Diez
Diez
La noche en que asesinaron a Darcy Welles, tres hombres dejaron sus vehículos en el aparcamiento situado a la vuelta de la esquina del restaurante Marino. El teniente Byrnes decidió que era mejor visitarlos a los tres esa misma noche. Caso que uno de ellos fuera un asesino, al día siguiente podía ser demasiado tarde. Pero aun si los tres eran inocentes, había más probabilidades de encontrarles en casa esa noche que por la mañana. El día siguiente era viernes, día laborable. Si aquellos hombres desempeñaban algún trabajo, visitarles en sus casas por la mañana sería un viaje en balde. Habría que interrogar a quien abriese la puerta, y pasar a continuación por sus lugares de trabajo. Era preferible hacerlo esa misma noche; no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, y además el que duda está perdido. Tales eran los razonamientos del teniente.
Cinco de los inspectores que componían los tres equipos hubieran preferido quedarse en casa acostados antes que salir a buscar por toda la ciudad a un hombre que sólo acaso fuera el verdadero perpetrador. «Perpetrador» fue la palabra que empleó Ollie Weeks. Él era el sexto inspector que completaba los tres equipos de dos hombres cada uno, y prefería sin lugar a dudas salir de cacería por la ciudad a quedarse en un apartamento que era una pocilga, como hasta él mismo reconocía. El teniente Byrnes no sabía hasta qué punto invitar a Ollie a participar en una posible detención era un proceder correcto. Ollie adujo que el tercer fiambre había sido hallado en el distrito ochenta y tres, ¿o no?, y por tanto tenía todo el derecho del mundo a acompañarles.
—Y además —señaló sutilmente—, he sido yo quien ha encontrado los billetes del carajo en el aparcamiento, sin los cuales la guardia de tráfico no les habría dado aquellos nombres y direcciones, así que corte el rollo, teniente.
Los seis hombres salieron hacia distintas partes de la ciudad a las diez y media aproximadamente. Carella estuvo de suerte; le tocó formar equipo con Ollie Weeks. Alzó la vista al cielo mientras bajaban a la cochera a por un sedán sin ningún distintivo policial. Ollie se había puesto bastante elegante para lo que en él era costumbre. Llevaba un chaquetón cruzado de cuadros y un gorro de cazador. Aunque habían gozado de un día espléndido, al ponerse el sol había empezado a refrescar, quedando la noche un tanto desapacible; por lo visto, la luna de miel de octubre tocaba a su fin. Carella, con la misma ropa con la que había salido de casa por la mañana, notaba un poco de frío y esperaba que funcionase la calefacción del sedán que iban a entregarles. Pero no fue así.
El dueño del Mercedes Benz matrícula 604J29 vivía a diez minutos de la comisaría. Se llamaba Henry Lytell.
—Ese nombre me suena —dijo Ollie. Él iba al volante. Carella, en el asiento contiguo, golpeaba la calefacción con la palma de la mano, intentando ponerla en marcha—. ¿A ti no te suena? ¿Henry Lytell?
—No, no me suena —dijo Carella—. Bah, desisto, ¡a la mierda!
—Os tendríais que conseguir unos cuantos coches nuevos, eh —dijo Ollie.
Carella gruñó, se levantó el cuello de la chaqueta y trató de arrebujarse en su interior.
—¿Yo sabes lo que hago? —dijo Ollie—. Llevo siempre ropa en el portaequipajes de mi coche, por si empieza a hacer frío, o se pone a llover, o cualquier cosa; en esta ciudad ya se sabe.
—Mmm —dijo Carella.
—Lo que tendríamos que haber hecho es coger mi coche, y no esta tartana. En el ochenta y tres tenemos coches nuevos flamantes… Mercurys y Fords. El teniente sale cada vez que devolvemos uno para comprobar que no se los rayamos. En el ochenta y tres sí que sabemos vivir. Ese nombre me suena, Henry Lytell. ¿No será un actor o algo así?
—A mí no me dice nada —respondió Carella.
—Lytell, Lytell, estoy seguro de que ése es el nombre de alguien —dijo Ollie.
Carella se abstuvo de comentar que siendo Lytell el nombre de alguien, por fuerza tenía que ser el nombre de alguien. Carella se arrepentía de no haberse puesto los calzoncillos largos aquella mañana.
—Es el Henry lo que me confunde —dijo Ollie—. ¿Cuál era la dirección?
—Holmes, 843.
—¿Cómo en Sherlock?
—Exactamente.
—Si damos en el clavo, nos repartimos la detención, ¿queda claro? —dijo Ollie—. El mérito para las comisarías de los dos distritos.
—¿Piensas presentarte para comisario? —dijo Carella.
—Me conformo con lo que soy —dijo Ollie—. Pero lo que es justo es justo.
—¿No tienes frío aquí dentro? —dijo Carella.
—¿Yo? No. ¿Tú tienes frío?
—Sí.
—Ha de llover —dijo Ollie.
—¿Y entonces subirán las temperaturas?
—Era sólo una observación.
Permanecieron en silencio durante unos instantes.
—¿Te ha comentado algo Meyer de lo que le he dicho sobre Canción triste de Hill Street? —preguntó Carella.
—No —dijo Carella.
—¿Sobre la posibilidad de entablar demanda contra Canción triste de Hill Street?
—No, no me ha dicho nada. ¿Quién va a entablar demanda contra Canción triste de Hill Street?
—A mi ver, tendríamos que demandarles tú y yo.
—¿Por qué?
—¿A ti Furillo no te suena muy parecido a Carella?
—No —dijo Carella.
—¿Y Charlie Weeks no te suena parecido a Ollie Weeks?
—No.
—¿Que no?
—No. Charlie Weeks me suena a Charlie Weeks.
—Pues para mí que son casi el mismo nombre.
—Igual que Howard Hunter suena parecido a Evan Hunter, ni más ni menos.
—No compares.
—O igual que Arthur Hitler suena parecido a Adolph Hitler.
—Ya veo que te lo tomas a broma —dijo Ollie—. Además, dudo mucho que hoy en día haya una sola persona en el mundo que se llame Hitler. Ni siquiera en Alemania debe haber un solo boche que se llame Hitler. Todos los que se llamaban Hitler se cambiaron el nombre.
—Y entonces, ¿por qué no te cambias tú el nombre? Si ese Charlie Weeks te fastidia, ponte Ollie Jones o lo que quieras.
—¿Y por qué no se cambia el nombre Charlie Weeks? —dijo Ollie—. ¿Y por qué no se lo cambia Furillo?
—Yo no veo ninguna relación entre Furillo y Carella —dijo Carella.
—¿Por qué estás tan enfadado esta noche?
—Yo no estoy enfadado; es que tengo frío.
—Estamos a punto de hacer una detención, y él está enfadado.
—Tú no sabes si estamos a punto de hacer una detención —dijo Carella.
—Lo presiento —dijo Ollie—. Ya hemos llegado.
Estacionó en doble fila junto a una furgoneta aparcada junto a la acera ante la casa de Henry Lytell. Era un edificio de seis plantas, sin portero. Entraron al reducido portal y comprobaron la dirección en los buzones.
—Lytell, H. —dijo Ollie—. Apartamento 6 B. En el último piso. Espero que haya ascensor. ¿No te suena ese nombre? ¿Lytell?
—No —dijo Carella. En el portal hacía tanto frío como en el interior del automóvil, ese frío penetrante y húmedo que sin duda auguraba lluvia.
Ollie llamó al timbre del panel situado junto a los buzones. Siguió llamando insistentemente, pero el zumbido del portero automático no sonó.
—En este caserón no tendrán portero, ¿verdad? —preguntó, consultando el panel de los timbres—. Era mucho pedir —dijo, y apretó el timbre de al lado del nombre Nakura, del apartamento 5 A. Sonó el zumbido del portero automático. Ollie agarró el pomo de la puerta y abrió.
—Gracias a Dios por sus pequeños favores —dijo, dirigiéndose hacia el minúsculo ascensor del fondo del vestíbulo. Lo llamó. Los inspectores aguardaron—. En estas casas viejas —dijo Ollie—, los ascensores son más lentos que un negro en agosto.
—Te daré un consejo —dijo Carella.
—A ver, ¿cuál?
—No se te ocurra nunca formar pareja con Arthur Brown.
—¿Por qué? Ah, ¿te refieres a lo que acabo de decir? Era una manera de hablar.
—Brown podría interpretarlo de otra forma.
—¡Qué va! —dijo Ollie—, Brown tiene sentido del humor. Y en cualquier caso, ¿qué hay de malo en lo que acabo de decir? Es una manera de hablar.
—Pues no me gusta tu manera de hablar —dijo Carella.
—Venga, venga —dijo Ollie, dándole unas palmadas en la espalda—. Desenfádate un poco, Steve-a-rino. Estamos a punto de hacer una detención.
—Y haz el favor de no llamarme Steve-a-rino.
—¿Y cómo he de llamarte? ¿Furillo? ¿Quieres que te llame Furillo?
—Me llamo Steve.
—Furillo se llama Frank. El sargento de su comisaría siempre lo está llamando «Francis». Igual te llamo Stephen. ¿Te gustaría que te llamase «Stephen», Stephen?
—Me gustaría que me llamaras Steve.
—Está bien, Steve. ¿Qué te parece Canción triste de Hill Street, Steve?
—No me gustan las series policíacas —dijo Carella.
—¿Dónde carajo está el ascensor?
—¿Quieres que subamos a pie?
—¿Seis pisos? Ni hablar.
Por fin llegó el ascensor. Entraron. Ollie apretó el botón de la sexta planta. Las puertas se cerraron.
—A la velocidad que va esto, llegaremos allá arriba el martes que viene —dijo Ollie.
Ya en la sexta planta, encontraron el apartamento 6 B en la pared de enfrente del ascensor, dos puertas pasillo adentro.
—Mejor será que nos coloquemos a ambos lados de la puerta —dijo Ollie—. Este Lytell podría ser el aficionado a romper cuellos.
En su mano derecha tenía ya la pistola.
Flanquearon la puerta, Carella a la izquierda, Ollie a la derecha. Ollie apretó el timbre. Se oyó un repique en el interior. Nada más. Ollie volvió a tocar el timbre. Otro repique. Arrimó la oreja a la puerta y escuchó. Nada.
—Silencioso como una tumba —dijo—. Apártate, Steve.
—¿Para qué?
—Voy a derribarla.
—Eso no puede hacerse, Ollie.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Ollie, levantando la rodilla derecha.
—Ollie…
La pierna de Ollie se disparó como un resorte, asestándole a la cerradura una patada con la planta del pie. La cerradura cedió, y la puerta cayó hacia el interior. Al otro lado, el apartamento estaba a oscuras.
—Hay alguien en casa —dijo Ollie, entrando al apartamento, medio agachado en posición de tiro y blandiendo su pistola en abanico—. Da la luz —le dijo a Carella.
Carella palpó la pared contigua a la puerta de entrada en busca de un interruptor. Lo encontró y lo accionó.
—¡Policía! —gritó Ollie, a nadie aparentemente—. Cúbreme —le dijo a Carella adentrándose en el apartamento. Carella apuntaba con su pistola el espacio que precedía a Ollie. Pero ¿qué estoy haciendo? pensó. Esto es ilegal. Ollie encendió de un manotazo la luz de la sala de estar. En el cuarto no había nadie. De una de las paredes colgaba un enorme óleo de un corredor en camiseta y calzón corto, con el número diez en el pecho, en medio de una larga zancada, las piernas extendidas y los brazos en movimiento. Parecía una copia barata de una de los dibujos del ilustrador de la revista Playboy, cuyo nombre no recordaba Carella en aquel momento. Había una puerta a cada lado de la sala, ambas cerradas. Los inspectores, sin mediar palabra, se separaron, yéndose Ollie hacia la derecha, y Carella hacia la izquierda. Los dos cuartos eran dormitorios y en ninguno había nadie.
—Vamos a registrar —dijo Ollie.
—No —dijo Carella.
—¿Por qué no?
—Ni siquiera deberíamos haber entrado —dijo, acordándose en el acto de la paciente que le pidió a su psiquiatra un beso de despedida en su última visita a la consulta. El psiquiatra le contestó: «¿Besarla? ¿Ni siquiera debería estar echado aquí en el diván con usted?».
—Pero ya estamos dentro —dijo Ollie—. Ya ves que estamos dentro, ¿no?
—Ilegalmente —dijo Carella.
—Steve, Steve —le dijo Ollie paternalmente, meneando la cabeza—, te voy a contar un cuento. ¿Te gustan los cuentos, Steve?
—Ollie, estás jugando con el árbol pro…
—Escucha el cuento, ¿te parece? —dijo Ollie—. Dos honrados y afanosos policías salen una noche en busca de un posible sospechoso. Llegan al apartamento del sospechoso… que casualmente es este apartamento en el que ahora estamos… y ¿adivina con qué se encuentran? Se encuentran con que algún ladrón ha forzado la entrada y dentro ha hecho un verdadero estropicio. Como buenos, honrados y afanosos polis que son informan del allanamiento a la comisaría del distrito… que vete tú a saber cuál será… y colorín colorado este cuento se ha acabado. ¿Qué te parece, Steve? ¿O es que no te gustan los cuentos?
—Me encantan —dijo Carella—. Y ahora te voy a contar yo otro, ¿vale? Es el cuento del árbol prohibido, y…
—Ah, sí, el cuento del árbol prohibido —dijo Ollie, en tono de suficiencia—. El cuento del árbol prohibido, sí, sí, me resulta vagamente familiar.
—El cuento del árbol prohibido trata de un poli que buscando un piolé en una alcantarilla se olvidó de los procedimientos legales. El poli en cuestión, revolviendo la porquería de la alcantarilla, encontró el piolé ensangrentado y lleno de huellas del sospechoso, pero como la información sobre el piolé había sido obtenida ilegalmente, el fiscal le dijo que aquél era un fruto del árbol prohibido y el caso no fue aceptado por los tribunales, y probablemente en estos momentos el asesino está utilizando ese mismo piolé con otras cien personas. Es la doctrina del árbol prohibido, Ollie. ¿Cuánto hace que perteneces a la policía, Ollie?
—Ah, sí, la doctrina del árbol prohibido —dijo, con igual suficiencia que antes.
—Hemos entrado sin autorización —dijo Carella—, hemos echado abajo la puerta de un ciudadano, y estamos aquí dentro ilegalmente. Lo cual implica que cualquier prueba hallada aquí…
—Te comprendo —dijo Ollie—. Pero ¿te molestaría demasiado que fisgara un poco por ahí? ¿Sin tocar nada?
—Ollie…
—Porque eso es lo que voy a hacer —dijo Ollie— tanto si te molesta como si no. Hemos venido aquí para averiguar si este individuo tiene algo que ver con los asesinatos, Y si es así…
—Hemos venido a ver si este individuo dejó su coche en…
—¡Eso ya lo sabemos! Y no es la razón de nuestra visita, Steve.
—¡Hemos venido a hablar con él!
—Pero no está aquí, ¿no? ¿Tú lo ves aquí? Entonces, ¿con quién quieres que hablemos? ¿Con las paredes?
—Hablaremos con un juez para pedirle una orden de registro. Eso es lo correcto…
—No. Hablaremos con la agenda de este fulano para ver si estuvo aquí anoche, y luego iremos a buscarle y hablaremos con él personalmente.
—Y cuando el juez…
—El juez no va a enterarse de que hablamos con la agenda, ¿no? Ya te lo he dicho, Steve, al llegar aquí nos hemos encontrado con un diez-veintiuno, y de eso es de lo que vamos a dar parte cuando salgamos. Entretanto, voy a echar un vistazo por el escritorio por si hay una agenda.
Carella observó a Ollie mientras éste se dirigía al escritorio y abría el primer cajón.
—¿Lo ves? —dijo Ollie—. ¿Ves qué fácil? Nos lo ha simplificado.
Se acercó a Carella y le mostró una agenda.
—Y ahora —dijo Ollie— abrimos la agenda por octubre… así.
Abrió la agenda.
—Y buscamos el veinte de octubre, que es hoy… Bien, bien, bien, échale una ojeada a esto. He aquí una agenda locuaz.
Carella miró.
El seis de octubre, la noche en que murió Marcia Schaffer, Lytell tenía anotado el nombre de la chica en su agenda, y debajo el nombre del centro de estudios, Universidad de Ramsey. En el trece de octubre había apuntado «Nancy Annunziato» y a continuación «Marino». En el apartado del día anterior había escrito el nombre de Darcy Welles y otra vez «Marino».
—¿Ves esto?
—Lo veo.
—¿Y ves lo que hay escrito para esta noche?
Para esa noche, Lytell tenía apuntado el nombre «Luella Scott» y…
—Me juego lo que quieras a que es una negra —dijo Ollie.
… y la palabra «Folger» que no podía referirse más que la Universidad de Folger, en Riverhead.
Ollie cerró la agenda.
—Nos cuesta media hora llegar hasta allí, veinte minutos si nos damos prisa —dijo—. Espera a que dé parte de este robo que hemos descubierto, y después nos largamos volando de aquí. Antes de que le rompa el cuello a ésta también.
Todas las misiones en Diamondback le caían en suerte a Arthur Brown.
Siempre que tenía que salir del distrito, era para ir a Diamondback. Suponía que era la política del departamento. Enviar a todos los polis negros a Diamondback, el barrio negro, cuando por alguna razón debían rebasar los confines de sus distritos.
Las cosas no eran nada fáciles para un poli negro allí en Diamondback. Muchos de los negros del vecindario no se hallaban precisamente del lado de la ley, y cuando veían a un poli negro lo consideraban un traidor a la causa. Brown ignoraba cuál era esa causa. Y se imaginaba que los honrados taxistas, oficinistas, dependientas, carteros, taquígrafos, secretarias y demás gente trabajadora del barrio tampoco sabían a qué causa traicionaba un poli como Arthur Brown según los chulos, los camellos, las prostitutas, los allanadores, los atracadores y los ladronzuelos. La única causa que Brown respetaba era la de aspirar a ser buena persona en un mundo corrupto. Y Diamondback era un mundo corrupto donde los hubiera. No se mudaría a Diamondback ni que tuviera que ganarse la vida limpiando váteres —que era de lo que a veces creía vivir.
Con los años había reparado en que muy pocos abogados, médicos, ingenieros o arquitectos negros vivía allí en Diamondback —al menos en aquella parte de Diamondback. Si algún negro de cierto nivel social decidía quedarse a vivir en Diamondback, elegía la zona limítrofe conocida como Sweetloaf. Si Arthur Brown tuviese que vivir en Diamondback probablemente también optaría por Sweetloaf. Sweetloaf sólo tenía un inconveniente: la población era enteramente negra. En opinión de Brown no era bueno que la población de cualquier sitio fuera enteramente cualquier cosa. A excepción, quizá, de la población de China. Pero incluso en ese caso encontraba inconvenientes. ¿Cómo debían sentirse los chinos después de todo un día sin ver a nadie rubio y de ojos azules? ¿No les aburría ver a todas horas gente con el pelo negro y los ojos marrones? Brown se alegraba de no vivir en China. Y también se alegraba de no vivir en Diamondback. Pero allí estaba de nuevo, a las once menos diez de la noche y en pleno centro de Diamondback, hablando con el dueño de un Cadillac Seville de matrícula WU3200.
Tanto él como Hawes supieron en el instante mismo en que la guardia de tráfico les facilitó una dirección en Diamondback que muy posiblemente aquél no era el hombre que buscaban. Conforme a la descripción del camarero de Marino, el hombre que se hallaba en compañía de Darcy Welles era blanco. En el barrio debía vivir algún que otro blanco, suponía Brown, pero tan pocos que las probabilidades de que un negro abriera la puerta (como así ocurrió) eran al menos cien contra una. Y las probabilidades de que un negro de aquel barrio con un Cadillac Seville nuevo flamante se dedicara al tráfico de droga o a la trata de fulanas eran al menos de mil contra una.
La especialidad de Willy Bartlett era la trata de fulanas.
Estuvieron exactamente cinco minutos con él, el tiempo necesario para oírle contar que la noche anterior se había acercado al centro a dejar a una «amiga» suya, y desde el primer momento sabían que hasta esos cinco minutos eran una pérdida inútil ya que, por lo pronto, aquel hombre no era del color debido.
Aunque es posible, pensó Brown, que ningún negro de aquella ciudad fuese del color debido.
Eileen Burke no conseguía conciliar el sueño.
Eran las once y ya había puesto el despertador de Mary a las nueve, de donde se desprendía que si conseguía quedarse con la mente en blanco y conciliar enseguida el sueño dormiría diez horas. Eso eran muchas horas de sueño. Cuando dormía en la cama de Bert, o viceversa, la media era de seis horas, si llegaba. Esa noche estaba en la cama de Mary, y no conseguía dormirse, probablemente porque tenía no pocos motivos de preocupación. Por lo pronto, Bert había salido y quizá en ese momento estaba llamando a una puerta tras la cual podía haber un asesino. Por otro lado, cabía la posibilidad de que el violador llamara a su puerta —la puerta de Mary— al día siguiente. Ninguna de las dos ideas propiciaba el sueño.
Era una pena que Bert tuviese que salir. Independientemente de lo que se propusiera hacer por teléfono, Eileen estaba segura de que la hubiese ayudado a conciliar el sueño. Si en la noche del día siguiente se cumplían las expectativas de Annie, a Eileen le convenía dormir bien esa noche. Eileen no dejaba de pensar en las fechas que Annie le había dado. ¿Serían correctos sus cálculos? ¿Tenía realmente sentido aquel embrollo de los ciclos de cuatro semanas, tres semanas y demás? Lo que debería hacer es levantarme y repasar otra vez el calendario. En vez de seguir aquí en la cama preocupada por si la noche de mañana será por fin la noche definitiva.
Encendió la luz de la mesita, apartó las mantas y echó los pies al suelo. Hacía frío en el apartamento —octubre tenía esas cosas. Un día bueno, y al día siguiente se helaba uno—. Se puso la bata y se abrió paso entre los montones de ropa sucia (llevaré a lavar todo esto el sábado por la mañana, pensó); se acercó a la puerta del dormitorio y, alargando el brazo, buscó el interruptor de la luz de la sala.
Encendió la lamparita del escritorio y abrió el cajón superior, buscando un calendario mayor y más fácil de leer que el del talonario de Mary —el grande, como ella decía. Sólo encontró uno pequeño, plastificado, del tipo que uno lleva en la cartera, con la dirección y el teléfono de una lavandería. Además, era un calendario del año anterior. Abrió el último cajón de su derecha, sacó el talonario y lo abrió por la primera página.
Las notas que había tomado mientras hablaba con Annie seguían sobre el escritorio. Empezó a señalar las fechas a medida que contaba las semanas. Por lo visto, Annie no se había equivocado. Teniendo en cuenta incluso el receso veraniego (¿por qué se habrían interrumpido las violaciones en julio y agosto?), la pauta parecía cumplirse. El día siguiente era el viernes, veintiuno, y si su hombre actuaba como cabía prever, Mary Hollings volvería a recibir su visita. Eileen, por pura curiosidad, hojeó el talonario, fijándose en los comprobantes de los cheques que Mary había hecho los días de las violaciones.
10 de junio. Intensa actividad, muchas facturas a pagar, las salidas de compras diarias de Mary. Tiendas de toda la ciudad, la compañía telefónica, la compañía de la luz —Eileen contó diez cheques sólo aquel día. Pasó al 16 de setiembre.
Otro día de mucho ajetreo, desde luego a la señora se le amontonaban las facturas; la pensión de divorciada debía ser sustanciosa. Un cheque para Reynolds Realty S.A. (un poco de retraso el mes pasado, ¿eh, Mary? El alquiler se paga el día quince), otro para una suscripción a una serie de representaciones en un teatro del centro, otro para una organización llamada ACI (especificado APORTACIÓN), un comprobante de un cheque a la Lavandería Albert (la que le había proporcionado el calendario de bolsillo del año anterior), otro comprobante de un cheque al Citizens Savings Bank (especificado RENOVACIÓN-CAJA DE SEGURIDAD), un cheque para American Express, otro para Visa, y ninguno más.
¿Qué debe ser ACI? se preguntó Eileen. ¿Alguna organización misteriosa? ¿Una faceta oculta en la vida de Mary? ¿Asociación de Criminales Internacionales? ¿Alianza de Chiflados Incurables?
Eileen se encogió de hombros.
El 7 de octubre, Mary había librado sólo seis cheques, dos en beneficio de tiendas de la ciudad (naturalmente), uno para el Bowler Art Museum (especificado también APORTACÍON), otro al servicio técnico de reparación Raucher TV-Radio, otro de 5,75 dólares pagadero a Lombino’s Best Pizza (¿habría encargado un pizza esa noche? ¿Y le habría pagado al mozo de reparto con un cheque?), y el último por valor nada menos que de 1650 dólares pagadero a un tal Howard Moscowitz. El comprobante especificaba MINUTA DE ABOGADO.
¿Y qué será ACI? pensó Eileen.
No soportaba los misterios.
Pasó las hojas hasta el principio del talonario. Tal vez Mary había hecho anteriormente alguna donación a ACI. Y quizá había anotado en el comprobante el nombre completo y sin duda honorable de la organización. ¿Acción Cívica Intransigente, quizá? ¿O Agrupación de Colectivos Islámicos? ¿O por qué no Asociación de Castradoras Implacables?
Mary había hecho tres aportaciones a ACI en lo que iba de año. Cien dólares en enero. Cincuenta dólares en marzo. Y un último pago de cincuenta dólares el día 16 de setiembre, la segunda vez que fue violada. Sin duda coincidiendo con las peticiones trimestrales de la organización. En los comprobantes no se hacía ninguna alusión al significado de las siglas (caso que realmente lo fueran). Lo único que constaba en los tres casos era ACI-APORTACÍON.
Eileen bostezó.
Aquello surtía más efecto que contar ovejas.
El listín telefónico de Isola se hallaba sobre el escritorio, junto al teléfono. Lo acercó, buscó la A y empezó a recorrer la página con el dedo:
A-C Librerías…
A-C Sistemas…
ACD Investigaciones…
ACF Foto…
ACG, S.A…
ACHL Clínica Dental…
ACI…
Aquí está, pensó, y copió la información en una hoja de papel:
ACI
Hall Avenue, 832
388-7400
Aquí mismo en la ciudad, pensó. Quizá convendría que Annie compruebe de qué se trata. Tres aportaciones a la misma organización. Acaso fuera importante.
Volvió a bostezar.
Apagó la lámpara del escritorio, apagó la luz de la sala y volvió al dormitorio. Dejó la bata a los pies de la cama, se metió entre las mantas y pensó durante un momento. ACI. Duérmete, se dijo. Duérmete. Va, Morfeo, ¿dónde te has metido? ¿Nos dormimos? Se aprueba la propuesta. Alargó el brazo y apagó la luz de la mesita.
El reloj marcaba las once y diez.
El dueño del Chevy Citation de matrícula 38L4721 vivía en Majesta. Meyer y Kling tardaron cuarenta minutos en llegar desde la comisaría. Kling consultó su reloj cuando aparcaban ante el bloque de viviendas en el que residía Frederick Sagel. Las once y doce minutos. Eran las once y diecisiete cuando llamaron a la puerta de su apartamento de la tercera planta.
—¿Quién es? —gritó una voz de mujer—. Parecía sobresaltada. En aquella ciudad, una visita después de las diez cuando uno sabía dónde paraban sus hijos, resultaba amenazadora.
—La policía —dijo Meyer. Se encontraba cansado; había sido un día agotador. No tenía ganas de andar por ahí llamando a las puertas de otra gente, y mucho menos si detrás podía haber un asesino.
—¿Quién? —preguntó la mujer con notable incredulidad.
—La policía —repitió Meyer.
—Ah, bueno… espere un momento, eh —dijo.
Kling acercó la oreja a la puerta. Oyó a una mujer que decía en un susurro:
—Freddie, es la poli. —Y un hombre, cabía suponer que Freddie, y también cabía suponer que era Frederick Sagel, dijo—: ¿Cómo?
—La poli, la poli —repitió la mujer con impaciencia.
—Bueno, espera, déjame que me ponga algo —dijo Sagel.
—Se está vistiendo —le dijo Kling a Meyer.
—Mmm —dijo Meyer.
Sagel —caso que aquél fuera Sagel— llevaba una bata encima de un pijama cuando abrió la puerta. Rondaba los veinticinco años, calculó Meyer; era un hombre regordete de un metro sesenta y ocho o setenta, calvo y con los ojos oscuros. Meyer se compadeció de su calva; él llevaba puesta la peluca. Pero nada más verle —fuera Sagel o no—, los dos inspectores comprendieron que aquél no era el hombre que el camarero de Marino había descrito. El hombre que estaba con Darcy Welles la noche de su asesinato —según el camarero— tenía alrededor de cuarenta años, el cabello castaño y los ojos marrones y medía, más o menos, un metro setenta y cinco. No obstante, por si acaso el camarero se había confundido, cosa poco probable, procedieron con la rutina habitual.
—¿Frederick Sagel? —preguntó Meyer.
—¿Sí?
—¿Tiene algún inconveniente en que pasemos un momento? —dijo Kling.
—¿Para qué? —preguntó Sagel.
En el interior del apartamento, detrás de él, vieron a una mujer —cabía suponer que la misma que había acudido antes a la puerta, y cabía suponer que la esposa de Sagel— en bata que manipulaba los mandos de un televisor a un volumen muy bajo. Llevaba rulos en el pelo. De ahí dedujo Meyer que era la esposa de Sagel, y no su amante.
—Desearíamos hacerle unas preguntas —dijo Kling— si no le importa.
—¿Con respecto a qué? —dijo Sagel. Permanecía inmóvil en la puerta, con el aspecto bien de boca de incendios, bien de inglés indignado defendiendo la entrada de su sacrosanto castillo.
—Con respecto a dónde estuvo usted anoche —dijo Meyer.
—¿Cómo? —dijo Sagel.
—Estaríamos mucho más cómodos si nos permitiera entrar —dijo Kling.
—Bueno… seguramente —dijo Sagel, franqueándoles el paso.
En cuanto los inspectores entraron, la esposa de Sagel se dio media vuelta, desapareció en la habitación contigua y cerró la puerta a sus espaldas. Recato, pensó Meyer.
—En fin… esto… ¿qué les parece si toman asiento? —dijo Sagel.
Los inspectores se sentaron los dos juntos en un sofá situado enfrente del televisor. En la pantalla, dos narcotraficantes ultimaban un trato. Kling se figuró que uno de ellos era un infiltrado de Narcóticos. En la televisión, siempre que dos personas trocaban dinero por cocaína, uno de ellos era un infiltrado de Narcóticos. De pronto se preguntó si Eileen se proponía realmente solicitar el traslado a la Brigada de Narcóticos. Se preguntó también qué estaría haciendo en aquel momento. Acaso lo que él había planeado para esa noche, lo que pensaba pedirle que hiciera al telefonearle…
—… ¿lo dejó usted en un aparcamiento de South Columbia? —estaba diciendo Meyer—. Entre Garden y Jefferson; de hecho más cerca de Jefferson.
—Sí, efectivamente —dijo Sagel, con expresión de perplejidad.
—¿Así que allí es donde dejó anoche su automóvil? —dijo Meyer—. Un Chevy Citation, matrícula… ¿Cuál era la matrícula, Bert?
Kling consultó su bloc de notas.
—38L4721 —dijo.
—Sí, ése es el número… creo —dijo Sagel—. En fin, ¿quién se acuerda de la matrícula de su coche? Aunque yo diría que es ésa, sí. Eso creo.
—Y dejó usted su coche en ese aparcamiento a las ocho, ¿no es así? —dijo Meyer.
—A eso de las ocho, sí.
—¿Adónde fue después de dejar el coche, señor Sagel?
—A mi oficina.
—¿Fue usted a la oficina a las ocho de la noche? —preguntó Kling.
—Sí.
—¿Por qué razón? —preguntó Meyer.
—Me había olvidado el trabajo.
—¿El trabajo?
—Soy contable. Por descuido, me había dejado el trabajo en el despacho. El material del que tenía que ocuparme anoche. Me traigo mucho trabajo a casa. En la oficina tenemos un ordenador, pero si quiere que le diga la verdad, a mí no me inspira ninguna confianza. Por eso suelo traerme los listados a casa y los cotejo con mis propios números, los números que anoto a mano, ¿entiende lo que le quiero decir? Así me quedo más tranquilo.
—Entonces… si no he entendido mal —dijo Meyer—, dejo el coche a las ocho…
—Así es.
—Y subió a su oficina a por el trabajo que se había olvidado…
—Así es.
—Señor Sagel, ¿regresó al aparcamiento a las diez? ¿A recoger su coche?
—Sí.
—Señor Sagel, ¿cómo es que tardó dos horas en recoger su trabajo?
—No tardé tanto. Es que me fui a tomar una copa. Cerca del edificio, del edificio donde está la oficina, hay un restaurante con un bar agradable. Y entré allí a tomar una copa antes de volver a por el coche.
—¿Cuál es ese restaurante? —preguntó Kling.
—Un sitio que se llama Marino —dijo Sagel.
—¿Estuvo usted en Marino anoche? —preguntó Meyer.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo estuvo allí?
—Debí llegar a las ocho y cuarto, y supongo que me quedé una hora o así. Me tomé unas copas, ya sabe cómo son esas cosas. Se sienta uno en la barra. Charla con el camarero. Ya sabe lo que pasa cuando uno entra en un bar.
—¿A qué hora se fue de Marino, señor Sagel?
—Ya se lo he dicho. A las nueve y cuarto, nueve y media, más o menos.
—¿Y llegó al aparcamiento a las diez?
—Sí, alrededor de las diez.
—¿Y por qué tardó tanto en llegar al aparcamiento?
—Ah, no sé. Estuve dando una vuelta, viendo escaparates. Me acerqué hasta Jefferson y miré los escaparates. Hacía una noche tan agradable.
—Cuando estaba en el aparcamiento recogiendo el coche…
—¿Sí?
—¿Vio por casualidad a una muchacha vestida de rojo?
—No, no vi a ninguna muchacha de rojo.
—Una chica alta, con un vestido rojo. Un metro setenta, setenta y dos…
—Si medía un metro setenta no era muy alta —dijo Sagel—. Yo mido uno setenta, y eso no es ser alto.
—¿Pelo negro y ojos azules?
—No, no vi a nadie así en el aparcamiento.
—O en el restaurante. ¿No la vería por casualidad en el restaurante?
—No miré en el restaurante. Ya se lo he dicho, estuve sentado en la barra.
—Señor Sagel —dijo Meyer—, ¿conoce a una persona llamada Darcy Welles?
—Ah, ya lo entiendo —dijo Sagel.
—¿Qué es lo que entiende, señor Sagel?
—A qué viene todo esto. Claro, ya lo entiendo. La chica que colgaron anoche de una farola, claro, eso es.
—¿Cómo se ha enterado de eso? —dijo Meyer.
—¿Está de broma? Hoy venía en todos los diarios. Y también ha salido por la tele esta noche, hace precisamente un momento, en el noticiario de las once. Yo estaba en pijama viendo las noticias cuando han llamado ustedes a la puerta. No han hablado más que de esa Darcy Welles que ha aparecido colgada de una farola, igual que las otras dos. Habría que estar sordo, tonto y ciego para no haberse enterado del asunto de esas chicas colgadas de las farolas. ¡Helen! —gritó de pronto—. Ven un momento, anda. Tiene gracia, creer que yo tuve algo que ver con eso.
En realidad no creían que aquel hombre hubiese tenido nada que ver.
La verdad resuena de un modo especial, y quiebra el silencio igual que un mazo al golpear un gong.
No obstante, escucharon la declaración de Helen Sagel, que les contó que, la noche anterior, su marido había salido de casa a las siete y veinte, más o menos, justo después de cenar, porque se había olvidado el trabajo en la oficina y quería comprobar los datos de los listados del ordenador, y había regresado entre diez y media y once menos cuarto, y al llegar, el aliento le olía a alcohol. Trabajó hasta medianoche y después se acostó, y aunque ella ya estaba dormida, la despertó al encender la luz.
—¿Satisfechos? —dijo Helen—. ¿Ya está? ¿Puedo volver a la cama?
—Sí, señora. Muchas gracias —dijo Meyer.
—Mira que presentarse en las casas en plena noche —masculló Helen cuando volvía al dormitorio.
—Discúlpenos —le dijo Meyer a Sagel—. Pero, como usted comprenderá, estas cosas han de confirmarse.
—Sí, naturalmente —dijo Sagel—. Espero que lo atrapen.
—En eso estamos, gracias —dijo Meyer.
—¿Me permite una pregunta? —dijo Sagel.
—Cómo no.
—Lleva usted peluca, ¿verdad?
—Pues… sí, así es —dijo Meyer.
—Yo había pensado comprarme una —dijo Sagel—. Pero no como ésa, eh, hablo de una buena. De una peluca que no se note que es peluca, ¿entiende lo que le quiero decir?
—Eh… sí —dijo Meyer.
—En fin, buenas noches —dijo Kling—. Gracias por el tiempo que le hemos robado, señor Sagel.
—Buenas noches —murmuró Meyer.
Permaneció en silencio hasta que llegaron a la calle. El viento soplaba con más fuerza que cuando habían entrado al edificio. Amenazaba lluvia.
—¿Verdad que estoy ridículo con esto en la cabeza? —preguntó Meyer.
Kling no contestó.
—¿Bert? —dijo Meyer.
—En fin, Meyer, ¿qué quieres que te diga? La verdad es que… sí, un poco —dijo Kling.
—Ya.
Se quitó la peluca, se acercó a la hilera de cubos de basura, destapó uno y tiró la peluca.
—Tal como vino, se fue —dijo, y suspiró.
Pero la cabeza se le enfrió sin todo aquel pelo encima.
Esperaba que no empezase a llover.
A Folger Road le venía el nombre de la Universidad de Folger, sita al final de una ancha avenida que atravesaba en diagonal una de las zonas comerciales más extensas de la ciudad. En una ocasión, Carella intentó explicarle a un forastero convencido de que él vivía en una auténtica ciudad que podía cogerse un lugar como, por ejemplo, el centro de San Diego y hacerlo desaparecer fácilmente en cualquiera de las secciones que componían conjuntamente esta ciudad —que era, en ese sentido, la única ciudad del mundo. Aunque luego Carella se retractó. Él no había estado nunca en Londres, París, Roma o Tokio, ni en ninguno de esos otros lugares tan agitados que debían ser sin duda auténticas ciudades. Pero intentar explicarle a aquel individuo de Muddy Boots, Iowa, que toda su ciudad podía desaparecer de la noche a la mañana en una zona como el Quarter, o en el Lower Platform, o incluso en Ashley Heights— en fin, había sido imposible. Había que entender lo que era una ciudad. Había que entender que una porción de ciudad como Folger Road, con su viva iluminación, sus tiendas, su ruidoso tráfico y su muchedumbre de gente equivalía a dieciocho ciudades como Mildew, Florida, o Broken Back, Arizona.
Sólo la universidad ya era probablemente tan grande como la ciudad de Lost Souls, Montana. Fundada por la Iglesia Católica en el año 1892, se componía por aquel entonces de varios edificios enormes de piedra, rodeados todavía de campos. Se llegó al nombre de «Riverhead» por deformación del apellido «Ryerhert», abreviatura a su vez de «Granjas de Ryerhert». Tiempo atrás, cuando el mundo era joven y los holandeses se hallaban plácidamente establecidos en la ciudad, las tierras adyacentes a Isola pertenecían a un hacendado cuyo nombre era Pieter Ryerhert. Ryerhert era un granjero que a los sesenta y ocho años se cansó de levantarse con las gallinas y de acostarse con las vacas. A medida que se expandió la metrópolis, y la necesidad de vivienda fuera de los límites de Isola aumentó, Ryerhert fue vendiendo y donando la mayor parte de sus tierras a la ciudad en crecimiento, y al final se mudó a Isola, donde llevó una vida alegre de burgués rico y gordo. Las Granjas de Ryerhert se convirtieron en Ryerhert a secas, pero el nombre resultaba difícil de pronunciar. Al estallar la Primera Guerra Mundial, y a pesar de que Ryerhert era holandés y no alemán, el nombre perdió popularidad, y se pusieron en circulación solicitudes para cambiarlo porque tenía un sonido en exceso teutónico, y por tanto debía haber por los alrededores alemanes decapitando niños belgas. Se convirtió en Riverhead en 1919. Ahora seguía siendo Riverhead —pero no el Riverhead de 1892 cuando la Iglesia Católica consideró conveniente empezar a educar a las rústicas gentes de los aledaños de la gran ciudad.
La universidad ocupaba actualmente doce acres de valiosísimo terreno que, de venderse al precio vigente del suelo, daría motivos al Papa para celebrar una misa solemne y un pequeño baile en las calles de Varsovia. Todo el campus estaba rodeado por un elevado muro de piedra que indudablemente dio trabajo a los albañiles italo-americanos de Riverhead durante la mayor parte de un siglo. Quince años atrás, la universidad había empezado a admitir mujeres —cosa que el Papa todavía no consideraba oportuna respecto de su clero—. En la secretaría del centro, Carella y Ollie hablaron con un empleado legañoso a cargo del servicio telefónico para estudiantes, que les informó de que Luella Scott era efectivamente una de las mujeres que estudiaban allí y que vivía en el campus, en un dormitorio para alumnos de primer año llamado Hunnicut.
Los dormitorios de la Universidad de Folger no eran mixtos. Una estudiante de primer curso con la nariz enterrada en un libro de texto les miró desde una mesa del vestíbulo cuando llamaron a la puerta de cristal, que ya había sido cerrada. Sobre la mesa, un cartel decía RECEPCIÓN. Ollie, por medio de señales, le indicó que abriera la puerta. La muchacha, en respuesta, negó con la cabeza. Ollie sacó la cartera, abriéndola por donde guardaba su placa azul y dorada de inspector. Acercó la placa al cristal. La chica volvió a negar con la cabeza.
—Tienen ellas más seguridad aquí que nosotros en las comisarías —le dijo a Carella. Y luego, a pleno pulmón, bramó—: ¡Policía! ¡Abran la puerta!
La muchacha se levantó y se acercó a la puerta.
—¿Cómo? —dijo.
—¡Policía, policía! —gritó Ollie—. ¿Es que no ves la placa? ¡Dios, abre de una puñetera vez esta puerta!
—No estoy autorizada a abrir —dijo la chica—. Y sin jurar, eh.
Apenas la oían a través del cristal que les separaba.
—¿Ves esto? —gritó Ollie, golpeando en el cristal con la placa—. ¡Somos de la policía! ¡Abre la puerta! ¡Policía! —gritó.
La chica arrimó la cara al cristal y escrutó la placa.
—A esta tipeja me la cargo —le dijo Ollie a Carella—. ¡Abre la puerta! —gritó.
Por fin abrió.
—Aquí sólo pueden entrar estudiantes —dijo melindrosamente—. La puerta se cierra a las diez; para entrar después de esa hora hay que tener llave.
—Y entonces ¿qué haces tú sentada detrás de una mesa donde pone Recepción, si no dejas entrar a nadie? —preguntó Ollie.
—El horario de Recepción termina a las diez —dijo la chica.
—¿Qué es esto? —dijo Ollie—. ¿La Fiebre del Sábado Noche?
—Los sábados por la noche cerramos a las doce —dijo ella.
—¿Y qué haces ahí sentada si no estás recibiendo a nadie? —preguntó Ollie.
—Estaba en Recepción —dijo la chica—, pero he terminado a las diez. Ahora estaba estudiando. Mi compañera de cuarto siempre tiene la radio puesta.
—Pues imagínate por un instante que todavía estás en Recepción —dijo Ollie—. ¿Conoces a una chica que se llama Luella Scott?
—Sí —dijo ella.
—¿Dónde está?
—Tercera planta, habitación veintiséis —dijo la chica—. Pero ahora mismo no está.
—¿Dónde está? —preguntó Carella.
—Ha ido a la biblioteca.
—¿Cuándo?
—Ha salido de aquí a eso de las nueve.
—¿Dónde está la biblioteca? ¿Aquí en el recinto universitario?
—Pues, claro —dijo la muchacha.
—¿Dónde?
—Vayan dos dormitorios más allá y, pasado el Baxter, crucen el patio y detrás de los dos dormitorios siguientes encontrarán una especie de claustro; la biblioteca está al otro lado del claustro.
—¿Iba sola? —preguntó Ollie.
—¿Cómo?
—Cuando ha salido de aquí. ¿Iba sola?
—Sí.
—Vamos —dijo Ollie.
—¿Yo? —dijo la chica, pero los dos inspectores ya habían salido y se alejaban a todo correr.
Le había sido fácil identificarla. Una de las tres chicas negras del equipo. Las otras dos eran mayores, las había reconocido gracias a los artículos de prensa que había estado revisando en la biblioteca pública. Luella Scott era la nueva. Una cría flacucha, daba la impresión de que iba a ahogarse a las dos zancadas, y sin embargo era rápida, muy, muy rápida, corría como el viento. Y además, inteligente. Había ingresado en la universidad ese mismo otoño, con diecisiete años. Eso le complacía, que tuviera sólo diecisiete años. Una chiquilla de diecisiete años haría correr ríos de tinta en los periódicos.
De hecho ya hoy había sido la noticia preferente.
Casi había alcanzado su propósito.
Esta vez lo alcanzaría plenamente.
Con Luella Scott lo alcanzaría plenamente.
Desde donde se hallaba, bajo el viejo arce, entre el murmullo de las hojas amarillentas agitadas por el viento, veía las ventanas iluminadas de la biblioteca, pero no localizaba a Luella en el interior. La biblioteca no tenía más que una puerta, y ella había entrado poco después de las nueve. La había seguido desde el dormitorio. Apenas había medidas de seguridad en el campus salvo por el muro. Cabría esperar más precauciones con un alumnado femenino tan numeroso y la ciudad plagada de violadores. Había entrado poco después de las nueve, y el edificio no tenía ninguna otra vía de salida. Por fuerza, debía salir por allí, donde él la esperaba.
Consultó su reloj.
Casi las once y media.
¿Por qué tardaría tanto?
Probablemente era una chica muy estudiosa. Para entrar a la universidad a los diecisiete años había que trabajar de firme. Uno podía ser muy inteligente, pero si no se empollaban aquellos librotes, no valía de nada. Una chica inteligente, Luella Scott, pero ojalá no se demorase mucho más. Y ojalá fuese ya su última víctima. Confiaba en que con ésta bastase. No quería ir a entregarse, pensarían que era un chiflado. Claro, señor mío, ha matado usted a cuatro chicas, estupendo, y ahora váyase a ver la televisión otro rato, ¿de acuerdo?
A esta la partiría en dos si no llevaba cuidado. Era tan flaca la pobre.
Colgarla de la farola no iba a suponer ningún problema. Como mucho debía pesar cincuenta kilos. ¿De dónde debía sacar la energía para correr tanto? ¡Dios, qué veloz era!
Miró al cielo.
Esperaba que no se pusiera a llover.
Aunque la lluvia tenía sus ventajas. Poca gente transitaba por las calles cuando llovía; el trabajo podía llevarse a cabo sin interferencias. La noche anterior le había sorprendido un individuo cuando sacaba a Darcy del parque. Se había hecho la ilusión de que con eso bastase, con haber sido visto por aquel pobre desgraciado. Confiaba en que a la mañana siguiente, al leer la noticia en los diarios, se presentase en una comisaría —oiga, ¿sabe una cosa?, ayer vi a un hombre sacando a una chica muerta del parque de Bridge Street, y me jugaría algo a que ese mismo hombre la colgó después de una farola. Probablemente la poli no le había hecho el menor caso, es decir, si había dado parte. Claro, hombre, y ahora vuélvase al parque y duerma la mona, ¿vale? O quizá sí había denunciado el hecho, les había contado lo que vio, y la poli lo había mantenido en secreto, comunicando a la prensa que aún no tenían ninguna pista y a la vez siguiéndole los pasos muy de cerca. Eso esperaba. Esperaba que actuaran ya de una vez y le cogiesen. Estaba impaciente por ver los titulares de los periódicos cuando por fin le cogiesen. ¡La que iba a armarse!
El Asesino de Correcaminos.
Pronto le iban a cambiar el nombre, eso seguro.
Relámpago.
Relámpago nuevamente en todos los periódicos.
Una ráfaga de viento sacudió las ramas del arce, desprendiéndose sus hojas y cayendo lentamente como una lluvia dorada. Algunas, arrastradas por el viento, volaron hacia la escalinata de la biblioteca. ¿Dónde te has metido? pensaba él. Se proponía seguirla de regreso al dormitorio, y atacarla en el tramo oscuro del pasaje anterior al patio. Era un lugar oscuro, un lugar perfecto. No podía arriesgarse a utilizar de nuevo la identidad de Corey McIntyre; eso sería simplificarles demasiado las cosas. Pensarían que estaba loco, y a él no le interesaba que los periódicos le tratasen de loco. Eso era lo que…
Se abrió la puerta de la librería.
Luella apareció en lo alto de la escalinata, cargada de libros. Parecía demasiado endeble para tal cantidad de libros. Casi sintió el impulso de acercársele y ofrecerse a llevarle la carga. Se colocó una bufanda larga de lana, subiéndose a la vez el cuello del tabardo, un enorme tabardo de marino probablemente heredado de un hermano o algún pariente, muchos jóvenes negros se alistaban hoy día en la marina. Trató de recordar si en sus indagaciones sobre la chica se había encontrado con alguna alusión a un hermano en la marina. En los artículos que había leído no se hacía mención al respecto, al menos que él recordase. Aunque era fácil olvidarse de las cosas. Y para muestra ahí estaba con qué facilidad le habían olvidado a él.
La chica descendió los escalones.
Tosió. Debía estar resfriada. Mala cosa para un corredor, debía cuidarse más, con lo flaca que estaba.
Pasó frente al árbol.
Volvió a soplar el viento.
No le había visto.
Aguardó a que se adelantara unos cincuenta metros, y después salió tras sus pasos. El áspero sonido de las hojas arrastradas por el viento era de agradecer; ocultaba el ruido de sus pisadas.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba el dormitorio ese? —preguntó Ollie.
—Baxter —contestó Carella.
—¿Y dónde tienen los nombres? ¿Cómo se distingue uno de otro?
—Nos ha indicado que fuéramos hasta el segundo dormitorio.
—¿Y cuál es la diferencia entre un dormitorio y los demás edificios?
—Creo que éste es el Baxter —dijo Carella.
—¿Y dónde está el patio? Aquí dentro todo es igual. Universidad del carajo, parece un monasterio.
—Ahí está —dijo Carella—. Enfrente.
En ese momento, Luella atravesaba el claustro, ajena a su presencia. Las hojas caían al camino y volvían a elevarse en remolinos. Delante de ella se extendía la sección del pasaje iluminada por una farola desde el extremo este, y más allá un tramo oscuro que daba al patio, donde había otra farola. Le constaba que era rápida, tendría que sorprenderla antes de que se echase a correr; no estaba dispuesto a dejarla escapar. Era rápida, sí, pero él lo era mucho más. Esperó hasta que la muchacha hubo dejado atrás la farola, y de pronto inició la carrera, sus zapatos retumbando contra el asfalto, las hojas dispersándose como asustadas. La chica le oyó, pero demasiado tarde. Cuando iba a girarse, él se abalanzó sobre ella.
La sorpresa fue absoluta, abrió los ojos sobresaltada, abrió la boca, formándose un grito en el fondo de su garganta, él la amordazó con la palma de la mano.
La muchacha le mordió.
Él retiró la mano.
El grito brotó, rompiendo el silencio de la noche.
Habían cruzado el patio y entraban por el extremo oeste del pasaje, oscuro más allá de la farola, cuando oyeron el grito. Ollie ya tenía la pistola en la mano cuando Carella apenas si había llegado a la funda. Los dos echaron a correr.
Ante ellos, a distancia, vieron las dos siluetas debatiendo en la oscuridad. El hombre, mucho más alto, cerniéndose sobre la chica; ella golpeándole con manos y pies mientras él trataba de situarse a sus espaldas. El viento soplaba con mayor intensidad, agitando ruidosamente las ramas de los árboles que bordeaban el camino, dejando un rastro de hojas en el aire como la estela de fuego de un demonio.
—¡Policía! —gritó Ollie, disparando por encima de la cabeza del agresor.
El hombre volvió la cabeza.
En la oscuridad no se le veía la cara, sólo se percibió el giro. Carella pensó por un instante que iba a escudarse con la muchacha, inmovilizándola desde atrás —había logrado pasar uno de sus brazos por debajo del de ella, y la tenía firmemente asida por la nuca con la mano derecha— pero de repente la soltó y apretó a correr.
—¡La chica! —dijo Carella perentoriamente, echándose a correr tras él.
Hubiera querido decir, «Mira si la chica está bien» o «Encárgate de la chica», pero el hombre se alejaba tan deprisa como el viento en medio de un remolino de hojas, perdiéndose en la noche, y cuando Carella pasó junto a la chica ni siquiera se detuvo a comprobar si Ollie le había entendido.
No había corrido con tal ímpetu desde sus años de estudiante. El atletismo no había sido su fuerte; él jugaba de exterior derecho en el equipo de béisbol del instituto y su misión se reducía a atrapar lanzamientos altos o a rodear la tercera base para intentar alcanzar en veloz carrera la base principal. De eso hacía muchos años; sólo los policías de la televisión y el cine corrían tras un fugitivo por toda una ciudad.
El hombre que corría ante él le superaba holgadamente en rapidez.
Carella disparó; el destello de la pistola y la posterior detonación —como un rayo y un trueno en medio de la noche—, coincidieron con el comienzo de un aguacero tan repentino como torrencial, igual que si al apretar el gatillo hubiese accionado un mecanismo de desagüe, la palanca de una tolva situada sobre sus cabezas. La lluvia era devastadora. Azotaba con fuerza la tierra y los árboles que se arqueaban sobre ellos, uniéndose al viento para crear una tromba policroma de agua y hojas marchitas. Carella corría, jadeante, bajo la lluvia y las hojas, el corazón retumbándole en el pecho, convencido de que iba a perder a Lytell —caso que aquél fuera Lytell— simplemente porque era más veloz que él.
Y entonces, de súbito, vio a Lytell resbalar con las hojas mojadas, abriendo los brazos para recuperar el equilibrio cuando sus pies perdieron contacto con el suelo. Cayó de costado en el húmedo asfalto del camino, golpeándose el hombro, siendo el impacto parcialmente amortiguado por la capa de hojas. Se estaba incorporando cuando Carella le dio alcance.
—Policía —dijo Carella con la respiración entrecortada—. No se mueva.
Lytell sonrió.
—¿Por qué han tardado tanto? —dijo.