Capítulo 19
LA GUERRA

A Leonora nada le atañe, Max y ella no son hombre y mujer sino pájaro y yegua.

—¡Qué inconsciente eres, Max! —le dice Roland Penrose, que los visita con Lee Miller—. En toda Francia se habla de la inminencia de la guerra y tú solo la pintas.

Es increíble que Max, que sufrió los estragos de la Gran Guerra, no se dé cuenta del riesgo que significa ser alemán en Francia.

—Tienes que irte ahora mismo.

—No, no hay peligro —responde Max, irritado por las cartas, también de alarma, de su hijo Jimmy—. Los franceses me consideran uno de ellos. Soy más francés que alemán.

Hay tanto peligro que dos gendarmes lo conducen al campo de concentración de L’Argentière, a un lado de St. Martin d’Ardèche, con otros cien alemanes. Hasta nuevo aviso, los extranjeros serán puestos bajo vigilancia y más si son alemanes. Estar bajo custodia es esperar atrás de un alambrado. Leonora, inglesa, no corre peligro. Francia e Inglaterra son aliadas.

Leonora alquila un cuarto en L’Argentière y a mediodía le lleva de comer, pone en sus manos ropa y tubos de pintura. Consigue permiso para caminar a su lado dentro del campo. Todos los días se presenta con pan, leche y legumbres cuya calidad es cada vez peor y se racionan. Hans Bellmer, también prisionero, se lo hace notar a Max, a quien le parece muy natural que la inglesa esté a su servicio.

Bellmer lo anima a retomar la de calcomanía. Ni a los oficiales ni a los soldados que fungen de carceleros les molesta que pinten en el patio. Max, nervioso, deprimido, le pide a Leonora que vaya a París a hablar con Éluard, a movilizar a los amigos, a las autoridades, pedirle cita al presidente de la República, recurrir al arzobispo, sacudir a la corte celestial para desplumar a los ángeles.

—Voy a obtener tu libertad —le asegura ella, los ojos encendidos.

—Tiene que ser pronto, temo no aguantar mucho tiempo aquí.

Leonora viaja a París, busca a Éluard:

—Solo tú puedes dirigirte al presidente de la República.

Éluard toma papel y pluma y le escribe a Albert Lebrun: «Max Ernst es uno de los pintores de la Escuela de París más valiosos y más respetados, se le considera francés y fue el primer pintor alemán en exhibir en un salón del país. Ha vivido veinte de sus cincuenta años en Francia. Sincero, franco, recto, orgulloso y leal, es mi mejor amigo. Si lo conociera sabría inmediatamente que su encarcelamiento es injusto. Reconstruyó una casa en un pueblo cerca de Montpellier, los campesinos lo quieren, cultiva sus viñedos y usted tiene que permitirle regresar a St. Martin d’Ardèche. Pongo las manos al fuego por él».

Marie Berthe Aurenche también apela al senador Albert Sarraut. De todos modos, a Max lo transfieren a Les Milles, cerca de Aix-en-Provence, a una ladrillera cuyo polvo rojizo penetra hasta en las raciones de comida, de por sí escasa. Las letrinas asquerosas esparcen su pestilencia, muchos presos tienen disentería. A mediodía y en la noche, los cautivos hacen cola para que un soldado llene su plato. Algunos universitarios alemanes internados por los franceses son tratados como malhechores. Francia, que antes los quiso, hoy los persigue.

—Puedo demostrar que soy antinazi, por eso estoy en Francia.

Nuevamente a los dos pintores les permiten pintar en el patio a petición de Bellmer, el judío polaco. Este pinta un retrato de perfil de Ernst, hecho con los ladrillos de Les Milles sobre un fondo negro. Bellmer tiene más ánimo que Max y no se debate contra el sufrimiento ni considera que es inmerecido, porque sus pretensiones son menores. Afronta el encierro mejor que Max y lo incita a pintar. A lo mejor confeccionar tantas muñecas mutiladas lo ha curtido.

—Pueden pintar en donde se les dé la gana si sus familiares les traen material.

Permanecen en el patio todo el día. Max pinta Alice en 39, un cuadrito parecido a los iconos de los ortodoxos rusos. En él revive a Leonora entre los árboles.

Desde el campo de Les Milles deportan a los judíos a Alemania y las autoridades francesas le dicen que a él y a Bellmer los van a enviar a instalar rieles de ferrocarril en el norte de África.

En noviembre de 1939, desesperado, Max le envía una postal a su hijo Jimmy en Nueva York y le recuerda que es su padre y que está internado en el campo de LesMilles. Seguro que él puede ayudar a su liberación a través de sus contactos. «Haz algo, acude a personas importantes».

Sale libre en Navidad y pasa el invierno con Leonora bajo la nieve en un St. Martin d’Ardèche nuevo para ellos porque, además del frío, los campesinos que lo creían francés ahora lo saben alemán y cuando la pareja se presenta en el pueblo solo Alfonsina les tiende los brazos.

—Pase lo que pase, tengo que explorar los límites de mi mente —dice Max.

—Mientras tengas tiempo, porque desde que estoy contigo he desarrollado un sentido del peligro que nunca tuve antes.

—Al igual que tú, voy de un estado mental a otro y cada vez soy más consciente de lo que me espera.

Leonora le oculta a Max que en París saltó encima de Marie Berthe y le dio una bofetada que todavía saborea.

—¿Y Hans Bellmer, Max?

—Debió haber salido unos días después.

—¿Estás seguro?

—No.

Alguien del pueblo denuncia al pintor y el gendarme se presenta de nuevo.

—Usted es alemán y está bajo arresto.

—¡Leonora, tranquilízate! Habla con los amigos. Ya me soltaron una vez.

—Siéntese y contrólese, señora —le ordena el policía a Leonora, que tiembla tan fuerte que le castañetean los dientes.

El miedo en sus ojos llena la habitación.

—Su marido no es el único —aclara el gendarme—. Ya hay muchos en el campo de concentración, la orden es controlar a los extranjeros. Los van a deportar.

Max ni siquiera piensa en abrazarla, mira de frente hasta que el policía le pone las esposas, lo toma del brazo y se lo lleva.

Apenas se han ido, Leonora se tira sobre el montón de papas, que bajo su peso se desparraman sobre los azulejos de la cocina. No las recoge porque sus lágrimas le impiden verlas. Va al pueblo y se empina varios vasos de marc. Cuando Alfonsina le informa de que es hora de cerrar, regresa a su casa. Bebe agua de colonia y vomita toda la noche con la esperanza de que los espasmos que la sacuden atenúen su sufrimiento. Al despuntar la mañana toma una decisión:

—Tengo que moverme, la única forma de aguantar es con el trabajo.

Sin nada en el estómago y sin sombrero, desciende a la viña y corta uno a uno racimos de uva hasta que el sol dobla su nuca. A pesar de su esfuerzo, la ausencia de Max la consume. Al regresar, se arquea sobre el excusado. Ella misma se provoca el vómito pero nada sale, su garganta es un tizón al rojo vivo, el pecho le arde, todo su cuerpo tiembla. Sube y baja de la recámara a la cocina y finalmente se recuesta sobre el costal de las papas.

A lo largo de la semana, come papas hervidas, a veces una, a veces media. Nunca ha tenido tanta fuerza en su vida. Se levanta con el sol y se acuesta con él, brinca fuera de su cama antes de que la asalten los malos pensamientos y, como duerme vestida, corre a atender sus vides. Chorrea sudor, tiene la nuca empapada. «¡Lo mío es una purificación!», y no se mueve sino hasta ver el sol meterse tras el horizonte. Cada vez que le viene el recuerdo de Max, lo elimina a fuerza de voluntad; mejor pensar en una papa, toda la vida una papa. «Quizá podría ir al pueblo a comprar mantequilla para hacerme una papa al horno hoy en la noche». A veces también reflexiona: «Yo no sabía que el vino, además de estimulante, era tan buen alimento, me mantiene fuerte». Los domingos se desnuda y toma el sol en la azotea, tirada como lagartija, y luego se echa una buena botella de vino. En la noche, otra. Es extraordinario el vino, ninguna terapia más efectiva.

Se acerca el día de San Juan. Leonora va al pueblo por mantequilla.

—¡Qué guerra extraña! —comentan dos campesinos en la cremería.

En París la llaman «la drôle de guerre», cuentan que en Holanda los niños saludaron a la Luftwaffe llenos de risa. ¿Cómo entender que ahora los alemanes son sus enemigos? En la campiña polaca, labradores y mujeres con sus pañuelos de colores en la cabeza siguieron labrando sin darse por enterados. Aquí en el pueblo han llegado muchos belgas. En la Gran Guerra, los alemanes violaron a su país, Bélgica es el símbolo de la traición. Hundieron el Lusitania. En París los cafés están llenos, los franceses se distraen a pesar de la tragedia polaca. ¿Invasión? Fonfon no aparece por ningún lado. Desde que el gendarme se llevó a Max, no la ve sino en el café, cuando se acerca a servirle otra copa de marc. En la cremería, el patrón es poco amable; antes se deshacía en piropos acerca de su belleza. Le pregunta si la mantequilla es para los caracoles.

—Parece que alguien se metió en la noche a su casa y le robó sus caracoles.

—¿Mis qué?

—Tenga cuidado porque también dicen que usted es una espía y podrían denunciarla.

—¿Van a cazarme con una linterna como a los caracoles? —ironiza Leonora.

La inglesa no tiene miedo de la guerra. Solo quiere que le devuelvan a Max.

En la noche, después de su papa con mantequilla, que le sabe a gloria, Leonora cierra los ojos sobre su almohada sucia y repite una frase que hace varios días es ya una certeza:

—No estoy destinada a morir.

Así la encuentra, el 24 de junio de 1940, una antigua amiga suya, Catherine Yarrow, alta, flaca e inglesa, que llega con Michel Lukas, su desgarbado amante.

—Leonora, son tiempos malos, no creo que debas quedarte aquí.

Leonora apenas si la oye:

—Voy al huerto a sacar una lechuga, quiero prepararles una buena ensalada, tengo aceitunas, tomates, aceite de oliva, una ensalada niçoise, bueno, casi niçoise, también tengo berenjenas.

Regresa enlodada. Se cayó. Sus brazos están vacíos.

—¿A qué fui al huerto? Ustedes van a quedarse a dormir, ¿verdad? Yo duermo en la cocina para oír si llaman a la puerta, las papas son mi almohada.

Catherine, alarmada, mira a su novio. Luego observa a Leonora, que prende un cigarro con otro y en un momento dado está a punto de quemarse la cara.

—Dentro de un instante llegará Max —advierte con sus ojos negros, que atraviesan una ráfaga de miedo.

Estar loco es ir de un lado a otro sin saber a qué, sin saber por qué, perdiéndose en el camino. «Es vagar por lo desconocido con el abandono y el valor de la ignorancia».

—Leonora, tienes que huir de Francia; los alemanes están en todas partes. Max no va a regresar, no sabemos cuándo termine la guerra ni cuándo van a soltarlo. ¡Tienes que venir con nosotros!

—Max no tarda, fue al Pont Saint Esprit pero, como se desbordó el Ródano, el regreso se hace lento. Vamos a abrir una botella de tinto. Tengo mucho tinto, también tengo blanco, si lo prefieren.

Esconde la cabeza entre sus brazos.

—Max va a regresar, lo estoy esperando.

—Debes comer algo más sustancioso, estás en los huesos.

Gracias a la presencia de Catherine y de Michel, Leonora canjea las papas por una buena sopa y pasa menos horas bajo el sol.

Catherine, original y creativa, se ha pasado la vida en manos de psiquiatras y analiza a todo ser que se le para enfrente. De sus consejos, el que más se le graba a Leonora es: «Tienes que buscarte otro amante».

¿Quién, Pedro el vendimiador? ¿El viejo Mateo, que solo carraspea?

—Borra al pintor de tu vida; buscas en él una figura paterna, te estás castigando a ti misma.

—Estoy muy bien y amo a Max.

—No, no estás bien, nunca desde que te conozco has estado tan mal. ¿Saben tus padres de tu estado?

—Yo no tengo padres.

—Claro que sí, y se preocupan por ti. Detestan a Max, están en desacuerdo contigo y pese a ello te siguen manteniendo. Tu madre hasta te compró esta casa.

El día en que van al pueblo, Leonora se sienta en la mesa de dos belgas delgados y elásticos.

—Voy a seducirlos —le anuncia a Catherine—. Con tu palabrería, hiciste que todo mi deseo sexual regresara. Desde que se llevaron a Max no hago el amor.

Más que por el amor, los jóvenes se preocupan por la guerra y por lo que los nazis le hicieron a su país. Esta muchacha despeinada y ardiente no está en sus cabales. Se levantan y la dejan sola:

—Tendré que permanecer dolorosamente casta —se resigna Leonora.

Bebe demasiado vino y a Alfonsina no le queda otra que ordenarle:

—Hoy vas a dormir aquí.

Al otro día, como si nada, Leonora le dice a Fonfon:

—Soñé con dos lobos y un zorro.

—Habla con los lobos y se volverán corderos.

—¿Incluso si son alemanes?

—Leonora, caminas al borde del precipicio. ¿Por qué no buscas a Drusille de Guindre? Dicen que ahora se la ve de pie junto a la ventana porque su padre no la deja salir. El vizconde tiene influencias, Drusille pregunta por ti, seguro que te ayudarán.

Leonora regresa a sus viñedos. Se asolea, vuelve a sudar hasta que Catherine la alcanza y le aplica una de sus numerosas llaves psicoanalíticas.

—El amor es una psicosis pasajera. Además, St. Martin es peligroso, no puedes quedarte aquí sola, te vamos a llevar.

—Espero a Max, imposible irme sin él, no voy a moverme de aquí.

—Quién sabe cuándo lo liberen y tú tienes que venir con nosotros. Oí decir que los alemanes violan a las mujeres.

—A mí eso no me asusta, Catherine; es más, a lo mejor hasta lo disfruto. Lo que me da pánico es que sean robots, seres descerebrados. Los alemanes no tienen sangre en las venas, tienen plomo, el plomo de las balas. Mañana iré de nuevo al pueblo a ver a quién encuentro. Seguramente alguien me hará caso.

—Nadie te va a tirar un lazo, mírate, asustas: sin bañar, sin peinar. Vámonos, voy a ayudarte a hacer tu maleta.

—Desde que mi amado se fue, no sé cuál es la fecha ni el día de la semana, lo único que sé es que tengo que esperarlo.

—A Max lo usas para castigarte, es solo un sustituto de Harold Carrington. Además, bebes como cosaco.

—Baudelaire decía que hay que beber sin tregua y vivir ebrio, sigo su consejo. Si bebo no siento pasar los días.

Catherine se apiada.

—Si no quieres irte, me quedo contigo; pero si nos quedamos en esta casa vendrá por nosotros el mismo gendarme que se llevó a tu amante. Michel es húngaro y si los alemanes lo encuentran lo van a apresar, pero yo no te voy a dejar: corres peligro, todos corremos peligro. En Madrid podrás conseguirle una visa a Max, aquí no sirves de nada.

Catherine, la terapeuta, tiene que salvar a su amiga y responder por su futuro.

—Entiéndeme: libérate de Max como lo hiciste de tu padre.

—España es nuestra salvación —interviene Michel.