Capítulo 44
LA DESILUSIÓN
En París, André Breton los ve entrar con temor a la rue Fontaine. Gaby y Pablo tocan sus tambores africanos y se ponen sus máscaras. «Aube nunca fue así, tus hijos son unos salvajes». Su nueva mujer, la chilena Elisa Claro, desaparece. «No puedo atenderlos, estoy a la mitad de un poema».
Todo ha cambiado. Jacqueline Lamba y su hija permanecieron en Nueva York. Breton se volvió a casar, ella también. La vida de cada uno va de salida: es la vejez. Duchamp también se quedó, con su alfil, su reina y sus torres, al otro lado del Atlántico. Man Ray y Max Ernst se casaron el mismo día, en una doble ceremonia con Juliet Browner y Dorotea Tanning. Lee Miller, separada de Roland Penrose, vive en Sussex con el hijo de ambos.
A Breton le sorprende que Leonora no frecuente a Diego y a Frida, y que solo vea esporádicamente a Victor Serge y a Laurette Séjourné. Leonora le cuenta que Serge escribió sobre su pintura, lo mismo que Gustav Regler: «Eso fue muy bueno para mí». Ya Lázaro Cárdenas no es el presidente de la república y desde el asesinato de Trotsky los extranjeros son mal vistos. La Secretaría de Gobernación se ha vuelto más severa, México es inferior a su pasado. Los permisos de estancia se renuevan con menos frecuencia, en las calles ya no hay árboles, se talan los bosques en la falda del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl, la ciudad se cubre de una horrible capa de cemento Tolteca y unas máquinas traídas de Estados Unidos tiran los palacios de tezontle. El nuevo presidente, Manuel Ávila Camacho, tiene cara de plato.
—Entonces ¿México ya no es surrealista?
—Tampoco los surrealistas lo son.
—¿Y Buñuel?
—A él sí lo veo pero nunca saca a su mujer. ¿Qué piensas de los hombres que no salen con sus mujeres?
—¡No empieces como Jacqueline!
Breton los invita al Flore; allí no hay nada divertido para los niños. Tampoco para los grandes, comprueba Leonora. Francia todavía no se recupera de la guerra y ya los franceses hablan de la bomba atómica.
—Leonora, acabo de apoyar el reconocimiento a la autonomía de la cultura celta.
A pesar de que Sartre y Camus ganan la primera plana, los franceses leen a Breton, que prepara una antología de sus poemas. Lo entrevistan en la radio, le piden su opinión acerca del existencialismo.
—Como tú vives en México, te mantienes al margen de la moda y esa es una gran ventaja, Leonora.
La desilusión política de Breton es evidente y Leonora no sabe responder a sus preguntas sobre la influencia de Trotsky.
—¿Conoces a algún seguidor de Trotsky?
—Del único que sé algo es de Victor Serge y él solo vive para escribir.
—Sigo creyendo que ningún hombre debe imponerle su autoridad a otro.
Leonora no responde. ¿Para qué?
—Fuiste la musa de hombres superiores —sonríe Breton.
Leonora se enfurece.
—Yo no tuve tiempo de ser la musa de nadie. Estaba ocupada rebelándome en contra de mi familia y aprendiendo a ser artista.
—Tus padres persiguieron a Max como si fuera un psicópata al que hay que expulsar de la sociedad.
—Sí, le hicieron la vida imposible; pero también a mí me la hicieron.
La conversación languidece, cosa imposible en otros tiempos y Leonora ve llegar a Leonor Fini con alivio.
—Antonin Artaud murió. Extraño su sonrisa de diablo. A Péret lo veo poco. Ya nada es como antes —se despide Breton.
Leonor Fini los invita a Les Fíalles a comprar los caracoles que quiere ofrecerles a la hora de cenar en compañía de Péret.
—No voy a comer esos pobres animalitos —protesta Pablo.
—Son escargots, te van a fascinar.
Benjamin Péret toma a Pablo de la mano para atravesar el Boulevard des Capucines; el niño, asustado por el tráfico, le da una patada en la espinilla y lo muerde. Al llegar al otro lado de la calle, Leonora reprende a su hijo:
—¿Qué te pasa, te crees azteca?
Leonor Fini, Benjamin Péret y Leonora terminan hasta el último de los escargots al ajo y al vino blanco. Gaby protesta:
—Estoy muy disgustado contigo, Ma, creí que amabas a los animales.
Al igual que Breton, Péret, desanimado, pregunta varias veces por Remedios y asegura extrañar México:
—Pero si decías que era el lugar más triste de la Tierra.
—Creo que yo era el triste.
Para los surrealistas, los niños son objets trouvés a los que hay que entretener para poder conversar con su madre.
—Cuidado, Pablo ya está cabalgando la escultura de Giacometti.
—Míralo, quiere mejorar este Picasso.
—Leonora, si los dejaras tus hijos tirarían la Torre Eiffel, Notre Dame y el Arco de Triunfo.
Leonora ya no los llama los anticristos como cuando eran niños y los lleva a Hauterives y al valle del Ródano a dormir en una granja. El cartero Cheval la atrae aún más al ver el interés de Gaby. Pablo saca una libreta y dibuja los detalles de las esculturas. «Son mejores que las de Max», piensa.
También los viñedos y la vendimia ejercen su encanto. Leonora enferma de gripe y sus hijos salen envueltos en sus capas recién compradas y le llevan a la cama tisanas y compotas. «Edward —escribe ansiosa—: ¿Habría alguna posibilidad de vivir en Francia o Inglaterra? ¿Crees que Chiki podría encontrar trabajo? Yo pinto donde sea pero ¿qué hago con Chiki?».
Edward responde que llegará a México al mismo tiempo que ella y allá le dará respuesta.
Apenas hace su entrada en casa de Nancy Oaks y Patrick Tritton, en la calle Marsella de la colonia Juárez, Edward llena el espacio y los invitados giran en torno a su altura, sus ojos de águila listos para saltar sobre la presa. James va de un lado a otro con una elegancia natural que hace que murmuren a su paso. «Es multimillonario», «es un excéntrico», «un hombre de mundo», «sile caes bien, te regala hasta lo que no», «su casa de West Dean, en Sussex, tiene 300 habitaciones y 240 hectáreas», «su divorcio de Tillie Losh le costó un ojo de la cara», «todo su dinero proviene de Marshall Fields». El vasto imperio maderero que heredó de su padre lo convierte en becerro de oro y, por si fuera poco, los chismes aseguran que es hijo ilegítimo del rey Eduardo VII, cosa que él jamás desmiente.
Si pudiera oír las conversaciones a su alrededor, tampoco le parecerían excéntricas, como no le parece raro que alguien nazca con pelo verde:
—Acabo de llegar de Ravello, alquilé una villa durante el verano.
—Fui como cada año a Bayreuth, al festival de Wagner, que tanta influencia ejerció en los simbolistas.
—Me compré un departamento en el East River con vistas sobre el Fiudson.
—Traería mis caballos a México de no ser porque pienso que aquí los caballerangos son tan pobres que son capaces de comérselos.
—Esa es una vil mentira, los trataron muy bien durante la revolución.
—Ahora tienen más hambre.
—¿Sabes de dónde salió el teléfono con auricular de langosta que tiene Edward James? De una cena en que él y sus amigos aventaron las cáscaras de langosta contra el techo y una fue a caer encima del teléfono. James le dijo entonces a Dalí que le hiciera una bocina en forma de langosta.
—Nada más surrealista que la casa de James en Monkton; verdaderamente es el ejemplo más notable del surrealismo tridimensional.
—Edward James pagó la edición de sus once volúmenes de poesía y lo único que se recuerda de ellos es su tipografía y el lujo de su manufactura.
—Yo supe que en 1938 la Oxford University Press le publicó Los huesos de mi mano.
—Lo que no sabes es que Stephen Spender escribió que se trataba del capricho de un millonario. A partir de eso, James no volvió a publicar, salvo unos cuantos artículos para The London Evening Standard de lord Beaverook.
James va más lejos que los multimillonarios que suplen su falta de creatividad comprando, porque él sí tiene talento. Comisiona a arquitectos y decoradores para que rehagan sus casas en Inglaterra. Fabulosamente rico, impulsa a artistas como Stravinsky, Christopher Isherwood, Aldous Huxley, George Balanchine, que después de aprovecharse de él lo tiran como a un calcetín. Será por eso que James deja sus calcetines por todas partes.
A los veintiún años, el joven heredero cambió Oxford por la fiesta perpetua. Nueva York, Londres, París, Roma y Berlín son sus coordenadas. Ahora está en México y a la única que distingue, a la primera a quien se dirige entre todos los invitados es a Leonora.
—Vine por ti.