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Y CONOCER A KEIKO
Keiko es una japonesa de apenas metro sesenta. Tiene veintisiete años y solo Dios sabe cómo es posible que esté soltera. Trabaja como programadora informática en una multinacional de telecomunicaciones. Keiko le explica exactamente qué es lo que hace, pero entre el jet lag, las tropecientas horas del viaje Barcelona-Frankfurt-Tokio (con su terrible pánico a volar), la tercera cerveza japonesa y su flojo inglés, Álex no termina de entenderlo demasiado bien. Y, la verdad, le da igual. Lo normal sería que, después de recogerlo en el aeropuerto, hubiesen ido a comer sushi y comida tradicional japonesa, pero a Keiko le hace gracia llevarlo a un restaurante español. Álex se quiere morir: ¡está comiendo la mejor tortilla de patatas del mundo! ¡En Tokio!
A medida que avanza la ¿cena?, ¿comida?, ¿desayuno? —Álex no lo sabe exactamente— va quedando bastante claro que el idioma no supondrá ningún problema. Keiko habla despacio, en un inglés perfecto, y Álex lo caza todo al vuelo, o casi. Su inglés es un poco más esquemático, y casi todo su vocabulario consiste en palabras que no debería utilizar en una primera cita: blowjob, handjob, caught, amateur, deepthroat, hardcore, anal, gangbang, dogging, fetish, cheating, cocksuckers, creampie, squirting, etcétera. Se da cuenta de que la única palabra japonesa que conoce aparte de sashimi, sushi y nigiri tampoco va a utilizarla, al menos no esa noche: bukake. No parece que la cosa vaya a tirar por ahí, aunque nunca se sabe. De todos modos, tampoco le haría mucha ilusión compartir a Keiko con doce hombres sin piedad.
En esa primera cita, tres cosas se confirman: 1) el viaje y los gastos ocasionados han valido la pena; 2) Keiko le gusta mucho y a Keiko le gusta él, eso se nota, y 3) va a tener que mudarse a Tokio. Eso es seguro. Eso es así.
Nada de karaokes. Nada de recreativos. Nada de ir a un hotel. Nada de hacer un Lost in Translation. Después de la cena se marchan al apartamento de Keiko. Álex ha traído una maleta con mudas para una semana; el billete de vuelta es para dentro de seis días. Hace un mes que supieron el uno del otro y han estado hablando de conocerse desde entonces. Fue a través de Clarice. Recibieron un correo con sus respectivos nombres, sus datos de contacto (perfil de Facebook, números de teléfono y direcciones de correo electrónico y Skype) y empezaron a chatear. Ahora, por fin están juntos, en casa de Keiko. Álex puede ver por primera vez el menudo apartamento de la japonesa sin necesidad de una webcam. Ambos se ahorran tener que hablar de sus antiguas parejas, de sus rupturas, de sus frustraciones… Keiko sabe que hace muy poco que Álex lo ha dejado con una chica. Y Álex sabe que hace muy poco que Keiko lo ha dejado con un chico. Con esa información les basta.
Se sientan en un cómodo sofá y siguen con las rondas de cerveza japonesa. Keiko se preocupa por él:
—Si estás cansado puedes acostarte —le dice en un acaramelado inglés.
—No, gracias. Tenía muchas ganas de conocerte. Creo que puedo esperar.
—Como quieras.
Aun así, cansado y muerto de sueño, Álex no puede reprimir un bostezo. Los dos sonríen. Los dos piensan en besarse. Pero ninguno da el primer paso. Keiko le dice que lo mejor es que se vayan a la cama. «¿Juntos?», pregunta Álex. «No has viajado desde tan lejos para dormir en el sofá.» Los dos sonríen. A Álex le excita la idea de volver a dormir al lado de un cuerpo caliente, y más si es uno tan bonito como el de Keiko. A pesar de la invitación a dormir juntos, Álex no se atreve a dar el primer paso y besar a Keiko. Está desentrenado y tiene miedo al rechazo. Ella lo entiende e incluso le hace gracia. Le parece mono. La timidez de los chicos con el corazón roto le resulta afrodisíaca. Se levanta y va al baño para cambiarse y cepillarse los dientes. Él espera en el salón. Mira a su alrededor aturdido, observando todos los detalles de la decoración del apartamento de Keiko. Álex piensa que si alguna vez se hiciera una película de su vida, esta escena no encarecería los costes de producción: el piso de Keiko es idéntico al de cualquier joven de cualquier ciudad del mundo occidental. Muebles de Ikea y listos, un par de fotografías de su familia, cuatro cachivaches asiáticos y poca cosa más. Está claro que Keiko pasa más tiempo en el trabajo programando lo que sea que programe que en casa. Si vivieran juntos igual podría hacer más suyo el espacio. Definitivamente, comprarían una tele más grande. La que tiene Keiko es demasiado pequeña. ¿Podrá seguir los partidos de la NBA desde Japón? Se pregunta si hay algún canal japonés que tenga los derechos. Después piensa en todo lo que dejaría atrás y se da cuenta de que, en realidad, no hay nada a lo que le tenga demasiado apego. Natalia se encargaría de vender los muebles de la casa y finiquitar el contrato de alquiler de su piso de Barcelona. ¡Natalia! Hacía cerca de un mes y medio que no pensaba en ella, y ahora su recuerdo ha vuelto a su cabeza con una indiferencia total.
Álex se siente excitado y cansado a la vez. Quiere hacerle el amor a Keiko y dormir veinte horas, todo a la vez. Se dice que por fin va a cumplir una de sus fantasías: acostarse con una oriental. Recuerda cuando tenía once años y Martín le hizo creer en el patio del colegio que «las chinas» (término que englobaba a todas las orientales) tenían la raja al revés, en horizontal. Hasta que no vio una vagina asiática en un Penthouse semanas más tarde no cayó en que le estaba tomando el pelo. No puedo seguir pensando en vaginas y fantasías justo ahora, se dice Álex, tratando de no parecer ansioso. Pero su erección oculta bajo el tejano le delata. A los pocos minutos aparece Keiko con un pijama adorable de color azul eléctrico, a medio camino entre el propio de una mujer adulta y una lolita. No sabe cuál de los dos le pone más.
«Voy a entrar yo», le dice Álex. Keiko asiente. Álex se lava la cara, se cepilla los dientes y trata de pensar en la muerte, en Kierkegaard, en el neorrealismo italiano y en el modelito del último videoclip de Lady Gaga, todo al mismo tiempo, para ver si así se le baja la erección, pero no hay manera. Cuando sale del lavabo, Keiko le está esperando acostada en la cama. La luz de la mesita de noche está encendida, y él se desviste tratando de que sus bóxers no marquen demasiado paquete y le hagan quedar como un ansias. Le da un poco la espalda a Keiko, y ella le pregunta si es tímido. Él le responde que un poco. Ella le pide que le deje ver cómo se desviste. Él sonríe.
—¿Estás segura?
—Sí —afirma ella, también con una sonrisa—. Déjame verte.
—Tú lo has querido.
Keiko ríe. Es una de las cosas que más le gustan de Álex: es un chico divertido que le hace reír. Por eso sintonizaron enseguida, y eso que su inglés no es perfecto. Cuando domine más el idioma seguro que se lanzará con más facilidad. Aunque es cierto que con las cervecitas Álex se ha desinhibido un poco más. Y no porque su inglés mejore con el alcohol, sino simplemente porque le ayuda a olvidar que su inglés sigue siendo igual de flojo.
Pero ahí está Álex, quitándose la camisa, poco a poco. Sin alardes, suavemente, de manera muy sexy, piensa Keiko. Los pelitos que tiene en el pecho la excitan. Los orientales no tienen. Será el primer pecho con vello que toque, se dice a sí misma, y parece que una persona más cumplirá una fantasía esa noche: acostarse con un occidental, de Barcelona, por más señas. Álex se descalza, se quita los calcetines y ya solo quedan los pantalones. Se miran traviesos. Keiko puede advertir ya un bulto en su paquete. Siente casi tantas ansias como él. Álex se desabrocha los botones del tejano y poco a poco se lo quita. Los bóxers ajustados de color azul marino permiten apreciar una potente erección. Álex se siente tentado de seguir, pero Keiko hace un gesto muy japonés de llevarse las manos a la boca, como si tuviera que callar alguna cosa. Álex se pregunta si es un gesto típico japonés o si es el gesto que las japonesas saben que los occidentales adoran de ellas. Da igual, qué demonios. El caso es que lo hace y resulta sexy y encantador al mismo tiempo. Álex se acerca hasta ella y se mete dentro de la cama. Keiko le da la espalda, y él se acurruca por detrás, abrazándola haciendo cucharita. Su pene acaricia el culo de ella. Los dos están excitados. La coge por la cintura y después, poco a poco, sube la mano por su vientre hasta tocarle un pecho por encima del pijama. La besa en el cuello, la abraza. Ella se vuelve y se besan profundamente. Álex relaja todo su cuerpo… y en exactamente un minuto y veintisiete segundos se queda dormido. A Keiko no le importa. Keiko es feliz.
A la mañana siguiente, Álex se despierta de placer. Keiko le está haciendo una mamada de buenos días. Y en ese justo momento, lo sabe: Keiko es la mujer de su vida. Su media naranja. La única. La definitiva. No hay mejor despertar posible en el mundo occidental u oriental.
¡Clarice funciona!
Álex es muy de mamadas. Siempre lo ha sido, y Keiko, mujer de mundo, ha debido de intuirlo. Aunque a decir verdad tampoco hace falta tener el don de la clarividencia: según un estudio reciente entre la población mundial masculina, heterosexual y mayor de edad, el 96 por ciento de los hombres es partidario del sexo oral. El 4 por ciento restante es MUY partidario del sexo oral. Álex está entre ese 4 por ciento. Siempre ha dicho que su plan ideal para una noche romántica es filete y mamada. Él también sabe sumergirse en el sexo de una mujer y darle placer oral. Y lo hace con entusiasmo y cierta pericia. Por desgracia, en los últimos tiempos se ha desentrenado un poco; darle al clítoris con la lengua es como tirar desde seis veinticinco, si no lo haces a diario, pierdes técnica. De hecho, últimamente ha tenido alguna pesadilla con vaginas. Si fuera al psicoanalista, este le diría que simbolizan su peterpanismo, su miedo a crecer. ¿A qué se debe la aparición de ese motivo recurrente en sus sueños, gigantescos sexos femeninos que lo devoran, vaginas que mastican todos sus huesos? La respuesta es de manual: de las vaginas salen los niños. Los niños perdidos con los que Peter Pan debe cargar. Los niños que no le permitirán lanzarse a volar con todas las Wendys del planeta Tierra. ¡Y hay tantas Wendys a las que hacer volar antes de hacerse mayor! Tantas, antes del apagón…
Pero de momento el que está a punto de volar muy, muy alto es Álex. Nota que se acerca al clímax y avisa a Keiko. Y entonces ella realiza un acto de amor puro y verdadero; un acto de generosidad que todos los hombres adoran cuando lo reciben por primera vez y por sorpresa: tragárselo. ¿Hay acaso mayor gesto de demostración de amor? No, piensa Álex, aturdido por el orgasmo y extasiado ante la belleza de la japonesa. Creo que ya me puedo morir, creo que ya lo he visto todo, creo que esto es el cielo, piensa Álex.
Los seis días que le quedan antes de volver a Barcelona los pasan encerrados en el apartamento de Keiko. Haciendo el amor, follando como leones y conociéndose. Ella le prepara comida japonesa y él le cocina platos españoles con lo que encuentran. Apenas ven alguna película; pasan el tiempo hablando y enamorándose. Todas las expectativas que tenían después de quince días de chateo ininterrumpido y quince más hablando a través de la webcam se ven ampliamente satisfechas. Oler, acariciar y sentir cerca a la otra persona multiplican por diez el efecto hipnótico del amor. Todo lo que sabían el uno del otro y ya les gustaba se ve refrendado en la cercanía, y las cosas que desconocían y que van descubriendo poco a poco los entusiasman aún más. Incluso los ligeros ronquidos de mariposa de Keiko, Álex los encuentra adorables.
Empiezan a hacer planes. Proyectan un primer viaje de Keiko a Barcelona. La venta de todos los enseres personales de Álex y la liquidación del contrato de alquiler de su piso. Acto seguido, volarán juntos de nuevo rumbo a Japón. Álex empezará un curso de japonés intensivo para tratar de integrarse lo más rápidamente posible en la cultura oriental. Incluso ha hecho una lista de las productoras cinematográficas más importantes del país. Hay un buen nivel de producción y el mercado doméstico funciona mucho mejor que el español. Con su experiencia, si consigue superar la barrera del idioma, espera estar trabajando en menos de siete meses. Y si tiene que poner copas mientras tanto, tampoco se le van a caer los anillos. Todo vale con tal de estar con su media naranja. De todos modos Keiko le ha asegurado que no tiene que preocuparse por el dinero. Ella gana lo suficiente como para mantenerlos y, además, acaba de recibir una herencia familiar, así que tiene un buen colchón. En cuanto a los problemas derivados del visado, se podrían solucionar con un matrimonio. A ninguno le gusta la idea de formalizar la unión con papeles de por medio, y ni qué decir tiene que la celebración de una boda los echa muy para atrás. Pero casarse es la vía más rápida para solucionar todos los posibles problemas legales de Álex. En un arrebato de locura, Álex coge la anilla de una lata de cerveza y se la pone en el dedo a Keiko, pidiéndole matrimonio. Resulta cutre, encantador y romántico, todo a la vez. Divisan un futuro juntos, felices para siempre. Como en los cuentos. Por fin Álex ha encontrado a la chica que le deparaba el destino. Ha tenido que cruzar medio mundo para dar con ella, pero el viaje y la aventura han valido la pena. Las palabras de Martín resuenan ahora con fuerza en su cabeza: «Lo único que sé es que todos tenemos una chica en el mundo que nos está esperando».
Álex tenía sus reservas respecto a la probabilidad de éxito de Clarice. Simplemente, le parecía que ese era un servicio que no se puede prestar. Un imposible. Una fantasía del subconsciente colectivo con la que no se puede mercadear. Nadie, tratándose de algo así, puede ofrecer la garantía absoluta de que uno va a quedar plenamente satisfecho con el producto que ofrece. Ahora, a pesar de sus reticencias iniciales, no podría estar más feliz y contento con la eficacia de la gente de Clarice. De hecho, cuando Martín le dio el bono regalo, dudó muchísimo en contratar sus servicios. No se decidió a ir hasta que Martín le llamó por séptima vez insistiendo en que acudiera a sus oficinas en el Passeig de Gràcia. Tuvo que cogerlo literalmente de la oreja y llevarlo hasta allí. Álex sabe que le debe una disculpa. ¿Qué dice una disculpa? ¡Le debe la vida! Quién sabe qué habría sido de él si Martín no le hubiera descubierto a Clarice. No habría conocido a Keiko, la mujer de su vida, la definitiva, la chica japonesa que lo había estado esperando escondida todo este tiempo. La mujer de veintisiete años con la que se casará. La que no tiene ninguna duda de que será la madre de sus hijos… dentro de muchos, muchos años.
Por eso cuando se despiden en el aeropuerto siente una punzada en el corazón. No quiere perderla de vista. No quiere marcharse. No quiere separarse ni un minuto de ella. Quiere llevársela consigo. Y Keiko siente lo mismo. Álex, su media naranja, va a desaparecer de su vida unos días, volverá al recuadro de 4:3 de la webcam. No sabe si podrá superarlo. Solo han estado juntos seis días, pero ambos sienten que han sido los seis días más intensos de sus vidas. La despedida se hace extenuante y dolorosa, lloran y se abrazan, se besan sin cesar. A la gente que los observa en la terminal se le hace un nudo en la garganta. Keiko y Álex se separan consolándose con la idea de que muy pronto se encontrarán de nuevo.
Ignoran que no volverán a verse nunca más.