano el deseo de adorar —ahora no es a un líder, sino a una estrella pop— y la necesidad de formar parte de un grupo.
El caso es pertenecer a algo, no estar solos. El motivo de pertenencia es secundario, lo importante es ser miembro de la manada. Hasta tal punto, que hoy puede hermanarnos más el escudo de un equipo de fútbol que nuestros propios lazos de sangre o el vínculo racial. En contra de lo que algunos piensan ingenuamente, no vamos hacia una sociedad más individualista, sino al revés: estamos estrechando lazos, somos cada día más sociales y cada vez necesitamos más a los demás. Sin embargo, la soledad continúa siendo una de las enfermedades fantasma de nuestros días. Las facultades de psicología albergan estanterías enteras repletas de libros dedicados a estudiar la depresión. Se la ha analizado desde mil puntos de vista —sin solución definitiva, por cierto—, y como quien coloca en un lugar provisional una patata caliente que nadie quiere agarrar, se ha situado el mal de la soledad en el cajón de la depresión, aunque ni son lo mismo, ni tienen el mismo tratamiento, ni afectan a las mismas personas.
Sólo últimamente la ciencia ha empezado a considerar la soledad como un problema propio con su patrón particular. Nuestra generación tiene el reto de admitir que se puede actuar contra el aislamiento social sin necesidad de acudir a fármacos ni terapia: sólo buscando la manera de que la persona a quien le duele la soledad encuentre vínculos en otras personas y pueda apoyarse en ellas para dar de nuevo con su sitio en el grupo. Contra el sentimiento de abatimiento que conlleva la soledad, no hay antidepresivo más eficaz y sin efectos secundarios que la pomada que supone la presencia y el ánimo de los otros.
Ha habido que vencer muchas resistencias para llegar a reconocer el daño que la soledad estaba haciendo en los sistemas de organización colectiva de los que nos hemos dotado. No hablo sólo de daños psicológicos, sino también físicos, como han demostrado los estudios epidemiológicos que revelan los fuertes vínculos que hay entre la percepción de la soledad y las situaciones de suicidio, alcoholismo, neurosis y alteraciones del sistema inmunológico.
Son motivos suficientes para considerar a la soledad como una dolencia digna de ser tratada de forma diferenciada. En primer lugar, buscando las causas. En este frente, algunos descubrimientos, como los realizados por John Cacioppo, son reveladores. Este psicólogo de la Universidad de Chicago ha realizado diversos estudios de genética del comportamiento empleando gemelos, y ha podido constatar que la heredabilidad de las diferencias individuales en la percepción de soledad —hablamos de aquellos que se sienten solos y viven esta falta de compañía y relaciones como una carencia— casi llega al 50 por ciento. Para que nos hagamos una idea, la altura tiene una heredabilidad del 80 por ciento. Es decir: el 80 por ciento de las variaciones en altura de una población se explica por los genes, y el resto por el ambiente. Estos estudios indican que el sentimiento de soledad tiene un componente genético significativo. Cacioppo nos cuenta que, aunque existen numerosos factores medioambientales que pueden inducir a la soledad, el hecho de que las personas se sientan solas habiendo tanta gente a nuestro alrededor sólo puede ser explicado mediante la predisposición genética.
Se ha comprobado que la soledad está relacionada con alteraciones en los sistemas inmunológico, nervioso y vascular, provocando más casos de cáncer, infecciones, depresiones y dolencias cardíacas entre las personas afectadas por la soledad que entre aquellas que no se quejaban de ese déficit de compañía.
La pregunta que se deriva de estos datos pide paso a gritos: si dispusiéramos de un sistema sanitario preventivo adecuado, ¿cuántas enfermedades derivadas de estas dolencias relacionadas con la soledad podríamos evitar? ¿Cuántas ventajas sanitarias podríamos obtener si vigiláramos la atmósfera anímica de aislamiento social en las que se dan con más frecuencia estas patologías físicas?
Mantenemos una extraña relación con nuestros vínculos de dependencia social. Venimos de siglos en los que hemos ensalzado la soledad y el individualismo hasta dotarlos de una mística heroica. Cualquier hazaña lograda individualmente ha sido vista tradicionalmente como más meritoria y valiosa que si ésta se lograba en grupo, pasando por encima de nuestra naturaleza social y de la superior solidez que tienen los logros humanos que se consiguen colectivamente frente a los que se alcanzan sin contar con los otros. Incluso la literatura ha considerado en multitud de textos la soledad como un atributo propio de la genialidad.
Mientras todo eso sucedía, una de las principales fuerzas que impelían a esos genios solitarios a crear sus grandes obras no era otra que el deseo de que los demás les reconocieran su valía y les apreciaran por esto. Artistas, literatos, pintores y grandes creadores en general, ¿qué otro objetivo perseguían cuando alumbraron sus grandes obras que el cariño de la gente, el aplauso del público, la admiración de sus seguidores?
ENFERMEDAD Y AMISTADES ROTAS
Tengo una enfermedad que me impide acudir a actos sociales familiares, fiestas y otros eventos sociales, pero tengo la sensación de que hay gente que, incluso sabiendo el motivo de mis ausencias, no puede evitar juzgarme y tenerme rabia, e incluso creo que algunos se están alejando de mí.
Marzo de 2011
Responde: Pablo Herreros
Habrá diversas explicaciones para cada alejamiento del que hablas. No creo que podamos reducir a una sola causa todos los procesos. A cada tipo de amistad van asociadas unas expectativas concretas, y es importante distinguirlas. Es fundamental que redefinas lo sucedido mediante un análisis más objetivo, en el que te hagas coresponsable, pues las relaciones siempre se construyen entre dos. Por un lado habrá personas superficiales que sólo buscaban un compañero o compañera para divertirse y no les interesan los costes de la amistad, sólo los beneficios. A estas personas les asusta mucho la gente con dificultades, pues no tienen un entrenamiento o aprendizaje para controlar las emociones que se desatan en estos contextos.
En estas situaciones, la gente con problemas graves son como fantasmas que les recuerdan lo que no quieren que les pase a ellos mismos, aunque tarde o temprano se verán en situaciones similares, pues es ley de vida. Intenta ver tu caso desde fuera, como lo haría un antropólogo o un observador externo que intentara describir un fenómeno social. Colócate en una posición de extrañamiento, sin dejar que la rabia o la venganza respondan por ti y podrás identificar más razones para comprender lo sucedido.
ESTRATEGIAS PARA GESTIONAR LA SOLEDAD
He sido siempre una persona muy independiente y rebelde, creo que porque crecí en una familia desestructurada y no demasiado cariñosa. Sé que todos me ven como una mujer fuerte y luchadora, que consigue todo lo que se propone, que me admiran por las cosas que hago y por cómo las hago, pero mi vida social se reduce a eso, a una admiración distante. Puedo ser muy sociable pero también muy antisocial e incluso un poco arrogante, muchas veces sin darme cuenta y otras sin poder evitarlo.
Mi vida actual se reduce a mi casa, mi marido, mi trabajo y mi eterna compañera de vida, la soledad. Por el trabajo de mi marido paso días e incluso semanas sola en casa. Tengo amistades, pero no confío verdaderamente en nadie, ya que me aterra entregar por completo mi intimidad. He pasado un periodo muy largo apoyándome en el alcohol y ahora lo estoy dejando porque no quiero destruir lo bueno que tengo en mi vida por culpa de lo que pienso que no tengo.
Me siento en un laberinto sin salida, muy confundida y con mucha ansiedad. Sé que mi soledad es por culpa mía, porque definitivamente no sé relacionarme de manera adecuada, pero no consigo hacerlo mejor y las situaciones se repiten una y otra vez como si estuviese subida a una noria. ¿Es posible aprender a vivir en sociedad a las puertas de los cuarenta años?
Agosto de 2011
Responde: Pablo Herreros
El sociólogo Robert Weiss describe la soledad como una respuesta natural de los humanos a ciertas situaciones, no como una muestra de debilidad, como muchos la interpretan. Weiss también recomienda distinguir bien entre el aislamiento social y el sentimiento de soledad. Algunas investigaciones sobre la soledad muestran que es un sentimiento que está relacionado inversamente con la autoestima y que suele aparecer en situaciones de depresión, ansiedad y hostilidad interpersonal, abuso de sustancias tóxicas y problemas de salud.
Los psicólogos canadienses Ami Rokach y Heather Brock realizaron un interesante estudio en el que se analizaban diversas estrategias usadas por individuos que habían gestionado con éxito situaciones de soledad. Las estrategias identificadas como más eficaces de todas resultaron ser aquellas relacionadas con la aceptación de ciertos niveles de soledad, la realización de actividades relacionadas con el desarrollo personal y la empatía. Todas ellas centraban la atención en la oportunidad de ser uno mismo y reconocer los miedos propios como requisito previo a la búsqueda de relaciones sociales para que éstas se produzcan con mayor facilidad. Por lo tanto, de manera paralela a la búsqueda de nuevos amigos o el retomar la amistad con algunos ya viejos, sería bueno para ti iniciar un proceso de gestión de emociones, como el miedo a estar solo o a ser rechazado.
SIENTO QUE LA GENTE HUYE DE MÍ
Desde que era pequeña he notado que la gente me huye. Recuerdo que cuando tenía siete u ocho años hice una fiesta de cumpleaños y no vino nadie. La gente no quiere saber nada de mí, y esto, poco a poco, ha ido minando tanto mi autoestima, hasta el punto de que hay momentos en los que no sé quién soy ni qué hago aquí. Me he planteado muchas veces el suicidio, pero por otro lado soy una mujer muy fuerte y creo que voy a ser capaz de aguantar, al menos de momento.
Siento una soledad infinita, y me da rabia, porque creo que soy una persona inteligente y valiosa. Noto que cuando tengo una pelea o discusión con alguien, la gente no perdona. Simplemente, pasa página y se olvida de mí. Y yo me muero de pena. Me gustaría dejarlo todo. Lo peor es la pena por fallar en esta vida, de esta manera tan estrepitosa. ¿Qué puedo hacer?
Febrero de 2012
Responde: Cecilia Salamanca
Para tener unas relaciones sociales adecuadas debemos aprender a dar y a recibir afecto. Si en alguna ocasión has dado afecto y no has obtenido respuesta, puede que tengas miedo a volver a darlo, y, cuando eso ocurre, la gente no reciba nada de ti y, en consecuencia, tú tampoco. Podrías intentar analizar cómo te comportas con los demás y si debes cambiar alguna actitud. Es evidente que no podemos pretender caer bien a todo el mundo ni tampoco evitar todas las discusiones y conflictos, pero podemos aprender a que eso no nos afecte de forma negativa. Para ello, debemos aprender a manejar adecuadamente nuestras habilidades sociales: utilizar un lenguaje no verbal adecuado, entonar cada palabra en concordancia, potenciar la asertividad, evitar los estilos de comportamiento pasivos o agresivos, saber decir que no y aprender a pedir ayuda son un ejemplo de pautas que nos facilitarán las relaciones con los demás.
Tú misma te defines como una persona inteligente, seguro que tienes otras muchas cualidades que ahora mismo no eres capaz de apreciar, quizás porque te preocupas más por agradar a los demás que a ti misma. Siempre podemos intentar mejorar y eso nos hace ser cada día un poco más felices. Busca la felicidad en esas pequeñas cosas que tienes a tu alrededor y sobre todo nunca te olvides de ti misma: lo que hagan los demás no es más importante.
SUPERAR LA SENSACIÓN DE FRACASO Y SOLEDAD
Tengo veintidós años y siento que hay algo que no he hecho bien en mi vida. No tengo amigos y no tengo novio, porque pensé que eso me podría ayudar a centrarme más en mis estudios, pero tengo la sensación de que no escogí la carrera correcta y últimamente nada me sale bien. No encuentro manera de motivarme y, por más que lo intento, no consigo obtener buenos resultados académicos. Creo que ya ni lo intento, simplemente no hago mucho. En el fondo, lo que ocurre es que me he decepcionado a mí misma. Yo creí que podía hacer mucho, mucho más, pero ahora empiezo a pensar que quizá me equivocaba al pensarlo. Las personas con las que iba al instituto ya han terminado o van a terminar su carrera, y los veo y se sienten tan satisfechos… ¿Qué puedo hacer para salir de esta situación?
Enero de 2012
Responde: Sandra Borro
Para salir de esta situación sólo tienes que decidir hacia dónde quieres ir. Eres muy joven y tienes todo el derecho del mundo a equivocarte y a cambiar de opinión. Las experiencias vividas te han ayudado a madurar y a crecer y, en definitiva, te han llevado a ser quien eres. De nada sirve lamentarse de las decisiones del pasado porque no las puedes cambiar; es mejor aprender de las experiencias vividas y mirar hacia delante. Lo que también puedes hacer es decidir cuál es el siguiente paso que quieres dar en tu vida. ¿Quieres estudiar otra cosa? ¿Quieres tener amigos y encontrar una pareja? Nada de eso ocurrirá si te quedas encerrada en tu cuarto sin hacer nada.
Desde la psicología positiva se recomienda adoptar una actitud proactiva ante la vida, lo que significa tomar la iniciativa y asumir la responsabilidad de hacer que las cosas sucedan. Es decir, debes decidir en cada momento lo que quieres hacer y cómo lo vas a hacer. Eres tú quien tiene que dar el primer paso, porque si lo haces seguro que alguien de tu alrededor estará encantado de acompañarte en tu proceso de cambio.
5. ¿POR QUÉ NOS ENTENDEMOS MAL?
Resulta asombroso pensar que, siendo criaturas nacidas con un don especial para comunicarnos entre nosotros, y constituyendo ese intercambio de información y emociones la esencia última que nos define como personas, acabemos entendiéndonos tan mal. Ésta es nuestra gran calamidad como especie, nuestro tendón de Aquiles, nuestra piedra de Sísifo, nuestra pequeña-gran miseria. ¿Cómo es posible que lo tengamos todo a favor para comprendernos los unos a los otros —desde la empatía al lenguaje, desde las reglas de cortesía a la comunicación no verbal— y que ese mágico canal que nos permite sincronizarnos lo acabemos usando para hacernos daño?
Pero es así: en vez de reservar esta facultad exclusivamente para fines constructivos, decidimos usarla como un arma de destrucción contra el que tenemos enfrente, sea éste nuestro vecino, nuestro adversario ideológico, nuestra pareja o nuestro propio padre. Alegremente, obviamos que cada vez que alguien da una respuesta malsonante a otra fracasamos todos como especie; que cada vez que uno de nosotros se entrega a los instintos más bajos al relacionarse con el vecino nos hundimos todos un poco más en la oscuridad. Y vaya si nuestro pasado, el personal y el colectivo, está lleno de frases fuera de tono, reproches mezquinos, rebates con mala baba, dardos envenenados, comentarios humillantes y otras aniquilaciones emocionales por el estilo.
¿Cuánto daño hace un insulto? Hace años habría resultado peregrino plantearnos una cuestión así, pero hoy la ciencia se atreve a tasar lo que antes fue incapaz de medir. Richard Wiseman, psicólogo de la Universidad de Hertfordshire, ha estudiado el impacto que tiene una palabra dicha con inquina en la autoestima de su destinatario y ha calculado que son necesarios cinco halagos para compensar el dolor causado por ese golpe bajo que supone un insulto lanzado con la intención de minusvalorar al otro. Echemos la cuenta de la abundancia de insidias que contempla nuestra existencia, y la que conserva nuestra memoria, y podremos calcular el océano de halagos y caricias emocionales que deberíamos darnos los unos a los otros para compensar tantísimas dentelladas.
A veces me pregunto si Wiseman no se queda corto en su cálculo. Pensemos únicamente en la cantidad de relaciones de amistad o amor que se rompen debido a la cascada de malestar que es capaz de desencadenar una frase de desprecio en la persona que la recibe. De repente, todos los mimos y celebraciones que esa misma boca emitió en el pasado desaparecen por completo y la única imagen que tenemos asociada a la persona que nos ha ofendido es esa maldita frase envenenada.
A veces, nuestra mala comunicación tiene que ver con un perverso uso de nuestra capacidad empática. Wiseman observó que los fallos de entendimiento en las parejas se producen frecuentemente porque lo que uno manifiesta dista diametralmente de lo que la otra persona percibe. ¿Realmente somos siempre sinceros cuando decimos: «me pongo en tu piel»?
En este sentido, el psicólogo constató notables distancias entre hombres y mujeres a la hora de expresar lo que queremos y lo que el otro —o la otra— escucha. Entre otras revelaciones, Wiseman echa por tierra algunos de los mitos masculinos contemporáneos de la seducción. Errados, los hombres creemos que las mujeres valoran principalmente las señales de la amabilidad, la generosidad y la ternura. Sin embargo, lo que ellas prefieren ver en nosotros es una clara manifestación de valentía. Por el contrario, un regalo que suponga una demostración de atención e interés es más valorado por las mujeres que el detalle más caro de la tienda más lujosa. Pero ahí estamos los hombres, envueltos en nuestra venda de incomprensión, gastándonos un dineral absurdamente en anillos de diamantes.
Malentendidos al margen, lo que todos asumimos, aunque nadie sea capaz de explicar su causa, es que el ser humano es el único animal capaz de causarle dolor a sus congéneres gratuitamente, sin que medie un interés vital para su supervivencia. Esto no pasa con los lobos, ni con los tiburones, ni con las hienas. Probablemente, esa capacidad sea un reverso de nuestra mayor inteligencia y superior capacidad de empatía.
Así lo entiende el primatólogo holandés Frans de Waal, quien distingue claramente entre la empatía y la simpatía. En su opinión, frente a la capacidad para entender al otro y alcanzar un nivel óptimo de identificación con su estado emocional, que es la base de la comunicación empática, la simpatía implica una actitud positiva de ayuda y acción, un impulso para mejorar las condiciones de la persona con la que empatizamos.
Esto tiene una consecuencia trascendental: la empatía puede tener un uso negativo. Ése, y no otro, es el capital emocional que sirve de archivo documental al torturador para llevar a cabo con eficacia su labor. Sólo quien sabe cómo se siente el que tiene enfrente puede saber de qué modo puede hacerle más daño. Es triste reconocerlo, pero la maldad lleva incluida de forma implícita un elevado grado de inteligencia y empatía.
La neurociencia ha demostrado que la crítica y el rechazo pueden llegar a causar sensaciones de dolor físico, ya que en su percepción están involucradas las mismas regiones neurales encargadas de procesar lo que sentimos tras una lesión muscular. Se ha sugerido que, dada la importancia de las redes sociales para la supervivencia humana, el sistema de apego social podría haberse aprovechado del sistema de percepción del dolor físico para tomar prestada la misma señal y así alarmarnos de que nuestras relaciones sociales están amenazadas: durante el curso de nuestra historia evolutiva, el aislamiento del individuo respecto a los otros disminuía significativamente la probabilidad de supervivencia. Todos conocemos que sentir daño es una manera adaptativa de prevenirlo, por lo que el sentimiento de rechazo social podría ser útil para promover los vínculos sociales y afectivos que han favorecido nuestra supervivencia como especie.
Inevitablemente, a lo largo de nuestra vida —en el parvulario, en el instituto, en el grupo de amigos, en nuestras relaciones de pareja, en el trabajo— nos hemos de encontrar con personas cuyo balance emocional da un saldo tan negativo que parecen condenadas a ir sembrando el malestar allá por donde pasan. Ha triunfado popularmente la expresión «gente tóxica» para definir a ese tipo de individuos capaces de robarnos la energía, arruinarnos el trabajo y amargarnos la existencia.
La etiqueta no puede ser más definitoria y acertada, pues si algo distingue a este tipo de personas es el alto grado de toxicidad ambiental que generan a su alrededor. No necesitan acudir a la violencia física para sembrar su dolor, se bastan con la palabra, con un lamentable uso de la palabra. Empleada con perversidad, la comunicación oral puede causar un daño superior al que logra la fuerza bruta, pues se dirige a los pilares que nos sustentan anímicamente con las armas que más eficazmente pueden debilitarlos. Si somos lo que somos en la medida en que los otros nos devuelven la imagen que transmitimos, cuando ese reflejo consiste en señales de desprecio y descalificación, el saldo emocional no puede ser otro que la pérdida de la autoestima y la anulación de la persona.
En esas situaciones, lo recomendable es tratar de protegernos contra el veneno que esas personas esparcen en su entorno. No siempre esto es posible, pues los usos bélicos del lenguaje suelen tener lugar, precisamente, en los ambientes íntimos y cercanos, como la familia o el trabajo, que es donde se dan las situaciones de violencia doméstica o de mobbing. Poner barreras emocionales contra el acoso que pueden ejercer las palabras es el primer paso para blindar nuestra siempre vulnerable autoestima. El segundo es aprender a expresar correctamente nuestros deseos y necesidades.
Se trata de encontrar el territorio de equilibrio en el que puedan comunicarse nuestros intereses sin mermas ni abusos, evitando el complejo de inferioridad y el sentimiento de supremacía a la hora de relacionarnos con los demás. De todo esto habla la asertividad, un concepto cada vez más en uso —no sólo en psicología, también en el habla común de la gente— que promueve una comunicación más justa, sincera y consciente entre las personas. Se trata de otra competencia fundamental de las relaciones humanas que, por desgracia, no nos enseñaron en la escuela, pero que también se aprende.
GESTIONO MAL MI COMUNICACIÓN CON LA GENTE
Tengo muchísimas dificultades para conectar con nuevos conocidos. Noto que genero rechazo a primera vista, y es algo que se ha agravado en los últimos años. Aunque mi aspecto es normal, e incluso a veces parezco relativamente agradable, lo que me ha permitido conocer chicas y encontrar pareja, mi apariencia es físicamente débil. Siempre he sido torpe para los deportes, y eso hace que intente evitar las actividades corporales y los juegos de habilidad. Desde hace tiempo estoy pensando en acudir a un psicólogo para que me ayude a superar estas trabas que encuentro en mi mente, que me bloquean en muchas situaciones y son un lastre pesado que me impide ser feliz.
Julio de 2012
Responde: Cecilia Salamanca
Algunas personas tienden a percibirse como tímidas, inadecuadas y rechazadas. La terapia psicodinámica y la cognitivo-conductual suelen ser muy efectivas para que estas personas desarrollen las habilidades sociales necesarias para relacionarse con su entorno. Un manejo adecuado de las mismas te ayudará a interactuar de manera correcta con otras personas y te servirá para conseguir tus objetivos, logrando que se respeten tus derechos y los de los demás.
Siguiendo la teoría de Howard Garden, la inteligencia no es algo unitario, sino que se agrupa en diferentes capacidades específicas, como la inteligencia lingüística, la lógico-matemática, la espacial, la musical, la corporal cinestésica, la intrapersonal, la interpersonal y la naturalista. Puede que no destaques en algunas actividades físicas, pero eso no debe afectar a tu autoestima. Seguro que resaltas en otros aspectos. Debes aprender a apreciarlo. Acepta tus defectos y potencia tus cualidades. Los seres humanos son sociales por naturaleza y a veces cierto rechazo social es inevitable. Cuando alguien es muy sensible al rechazo pueden aparecer sentimientos de soledad, baja autoestima e inseguridad. Analiza con objetividad las situaciones en las que te sientas rechazado y hazlo de forma positiva. A veces, la percepción de los hechos puede ser diferente dependiendo de nuestras creencias y emociones.
SUPERAR EL ACOSO Y EL RECHAZO EMOCIONAL
Siempre he sido alegre, positiva y luchadora, aunque en una ocasión, hace ya tres años, necesité apoyo psicológico por depresión por una causa puntual. Una vez superada aquella crisis, volví a ser tan positiva como antes, o incluso más, y recobré fuerzas para emprender nuevas metas. Sin embargo, desde hace nueve meses se han ido sucediendo acontecimientos negativos en todos los planos de mi vida: familiar, laboral y sentimental. Mi familia y mis amigos me apoyan y, en general, mi vida ha vuelto a la normalidad, pero en lo único que no consigo recuperarme es en el plano sentimental. Primero tuve que librarme de un acosador y luego me enamoré de una persona que me rechazó sin miramientos. No puedo olvidar las palabras con las que me humilló, las tengo incluso más presentes que el acoso anterior. Esto me genera mucha ansiedad y me impide disfrutar de las cosas que podrían hacerme feliz. Por ahora mantengo la situación a raya con ansiolíticos naturales, pero estoy pensando en buscar ayuda profesional, aunque la idea de volver a hacer terapia me aterra.
Septiembre de 2010
Responde: Gabriel González
Si piensas que la ayuda profesional te puede ser de utilidad, ¿por qué no volver a ella? Trata de buscar y encontrar aquello que te ha ayudado en cada momento y en cada circunstancia. Revive los momentos en los que te has sentido capaz, fuerte, optimista y positiva. Tienes el apoyo de tu red social y tienes la capacidad de poder aprender de todo lo que te ha sucedido. Lo importante es poder traer al presente aquello que nos ha sido de utilidad en un pasado y llevar en nuestra maleta aquellos instrumentos y herramientas que nos pueden ayudar a enfrentarnos a las situaciones presentes y diarias.
Lo que puedes comenzar a hacer es disfrutar de aquellos espacios donde te sientas feliz y segura. El plano sentimental puede que necesite algo más de tiempo, pero si empiezas a disfrutar de lo que haces con los amigos, en el trabajo, con la familia, el plano de la pareja te llegará sin que te des cuenta. Lo que sí es importante es que puedas curarte de lo ocurrido a nivel sentimental, puedas analizar lo ocurrido y ser protagonista del aprendizaje y del cambio ante el acoso y el rechazo.
¿NOS GUSTAN LOS HALAGOS?
A veces, cuando me dirigen un piropo, no sé cómo reaccionar. No sé si existe una forma natural de reaccionar a los halagos. A mí no me hacen una especial ilusión, sobre todo porque tengo la sensación de que muchas veces los halagos son falsos. ¿Es cosa mía? ¿A todo el mundo le gusta que le digan cosas bonitas?
Mayo de 2011
Responde: Nika Vázquez
La respuesta es rotundamente sí. Los estudios dicen que, después de un insulto, nuestro cerebro y nuestra alma necesitan, para recuperarse, cinco halagos. Cuando nos dicen piropos sentimos aumentar la estima que sienten los demás hacia nosotros, y también nuestra propia autoestima. Por más que tengamos seguridad en nosotros mismos, y una idea de cómo somos y estemos contentos con ella, nos agrada que los demás también vean nuestras cualidades, incluso las que nosotros no habíamos tenido nunca en cuenta, y que nos lo expresen.
Sin embargo, nadie nos ha enseñado a recibir los halagos. Las reacciones más frecuentes cuando nos dicen algo bonito sobre nosotros son, inicialmente, la sorpresa y la vergüenza, para pasar posteriormente a la negación de tal cualidad o, simplemente, el silencio. Una alternativa a esa respuesta podría ser agradecer el halago, y si por ejemplo se debe a un éxito personal o profesional, explicar brevemente el procedimiento de cómo se alcanzó, o simplemente sonreír. Una sonrisa sincera es una buena respuesta a un halago. El entrenamiento en habilidades sociales trabaja este aspecto, y entrenarnos en él nos hará estar mejor con nosotros mismos, y con los demás.
CONVIVIR CON PERSONAS TÓXICAS EN EL TRABAJO
Hace dos años cambié de trabajo y empecé a trabajar en una oficina con un ambiente algo enrarecido. Una de mis compañeras, una persona muy tóxica, le hacía la vida imposible a dos personas, que acabaron solicitando el traslado. Yo he intentado llevarme bien con ella, sobre todo por miedo, ya que cuando se enfada grita y falta el respeto. Pero no lo he conseguido; al revés, cada vez me tiene más entre ceja y ceja. No sé cómo enfrentarme a esta situación. Por desgracia, otros compañeros, quizá también por miedo, se callan y se lo permiten todo. Algunos incluso alimentan su actitud haciéndole comentarios en contra de otros. Esta situación está afectando a mi estado anímico; no tengo ganas de ir a trabajar, sufro pesadillas por la noche y le tengo miedo a esta persona. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo sobrellevar la convivencia con alguien tan tóxico?
Noviembre de 2011
Responde: Pablo Herrero
Según Leymann, existen varios factores que influyen decisivamente en la efectividad de la persona para hacer frente al terror que generan este tipo de personas: tener una buena forma física y mental, reforzar la confianza en uno mismo, mantener la consideración del entorno, asegurar el apoyo de la familia y los amigos, estabilizar la situación económica, incrementar el margen propio de maniobra, adquirir habilidades para resolver el problema y entrenar las estrategias de afrontamiento de problemas. De manera general, cuando nos encontramos ante una persona de este tipo, lo mejor que podemos hacer para contrarrestar su tendencia al autoritarismo es trasladarle la idea de que hemos perdido el miedo.
Además, otras estrategias adicionales que te pueden ser útiles son evitar el aislamiento social, no intentar convencer o cambiar a los hostigadores, responder a las calumnias o ataques —pero sin pasividad ni agresividad—, evitar reacciones exageradas y realizar actividades que aumenten tu capacitación profesional.