Capítulo 10
EL TORBELLINO SURREALISTA
Leonora sorprende a su amante con sus dotes culinarias. Saca del horno platillos de su invención y se mueve en la cocina sin ninguna timidez. Los invitados también saborean sus ojos negros, sus cabellos selva negra, sus brazos blancos, sus muslos delgados. En sus propósitos campea una inocencia y una autenticidad que la hacen salir de lo ordinario.
—No es posible que sea así de ingenua; en su caso, la ingenuidad debe ser una perversión —comenta el médico surrealista Pierre Mabille, gran estudioso de las civilizaciones del pasado.
—Ella sí es una verdadera femme enfant —se exalta André Breton.
Leonora juega, incita al deseo sin proponérselo y es demasiado inteligente para no darse cuenta. Independiente y retadora, como lo atestiguan sus expulsiones de distintas escuelas, los surrealistas se derriten por ella. Breton, el padre del surrealismo, la encuentra adorable.
—Tu belleza y tu talento nos tienen mesmerizados. Eres la imagen misma de la femme enfant.
—No soy una femme enfant —le responde airada—. Caí en este grupo por Max, no me considero surrealista. He tenido visiones fantásticas y las pinto y las escribo. Pinto y escribo lo que siento, eso es todo.
—Digas lo que digas, para mí representas a la «mujer niña» que a través de su ingenuidad entra en contacto directo con el inconsciente.
—¡Todo ese endiosamiento de la mujer es puro cuento! Ya vi que los surrealistas las usan como a cualquier esposa. Las llaman sus musas pero terminan por limpiar el excusado y hacer la cama.
Su confianza en sí misma y su natural impertinencia provienen de su clase social. Leonora se ha enfrentado a sus padres, a las monjas, a la corte de Inglaterra; y no tiene razón alguna para sentirse inferior. Si se deja sobajar, también su obra se verá afectada. A las pintoras surrealistas nadie las reconoce. Lo que en los hombres es creatividad, en ellas es locura. Entre más contradice Leonora a Breton, más lo atrae.
—Adoro a tu inglesa. Tú nos la trajiste pero ella se ha ganado su lugar.
Leonora es una fuerza animal en una envoltura endeble. Cuando Joan Miró, amigo de Max, le pide que vaya a buscarle unos cigarros y le tiende dinero, ella se enfurece: «Tú eres perfectamente capaz de ir por tus propios cigarros», y lo deja con el billete extendido.
Se niega a posar para Man Ray, que pretende fotografiarla. Quien sí le gusta es su novia, Ady Fidelin, y no entiende qué le ve ella al surrealista norteamericano. Picasso es un típico español que cree que tiene a todas las mujeres muertas de amor. A Salvador Dalí lo conoce en la rue Fontaine, en casa de Breton, y no se inmuta porque la llame «la más importante artista mujer».
Los surrealistas tienen por dentro un pasadizo secreto a la alegría. La burla es su arma más poderosa. Sus críticas son implacables y no perdonan a nadie, ni a ellos mismos. Reírse es curativo, lo confirman todos los médicos.
A Breton le atrae sobre todo la rebeldía. Busca en los demás la bandera roja y negra y, si ondea alto, se exalta. La rebeldía es un valor moral. A pesar de su juventud, Leonora no conoce límites, solo le falta gritar su rabia como ellos en la plaza pública. Max Ernst le contó que, finalmente, Breton es un hombre solitario porque una tarde, en torno al Juego de la Verdad, Éluard le preguntó: «¿Tienes amigos?», y él respondió: «No, querido amigo». Breton busca interlocutores verdaderos para confrontarlos. Una lluvia de insultos y toda clase de proyectiles, incluyendo zapatos, rematan sus apariciones. Jacques Vaché, que murió por una dosis excesiva de opio, permanece para siempre en su memoria y André se escuda tras él: «Es mi único gran amigo». Para Vaché, los entusiasmos de los demás, aparte de ruidosos, son detestables. Cuando Leonora le dice que «el sentimentalismo es una forma de cansancio», la une al recuerdo de Vaché y se rinde ante su inteligencia.
Al ilusionista René Magritte, Leonora lo ve dos veces, bien trajeado y retraído. En el grupo murmuran que el suicidio de su madre, cuando él tenía trece años, formó su carácter. Vio cuando la sacaban del río Sambre. «No es que pinte muy bien —dice Leonora—, es que piensa muy bien. Me dijo que sus únicos enemigos eran sus cuadros malos».
Dicen que cubrió el rostro de Los amantes con el vestido blanco de su madre ahogada.
Imposible separar a Péret de Breton. Más pequeño que él, calvo, mientras André luce una espléndida cabellera, Benjamin entra a las reuniones a su estela sin reconocer que él es más audaz. Hace veinte años, fue el primero en atacar a los académicos, a los tradicionalistas, a los reconocidos. Se refirió a Maurice Barrés en términos tan injuriosos que afrentó no solo a los bien pensantes sino hasta a los dadaístas. En el entierro de Anatole France, Péret y sus amigos repartieron un folleto escrito por Louis Aragon que instigaba a los dolientes a abofetear el cadáver. La prensa los llamó «chacales». Después se le ocurrió aparecer en una manifestación con una máscara de gas, en uniforme alemán, y gritar: «¡Viva Francia y las papas fritas a la francesa!». Acostumbra ir a los actos oficiales con una bolsa de jitomates, coles y huevos que avienta con excelente puntería.
André reniega de las sesiones de hipnosis guiadas por Benjamin Péret porque hace años se volvieron violentas. Resultó cada vez más difícil despertar a René Crevel, que intentó suicidarse y finalmente lo logró, y a Robert Desnos, que persiguió a Paul Éluard con un cuchillo. Imposible que Max y Leonora acepten las sesiones de hipnosis: «Somos demasiado cerebrales», se jacta él.
De todos, Leonora se siente cercana a Bretón, que vivió las atrocidades de la Primera Guerra Mundial y trató a pacientes que habían sufrido severas depresiones. Lo malo es su intensidad, todo lo quiere controlar. Para ella es un buen león cuya melena acaricia.
Man Ray insiste en fotografiarla. Ella se niega. Max Ernst le advierte: «Es feroz, puede matarte si no aceptas». «¡Que me mate!».
—Creo, André —dice Leonora—, que nadie aquí se parece a mi mundo. A veces me alegro pero otras me da miedo perder la cabeza.
—El miedo a la locura es la última barrera que debes vencer. Las mentes heridas son infinitamente mejores que las sanas. Una mente atormentada es creativa. Hace dieciocho años, al regresar de la guerra con Soupault y Aragon, nos preocupamos por las secuelas de la batalla en la mente y descubrimos que el automatismo en el arte podía ser no solo curativo sino creativo.
—Es que a mí me educaron en la lógica.
—A mí mucho más que a ti, porque soy francés y soy médico, pequeña Leonora. Te pareces más bien a Nadja, rica, arbitraria y por eso mismo irracional.
Leonora no sabe quién es. Jacqueline Lamba, esposa de Breton, la ataja:
—A mí también me dijo que era su «Nadja» y nunca me presenta como pintora. Y «Nadja» acabó en un manicomio sin que él levantara un dedo para salvarla.
—Digas lo que digas, tu marido es bueno.
—Sí, es bueno, pero la que lleva la casa, recibe a los amigos y recoge las cenizas soy yo.
En la rue Lontaine 42, Breton tiene una espléndida colección de arte africano y oceánico, y el cubano Wifredo Lam de pronto le dice:
—Podría yo ser parte de tu colección.
—Primero pinta tus propios tótems, tus máscaras, tu esencia cubana.
Ernst está de moda, es un hombre de mundo y su nueva mujer ensancha su cosmopolitismo por ser una inglesa preciosa y de buena familia. Marcel Rochas los invita y cuando Leonora pregunta: «¿Qué me pongo?», la princesa Marie de Gramont responde: «Niña, basta con tu belleza natural». Leonora sigue el consejo al pie de la letra y se envuelve en una sábana. En el punto álgido del baile, deja caer su toga y queda desnuda frente a todos. Los echan de inmediato.
En París, Max la lanza al peligro, le enseña a no dudar de lo que desea: «Desafía y vencerás, Leonora. La vida es de los audaces». Leonora le cuenta las visiones de su niñez, él le aconseja que pinte al minotauro, al jabalí y a los caballos de la cuadra de su padre. Leonora ha sido más valiente que muchos surrealistas. «Has ido más lejos que cualquiera de los que ves aquí y todos lo saben», confirma su enamorado. La reciben con admiración, quieren escuchar lo que dice, leer lo que escribe, ver lo que pinta. Max, orgulloso, la exhibe, la llama su novia del viento, su yegua de la noche.
—¿Así que con ella vas a cruzar el Leteo? —pregunta irónico Breton.
—Ella es mi Leteo.
La vida social de los surrealistas es intensa. A ninguno le importa dormir de día y salir de noche. El café es el altar donde oficia André Breton. Los acólitos acuden reverentes. Breton reparte indulgencias, condena, atrae y repele. Sus fieles aplauden la expulsión de Dalí tras acusarlo de coquetear con el fascismo, perdonar al catolicismo y tener una pasión desmedida por el dinero. Cuando lo enjuician, Dalí acude con un termómetro en la boca y una cobija sobre los hombros. El juicio se convierte en una farsa.
—Amo a Gala más que a mi madre, más que a mi padre, más que a Picasso y más, incluso, que al dinero —proclama Dalí.
Hace años que Antonin Artaud se ha alejado del grupo y todavía es blanco de sus insultos, el más ácido es el de Éluard: «Carroña oportunista».
Al principio, Breton le encargó a Artaud el Bureau des Recherches Surréalistes, y lo instalo en el número 15 de la rue de Grenelle. «Artaud recogerá los testimonios mejor que nadie porque es un genio universal, aunque no cambie las sábanas de su cama», explicó André. Todo iba bien hasta que en La Révolution Surréaliste Artaud publicó una carta al papa Pío XI insultándolo. Breton la alabó. También aceptó la segunda carta abierta, dirigida al Dalai Lama, donde le pedía que levitara. La tercera, dirigida a los directores de los manicomios de Europa para que sacaran en libertad a sus internos, provocó que Breton cerrara el Bureau.
Como sucede con algunos libertadores, el líder del surrealismo, autoritario y fulminante, se deshizo de él.
Artaud viajó a México a buscar una verdad que el mundo europeo había perdido y que los tarahumaras alcanzaban con el peyote. En la capital, María Izquierdo y Lola Álvarez Bravo se hicieron cargo de él y lo recogían muerto de hambre y alcoholizado en la acera de la calle de Guadiana, en la colonia Cuauhtémoc. A su regreso a París, vivió en la miseria rechazado por todos. «Ya no tiene dientes», comenta Picasso. Ninguno se da cuenta de que Artaud, al descubrir a los tarahumaras, le ha dado una nueva dimensión al surrealismo.
Leonora y Max invitan a su casa a Picasso y a Marcel Duchamp, que a duras penas abandona su tablero de ajedrez. Benjamin Péret era inseparable de Breton hasta que apareció en su vida una pelirroja llamada Remedios y ahora lo ven menos. «Parece que la española es muy tímida». En la rue Fontaine se engañan, conforman tríos amorosos como hace años el de Éluard, Gala y Max, que hizo que Paul exclamara: «No saben lo que es estar casado con una rusa, lo prefiero a él que a ella».
El rumano Victor Brauner busca vender a toda costa un autorretrato en que aparece tuerto. De la cuenca de su ojo derecho sale una inmensa lágrima de sangre. El cuadro resulta un presagio, porque meses después, en 1938, en medio de una discusión, Esteban Francés avienta su vaso a Óscar Domínguez y Victor Brauner pierde el ojo. «Imposible vivir a cien por hora, vamos a reventar todos». «Ya no me aguanto, tengo la cabeza como el molinillo de café de Duchamp», coinciden. Dora Maar, maltratada por Picasso, causa lástima cada vez que entra a un restaurante. «Miren cómo la dejó Picasso». «Como un Picasso», le dice un camarero a otro.
Leonor Fini le da cita a Renato Leduc, que asesora al cónsul de México en París, en un café de Montparnasse para presentarle a Picasso.
Recién llegado de Tenerife, Óscar Domínguez se les une:
—¡Joder! Llévenme. Solo quiero pasar a mi piso por un paquete.
Apenas entran en la casa de la rue Jacob, Domínguez salta encima de Picasso:
—Maestro, yo soy un pintor español y me ando muriendo de hambre.
—Lo español se te nota de lejos. El que te estés muriendo de hambre, a todos nos ha pasado.
—Mire, maestro, el otro día estuve en una fiesta de un norteamericano que traía 25 000 francos para cambiarlos por tres trazos de Picasso; yo presumí que tenía una obra suya.
Abre el paquete y aparece una copia del Bañista con balón. En vez de enojarse, el malagueño lo felicita.
—Esos norteamericanos no compran cuadros sino firmas. Leonora, ¿puedes prestarme una pluma o un lápiz?
Firma y le tiende la copia:
—Véndelo y gánate esos 25 000 francos…
Óscar y Pablo se vuelven inseparables. A veces se les une Renato Leduc, y los tres hablan de toros.
Además de la rue Jacob, también en la casa de André breton se dan encuentros privilegiados; una noche Breton los calla a todos: «Vamos a escuchar a Leonora». Leonora entonces guarda silencio. Imposible ser rebelde por mandato. Su rebeldía es sagrada y la saca cuando ella quiere, no cuando le dan la orden.
—Somos tu rebaño de ovejas negras, te seguiremos adonde sea.
Leonora no solo es dueña de sí misma sino de todos sus admiradores. ¡Qué buena vida la suya! La única que la saca de quicio es Marie Berthe Aurenche, que se presenta sin aviso:
—¿Por qué no te regresas a Inglaterra? —le grita.
—¿Por qué entra sin tocar? —le pregunta Leonora a su amante.
—Porque tiene llave.
—¿Quién se la dio?
—Loplop.
Marie Berthe los sigue al Café de Flore, grita y hace escenas frente a la mirada aprensiva de Leonora. Rompe vasos, platos y tazas; los parroquianos y los meseros la miran sin inmutarse porque en París cualquier cosa puede suceder. Como buena británica, Leonora sabe que los tormentos emocionales no deben exhibirse y que los celos resultan patéticos. Desde niña le enseñaron: «Children should be seen and not heard» y, por lo visto, lo que quiere la niña Marie Berthe es volverse figura pública. Altaneros, los surrealistas no prestan atención a mujeres que van de bajada; en cambio Leonora es un hallazgo, la joya más preciada de su corona. La Aurenche echa a perder las reuniones. Cada confrontación es su derrota. Cuando grita entre sollozos que va a regresar al convento, Leonora piensa que su lugar está allí, en medio de mujeres veladas que no se atreven a decir quiénes son y se sepultan en vida. Por lo visto, la compasión no es el fuerte del pintor, porque no tiene la menor paciencia con el desquiciamiento de su esposa: «Que regrese al convento de donde la saqué».
Leonora escribe y pinta y no se preocupa por lo que va a pasarle.
Peggy Guggenheim, la mecenas que impone el arte moderno y compra a Picasso, a Dalí, a Duchamp, a Tanguy, llama a la puerta del estudio de Ernst. Todo París habla de ella. Cuentan que una noche se acuesta con Beckett y a la siguiente con Tanguy, y ella paga el hotel; escoge el lienzo según el desempeño. Nunca duerme sola. Es avant-garde, monta el estudio del elegido, consume a Beckett en una semana y agota a Giorgio, el hijo de James Joyce. Es atrevida, tiene buen cuerpo y una nariz de nabo. Los artistas alegan que es una diletante, pero sus dólares fosforecen. Tanguy ya dejó a su mujer por ella. Marcel Duchamp, adelantándose a todos, no la suelta y le aconseja qué comprar.
Peggy entra como una tromba y suelta las correas de cuatro perros malteses que se precipitan sobre los cuadros. Lleva unos lentes negros estrafalarios, su traje es de Paul Poiret y deja caer su abrigo en la primera silla.
—¡Qué frío! París es una nevera.
En lo único que piensa el pintor es en proteger sus telas de los perros. Peggy los llama: «My darlings», y elfos rodean a Leonora, que los acaricia.
—Are these all yours? —pregunta la mecenas.
—Este cuadro es de Carrington, la más talentosa de mis discípulas.
La Guggenheim observa a Leonora festejada por sus malteses:
—Quiero comprar este, me encanta el caballo trepado en el árbol como un ave —señala La comida de Lord Candlestick.
—Representan a la familia de la autora. Lord Candlestick es en realidad Harold Carrington satirizado por su hija. Estas cabezas equinas son fálicas, los platos son hostias. Del ano del jabalí salen ramas. ¿No se asemeja a Jerónimo Bosco?
—Así que la jovencita pertenece a la nobleza.
—Tiene un talento extraordinario, Breton y Marcel Duchamp la invitaron a participar con dos de sus obras en la reciente Exposición Internacional del Surrealismo.
—Sí, ya la visité, son pocas las mujeres: Eileen Agar, la noruega Elsa Thorensen, la española Remedios Varo, la alemana Meret Oppenheim, que según me dijeron fue su amante, y la joven aristócrata inglesa.
—Breton está encantado con Leonora, dice que es la gran figura femenina del surrealismo, su extravagancia lo tiene subyugado; asegura haber descubierto a la única capaz del amour fou —continúa Max Ernst.
Los perritos se acuestan en torno a Leonora y Max invita a Peggy a cenar, pasará por ella al Ritz a las ocho.
—Mejor ve tú solo —pide Leonora.
—¿Por qué?
—Porque yo prefiero a los perros y a ellos no los van a dejar entrar.
En La Tour d’Argent Max se dedica a impresionar a la norteamericana mirándola sin parpadear con sus dos pescados azules. Ella pide los profiterolles, él los poor knights of Windsor y, mientras cenan, anhelan que «la comida de Lord Candlestick» sea la primera de muchas otras. Ninguno de los comensales imagina que la guerra va a partirles la vida.
Al regreso, Max se ve más guapo que nunca y le dice a Leonora:
—Esa mujer tiene ojos inteligentes.
París rechaza a los surrealistas, los críticos son implacables, los que desertan, numerosos, y a Leonora le parece providencial que su amante haya encontrado una protectora.