Doce
Doce
Annie salió a la calle hecha una furia.
Al enterarse de lo que le había ocurrido a Eileen la noche anterior, al imaginarla en el callejón, herida y ensangrentada bajo la lluvia, sólo pensó que había que acabar de una manera u otra con las aberraciones de aquel hijo de mala madre, y rogó a Dios que, al encontrarlo, fuera capaz de contenerse porque de lo contrario iba a dejarlo seco antes de preguntarle el nombre. Ignoraba lo que le había ocurrido a Teddy Carella el día anterior en el despacho de Philip Logan; a decir verdad, ni siquiera conocía a Steve Carella, sólo sabía que era el inspector con aspecto de chino que había visto tras uno de los escritorios de la comisaría del distrito ochenta y siete. Pero de haberles conocido, de haber sabido que Teddy se había sometido el día anterior a su bautismo de fuego, lo habría considerado simplemente una manifestación más leve de la agresión de que Eileen había sido víctima.
El sargento Murchison la había llamado exactamente a las ocho menos diez, cinco minutos después de que un coche patrulla del distrito ochenta y siete respondiera a la llamada de Eileen y la encontrara sin conocimiento bajo el teléfono desde donde había dado parte. Annie escuchó a Murchison en silencio mientras éste le comunicaba la noticia. Después le dio las gracias, se puso la gabardina y salió a la calle, donde había remitido la tormenta aunque seguía lloviendo. Cuando llegó al hospital, a Eileen acababan de darle doce puntos de sutura en la mejilla. El médico de la sala de urgencias le informó que a Eileen le había sido administrado un calmante y estaba dormida; se proponían tenerla toda la noche en observación porque al ingresarla se hallaba en estado de shock. No le permitieron entrar a verla pese a que esgrimió su rango en el cuerpo de policía. Annie se fue a casa, llamó a la ACI sin grandes esperazas de encontrar a nadie —eran casi las diez de la noche—, y buscó el teléfono particular de Polly Floyd, la supervisora de la ACI que la había atendido por la mañana. No contestaron. Siguió intentándolo hasta la medianoche. Nadie contestaba. Desistió y dejó pasar la noche.
Tampoco le contestaron cuando llamó a las nueve de la mañana a las oficinas de la ACI. Volvió a probar a las nueve y cuarto y a las nueve y media, y después marcó el número particular de Polly Floyd. El teléfono sonó largo rato, doce veces, contó Annie, y ya se disponía a colgar cuando Polly contestó. Annie le dijo que quería ir a la oficina de la organización. Polly le contestó que la oficina cerraba los sábados. Annie la instó a que la abriera y reuniera allí a todo el personal a las once en punto. Polly se negó a hacer tal cosa. Annie respiró hondo.
—Señorita Floyd —dijo—, tengo una agente de policía ingresada desde anoche en el hospital por causa de una herida de navaja que ha requerido doce puntos de sutura. Puedo tomarme la molestia de ir al centro a pedirle a un juez una orden de registro, pero sepa, señorita Floyd, que si me crea tantos problemas, no voy a andarme con miramientos de ningún tipo.
—¿Me está coaccionando? —dijo Polly.
—Sí —respondió Annie.
—Veré si puedo reunir al personal.
—Gracias —dijo Annie, y colgó.
Las oficinas de la ACI se hallaban en el 832 de Hall Avenue, sobre una librería en fase de liquidación por cierre del establecimiento. Era un edifico de seis pisos, y las oficinas de la ACI estaban en la tercera planta. Annie llegó un poco antes de las once. Tras las puertas de cristales opacos había un reducido vestíbulo de recepción que podría haber sido la entrada de una agencia de detectives venida a menos, salvo por los posters de las paredes. En todos ellos se leía el rótulo «Asociación Contra el Infanticidio», en letras rojas y como si goteara sangre. La propia Polly Floyd semejaba un feto en avanzado estado de desarrollo, con un rostro y unos puños pequeños y rosados, el cabello rubio y corto, y una boca con el aspecto de no haber sido nunca besada y de no haber deseado nunca ser besada. En fin, quizá a ese respecto Annie estaba equivocada; a las doce de la noche anterior Polly no había contestado el teléfono, y a las nueve y media de aquella mañana le había costado lo suyo ponerse.
Polly Floyd estaba muy indignada cuando Annie entró en la oficina. Al instante empezó a quejarse de los estados policiales y de que unos honrados ciudadanos se vieran sujetos a…
—Lo siento mucho —dijo Annie, aunque no parecía sentirlo en absoluto—. Pero como ya le he dicho por teléfono se trata de un asunto urgente.
—¿Qué tenemos nosotros que ver con ese policía? —preguntó Polly—. Si alguien salió herido…
—Esa policía —rectificó Annie.
—Es igual, ¿qué…?
—¿Dónde está el personal? —preguntó Annie bruscamente. Se hallaban las dos solas en el pequeño vestíbulo de recepción con sus fotografías de fetos. Polly aún no se había sacado el abrigo. Sin duda preveía una reunión breve.
—Están esperando en mi despacho —dijo.
—¿Cuántos son?
—Cuatro.
—¿Incluida usted?
—Yo aparte.
—¿Algún hombre?
—Uno.
—Quiero verle —dijo Annie.
Verle era lo primero que quería hacer.
Había vuelto a llamar al hospital hacía media hora, para informarse sobre el estado de Eileen y para hablar con ella si era posible. Al ponerse Eileen al teléfono de su habitación parecía adormecida, pero, según ella, se encontraba bien —considerando las circunstancias—. Su descripción del hombre que la había agredido coincidía exactamente con la que las víctimas anteriores habían dado: blanco, treinta años, metro ochenta, ochenta kilos; cabello castaño, ojos azules, sin cicatrices ni tatuajes visibles.
El hombre que aguardaba en el despacho de Polly Floyd era un negro enjuto, sesentón, de un metro cincuenta poco más o menos, de ojos marrones tras unas gafas de concha, y calvo excepto por la orla de pelo blanco que contorneaba lo alto de su cráneo.
En el despacho había otras tres personas, todas ellas mujeres.
Annie les pidió que tomaran asiento.
Polly permaneció junto a la puerta, indignada por aquella intrusión en las oficinas de la ACI, y más indignada, si cabía, por aquella invasión de su despacho particular.
Annie preguntó a los allí reunidos si les resultaban familiares los siguientes nombres: Lois Carmody, Terry Cooper, Patricia Ryan, Vivienne Chabrun, Angela Ferrari, Cecily Bainbridge, Blanca Díaz, Mary Hollings y Janet Reilly.
Todos admitieron conocer aquellos nombres.
—Todas ellas han contribuido en alguna ocasión con donaciones a la ACI —dijo Annie—, ¿no es así?
Ninguno sabía con certeza si se debía a eso que los nombres les sonasen.
—¿Con cuántos contribuyentes cuentan? —preguntó Annie.
Las miradas del personal se dirigieron hacia Polly Floyd.
—Lo siento, pero eso es asunto nuestro —dijo Polly. Seguía de pie junto a la puerta. Aún no se había despojado del abrigo. Estaba cruzada de brazos.
—¿Tienen una lista de contribuyentes? —le preguntó Annie.
—Sí, pero es confidencial.
—¿Quién tiene acceso a esa lista? —preguntó Annie.
—Todos nosotros. Todos los miembros del personal.
—Pero acaba de decir que la lista es confidencial.
—El acceso se restringe al personal —dijo Polly.
—Bueno —dijo el negro con la orla de pelo blanco—, eso no es del todo…
—En cualquier caso —le interrumpió Polly—, la lista no está a disposición de la policía.
Annie se volvió hacia el hombre.
—Creo que no he oído su nombre, caballero —dijo.
—Eleazar Fitch —dijo él.
—Me encantan los nombres bíblicos —dijo Annie, sonriéndole.
—Mi padre se llamaba Elijah —dijo Fitch, devolviéndole la sonrisa.
—¿Y qué decía sobre la lista, señor Fitch?
—Independientemente de cuál sea el objeto de su investigación —interrumpió Polly—, no nos interesa vernos implicados.
—¿Implicados? —dijo Annie.
—Implicados, sí. No deseamos que el nombre de nuestra asociación aparezca vinculado en modo alguno al navajazo recibido por una mujer policía.
—Que casualmente es un delito de clase-C —dijo Annie— castigado con una pena de entre tres y quince años de reclusión. La violación, por otra parte…
—¿Violación? —dijo Polly, palideciendo.
—La violación, señorita Floyd, es un delito de clase-B, y puede suponer una pena de hasta veinticinco años. Esta agente de policía en cuestión fue violada anoche. Herida con arma blanca y violada, señorita Floyd. Y hay razones de peso para sospechar que su agresor violó también a otras nueve mujeres, ocho de las cuales aportaban dinero a la ACI. Lo que me interesa saber…
—Estoy convencida de que sus donativos a la ACI no tienen nada que ver…
—¿Cómo vas a saberlo a ciencia cierta, Polly? —le preguntó Fitch.
Polly recuperó su rosado color habitual. Fitch la miró fijamente durante unos segundos, y después se dirigió a Annie.
—Vendemos nuestra lista de correspondencia —dijo.
—¿A quiénes? —se apresuró a decir Annie.
—A cualquier organismo responsable…
—Polly, sabes que eso no es así —la interrumpió Fitch, volviéndose de nuevo hacia Annie—. Le entregamos la lista a cualquiera que haga un donativo importante.
—¿Qué consideran ustedes un donativo importante? —preguntó Annie.
—Todo el que pase de cien dólares.
—Así que si yo envío cien dólares y solicito su lista de correspondencia…
—La recibiría en el acto.
—Siempre y cuando —dijo Polly— nos dijera con qué finalidad pensaba utilizar la lista.
—¿Eso es verdad, señor Fitch?
—Se la enviamos a todo aquel que esté interesado en el movimiento pro-vida —dijo Fitch—. Declare su sincero interés por el movimiento, solicite la lista de correspondencia, y nos envíe un cheque por valor de cien dólares. Con eso basta.
—Entiendo —dijo Annie.
—Nosotros no somos Derecho a la Vida, sabe —dijo Polly a la defensiva—. No recibimos ayuda de bancos o grandes empresas. La ACI es un grupo nuevo; se formó hace sólo dos años. Nos vemos obligados a financiar nuestros esfuerzos por todos los medios posibles siempre y cuando sean éticos. No es ningún crimen suministrar listas de correspondencia a posibles donantes. ¡Se compran o se alquilan listas de correspondencia para cualquier cosa!
—¿Cuántas listas de correspondencia han distribuido desde el comienzo del año? —preguntó Annie.
—No tengo ni idea —dijo Polly.
—No más de diez —dijo Fitch.
—¿Todas aquí en la ciudad?
—La mayoría. Pero algunas fuera de la ciudad.
—¿Cuántas en la ciudad?
—No lo sé, tendría que consultar los archivos.
—¿Constan en los archivos los nombres y direcciones?
—Sí, claro.
—Me gustaría verlos, si es tan amable.
—Darle esos nombres equivaldría a invadir la intimidad de personas que acaso no deseen que su intimidad sea invadida —dijo Polly.
Annie se quedó mirándola. No se molestó en mencionar que decirle a una mujer lo que podía o no hacer con su embarazo acaso fuera también una forma de invadir la intimidad de personas que tal vez no deseaban que su intimidad fuese invadida. Se limitó a comentar:
—Me parece que, después de todo, tendré que ir a pedir esa orden de registro.
—Déle los nombres —dijo Polly.
Eileen estaba sentada en la cama, con las manos sobre las sábanas, cuando Kling entró en la habitación. Miraba en dirección opuesta a la puerta. La ventana, salpicada de lluvia, ofrecía una vista gris de edificios.
—Hola —dijo él.
Cuando Eileen se volvió, Kling advirtió la venda en su mejilla izquierda. Un grueso apósito de algodón cubierto con esparadrapo. Había estado llorando; tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Levantó la mano de la sábana y, con una sonrisa, le saludó, dejándola caer nuevamente, fláccida y blanca sobre la blanca sábana.
—Hola —respondió.
Él se acercó a la cama. La besó en la mejilla ilesa.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sí, bastante bien —contestó ella.
—Acabo de hablar con el médico; dice que te darán de alta hoy mismo.
—Me alegro.
Kling no sabía qué más decir. Estaba al corriente de lo que le había pasado. No sabía qué decir.
—Valiente policía estoy hecha, ¿eh? —dijo ella—. Con dos pistolas, y dejarme desarmar, dejarle… —Apartó la mirada de nuevo. Las gotas de lluvia corrían por los cristales de la ventana.
—Me violó, Bert.
—Ya lo sabía.
—¿Y qué…? —Se le quebraba la voz—. ¿Qué sientes?
—Me entran ganas de matarlo —dijo Kling.
—Ya, pero… ¿qué… qué sientes cuando piensas que he sido violada?
Él la miró con cara de incomprensión. Ella mantenía la cabeza vuelta en otra dirección, como si pretendiera ocultar el parche de su mejilla y, de paso, la herida que daba fe de su rendición.
—Al pensar que me dejé violar —dijo.
—Tú no te dejaste.
—Soy policía —dijo ella.
—Cariño…
—Debería… —Sacudió la cabeza—. Estaba muerta de miedo, Bert —dijo. Hablaba en voz muy baja.
—Yo he tenido miedo muchas veces —dijo él.
—Tenía miedo de que me matara.
Eileen giró la cabeza.
Sus miradas se cruzaron. Ella tenía los ojos empañados. Parpadeó.
—Un policía no debería asustarse tanto, Bert. De un policía se espera que… que… ¡Tiré la pistola! En cuanto noté la navaja en las costillas me entró el pánico, Bert, ¡y tiré la pistola! ¡La tenía en la mano pero la tiré!
—Yo hubiera hecho lo mismo…
—Y llevaba otra pistola en la bota por si acaso, una Browning pequeña. Saqué la pistola de la bota, la tenía en la mano, dispuesta para disparar, cuando me… me… me cortó.
Kling permanecía callado.
—No imaginaba que doliera tanto, Bert. Una herida de navaja. A veces te cortas al depilarte las piernas o los sobacos, y te escuece un rato, pero ayer fue en la cara, Bert, me cortó en la cara, y… ¡Dios, qué dolor! No soy ninguna belleza, ya lo sé, pero es la única cara que tengo, y cuando me…
—Eres preciosa —dijo él.
—Ya no —dijo ella, apartando de nuevo la mirada—. Entonces fue cuando… cuando me cortó y perdí la segunda pistola… fue cuando comprendí que… que iba a hacer lo que él me pidiese. Me dejé violar, Bert. No opuse resistencia.
—De lo contrario estarías muerta —dijo Kling.
—Me sentí tan indefensa —dijo ella, moviendo de nuevo la cabeza.
Él calló.
—Y ahora… —Se le volvió a quebrar la voz—. Seguramente siempre te quedará la duda de si me lo busqué yo, ¿no?
—No digas barbaridades —contestó Kling.
—¿No es eso lo que piensan los hombres cuando a sus mujeres o a sus novias…?
—Pero claro que te lo buscaste —dijo Kling—. Estabas allí para eso; era tu trabajo. Estabas haciendo tu trabajo, Eileen, y saliste herida. Y eso…
—¡Y también fui violada! —dijo ella, girándose hacia él, con rabia en los ojos.
—Eso fue parte de la herida —dijo él.
—¡No! —respondió ella—. ¡Tú has sido herido en acto de servicio, pero nadie te ha violado después! Ahí está la diferencia, Bert.
—Entiendo la diferencia —dijo él.
—Yo no estoy tan segura de eso —dijo ella—. ¡Porque si lo entendierais, no me encargaríais este tipo de trabajos!
—Eileen…
—¡Ese individuo no violó a una policía, violó a una mujer! ¡Me violó a mí, Bert! ¡Porque soy una mujer!
—Lo sé.
—No, no lo sabes —dijo ella—. ¿Cómo ibas a saberlo? Eres un hombre, y a los hombres no se los viola.
—Hay hombres que han sido violados —dijo él en voz baja.
—¿Dónde? —dijo ella—. ¿En la cárcel? Simplemente porque no hay mujeres a mano.
—Hay hombres que han sido violados —repitió, sin dar más explicaciones.
Ella le miró. En sus ojos se vislumbraba un dolor tan intenso como el que ella misma había sentido la noche anterior cuando el filo de la navaja desgarró su mejilla. Su rabia se disipó. Era Bert quien estaba sentado junto a ella, no un enemigo indistinto llamado Hombre, era Bert Kling —y no era él, al fin y al cabo, quien la había violado.
—Perdona —dijo ella.
—No tiene importancia.
—No debería desquitarme contigo.
—¿Y con quién, si no? —dijo él, sonriendo.
—Lo siento. De verdad.
Ella buscó su mano. Él la cogió entre las suyas.
—No entraba en mis previsiones que esto pudiera pasarme —dijo ella, y suspiró—. Nada más lejos. Muchas veces había pasado miedo, siempre se pasa un poco de miedo…
—Sí —asintió él.
—Pero no imaginaba que pudiera pasarme esto. ¿Te acuerdas de cuando hablaba en broma de mis fantasías de violación?
—Sí.
—Mientras no pasa de verdad, es sólo una fantasía —dijo ella—. Yo me imaginaba a veces… supongo que me imaginaba… Es decir, tenía miedo, Bert, incluso cuando llevaba cobertura tenía miedo. Pero no de ser violada. Herida, quizá, pero no violada. Era una poli. ¿Cómo iba una poli…?
—Todavía lo eres —dijo él.
—De eso no te quepa la menor duda —dijo ella—. ¿Recuerdas lo que te comenté? ¿Acerca de que el trabajo de gancho me parecía degradante? ¿Acerca de solicitar el traslado?
—Sí.
—Pues ahora me van a tener que echar a patadas si quieren que me vaya.
—Me parece muy bien —dijo él, besándole la mano.
—Porque bien ha de haber alguien ahí afuera, ¿no? Para procurar que esto no le pase a otras mujeres. En serio, ha de haber alguien ahí afuera, ¿no?
—Claro que sí —dijo él—. Tú.
—Pues sí, yo —dijo, y respiró hondo.
Kling se llevó la mano de Eileen a la mejilla.
Guardaron silencio durante unos instantes.
Ella hizo ademán de volver a apartar la mirada.
Sin embargo, miró a Kling fijamente y le dijo:
—¿Me…? —Su voz se quebró de nuevo—. ¿Me querrás igual que antes con cicatriz?
A veces la suerte sonreía a la primera.
En los archivos no constaban diez solicitudes de lista de correspondencia, como Eleazar Fitch había supuesto, sino sólo ocho. Tres de ellas prevenientes de grupos de otras ciudades que pretendían fundar organizaciones pro-vida locales, y buscaban ayuda en donantes previos. Los remitentes de cinco de las peticiones eran de la propia ciudad: un grupo partidario de una vigilancia más estricta de los libros de las bibliotecas públicas; un grupo en contra de que las menores recibieran consejo en cuanto a métodos anticonceptivos sin el consentimiento expreso de sus padres; un grupo en contra de la eutanasia había pagado también sus cien dólares por la lista; y una organización contraria a la aprobación de la Ley de Igualdad de Derechos había hecho lo propio. Únicamente una de las solicitudes había sido presentada en nombre de un solo individuo. Éste sostenía en su carta que se hallaba preparando un artículo para la revista Our Right, y que tenía interés en entablar contacto con adeptos de ACI a fin de conocer sus opiniones sobre las tendencias pro-vida.
Se llamaba Arthur Haines.
Era sábado. Annie confiaba en encontrar a Arthur Haines en su casa. La dirección a la que se había enviado la lista era un complejo de apartamentos ajardinado en la zona residencial de Majesta. Aún llovía ligeramente cuando Annie llegó al lugar. Las aceras estaban cubiertas de hojas mojadas. En el interior de muchos de los apartamentos ya habían sido encendidas las luces pese a que no era más que la una de la tarde. Localizó la dirección —un apartamento de la planta baja de un edificio de ladrillo de tres pisos— y llamó al timbre. Las cortinas del comedor estaban descorridas. Desde donde Annie se encontraba, frente a la puerta de entrada, veía oblicuamente el interior del cuarto. Había dos niñas —calculó que de seis y ocho años respectivamente— sentadas en el suelo, viendo dibujos animados en el televisor. La mayor le dio un codazo a la pequeña nada más oír el timbre, evidentemente urgiéndola a abrir la puerta. La niña, con expresión de desgana, se puso en pie, dirigiéndose hacia la entrada del apartamento y saliéndose del ángulo de visión de Annie. Desde algún lugar del interior, una voz de mujer gritó:
—¡Niñas! ¡Que una de las dos vaya a abrir, por favor!
—¡Ya voy, mamá! —contestó la niña, justo al otro lado de la puerta—. ¿Quién es? —dijo.
—Policía —dijo Annie.
—Un momento, por favor —dijo la niña.
Annie aguardó. Oía voces en el interior; la niña le decía a su madre que era la policía, la madre mandaba a la hija a ver la televisión.
—¿Sí? ¿Quién es, por favor? —dijo la mujer desde detrás mismo de la puerta.
—Policía —dijo Annie—. ¿Podría abrirme, si hace el favor?
La mujer que abrió la puerta estaba embarazada, no había lugar a dudas, y el parto era a buen seguro inminente. Pasaba de la una de la tarde, pero ella iba todavía en albornoz y camisón. Su hinchazón era tal que resultaba inverosímil; su vientre enorme nacía en algún punto por debajo de los pechos y se proyectaba desmesuradamente hacia delante. Un descomunal dirigible con cara de muñeca y boca de Cupido, sin carmín en los labios, ni maquillaje en el rostro.
—¿Sí? —dijo.
—Buscó a Arthur Haines —dijo Annie—. ¿Está en casa?
—Soy Lois Haines, su esposa. ¿De qué se trata?
—Me gustaría hablar con él —dijo Annie.
—¿De qué? —preguntó Lois.
Se había plantado en la puerta como un elefante hostil, con la frente fruncida, sin duda enojada por semejante intrusión en un sábado lluvioso.
—Querría hacerle unas preguntas —dijo Annie.
—¿Sobre qué? —insistió Lois.
—Señora, ¿me permite que entre?
—Déjeme ver su placa.
Annie abrió el bolso y extrajo la funda de piel que contenía la placa. Lois la examinó, y finalmente dijo:
—Muy bien, pero desearía que me explicara…
—¿Quién es, cielo? —preguntó una voz masculina.
Detrás de Lois, que seguía en la puerta negándole la entrada, ahora con los hombros erguidos y sacando agresivamente el vientre, Annie vio a un hombre de cabello castaño que venía del fondo del apartamento. Lois se apartó un poco, volviéndose hacia él, y Annie aprovechó para echarle un buen vistazo mientras se acercaba: unos treinta años, alrededor de uno ochenta, ochenta kilos como mínimo, pelo castaño y ojos azules.
—Esta mujer quiere verte —dijo Lois—. Dice que es policía.
Annie siguió observando a Haines cuando entró en el exiguo recibidor, con una plácida sonrisa en los labios.
—Pase, por favor —dijo él—. Pero, Lo, ¿que no ves que fuera está lloviendo? Pase, pase —dijo, tendiéndole la mano cuando su mujer se hizo a un lado—. ¿Cuál es el problema, agente? —dijo, estrechándole la mano a Annie—. ¿Tengo el coche aparcado ilegalmente? Creía que el reglamento de la alternación de aceras no estaba en vigor los fines de semana.
—No sé dónde tiene aparcado el coche —dijo Annie—. No he venido por eso, señor Haines.
Ahora, con la puerta cerrada contra la lluvia, formaban los tres un apretado e incómodo corrillo en el minúsculo recibidor, y las dos niñas desplazaron su atención del televisor a la recién llegada que afirmaba ser policía. Hasta la fecha no habían visto nunca a una mujer policía. Y, de hecho, aquella ni siquiera parecía de la poli. Llevaba una gabardina y unas gafas con los cristales salpicados por la lluvia. De su hombro colgaba un bolso de piel. Calzaba unos zapatos de tacón llano. Las niñas llegaron a la conclusión de que se parecía a su tía Jossie de Maine. Su tía Jossie era asistenta social.
—Muy bien, ¿de qué se trata, pues? —dijo Haines—. ¿En qué puedo servirle?
—¿Hay algún sitio donde sea posible hablar en privado? —preguntó Annie, mirando fugazmente a las niñas.
—Naturalmente, venga a la cocina —dijo Haines—. ¿Queda café, cariño? ¿Le apetece tomar un café, señorita…? Perdone, no he oído su nombre.
—Inspectora Anne Rawles —dijo Annie.
—A ver, pase por aquí —dijo Haines.
Entraron en la cocina. Annie y Haines se sentaron a la mesa. Cuando Lois se dirigía al fogón, Annie dijo:
—Gracias, señora Haines, pero no quiero café.
—Está recién hecho de esta mañana —dijo Lois.
—No, gracias —repitió Annie—. Señor Haines, ¿escribió usted a un organismo llamado ACI, solicitando la lista de donantes?
—Caramba, pues… sí, sí escribí —dijo Hawes con expresión de sorpresa. Su esposa se hallaba de pie junto al fogón, observándole.
—¿Con qué fin pidió esa lista? —preguntó Annie.
—Estaba preparando un trabajo sobre las actitudes y las opiniones de los partidarios del movimiento pro-vida.
—Para una revista, si no me equivoco.
—Así es.
—¿Es usted escritor, señor Haines?
—No; me dedico a la enseñanza.
—¿Dónde ejerce, señor Haines?
—En el colegio Oak Ridge de enseñanza primaria.
—¿Aquí en Majesta?
—Sí, a menos de dos kilómetros de casa.
—¿Colabora frecuentemente con revistas, señor Haines?
—Pues… —dijo, lanzándole una mirada furtiva a su mujer, como dudando si mentir o no. Ella seguía sin quitarle ojo de encima—. No —dijo—, no de manera habitual.
—Pero tenía pensado escribir ese artículo en concreto…
—Sí. Soy asiduo lector de una revista; no sé si la conoce. Se llama Our Right, y la publica un organismo sin afán de lucro…
—Por tanto donó cien dólares a la ACI y solicitó su lista de correspondencia, ¿no es así?
—Sí.
—¿Que le has dado a alguien cien dólares? —dijo Lois.
—Sí, cariño, ya te lo había dicho.
—No me habías dicho nada —contestó ella—. ¿Cien dólares? —La mujer meneó la cabeza en un gesto de asombro.
—¿Cuánto esperaba recibir a cambio de ese artículo? —preguntó Annie.
—Ah, no sé cuánto pagan —dijo Haines.
—¿Sabía la redacción de la revista que preparaba usted ese artículo?
—Bueno, no. Mi plan era escribirlo y presentarlo sin más.
—Enviárselo.
—Sí.
—Con la esperanza de que lo aceptaran.
—Sí.
—¿Llegó a escribir el artículo, señor Haines?
—Eh… no… no he tenido tiempo. Participo en muchas actividades paraescolares. Doy clases de literatura y soy consejero del periódico del colegio. Aparte asesoro al grupo de teatro y al de debates, así que a menudo el trabajo me desborda. Pero sacaré tiempo de donde sea para el artículo.
—¿Se ha puesto en contacto con alguna de las personas que figuran en la lista proporcionada por la ACI?
—No, aún no —dijo Haines—. Pero lo haré. Como le he dicho, cuando encuentre el momento…
—¿Cuál has dicho que era el tema de ese artículo? —preguntó Lois.
—Eh… pro-vida —dijo Haines—. El movimiento. Los objetivos y actitudes de… eh… mujeres que… eh…
—¿Y desde cuándo te interesas tú tanto por pro-vida? —preguntó Lois.
—Bueno, es un tema que me preocupa —dijo Haines.
Su mujer seguía mirándole.
—Me preocupa desde hace tiempo —añadió él, aclarándose la garganta.
—Primera noticia que tengo, con la que organizaste por esto —dijo Lois, cogiéndose el vientre como si de una sandía madura se tratase.
—Lois…
—Primera noticia —dijo ella, haciendo girar los ojos—. Tendría usted que haberle oído cuando le dije que me había quedado embarazada otra vez —le explicó la mujer a Annie.
Annie observaba a Haines.
—Estoy seguro de que esos detalles no le interesan en absoluto a la señorita Rawles —dijo Haines—. Y a propósito, señorita Rawles… ¿O he de llamarla inspectora Rawles?
—Como usted prefiera —dijo Annie.
—Pues bien, señorita Rawles, ¿podría decirme a qué se debe su visita? ¿Acaso mi carta a ACI ha provocado algún tipo de problema? Seguramente, la inofensiva petición de una lista de correspondencia…
—Sigo sin entender que pagases cien dólares por una lista de correspondencia —dijo Lois.
—Era una donación deducible a hacienda —dijo Haines.
—¿A una organización pro-vida? —dijo Lois, sacudiendo la cabeza—. Increíble. —Dirigiéndose a Annie, dijo—: Vive una diez años con un hombre, y sigue sin conocerle del todo.
—Probablemente —dijo Annie—. Señor Haines, ¿sabe si los siguientes nombres constaban en la lista que recibió de ACI? —Abrió su bloc de notas y empezó a leer—. Lois Carmody, Blanca Díaz, Patricia Ryan…
—No, esos nombres no me suenan de nada.
—No le he preguntado si le suenan, señor Haines. Le he preguntado si aparecen en esa lista que recibió de ACI.
—Tendría que consultar la lista —dijo Haines—. Si es que la encuentro.
—¿Vivienne Chabrun? —dijo Annie—. ¿Angela Ferrari? ¿Terry Cooper?
—No, no las conozco.
—¿Cecily Bainbridge, Mary Hollings, Janet Reilly?
—No —dijo Haines.
—¿Eileen Burke?
Durante un instante se advirtió en su rostro un vislumbre de perplejidad.
—No —dijo—. A ninguna.
—Señor Haines —dijo Annie pausadamente—, ¿dónde estaba anoche entre las siete y media y las ocho?
—En el colegio —dijo Haines—. Los niños completan el periódico los viernes por la noche. Estaba con ellos, en la redacción del periódico del colegio…
—¿A qué hora salió de aquí anoche, señor Haines?
—Verá, en realidad, no volví a casa. Tenía que corregir unos trabajos y fui directamente de la sala de profesores a la redacción del periódico. A reunirme con los niños.
—Y eso ¿a qué hora fue, señor Haines? ¿A qué hora se reunió con los niños?
—Ah, pues a las cuatro. Las cuatro y media, quizá. Son unos críos muy aplicados; estoy orgulloso del periódico. Se llama Oak Ridge…
—¿A qué hora volvió a casa anoche, señor Haines?
—Pues tardo diez minutos en llegar. El colegio está sólo a un kilómetro y medio de aquí. En realidad, un poco más.
—Por tanto, ¿a qué hora llegó a casa?
—¿A las ocho? ¿Eran cerca de las ocho, Lo?
—Eran casi las diez —dijo Lois—. Yo ya me había acostado.
—Sí, algo así —dijo Haines—. Entre las ocho y las diez.
—Eran exactamente las diez menos diez —dijo Lois—. Miré el reloj cuando te oí llegar.
—Así que estuvo en la redacción del periódico del colegio…
—Sí, allí estuve.
—Desde las cuatro de la tarde…
—Bueno, más bien las cuatro y media. Yo diría que desde las cuatro y media.
—Desde las cuatro y media hasta las nueve cuarenta. Ha dicho que le cuesta diez minutos llegar hasta aquí, y llegó a las nueve cincuenta…
—En fin, si Lois lo dice. Yo creía que eran poco más de las ocho. Cuando llegué a casa, quiero decir.
—Lo cual nos da una diferencia de cinco horas —dijo Annie—. ¿Lleva tanto rato montar el periódico?
—El tiempo varía.
—¿Y dice que dedicó todo ese rato a trabajar con los niños?
—Sí.
—¿Con los niños que componen la redacción del periódico?
—Sí.
—¿Me hace el favor de darme sus nombres, señor Haines?
—¿Para qué?
—Desearía hablar con ellos.
—¿Por qué?
—Quiero comprobar si anoche estuvo usted realmente donde dice que estuvo.
Haines miró a su esposa. Luego, volviéndose hacia Annie, dijo:
—No… no veo qué necesidad tiene de comprobar mi paradero. Todavía no sé a qué ha venido. A decir verdad…
—Señor Haines, ¿estuvo usted anoche en Isola? ¿En las proximidades del número 1840 de Laramie Crescent entre las siete y media…?
—Ya le he dicho que estuve…
—Más en concreto, en un callejón…
—¡Qué tontería es ésa!
—… a dos puertas del 1840 de Laramie Crescent…
—Estuve…
—… hiriendo y violando a una mujer que confundió con Mary Hollings.
—No conozco a nadie que se llame…
—A la que había violado anteriormente el diez de junio, el dieciséis de setiembre y el siete de octubre.
El silencio reinó en la cocina. Haines miró a su esposa.
—Anoche estuve en el colegio —le dijo.
—En ese caso, déme los nombres de los niños con los que estuvo trabajando —dijo Annie.
—¡Estuve en el colegio! —gritó Haines.
—Esta mañana te he lavado la camisa —dijo Lois en voz baja. No dejaba de mirar a su marido—. Había sangre en el puño. —Bajó la vista—. He tenido que usar agua fría para quitar la sangre.
Una de las niñas apareció en la puerta de la cocina.
—¿Pasa algo? —preguntó, con los ojos muy abiertos.
—Señor Haines —dijo Annie—, tendrá que acompañarme.
—¿Pasa algo? —repitió la niña.
Quiere saber el porqué, dijo ante la grabadora, pues se lo diré. No tengo nada que ocultar, nada de lo que avergonzarme. Si otros adoptaran la misma actitud que yo, no proliferarían tanto esos grupos que pretenden imponer a los demás sus necias ideas. En comparación, yo no hice mal a nadie. Si uno se para a pensar en todo el mal que ellos hacen, yo soy casi un santo. A ver, dígame, ¿yo a quién hice daño? Dejemos de lado a las dos que tuve que herir, eso fue por pura protección, digamos que actué en defensa propia. Pero a las otras no les hice ningún daño, sólo pretendía demostrarles lo equivocadas que estaban. Lo necesario que es a veces abortar. Cosa que, por lo visto, no les entra en la mollera. Quería demostrárselo de una manera drástica. Quería que quedaran embarazadas de un violador. Quería obligarlas a abortar —¿tendría usted el hijo de un violador? ¿Pariría usted el hijo de un violador? Estoy seguro de que no. Y estaba seguro de que ellas tampoco, y por eso actué de forma que por fuerza quedaran embarazadas tarde o temprano. Si las violaba con la frecuencia adecuada tenían que quedar embarazadas. Quizá había un sesenta por ciento de probabilidades de que quedasen embarazadas. Así de simple.
¿Quiere saber una cosa? Ninguno de mis hijos fue fruto de la planificación. ¿Las dos niñas que usted vio? Dos accidentes. El que ahora espera mi mujer, un accidente. Es católica, y sólo acepta el método de la continencia. Cabría esperar que a estas alturas se hubiera dado cuenta de que no funciona —un hijo a los dieciséis meses de casarnos, otro al cabo de dos años. Teóricamente, la experiencia enseña, ¿no? Mire que se lo he dicho veces. Toma pastillas, ponte el diafragma, déjame que use una goma. Pues no, no y no. Va contra las normas de la Iglesia, ya lo sabes. El método de la continencia y no se hable más. Y, si no, la abstinencia total. Menuda alternativa, ¿eh? O continencia en los días fértiles, o abstinencia total. Tengo treinta y un años, y tuve el primer hijo a los veintitrés, fantástico, ¿no? Y ahora otro de camino. Me lo dijo en febrero. Querido, vamos a tener otro hijo. Fantástico. Realmente fantástico. Otro hijo, precisamente lo que yo necesitaba. Le sugerí que abortara. Reaccionó como si le hubiera pedido que se ahorcara. ¿Un aborto? ¿Estás loco? ¿Un aborto? El aborto es legal, le dije. No estamos en la Edad Media, le dije. No hay razón para aceptar un embarazo si ese hijo va a suponer una carga. No tienes por qué. Y me salió con que la Iglesia se oponía al aborto. Con que incluso muchas personas que no eran católicas desaprobaban el aborto y estaban haciendo serios esfuerzos para modificar la ley. ¡Con que hasta el presidente de los Estados Unidos estaba en contra del aborto! Yo le respondí que el presidente no ganaba veinte mil dólares al año, que el presidente no tenía que ir de culo por la vida para vestir, alimentar y darle un techo a su familia, que yo no era el presidente, sino Arthur Haines, ¡y no quería más hijos! Tengo treinta y un años, y tendré cerca de cincuenta cuando el que viene de camino empiece a estudiar una carrera. Me dijo, lo siento, pero vamos a tener otro hijo, así que vete haciendo a la idea.
Y me hice a la idea, desde luego. Pero no a la de ella. A la mía. Una idea que llevaba madurando mucho tiempo. Coge a esas puñeteras que claman en contra del aborto, y ponlas en una situación en la que no les quede más remedio que abortar, a ver qué opinan cuando les toque de cerca. Escribí a Derecho a la Vida, pidiéndoles una lista de correspondencia, pero me respondieron que debía realizar la solicitud en nombre de algún organismo, y explicarles qué uso pensaba darle a la lista. Está claro que eso no era posible. No tenía los medios. Así que opté por ese grupo local, ACI —Asociación Contra el Infanticidio. ¿Qué me dice del nombrecito? Se las trae, ¿no? Les conté que estaba escribiendo un artículo para una revista en favor de pro-vida, y que deseaba ponerme en contacto con adeptas al movimiento para conocer sus sentimientos más íntimos al respecto, y todo eso, y me contestaron que no podían enviarle la lista a nadie que no hiciera una donación de cien dólares como mínimo en apoyo de la organización. Me pareció que cien dólares era un precio muy bajo por lo que me proponía hacer, por lo que me constaba que debía hacer.
La lista no incluía las filiaciones religiosas. Y yo las buscaba católicas. Claro, porque una protestante o cualquier otra cosa sería capaz de dar apoyo a un grupo pro-vida y al mismo tiempo usar el diafragma, no sé si me explico. Es decir, la idea consistía en dejarlas embarazadas. Si iba tras una baptista, o una hindú, y tomaba pastillas o llevaba un DIU, hubiera sido una pérdida de tiempo y de energía. De manera que las seguí —con las que se llamaban Kaplowitz o Cohen ya ni me molesté, seguro que eran judías— y enseguida me enteré de las que iban a una iglesia católica los domingos y de las que no. Seleccioné a las católicas. A todas las católicas que habían hecho alguna donación a ACI. Las católicas eran mi objetivo. De entrada quería demostrarles que el método de la continencia no servía para nada, y por otra parte que respecto del aborto estaban totalmente equivocadas, que si se veían en la necesidad de abortar, abortarían y sin pensárselo dos veces.
Fue pura coincidencia que la primera se llamase Lois.
Es decir, mi mujer casualmente se llama Lois, pero no elegí a Lois Carmody por eso. En serio, eso fue una coincidencia. Lois Carmody —dio la casualidad de que se llamaba así. Vivía muy cerca de casa; en mis primeras salidas no quería pasar demasiado rato fuera, no quería tener que dar explicaciones. Con el tiempo fui mejorando las tácticas; no todas las de la lista vivían a media hora de casa. Tenía que buscar excusas convincentes para ausentarme, no sé si me entiende. Mejoré la técnica. Para no tener problemas en casa. Ya tenía que aguantar bastantes reproches normalmente, créame, pero no llegó a enterarse de lo que hacía, me refiero a mi esposa— una vez me acusó de estar liado con otra, ¿se imagina? Tiene su gracia si uno se para a pensarlo, ¿no? ¿Liado con otra? En rigor, podríamos decir que estaba liado con muchas. Bueno, en realidad cuando ella me acusó tampoco eran tantas; eso fue antes de las vacaciones del verano. En julio y en agosto no trabajo, generalmente vamos a Maine a pasar el verano allí con sus padres. Yo no lo resisto, pero ¿qué otras vacaciones podría yo permitirme? En fin, eso fue en junio, cuando ella me acusó de estar liado con otra. Y hasta que volvió a empezar el curso no me ocupé de Mary y de Janet.
Con una di en el clavo a la primera.
No está en su lista de nombres; supongo que han buscado sólo repetidoras, ¿no? Quiero decir mujeres que fueron violadas más de una vez. Es asombroso cómo han dado conmigo. ¡Francamente asombroso! Deben ustedes trabajar de firme. En fin, el caso es que tuve a esa mujer —se llamaba Joanna Little, está en la lista de correspondencia, pero no en la lista que usted me leyó— la tuve por primera vez, que resultó ser la única, en marzo. Ya tenía previsto volver a por ella —el plan sólo funciona si uno se atiene al calendario y las posee de manera regular— pero, cuando la vi por la calle, enseguida me di cuenta de que estaba gorda. ¡Lo había conseguido a la primera! Es una cosa que puede ocurrir, claro. Y me enteré de que había abortado, porque un sábado la seguí hasta la clínica, y adiós barriga. Había logrado mi propósito, ¿se da cuenta? El plan funcionaba. La había dejado embarazada y se había visto obligada a abortar. ¡Valiente católica! ¡Valiente partidaria de pro-vida! Despachó a aquel bebé, como hubiera despachado un par de zapatos viejos. Aquella noche salí a emborracharme. Llegué a casa apestando a alcohol, menudo berrinche le cogió a Lois, bah, al carajo con Lois, echando hijos al mundo como una cadena de montaje. Pero aquello no fue más que un golpe de suerte, conseguirlo con Joanna a la primera. Me constaba que había sido sólo una cuestión de suerte.
Lo que había que hacer era elaborar el calendario, y llevar bien el control de cada vez que las poseía. Había que planificarlo todo con antelación, ¿comprende? Era necesario poseerlas conforme al ciclo. Mire, el método de la continencia no tiene secretos para mí; soy un experto en el método de la continencia. El ciclo menstrual de una mujer —da igual que dure veintiocho días o treinta o los que sean—, la ovulación de la mujer suele empezar en el decimosegundo día del ciclo. Esos son los días cruciales, el decimosegundo, el decimotercero y el decimocuarto. La fase puede ampliarse un poco, digamos del decimoprimero día al decimoquinto, o incluso hasta el decimosexto en algunos casos. Pero yo me fijé como límites máximos desde el decimoprimero día hasta el decimoquinto. El óvulo vive unas doce horas, el esperma unas veinticuatro —aunque hay médicos que sostienen que el esperma puede durar hasta setenta y dos horas. Ahora bien, como no quería correr riesgos lo mejor era contar desde el undécimo día hasta el decimoquinto de sus ciclos menstruales. Ésos eran los días más propicios para la fecundación— es decir, durante la ovulación.
Y claro, no iba a presentarme ante esas mujeres a preguntarles cuándo habían tenido la última regla, ¿no? Eso quedaba descartado. Eran desconocidas. Con la esposa o con la novia sería distinto; vives con ella, te acuestas con ella, y sabes cuándo le va a llegar la regla. Pero no era ése el caso. Éstas eran desconocidas, ¿me explico? Así que tenía que calcular por mis propios medios cuándo iban a estar a punto, y ¿qué hice? —pues apoyarme en el calendario.
Pongamos, a ver, pongamos agosto, que es un mes fácil porque el día uno cayó en lunes. En agosto, yo estaba fuera, estaba en Maine. Esto no es más que un ejemplo. Pero… en fin, veamos. En agosto, el día uno es un lunes. Pues, simplificando, imaginemos que ese día coincide con el primer día del ciclo menstrual de una determinada mujer. Bien, la violo ese lunes por la noche. El lunes siguiente es día ocho, que es también el octavo día de su ciclo, lo simplifico al máximo para que pueda seguirme. Otro lunes después es el día quince. ¿Lo ve? La poseo el día quince, que es uno de los días de su ovulación. Bien. En un caso como éste, no sería necesario intentarlo una cuarta o una quinta vez. Pero si uno lleva el control en el calendario tarde o temprano cae.
En agosto, por ejemplo, el día veintidós se correspondería con su vigésimo segundo día del ciclo. El lunes siguiente es el veintinueve, que para algunas mujeres sería el principio de un nuevo ciclo, eso varía. Así que supongamos que el ciclo vuelve a empezar el lunes, veintinueve de agosto. Pasamos a setiembre… aquí el lunes siguiente cae en día cinco. Ahora, éste es el octavo día de su ciclo. El lunes siguiente es día doce, que resulta ser el decimoquinto día de su ciclo, así que hemos llegado de nuevo ¡bingo! Aparentemente era infalible. Es decir, si las violaba siguiendo un plan preciso, tenían que quedar embarazadas antes o después. Y a menos que quisieran dar a luz al hijo de un violador, tenían que abortar.
Así de sencillo.
He obrado así para demostrarles a esas mujeres lo equivocadas que están.
Para demostrarles que no pueden imponerle su voluntad a los demás.
Para convencerlas de que vivimos en una democracia, y en una democracia hay libertad de elección para todos.
Annie leyó la trascripción de la confesión de Haines.
La leyó otra vez más.
En opinión de Haines, los conservadores estaban equivocados.
Los conservadores opinaban que tenían la razón.
En opinión de Annie, tanto uno como los otros estaban equivocados.
A veces no entendía por qué no se limitaba la gente a dejar vivir al prójimo.
La lluvia y el viento habían cesado.
En el Grover Park, ante la comisaría del distrito ochenta y siete, los árboles se veían desnudos, la tierra cubierta de hojas secas.
—Bueno —dijo Meyer—, al menos ha dejado de llover.
Todos pensaban lo mismo, el invierno estaba al caer.
Una mezcla de sentimientos confusos se percibía en el ambiente de la comisaría aquel sábado por la tarde. Todos estaban al corriente de lo ocurrido a Eileen Burke. También sabían que Annie Rawles había detenido al violador. Pero ignoraban cómo se sentía Kling, y cómo habría que abordar el tema de la violación de Eileen cuando por fin saliera a colación. En ese momento, Kling se hallaba en el hospital. Había ido esa mañana temprano, y había vuelto a ir hacía un rato, y aún quedaba tiempo para plantearse cómo tratar el asunto. Uno no iba a acercarse a alguien cuya chica había sido violada y decirle: «¿Qué hay, Bert? Parece que ha parado de llover; por cierto, he oído decir que han violado a Eileen». Había maneras de manejar el asunto, eso por descontado, pero todavía no sabían cómo hacerle frente.
Hasta que llamó el gordo de Ollie Weeks.
—Hola, Steve-a-rino, ¿cómo va? —dijo por el teléfono.
—De maravilla —dijo Carella—. Y tú ¿qué tal?
—Ah, bien, bien. Por aquí las gilipolleces de costumbre —respondió Ollie—. Sabes que te digo, chico, que me estoy planteando muy seriamente pedir el traslado al ochenta y siete. Desde luego da gusto trabajar con vosotros.
Carella permaneció callado.
—¿Has leído los diarios de hoy? —preguntó Ollie.
—No —dijo Carella.
—No hablan más que del chiflado del Correcaminos —dijo Ollie—. En todos los titulares viene «El Relámpago sí azota dos veces». Supongo que ha conseguido lo que quería, ¿no? Vuelve a ser famoso.
—Si eso es la fama —dijo Carella.
—Bah, con los chiflados nunca se sabe —comentó Ollie, añadiendo después, como de pasada—. Por cierto, he oído decir que un fulano se ha tirado a la chavala de Kling.
En la línea se produjo un silencio tan vasto como la Siberia.
Por fin, Carella dijo:
—Ollie, eso no lo repitas nunca.
—¿El qué? —dijo Ollie.
—Lo que acabas de decir. Que esas palabras no vuelvan a salir de tus labios, Ollie, ¿me has oído? No se las repitas a nadie. Ni a tu madre. ¿Queda…?
—Mi madre murió hace tiempo —dijo Ollie.
—¿Queda claro? —dijo Carella.
—No entiendo por qué te pones así —dijo Ollie.
—Porque ella es de los nuestros —dijo Carella.
—Así que la chica es poli, eso era. ¿Y eso qué…?
—No, Ollie —dijo Carella—. Es de los nuestros. ¿Lo has entendido, Ollie?
—Sí, sí, entendido, no te sulfures. Mis labios están cosidos.
—Eso espero —dijo Carella.
—Hay que ver, cómo estás hoy, muchacho —dijo Ollie—. Llámame cuando te cambie el humor, ¿vale?
—Cuenta con ello —dijo Carella.
—Ciao, paisan —dijo Ollie, y colgó.
Carella dejó suavemente el auricular.
Pensaba que el sufrimiento de Kling era el sufrimiento de todos ellos. Era así de sencillo.
—Lo mejor del tal Relámpago —dijo Hawes— es que no era el Sordo.
—Yo también temía que lo fuera —dijo Meyer.
—Y yo —dijo Carella.
—Todo estaba muy dentro de su línea —comentó Brown.
—¿Alguien quiere un café? —preguntó Meyer.
—El asunto ya se presentaba bastante feo de por sí —dijo Hawes.
—Podría haber sido peor —dijo Brown.
—Podría haber sido realmente el Sordo —dijo Carella.
Miscolo apareció por el pasillo, abrió de un empujón la cancela de la barandilla divisoria y fue directamente al escritorio de Carella.
—He aquí el hombre que estábamos esperando —dijo Meyer—. ¿Tenéis café hecho en la oficina?
—Yo creía que no os gustaba mi café —dijo Miscolo.
—Nos encanta tu café —dijo Brown.
—El que quiera café que se vaya a un bar —dijo Miscolo.
—Con el frío que hace en la calle —dijo Hawes.
—Menudos cafeteros de agua dulce —dijo Miscolo—. Ha llegado esto para ti, Steve. El sargento nos lo ha enviado hace un momento. —Dejó un sobre blanco en el escritorio—. No lleva remite.
Carella leyó el sobrescrito. Iba dirigido a él en la comisaría del distrito ochenta y siete. El matasellos era de Isola.
—Ábrelo —dijo Miscolo—. Me muero de curiosidad.
—¿Está Teddy enterada de que tienes una amiga que te escribe aquí? —preguntó Hawes, guiñándole un ojo a Meyer.
Carella rompió el extremo del sobre.
—¿Qué ha sido de tu peluca? —le preguntó Brown a Meyer—. No te vendría mal con el tiempo que estamos teniendo.
Carella desplegó la hoja de papel blanco que contenía el sobre. La observó. Meyer advirtió que de pronto palidecía.
—¿Qué pasa? —dijo.
El silencio se impuso en la sala al instante. Todos ellos se agolparon en torno al escritorio de Carella, que sostenía la hoja en la mano. Hawes creyó notar que la mano le temblaba un poco. Todos miraron la hoja de papel:
—Ocho caballos negros —dijo Meyer.
—El Sordo —dijo Brown.
Allí estaba nuevamente.