Dos
Dos
Mary Hollings fue acompañada por una mujer policía a Mercy General, en cuyo depósito había sido entregado el cadáver sin identificar de la víctima del ahorcamiento para serle realizada la autopsia. La policía se llamaba Hester Fein. Era una mujer fornida, con la estatura y el volumen de un pequeño luchador de lucha libre, con veintiocho años y la cara llena de acné todavía, un retaco de mujer que —al igual que muchos de sus colegas varones— estaba convencida de que ninguna mujer es violada si no se lo busca, y menos tres veces en cinco meses; en la comisaría se había enterado de que aquella era la tercera vez que violaban a Mary Hollings. Una de las mayores ambiciones de Hester Fein era llevar una Magnum 357, cosa que el Departamento de Policía de aquella ciudad no permitía. Con frecuencia pensaba en solicitar el traslado a Houston, Texas. Allí sí sabían qué tipo de arma necesita un agente de policía para defenderse.
La caja de plástico medía nueve centímetros de ancho, dieciséis y medio de largo, y dos y medio de hondo; y tenía una tapa que se abría haciendo girar dos botoncitos de plástico en sentido contrario. En una de las esquinas de la caja, extendiéndose por parte de la cara superior y el costado, había una tira de cinta adhesiva sobre la que se leía en letra de imprenta: «SELLO de integridad. Para abrir córtese». Una etiqueta pegada a la tapa identificaba la caja y su contenido como el INSTRUMENTAL JOHNSON PARA PRUEBA DE VIOLACIÓN. La enfermera le preguntó a Hester el número del caso. Hester se lo dio, y ella lo anotó en la etiqueta, en la casilla indicada. Le preguntó a Mary Hollings su nombre, y a continuación lo escribió en la casilla «Nombre del sujeto». Le preguntó a Hester cuál era el delito. «Violación», respondió Hester en tono categórico, aunque sin creérselo ni por un instante. La enfermera rellenó las casillas de la «Fecha del incidente» y la «Hora». Firmó en calidad de «Encargado del reconocimiento» y anotó que el lugar era el Mercy General Hospital. Después cortó el sello de la caja con un escalpelo.
El instrumental se componía de un raspador de madera, dos portaobjetos en un soporte, un peine de plástico, un recogedor de vello púbico, un sobre engomado blanco con el rótulo «A/Peinaduras», un sobre engomado blanco con el rótulo «B/Modelo», un Paquete de Reactivo para Fluido Seminal que consistía en una bolsa de plástico en cuyo interior había algodón blanco y una tira azul de reactivo, un folleto de instrucciones y dos etiquetas rojas donde decía:
La enfermera que realizaba las pruebas estaba familiarizada con el folleto de instrucciones. Y Mary Hollings también.
Mary, temblando, subió a la mesa de reconocimiento y se quitó la braga rota. La enfermera le aseguró que no iba a dolerle, y Mary respondió algo ininteligible, apoyando luego los pies en los estribos y exhalando un profundo suspiro de desesperación. La enfermera, mediante el raspador de madera, efectuó dos frotis vaginales y preparó los portaobjetos, dejándolos secar al aire como indicaba en el soporte y volviéndolos a insertar en el recipiente de plástico. Anotó de nuevo el nombre de Mary en la casilla «Sujeto», puso la fecha y, a continuación, su propio nombre en la casilla «Por», dejando el soporte en la caja del instrumental. Pisó el pedal de un cubo de basura y tiró dentro el raspador usado.
—Necesitaremos la braga —dijo Hester.
—¿Qué? —dijo la enfermera.
—Como prueba —dijo Hester.
—Bueno, eso es cosa tuya —dijo la enfermera.
—No te andas con rodeos —dijo Hester, cogiendo la braga e introduciéndola en un sobre para pruebas. Era una braga negra, ribeteada de encaje, que venía a confirmar la creencia de Hester de que ninguna mujer es violada si no se lo busca.
La letra impresa en el sobre para el «Vello púbico» era de color rojo. Pedía la misma información que la etiqueta exterior de la caja. La enfermera rellenó los espacios en blanco copiando de la etiqueta de la caja y, acto seguido, abrió el sobre y lo sostuvo bajo la vagina de Mary. Pasó varias veces el peine de plástico por el vello púbico de Mary para que todos los pelos sueltos cayeran en el sobre. Metió el peine en ese mismo sobre y lo cerró, guardándolo después en la caja de plástico junto con los portaobjetos.
Como quiera que aún pudiera quedar vello suelto en el pubis de Mary, la enfermera tomó el recogedor de vello púbico, desprendió el protector de plástico transparente de la estrecha tira adhesiva y presionó la cara adhesiva contra el pubis en toda su extensión. Unió la cubierta de plástico blanco a la superficie adhesiva, copió una vez más los datos y devolvió el recogedor a la caja. Tiró el protector de plástico transparente al cubo en el que había echado el raspador. Mary seguía temblando. Parecía incapaz de dejar de temblar.
—Necesitaremos una muestra de tu vello púbico —dijo la enfermera—. ¿Quieres tomarla tú misma, o prefieres que lo haga yo?
Mary asintió.
—¿Qué me dices, cariño? —insistió la enfermera.
Mary negó con la cabeza.
—¿La tomo yo?
Mary volvió a asentir.
El segundo sobre para «Vello púbico» tenía la letra azul.
Sólo se distinguía del primero en que en uno el rótulo decía «A» y «Peinaduras» mientras que en el otro se leía «B» y «Modelo». En ambos se pedían los mismos datos, que la enfermera anotó antes de agarrar con firmeza una porción del vello púbico de Mary. Era importante que el vello saliera de raíz; arrancó de golpe diez o veinte pelos (Mary lanzó un grito breve y agudo), los introdujo en el sobre y lo cerró.
—Ya casi hemos terminado —dijo.
Mary asintió.
Hester Fein observaba.
La enfermera abrió la bolsa de plástico en la que ponía «Reactivo para Fluido Seminal». Extrajo la pequeña tira azul de la bolsa. Empapó el algodón con agua destilada, pasó el algodón húmedo por la zona genital de Mary y alrededor, y luego dijo:
—¿Quieren que haga la prueba aquí, o ya se encargarán ellos en el laboratorio?
—No me han dicho nada —respondió Hester.
—Pues podríamos hacerla y acabar ya —dijo la enfermera.
—Como quieras —dijo Hester.
La enfermera despegó el protector de la tira azul, dejando al descubierto el papel de ácido fosfatoso activado. Aplicó el papel al algodón húmedo durante unos segundos. Apartó el papel y lo observó.
—¿Eso qué indica?
—La presencia de semen provoca un inmediato cambio de color en el papel.
—¿De qué color se pone? —preguntó Hester.
—Ahí lo tienes —dijo la enfermera al tiempo que el papel se tornaba de un color morado oscuro idéntico al de la muestra que aparecía en la tira de ácido fosfatoso.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó Hester.
—Que la prueba de semen da positivo —contestó la enfermera, metiendo de nuevo el algodón y la tira en la bolsa de plástico—. En el laboratorio harán más comprobaciones, pero por ahora ya basta. Gracias —le dijo a Mary—, como paciente te has portado muy bien.
Todo se hallaba de nuevo en la caja. La cerró, cogió los dos sellos rojos de la policía, les quitó el protector del dorso, y le dijo a Hester:
—Eres testigo de que la sello.
A continuación le entregó la caja sellada y tiró el folleto de instrucciones al cubo de la basura.
—Ya te puedes ir, cariño —le dijo a Mary.
—¿Adónde? —preguntó Mary.
—A la jefatura —informó Hester—. Ha de venir una inspectora de la Brigada de Violaciones.
Mary se incorporó.
—Yo…
Echó un vistazo alrededor con visible turbación.
—¿Dime, cariño? —preguntó la enfermera.
—La braga —dijo—. ¿Dónde está mi braga?
—Forma parte de las pruebas —dijo Hester.
—Necesito la braga —dijo Mary.
Hester miró a la enfermera. De mal grado, le entregó a Mary el sobre marrón. Mientras Mary se ponía la braga rota, Hester le susurró a la enfermera:
—Quiere cerrar la puerta del establo.
Mary, al parecer, no la oyó.
La comisaría del distrito ochenta y siete estaba relativamente tranquila cuando llegó la inspectora de la Brigada de Violaciones, pero, claro, no eran más que las ocho. El turno de noche ya había sido relevado, y Genero se había ido a casa a toda prisa, dejando a Carella con la redacción de los informes oficiales mientras los inspectores del nuevo turno se tomaban su acostumbrado café de inicio de jornada.
Los cuatro inspectores que componían el relevo eran Cottton Hawes, Bert Kling, Meyer Meyer y Arthur Brown; pero Brown y Meyer habían fichado un poco antes y se habían marchado en el acto a interrogar a la víctima de un robo a mano armada. Hawes y Kling se hallaban en el escritorio de Kling —Kling, detrás, en su silla, y Hawes medio sentado, medio apoyado en una esquina de la mesa, tomando los dos café en sendos vasos de cartón— cuando apareció la inspectora de la Brigada de Violaciones.
—¿A quién he de dirigirme para tratar del caso de Mary Hollings? —preguntó.
Hawes se volvió hacia la barandilla divisoria. Detrás había una mujer de unos treinta y cuatro años, morena, de ojos negros, con gafas, con una gabardina abierta encima de un vestido azul y unos zapatos de tacón bajo. Llevaba un bolso de piel al hombro, montado sobre la cadera, en el que apoyaba la mano derecha.
—¿Es una violación? —preguntó Hawes.
La mujer asintió y abrió la cancela de la barandilla.
—Soy Annie Rawles —dijo, acercándose a ellos. Carella, desde su escritorio, levantó la vista un instante y luego siguió escribiendo a máquina—. ¿Queda un poco de café? —preguntó ella.
—Cotton Hawes —dijo Hawes, tendiéndole la mano.
Annie le correspondió con un fuerte apretón, mirándole directamente a los ojos. Medía alrededor de un metro noventa, calculó Annie Rawles, y debía pesar unos ciento diez kilos más o menos; tenía los ojos azules y era pelirrojo, con una mecha de cabello blanco sobre la sien izquierda, como si le hubiera caído un rayo en ese punto. Hawes, por su parte, pensó que no le importaría nada llevarse a Annie Rawles a la cama. Le gustaban las flacas de pechos pequeños y duros y poca cadera. Sin razón aparente, se preguntó si sería de rango superior al de él.
—Bert Kling —dijo Kling, afirmando con la cabeza.
Muy bien plantados los chicos de esta comisaría, pensó Annie. El que acababa de presentarse como Kling era casi tan alto y tan ancho de espaldas como Hawes; tenía el cabello claro, los ojos de color avellana y un aire franco de campesino. Incluso el que se hallaba al otro lado de la sala, encorvado sobre la máquina de escribir, era atractivo al estilo chino —pero llevaba anillo de casado en la mano izquierda.
—¿Sois vosotros quienes habéis atendido la denuncia? —preguntó Annie.
—Se ha encargado O’Brien, pero ya no está —dijo Hawes.
—Ahora te traigo el café —dijo Kling—. ¿Cómo lo prefieres?
—Flojo y con un terrón de azúcar.
Kling desapareció por el pasillo en dirección a las oficinas. Carella seguía escribiendo a máquina.
—¿Dónde está la víctima? —preguntó Annie.
—Una policía la ha llevado al Mercy General —respondió Hawes.
—¿No nos habíamos visto antes? —dijo Annie.
—Me parece que no —dijo Hawes, y sonrió—. Me acordaría.
—Creía que nos habíamos visto aquí en otra ocasión. En este distrito tenéis muchas violaciones, ¿no?
—Tantas como en los otros, por lo menos —dijo Hawes.
—¿Cuántas? —quiso saber Annie.
—¿Por semana? ¿Por mes?
—Al año —dijo Annie.
—Tendría que consultar el archivo.
—El año pasado tuvimos tres mil quinientas en toda la ciudad —dijo Annie—. A nivel nacional, la cifra se acerca a las setenta y ocho mil.
—Una amiga mía trabaja en las Fuerzas Especiales —dijo Kling, que acababa de volver con el café—. Actúa de gancho muy a menudo.
—¿Sí? —dijo Annie—. ¿Cómo se llama?
—Eileen Burke.
—Ah, sí —dijo Annie—; la conozco. ¿Una pelirroja alta? ¿De ojos verdes?
—Sí; ésa es.
—Una chica guapa —dijo Annie; Kling sonrió—. Y además buena policía, según he oído.
Kling había llamado a Eileen «amiga». Eufemismo al uso en estos tiempos para referirse a la «amante», incluso cuando lo decía un poli. Descartemos al rubio, pensó Annie.
La cancela de la barandilla de madera se abrió, y Hester Fein condujo a Mary Hollings al interior de la sala. Hester buscó a O’Brien con la vista, se dio cuenta de que no estaba, y por un instante pareció desconcertada.
—¿A quién he de entregarle esto? —preguntó, con la caja de las pruebas de violación en la mano.
—Yo me haré cargo —dijo Annie.
Hester se quedó mirándola.
—Inspectora de primera clase Anne Rawles —dijo Annie—. Brigada de Violaciones.
Es de rango superior al mío, pensó Hawes.
—Ya he rellenado todo lo que me correspondía —dijo Hester, señalando la etiqueta de la caja. Bajo el encabezamiento CADENA DE POSESIÓN había tres casillas con idénticas peticiones de datos. Después de «Recibido de», Hester había escrito Hillary Baskin, enfermera diplomada, Mercy General. Después de «Por» había anotado Hester Fein, agente de policía, y a continuación su número de placa. Después de «Fecha», había puesto 7 de octubre, y detrás de «Hora», 7:31, con un círculo alrededor de AM. Debajo, Annie rellenó una casilla idéntica, dejando constancia de que había recibido la caja.
—¿Hay algún sitio donde pueda hablar con la señorita Hollings en privado? —le preguntó a Hawes.
—En la sala de interrogatorios, al fondo del pasillo —le indicó Hawes—. Te acompaño.
—¿Le apetece un café, señorita Hollings? —preguntó Annie.
Mary negó con la cabeza. Las dos cruzaron la cancela de la barandilla divisoria detrás de Hawes y le siguieron por el pasillo. Hester permaneció allí un rato de brazos cruzados, con la esperanza de que Kling o Carella le ofrecieran —también a ella— café. Como nadie le ofreció nada, se marchó.
En la sala de interrogatorios, Annie dijo amablemente:
—Para empezar, si no le importa, necesitaría unos datos rutinarios.
Mary Hollings no contestó.
—¿Puede decirme su nombre y apellido, por favor?
—Mary Hollings.
—¿No tiene segundo nombre?
Mary negó con la cabeza.
—¿Dirección, por favor?
—Laramie Crescent, 1840.
—¿Piso?
—12 C.
—¿Edad, por favor?
—Treinta y siete.
—¿Soltera? ¿Casada? ¿Divorciada?
—Divorciada.
—¿Estatura, por favor?
—Uno sesenta y ocho.
—¿Peso?
—Cincuenta y seis.
Annie alzó la vista.
—Pelirroja —dijo, anotándolo en la hoja del informe— ojos azules. —Marcó con una X la casilla Blanca del formulario, y ojeó por encima el resto del papel, volviendo luego a levantar la vista—. ¿Puede explicarme lo que pasó, señorita Hollings?
—Era el mismo —dijo Mary.
—¿Cómo? —preguntó Annie.
—El mismo. El mismo que las otras dos veces.
Annie la observó.
—¿Ésta es la tercera que la violan? —preguntó, sorprendida.
Mary contestó afirmativamente con la cabeza.
—¿Y las tres veces ha sido el mismo hombre?
Mary volvió a afirmar.
—¿Le ha reconocido?
—Sí.
—¿Podría describírmelo? —dijo Annie, extrayendo un bloc de su bolsillo.
—Ya lo he descrito —dijo Mary—. Y dos veces.
La rabia empezaba a adueñarse de ella. Annie percibió dicha rabia; ya la había visto antes en un centenar de ocasiones. Primero la conmoción junto con la huella dejada por el miedo; después, la rabia. Multiplicada en el caso de Mary Hollings porque ya lo había sufrido otras dos veces.
—Entonces ya sacaré la descripción del archivo —dijo Annie—. ¿Fue también en este distrito las otras dos veces?
—Sí, en este distrito.
—Siendo así, no volveré a molestarla con la descripción; seguramente el archivo…
—Sí —dijo Mary.
—¿Querría decirme qué ha ocurrido?
Mary permaneció callada.
—¿Señorita Hollings?
Mary continuó callada.
—Me gustaría ayudarla —dijo Annie con delicadeza.
Mary asintió.
—¿Puede decirme cuándo y dónde ha ocurrido?
—En mi apartamento —dijo Mary.
—¿Se ha metido en su apartamento?
—Sí.
—¿Tiene idea de cómo ha entrado?
—No.
—¿Tenía la puerta cerrada?
—Sí.
—¿Hay escalera de incendios?
—Sí.
—¿Podría haber entrado por la ventana de la escalera de incendios?
—No sé cómo ha entrado. Yo dormía.
—¿Y eso ha sido en Laramie Crescent 1840, apartamento 12 C?
—Sí.
—¿Tiene portero el edificio?
—No.
—¿Y alguna medida de seguridad de otro tipo?
—No.
—¿Se ha llevado ese hombre algo del apartamento?
—No. —Mary permaneció en silencio durante un instante—. Venía a por mí.
—Ha dicho que estaba dormida…
—Sí.
—¿Puede decirme qué llevaba usted puesto?
—¿Y eso qué más da?
—Necesitaremos la ropa que usted llevaba cuando ese hombre…
—Llevaba un camisón largo, de vieja, y la braga. —Hizo una pausa—. Desde la primera vez, duermo con… con la braga puesta.
—Las dos primeras veces… ¿también tuvieron lugar en su apartamento?
—No. En la calle.
—Es decir que ésta era la primera vez que entraba en su apartamento.
—Sí.
—¿Y está convencida de que se trataba del mismo hombre?
—Totalmente.
—¿Le importaría facilitarnos el camisón y la braga que llevaba? El laboratorio ha de…
—La braga la llevo puesta.
—¿En este momento, quiere decir?
—Sí.
—¿La misma que llevaba al ser agredida?
—Sí. Sólo… me he echado un vestido por encima… me he puesto los zapatos…
—¿Y eso cuándo ha sido?
—En cuanto él se ha marchado.
—¿Sabe qué hora era?
—Un momento antes de llamar a la policía.
—Sí; ¿y eso a qué hora ha sido?
—Un poco antes de las siete.
—¿A qué hora ha entrado ese hombre en su apartamento? ¿Lo recuerda?
—Ha debido ser poco después de las cinco.
—Por tanto ha estado con usted cerca de dos horas.
—Sí. —Afirmó con la cabeza—. Sí.
—¿Cuándo se ha dado cuenta de su presencia, señorita Hollings?
—He oído un ruido, he abierto los ojos… y allí estaba. Lo tenía encima antes de que…
Cerró los ojos. Sacudió la cabeza.
Annie sabía que las preguntas siguientes iban a resultar embarazosas, sabía que la mayor parte de las víctimas se sentían ofendidas ante tales preguntas. Pero el nuevo Código Penal del Estado definía violación en primer grado como «acceso carnal de un hombre con una mujer: 1) mediante fuerza; o 2) que sea incapaz de consentir en ello en virtud de alguna forma de invalidez física; o 3) que sea menor de once años». Y las preguntas tenían que hacerse.
La nueva definición no introducía la más mínima mejora con relación a la antigua, que describía a un violador como «una persona que tiene acceso carnal con una mujer otra que su propia esposa contra su voluntad o sin su libre consentimiento». Tanto la ley antigua como la nueva consideraban absolutamente correcto violar a la propia esposa, habida cuenta que la nueva, a este respecto, estipulaba que la «mujer» debía ser «una persona del sexo femenino que no se halle unida por lazos matrimoniales al autor del delito». La vieja ley especificaba «cuando su resistencia sea vencida mediante el uso de la fuerza, o cuando su resistencia sea prevenida por temor a los graves daños físicos que la mujer cree, con alguna razón fundada, que podrían infligírsele». A este respecto, la nueva ley definía el «uso de la fuerza» como «la fuerza física que vence una resistencia sincera; o una amenaza, expresa o implícita, que haga temer a una persona por su vida o por su integridad física». En cualquiera de las dos leyes, el peso de la prueba recaía sobre la víctima. Entretanto, el año anterior se habían denunciado casi setenta y ocho mil violaciones en aquel país, y afanosos inspectores como Annie Rawles se veían obligados a plantear preguntas escabrosas a mujeres que acababan de ser violadas. Respiró hondo.
—Cuando dice que lo tenía encima…
—Estaba en la cama; encima de mí.
—¿Quiere decir echado encima de usted?
—No. M-m-montado a horcajadas sobre mí.
—Ha oído un ruido que la ha despertado…
—Sí.
—… y se lo ha encontrado encima de usted, montándola a horcajadas.
—Sí.
—¿Y qué ha hecho usted entonces?
—He alargado el brazo… he intentado alcanzar con el brazo… la m—m—mesita de noche. Tengo una pistola guardada en el cajón de la mesita; he intentado c-c-cogerla.
—¿Tiene permiso de armas?
—Sí.
—Ha intentado coger la pistola…
—Sí. Pero me ha agarrado la muñeca.
—¿Qué muñeca?
—La derecha.
—¿Tenía usted libre la mano izquierda?
—Sí.
—¿Ha intentado defenderse con la mano izquierda?
—No.
—¿No le ha golpeado o…?
—No. ¡Tenía una navaja!
Perfecto, pensó Annie. Uso de la fuerza, sin lugar a dudas.
—¿Qué tipo de navaja?
—La misma navaja que las otras dos veces.
—Ya; pero ¿qué tipo, por favor?
—Una navaja automática.
—¿Recuerda cuánto medía la hoja aproximadamente?
—¡Qué sé yo cuánto medía la hoja! ¡Era una navaja! —dijo Mary, en un arrebato de furia.
—¿La ha amenazado con la navaja?
—Me ha dicho que me la clavaría si hacía ruido.
—¿Ha dicho eso exactamente?
—Si hacía ruido, si gritaba, algo así; no sé cuáles han sido exactamente sus palabras.
Amenaza, expresa o implícita, pensó Annie; temor por la propia vida o por la integridad física.
—¿Y después qué más ha pasado? —preguntó.
—Me… ha subido el camisón.
—¿Ha hecho algo para impedírselo?
—Tenía la punta de la navaja en la garganta.
—¿Ha mantenido la navaja junto a su garganta?
—Sí. Hasta…
—Sí.
—Cuando… me… me ha subido el camisón… me ha… me ha puesto la navaja entre la piernas. Decía que me metería la navaja en… en… en… que me la metería si… si d-d-decía una sola palabra. Me… me… me ha roto la braga con la navaja… me la ha cortado con la navaja… y… y… entonces me… me… me lo ha hecho.
Annie volvió a respirar hondo.
—Ha estado allí dos horas, me ha dicho.
—Ha s-s-seguido haciéndomelo, haciéndomelo.
—¿Él ha dicho algo durante ese rato? ¿Algo que pudiera contribuir a identifi…?
—No.
—¿No mencionaría sin querer su nombre?
—No.
—¿O de dónde era, o…?
—No.
—¿Nada de nada?
—Nada. Nada mientras estaba… estaba…
—Violándola, señorita Hollings —dijo Annie—. Puede decirlo sin ningún miedo. Ese hijo de puta la estaba violando.
—Sí —dijo Mary.
—¿Y no ha dicho nada?
—No, mientras me estaba… violando.
—Señorita Hollings, no me queda más remedio que hacerle esta otra pregunta. ¿La ha obligado a realizar algún acto sexual contra el orden natural?
Estaba reproduciendo literalmente los términos con que el Código Penal aludía a la sodomía en primer grado, otro delito de clase-B, castigado con una pena máxima de veinticinco años de reclusión. Si llegaban a cogerle y era posible condenarlo por violación y sodomía, se pasaría el resto de sus días tras…
—No —contestó Mary.
Annie asintió. Violación en primer grado sin otros agravantes. Veinticinco años si le caía la pena máxima. Tres si le tocaba un juez indulgente. En caso de buena conducta, en menos de un año otra vez en la calle.
—A-antes de irse —dijo Mary—, me…
—¿Sí?
—Me… me ha dicho…
—¿Qué le ha dicho, señorita Hollings?
—Me…
Mary se cubrió el rostro con las manos.
—Por favor, ¿qué le ha dicho?
—Me ha dicho… «Volveré».
Annie la miró.
—Me lo ha dicho sonriendo —añadió Mary.