Tres
Tres
Un paquete blando al tacto llegó por correo la mañana del martes, 11 de octubre. Iba dirigido a la comisaría del distrito ochenta y siete, y fue aceptado en la mesa de recepción, junto con el resto de la correspondencia del día, por el sargento Dave Murchison. Éste observó el paquete con recelo, y se lo acercó a la oreja por si se oía un tic-tac. Hoy día, no había manera de saber si un paquete sin remite contenía o no una bomba.
No oyó ningún tic-tac, lo cual no significaba nada en absoluto. En la actualidad era posible elaborar artefactos explosivos caseros que no sonaban. Se preguntó si sería procedente avisar a la Brigada de Explosivos; iba a quedar como un imbécil si se presentaban y después descubrían que el paquete contenía una caja de bombones o algo así. Murchison, no obstante, era veterano en el cuerpo y sabía que una de las principales reglas de supervivencia en el Departamento de Policía era cubrirse bien las espaldas. Descolgó el teléfono y llamó en el acto al despacho del capitán Frick.
En el distrito ochenta y siete trabajaban ciento ochenta y seis policías de uniforme y dieciséis inspectores de paisano; y el capitán Frick estaba al mando de todos ellos. La mayoría de sus subordinados tenían la firme convicción de que Frick había alcanzado sobradamente la edad de jubilación, si no en sentido cronológico, sí al menos desde el punto de vista mental. Algunos llegaban al extremo de afirmar que Frick no estaba en su sano juicio, que era incapaz hasta de atarse los zapatos por las mañanas y, ya no digamos, de tomar decisiones concernientes a las situaciones de vida o muerte que aquellos hombres debían afrontar a diario en las calles del distrito. Frick tenía el cabello cano. Lo había tenido así siempre. Consideraba que la blancura de su pelo complementaba el azul de su uniforme. No se imaginaba desempeñando otro cargo que le obligara a prescindir del uniforme azul que tan bien complementaba a su pelo blanco. O de los galones dorados de su uniforme, por los que también sentía adoración. Ser policía era muy de su agrado. En cambio, no le gustaba que un sargentucho de recepción le anunciara que acababa de llegar un paquete de aspecto sospechoso entre la correspondencia del día.
—¿Como qué de aspecto sospechoso? —le preguntó a Murchison.
—No tiene remite —contestó Murchison.
—¿De dónde es el matasellos? —preguntó Frick.
—De Calm’s Point.
—Eso no está en este distrito —dijo Frick.
—No, señor; no lo está.
—Devuélvalo —dijo Frick—. Yo no quiero saber nada de ese paquete.
—¿Devolverlo, señor? ¿Adónde?
—A Calm’s Point.
—A Calm’s Point, sí; pero ¿adónde en concreto? No hay remite.
—Pues devuélvalo a la oficina de correos —dijo Frick—. Que se ocupen ellos.
—¿Y si estalla? —comentó Murchison.
—¿Y por qué iba a estallar?
—Imagínese que dentro hay una bomba. Imagínese que lo devolvemos a la oficina de correos, hace explosión allí y mata a cien empleados de correos. ¿Qué iban a pensar entonces de nosotros? —dijo Murchison.
—¿Y qué es lo que quiere que hagamos? —preguntó Frick.
Se contemplaba los zapatos, pensando que les vendría bien una limpieza. A la hora del almuerzo iría a que se los lustraran a la barbería de la esquina de Culver con la Sexta.
—Eso mismo es lo que yo le pregunto —respondió Murchison—. ¿Qué hacemos?
Responsabilidades, pensó Frick, siempre responsabilidades. Hay que cubrirse las espaldas, se dijo. En previsión de las posibles iras de la superioridad. Nunca se sabía cuándo podía desatarse la tempestad en el Departamento.
—¿Qué aconseja usted, sargento? —preguntó.
—Soy yo quien le está pidiendo consejo, señor —dijo Murchison.
—¿Propone que llamemos a la Brigada de Explosivos? —preguntó Frick.
—¿Eso es lo que usted propone, señor? —dijo Murchison.
—Parece que es un asunto de rutina —dijo Frick—. No me cabe duda que es usted capaz de resolverlo.
—Sí, señor; ¿cómo he de resolverlo, señor?
Los dos eran grandes expertos en materia de cubrirse las espaldas. Daba la impresión de que habían llegado a un punto muerto. Frick buscaba la forma de expresar una orden con la suficiente vaguedad para que no pareciera orden. Murchison permanecía sentado en su silla, esperando que Frick no le mandara abrir el puñetero paquete. Además, aun cuando no contuviese una bomba, los envoltorios que les ponían en correos a aquellos paquetes blandos, al abrirse dejaban en el escritorio y en los pantalones limpios un montón de inmundicia semejante a amianto troceado. Se negaba a abrir aquel paquete. Meditó alguna posible estrategia para inducir a Frick a darle instrucciones claras de que hiciera desaparecer aquel objeto de su mesa antes de que le estallara en las narices.
—Haga lo que considere oportuno —dijo Frick.
—Muy bien, señor, se lo enviaré a su despacho —dijo Murchison.
—¡No! —dijo Frick de inmediato—. ¡No se le ocurra enviarme una bomba al despacho!
—¿Adónde debo enviarla? —dijo Murchison.
—Ya se lo he dicho. Devuélvalo a la oficina de correos.
—Sí, señor; ¿eso es lo que usted ordena, señor? Si después estallara en la oficina de correos…
—No estallará en la oficina de correos si antes lo examina la Brigada de Explosivos —dijo Frick, dándose cuenta al instante de que acababan de ganarle la partida.
—Gracias, señor —dijo Murchison—, llamaré a la Brigada de Explosivos.
Frick se quedó con el auricular en la mano, pensando que si el paquete no contenía una bomba, la gente de la Brigada de Explosivos iban a reírse meses y meses del asunto —los caguetas del distrito ochenta y siete llaman a la Brigada de Explosivos cada vez que les llega un paquete sin remite. Casi deseaba que el maldito paquete contuviera bomba, que estallase antes de llegar la Brigada de Explosivos.
En el paquete no había una bomba.
La gente de la Brigada de Explosivos se moría de risa al salir de la comisaría. Frick, meneando la cabeza, los observó desde su ventana del piso superior, confiando en no encontrarse con ninguno de los jefes del Departamento durante unas cuantas semanas.
En el paquete había un bolso de mujer.
El bolso contenía un paquete pequeño de Kleenex, un peine, una polvera, un paquete de chicle de menta, un talonario de cheques, un cuadernito de espiral, un bolígrafo, una barra de labios, unas gafas de sol y una cartera. No había llaves. Ese detalle extrañó a los inspectores. Que no hubiera llaves. En la cartera encontraron cuatro billetes de diez dólares, uno de cinco, y dos de uno. La cartera contenía asimismo un carné de estudiante de la Universidad de Ramsey, donde aparecía la dirección de la muchacha en la ciudad. El nombre de la muchacha, según ponía en el carné, era Marcia Schaffer. Tras la funda de plástico, había una fotografía sellada.
En la fotografía, la muchacha aparecía sonriente.
No sonreía, en cambio, en las fotografías que la UF había tomado en el lugar del ahorcamiento la madrugada del viernes, 7 de octubre.
Por lo demás, las fotografías eran prácticamente idénticas.
Mientras Kling y Carella examinaban las fotografías, Meyer Meyer entró en la sala. Llevaba puesta una peluca. Kling y Carella simularon no reconocerle.
—¿En qué puedo servirle, caballero? —preguntó Carella, levantando la vista.
—Venga, hombre —dijo Meyer, al tiempo que empujaba la cancela de la barandilla.
Kling se puso en pie de un salto y se dirigió hacia la barandilla.
—Disculpe, caballero —dijo—, ésta es una sección reservada.
—Haga el favor de explicar el motivo de su presencia en esta comisaría —dijo Carella.
Meyer siguió adelante.
Kling sacó la pistola de la funda que colgaba de su hombro.
—¡Quédese quieto donde está! —le gritó.
Carella también había echado mano de la pistola.
—¡Explique el motivo de su presencia en esta comisaría! —gritó, moviéndose hacia él.
—Soy yo —dijo Meyer—. A ver si cortáis el rollo.
—¿Quién dice usted que es? —preguntó Kling—. ¡Explique de una puñetera vez qué ha venido a hacer aquí!
—He venido a darle una patada en el culo a un par de polis que se las dan de listos —dijo Meyer, yéndose a su escritorio.
—¡Pero si es Meyer! —dijo Carella, fingiendo asombro.
—¡Allí va! —dijo Kling.
—¡Te ha salido el pelo! —dijo Carella.
—Ya vale de bromas —dijo Meyer—. ¿A qué viene tanto número? Uno se compra una peluca, y ya es razón para carcajeársele en la cara.
—Pero ¿quién se ha reído? —preguntó Kling.
—¿Acaso nos has visto reír? —dijo Carella.
—¿Es pelo auténtico? —preguntó Kling.
—Sí, es pelo auténtico —respondió Meyer, enfadado.
—Pues chico, nos has despistado —dijo Carella.
—¿Pelo auténtico de quién? —preguntó Kling.
—¿Y yo cómo voy a saberlo? Hay gente que vende su pelo, con eso hacen pelucas.
—¿Es pelo de virgen? —preguntó Kling.
—¿Es de la cabeza o es vello púbico? —inquirió Carella.
—Hay que ver lo que tiene uno que aguantar aquí —dijo Meyer, meneando la cabeza.
—Yo lo encuentro guapísimo —le comentó Kling a Carella.
—Está arrebatador —dijo Carella.
—¿Va a durar toda la mañana el cachondeo o qué? —dijo Meyer, con un suspiro—. ¿No tenéis otra cosa que hacer? La semana pasada hubo un homicidio, ¿no? ¿Por qué no os vais por ahí a detener a unas cuantas mendigas?
—Cuando se enfada, se pone encantador —dijo Kling.
—Esos ojos azules chispeantes —dijo Carella.
—Y esos rizos de pelo castaño —dijo Kling.
—¿Dónde ves tú los rizos? —dijo Meyer.
—¿Cuánto te ha costado? —preguntó Kling.
—No es cosa tuya —contestó Meyer.
—El vello púbico de virgen debe valer una fortuna —comentó Carella.
—Sí, porque con lo que escasea —dijo Kling.
—¿Qué opina Sarah de que lleves un felpudo en la cabeza? —preguntó Carella, echándose a reír junto con Kling.
—Muy gracioso —dijo Meyer—. Típico humor grosero de comisaría. Uno se compra una peluca…
—¿Quién es ése que está sentado en mi silla? —gritó una voz desde detrás de la barandilla, y Arthur Brown entró en la sala. Brown, otro de los inspectores, moreno, metro noventa de estatura, cien kilos de peso, se plantó en medio del cuarto con una expresión de asombro en su rostro bien parecido—. ¡Anda! ¡Pero si me parece que es Ricitos de Oro! —dijo, abriendo exageradamente los ojos—. Ve a traerle un poco de papilla —le dijo a Kling—. ¡Qué pelo tan lindo tienes, Ricitos!
—El que faltaba —dijo Meyer.
Brown se acercó a la mesa de Meyer. Se paseó alrededor del escritorio de puntillas, contemplando la peluca. Meyer ni le miró.
—¿Muerde? —preguntó Brown.
—La ha alquilado en una tienda de animales —dijo Kling.
—Ja-ja —dijo Meyer.
—Parece un nido de pájaro —dijo Brown.
—Ja-ja —repitió Meyer.
—¿Te la peinas, o le pasas el cepillo y ya está? —preguntó Brown.
—Qué ingeniosos —dijo Meyer, sacudiendo la cabeza.
Toda la mañana había estado temiendo aquel momento. Sabía exactamente lo que le esperaba al aparecer en la comisaría con la peluca. Hubiera preferido enfrentarse a un atracador de banco armado con un escopeta de cañones recortados antes que con aquella pandilla de impertinentes. Se entretuvo en revisar los papeles que tenía ensartados en el pincho de Informes de Actividad. Deseaba desesperadamente un cigarrillo, pero le había prometido a su hija dejar de fumar.
—¿Qué es eso de que ha venido la Brigada de Explosivos? —preguntó Brown.
Por fin, pensó Meyer. Ya se han cansado de la dichosa peluca.
—Falsa alarma —contestó Carella—. Tendrías que hacerte trenzas —le dijo a Meyer.
Meyer suspiró.
—¿Y qué ha pasado? —quiso saber Brown.
—Póntela cuando vayas al baile del gobernador —dijo Kling.
—Antisemitas —gritó Meyer, riéndose con los demás.
—¿Es que el gobernador va a ofrecer otro de sus bailes? —preguntó Brown, y volvieron a reír los cuatro.
—¿Has visto la fotografía? —dijo Carella.
—¿Qué fotografía? —preguntó Brown.
—Era un bolso, y no una bomba —informó Kling—. Alguien nos ha enviado el bolso de la víctima del ahorcamiento.
—¿En serio? —dijo Brown.
—La fotografía de su carné de estudiante —dijo Carella.
Intercambiaron miradas.
Todos estaban pensando en lo mismo. Pensaban que la persona que había colgado a aquella joven de la farola quería que ellos la identificasen. Durante los tres últimos días se habían dedicado a recorrer la ciudad en busca de algún dato útil del que partir. Y ahora alguien les había simplificado la tarea. Les había enviado el bolso de la chica con su documentación. Sólo sabían de un individuo, en aquella ciudad, dispuesto a facilitarle las cosas a la policía. O a facilitárselas aparentemente. Ninguno de ellos quería pronunciar su nombre. Pero todos estaban pensando en él.
—Puede que alguien encontrase el bolso —dijo Brown.
—Alguien que se enteró de lo ocurrido por los diarios, y consideró oportuno enviarnos el bolso.
—Que no quería verse implicado.
—En esta ciudad, nadie quiere verse implicado en nada.
—Puede ser —dijo Carella.
Pero los cuatro seguían pensando en el Sordo.
El médico que realizó la autopsia en nombre de la Oficina del Forense estuvo de acuerdo con el diagnóstico inicial de Blaney, si bien lo amplió un poco: la muerte no sólo se había producido por dislocación y fractura de las vértebras cervicales superiores, sino además por aplastamiento de la médula espinal, cuadro clínico característico de una ejecución legal por ahorcamiento. El informe añadía que la muerte se había producido aproximadamente ocho horas antes del momento en que Carella y Genero, al salir de la obra, se habían encontrado el cadáver colgado de una farola.
Al hablar con Carella por teléfono, el médico forense había expresado la opinión de que la víctima debía haber muerto en otro sitio —bien por ahorcamiento, bien al ser sometida a una fuerza física suficiente para fracturarle las vértebras y aplastarle la médula espinal—, siendo después transportada al lugar del hallazgo. Puso especial cuidado en no decir «el lugar del crimen». En su opinión, el verdadero lugar del crimen no era aquella calle desierta con sus edificios abandonados y sus cráteres excavados en la obra. En principio, todo ello coincidía con las impresiones de Carella. Ni él ni Genero habían visto a nadie colgado en la calle al entrar a hablar con el vigilante nocturno.
Las señas que aparecían en la documentación de la chica reforzaban igualmente la suposición de que había sido asesinada en otra parte y transportada posteriormente al afortunado distrito ochenta y siete. Vivía en un bloque de apartamentos situado seis kilómetros al oeste del distrito, en la zona que albergaba el industrioso centro textil de la ciudad. En el núcleo de Cloak City, nombre familiar e histórico de dicha sección, se hallaban los talleres y las exposiciones que suministraban prendas de confección al resto de la nación y, de hecho, a innumerables países del mundo no comunista. Pero en las avenidas que se extendían al norte de las fábricas, las viejas viviendas habían sido arrasadas, surgiendo en su lugar lujosos rascacielos y restaurantes caros que creaban un ambiente de Costa Dorada y atraían a una clientela del mundo del espectáculo que prefería vivir cerca de los teatros y que en vez de referirse a su nuevo barrio como Cloak City, lo llamaba festivamente Coke City.
Ni Carella ni Hawes —de quien iba acompañado la mañana de ese martes, ya que Genero, para alegría suya, se hallaba en un juicio atestiguando contra un vendedor de perritos calientes al que había detenido por comerciar sin licencia— sabían si las estimaciones acerca del floreciente tráfico de cocaína en aquel distrito eran o no correctas. Por lo que a ellos se refería, ya tenían suficientes quebraderos de cabeza en su propio territorio, uno de los cuales, precisamente, les había arrastrado hasta allí aquella mañana. Hacía uno de esos días radiantes de los que tan a menudo gozaban los habitantes de aquella ciudad. Los dos se alegraban de haber tenido que salir de la comisaría. En días como aquél, era inevitable volverse a enamorar de la ciudad.
La muchacha asesinada —según su documentación tenía casi veintiún años— había vivido en una de las pocas casas antiguas que sobrevivían, un edificio de cinco plantas, de ladrillo rojo, cubierto por varios siglos de hollín y suciedad. Carella y Hawes, sin sus abrigos ni sus sombreros, subieron la escalinata de la entrada y llamaron al timbre de la portería.
—¿Qué te parece la peluca de Meyer? —preguntó Carella.
—¿Qué peluca? ¿Estás de broma?
—¿No me digas que no se la has visto?
—Pues no. ¿Lleva una peluca?
—Sí —contestó Carella, abriéndose a continuación la puerta.
La muchacha que tenían delante medía tres metros. O al menos los aparentaba. Los dos inspectores tenían que levantar la vista para mirarla a la cara, y no eran precisamente unos enanos. Tenía unos veinte años, se figuró Carella, quizá veintiuno, el cabello corto y castaño, los ojos marrones y llenos de luz, y un rostro delgado y lupino. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de la Universidad de Ramsey, y una cartera de lona donde se leía la palabra PORTALIBROS.
—Somos policías —dijo Carella, enseñándole su placa—. Buscamos al portero.
—Aquí no hay portero —dijo la muchacha.
—Acabamos de llamar al timbre de la portería —dijo Hawes.
—Que haya timbre de portería, no implica que haya portero —respondió la chica, volviéndose hacia Hawes. Éste tuvo la impresión de que la muchacha lo consideraba demasiado bajo para ella. Y demasiado viejo. Y probablemente demasiado tonto. Casi se encogió de hombros—. Ya hace prácticamente un año que no tenemos portero en esta finca —dijo ella. Y después, puesto que en aquella ciudad una de las mayores diversiones era criticar a la policía, añadió—: Quizá sea por eso que entran tantos ladrones en los apartamentos.
—Este no es nuestro distrito —dijo Hawes a la defensiva.
—Y entonces ¿qué hacen aquí? —preguntó la muchacha.
—¿Vive usted en esta casa, señorita? —inquirió Carella.
—Claro que sí —contestó—. ¿Qué se cree que hago aquí? ¿Repartir las bolsas del supermercado?
—¿Conoce a una inquilina que se llama Marcia Schaffer?
—Sí. Mire, la encontrará en el 3 A; puede hablar con ella personalmente. Yo ya me iba. Llego tarde a clase.
—¿Cuándo la vio por última vez? —preguntó Carella.
—El jueves, en la facultad.
—¿En la Universidad de Ramsey? —preguntó Hawes, mirando la camiseta.
—Brillante deducción —dijo la chica.
—¿Estudiaban juntas?
—Otro premio para el caballero.
—¿Desde cuándo la conocía? —preguntó Carella.
—Desde el primer curso. Ahora estoy en tercero. Las dos hacemos tercero.
—¿Ella era de aquí? ¿De esta ciudad?
—No. De un pueblecito de Kansas. Buffalo Dung, Kansas.
—¿Y usted? —preguntó Hawes.
—He nacido y me he criado aquí.
—Se le nota en el hablar.
—Y a mucha honra —dijo.
—¿Cómo iba vestida el jueves? ¿Cuándo la vio?
—Con un chándal. ¿Por qué? Las dos pertenecemos al equipo de atletismo.
—¿Qué hora era?
—En el entrenamiento, a eso de las cuatro de la tarde. ¿Por que me lo preguntan?
—¿Volvió a verla después?
—Volvimos juntas en metro. Oigan, ¿qué…?
—Y después de eso, ¿volvió a verla alguna vez? ¿El jueves a la noche?
—No.
—¿La vio salir de casa el jueves por la noche?
—No.
—¿En qué apartamento vive usted?
—En el 3 B, delante mismo del de ella.
—¿Y nos ha dicho que ella vivía en el 3 A?
De pronto reparó en que los inspectores hablaban en pasado.
—Todavía vive ahí —dijo.
—¿Vio u oyó a alguien fuera de su apartamento el jueves por la noche? ¿Llamó alguien a su puerta? ¿Alguien…?
—No. —Entornó los ojos—. ¿A qué vienen tantas preguntas?
Carella respiró hondo y dijo:
—Marcia Schaffer ha muerto.
—No diga tonterías —respondió la muchacha.
Los dos inspectores la miraron en silencio.
—Marcia no está muerta.
Siguieron mirándola.
—No diga tonterías —repitió.
—¿Podría decirme cómo se llama, señorita? —preguntó Carella.
—Jenny Compton —dijo. Al instante añadió—: pero Marcia no ha muerto; deben haberse confundido.
—Señorita Compton, tenemos razones suficientes para pensar que la víctima…
—No —dijo Jenny, moviendo la cabeza.
—¿Vivía aquí la señorita Schaffer? —preguntó Hawes.
—Todavía vive aquí —insistió Jenny—. En el tercer piso, apartamento 3 A. No está muerta.
—Tenemos su fotografía…
—No está muerta —repitió Jenny.
—¿Ésta es Marcia Schaffer? —preguntó Carella, mostrándole una ampliación en papel brillante de una de las fotografías que la UF había tomado en el lugar donde fue hallado el cadáver. Era una foto de gran calidad. Jenny retrocedió bruscamente como si hubiera recibido una bofetada en pleno rostro.
—¿Es Marcia Schaffer? —volvió a preguntarle Carella.
—Se le parece, pero Marcia no está muerta —dijo Jenny.
—¿Ésta también es Marcia Schaffer? —preguntó Carella, con la fotografía del carné en la mano.
—Sí, ésa es Marcia, pero…
—La dirección que aparece en este…
—Sí, Marcia vive aquí, pero me consta que no está muerta.
—¿Por qué está tan segura, señorita Compton? —preguntó Hawes.
—No está muerta —contestó Jenny.
—Señorita Compton…
—La vi el jueves por la tarde; Dios mío, no puede ser que esté…
—Murió el jueves por la no…
—No quiero que esté muerta —dijo Jenny, rompiendo a llorar de pronto—. Mierda, ¿por qué han tenido que venir?
Aquella muchacha, de tres metros y acaso veintiún años, aquella mujer, de ingenio agudo y lengua afilada gracias a su origen urbano, parecía en ese momento una niña camino del parvulario, con la mano derecha sobre la cara recogiendo sus lágrimas, la mano izquierda agarrada a la cartera, de pie en una postura algo patizamba y sollozando de manera incontenible ante los dos inspectores, que la observaban en silencio, sintiéndose violentos e inútiles, y abrumadoramente grandes para aquella niñita que lloraba sin ningún miramiento en su presencia.
Aguardaron.
Hacía un día tan bonito.
—Mierda —dijo Jenny—. No es verdad, ¿eh que no?
—Lo siento —dijo Carella.
—¿Cómo… cómo…? —Sorbió por la nariz y se arrodilló para buscar algo en la cartera, sacando un paquete de pañuelos de papel, extrayendo uno, sonándose y enjugándose después los ojos—. ¿Qué pasó? —quiso saber.
De entrada nunca concebían la idea de un asesinato, a menos que ellos mismos hubiesen realizado la tarea. Siempre se imaginaban un accidente de tráfico, o en el metro, mucha gente se cae a las vías del metro, o, si no, en el hueco de un ascensor, hay infinidad de accidentes en los huecos de ascensor; todo eso les pasaba por la mente cuando les anunciaban que había muerto alguien, nunca se les ocurría la posibilidad de un asesinato. Y si les decían directamente que a la persona en cuestión la habían matado, si en vez de anunciarles simplemente que había muerto se les decía sin más que la habían matado, entonces comprendían en el acto que se había cometido un asesinato, y pensaban en una pistola, una navaja, veneno, unas manos, una paliza, una estrangulación. ¿Cómo iba uno a explicarles que había sido un ahorcamiento? ¿O alguna otra cosa hecha para simular un ahorcamiento? ¿Cómo podía explicársele a una joven de veintiún años, sonándose en un pañuelo de papel, que su amiga había aparecido colgada de una farola?
—Fractura de las vértebras cervicales superiores —dijo Carella, optando por repetir el diagnóstico que el forense le había dado unas horas antes esa misma mañana—. Aplastamiento de la médula espinal.
—¡Dios mío!
Aún no le había dicho que aquello se lo había hecho alguien a su amiga. Ella le dirigió una penetrante mirada, comprendiendo que de haber sido un simple accidente no habría un par de inspectores en el portal de su casa haciéndole preguntas, dándose cuenta por fin de que alguien le había causado la muerte a Marcia Schaffer.
—La han matado, ¿verdad? —preguntó.
—Sí.
—¿Cuándo?
—En algún momento de la noche del jueves. Según el dictamen del forense, a las siete aproximadamente.
—¡Dios mío! —repitió.
—¿El jueves por la noche no la vio en ningún momento? —preguntó Hawes.
—No.
—¿No le comentó qué planes tenía para aquella noche?
—No. ¿Dónde… dónde ocurrió?
—Lo ignoramos.
—Quiero decir… ¿dónde la encontraron?
—En la zona alta de la ciudad.
—¿En la calle? ¿La agredieron en la calle?
Carella suspiró.
—Estaba colgada de una farola —respondió.
—¡Dios mío! —exclamó Jenny, rompiendo a llorar de nuevo.