Uno

Uno

Al inspector Richard Genero no le gustaban las salidas nocturnas. El verdadero motivo de tal aversión residía en su temor a la noche urbana. En aquella ciudad, en cuanto el sol se ponía, a una persona le podían ocurrir infinidad de cosas. Sabía de un montón de polis a quienes les habían ocurrido cosas de noche. Por alguna razón, las cosas que les ocurrían a los polis, les ocurrían con más frecuencia de noche que de día. Ese era uno de los preceptos sagrados que había aprendido acerca de su profesión, y había formulado una regla al respecto y la regla era No salgas nunca de noche, regla imposible de observar so pena de pasar por un gallina ante los compañeros del cuerpo.

Una vez, en una noche fría de diciembre, cuando Genero todavía era un simple guardia de a pie, vio, mientras hacía la ronda, una luz encendida en un sótano y, como buen poli, bajó a indagar. Encontró a un muchacho muerto, con la cara azul y una cuerda alrededor del cuello. Ésa era una de las cosas que le habían ocurrido de noche. Otra vez —bueno, en esa ocasión ni siquiera era de noche, era de día; a los polis les ocurren cosas hasta de día. Se hallaba haciendo la ronda y llovía, según creía recordar; de pronto vio que alguien salía a todo correr de una parada de autobús, y cuando cogió la bolsa que aquel individuo había dejado en la acera, ¡resultó que contenía una mano! ¡Una mano de hombre! ¡Cercenada por la muñeca y abandonada en la calle dentro de una bolsa de una compañía aérea! Hay que ver qué cosas les ocurren a los policías de noche o de día. En opinión de Genero, en las calles de aquella ciudad uno no estaba seguro a ninguna hora del día.

Sólo se sentía algo más seguro cuando estaba en compañía de Carella.

Aquella noche habían salido los dos juntos para proceder al interrogatorio de la víctima de un palquista, y el denunciante del robo trabajaba de vigilante nocturno en una obra. Genero había tardado lo suyo en enterarse de que un palquista no es un ladrón que actúa únicamente en los palcos de los teatros. Un palco, en el argot del hampa, es un balcón. Y un palquista es aquel que entra en las viviendas generalmente por balcones o ventanas, lo cual suele hacerse de día, porque es entonces cuando están vacías la mayoría de las viviendas; si hay algo que a un allanador ni le gusta, ni le conviene, es encontrarse con una anciana que pueda ponerse a gritar como una desesperada. Por esa misma razón, los ladrones de oficinas entran a robar de noche, cuando ya todos se han ido a sus casas, y por lo regular entran cuando hasta la mujer de la limpieza ha terminado sus tareas. He ahí una regla sensata para allanadores sagaces: Entrar siempre cuando no hay nadie.

En aquel caso en concreto, el ladrón había penetrado en un apartamento a las dos del mediodía, y estaba desenchufando tan tranquilamente el televisor cuando del dormitorio le salió un fulano en pijama y le dijo: «¿Qué narices haces tú aquí?». El fulano en cuestión resultó ser un vigilante nocturno, que trabajaba de noche y dormía de día; total, que el ladrón salió pitando del apartamento. Y esa noche, Carella y Genero se habían presentado en la obra donde el vigilante prestaba sus servicios para enseñarle unas cuantas fotos de delincuentes, a pesar de que una regla sensata para polis sagaces es No salgas nunca de noche, ni con Carella. A fin de cuentas, Carella tampoco era Superman. Ni Batman siquiera.

Carella debía medir, más o menos, un metro ochenta, aunque a Genero no se le daba nada bien calcular estaturas. Y suponía que su peso oscilaba alrededor de los ochenta kilos, pero calcular pesos tampoco era su fuerte. Carella tenía los ojos marrones, y oblicuos como los de un chino; y andaba igual que un jugador de béisbol. Su pelo era algo más claro que los ojos, y nunca llevaba sombrero. Ya podía caer el peor aguacero que allí estaba Carella, avanzando bajo la lluvia como si nada; cualquiera diría que no se daba cuenta de que así lo más fácil era pescar un resfriado. A Genero le gustaba llevar a Carella por compañero, pues era un hombre con el que se podía contar en caso de emergencia. A Genero, la sola idea que pudiera presentarse una emergencia le sobresaltó, pero confiaba en que aquella noche ya no ocurriría nada anormal, porque eran las tres de la madrugada cuando terminaron de enseñarle las fotos a la víctima del allanamiento, y se figuraba que regresarían directamente a jefatura, se tomarían un café con unos donuts, harían un poco de trabajo burocrático, y esperarían a que el turno de día les relevase a las ocho menos cuarto.

La temperatura era bastante suave para octubre.

Genero salió de la obra delante de Carella, porque le había parecido oír ratas cuando bordeaban los cimientos, y si algo le repugnaba más que las arañas, era las ratas. Sobre todo de noche. Aunque se tratara de una agradable noche de octubre como aquella. Inhaló hondo el aire otoñal, contento de haber salido ya del terreno vallado, con sus enormes montones de arena, sus hoyos excavados en la tierra, y vigas tiradas por cualquier parte para que alguien tropezara en la oscuridad y se descalabrase, acabando devorado por las ratas.

En ese lado de la calle sólo estaba la obra; en el otro, no había más que edificios abandonados. En aquel barrio, cuando el propietario de un edificio se cansaba de pagar impuestos, lo abandonaba sin mayor problema. La hilera de bloques abandonados se alzaba ante la obra como un grupo de espectros hollinosos a la luz de la luna. A Genero se le erizó el pelo al contemplarlos. Tenía la certeza de que por las ventanas de aquellos edificios, negras como órbitas oculares vacías, le observaban miles de ratas. Extrajo un paquete de tabaco de un bolsillo de la chaqueta —la noche estaba tan cálida que podía prescindirse del abrigo— y, cuando se disponía a encender un cigarrillo, dirigió casualmente la mirada hacia la otra punta de la calle.

Carella, detrás de él, cruzaba en ese preciso momento la valla de la obra.

Genero creyó ver a una persona colgada de una farola.

La persona estaba atada al extremo de una soga larga y gruesa.

La persona oscilaba suavemente en el quieto aire de octubre.

Genero se quemó los dedos con la cerilla. La tiró al suelo en el instante que Carella vio el cuerpo que pendía de la cuerda. Genero habría salido corriendo de buena gana. No le hacía ni pizca de gracia descubrir cadáveres, ni siquiera miembros de cadáveres; Genero sentía una profunda aversión por los muertos. Cerró los ojos porque en la vida había visto un cadáver colgado de aquel modo, a no ser en las películas del Oeste, y pensó que acaso cerrando los ojos la visión desapareciera. Ni el muchacho que tiempo atrás había encontrado en el sótano estaba colgado como aquel cadáver, a decir verdad no estaba colgado, sino echado hacia delante sobre la cama, con un extremo de la cuerda en torno al cuello y el otro atado a los barrotes de la ventana del sótano. Cuando Genero volvió a abrir los ojos, Carella corría en dirección a la farola, y el cadáver seguía allí colgado, meciéndose en el aire, girando, cual si una partida de búsqueda hubiera dado caza a un cuatrero, ahorcándolo en el sitio.

Pero no estaban en Utah.

Estaban en una ciudad grande y perversa.

—Pero ¿esto qué es? —dijo Monroe—. ¿El Salvaje Oeste?

Contemplaba el cuerpo colgado. Su compañero también lo miraba, protegiéndose los ojos contra el resplandor de la bombilla de vapor de sodio situada en el extremo del brazo de la farola. Apenas hacía un mes que habían instalado bombillas de vapor de sodio en aquella parte de la ciudad, basándose en la teoría de que una buena iluminación previene la delincuencia. Y allí estaba el cadáver, colgado de la farola.

—Esto lo que es —dijo Monoghan— es la Revolución Francesa.

—En la Revolución Francesa les cortaban la cabeza —dijo Monroe.

—También los colgaban —dijo Monoghan.

Los dos, pese al inusitado clima otoñal, llevaban puestos sus abrigos. Abrigos negros. En aquella ciudad, los policías de la Brigada de Homicidios vestían invariablemente de negro. Era la costumbre. En cambio, no era costumbre entre los policías de la Brigada de Homicidios llevar fedoras de color gris perla, por más que Monoghan y Monroe sí las llevasen, con las viseras elegantemente dobladas hacia abajo. A Genero le complació ver que llevaban sombreros. Su madre le había aconsejado que llevara siempre sombrero, incluso en los días más calurosos, sobre todo los días más calurosos, porque es entonces precisamente cuando puede cogerse una insolación. Aquél no había sido un día demasiado caluroso, sólo anormalmente cálido para octubre, pero Genero, de todas formas, llevaba sombrero. Toda precaución es poca.

—¿Conque por aquí tenéis linchamientos, eh? —le dijo Monoghan a Carella.

—Sí, por aquí tenemos de todo —dijo Carella.

Observaba el cadáver girando lentamente al extremo de la soga. Como siempre, sintió, durante una milésima de segundo, un dolor lancinante tras los ojos. Otra pérdida inútil, pensó.

—Aquí tenéis la Revolución Francesa —dijo Monoghan.

—Aquí tenéis el Salvaje Oeste —dijo Monroe.

Los dos estaban de pie en la calle, con las manos en los bolsillos de sus abrigos, contemplando el cadáver.

—Unas bragas blancas muy bonitas —dijo Monoghan, mirando por debajo de la falda.

Uno de los zapatos de la muchacha había caído en la calzada. Un zapato de tacón, de color morado, a juego con su blusa. La falda era de color trigo, a juego con su cabello. Y la braga, como Monoghan ya había observado, era blanca. Pendía del extremo de la soga, girando lentamente sobre los inspectores, con un zapato morado en un pie.

—¿Qué edad debe tener? —preguntó Monoghan.

—Desde aquí es difícil decirlo —respondió Monroe.

—Pues vamos a cortar la cuerda y la bajamos —dijo Monoghan.

—No —dijo Carella—. No, mientras no llegue el forense.

—Y la UF —añadió Genero.

Se refería a la unidad fotográfica. Los cuatro permanecieron inmóviles bajo la farola, observando el cadáver de la muchacha. Alrededor se había congregado gran número de gente. Eran las tres y cuarto de la madrugada y, sin embargo, una multitud había surgido de la nada, afluyendo por las callejas adyacentes a aquella calle inhóspita con sus bloques abandonados y su edificio en construcción. En aquella ciudad, a cualquier hora del día o de la noche había gente despierta. Genero pensó que se trataba de una conspiración, todos despiertos de día y de noche. Los cuatro agentes, que habían acudido en dos coches patrulla a la llamada de Carella, levantaban barricadas trabajosamente e intentaban contener a la concurrencia. Alguno de los presentes creyó que la chica colgada no era de verdad. Comentó que debía ser un muñeco o algo así. Probablemente estaban rodando una película. O un programa de televisión. En aquella ciudad rodaban películas o programas de televisión constantemente. Era una ciudad muy fotogénica. La muchacha seguía girando en el extremo de la cuerda.

—¿Cómo es posible —dijo Monroe— colgar a alguien en medio de la calle sin que nadie te vea?

Carella se hacía esa misma pregunta.

—Puede que se haya colgado ella misma —dijo Monoghan.

—Y entonces ¿dónde está la escalera o lo que sea? —dijo Monroe.

—Aquí en el ochenta y siete —dijo Monoghan— podría ser que se hubiera colgado y que, después, alguien hubiese robado la escalera.

—De lo que no hay ninguna duda es de que está colgada.

Genero seguía atentamente la conversación en tanto Carella se paseaba alrededor de la farola, inspeccionando la acera y la calzada. Genero no sabía qué esperaba encontrar Carella. En el arroyo no había más que la inmundicia de costumbre —colillas, envoltorios de chicle, vasos de papel arrugados y cosas por el estilo. Los desechos de la ciudad.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Monoghan—. ¿Quedarnos aquí de plantón toda la noche hasta que aparezca el forense? —Consultó su reloj de pulsera—. ¿A qué hora has dado parte, Carella?

—A las tres-cero-seis —contestó Carella.

—¿Y cuántos segundos? —preguntó Monroe, echándose Monoghan a reír.

Genero miró la hora en su reloj y dijo:

—Hace doce minutos.

—Y entonces, ¿dónde se ha metido el forense? —dijo Monoghan.

De entre la multitud se adelantó audazmente un hombre, aprovechando que uno de los agentes se había dado la vuelta. Se acercó al grupo de inspectores, reunidos bajo la farola. Por lo visto había sido nombrado portavoz de la concurrencia. Adoptó ese aire respetuoso y formal que afectan la mayor parte de los ciudadanos cuando le piden información a un policía.

—Disculpe, caballero —le dijo a Monoghan—, ¿podría explicarme lo que ha ocurrido aquí?

—¡Piérdase! —le contestó Monoghan cortésmente.

—Vuélvase detrás de la valla —dijo Monroe.

—¿Acaso está muerta esa joven? —insistió el hombre.

—No; está aprendiendo a volar —dijo Monoghan.

—Lleva una cuerda de seguridad y está aprendiendo a volar —añadió Monroe.

—De un momento a otro empezará a sacudir los brazos —dijo Monoghan.

—Vuélvase detrás de la valla y mírela desde allí —dijo Monroe.

El hombre observó el cadáver de la muchacha que giraba al extremo de la soga. No creía que estuviera aprendiendo a volar. No obstante, regresó detrás de la valla y comunicó a los otros lo que acababan de decirle.

—¿Os habíais encontrado alguna vez con un ahorcado? —le preguntó Monoghan a Carella.

—Algunos suicidios —respondió Carella—. Pero como esto, nada.

—Un auténtico ahorcamiento requiere una buena caída —dijo Monroe—. En los suicidios, por lo regular, se suben a una silla, se ponen la soga al cuello y saltan. Pero eso no es ahorcarse, es asfixiarse. Un ahorcamiento requiere una buena caída.

—Y eso ¿por qué? —preguntó Genero. Se le veía interesado. Su madre le había aconsejado que escuchara siempre con atención, porque era así como se aprendía.

—Porque en un auténtico ahorcamiento lo que pasa es que la soga… el nudo de encima…

—Ese es un nudo corredizo normal —dijo Monoghan, levantando la vista.

—Al caer, el nudo baja con fuerza contra la nuca del ahorcado y le rompe el cuello; eso es lo que pasa. Pero se requiere una buena caída, entre un metro y medio y dos metros, sino la víctima simplemente se asfixia. Muchos aficionados intentan ahorcarse y lo único que consiguen es morir ahogados. Si uno quiere matarse, por lo menos que aprenda a hacerlo como Dios manda.

—Yo me ocupé una vez de un suicidio. El fulano se había clavado una navaja en el corazón —dijo Monoghan.

—¿Y qué? —dijo Monroe.

—Nada; sólo era un comentario.

—Sí, se encuentra uno de todo —dijo Genero, haciéndose el entendido.

—Ni que lo digas —comentó Monoghan, asintiendo con gravedad.

—Ahí está el forense —dijo Monroe.

—Ya era hora —dijo Monoghan, mirando de nuevo el reloj.

El ayudante del forense era un tal Paul Blaney. Cuando fue requerido en el lugar del crimen, se hallaba en una velada de póquer. Estaba furioso porque, al sonar el teléfono, tenía un full de reyes y tres. Se había empeñado en acabar la mano antes de irse, y había perdido la apuesta ante un póquer de valets. Blaney era un hombre de escasa estatura, con un descuidado bigote negro, unos ojos que según la luz parecían de color violeta, y una calva que resplandecía bajo el vapor de sodio. Tras un desabrido saludo a los policías, miró a la muchacha.

—¿Qué se supone que he de hacer? —dijo—. ¿Subirme a la farola?

—Ya os había dicho que lo mejor era cortar la cuerda y bajarla —dijo Monoghan.

—Más vale que esperemos a los del laboratorio —dijo Carella.

—¿Para qué?

—Puede que quieran echarle un vistazo a la cuerda.

—¿Te has encontrado algún caso en el que apareciesen huellas digitales en una cuerda? —dijo Monoghan.

—No, pero…

—Pues entonces vamos a cortar la cuerda y la bajamos.

Blaney parecía indeciso. Echó una ojeada al cadáver de la chica. Luego miró a Carella.

—A lo mejor saben qué tipo de nudo es —dijo Carella.

—Es un nudo corredizo —dijo Monoghan—. Eso lo sabe cualquiera. ¿Es que no vas nunca al cine? ¿No ves la televisión?

—Me refiero al del lazo que rodea el poste. El que está atado a la farola. Al otro extremo de la cuerda.

Blaney consultó la hora.

—Yo estaba jugando al póquer —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

La unidad móvil tardó diez minutos más en llegar. Para entonces había en el lugar del crimen otros tres coches patrulla y una ambulancia. Detrás de las vallas se agolpaba aún más gente. Esperaban a que bajasen a la muchacha. Tenían curiosidad por saber si estaba muerta de verdad o si aquello era un rodaje. Ninguno de los presentes había visto hasta ese momento una persona colgada de una farola. La mayoría de ellos no habían visto a una persona colgada de ninguna parte hasta entonces. La muchacha, por su parte, seguía allí colgada. Sin duda parecía real, y también parecía muerta. Los de la UF tomaron fotografías de la muchacha colgada, de la zona circundante a la farola y del lazo sujeto al poste. Los técnicos del laboratorio consultaron brevemente con Carella, y se consideró conveniente conservar el nudo tal como estaba, en vez de desatarlo para descender a la muchacha; tenían interés en examinarlo más detenidamente en el laboratorio. Se decidió, después de todo, que bajarían a la muchacha cortando la cuerda.

Monoghan se paseó con las manos en los bolsillos, asintiendo con jactancia; eso era lo que había él propuesto desde el principio. Para entonces ya había llegado el furgón del Servicio de Emergencia, y un sargento desenganchó una escalera del costado del furgón y preguntó a los técnicos del laboratorio por dónde querían que se cortara la cuerda. Uno de ellos le indicó un punto situado más o menos entre el nudo corredizo que oprimía la cerviz de la muchacha y el lazo que sujetaba la soga al poste. Los agentes del Servicio de Emergencia extendieron una red bajo la muchacha, y el sargento subió a la escalera y cortó la cuerda con una cizalla.

La muchacha cayó en la red.

De la muchedumbre que se agolpaba tras las valla surgió un clamor de entusiasmo.

Blaney examinó a la muchacha, declarándola muerta y arriesgándose a dictaminar que la causa de la muerte —pendiente de autopsia— era la fractura de las vértebras cervicales.

Pasaba de las cuatro de la madrugada cuando la ambulancia se la llevó al depósito de cadáveres del Mercy General Hospital.

La primera vez era siempre la más fácil.

Intervenía fundamentalmente el factor sorpresa; ninguna de aquellas mujeres se había imaginado siquiera que una cosa semejante fuese a ocurrirles a ellas, pese a vivir en una ciudad en la que todo el mundo sabía que era un hecho frecuente. Le bastaba con cogerlas de improviso y enseñarles la navaja para que se pusieran a temblar.

Las veces siguientes, el asunto era más difícil, mucho más difícil.

Se requería una gran paciencia.

Algunas de ellas se quedaban tan asustadas después de la primera vez, y tenían tanto miedo de que pudiera volver a suceder, que ni siquiera se movían de sus apartamentos. Pero pasadas unas semanas, incluso un mes, salían de nuevo, por lo común acompañadas por el marido o un amigo, y jamás de noche; les costaba vencer el miedo a las salidas nocturnas. Convenía tener paciencia.

Y había que controlar el calendario.

Con el tiempo, después de esa primera vez, se recuperaban del trauma, y se arriesgaban a adentrarse de nuevo solas en la noche urbana; y él estaba esperando, naturalmente, estaba esperándolas, y en esta ocasión la sorpresa era mayor si cabe. El rayo no puede caer dos veces, ¿no? Ah, pero sí que puede caer. Y de hecho cae. Y la segunda vez, si le reconocían, como pasaba en algunos casos, le suplicaban que no volviera a hacérselo. Ellas que, si en sus manos estuviera, impondrían su voluntad a todo el mundo, rogándole a él que no les impusiera la suya; qué ironía. Ninguna sabía que él obraba con arreglo al calendario, ni que sus irrupciones obedecían a un cálculo exacto.

Después de la segunda vez quedaban totalmente fuera de sí. Algunas se mudaban a otros barrios, o hasta abandonaban la ciudad. Otras se tomaban unas largas vacaciones. Otras se llevaban un susto de muerte cada vez que sonaba la bocina de un automóvil a tres manzanas de distancia. Empezaban a sentirse víctimas indefensas de algo inexplicablemente perverso que las había elegido como blanco a ellas entre todas las mujeres de la ciudad. Una contrató a un guardaespaldas. Pero las otras, en fin, una ha de sobreponerse, ha de seguir haciendo su vida. Se sale del apartamento de día durante unas horas, sin alejarse mucho de casa, y con el tiempo se alarga el rato de paseo y aumenta el recorrido de las excursiones, y sin darse una cuenta se vuelve a la vida normal, aunque sin perderle el miedo a la noche y acompañándose siempre de amigos o parientes después de ponerse el sol. Hasta que al final, una empieza a sentirse a salvo de nuevo, a pensar que todo ha quedado atrás, y en cuanto se ha salido unas cuantas veces de noche sin sufrir ningún percance, ya parece que aquello es agua pasada, que ocurrió dos veces, sí, pero que difícilmente podría volver a ocurrir. Pero lo que ninguna sabía era que él estaba atento al calendario, y que volvería a ocurrir porque tenía mucha paciencia; disponía de todo el tiempo del mundo.

La tercera vez —una de ellas se había defendido como si la vida le fuese en no volver a ser violada. A aquella había tenido que pincharla. Un corte en la cara y dejó de gritar, rindiéndose a él, sangrando y entre sollozos. La tercera vez— una le había ofrecido una suma exorbitante de dinero sólo para que la dejara en paz. Él le hizo lo que le vino en gana, y al cabo de una semana volvió a por ella, en esta ocasión en su propia casa, sabía que vivía sola, y se lo hizo por cuarta vez; aquella era la única a la que había dado caza cuatro veces. Después de la tercera resultaba casi imposible seguir con el plan, porque comprendían que no habían sido escogidas al azar, tomaban conciencia de que alguien iba expresamente tras ellas, y de que si había ocurrido ya tres veces, bien podía ocurrir cuatro.

O cinco o una docena de veces; no había manera de impedirle que llevara a cabo sus deseos cuando él lo decidiese.

No tenía más que esperar pacientemente.

Permanecer atento al calendario.

Ir marcando los días.

Sólo en una ocasión había alcanzado su propósito a la primera.

Después la había seguido. Sabía adonde iba. Sabía que su objetivo se había cumplido. A partir de ese momento la dejó estar; simplemente la espió, y al cabo de un tiempo tuvo la certeza de que se había visto obligada a hacer precisamente lo que él había planeado que hiciese. Y cuando un mes más tarde la vio, observándola a lo lejos, le invadió una dulce sensación de victoria, y supo que su plan era viable y acertado, y que podía volver a dar buen resultado una y otra vez.

La mujer de esta noche se llamaba Mary Hollings.

Ya la había violado dos veces.

La violó por primera vez en junio. El diez de junio, para más exactitud, la noche de un viernes; tenía la fecha marcada en un calendario. Había ido de compras, y llevaba una bolsa llena de paquetes cuando él la abordó en la acera y la arrastró a un callejón. Le enseñó la navaja, se la puso en la garganta, y ella cedió sin chistar, los paquetes esparcidos por el asfalto junto a la bolsa rota. Aquélla era una de las pocas que se había resistido a dejarse intimidar por la primera experiencia. A la semana siguiente estaba ya en la calle, sola y de noche. Con precaución, claro, pues no era tonta. Pero combatiendo el miedo con un alarde de bravura, haciendo frente a lo ocurrido sin vacilar, no dejándose subyugar, resuelta a seguir viviendo como antes de que él irrumpiera en su vida.

Volvió a violarla el día dieciséis de septiembre, en viernes como la primera vez. También esa fecha la tenía marcada en el calendario. La violó a menos de seis manzanas de donde la había agredido en la primera ocasión. Había ido al cine con una amiga, al primer pase. La sesión había terminado a las nueve y media, diez menos cuarto. Acompañó a su amiga a casa, y emprendía el camino de regreso a su apartamento cuando la abordó. Tampoco en esta ocasión despegó los labios, pero estaba muerta de miedo. Esta vez, cuando él rasgó la braga con la navaja y se lo hizo, estaba temblando.

Del dieciséis de septiembre hacía ya tres semanas.

Durante esas tres semanas la había espiado tanto como le había sido posible. Observó que de día no había ido a ninguna parte sola a menos que la calle estuviese muy concurrida. De noche no salía nunca a no ser en compañía de un hombre o, a veces, de dos. Tan sólo vigilándola, había reparado en que todavía se sobresaltaba fácilmente; incluso protegida por sus acompañantes miraba sin cesar a su alrededor, cruzaba la calle si un hombre se aproximaba, muy precavida, muy cuidadosa, resuelta a evitar que aquello volviera a ocurrirle.

El sábado anterior, la había seguido a la comisaría del centro de la ciudad. Se imaginaba que había ido a informar más detalladamente de lo que ya le había sucedido en dos ocasiones. La siguió al salir y, para su sorpresa, vio que entraba en una armería, le mostraba un papel al dependiente y empezaba a mirar las pistolas que le sacaban de detrás del mostrador. ¡Se había presentado en la comisaría para solicitar un permiso de armas! ¡Había entrado en la tienda para adquirir una pistola! Una vez concluyó la compra, él sonrió. Presintió que pronto volvería a salir a la calle, de noche otra vez, sola otra vez, ahora con una pistola en el bolso, creyéndose a salvo de él.

Pero estaba equivocado.

En la última semana, no había salido para nada de su apartamento. El miedo a la ciudad nocturna era superior a ella, no se atrevería a salir sola, ni siquiera acompañada, ni siquiera con una pistola en el bolso. No estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Los días pasaban en el calendario. La semana corría y el siete de octubre se acercaba a marchas forzadas. Sabía que para llegar de nuevo a ella tendría que penetrar en el apartamento, igual que había hecho con la única a la que había dado caza en cuatro ocasiones.

Ya era siete de octubre; por fin había llegado el día. Una buena hora, pese a que apenas era día siete, las cinco menos cuarto de la mañana. Aquél iba a ser su tercer encuentro. Después, una o dos veces más, y ya la tendría, a menos que decidiese mudarse a la Mongolia.

Hoy, iba a poseerla en su propia cama.