Capítulo 49
POESÍA EN VOZ ALTA

Alice Rahon usa pareos como tahitiana, su pelo cuelga sobre sus hombros. Caminar ladeándose la hace vulnerable, por lo tanto es más fácil abrazarla. Sonríe y dice poemas que en sus labios suenan como una campana en la noche. No se separa jamás de Eva Sulzer; pasan muchas veladas con Remedios Varo, a quien Eva protege. Alice invita a Leonora y a Octavio Paz a comer en su casa de San Ángel; en la mesa, los tres coinciden en que la poesía debe tomar la calle:

—¡Hay que decirla en las plazas, en el atrio de la iglesia, en el mercado! —gesticula Alice Rahon—. México es poesía pura que debe estallar en la calle.

—Hacer teatro de calidad es indispensable —apunta Octavio—. Aquí el único interesante es Usigli; tenemos que abrirnos, echar puentes sobre el océano. Muchas obras cortas son absolutamente poéticas y fáciles de montar. Yo podría también escribir una.

Dos días más tarde, el poeta llama a la puerta de la calle Chihuahua. Tiene los ojos claros como Max y los doctores Morales. Es brillante, cálido y ama a los surrealistas, que lo consideran uno de los suyos.

—La Universidad nos apoya para montar algunas obras de García Lorca, la Égloga IV de Juan del Encina y La tempestad de Shakespeare; con García Terrés vamos a crear Poesía en Voz Alta. Pienso traducir unas piezas cortas: El salón del automóvil, de Ionesco, El canario, de Georges Neveux y Osvaldo y Zenaida o los apartes, de Tardieu, y también quiero adaptar a Hawthorne. ¿Podrías hacer tú los decorados?

Los ojos azules que la seducen logran que Leonora acceda a la petición. El poeta se aparece en las tardes para hablar de Djuna Barnes, de Breton, de Picasso, que sobrevuela la Tierra, y sobre todo de Duchamp, a quien admira tanto como al músico John Cage. Los readymade son el tema del momento en México.

—Por el solo hecho de escogerlo, el artista vuelve obra de arte un urinario al que bautiza La Fuente —protesta Leonora.

—A mí me gustan ese tipo de puntapiés contra la crítica de arte que todo lo adjetiva —responde Paz.

—He dado muchas patadas en mi vida pero sé lo que es arte; eso para mí es un ataque a mi fe en la pintura.

—Al pintarle bigotes y barba a la Gioconda, Duchamp le abrió la posibilidad de que fuera hombre —alega Paz.

—Marcel debió seguir con su carrera. Prefirió clausurarla cuando tenía veinticinco años.

—¿Para qué insistir si sabía que era un gran pintor? ¡A mí me parece mucho más valiente exponer un mingitorio y firmarlo con el seudónimo R. Mutt! Pintarle bigotes y barbilla a la Gioconda es desacralizar la pintura —insiste Paz—. Y más aún escribir al pie del cuadro: LHOOQ, elle a chaud au cu. En los veinte, fue una proeza que Man Ray fotografiara a Marcel vestido de mujer con un abrigo de piel y un sombrero cloche y diera a luz a su alter ego, Rrose Sélavy.

—Marcel es un misógino, como la mayoría de los surrealistas.

—Poesía en Voz Alta monta La hija de Rappaccini. En un jardín de plantas venenosas cultivadas por el doctor Rappaccini, Beatriz, su hija, es «un viviente frasco de ponzoña».

—A Max Ernst le interesaron las plantas carnívoras que devoran a los insectos —informa Leonora.

—El jardín es el espacio de la revelación.

A Leonora, le encanta la idea de que las plantas dan la vida y la muerte y que Paz desafíe la lógica y sostenga que vivir y morir son lo mismo. El veneno puede transformarse en elixir. «Todo mi ser empezó a cubrirse de hojas verdes. Mi cabeza, en lugar de ser esta triste máquina que produce confusos pensamientos, se convirtió en lago. Desde entonces no pienso: reflejo», dice el enamorado de Beatriz. Al igual que en sus poemas de amor, Octavio quiere perderse en la mujer, perderse en la poesía para encontrarse a sí mismo y nacer en ella, morir en ella.

Diego de Mesa es el más culto, León Felipe se presenta a los ensayos con su boina vasca, su bastón y su capa medieval. María Luisa Mendoza se rinde ante el talento: «Esto es sublime, la Comédie Française se queda corta». A veces Carlos Fuentes acompaña a Octavio Paz y lo escucha con devoción.

—¿Por qué no montamos El Rey se muere de Ionesco? —sugiere el joven Juan José Curróla.

Leonora se encarga de los decorados y del vestuario, entonces su escenografía se come la obra; peor aún, impide que los actores se muevan. Para Beatriz, inventa un largo sombrero blanco que la actriz rechaza.

—Es muy pesado y se me cae. Estoy más preocupada por este armatoste que por lo que tengo que decir.

—Podemos acortarlo.

Juan Soriano sabe cómo pedir las cosas y Leonora achica el sombrero. La hace reír con su levedad risueña y sus ocurrencias de última hora.

—Creo que tú eres un sidhe, Juan.

—Dirás más bien un chaneque.

—Ahora vamos a repetir la escena del beso.

León Felipe y Diego de Mesa aconsejan que sean menos los árboles. «No hay espacio escénico», se queja Héctor Mendoza. «Cada vez que entra El Mensajero tira las flores y los animales pintados».

También los trajes de Soriano son estorbosos. «No importa», lo defiende Paz. «El uso de más de diecisiete metros de nylon azul rey es una gran novedad».

Para el siguiente espectáculo, La cena del rey Baltasar, Leonora propone que el público se ponga máscaras; no alcanza el dinero para hacer trescientas, tampoco alcanza para terminar el escenario. El entusiasmo no ceja. La puesta en escena de El libro del buen amor del Arcipreste de Hita, con los instrumentos musicales de Soriano, es un triunfo.

La familia Alatorre-Frenk canta en La Farsa de la casta Susana dentro de suntuosos vestidos de terciopelo y plumas que muy pronto desbordan el presupuesto.

Leonora asiste a los ensayos; medita sus propias obras y escribe mentalmente, Penèlope y La invención del mole. En una enorme olla pone a hervir al arzobispo de Canterbury, a quien Moctezuma interpela. El sacerdote borbotea hasta que solo asoma su cabeza cubierta por la mitra. Queda el báculo como si fuera el cucharón de la olla. La imagen la energiza. ¿El mismo arzobispo de México, Luis María Martínez, aceptaría hacer el papel? Tal parece que lleva su sotana strapless para bendecir los clubes nocturnos de México.

—En todo caso, si decido cocinar al Papa con una buena cantidad de papas, alguien tiene que ayudarme a pelar tanta papa —ironiza Leonora.

—No cabe duda de que eres una provocadora —ríe Juan Soriano—. En México somos cursis y sentimentales.

En la puerta de la calle de Chihuahua aparece otro joven artista: Alejandro Jodorowsky.

—Soy profesor de invisibilidad.

Todo lo que va en contra de la ortodoxia encuentra en ella una aliada. El joven le propone que mil mujeres vestidas de papisas tomen el Vaticano para que la Iglesia deje de ser misógina.

—Tienes razón, es indignante el trato que nos dan.

Los temas preferidos de ambos son el inconsciente y la abolición de los prejuicios. El argentino Jodorowsky, que también ama a los gatos, le informa de que lo sabe todo del tarot de Marsella porque tiene un tercer ojo de oro. Ella trae su tarot y lo extiende sobre la mesa de la cocina.

—Ese tarot es una gringada de White, no vale la pena, lo usaron los hippies en Berkeley.

—A mí me encantan los símbolos de White —se ofende Leonora—. Mi preferido es la luna-mujer a la que le aúllan una hiena y un perro separados por un alacrán.

—Con esa sola carta puedo ver tu bloqueo por miedos, pensamientos equivocados y tendencia a delirar.

A partir de esa primera visita, Jodorowsky viene con frecuencia. Gaby y Pablo se acostumbran a ver entrar por la puerta a hombres y mujeres tan especiales que ya nada les asombra. De todos, el más excéntrico sigue siendo Edward James y han sabido tolerarlo. Alejandro presenta a Leonora a Álvaro Custodio, que le encarga la escenografía del Don Juati Tenorio de José Zorrilla. A la actriz Ofelia Guilmain le obsesiona la Guerra de España y discurre sobre ella en los entreactos. Leonora la escucha empavorecida. Los ensayos divierten a Gaby y a Pablo, que ayudan a su madre a pintar máscaras y decorados.

—Oye, Leonora, ¿por qué no escribimos juntos una obra? —propone Jodorowsky.

—Nunca lo había pensado, ¿qué clase de obra?

—Una opereta surrealista para niños. ¿Se te ocurre algún título?

—¿Qué te parece La princesa Araña, en homenaje a la inquilina de mi taller? —dice Leonora.

La princesa Araña no se concreta, en cambio Jodorowsky monta Penélope y La dama oval.

—Tienes que cambiar la última parte. El padre no va a quemar a Tártaro, es demasiado cruel; no le puedes hacer eso a Lucrecia.

—Eso me hicieron a mí, Alejandro.

—Tú eres una leona, como tu nombre indica: Leon (or) a.

—¡Por eso mismo la historia se queda tal cual!

Jodorowsky pontifica acerca de su notable espiritualidad; aun así, se entrega al escándalo. Es el ojo del huracán mientras Leonora huye de las cámaras, incluida la de Chiki. Alejandro quiere volverla personaje público y que todos la reconozcan en la calle. «Lánzate desnuda, aprende de Pita Amor». Leonora se niega. Christopher Premantle le enseñó a concentrarse, a vivir a solas consigo misma. «Ahora estoy en un período de quietud», le comunica a Chiki, que la mira incrédulo. Jodorowsky es un chivo en cristalería y por más que a Leonora le gusten las cabras, rompe su paz interior. A Jodorowsky lo sigue una cauda de fotógrafos.

—Tienes muy malos modales, Alejandro; además eres enfático; detesto a los enfáticos.

—¡Ay, sí! Ahora te va a salir lo aristócrata.

En cambio, se siente a gusto en la filmación de la película Un alma pura, basada en un cuento de Carlos Fuentes, que la entretiene con las caricaturas que dibuja de los famosos. Leonora interpreta a la madre de Claudia Arabella Arbenz, y la dirige un fan de Klossowski que demuestra su talento en cada escena, Juan José Curróla. Durante las horas de espera, el banquero Aldo Morante, hermano de la novelista Elsa Morante, le habla de pintura mexicana y de sus recientes adquisiciones: Francisco Corzas y los hermanos Pedro y Rafael Coronel.

I don’t know who they are —dice Leonora.

—¿No te interesa la pintura mexicana?

—Me interesan Remedios Varo y Alice Rahon.

—¿Y Orozco?

—¡Qué horror!

Cuando Luis Buñuel la llama para ver si quiere participar en la película En este pueblo no hay ladrones, de Alberto Isaac, un amigo suyo campeón de natación, piensa que sería bonito pasar el día al lado de Gabriel García Márquez —con su peinado afro—, de Juan Rulfo, de Carlos Monsiváis, del caricaturista Abel Quezada y de María Luisa Mendoza, que la elogia y la hace reír. Buñuel le especifica: «No tienes que decir una sola palabra. Quiero que te sientes con los demás en una mesa de café a platicar». En el último momento, el I Ching le aconseja no ir.

Leonora consulta al oráculo del libro chino adivinatorio hasta para saber si puede o no aceptar una invitación a comer: «Seis en el tercer lugar significa morder una carne seca y rancia y topar con algo venenoso. Leve humillación. Sin reproches».

Aun con su impermeable ya puesto y su paraguas en la mano, regresa a preguntarle al I Ching si debe salir. Fanática, echa las monedas e interpreta los sesenta y cuatro hexagramas para tener mayor certeza en su decisión.

—Te complicas la vida —le dice Chiki, y ella se irrita. Chiki sacude la cabeza—: Primero fue la Cábala, luego el yoga, ahora el I Ching, ¿qué será mañana?

—Tú no puedes hablar de la Cábala porque es una ciencia solo para espíritus iniciados y superiores.

—Toca la casualidad de que el judío soy yo.

—Ser judío no basta. No me interesa la Cábala por su religiosidad, Chiki, sino porque me hace ser Dios y crear con un soplo.

—Tú no crees en nada.

—Dije crear, no creer. Soy pintora, y mi fe es la creación.

Leonora empezó a leer textos de Cábala y terminó enamorada de sus mitos, sobre todo del Golem. Las cuatro letras que conforman el nombre secreto de Yahvé están ocultas y el rabino que lo descifre será como Dios.

—Voy a pintar un rabino aunque me diga que la única verdad es la muerte. Lo voy a retratar metido en su tina. Los rabinos prefieren la tina a la regadera y se bañan con su kipá puesto. Yo al de mi cuadro le voy a poner sombrero.

Salvador Elizondo funda Snob y le pide a Leonora que haga la portada.

—La revista será «menstrual».

Elizondo tiene genio pero le disgusta lo de «menstrual».

Tanto Gaby como Pablo se habitúan a que lo primero que piden las celebridades cuando aterrizan en México sea ver a su madre. Es normal que Vivien Leigh, años después de filmar Lo que el viento se llevó, llame a la puerta, espere a que le abran y tome té en la cocina sobre la mesa cubierta con un linóleo. A Isaac Stern, Leonora le pregunta si es urólogo y responde: «No, soy violinista», un momento después, Leonora se da un agarrón con él: «Usted no es un artista, usted es un intérprete». En vez de sentirse ofendido, al otro día Stern se presenta con un ramo de treinta y seis rosas rojas.

—Vamos a meter las rosas hasta en el escusado. No me alcanzan los floreros.

En uno de sus viajes, Pegeen, la hija de Peggy Guggenheim, descubre Acapulco y enloquece por un lanchero. Decide pasar el resto de su vida en traje de baño y con un caballito de tequila en la mano. Peggy se aparece en la calle de Chihuahua con la nariz de siempre y los ojos desorbitados; Leonora le ofrece té en la cocina.

—¿Me acompañarías a Acapulco a buscar al lanchero y denunciarlo?

—¿De qué vas a denunciarlo?

—De secuestro, de abuso, de…

—Peggy, estamos en México y tu hija es mayor de edad. Arriban a las playas de Acapulco miles de gringas a quienes los lancheros les alborotan el hormonamen. Pegeen no es la única, y en la cárcel de Guerrero no hay celdas para lancheros cachondos.

—En el horóscopo chino, Leonora, tú eres una serpiente.

—Serpiente o cabra o perro o mono, no voy a ir a Acapulco contigo. Puedo recomendarte al abogado Miguel Escobedo, el joven hijo de mi administrador, que es un as de las finanzas.

Gaby y Pablo viajan a un kibutz en Israel y regresan delgados y asoleados.

—Aprendimos a sembrar, a cosechar, a cargar; el campo ya no tiene secretos para mí —presume Pablo a su madre—, nuestras jornadas fueron todavía más largas que las tuyas cuando cultivabas tus viñedos.

Los dos aprenden hebreo y le enseñan a Leonora que pueden escribir de derecha a izquierda igual que ella.

—Nadie lo hace con las dos manos ni con los dos lóbulos del cerebro, solo yo. —Leonora defiende su tesoro.

A Leonora, los afanes libertarios de sus hijos adolescentes la sacan de quicio y por primera vez piensa en lo que debió sufrir Harold Carrington con ella. Los dos heredaron el temperamento materno y se atreven a lo imposible. Vivir bajo la sombra de una giganta les resulta peligroso. A los quince años, el primogénito se adueña de su primer automóvil; Larry Bornstein, un judío apasionado de la pintura, invita a los hermanos Weisz-Carrington a conocer Nueva Orleans. Allá Larry tiene un restaurante en el que cinco negros tocan jazz.

La Nouvelle Orleans, como le dice Gaby, es bellísima; la comida francesa y africana, una delicia. Bornstein ofrece recibirlos cada vez que quieran.

A Gaby le fascina el circo, ese remedo de humanidad donde todo es posible: los payasos tristes, las trapecistas embarazadas, los elefantes con su regadera portátil, las mujeres cortadas en dos que se completan al final y saludan con su sombrero de copa en alto. Los cirqueros son súbditos de la Reina Roja, que jamás les mandaría cortar la cabeza porque viven degollados.

Ese mundo de hombres elefante, mujeres cubiertas de pelo negro, de tortugas que hablan, es para Gaby más real y atractivo que el de la universidad. Disfrazado de perro dirige y actúa; María Félix, cuyo retrato Leonora pinta en ese momento, es su espectadora. Suele presentarse a comer con Juan Soriano y ríen todo el tiempo. Esa noche, después de la función, Leonora explica que a ella la hacen sufrir los animales del circo:

—Sobre todo los caballitos con su amazona en el lomo.

—Las amazonas son mujeres fuertes, ¿te preocupa que se caigan? —pregunta María Félix con su voz de sargento.

También a María Félix le atraen las artes adivinatorias y se sienta con sus pantalones Chanel en posición de loto. Leonora le cuenta de Zoroastro y lee su horóscopo para ella. La casa de Leonora es la de los presagios. María quiere saber su futuro y le tiende su mano para que le diga si le son favorables las líneas del destino: Saturno, Apolo y Mercurio. «¿Nunca has visto un Tarot celta? De los arcanos mayores, El Enamorado es el más bello. Esas dos mujeres, una rubia y otra de pelo azul, somos tú y yo. El hombre de en medio es Cupido». María Félix aplaude cuando le sale la carta del sol pero Leonora le dice que el sol también significa soledad, falta de amistades, divorcio o amor perdido.

Cuando su chofer la recoge, Leonora le pide a la Félix:

—Quédate un poco más, porque entre más te conozca mejor voy a pintarte.

La actriz se sienta de nuevo en el suelo.

Ambas son Aries; sus elementos son el fuego y la madera.

—¿Cuándo naciste, María?

—¡Eso no se lo digo a nadie!

—Yo nací el 6 de abril de 1917, soy serpiente, probablemente tú seas tigre.

—Adoro las serpientes, si algún día revelas mi fecha de nacimiento, te miento la madre. Es el 8 de abril de hace cincuenta y cuatro años.

—Nuestro planeta es Marte, nuestro color rojo; somos apasionadas, inteligentes e inquietas.

—Alex me regaló un tigre de diamantes de 277 quilates que mandó hacer especialmente en Hermès.

—Ninguna de las dos somos fieles —ironiza Leonora.

El teléfono suena a cada instante: «Ma, ya me voy». «Ma, nos vemos en la noche». «No sé a qué hora regrese». «Es una reunión importante». «Tengo otra cosa que hacer, no puedo acompañarte, Ma». Se liberan, son muy populares, enamoran muchachas que los buscan a todas horas.

—¿Ma, no te gusta que a mis compañeras les parezca atractivo? —pregunta Pablo.

—¡Si ustedes todavía son unos niños! —se asombra Leonora.

—Nada de niños, somos hombres.

—Chiki, quisiera echar el tiempo para atrás, que estos niños volvieran a ser orugas.

—Eso es lo único que no va a suceder, cada vez van a volar más lejos.

—¡Qué horror para mí!

—Para mí no es un horror, es lo normal, tienen que vivir su vida, tú ya viviste la tuya.

—Chiki, todavía me quedan muchas cosas más por hacer.

A Leonora le angustia la sospecha de que su vida no sea la buena; a lo mejor su vida se quedó en Inglaterra; toda su pintura lo dice; los hijos nacieron y crecieron en México. ¿Cómo mudarse a estas alturas? Probablemente allá, en el gran imperio británico nadie la recuerde, ni siquiera su familia materna, y para los Moorhead solo sea la prima Carrington que perdió la cabeza.

Aquí en México están Remedios y otros amores. A lo mejor Hazelwood es ya un mundo imaginario, un sueño que se pudrió hace años.

—¿Les gustaría vivir en Europa?

—Ma, vivir en Inglaterra no va a resolver tus depresiones. Además, tu angustia es tu aliada, es la que te hace pintar —le dice Pablo, que quiere ser médico.

—Ahora resulta que ustedes, que fueron mis alumnos, se han vuelto mis maestros —ríe la madre.

Leonora diseña un tapiz que teje un artesano de Chiconcuac, Estado de México:

—Qué bueno tenerla entre nosotros, señito. Cada trazo suyo es una vena del corazón —exclama el tejedor.

—¿Qué quiere decir Chiconcuac? —pregunta Leonora.

—«En la serpiente de siete cabezas» —señito.

Leonora le sonríe con simpatía.

En la serie de tres tapices The Snakes, una serpiente se enreda a una ostentosa mata que podría ser de marihuana. Es una rama dorada y en ella Leonora conjuga su pasado celta y evoca La rama dorada de Frazer, así como La diosa Blanca de Graves, obras que la devuelven a los cuentos de la abuela Moorhead, quien le aseguraba que la familia descendía de las hadas Tuatha Dé Danann, que viven bajo colinas verdes.

El 4 de agosto de 1963, una noticia terrible afecta al grupo. José Horna, el que alegraba las reuniones, el que nunca regresó a Andalucía, muere en el Sanatorio Español, a los cuarenta y nueve años, de un infarto. Lo velan allí mismo y las coronas de flores se multiplican en el jardín en donde pastan unos borregos que se acercan a comérselas.

—Eso le hubiera gustado a José —se resigna Kati.

Leonora pasa toda la noche con Kati y con Nora, inconsolables. José las hacía amar la vida.

—«Vamos a ser un matrimonio de viejos felices», me dijo José, y me falló.

Kati envejece diez años en una noche y se marchita. Nora, escéptica, crece.