Capítulo 47
EL PESO DEL EXILIO

Caminar por la avenida Álvaro Obregón y tomar té en la gruta caliente de su cocina oscura le sabe a Londres. Algunas tardes, cuando sale en los días de lluvia, el olor del pasto recién cortado la transporta a Hazelwood.

Si vivir de por sí cuesta trabajo, para muchos exiliados un guía espiritual, un gurú, un psiquiatra, una figura paterna se vuelve fundamental. Un recuerdo de la tierra que se añora puede envenenar la sangre.

—¿Tú te identificas con la hilera de magueyes que avanzan como un ejército verde sobre la llanura mexicana, Leonora? —interroga Remedios.

—Me identifico con el tequila.

Aún no se acostumbra a los gritos cada 15 de septiembre, ni a la orfandad callejera, ni a los perros sin dueño, ni a los cohetes en los santorales, ni al abuso de la autoridad, ni a las peregrinaciones del 12 de diciembre, ni a la impuntualidad tan aceptada, ni al «¡Mande!» como sometimiento. Vive con un pie en el mundo que la concibió, del que la separa un océano.

El día en que un funcionario mexicano se despoje de su traje y ande entre la gente, el día en que una mujer impida que su marido le pegue, Leonora sentirá más suyo a México. Este es el país de los licenciados; brotan como hongos en los juzgados, los registros civiles, las iglesias. En la calle de Bucareli, las colas para renovar documentos son una tortura: «No podemos darle la prórroga, tiene que salir del país y volver a entrar». «Vamos a ponerle una multa por no avisar cambio de domicilio». «¡No es culpa mía! El que le puso otro nombre a la calle es el gobierno». «Eso es cosa del gobierno, a usted le toca lo suyo». «¿Qué, usted no tiene madre? ¿Por qué me da un solo apellido?».

—Tengo un monólogo que no puedo silenciar y me está matando —le dice a Remedios—. Nunca descansa, se repite y repite y repite, y por más que hago sigue dando vueltas. Lo llevo a todas partes apenas amanece.

—Salte a caminar —aconseja Remedios.

—Ya no aguanto a Chiki ni me aguanto a mí misma. Estoy dispersa, mi cuerpo está fragmentado, no sé cómo juntar los pedazos.

—Hiciste bien en casarte con Weisz, es un hombre bueno, confiable, inteligente. Gracias a él, saqué a Lizárraga en libertad porque lo reconocí en un campo de concentración que Chiki filmó en Francia.

—A mí, Chiki no me ha salvado de nada.

—No seas injusta, Chiki se rompe el lomo por ustedes. Vente con nosotros a Erongarícuaro, a casa de Onslow Ford, de allá regresamos renovadas Eva Sulzer y yo. Es un oasis de paz. Estudiamos a Gurdjieff y a Ouspensky, que nos llevan a una vida superior.

—Siento que nunca va a desaparecer esta angustia porque la angustia soy yo. Cada mañana abro los ojos al borde del precipicio y la certeza de la caída es espantosa.

Leonora y Remedios comparten su vida interior.

—Me encanta tu Angustia. ¿Por qué la firmaste Uranga?

—Porque era para la Casa Bayer —responde Remedios.

—Siento que me retrataste.

—No, Leonora, no digas eso, tú no estás amarrada. Además, tu inteligencia es superior.

Chiki espera a la cajera que, detrás de la ventanilla, debe tenderle el sobre amarillo con su paga y el recibo con siete copias en la caja del Novedades. Como el tiempo se alarga, escoge un periódico al azar. Data de hace más de seis meses. En una página interior lee: «La muerte de Robert Capa es una gran pérdida para el fotoperiodismo». El corazón quiere escapársele por la garganta. Robert Capa murió en Indochina el 25 de mayo de 1954. Pisó una mina que le voló por completo la pierna izquierda y le abrió el pecho. Tenía su cámara Contax todavía en la mano; su Nikon había volado varios metros más lejos.

Chiki se da la media vuelta. Sube al autobús Roma-Mérida y corre a la calle Tabasco a buscar a Kati. La carrera le acelera la respiración y le oprime el pecho; lo devuelve al verano de 1938 en Madrid, a la agencia Pix, a «Clartés», a Simon Guttmann y a Chim. ¿Qué será de Chim? Ante todo piensa en Kati, que amó a Capa desde la adolescencia. No es posible su muerte, él sabía calcular los riesgos mejor que nadie. Capa era todo lo que Chiki no podía o no quería ser. Devastaba a las más bellas, seducía a los poderosos, bebía martinis, regañaba a los meseros, se hacía amigo de quien encontrara en el bar y ante todo se jugaba la vida en el campo de batalla para tomar las imágenes de guerra que daban la vuelta al mundo.

—¡Kati, murió Bandi! —dice en húngaro.

Kati apenas si abre sus ojos ya cansados y prende un cigarro.

—Ya lo sabía.

—¿Lo sabías y no me lo dijiste?

—Lo supe dentro de mí.

Chiki se desploma. En su vida, siempre habrá alguien que se le adelante.

—Vamos a sentarnos allá afuera a ver si es cierto que, como dice Octavio Paz, la felicidad es una sillita al sol.

Su cigarro en la mano, el sol en el cénit, recuerdan el origen judío de los tres, Hungría, la escuela Pécsi y cómo, ya adolescente, Bandi quería comerse al mundo pero Kati era su puerto de buena esperanza; Kati, su anda; Kati, su conciencia, porque ella nunca buscó los focos, nunca renegó de su anarquismo, nunca traicionó a esa campesina chimuela de pañuelo en la cabeza que retrató para uno de los múltiples carteles hechos para la Federación Anarquista Ibérica. Bandi buscó la celebridad, mientras que sus compañeros nunca tuvieron esa urgencia.

La Katherine Deutsch de su adolescencia en Budapest era la única que lo conocía. De no estallar la guerra, el intrépido Bandi sería director de teatro en Buda, la ciudad de ambos; y ella, Kati, su primera actriz.

—Las mujeres del mundo han de estar llorando, sobre todo Ingrid Bergman.

—¿Y tú, Kati?

—Yo hace mucho que me siento desolada.

—Voy a llamar a Leonora y a Remedios.

Las tres tienen en común su pasado europeo, la guerra, el arte, la orfandad; las tres se acompañan, se consuelan, se animan, tienen las mismas razones para vivir.

A Paalen lo rodean las trouvailles de sus viajes, un pene de ballenato petrificado de más de tres metros de largo, que cuelga de una viga del techo de su estudio.

—¿No vendes tu pene? —pregunta Kati—; porque tengo un amigo millonario que seguro te lo compra.

Así como Leonora pinta caballos, Remedios acumula gatos y búhos en sus lienzos.

—¿Por qué pintas búhos si dicen que auguran la muerte? —le pregunta Gaby a Remedios.

—Porque estoy casada con la muerte.

—Mi mamá pinta a Boadicea y dice que esa reina guerrera se ponía al frente de sus hombres a caballo y era pelirroja como tú.

—¿Te gusta lo que pinto?

—A Pablo le gusta más Magritte.

—¿Y a ti?

—Me gusta el Gato Helécho.

Hace tiempo que Leonora se psicoanaliza con Ramón Parres, porque entre cuadro y cuadro cae en la depresión. La pintura es su bálsamo, como lo fue el opio para Joë Bousquet, pero hay mañanas en que la ansiedad la asfixia incluso frente al caballete. No poder identificar el rostro de la bestia que la hace dar bastonazos de ciego la inquieta y llama a Pedro Friedeberg:

—¿Puedes llevarme al loquero en tu coche?

Chiki le pide que se calme:

—Chiki, cada quien es dueño de su destino y no voy a dejar que me hundas.

Él guarda silencio. El temperamento de su mujer va más allá de sus posibilidades.

Pedro la espera en su automóvil para regresarla a su casa:

—Sabes, Leonora, va a llegar el día en que la psicología, el hipnotismo y la psiquiatría se borren de la Tierra porque atenían contra la salud pública.

Al igual que Leonora, Remedios quisiera llegar al perfeccionamiento de sí misma. Los intervalos de paz son breves y Erongarícuaro se los brinda porque Gordon es un buen amigo:

—Remedios, pintas un universo en el que todo es relativo. No te preocupes tanto, tu pintura te vuelca hacia el cosmos —le dice Gordon.

—A veces mis visiones son aterradoras.

—Pinta tus sueños, Remedios, y dile a Leonora que haga lo mismo, la veo más acongojada que tú.

—Ella tiene una capacidad de furia que no tengo. Lo que yo quisiera es dejar de bracear como ahogado. Por eso busco un guía.

—Vivir en medio de exiliados te hace sentir excluida, deberías ver a otra gente.

—Somos nuestra única familia. A los mexicanos no les interesamos. Cuando voy a otras reuniones, jamás me preguntan qué hago ni de qué vivo.

—¿Y tú les preguntas?

—Pues, no.

A través de la Embajada Británica, Leonora descubre al inglés Rodney Collin Smith, que llega a México un año después de la muerte de su maestro, Ouspensky.

—Es un iluminado como a ti te gustan —le informa Elsie Escobedo—. Acompañó a Ouspensky, que ya para entonces era un hombre roto, hundido en la autocompasión. Verlo morir borracho le hizo tomar la decisión de convertirse en guía espiritual.

—De todos modos, quisiera escucharlo porque además del camino del faquir, el del monje y el del yogui, hay un cuarto camino: la sublimación de la energía sexual que, estarás de acuerdo conmigo, es poderosa.

—Me parece que esos Rasputines de segunda no te hacen ninguna falta. Dense un baño de agua fría, tú y Remedios. Es más sano y efectivo que tu cuarto camino.

Rodney Collin Smith es inocente, crédulo, los demás abusan de él, se pone a la disposición del primero que pasa, se adelanta hasta al deseo más extravagante de su prójimo. «¿Necesitas algo?», pregunta, y se desgasta para cumplirlo. Construye un planetario porque piensa que las células y las galaxias son lo mismo y que cada uno tiene su buena estrella. El nuevo modelo del universo, de Ouspensky es su Biblia. Su mujer, Janet, funda una clínica para los pobres.

Compran un terreno arbolado cercano a la fábrica de papel de Peña Pobre para retiros espirituales, y Leonora se enamora del gran jardín con sus geranios y sus rosas silvestres. Peña Pobre es un oasis de verdor en medio del cemento. Cada discípulo tiene su propia cabaña. Rodney, su esposa y tres empleados ocupan la casa principal. El guía recorre las veredas del jardín como si levitara.

Cuando les da la bienvenida, explica:

—Aquí estamos separados del mundo, en un desierto que debemos atravesar solos y en silencio. No se asusten si se encuentran cara a cara con su miedo porque para eso me tienen a mí.

La puntualidad es de rigor y a Leonora le molesta que esté prohibido fumar. Como lo hace a escondidas, Natasha, otra seguidora, la acusa. A la hora de comer y de cenar, el guía se sienta a la cabecera y lee Relatos de Belcebú a su nieto, de Gurdjieff. Escoge un fragmento titulado «La oveja y el lobo».

—¿Qué entiendes por oveja y por lobo? —pregunta con gran amabilidad a Leonora.

—Según su Gurdjieff, el lobo y la oveja deben vivir en armonía. El lobo representa el cuerpo y la oveja los sentimientos, ¿entendí bien?; la verdad, me resulta imposible creer que lobo y cordero convivan, y más inexplicable aún que no me permita fumar.

—Si logras dejar el cigarro, tu victoria será tu salvación.

—¿Y quién te ha dicho que yo quiero salvarme?

Al cabo de los días, Leonora se fastidia. También le resultan intolerables sus compañeras de más de cincuenta años, que parecen de cinco. Lloran al hablar y se lamentan.

—El sentimentalismo es una forma de cansancio —repite Leonora, impaciente.

También la hacen recordar lo que le decía Renato Leduc: «En la vida uno debe hacer lo que le da la gana porque frase que comienza con “hubiera querido” vale para una chingada».

Para desahogarse, destroza a las compañeras en un diario dirigido a Remedios donde además se pitorrea de Rodney y de su mujer, Janet.

—Si en vez de despedazar a los demás con sus sarcasmos, hicieras tus ejercicios de meditación, este retiro te sería provechoso —le dice Rodney con dulzura, como si adivinara el contenido de sus escritos.

—Tengo la sensación de que, vaya donde vaya, cargo un costal lleno de piedras —replica Leonora.

—Esas son las piedras de tu maledicencia, es tu falsa personalidad, a la que debes renunciar.

—¿Cómo? ¡Yo no tengo ninguna falsa personalidad!

—Eso es lo que crees; hay que mirarse más a fondo, recordar el pasado, rasgar la máscara para que aparezca el verdadero yo. Gurdjieff dijo: «Esfuérzate para que tu pasado no se convierta en tu futuro».

—Hay momentos en que, por más esfuerzos que hago, el pasado se apropia del presente.

—El pasado muere si el presente le corta el cuello —dice Lillian Firestone con sus anteojos en la punta de la nariz.

A la hora de comer, Janet reparte porciones frugales. Cuando Natasha pretende que le sirvan de nuevo, aclara:

—Si comen demasiado, no podrán sentir la energía cósmica.

Janet insiste en que las luces se apaguen a las diez de la noche. «¿A poco ya regresé al convento?», se irrita Leonora. No aguanta a Lillian Firestone y se lo escribe a Remedios: «¿Dónde estarían los astros en el momento de su nacimiento? Creo que esa imbécil nació en tiempo de las cavernas». Tampoco aguanta la cara de Natasha y la placidez de su sonrisa. Repite a cada instante: «Quiero integrarme al cosmos», y Leonora le dice en tono de broma que solo una catapulta podría lograrlo. La otra le da las gracias: «Dentro de mí tengo un cuerpo astral. ¡Qué bueno que lo has comprendido!».

—Nuestra vida es de náufragos, huimos de un fracaso para caer en otro. Este retiro es un salvavidas. Recuerden la frase preferida de Gurdjieff: «El que avanza lento, llega lejos».

—Por lo visto Gurdjieff no se caracterizaba por su originalidad, porque esa es una fábula de La Fontaine —responde Leonora con voz aguda.

Además de la posición de loto, Rodney Collin Smith les enseña a meditar y a respirar. Les pide que compren su libro, The Theory of Eternal Life, basado en las ideas de Ouspensky. Les cuenta que ahora trabaja en The Theory of Celestial Influence y les dará un ejemplar a cada una cuando se publique. También tiene fe en el budismo Zen, por eso les ruega permanecer inmóviles, los ojos bajos, escuchando su respiración, porque la inmovilidad las obliga a vivir el momento presente.

Más tarde, las inicia en movimientos de danzas sagradas, así como en el trabajo comunitario, que une al espíritu con el cuerpo y enseña a amar al prójimo. Hacen su cama, barren su cabaña, lavan su ropa y se turnan para ayudar en la preparación de los escasos alimentos. El propio Rodney aparece con una escoba, un trapeador, es fácil verlo acuclillado frente a las baldosas de la cocina, que talla con una sonrisa a pesar de que el sudor le escurre sobre los ojos.

Georgina, otra comulgante, le espeta a Natasha, que teje una bufanda: «¿Estás haciendo un suéter para una culebra? ¿De dónde sacaste esa nauseabunda lana verde?». Leonora disfruta de la franqueza de Georgina, sobre todo a la hora de la clase de Biblia:

—Todo el mundo sabe que la Biblia no es de fiar. «No me importa hasta dónde sube el agua siempre que no llegue al vino», dijo Noé, que llenó un arca con animales, se emborrachó, cayó al agua y su esposa lo dejó morir ahogado.

—Eso no es cierto, Georgina —la interrumpe Natasha.

—Claro que sí, su esposa se quedó con la herencia y en esa época una yunta de bueyes era mejor que una cuenta bancaria.

¡Qué alivio dejar a esas tontas y a su guía espiritual!

Christopher Fremantle, que también llega de Gran Bretaña, es otro gurú. Remedios Varo se entusiasma:

—Es pintor como nosotras. ¡Corre, vamos a conocerlo! Intimó con Gurdjieff. Aplica al arte los conceptos del maestro; para él la concentración es una meta suprema.

Con él, los iniciados descubren líneas nunca vistas en una flor, una fruta, un tablón de madera. Cuando el maestro pregunta: «¿Qué es más importante, la forma o el color?», Leonora titubea, recuerda los frottages, los grattages de Max, y piensa que la forma es superior a todo.

—Fremantle es un ser excepcional y además tiene muy buena facha. Con él vamos a reducir nuestra paleta a un solo color —suspira Leonora.

La generosidad de Anne Fremantle cautiva a Remedios, a Kati, a Alice, a Eva, a Leonora, que comparte sus conclusiones espirituales con Remedios:

—Libérate de la expresión estereotipada, libérate de las creencias de todos, libérate de los lugares comunes, libérate de las visitas, libérate de aquellos que se consideran visionarios, me lo dicen los dos hemisferios de mi cerebro.

—Últimamente sueño con un cuadro de una monja que me guiña un ojo desde su torre —le cuenta Remedios a Leonora—. Creo que se trata de una figura de la escuela de Zurbarán, o quizás del siglo XVIII, es siniestra y hechizante.

—Píntala.

—Ya pinté Hacia la torre. ¿No lo recuerdas?

Además de las endemoniadas de Loudun, a las dos pintoras les fascinan las monjas poseídas por los diablos de Louvier, que derrotan al exorcista. A cada religiosa, la atormenta un demonio distinto. Sor María del Santo Sacramento es poseída por Putifar, Sor Ana de la Natividad, por Leviathan, Sor María de Jesús, por Faeton, Sor Isabel de San Salvador, por Asmodeo. Durante sus vacaciones en Manzanillo, Leonora las retrata a punto de ahogarse: Nunscape at Manzanillo. Remedios, educada en colegio de monjas, la aclama.

—Recientemente —le confía Leonora—, tuve un sueño asombroso: estoy muerta y tengo que enterrar mi propio cadáver. Empieza a descomponerse, decido embalsamarlo y enviarlo a cobro revertido a mi casa de la calle Chihuahua. Cuando llega la funeraria tengo tanto miedo de verme que me niego a pagar y lo devuelvo.

—Como si te rehusaras a pagar el precio de la vida; en fin, ¡qué alivio no tener que ocuparnos de nuestro entierro! —concluye Remedios.

Influida por las lecturas que hace de Gurdjieff, Remedios pinta Ruptura. Su personaje abandona una casa con seis ventanas y de cada una asoma un rostro idéntico al suyo: «Son mis múltiples yoes, me deshice de ellos cuando me conocí a mí misma», explica.

A la semana, Leonora ve a Fremantle de nuevo y lo encuentra seductor.

—¿Cómo se siente usted del retiro que hizo con mi amigo Rodney Collin Smith?

—Bien, a pesar de que en mi cabeza danzan Tlalpan, Gurdjieff, Ouspensky y los diez mandamientos, así como la escasez de comida durante la semana que pasé a la sombra de sus enseñanzas.

—Estoy seguro de que aprendió algo.

—Ahora quiero escucharlo a usted porque me interesa su teoría del color. Me han contado que sabe todo del rojo, del azul y del amarillo.

Al regresar a la calle de Chihuahua le grita a su marido:

—¡Chiki, sal de tu cueva, hice una deliciosa cena! —Chiki obedece—. A pesar de todo, este retiro en Peña Pobre me dio una paz que no había conocido antes —le comenta a Chiki.

—A ver cuánto te dura.