Capítulo 5
EL OLOR DE LOS CASTAÑOS
Hablar francés desde niña es una ventaja porque Leonora camina por París sin ningún temor. La calle ejerce una seducción muy superior a la escuela.
—¿Adónde vas, Leonora?
—A la calle.
—Tienes clase de literatura francesa.
—Aprendo más afuera. Toda la historia de Francia está en sus adoquines. Me intriga cómo se asoman los pantalones de los hombres en las pissotières.
—Si sigues infringiendo las reglas, tendremos que expulsarte.
—Nada me daría más gusto.
La expulsan de nuevo. ¿Por qué es imposible doblegarla? Hay que cortarle su mesada, domarla a través de la disminución. Su padre, furioso, la cambia a una escuela severa: la de miss Sampson, en París. Allí su pequeño cuarto tiene vista al cementerio. «Yo no me quedo en esta cárcel, trae mala suerte». Escapa y busca a un profesor de bellas artes conocido de sus padres: Simon, que al verla tan decidida le abre la puerta. La fiereza de esta muchacha tiene algo de los templarios, de los iluminados. Es difícil rechazarla. Entonces sí, Leonora se siente bien porque Simon le permite quedarse el día entero frente a La Mona Lisa en el Louvre, subir por la calle de los Beaux Arts, caminar al borde del Sena hasta la noche y contemplarlo desde el Pont Neuf, hablar con quien se le dé la gana. Simon incluso la acompaña por los quais a buscar libros de alquimia y comparte con ella un café en St. Germain-des-Prés. La única obligación es que regrese a las diez y media de la noche.
Cuando ya no tiene dinero va al Ritz, donde Harold Carrington tiene una suite permanente, y el portero, Jules, se mortifica al ver el estado de sus zapatos.
—Es que camino mucho.
—No se preocupe, aquí tiene unos francos, los voy a cargar en la cuenta de su padre. Mire, si permanece en París suficiente tiempo, va a aprender a reconocer el olor de los castaños.
Su madre la rescata, llega a París con boletos de tren para ir adonde se le antoje.
—Dicen que el que pierde una cita de amor o un viaje a París muere sin saber que ha vivido —exclama feliz Maurie, que es buena viajera y sabe que su hija, cuando quiere, es una compañía inmejorable.
Maurie ve los rasgos de carácter de Harold reflejados en Leonora, ejerce el mismo poder sobre los demás. El jefe de la Imperial Chemical dirige al mundo y Leonora lo confronta: ¿de dónde saca las agallas para hacerlo?
—Tu padre no comprende tu conducta, solo espera tu presentación en la corte a ver si con eso sientas cabeza.
Visitar los museos de Italia y de Francia con Leonora es como hacer dos viajes a la vez, el tradicional y el mágico de su hija.
—Mira, mamá, este es Brueghel. Deja que vea la placa pero estoy segura de que es él.
A Maurie le enorgullece que su hija reconozca cada autor.
—Quisiera ir a Alemania para ver a Brueghel, a El Bosco, a Grünewald, a Cranach. También quisiera ver Los dos amantes y la muerte de Hans Baldung y La ruina de Eldena de Caspar David Friedrich.
Leonora permanece largas horas frente a cada cuadro, lo observa con reverencia, saca su libreta de apuntes, dibuja a vuela pluma y, al salir a regañadientes del museo, se sienta al borde de la fuente mientras su madre consulta la Baedeker y decide lo que verán al día siguiente. Leonora tiene todos los apetitos, prueba las berenjenas y el risotto, pide vino de la casa, sonríe y coquetea con el elevadorista, el administrador del hotel, el portero, el que entrega las llaves, el señor de barba y bigote en la mesa vecina, el muchacho guapo que viene a invitarla a bailar. Cada huésped deja sus zapatos frente a su puerta para que se los boleen y Leonora los cambia de lugar. En la noche, a punto de dormirse, madre e hija hacen la crónica del día y sus comentarios superan sus vivencias. Para Maurie todo se metamorfosea en fiesta ¡Qué bonito sería vivir así siempre! A pesar de que a Leonora le resulte incomprensible que mujer alguna quiera estar casada con Harold Carrington, la vida de Maurie ha sido fácil.
—Tu padre era un hombre muy atractivo.
—Lo dudo mucho.
—Un hombre de carácter.
—Eso sí lo sé, porque lo padezco.
—Es de una inteligencia superior.
—En eso coincido contigo.
—Lo que somos se lo debemos a tu padre.
—Yo no le debo nada —responde Leonora enojada.
Desde que salió de Irlanda a los dieciocho años, Maurie Moorhead ha vivido una vertiginosa ronda de placeres. Partidos de croquet (¡ah, cómo los odia Leonora!), cacerías de casaca roja y de caballos rojos y foxhounds rojos que persiguen a una zorra roja, ventas de caridad, partidas de bridge, masajes con Madame Pomeroy, Picadilly Circus, salones de peinado, tratamientos de belleza, pruebas de alta costura: el hecho de que Maurie crea en la última moda sin estar nunca a la moda es parte de su encanto. Según Leonora, madre e hija llegan demasiado temprano o demasiado tarde a todo.
—Los desfiles de alta costura francesa —dice Maurie— son el punto de arranque de la moda en el mundo.
—¿Como en las carreras de caballos? —pregunta Leonora, a quien le encanta la loca creatividad de Schiaparelli en la Place Vendóme.
—Vamos a Lanvin, entremos a Poiret aun si terminamos en el Printemps.
A Maurie le decepciona no encontrar knickers de satín café. También le urgen botones de cuero para un saco de tweed y los que le ofrecen no son de su gusto.
—Podríamos estar en Londres —alega— y encontraría lo mismo en Regent Street a mitad de precio…
—No se viene a París a comprar botones.
—Entonces ¿a qué se viene?
—A comprar un Van Gogh.
Maurie escoge una gorra marinera que le sienta muy mal. A Leonora le divierte que una boîte de nuit en la calle de Boissy d’Anglas se llame El buey sobre el tejado, y pregunta por qué, y el capitán de meseros, que parece miembro de la Academia Francesa, le responde:
—En honor de Jean Cocteau, que viene a veces. Creo que le toca hoy en la noche.
Maurie se niega a ir a cabaret alguno porque no encontró sus knickers.
—Mejor vamos a tomar té a Rumpelmayer.
Mientras Maurie hace la siesta, Leonora va al Café de Flore sin su monedero. En Francia es fácil tomar una copa y pagarla una o dos horas después, y ya para entonces su madre habrá despertado. Pide una cocoa.
—No hay cocoa —responde el mesero—. Café au lait, tisana, té, chocolate, vino, cerveza si quiere, nada de cocoa.
—Thé, alors.
A su lado, un joven la mira con insistencia:
—Me imagino que es inglesa porque pide té. Fui a Londres, qué bonito es el Támesis. Me quedé en Southampton, era tan verde.
—Sí, supongo que es verde. El verde de Irlanda es de los que se prenden como si hubiera un foco bajo la tierra.
Así pasa una hora y cuando el joven Paul Aspel se dispone a invitarla a cenar, Leonora recuerda:
—Tengo que ir por mi madre, ahora regreso.
En el hotel, Maurie le advierte:
—No deberías hablar con desconocidos. Está mal visto que una muchacha se siente sola en un café.
—¿Por qué?
—Porque eres demasiado llamativa y parece que buscas cliente.
—No te entiendo, mamá. Las monjas nunca me hablaron de eso.
Maurie teje en torno a su hija una red de restricciones y de abstinencias que hacen que Leonora la mire con ojos de fuego. Pretende ahogarla en un océano de ritos. Infringirlos es imposible porque los Carrington la han educado para ensalzar su nombre, su alcurnia, las buenas costumbres, la gloria familiar.
—Mamá, vivir de acuerdo con los demás es una enfermedad.
—Formas parte de una sociedad, tu linaje…
—Todo eso que dices son tonterías, tabúes, y yo el único Tabú que conozco es un polvo para la cara.
—No, Leonora, son consejos para que vivas en armonía con tu propia naturaleza, con el origen de tu familia y con la grandeza de tu país, tú eres tu país. Tú eres Gran Bretaña.
—Soy Leonora, no el imperio británico —se burla.
—No te pases de lista, tú también eres tus ancestros. Oscar Wilde es parte de tus neuronas, por él eres como eres, rebelde, inasible, y como él no mides las consecuencias de tus actos.
Leonora alega, como alguna vez lo hizo en Crookhey, que no le impacta toda esa heráldica, que, al contrario, en vez de presumir de su pasado lo minimiza con su sonrisa de duende. «Mi madre es una esnob», se repite en voz baja. En muchas familias, el afán por un pasado glorioso es irresistible, se arraiga en la naturaleza humana a tal grado que los dueños de hoteles, los vendedores de automóviles, de tabaco y de perfumes le dan un título, un escudo, armas de familia a su negocio, a su coñac o a su vino. «Obtener un beneficio de algo que tú no has hecho, no me parece aristocrático. Es cosa de mercachifles». También discuten acerca del buen gusto, porque Maurie se empeña en dividir las cosas en buen o mal gusto.
—Eso es totalmente relativo —alega Leonora—. Lo que a ti te gusta, a mí puede repelerme y viceversa.
—No, tú estás educada para el buen gusto, Leonora, y si olvidas este principio te descastas.
El maître d’hôtel, al pasar la botella, murmura el año y la cosecha en el oído de cada comensal. Cuando dice «Grand vin de Château Latour 1905», a Leonora no le cabe duda de que está probando algo extraordinario, algo viejo y sabio pero tan fresco y jovial al mismo tiempo que parece hecho el día anterior. Lo sorbe como si comulgara.
—El vino hace que los franceses sean una raza aparte —le dice a Maurie—, su ingenio se lo deben a este vino.
Al mes ya sabe rechazar un vino que sabe a madera y tiene un color muerto y otro bouchonné, cuyo corcho se pudrió.
—Me gustaría ser rica y chispeante y libre como la veuve Cliquot o el champaña Pol Roger.
—Tú tienes tu propio linaje en Lancashire.
—No voy a anclarme en él ni volverme cadáver como Mary Edgeworth. No quiero que los esqueletos me asfixien; yo soy mi propia madre, mi propio padre. Soy un fenómeno aislado.
Maurie vuelve su cabeza hacia otro lado para que Leonora no vea aflorar sus lágrimas. De veras que Leonora la mortifica; es un animal extraño salido del redil en el que pastan sus hermanos.
En el mes de febrero arriban al Hotel du Palais de Biarritz en medio de una tormenta de nieve. Maurie toma como insulto personal que la nieve caiga en víspera de la primavera, se convence de que la tierra gira fuera de órbita.
—Con razón Biarritz está vacío. El año que entra iremos a Torquay. Es más barato y el clima, mejor.
Esquiar en St. Moritz, veranear en Eden Roc son fechas en su agenda; desplazarse en Bentley y en Rolls Royce es parte de su cotidianidad.
En Montecarlo, Maurie se encierra en el casino.
—¿Es tu retiro espiritual? —pregunta Leonora.
Golosa, Maurie quiere cenar puntualmente y al día siguiente recordar lo que comió mientras que Leonora nunca se acuerda.
—Mamá, te pareces al gato de Cheshire relamiéndote los bigotes.
Leonora retiene el más mínimo gesto de los demás comensales. Coquetea con el dependiente de una agencia de viajes que les vende boletos para ir a Taormina, y de ahí se siguen a Sicilia. Los italianos la miran caminar y hablan en voz alta de su culino. En Taormina, Dante, el capitán de meseros, es su nuevo romance y les vende un Fra Angelico muy barato que resulta falso.
De nuevo en París, Leonora monta a caballo en la mañana, asiste a un partido de polo a medio día y baila en la noche. Ser joven, bella y rica es ciertamente un buen arranque en la vida. Maurie comparte el éxito de su hija porque entrar a cualquier sitio y observar que los parroquianos se detienen para verla es, por lo menos, gratificante. Una multitud de cafés les abren los brazos y ellas toman el aperitivo en uno y comen en otro, y a Maurie le dicen que su hija es tan maravillosa como las Soles Meunières que madre e hija derriten lentamente en su boca. Leonora es la que pide los vinos, lo sabe todo del Pouilly Fuissé y hasta se da el lujo de rechazar botellas. Su madre la observa con asombro. Tienen todo el tiempo del mundo, la vida entera por delante.
—¿Qué otros manjares van a ser triturados por nuestros dientes blancos? —pregunta Leonora—. Parecemos harpías.
¡Lejos quedó el porridge matutino! Leonora reconoce hasta las cosechas del vino que vierten en su copa.
—Somos tan felices como reinas de mayo —admite Maurie.
Leonora levanta los brazos, echa su espléndida melena para atrás, ríe a plenos dientes.
—Leonora, todos te están viendo.
—No, mamá, a la que miran es a ti.
En el Folies Bergère, Mistinguette baila para ellas y Maurie declara:
—Esas mujeres desnudas me aburren, hace años los griegos hicieron lo mismo.
Todavía le molesta la ausencia de los knickers de satén café. En el Bal Tabarin Leonora baila con un armenio que la llama al hotel a la mañana siguiente. Maurie compra boletos para salir de París antes de que el armenio se presente a venderles algún icono.
—La respetabilidad es lo más aburrido que hay en el mundo. A Venecia no, mamá, todos los ingleses van allí.
—Venecia, he dicho.
Para Leonora, Venecia es el Von Aschenbach de Thomas Mann, una alucinación en la neblina, una laguna de agua de mar a punto de morir, igual al lago en el que de chica aventaba a su yegua al galope. Todo está pudriéndose, el detritus se acumula en la sangre espesa de Venecia la moribunda, pero el deseo de vivir de Maurie rebasa la ola negra de la mortalidad. «Aquí estuvo Lord Byron», insiste. En el Lido, Leonora no reconoce la playa asoleada en la que Von Aschenbach vio por primera vez el rostro divino de Tadzio, que lo invadió como el agua sucia ahoga a Venecia. Maurie enloquece por las góndolas, Leonora no porque los gondolieri le parecen falsos y teatrales. Rechaza la vuelta al pasado veneciano en esas aguas que se estancan y en las que caerse significaría la muerte por envenenamiento.
—El príncipe Umberto Corti quiere invitarnos a su villa, todos dicen que es magnífica.
—Me niego a ver un piso de mármol más…
En Roma, atraviesan la plaza de San Pedro y una vez dentro de la iglesia Leonora declina besar el pie de La Pietà de Miguel Ángel, a punto de derretirse por tantos labios.
—Prefiero besar las llagas de San Francisco de Asís, porque al menos amó a los animales.
Un viejo ofrece desde su carretela tirada por dos caballos engalanados:
—Puedo llevarlas a las catacumbas.
—¿Mamá, preferirías que te incineraran? —pregunta Leonora después de la visita.
—No me gusta pensar en la muerte —responde Maurie.
—Tienes razón, porque yo no estaré contigo cuando tú te mueras.