Cuatro
Cuatro
Daniel McLaughlin era un hombrecillo orondo, de unos sesenta años. Vestía unos pantalones oscuros, una vistosa chaqueta de sport, una camisa de color melocotón, una corbata que parecía diseñada por Jackson Pollock (su aire abstracto acentuado por varias manchas de comida), y un veraniego sombrero de paja de ala estrecha, con una pluma a juego con la camisa. Cuando se acercó, con la cara roja y sudada, a los inspectores que le aguardaban ante el portal de la casa, daba la impresión de que le faltaba el resuello. Los inspeccionó fugazmente con sus ojillos marrones, y en el acto apartó la mirada, dirigiéndola a los rebosantes cubos de basura apelotonados junto a la baranda de hierro forjado que rodeaba la zona situada por debajo del nivel de la calle. Pareció complacido al ver que los cubos de basura derramaban toda suerte de desechos sobre la acera.
Jenny les había informado de que Marcia Schaffer y ella se habían trasladado a aquellos apartamentos de renta limitada por las mismas fechas, hacía más de dos años, cuando ambas ingresaron en la Universidad de Ramsey gracias a sendas becas concedidas por méritos deportivos. Antes de eso, Marcia vivía efectivamente en un pueblecito de Kansas, pero no en Buffalo Dung —como Jenny había dicho al principio, cuando las cosas todavía eran alegres y divertidas, y no se habían visto oscurecidas por la noticia de una muerte violenta—, sino en un lugar llamado Manhattan, conocido como la Manzanita. Carella y Hawes se figuraron que realmente existía un sitio llamado Manhattan, Kansas.
Según Jenny, el propietario del edificio —el mismo Daniel McLaughlin que en ese momento admiraba la porquería que se derramaba de los cubos de basura— llevaba un año, o más, empeñado en echar a los inquilinos de la casa para dividir los apartamentos, de superficies enormes para los tiempos que corrían, en unidades más reducidas y aumentar por consiguiente sus ganancias. De momento, no le había acompañado la suerte. Aparte de una anciana que se había mudado a una residencia, los restantes inquilinos se negaban en redondo a abandonar un barrio que se había puesto de moda de la noche a la mañana, porque pagaban alquileres que ya sólo se encontraban en las peores zonas de la ciudad, que eran muchas. En su afán por desalojar a los inquilinos, que a su vez parecían decididos a seguir alojados, McLaughlin había empezado por despedir al portero, asumiendo él a partir de entonces las tareas de control con un estilo sobre manera creativo que había redundado en cortes del suministro de agua a horas extrañas, en cubos de basura sin recoger, y en ausencia de calefacción antes del 15 de octubre, que era la fecha estipulada por la ley en aquella ciudad. Hoy era aún el día 11 de octubre, y estaba por ver si este año la calefacción se encendería con arreglo a la normativa, pese a que de momento la benignidad del clima reducía el hecho a una cuestión meramente formal. Entretanto, allí estaba la basura esparcida por la acera.
—¿Ustedes son los inspectores? —preguntó McLaughlin, subiendo los peldaños de la escalinata.
—¿Señor McLaughlin? —dijo Carella.
—Sí. —No les tendió la mano—. Sepan que no me hace ninguna gracia tener que recorrer todo el camino hasta aquí sólo para entregar una llave.
—No había otra manera de entrar al apartamento —explicó Hawes.
Le habían llamado justo después de almorzar en un fonducho mugriento a la vuelta de la esquina, a pesar de que en el barrio abundaban los buenos restaurantes franceses. Los dos habían comido hamburguesas con patatas fritas, regado todo con Coca-cola. Durante la comida apenas habían hablado, porque Carella se había sumido en la reflexión, pensando que la dieta habitual de un policía en día laborable no era algo que los grandes cocineros europeos fuesen a divulgar en sus países de origen. En ese momento era la una de la tarde, y Daniel McLaughlin se quejaba de haber tenido que recorrer «todo el camino hasta aquí» desde su despacho, a seis calles de distancia.
—Para empezar, no me gusta la idea de que haya muerto —dijo MeLaughlin—. No me importa que el apartamento quede libre, pero seguramente nadie querrá alquilarlo cuando se enteren de que ahí vivía una muerta.
Por lo visto no se había dado cuenta de que Marcia Schaffer estaba vivita y coleando mientras se alojaba en su precioso apartamento.
—Un homicidio puede traer complicaciones —comentó Carella.
—Ya —convino McLaughlin, sin captar la nota sarcástica—. Bueno, aquí tengo la llave, ¿vamos allá? Espero que esto no se prolongue demasiado.
—Un par de horas, quizá —dijo Hawes—. No hace falta que se quede con nosotros. Si nos deja la llave, ya nos encargaremos de hacérsela llegar.
—No lo dudo —dijo MeLaughlin, insinuando la sospecha de que en aquella ciudad todo policía era ladrón—. Vamos, les acompaño arriba.
Le siguieron al interior del edificio.
Nada más entrar al vestíbulo, advirtieron que todo lo que Jenny Compton les había contado era verdad. Uno de los plafones del techo se había desprendido y colgaba de los cables; aparte, no tenía bombilla. Las cerraduras de varios buzones estaban rotas. El panel de vidrio de la puerta interior se había resquebrajado, y el pomo pendía de un solo tornillo. Otras pruebas de los intentos de McLaughlin por menoscabar las condiciones de vida de sus intransigentes inquilinos se dejaban ver en los desgastados y sucios peldaños de la escalera, los inmundos cristales de las ventanas de cada rellano, el precario estado de la baranda y los cables eléctricos que asomaban por doquier. Carella no entendía por qué alguno de los vecinos no presentaba una queja en la Oficina de Defensa del Consumidor. Miró a Hawes, que asintió con expresión lóbrega.
McLaughlin se detuvo ante la puerta del apartamento 3 A, extrajo la llave de un bolsillo, abrió la puerta, y a continuación escrutó a los inspectores, como tratando de discernir la naturaleza de sus personalidades con un par de vistazos.
—Miren, tengo otras cosas que hacer —dijo—. Si les dejo la llave, ¿seguro que me la devolverán?
—Palabra de boy-scout —respondió Hawes, con semblante inexpresivo.
—Me encontrarán en las oficinas de la Inmobiliaria McLaughlin, en Bower Street —dijo McLaughlin, entregándole la llave—. Supongo que ya lo sabían; ahí es donde me han llamado. Quede claro que no me hago responsable de los desperfectos que puedan ustedes ocasionar aquí dentro, en caso de que después venga quejándose la familia de la muchacha.
—Ya llevaremos cuidado —dijo Carella.
—Procuren hacerme llegar la llave.
—Le será devuelta —dijo Hawes.
—Sí; eso espero —dijo MeLaughlin, y se marchó por el corredor meneando la cabeza.
—Qué hombre tan simpático —dijo Carella.
—Encantador —asintió Hawes, entrando en el apartamento.
Como Jenny les había dicho, el apartamento era más amplio que la mayoría de viviendas de los edificios nuevos. La puerta de entrada daba a un espacioso recibidor que conducía a una gran sala de estar. El apartamento parecía aún mayor a causa del escaso mobiliario, circunstancia previsible tratándose de una estudiante becaria. Había un sofá adosado a una pared, flanqueado por dos butacas de baratillo. En la pared adyacente, un desproporcionado ventanal dejaba penetrar raudales de sol en la estancia. Bajo la ventana, se extendía una hilera de macetas. Hawes se acercó a ellas y palpó la tierra; al parecer no habían sido regadas recientemente.
—McLaughlin no debía desear echarla hasta ese extremo, digo yo —comentó.
—Quienquiera que la levantase con aquella cuerda tenía que ser una persona fuerte —dijo Carella, moviendo la cabeza en señal de negación.
—Gordura es sinónimo de debilidad —dijo Hawes.
—¿Tú le has visto pinta de asesino?
—No.
—Aunque me da mala espina.
—Y a mí. Desde luego se ha propuesto firmemente echar a los vecinos.
—Tendríamos que dar parte; hacer venir a alguien. Me fastidia que se salga con la suya impunemente.
—¿Conoces a alguien en la alcaldía?
—Yo no; pero quizá Rollie Chabrier.
—Sí; puede ser.
Hablaban de un ayudante del fiscal con el que habían tratado en algunas ocasiones. Se pasearon por la sala, sin buscar nada en concreto, olfateando el aire, más o menos como animales salvajes al entrar en un territorio desconocido. Técnicamente, aquél no era el lugar del crimen; el lugar del crimen se hallaba en la zona alta de la ciudad, a unos seis kilómetros de allí, donde habían encontrado el cadáver colgado de la farola. Pero el forense había planteado la hipótesis de que el asesinato de Marcia Shaffer debía haberse producido en otra parte, siendo el cadáver transportado posteriormente al sitio donde ellos lo habían descubierto. Estaba dentro de lo posible que hubiera sido asesinada allí, en aquel apartamento, aunque a simple vista no se apreciaban indicios de lucha violenta. No obstante, una pregunta tácita flotaba en la mente de los dos. Por fin, Hawes la formuló.
—¿Crees que deberíamos llamar a los técnicos? ¿Antes de ponerlo todo patas arriba?
Carella consideró la sugerencia.
—No me gustaría tocar algo que después pudiera servir como prueba —dijo Hawes.
—Vale más que les llamemos —convino Carella, dirigiéndose acto seguido al teléfono. Se extendió un pañuelo sobre la palma de la mano antes de coger el auricular. Para marcar el número de la unidad móvil, introdujo la goma del extremo de un lápiz en los orificios del disco.
Los técnicos tardaron unos veinte minutos en llegar. Se quedaron en medio de la sala de estar, simplemente mirando alrededor, igual que habían hecho Carella y Hawes, olfateando el aire, acostumbrándose al espacio. Carella y Hawes no habían tocado nada. Ni siquiera se habían sentado. Permanecían inmóviles, prácticamente en el mismo sitio en el que se encontraban al realizar Carella la llamada.
—¿Somos los primeros en entrar aquí? —preguntó uno de los técnicos. Carella recordó que se llamaba Joe. Joe no-sé-qué.
—Sí —dijo Carella—. Bueno, nosotros llevábamos aquí media hora o algo así.
—Quiero decir aparte de nosotros. De vosotros y de nosotros.
—Así es —dijo Carella.
—¿Habéis tocado algo? —preguntó el otro técnico. Carella no recordaba haberlo visto antes.
—Sólo el pomo exterior.
—Entonces, ¿queréis un trabajo completo? —preguntó el primer técnico—. ¿El polvo? ¿La aspiradora? ¿Un doce-noventa y cinco? —Miró a su compañero con una sonrisa.
—Versión reducida del trece-cincuenta —explicó el compañero, devolviéndole la sonrisa.
—No sabemos si éste es el lugar del crimen —dijo Carella.
—Y entonces ¿qué pintamos aquí nosotros? —dijo el primer técnico.
—Podría serlo —dijo Hawes.
—Siendo así, os recomiendo el servicio económico —sugirió el segundo técnico.
—Un vistazo rápido —dijo el primer técnico—. Superficial, pero completo. —Se llevó un dedo a la nariz, para subrayar ese aspecto.
—Mejor será que les des unos guantes —dijo el segundo técnico.
El primer técnico sacó un par de guantes blancos de algodón y se los ofreció a Carella.
—Por si decidís inspeccionar un poco como buenos inspectores que sois —dijo, guiñándole un ojo a su compañero.
Le entregó otro par de guantes a Hawes y ambos se los pusieron, bajo la mirada de los técnicos.
—¿Me concedéis el primer baile? —dijo el segundo técnico, y después los dos bajaron a la camioneta, a buscar los aparejos que iban a necesitar para trasegar un poco el apartamento.
Carella y Hawes se acercaron a la pared situada enfrente del sofá y contemplaron, sobre la repisa del hogar, varios trofeos que daban fe de los méritos de Marcia Schaffer como corredora de velocidad —una copa de plata, una placa, unas cuantas medallas, todo conseguido con el equipo de atletismo de su instituto—. La inscripción grabada en la placa dejaba constancia de que hacía tres años había batido el récord de Kansas. También había un marco con la fotografía de un hombre y una mujer, probablemente los padres, lo cual le recordó a Carella que aún no había llamado a Manhattan, Kansas. Eso vendría después. No le entusiasmaba en lo más mínimo tener que hacer aquella llamada.
Los técnicos habían regresado. El que, si Carella no recordaba mal, se llamaba Joe, dijo:
—No estaréis trasteando nada, ¿verdad?
El segundo técnico descargó el equipo en el suelo.
—¿Se trata de un homicidio o qué? —preguntó.
—Sí —respondió Carella.
—¿El fiambre ya ha sido examinado? Lo digo por si encontramos alguna huella latente que no corresponda.
—Ya ha sido examinado —dijo Carella.
—¿Alguna señal de allanamiento?
—En apariencia, no.
—¿Dejamos el antepecho de la ventana, entonces?
—Como veáis —dijo Carella.
—Por cierto, ¿qué carajo estamos buscando?
—Indicios de la posible presencia de otra persona.
—Toda la ciudad podría haber pasado por aquí —dijo el primer técnico, sacudiendo la cabeza y poniéndose, no obstante, manos a la obra. El segundo técnico incluso silbaba cuando empezó a espolvorear la repisa de la chimenea en busca de huellas dactilares.
Un vano, sin puerta, daba paso al único dormitorio del apartamento, amplio y ventilado, con el techo alto y unas ventanas, igual de grandes que las de la sala, con vistas a la calle. Contra la pared había una cama, enfrente una cajonera sin barnizar, y en un rincón un escritorio asimismo sin barnizar. De una de las paredes colgaban banderines de la Universidad de Ramsey, amén de una serie de fotografías enmarcadas de Marcia Schaffer en traje de deporte, con un aspecto sano, radiante, pletórico de vida. En una de ellas aparecía con la melena al viento, los brazos y las piernas en posición de carrera, la boca abierta, aspirando, al tiempo que rompía la cinta de la línea de meta. En el respaldo de la silla colocada ante el escritorio había una chaqueta gris de chándal, con el nombre de la universidad en letras moradas en la espalda, y la palabra ATLETISMO en la parte de delante, debajo del emblema del centro. Varios libros abiertos cubrían el escritorio. La maquina de escribir tenía puesta una hoja. Carella le echó un vistazo. Marcia Schaffer estaba preparando un trabajo para la clase de antropología. El hombre camina solo, pensó, porque sólo él camina erguido. Marcia Schaffer jamás volvería a caminar, y menos a correr. La corredora había sido abatida en su vigésimo primer año de vida.
En el armario del dormitorio no encontraron gran variedad de ropa —unos cuantos vestidos y faldas, jerseys en perchas, un anorak de esquí, una gabardina, vaqueros y otros pantalones, un traje de calentamiento con el nombre y el emblema de la universidad—. Registraron los bolsillos de abrigos y chaquetas, los bolsillos de vaqueros y demás pantalones. Nada. Sacudieron los mocasines y los zapatos de tacón, las zapatillas de deporte y las caseras. Nada. Abrieron el altillo del armario. Estaba vacío. Se acercaron a la cómoda, en el otro lado del cuarto, y miraron metódicamente en todos los cajones. Sujetadores y bragas, visos y más jerseys, blusas y medias, calcetines largos y calcetines de deporte. En un rincón del cajón superior encontraron una caja de anticonceptivos.
Después procedieron al registro del escritorio, buscando en vano alguna agenda de citas. Encontraron un cuaderno forrado de piel con nombres, direcciones y teléfonos, seguramente de familiares y amigos. Por lo visto, Marcia Schaffer conocía a mucha gente en la ciudad, pero en su mayoría eran mujeres, y ni Carella ni Hawes creían que una mujer hubiese sido capaz de izar a pulso el cadáver de Marcia en una farola de unos ocho metros de altura. En la sección S del cuaderno, Carella encontró el apellido Schaffer, sin nombre de pila, sin dirección, simplemente un número de teléfono precedido por el código de zona 913. Estaba seguro de que aquél era el código de Manhattan, Kansas. Tendría que llamar a los padres. Pronto. Tendría que comunicarles que su prometedora hija había muerto.
Suspiró con fuerza.
—¿Alguna cosa? —preguntó Hawes. Revolvía el contenido de la papelera contigua al escritorio, examinando trozos de papel arrugado.
—No, no —dijo Carella.
La mayor parte de los papeles del cesto eran anotaciones a mano relacionadas con el trabajo que Marcia Schaffer estaba redactando. Había una lista de la compra. Había una carta empezada y desechada. El encabezamiento decía: Queridos papá y mamá, me duele tener que volver a pediros dinero tan pronto… Había una hoja con una lista de cantidades, unas añadidas, otras tachadas, y otras vueltas a añadir, aparentemente en un intento de cuadrar el balance de cuentas. Había una tarjeta de un establecimiento que repartía pizzas a domicilio. Y nada más.
Entraron al cuarto de baño. Por encima del grifo de la ducha había tendidas varias bragas blancas de algodón. En el lavabo, bajo el espejo, encontraron un paquete abierto de compresas superabsorbentes. Carella no recordaba ninguna referencia a la menstruación en el informe del forense. De pronto se sintió como un intruso. No deseaba entrar en detalles tan personales e íntimos como el período de Marcia Schaffer. Pero la papelera de debajo del lavabo contenía una compresa usada. Abrió el botiquín. Hawes buscaba en el interior del cesto contiguo a la báscula, sacando prendas sucias, examinándolas una por una.
—Aquí hay manchas de sangre —dijo.
—Tenía la menstruación —dijo Carella.
—De todas formas, mejor será que lo comprueben en el laboratorio.
—Sí —dijo Carella.
Hawes amontonó las prendas manchadas. Salió del baño a preguntar a los técnicos sobre la ropa sucia. Le dijeron que la metiera en una funda de almohada. Carella miró en el interior del botiquín. No esperaba encontrar ninguna sustancia controlada, y así fue. Contenía el habitual surtido de medicamentos de venta sin receta, pasta dentífrica, champú, cosméticos, esmalte de uñas, peines, cepillos, vendas adhesivas —probablemente porque, siendo corredora, era propensa a las torceduras y los tirones musculares—, elixir bucal, pasadores, horquillas y cosas por el estilo. J.D. Salinger no hubiera podido sacarle mucho partido al botiquín de Marcia Schaffer. Carella cerró la puerta.
De un gancho asido a la pared pendía una bata.
La descolgó. Era una prenda de invierno, de color azul marino con ribetes blancos en los puños y en el cuello. La etiqueta indicaba que el lugar de adquisición había sido uno de los mayores almacenes de la ciudad. El dato «Lana 100%» venía respaldado por el símbolo universal:
La etiqueta llevaba, además, la letra «G» por «Grande». Carella buscó en los bolsillos. Uno estaba vacío. El otro contenía un paquete casi completo de cigarrillos Marlboro y un encendedor de oro. Carella guardó cada uno de esos objetos en sobres de pruebas separados. Hawes apareció en ese momento provisto de una funda de almohada con un estampado de florcitas azules.
—¿Había tabaco en el bolso? —preguntó Carella.
—¿Cómo?
—En el bolso de la chica. ¿Recuerdas si había tabaco?
—No. Pero ¿cómo iba a haber tabaco? Formaba parte del equipo de atletismo.
—Por eso mismo te lo decía.
—¿Cómo? ¿Qué has encontrado? —preguntó Hawes, empezando a meter la ropa sucia en la funda.
—Un paquete de Marlboro. Y un encendedor Dunhill.
—¿Es una bata de hombre? —preguntó Hawes, levantando la vista.
—Eso parece.
—¿Cuánto medía ella?
—Uno setenta.
Hawes volvió a mirar la bata.
—Suya no podía ser, ¿no crees?
—Es una talla grande —dijo Carella.
—Seguro que en el laboratorio estarán interesados —comentó Hawes, asintiendo.
Los técnicos proseguían con su labor cuando Carella y Hawes regresaron a la sala de estar a devolverles los guantes. El que, según creía recordar Carella, se llamaba Joe guiñó el ojo a su compañero y, haciéndose oír por encima de la aspiradora, dijo:
—¿Hoy sólo media jornada?
—¿Cuánto calculáis que os queda para acabar? —preguntó Carella.
—Las tareas de una mujer no se terminan nunca —dijo el otro técnico.
—¿Podríais cerrar vosotros y devolvernos la llave?
—Devolvérosla, ¿dónde? —dijo el primer técnico.
—En el ochenta y siete. En la parte alta.
—Allá arriba —dijo el segundo técnico, haciendo girar los ojos—. Esta noche tengo una cita. ¿Te responsabilizas tú de la llave, John?
Ah, John, eso es, pensó Carella.
—Maldita la gana que yo tengo de hacerme responsable de una mierda de llave —dijo John.
—Bueno, pues podríais llamar por teléfono cuando consideréis que os queda poco para acabar —dijo Hawes—. Enviaremos un agente a buscarla.
—Vaya, en el ochenta y siete tienen servicio de recogida y todo —dijo John, volviéndole a guiñar el ojo a su compañero.
—¿Cuál es el número? —preguntó el otro técnico.
—El 377-8024 —dijo Hawes.
John desconectó la aspiradora.
—Deja que lo apunte —dijo. Se buscó un lápiz en un bolsillo del guardapolvo. Se palpó los otros bolsillos—. ¿Quién tiene un lápiz? —preguntó.
Hawes estaba ya anotando su apellido y el número de la comisaría en una hoja de su bloc. La arrancó y se la entregó a John.
—Pregunta por cualquiera de nosotros. Hawes o Carella le dijo, y salió del apartamento detrás de Carella.
Cuando el sol se ponía, él salía a correr.
Se había marchado de casa a las cinco y cuarto, y, después de un trayecto de menos de diez minutos en coche, aparcó en Grover Avenue, fuera del parque. A aquella hora del día, apenas se veían madres con cochecitos de niño en el parque, concurrido ahora por jóvenes jugando a pelota, por novios cogidos de la mano, por ancianos sentados en los bancos tratando de leer sus periódicos bajo la tenue luz del crepúsculo. El día anterior, a la misma hora, paseaba por el parque mucha más gente que de costumbre. El día anterior había sido el Día de la Hispanidad, el Día de Colón —o, mejor dicho, el día escogido para la celebración oficial del Día de Colón— y muchas tiendas y despachos no habían abierto.
Le molestaba que la festividad de un hombre famoso no se celebrase cuando correspondía. El Día de Colón era el 12 de octubre, así que ¿por qué lo celebraban dos días antes? Para disfrutar de un largo fin de semana, claro. Él, por su parte, había renunciado a tal ventaja. No tenía que obedecer a nadie, más que a sí mismo, y decidía su propio calendario laboral.
¡Dios, qué día tan precioso!
Las seis menos cuarto y aún había luz suficiente para ver con nitidez todas las curvas y recovecos del camino por el que corría, no comparable a una pista de ceniza, pero más valía eso que nada en aquella ciudad de hormigón y acero. El último domingo de octubre se retrasarían los relojes —en primavera adelante, en otoño atrás, pensó— y a partir de entonces oscurecería alrededor de las cinco, cinco y media, pero entretanto sería posible gozar del menguante resplandor del sol y de un cielo despejado y azul. Le encantaba octubre; le encantaba aquella ciudad en octubre.
Corría a paso uniforme; no había nada que ganar, nadie a quien derrotar, ni siquiera un cronómetro contra el que luchar. Ejercicio, pensó, simplemente ejercicio, un paseo a la carrera en el parque por el mero placer del ejercicio; un corredor anónimo, un hombre alto y delgado con un traje de calentamiento gris sin rótulos, corriendo a un paso tranquilo y regular que calma y reconforta, como la conciencia de lo que había hecho y seguiría haciendo.
Se detuvo cuando llegó a la altura de la comisaría, al otro lado de la calle, visible por encima del muro bajo de piedra que limitaba el parque. Incluso con la escasa luz vespertina leía el número 87, en cifras blancas sobre el fondo verde de las esferas que flanqueaban la escalinata del portal. En ese momento entraban al edificio dos hombres de paisano, sin sombreros ni abrigos —claro que con un día como aquél, ¿quién necesitaba abrigo?—. Sin embargo, siempre se imaginaba a los inspectores de policía con abrigo. Si es que eran realmente inspectores. Acaso fuesen simples ciudadanos que acudían a exponer alguna queja. En aquella ciudad había muchos habitantes, y todos tenían algún motivo de queja.
Se preguntó si habría llegado ya el paquete.
Lo había enviado el sábado. Se desplazó en metro hasta Calm’s Point sólo para dejar el paquete en un buzón del barrio. Se había cerciorado de que el paquete fuera suficientemente plano para meterlo por la boca de un buzón. Antes lo había pesado en casa, asegurándose de que el franqueo era correcto. No quería que el envío del paquete se malograra por falta de sellos. No había forma de devolvérselo, porque no llevaba remite. Por eso no lo había mandado mediante la oficina de correos. Prefería no arriesgarse a que un empleado estúpido le saliera con que el paquete no era admisible sin remite. No conocía cuáles eran exactamente las normas, pero no iba a correr el riesgo de enzarzarse en una discusión. Dejándolo en un buzón, el recogedor del correo no le daría importancia, pensando que si el franqueo era suficiente, algún cartero intentaría entregarlo. Además, los encargados de vaciar los buzones ni siquiera debían fijarse en lo que se llevaban. En una oficina de correos la cosa cambiaba. El empleado podía reparar en que no había remite e indicárselo, aun cuando no fuese contra el reglamento. Este paquete no lleva remite, ¿ya lo sabe? Tener que explicar que se trataba de una sorpresa, o algo así, era meterse en demasiadas complicaciones. Cabía la posibilidad de que después se acordasen de él. Y como era muy plano, entraba en el buzón. De momento, prefería que nadie le recordase. Ya habría tiempo más adelante para hacerse recordar.
El día anterior, las oficinas de correos no habían abierto; no se había hecho reparto en ningún punto de la ciudad. Tenía, pues, la certeza de que el paquete no había sido entregado antes de hoy. Pero hoy —a no ser que se hubiese amontonado el correo a causa de la fiesta— sí; hoy sí debían haberlo entregado.
Le hubiera gustado ver cómo reaccionaban.
Recibir el bolso por correo de aquella manera.
Sonrió, imaginándose la expresión de sus caras.
Quizá la próxima vez dejaría la documentación en el lugar mismo. De ese modo les facilitaría un poco las cosas. Conocerían la identidad de la víctima en el acto. Dejaría la documentación en la calle, bajo la farola. Tampoco quería simplificarles demasiado la tarea, naturalmente; por lo menos hasta que el asunto cobrara magnitud. Los periódicos del viernes mencionaban a la chica asesinada muy de pasada. En la prensa matutina ni la nombraban, y en el diario sensacionalista vespertino no aparecía en los titulares de la primera plana. ¡Una historia como aquélla, una joven colgada de una farola, y el artículo venía en la página ocho! Cuando se repitiera otra vez, comprenderían que había relación. La poli también se daría cuenta, a menos que fuesen todavía más ineptos de lo que él creía. La próxima vez conseguiría, sin duda, titulares.
Volvió a mirar la comisaría del otro lado de la calle, y luego se puso de nuevo a correr, sonriendo.
Pronto, pensó.
Pronto iban a enterarse de quién era él.
Las dos mujeres se estudiaban mutuamente.
Annie Rawles había oído decir que Eileen Burke era la mejor gancho de las Fuerzas Especiales. Eileen Burke, por su parte, había oído decir que Annie Rawles era una mujer dura de la Brigada de Violaciones que, cuando aún prestaba servicio en Robos, había abatido a tiros a dos atracadores que pretendían robar en un banco en el centro de la ciudad. Annie se hallaba ante una mujer de metro setenta y cinco de estatura, con la piernas largas, bien dotada de pecho, de cadera ancha, pelirroja, y con los ojos verdes. Eileen se hallaba ante una mujer de ojos color tierra, con unas gafas que le daban un aire de intelectual, con el cabello del color de la noche, peinada con raya, de pechos firmes y pequeños, y el cuerpo recto, casi masculino. Ambas tenían una edad aproximada, calculó Eileen, año más, año menos. Eileen no salía de su asombro al pensar que una persona con aquel aspecto de contable hubiera sido capaz de echar mano de su revólver reglamentario y disparar contra dos matones desesperados ante la perspectiva de veinte años de cárcel.
—¿Qué te parece? —preguntó Annie.
—¿Decías que éste no es el único caso con reiteración? —dijo Eileen.
Ambas seguían calibrándose. Eileen supuso que no tenía alternativa. Si Annie Rawles la había seleccionado, y su teniente le había asignado el trabajo, no había nada que hacer, los dos ostentaban rangos superiores al suyo. Con todo, le gustaba saber con quién iba a colaborar. Annie se preguntaba si Eileen realmente desempeñaría su labor tan bien como decían. Para gancho tenía una presencia demasiado llamativa. Se pondrá a contonearse por una calle con unos zapatos de tacón y con semejantes pechos en pleno balanceo, pensó, y los violadores, oliéndose la treta en el acto, saldrán de estampida y no volverán a dar señales de vida. En esta ocasión se enfrentaban a un violador muy especial, y Annie no quería que una aficionada lo echara todo a perder.
—Hay tres mujeres que declaran haber sido violadas más de una vez por ese mismo individuo. La descripción concuerda en todos los casos —dijo Annie—. Y puede que haya más; aún no hemos llevado a cabo un análisis comparativo del modus operandi.
—¿Cuándo se hará? —preguntó Eileen. Le gustaba conocer a la persona con la que iba a trabajar, conocer su eficiencia. No iba a ser Annie Rawles, sino ella, la que se jugara el pellejo en la calle.
—Ya estamos en ello —dijo Annie. Le había gustado la pregunta de la otra mujer. Era consciente de que le estaba pidiendo a Eileen que aceptara una situación arriesgada. Aquel hombre ya había herido con arma blanca a una de las víctimas, dejándole una cicatriz en la cara. Aunque ésos eran los gajes del oficio. Si Eileen no se sentía a gusto en las Fuerzas Especiales, que pidiera el traslado a otro cuerpo. Annie ignoraba que Eileen ya se había planteado esa posibilidad, pero no por las razones que Annie podía imaginarse.
—¿Va a ser por toda la ciudad, o en alguna zona en concreto? —preguntó Eileen.
—En cualquier sitio, y a cualquier hora.
—Yo no puedo desdoblarme —dijo Eileen.
—Habrá más ganchos. Pero lo que tengo pensado para ti…
—¿Cuántos?
—Seis, si es posible.
—¿Incluida yo?
—Sí.
—¿Quiénes son las otras?
—Tengo los nombres aquí, si quieres verlos —dijo Annie, tendiéndole una hoja mecanografiada.
Eileen leyó con atención. Conocía a todas las mujeres de la lista. La mayor parte sabían hacer su trabajo. A excepción de una. Se abstuvo de hacer comentarios al respecto; no había razón para desacreditar a nadie.
—Ajá —dijo.
—¿Estás conforme con la selección?
—Sí. —Titubeó—. A Connie le haría falta un poco más de experiencia —dijo diplomáticamente—. Quizá convendría reservarla para algo no tan delicado. Es buena policía, pero el fulano ese lleva una navaja, según dices…
—Y ya la ha usado —dijo Annie.
—Si, razón de más para que reserves a Connie para cosas menos delicadas. —Las dos entendían el eufemismo. «Menos delicadas» significaba «menos peligrosas». Nadie tenía interés en que una mujer policía saliera herida por su propia ineptitud para desenvolverse en una situación como aquella.
—¿Cuáles son los márgenes de edad? —preguntó Eileen—. Me refiero a las víctimas.
—Las tres que sabemos casi con certeza… un momento, que lo consulte. —Annie cogió otra hoja mecanografiada—. Una tiene cuarenta y seis años. Otra, veintiocho. Y esta última, Mary Hollings, la de la noche del sábado pasado, tiene… treinta y siete. Ya la ha violado tres veces.
—¿Y siempre ha sido el mismo, decías? ¿Estás segura de eso?
—Las descripciones coinciden.
—¿Qué aspecto tiene?
—Pasa de los treinta, pelo negro, ojos azules…
—¿Blanco?
—Blanco. Un metro ochenta de estatura aproximadamente… bueno, a ese respecto no hay completo acuerdo. Oscila entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta y cinco. Unos ochenta kilos, musculoso, muy fuerte.
—¿Lo identifica alguna marca? ¿Cicatrices? ¿Tatuajes?
—Según las víctimas, ninguna.
—El mismo todas las veces —dijo Eileen, como en un intento de conferirle credibilidad a la frase a fuerza de repetirla—. Es poco corriente, ¿no? ¿Uno que vuelve sobre la misma víctima?
—Muy poco corriente, en efecto —dijo Annie—. Es por eso que he pensado…
—Los violadores, por lo regular…
—Ya lo sé.
—Les da igual quién caiga; no tiene nada que ver con el deseo.
—Ya lo sé.
—Por la manera de obrar, se diría que tiene sus preferidas o algo así. Y eso no coincide con la psicología habitual en estos casos.
—Ya lo sé.
—¿Y cuál es el plan? ¿Proteger a las víctimas o recorrer sus barrios?
—Estamos casi seguros de que no escoge sus víctimas al azar —dijo Annie—. Por eso me gustaría que tú…
—Recorrer las calles queda descartado, ¿no?
Annie movió la cabeza en señal de afirmación.
—La última… Mary Hollings… es pelirroja.
—Ah —dijo Eileen—, ya veo; entendido.
—De tu misma estatura, más o menos —dijo Annie—. Un poco más baja. ¿Cuánto mides? ¿Uno setenta y cinco, setenta y siete?
—Ojalá —dijo Eileen, sonriendo—. Uno setenta y tres.
—Ella mide uno sesenta y ocho.
—¿Y tiene mi misma constitución?
—Es tirando a pechugona, diría yo.
—A bovina, diría yo, más bien —rectificó Eileen, sonriendo.
—No exageremos —dijo Annie, devolviéndole la sonrisa.
—Así que quieres que haga de Mary Hollings, ¿no?
—Si te parece que puedes dar el pego.
—Tú la conoces; yo aún no —dijo Eileen.
—El parecido es suficiente —dijo Annie—. De cerca se dará cuenta al instante. Pero entonces ya será demasiado tarde.
—¿Dónde vive esta mujer? —preguntó Eileen.
—En Crescent Laramie, 1840.
—¿En el distrito ochenta y siete?
—Sí.
—Yo tengo un amigo en la comisaría de ese distrito —dijo Eileen.
Otra vez el amigo, pensó Annie. Su amante. El rubio que había en la sala de inspectores. ¿King, se llamaba? ¿Herb Ring?
—¿Y trabaja? —preguntó Eileen—. Porque si maneja un ordenador o algo así…
—Está divorciada; vive de la pensión que le pasa su exmarido.
—Afortunada ella —dijo Eileen—. Me convendría conocer mi rutina diaria…
—De eso te informará ella personalmente —dijo Annie.
—¿Dónde la esconderemos, mientras tanto?
—Se marchará a California pasado mañana. Allí tiene una hermana.
—Habría que proporcionarle una peluca, por si el violador está vigilando el apartamento cuando se marche.
—Así lo haremos.
—¿Y los otros vecinos de la casa? ¿No se darán cuenta de que no soy…?
—Habíamos pensado que podrías presentarte como la hermana. Dudo mucho que ese individuo vaya a hablar con los vecinos.
—¿Hay algún tipo de medida de seguridad en el edificio?
—No.
—¿Y mozo de ascensor?
—No.
—Así que todo queda entre yo y ellos. Los vecinos, quiero decir.
—Y él —dijo Annie.
—¿Y en cuánto a sus amigos y demás? ¿En cuánto a asociaciones u otros sitios donde la conozcan?
—Les dirá a todos sus amigos que sale de la ciudad. Si llama alguien cuando estés en el apartamento, dices que eres la hermana.
—¿Y si llama él?
—Hasta ahora no lo ha hecho, y no creemos que vaya a hacerlo. No es de los que se ponen a jadear por teléfono.
—Otro tipo de psicología —dijo Eileen, asintiendo.
—Hemos pensado que podrías ir a los mismos sitios que ella acostumbraba a ir; es improbable que te siga al interior de recintos cerrados. Entras, te quedas un rato, te haces la manicura, o lo que tú quieras, y sales otra vez. Afuera, él volverá a seguirte el rastro. En teoría, ha de salir bien. Espero.
—Nunca me había encontrado con un caso de estas características.
—Ni yo.
—Necesitaría el informe del análisis comparativo —dijo Eileen—. Sobre Mary Hollings y las otras dos víctimas.
—Estamos en ello. Hasta ahora no habíamos advertido la relación. Quiero decir…
Eileen detectó una grieta en el barniz de dureza.
—Es sólo que…
Annie volvió a titubear.
—Los otros dos casos… uno es en Riverhead, el otro en Calm’s Point; ésta es una ciudad grande. No me di cuenta hasta el sábado pasado, después de hablar con Mary Hollings… Quiero decir que había pasado inadvertido. El hecho de que se trataba de violaciones consecutivas. De que ha estado agrediendo a las mismas mujeres más de una vez. Me ha cogido de sorpresa. Ahora que nos consta que existe relación, estamos estudiando las semejanzas entre los casos de esas tres víctimas que sin duda fueron atacadas por el mismo individuo. Para ver si encontramos algún rasgo común a las tres que pudiera aclararnos por qué han sido elegidas. Es un punto de partida.
—¿Habéis recurrido al ordenador?
—Sí. Y no sólo para estas tres —dijo Annie, afirmando con la cabeza—. Estamos comprobando todas las violaciones denunciadas desde principios de año. Caso que aparezca alguna otra víctima violada consecutivamente…
—¿Cuándo dispondré del informe? —preguntó Eileen.
—En cuanto esté listo.
—¿Y eso cuándo será?
—Ya sé que eres tú quien se la juega —dijo Annie en voz baja.
Eileen permaneció callada.
—Ya sé que lleva un cuchillo —dijo Annie.
Eileen siguió callada.
—No te obligaría a correr más riesgos de los que yo misma correría —dijo Annie, y Eileen pensó en lo que debía ser hacer frente a dos atracadores armados en el vestíbulo de mármol de un banco en el centro de la ciudad.
—¿Cuándo empiezo? —preguntó.