Capítulo 52
DEL AMOR

A Leonora la atrapa la mirada de Álvaro, que sostiene un whisky en su mano izquierda y la observa de pie en la sala de la Embajada de Inglaterra.

—Eres la mujer más hermosa de la fiesta.

—Me lo han dicho miles de veces.

Desde luego, el rostro de Álvaro tiene una pureza de medalla y la mira de tal modo que, sin pensarlo dos veces, Leonora le revela:

—Tú sí me podrías querer como yo quiero que me quieran.

Sin más, él responde:

—Sí, ese soy yo.

En un instante, la vida de Leonora es otra. Las leyes de la física cambian cuando él acerca su rostro al suyo, atrevido, bien cortado; a Leonora la invade una expectativa que la marea.

—Tengo una premonición.

—¿Cuál? —pregunta el hombre ansioso.

—La de la pérdida.

El embajador de Inglaterra anuncia que van a pasar a la mesa. Los lugares han sido consignados; ella quedó a la derecha del anfitrión, al otro extremo ve que las mujeres dirigen sus rostros hacia él; mujeres maquilladas, de pelo lustroso y uñas pintadas, criaturas de salón de belleza que se quieren a sí mismas como aconsejan las revistas de moda.

—Es un gran cirujano —le dice el embajador—. Álvaro Lupi le ha salvado la vida a muchos.

A la hora del café se entera de que Álvaro hace experimentos con el peyote, con hongos alucinógenos, y le pregunta por la psilocibina.

—Yo tuve una revelación; estiré el cuello, levanté los brazos y me lancé a bailar como un Fred Astaire. Fui el dueño de la distancia, del aire, del espacio. Incluso cuando me senté, mis manos siguieron moviéndose al son de la música y el juego de la luz entre mis dedos me hizo caer en el éxtasis.

Leonora escucha casi sin respirar.

—Tienes un rostro prerrafaelita —le dice.

—Me gusta que me digas eso.

Leonora le da cita en el bosque de Chapultepec.

—Bajo los árboles se piensa mejor. Nos vemos a las cuatro en la calzada de los Poetas.

Álvaro cancela compromisos. Hace años que no va a Chapultepec. Encontrar la calzada es fácil. La ve venir vestida de negro, un impermeable le da vuelo porque flota siguiendo la energía de sus pasos largos y cadenciosos. Camina hacia él sin ninguna coquetería, como lo haría un muchacho, con paso desgarbado. Sus movimientos son como las decisiones que Álvaro está por descubrir.

«Con razón es pintora», piensa. En ella, los ademanes tienen luz propia. De repente se ennegrece y al momento siguiente se ilumina: a él lo absorbe y lo refleja a la vez. Cuando se disgusta, él se vuelve negro; si ella sonríe, él resplandece.

Mientras caminan, Leonora traza círculos en la tierra. Álvaro quiere saber la razón y ella le dice que espíritus malignos podrían transportarlos por el aire.

—¿No haces ejercicio, Álvaro? Yo resuelvo muchos asuntos después de meditarlos durante una buena caminata.

Álvaro se tropieza.

—Aquí debajo —se lanza Leonora— hay otro Chapultepec con su lago, sus sabinos que crecen para adentro, su hierba y sus piedras, aún más bellas que las que vemos, su castillo con su mirador, que permite ver volar el Ángel de la Independencia.

Leonora se detiene bajo un rayo que de inmediato la ilumina.

—Mueve tus manos como lo hiciste la noche de la cena, Álvaro. Vas a volver al mismo éxtasis que sentiste con la psilocibina.

—No necesito volver; nunca he salido de él.

Leonora crea en torno suyo una atmósfera inquietante; las hojas se mueven, adquieren formas que él no había visto antes, vienen hacia ellos, rasguñan. Hasta los más humildes truenos se les echan encima.

—No hay un solo árbol sin personalidad —asegura—; mientras algo respira es bello. Muerto, hay que echarlo a la basura. Muchas cosas que amé han ido a dar al caño.

—¿Qué cosas?

—¡Hombres! —patea una piedra en el camino.

Álvaro la toma de la mano y le sorprende sentirla tan pequeña.

—Ven, te invito a una copa, un café, lo que quieras.

¿Al Sanborn’s? Ese local me gusta.

Sonríe confiada y sigue sonriendo en el bar. A medida que bebe, sus mejillas se encienden.

—Quiero que conozcas a mis amigos, uno se llama Pedro Friedeberg, la otra Bridget Tichenor; tiene un De Chirico maravilloso.

Cuando Álvaro detiene su coche en la esquina de Monterrey y Chihuahua, ella desciende de un brinco y, al cerrar la puerta, declara:

—Yo maravillo a la gente. Me he metido en tu cuerpo sin que te enteres.

Siguen las caminatas entre los ahuehuetes. Una tarde, Leonora le señala uno, sus ramas oscuras, muy altas en el cielo, luego cierra los ojos, los mantiene apretados mientras le dice:

—Para mí, tú eres la solidez de ese árbol.

Álvaro le tiende un collar de perlas y ella lo mira largamente.

—Sabes, tu regalo me conmueve porque las perlas son buscadoras de la verdad. Por eso nacen, viven y crecen en una concha; quieren ser esenciales. Con este collar, has puesto en mis manos un instrumento para alcanzar la verdad.

—¡Cuánta solemnidad! —sonríe Álvaro.

Leonora se enfada.

A Álvaro le sorprende que los amigos artistas de Leonora sean frágiles. Hasta la misma Bridget Tichenor, que tiene tanto mundo, necesita la aprobación de los otros; no se diga Pedro Friedeberg, cuya vocación parece ser agradar a todos con su ingenio y sus disfraces. Como pájaros asustados, leen las páginas del periódico que tiemblan entre sus manos. «Aquí hablan mal de mí». Se ofenden si no los invitan a alguna reunión, si salieron mal en la foto o no salieron, si Margarita Nelken o Jorge Juan Crespo de la Serna no acuden a su llamado. «A mí nadie me avisó». Atribuyen sus fracasos a la administración de Bellas Artes. Se hunden si nadie asiste a sus conferencias porque a las de Carlos Fuentes se presentan hasta Tongolele y el Padre Pardiñas, ya sin sotana. El drama es mayúsculo. «Me boicotean, me odian, quiero vivir en otro país, pobre México, está negado al arte».

Finalmente, la de las opiniones más firmes es Leonora cuando defiende, en nombre de su arte, su derecho a exigir que el mundo se transforme. «He comprobado que los mexicanos no tienen voz en los asuntos públicos; aquí la fuerza está del lado del que gobierna, no del gobernado. ¿Por qué someternos a los mandatarios?». Además, a Álvaro lo deleita la mueca que hace furiosa cuando dice: «Odio los partidos políticos».

El día que Álvaro alquila un pequeño departamento en la esquina de las calles de Roma y Liverpool, se le revela el amor. Leonora ha vivido la pasión y el hechizo, nunca ese sentimiento cotidiano que crece desde el amanecer. Conoció la obsesión, la dependencia de Max, de Renato, de Chiki; pero el amor amoroso de las parejas pares del poeta López Velarde, de quien le habló Octavio Paz, es totalmente nuevo. El amor trastoca los valores establecidos, arroja a lo desconocido. Breton, el del amour fou, estaría contento de su descubrimiento, de la belleza que los demás constatan: «Nunca has sido tan hermosa», de la energía que da la verdad del amor. Ahora recuerda lo que Breton dijo una vez a Jacqueline Lamba: «Eres escandalosamente bella». Gracias a Álvaro, Leonora se siente «la ordenadora omnipotente del mundo».

Al departamento lleva un caballete, una tela, una caja de pinturas.

Rehacer la vida es deshacerse del pasado. A medida que Leonora habla del suyo, Álvaro adquiere la certeza de que un dolor tan extremo conduce a la locura. Además, al contarlo, Leonora se lleva las dos manos primero al pecho, luego al estómago, como si el corazón y los intestinos fueran a salirsele:

—Le entregué todo lo que yo era, me sumergí en él y me fue arrancado tan brutalmente que la vida que apenas iniciaba se me rompió; todos los cables de mi cerebro hicieron corto circuito y me dieron electroshocks para volver a conectarlos. ¿Sabes qué es el Cardiazol? Es una terapia de choque, te inyectan dosis de insulina que terminan en un estado comatoso. En realidad, te matan. Dicen que es una cura contra la esquizofrenia pero el Cardiazol destruye todo lo que traes adentro. El dolor de lo que me hicieron lo cargo aquí y aquí —lleva su mano al corazón y luego a su frente.

Álvaro la mira con un respeto que hace mucho no sentía. Alguien capaz de sufrir con esa intensidad por amor tiene que ser excepcional. «Es fácil arrodillarse frente a una mujer así».

Leonora tiene poderes, guía a través del precipicio; ella, la luz, la flor al amanecer. Viene de algo infinito, ilimitado; se perdió y se recuperó, abandonó su cuerpo y ahora irradia una luz, una energía o un halo que él reconoce. «Walter Benjamin se suicidó, y eso que ya había logrado atravesar a pie los Pirineos con su manuscrito; si hubiera esperado un poco se habría salvado; siempre hay que esperar», piensa Álvaro. Por eso la sensación de algo antiguo y desconocido que ella le provoca gana la partida. Cuando ella le dice: «Hay fenómenos que escapan a la razón con los que yo estoy familiarizada», él le cree.

—Yo sé que las estrellas son hombres, mujeres y niños que murieron hace mucho tiempo. Son materia interestelar.

—También nosotros lo somos —se rinde Álvaro.

Salir los fines de semana se vuelve una costumbre. Los hijos de Leonora son mayores y Chiki no dice nada. Quizá el verdadero y terrible viaje de Leonora, el de la locura, hace estremecer a Álvaro. Una noche, un mesero tira una charola llena de platos en el Sanborn’s, la pintora se levanta empavorecida y grita: «¡Vámonos!».

Si antes Álvaro rechazaba asistir a congresos en provincia, ahora acepta y escoge Necaxa. Los vientos húmedos del golfo se precipitan sobre la zona y se levantan bosques frondosos entre las caídas de agua. En el fondo del valle, en un pueblo entre los árboles, Villa Juárez, los acoge un hotel modesto. Caminan durante horas sin cansarse y todo se les vuelve bosque, el diálogo y la risa, las tortillas y el arroz, las caricias y el amor. A veces discuten. Álvaro es pragmático y ella sigue su instinto, que la lleva hacia la naturaleza; las semillas pueden venir hasta de los Andes traídas por una corriente en la estratosfera y poseer sustancias tóxicas que ella sabe reconocer.

—¿Tóxicas?

—Sí, Álvaro, al pie de los árboles crecen las plantas sagradas, los hongos, vamos a buscarlos.

Al atardecer, después de una larga caminata, se encuentran en lo más profundo del bosque. Pájaros como luces vuelan entre las ramas altas y otros cantan desde sus perchas secretas. El olor de las hojas pudriéndose se mezcla con la fragancia de flores invisibles.

—Aquí están, aquí están, vengan mis amores, vengan mis hijitos —y Leonora se acuclilla al pie de un árbol—. Estos son, tómate este —y le tiende un hongo.

—Estás loca.

—¡No me digas eso!, sé lo que hago, tómatelo, mira —y en ese momento comienza a masticar.

—Puede ser venenoso.

—Claro que no, yo sé lo que te digo, métetelo a la boca, es carne de los dioses; además, tú eres médico, tú salvas a los dioses.

Álvaro se lo pasa como un purgante. Leonora ríe y pone su chal en el suelo a modo de almohada y lo invita a acostarse bajo la copa de un árbol.

—Vamos a dormir aquí.

—No, bajemos al pueblo, esto es peligroso; atentas contra tu vida sin darte cuenta siquiera.

—Lo peligroso, Álvaro, es no hacer lo que uno quiere; acuéstate, la tierra está muy suave.

Tendido junto a ella, su sensibilidad exacerbada por el esfuerzo, extenuado por la caminata, siente vértigo, los grillos y las ranas se confabulan para hacerle cerrar los ojos.

—No es nada desagradable morir así. Si es que voy a morir, lo acepto.

Cuando abre los ojos ve que Leonora tiene los suyos bien abiertos y llora. ¿Cuánto tiempo durmió? En la noche negrísima todavía brillan las estrellas. Quiere preguntarle por qué llora pero ningún sonido sale de su boca. Ve su cabello negro sobre la tierra, su perfil y las lágrimas que escurren sobre sus mejillas y por primera vez tiene la sensación de que su vida hasta ahora no ha tenido sentido. No cabe duda, esta mujer le queda grande. ¿Cuándo será él capaz de exteriorizar sus sentimientos como ella? Nunca. ¿Cuándo había encontrado otra mujer más endeble y más dueña de sí a la vez? Sus impulsos, que al principio lo sacaron de quicio, le abren partes de sí mismo que nunca pensó tener. Por fin, después de quién sabe cuánto tiempo, al amanecer logra moverse y abrazarla. Siente más ternura aún: «Leonora, mi niña Leonora». Ella esconde su cabeza en su cuello y él quita basura de sus cabellos, le alisa la falda y la guía hasta el hotel. «Ven, vamos a bañarnos».

La quesadilla matutina ofrecida por un hombre de cabello blanco le sabe a gloria, el agua del arroyo resulta un diamante licuado. Con haberla visto una vez, los lugareños la reconocen: «¡Ah, la fuereñita, la alemancita, la italianita, la gringuita, la francesita!». Pertenece a todos esos países.

A las doce del día, cuando el sol arde en medio del cielo, Álvaro pregunta convirtiendo su mano derecha en visera:

—¿Por qué no nos quedamos a vivir aquí para siempre?

—No —responde Leonora, autoritaria—. Ya nos vamos a ir.

—¿Con quién habías venido aquí antes? Todos parecen conocerte.

—Con mi marido.

—Vámonos —la toma del brazo y enmudece.