Capítulo 45
EDWARD JAMES
Cuando Edward James llega a la oscura casa de Leonora, sobre el caballete, ve La giganta, y de inmediato sabe que está frente a una obra maestra. Leonora explica que el cuadro es fruto de sus lecturas de Jonathan Swift:
—Es una habitante de la isla de Brobdingnag.
—Parece que emergiera del principio de la creación, del caos. Mira la desesperación de esos hombres que luchan por salvarse —comenta James.
—¿Los que están remando?
James continúa absorto:
—Tu giganta protege con sus manos un pequeño huevo. En comparación con su cuerpo, sus manos son diminutas. Bajo sus pies, caballos y seres humanos, con arcos, flechas y lanzas, huyen aterrados porque nunca han visto nada igual. Leonora, tú eres la giganta de tu cuadro —decreta James—. ¡Te lo compro!
Gaby y Pablo regresan de la escuela y al ver La giganta sobre el caballete le preguntan si es su retrato cuando era niña porque su cabeza está rodeada de polvo de estrellas; los pelícanos, las gaviotas y las naves emergen de su capa blanca. A su madre le parece muy natural que los niños interrumpan, se tropiecen con su caballete, se apropien de sus colores, sobre todo Pablo, que sin más toma los pinceles.
—¿Quién es este señor, mamá?
—Es un inglés que llegó volando y cayó en la azotea.
—¿Es un inglés o una cigüeña?
—Si te digo que llegó volando, más bien podría ser un ave migratoria o una garza real.
A Edward James le encanta eso de garza real. «Los niños siempre dicen la verdad, tengo muy buena facha».
—Leonora, la luz es pésima —se conduele.
—No importa; de todos modos, apenas regresan mis hijos de la escuela, dejo de pintar.
—Todos hablan de la luz mexicana y para ti no existe.
—Yo tuve muchas ganas de que Europa fuera la tierra de mis hijos.
—Pero te quedaste aquí, ¿no?
—Nunca lo decidí, simplemente sucedió.
Town and Country publica una fotografía de La giganta (también llamada La guardiana del huevo) que acompaña una historia de Jean Malaquais —«Día uno»—, a quien Leonora recuerda haber visto caminar por París como un indigente y Max señaló: «El idealismo de ese polaco me encanta». Vladimir Malacki, que escribió sobre el campo de concentración donde lo encerraron, ahora vive en México.
—¡Mira! Aquí Time y Art News hablan de tu obra. ¿Dónde guardas los artículos que se escriben sobre ti?
—No los guardo; a lo mejor Chiki sí.
—El periódico Horizon es un cúmulo de elogios. ¿Viste que Victor Serge escribió que tu pintura lo emociona porque refleja una «adolescente pero luminosa vida interior»? También Gustav Regler reproduce dos cuadros tuyos.
A Leonora la halaga el artículo porque Regler, el novelista, luchó en la XII Brigada Internacional en España y ahora en México se apasiona por las culturas prehispánicas.
Aparece en el catálogo del Bel Ami International Art Competition al lado de Salvador Dalí, Paul Delvaux, Max Ernst y la nueva mujer de Max, Dorothea Tanning.
En febrero de 1950, la galería Clardecor, que se dedica a la decoración de interiores, le brinda sus muros.
—¿Una tienda de muebles?
—Leonora, this is Mexico —le dice Edward.
—No es lo que te mereces; pero al menos puede ser una oportunidad para que los mexicanos te tomen en cuenta —añade Esteban Francés.
En la Clardecor, una mujer pequeña con tobillos como de canario de tan delgados, Inés Amor, que fuma tanto o más que Leonora, observa cada cuadro con detenimiento. Es la directora de la Galería de Arte Mexicano. «Esa sí que sabe vender», le susurra Jesús Bal y Gay al oído. La mayoría de sus clientes son estadounidenses. A pesar de su físico endeble, tiene una voluntad de hierro. «Vas a ver cómo te van a tratar los mexicanos conmigo a tu lado», reconforta Inés a Leonora, que se queja de la xenofobia en el ambiente.
—A menos que me vuelva chichimeca, no creo que me hagan ningún caso. No he pintado una sola rebanada de sandía.
—Conmigo las cosas van a cambiar.
En efecto, la reconocen como artista del país y la incluyen en la exposición «El retrato mexicano contemporáneo», que patrocinan el Museo Nacional de Arte Moderno y el Instituto Nacional de Bellas Artes. Cuando Inés Amor inaugura su primera exposición individual en la calle Milán, los críticos hablan de su técnica, del misterio de sus temas; Margarita Nelken, refugiada de la Guerra Civil española, escribe en Excélsior que es la mejor exposición presentada en México. Antonio Ruiz, El Corcito, declara que por fin ha encontrado un alma idéntica a la suya.
—¡Qué bueno que estés en manos de Inés Amor! —se congratula Gunther Gerszo—. Es la única que logra que un comprador le ruegue.
Leonora y sus hijos asisten al ballet de El Infierno, del ruso George Balanchine, que días después se presenta con un maletín lleno de planos y programas porque Leonora va a hacer los decorados y el vestuario. Para variar, ella pasa a Balanchine a la cocina y le ofrece té.
—¿Cómo puedo extender mis planos si el gato está sobre la mesa?
—Pablo, get Kitty.
Pablo, en bata porque ya es hora de dormir, corre tras la gata, que a su vez intenta cazar un ratón; pero como ya Kitty casi no ve, el ratoncito se mete en la manga de su bata y, cuando lo descubre, el niño sube y baja por la escalera haciendo gran escándalo. «Ma, el ratón me está mordiendo, el ratón se come mi brazo». Los gritos son cada vez más agudos. Aunque son muy viejos, Dicky y Daisy ladran sin parar. Balanchine, que no ha podido tomar siquiera su primer sorbo de té, se pone de pie y también grita:
—¡Aquí no se puede trabajar! ¡No tenemos ni un minuto de tranquilidad, esta casa es un manicomio!
Empaca sus cosas y se va.
—¿Por qué hiciste eso? —le pregunta Chiki a Pablo.
—El ratón se metió en mi manga y me di cuenta cuando empezó a subir por mi brazo.
—Ahora vas a pedirle una disculpa a tu madre.
Chiki lo castiga con su silencio, Leonora en cambio lo consuela:
—No te apures, no hiciste nada malo, el idiota es Balanchine. Si hubiera tenido interés, habría aguantado.
Leonora pinta sin parar; en 1957 su segunda muestra en la galería de Antonio Souza atrae a nuevos admiradores.
La vanguardia se concentra en torno a la Galería Souza, que exhibe a los artistas más inesperados. También el público es inusual. María Lélix, Juan Rulfo, Maka Tchernichew, Patsy O’Gorman, Mathias Goeritz, Gunther Gerszo y Juan Soriano platican con Rufino Tamayo, que se sirve un tequila. Bridget Tichenor departe con Pedro Friedeberg, su amigo del alma. «Tienes que conocer el De Chirico que Bridget colgó en su sala», le dice Antonio Souza a Eugenia Orendain. Souza, con una florecita azul en la solapa que curiosamente se llama pincel, hace comentarios que harían sonrojarse al Marqués de Sade o a la Condesa Sangrienta. Cínico y ocurrente, cambia el nombre de sus pintores y a Benjamín López le pone Francisco Toledo. Paul Antragne, un joven dibujante, se encierra en el baño a drogarse. La sonrisa de Pedro Lriedeberg, íntimo amigo de Souza, es de felicidad porque en sus sillas de madera con forma de mano se sientan embajadores, consejeros culturales, Bona de Pisis y André Pieyre de Mandiargues. En 1938, Kurt Seligmann convulsionó a la sociedad parisina con su silla L’ultra-furniture sostenida por tres sensuales piernas de mujer. Por fin, Mexiquito está tirando su cortina de nopal como anuncia José Luis Cuevas, que le dio un pisotón a Siqueiros y otro a Diego Rivera: «¡Muévete, escuincle cara de ratón!», lo reprendió Rivera. Una de las pinturas de Leonora se incluye en una exposición del Museo de Arte Contemporáneo de Houston: «The Disquieting Muse: Surrealism». «¡Ya ven que yo sí internacionalizo a mis pintores!», grita el poeta Souza, dueño de la galería más esnob del país.
Cada vez que regresa Edward James de algún viaje, invade la casa con sus guacamayas y culebras, que no le permiten meter al hotel Francis. Las iguanas se quedan en la azotea, los loros y los papagayos revolotean y las tortugas se pierden en el corredor; cinco pericos traídos de Manaus hablan sin parar y siete tejones tan feroces que ni Kitty se les acerca cagan por toda la casa.
Los deja al resguardo de Leonora, que termina por rebelarse.
—¿Podrías subirlos a la azotea para que les dé el sol, Leonora? —todavía insiste Edward.
—También él podría subir los calcetines que esconde detrás de la puerta para que les dé el sol —reclama Pablo.
Edward es ya el benefactor de los Weisz; se siente con derecho a dejar sus horribles calcetines amarillos en cualquier rincón de la casa y Pablo se ofende. Las excentricidades de James a veces la irritan y regresa a la casa con los ojos negros de cólera. Aun así, Leonora se alegra de salir con él. Resulta que James la invitó a comer al University Club del paseo de la Reforma y a la hora de pagar sacó un sobre con puros billetes de a peso y le preguntó si ella traía dinero. Leonora enfureció: «Pues nos quedaremos a lavar los platos, porque no tengo un centavo».
La casa de los Weisz resguarda las reliquias robadas de iglesias de pueblo y sacristías empolvadas, santos sin manos o sin brazos, y una hermosa cruz churrigueresca que James reclama dos o tres años más tarde.
Leonora tiene menos paciencia que Kati con los armadillos y las iguanas. A Pablo le choca que use el champú para lavarse las manos, que deje tirada la toalla, que se acabe rollos enteros de papel, que empape el piso, cuando a él y a Gaby sus padres los obligan a limpiar.
—Mamá, James nos cae de la patada —le dice Pablo.
—Puede caerles muy mal, pero sin él, no comeríamos.
Gaby mueve la cabeza resignado, mientras que Pablo se indigna:
—Prefiero morir de hambre que soportar sus calcetines amarillos.
—Y eso que no has leído su poesía. ¡Está peor que sus calcetines! —lo consuela Gaby.