Capítulo 24
LA LOCURA

Si Leonora habla a lo mejor se le tuerce la lengua o se le desgarra la garganta. Durante días y noches permanece desnuda, torturada por los mosquitos. No poder rascarse después de un piquete es un tormento. Se acostumbra al sudor y al olor de sus orines, lo que no aguanta es la hinchazón en su muslo. También le duele la espalda, las piernas le pesan, las sienes le punzan y un dolor tremendo se ha instalado en su cabeza, como si una diadema quisiera achicársela.

—Le va a punzar durante varios días, por eso no la movemos, pero vale la pena sufrir estas inconveniencias porque los beneficios del Cardiazol son inmensos —le dice Frau Asegurado, que la vigila durante el día.

José, que se encarga de ella en la noche, prende un cigarro y se lo pone entre los labios para que le dé unas fumadas; le trae un limón, que Leonora come con todo y corteza porque elimina el sabor amargo de la convulsión. También le limpia el sudor con una toalla mojada y Leonora se lo agradece. A él el olor de sus heces no parece molestarlo, tiene buen humor. Leonora le pregunta si Piadosa, la afanadora bizca, se llama así por sus pies adoloridos, José ríe a carcajadas.

A los cuatro días, Piadosa le trae un plato con verduras y huevos que introduce en su boca con una cuchara y retira bruscamente; teme que la inglesa la muerda. A Leonora le cae bien Piadosa, sería incapaz de atacarla.

—Me duelen mucho los dientes, no puedo morder.

—Es normal, les sucede a todos a quienes les ponemos la inyección; irrita las encías. Pero se le va a pasar.

Al gordo Santos le disgusta que Leonora lo observe.

—¿Qué me ve, señorita inglesa, qué me ve?

—Examino a las personas que me rodean. No tengo otra cosa que hacer más que verlos y todo lo tolero, salvo la hinchazón que paraliza mi pierna izquierda. Suélteme la mano y podré curarla porque siempre tengo las manos frías.

Santos se hace el desentendido. En cambio, en la noche, José la desamarra y, al solo contacto de su mano, la inflamación cede tal y como ella lo predice.

—Esa inyección es para impedir que camine, se la ponemos a los incontrolables. Seguramente los ingleses se chalan por nacer en una isla, tanta agua, tanta neblina, tanta poesía. No se preocupe, dentro de cinco o seis días pasará el efecto.

—¡Cómo se atreven! —se indigna Leonora.

—¿Y usted, inglesita, cómo lo hizo para destruirse en esa forma? —le sonríe José, que no la juzga y solo pide una explicación.

Cuando el recuerdo de Alberto, el del dolor en su muslo y el del diálogo con José le devuelven la conciencia, Leonora se encuentra de nuevo en su cama, ya cambiada y limpia.

—¿Cómo me veo? —le pregunta a José.

—Mejor.

—Pero antes, ¿cómo me vi?

—Fea. Las convulsiones afean.

—¿Me vio?

—Sí.

—¿Qué vio?

—Muecas que se repetían a lo largo de su cuerpo, convulsiones.

—Lo que yo no quiero es compasión, odio la compasión —se enoja Leonora.

—Créamelo, aquí en España todos necesitamos compasión. Después de matarnos unos a otros, lo único que vale es la compasión.

Frau Asegurado es una mujer de hombros anchos, fornida y cabezona. Sus manos también son fuertes y su cara es plana pero firme. De su boca, las palabras salen como pedradas.

Hasta los internos más dóciles de Villa Covadonga viven en la mortificación. Se trata de salvarlos a través de la obediencia. Los Morales los obligan a comer si no tienen hambre, a dormir si no tienen sueño y a bañarse con agua fría a cualquier hora.

—Yo no quiero salvarme de mí misma —le dice a Luis Morales—, de quien quiero salvarme es de usted.

Mientras la vigila José, Leonora se deprime. La mente de don Luis está poseyéndola y la domina. Puede oír su inmenso deseo de aplastarla. Un cuerpo extraño estira su piel hasta reventarla. Tiene que salir de Santander y le suplica a José que la acompañe a Madrid, lejos de don Luis. El enfermero le responde:

—¡No sería conveniente que viaje desnuda!

Le tiende una sábana y un lápiz mientras ella recita:

—Libertad, Igualdad, Fraternidad.

Leonora, envuelta en la sábana, arrastra penosamente su pierna hasta el vestíbulo. En ese momento aparece don Luis acompañado de Santos y Frau Asegurado. Leonora piensa que su poder hipnótico los ha inmovilizado pero se arrojan sobre ella y la llevan a rastras a su habitación.

Debe ser domingo porque escucha el tañer de las campanas y el repiqueteo de pezuñas de caballos, que despierta en ella una inmensa nostalgia por Winkie. Si la tuviera, con ella escaparía al galope. Hay jinetes allá afuera y si algo es ella en la vida es una amazona. Parece imposible comunicarse con el mundo exterior y se pregunta quién sería capaz de ayudar a alguien desnudo, envuelto en una sábana y armado con un lápiz.

—Esa mujer lo único que sabe decir en español es la palabra «jardín» —se queja la cuidadora a don Luis—, y a mí me resulta pesado seguirla cada vez que sale y se echa a correr. Soy enfermera, no corredora de fondo. «Jardín, jardín», me repite lastimeramente.

—Es que si los ingleses pudieran ser pasto lo serían. Voy a darle un tranquilizante.

—Ella no acepta las medicinas como los demás. Todo lo cuestiona, doctor. En el jardín, después de correr como endemoniada, se acuesta en la tierra.

—Si así se calman las turbulencias en su cerebro, déjela. Si se pone brava, le daremos otra sesión de Cardiazol, porque otro choque convulsivo la va a estabilizar, ya he consultado a mi padre… Esta paciente no conoció ni la disciplina ni el control, le permitieron hacer lo que le venía en gana, se volvió extravagante y fantasiosa. Los alemanes sí que saben disciplinar a sus ciudadanos para llevarlos al bien común.

La sonrisa de Luis Morales al entrar a la habitación de Leonora es la de un inquisidor.

—¿Qué día es hoy? —pregunta el médico.

—Creo que lunes.

—¿Ayer qué día fue?

—Domingo, oí campanas.

—¿Cuántos años tiene usted?

—No lo sé, me siento muy vieja.

—¿Cuándo llegó aquí?

—Hace siglos.

—¿Cómo era St. Martin d’Ardèche?

De pronto los objetos se mueven ante los ojos de Leonora, las sillas oscilan a punto de caer.

—No sé —responde—. Salí de allí y de repente todo desapareció.

—¿Y Max?

—También desapareció. Se lo llevaron no sé adonde.

—¿Quiénes?

—Creo que un gendarme con un fusil.

—¿Y Max no opuso resistencia?

—Estaba acostumbrado. Ya una vez se lo habían llevado.

—Usted ¿de dónde es, Leonor?

—De ninguna parte.

—¿Recuerda de qué país viene?

—No.

—¿En qué idioma estamos hablando?

—Supongo que en español.

—No, Leonor, aunque mi pronunciación no es de las mejores estoy hablando en inglés. ¿Qué idiomas habla usted?

—Inglés y francés.

—¿Qué comió hace un rato?

—No ha de ser muy memorable puesto que no lo recuerdo.

Don Luis sonríe.

—¿Y sus padres?

—No sé dónde estén, quizá en Hazelwood.

—¿Cómo son sus padres?

—Supongo que usan impermeable, abren su paraguas, toman el té a las cinco…

—Trate de recordarlos.

—No puedo.

—¿Y sus hermanos?

—Están en el ejército.

El médico Luis Morales la mira con ojos muy azules:

—Leonor, hábleme de usted…

—La guerra…

—No, no me hable de la guerra —la interrumpe—, dígame algo de su persona, de su vida.

—Es de mala educación hablar de uno mismo. Let’s not get too personal, you and I. Las guerras terminarán cuando accedamos al «saber» y nos demos cuenta de que el gran desorden es obra de Dios y de su hijo. Mire, doctor, ponga atención, observe la confusión en los objetos que cubren esta mesita, es el mismo caos de los engranajes de la maquinaria humana que tiene al mundo sumido en la angustia, en la guerra, en la indigencia, en la ignorancia.

—Sí, le prometo que vamos a poner al mundo en orden; pero empecemos por usted. Leonor, ¿a qué edad empezó su menstruación?

—Yo no hablo de esas cosas.

—Soy su médico.

—La luna se cruzó con el sol, mire, en esta mesita voy a acomodar varios sistemas solares tan perfectos y completos como el suyo…

—¿Cuál es mi sistema solar?

—El que usted tan impunemente hace girar sobre nuestras cabezas, el que provoca nuestras convulsiones.

—¿Le parezco agresivo?

—¿Agresivo? La suya es la acción inhumana de un sistema autoritario, nazi, fascista, racista.

Leonora comienza a temblar.

—Tranquilícese, solo intento ayudarla. ¿Cuándo empezó a menstruar?

—Europa transformó mi sangre en energía. Mi sangre es femenina y masculina a la vez, es microcósmica, forma parte del universo porque es el vino que les doy a beber a la luna y al sol. Antes yo hacía vino, lo sé todo de las vides y, así como pisé mis uvas, machacaré a los alemanes en Francia, en España, en Inglaterra.

—No lo dudo —responde Luis Morales con simpatía—, las mujeres dan su vida por la humanidad. Si fuera por ellas, no habría guerras. ¡Consuélese, los hijos han caído por Dios, por España y por el rey!

—Mire, no creo en Dios, no tengo hijos ni mucho menos patria, y el rey es un imbécil. Espero salir de aquí si usted y su padre me lo permiten.

—Eso depende de su buen comportamiento —responde Luis Morales.

—En esta cajita metí a Franco y a su lado puse un pedacito de excremento. Véalo, ya está seco.

Luis Morales parpadea, sus ojos azules ya no parecen tan protuberantes.

—Dígame, ¿cómo es su padre?

—Mi padre es el ejemplo perfecto del hombre común.

—¿Y usted lo acepta?

—Es un hombre ético, honesto, tolerante, amarrado a lo que él considera normal o racional, y a mí no me entiende.

—¿A sus hermanos los entiende?

—Sí, porque hacen exactamente lo que él quiere.

—Bueno, pero su padre no es una mala persona, usted misma lo dice.

—No, no lo es, pero siempre favoreció a mis hermanos y a mí me hizo a un lado porque soy mujer. En la casa es el amo y su presencia intimida a todos. Recuerdo que de niña, cuando él llegaba, cesaban nuestros juegos.

—¿Por qué no puede obedecer a su padre?

—Porque tengo adentro algo que lo impide. Cuando le decía que estaba aburrida en casa, respondía: «Breed fox terriers», como si entrenar a perros pudiera salvarme, o «Aprende a cocinar», cuando nunca me interesé en saber si en la sartén se pone primero el huevo o el aceite. A él le habría hecho feliz que yo me casara con un rico y que fuera a misa los domingos.

—¿Y por qué exige usted que se le dé aquí, en el sanatorio, un trato especial? —pregunta Luis Morales con sorna.

—Porque yo soy especial. ¿Puedo fumar?

—Sí.

Aunque en el sanatorio está prohibido fumar, le enciende su cigarro. Don Luis tuvo vocación para el sacerdocio pero prefirió la medicina.

—¡Qué bueno que no es usted sacerdote, odio a los curas! Al menos usted no pretende ser un santurrón. Además, me gusta como hombre.

—¿Me desea?

—Depende.

Esta mujer, con su prodigiosa vida interior y su belleza, es un regalo de Dios. Su voluntad de independencia y su actitud hacia sí misma lo deslumbra. Acostumbrado a tratar a pacientes víctimas de sus circunstancias, se maravilla: Leonora es un caso único. Don Luis le sonríe. Ella no sabe si devolverle la sonrisa.

Leonora intenta decir algo y le sale otra cosa. La boca se le llena de saliva. «¡Que este hombre superior, dios, médico, analista me deje en paz!».

—No más interrogatorios. —Se levanta inquieta—. Tengo que reflexionar y encontrar la solución. Ayer estuve a punto de dar con ella.

¿Qué quiere de ella este hombre? ¿Por qué le arrebata su rutina? De pronto, la certeza de que Morales quiere hacerle daño se impone:

—¡Déjeme, déjeme! ¿No se da cuenta de que yo estaba tendida al sol en las piedras blancas de St. Martin d’Ardèche?

El médico sonríe:

—Es normal que esté desubicada. Hay que esperar un tiempo.

Se da la media vuelta y la enfermera la toma del brazo.

Al paso de los días, otros internos la observan a través de la puerta de cristal. Entran a su cuarto. A veces el príncipe de Mónaco, tan rancio como su rancia familia, la saluda con una reverencia, su mano cadavérica en el aire. Otras, el marqués Da Silva, íntimo amigo de Alfonso XIII y de Franco, camina como si llevara una corona en la cabeza y cuando le tiende la mano Leonora nota que se come las uñas.

—Se las come porque es adicto a la heroína —le dice José—. Le inyectaron Cardiazol pero él cree que fue una picadura de araña.

—Usted es amigo de Franco —le dice Leonora al marqués Da Silva, que tiene una elegancia innata— y yo tengo que hablar con él. ¡Consígame una cita! Si lo logra, terminará la guerra.

Leonora liga su vida personal a lo que le sucede al mundo; ella es la tierra, sus brazos son los olivos que se levantan contra el nazismo. A ella no la han aprisionado, es a Inglaterra, a Francia, a España a las que encierran en un manicomio. Los gobiernos son la suma de todos los egoísmos, que han llevado a Europa a su derrota. Quieren hacerle a la gente lo mismo que Harold Carrington le hizo a ella. Su batalla es contra la represión. Si a ella la desatan, volverá a ser la novia del viento y tomará los países en brazos para llevarlos a un lugar seguro por encima de las nubes.

El príncipe de Mónaco, con su nariz aquilina y su mirada extraviada, instaló en Villa Pilar una máquina de escribir y una radio. De la mañana a la noche mecanografía con dos dedos cartas a diplomáticos e invita a Leonora a escuchar la estación de Radio Andorra.

—¿Por qué tiene tantos mapas pegados a la pared? ¿Se va a quedar aquí para siempre?

Leonora busca el trayecto que hizo desde St. Martin d’Ardèche y el príncipe le dice que, si lo desea, puede marcarlo con lápiz rojo.

—Así sabrá cómo regresarse, Lady Carrington.

—No soy Lady, mi familia no tiene títulos nobiliarios pero sí muchas ínfulas, y se han propuesto encerrarme aquí.

—¿Para qué quiere irse? Afuera es una carnicería. Aquí nos dan un trato de reyes.

—Pero sin cortesanos. Tengo una tonada en mi cabeza y quisiera bailar.

—Salga usted al jardín y hágalo, siga su instinto. Yo la acompañaría si no tuviera que escribirle al Duque de Sessa y a los padres de Cayetana de Alba para decirles que le busquen otro peluquero.

No se lo dice dos veces y Leonora sale con los brazos por encima de la cabeza y se balancea al caminar. Ahora sí, la libertad de su cuerpo es solo suya; la liviandad de sus muslos la transporta fuera del manicomio. «¡Nunca me voy a cansar, soy toda fortaleza!». A la hora del crepúsculo, Leonora gira sobre sus pies e intenta cantar una balada que no necesita palabras. La melodía acompaña los latidos de su corazón. ¿Serán los sidhes quienes le mandan esta música? El príncipe de Monaco deja la máquina de escribir, tira sus cartas al aire, la alcanza con castañuelas invisibles en las manos y zapatea frenético hasta que se oye el grito de Frau Asegurado:

—¡Esos locos al agua fría!