Once

Once

Aún llovía cuando el representante de la fiscalía se presentó en la comisaría del distrito ochenta y siete. Eran las seis de la mañana siguiente cuando llegó, y para entonces Ollie y Carella ya habían registrado —esta vez provistos de una orden judicial— el domicilio de Henry Lytell, en el 843 de Holmes Street. Varios de los objetos hallados en el apartamento estaban sobre el escritorio del teniente Byrnes cuando llegó el ayudante del fiscal. Una taquígrafa hizo constar la presencia del teniente Byrnes, de los inspectores Carella y Weeks, y del ayudante del fiscal Ralph Jenkins. La taquígrafa dejó constancia asimismo de la fecha, viernes, 21 de octubre, y de la hora en que tuvo lugar el interrogatorio, las seis y cinco de la mañana. Jenkins le leyó a Lytell sus derechos. Lytell manifestó que los había entendido y que no deseaba la presencia de su abogado durante el interrogatorio. Jenkins procedió con las preguntas.

P: ¿Nombre y apellidos, por favor?

R: Henry Lewis Lytell.

P: ¿Y su dirección, señor Ly…?

R: Probablemente me conocerán ustedes como Relámpago Lytell. Así es como me llamaban los periodistas. Hace años.

P: Sí. Por favor, señor Lytell, ¿podría decirme su dirección?

R: Holmes Street, 843.

P: ¿De aquí de Isola?

R: Sí.

P: ¿Tiene usted empleo, señor Lytell?

R: Sí.

P: ¿En qué trabaja?

R: Ha de quedar claro que soy corredor. Es decir, eso es lo que soy. Lo que hago para ganarme la vida no tiene nada que ver con lo que soy realmente.

P: ¿Y de qué vive, señor Lytell?

R: Soy investigador.

P: ¿Al servicio de quién? ¿Qué investiga?

R: Soy investigador por cuenta propia. Mis clientes son agencias de publicidad, escritores, cualquiera que necesite información sobre alguna materia o materias en particular.

P: ¿Y dónde se encuentra su domicilio profesional?

R: En casa. Trabajo en mi apartamento.

P: ¿Fija usted sus propios horarios, señor Lytell?

R: Sí. Ésa es la única ventaja del trabajo, la libertad de que dispongo. Para hacer otras cosas. Procuro correr todos los días durante al menos…

P: Señor Lytell, ¿puede decirme dónde se hallaba y qué hacía la noche del seis de octubre? Eso fue la noche del jueves de hace dos semanas.

R: Sí. Estuve con una corredora de la Universidad de Ramsey. Una chica del equipo de atletismo.

P: El nombre de esa chica, por favor.

R: Marcia Schaffer.

P: Cuando dice que estuvo con ella…

R: Primero estuve con ella en su apartamento, donde me presenté como Corey McIntyre de la revista Sports USA. Después…

P: ¿Le dijo usted a la señorita Schaffer que se llamaba Corey McIntyre?

R: Sí.

P: ¿De dónde sacó ese nombre?

R: De la cabecera de la revista.

P: ¿Y la señorita Schaffer no puso en duda que representase usted a la revista?

R: Me identifiqué mediante un carné.

P: ¿Dónde consiguió ese carné?

R: Lo hice yo mismo. Antes trabajaba en una agencia de publicidad. De eso hace ocho o nueve años, cuando empezó a decaer mi popularidad. Aprendí mucho en el departamento artístico; sé cómo se hacen esas cosas.

P: ¿Qué cosas?

R: Pues, por ejemplo, un carné que parezca auténtico. O plastificarlo.

P: ¿Trabajaba usted en el departamento artístico de una agencia de publicidad?

R: No, no. Pero conocía a los directores artísticos. Pasaba mucho tiempo con ellos. Trabajaba directamente con uno de los ayudantes de creación. Proyectando campañas relacionadas con el deporte. De hecho, por eso me contrataron. Por mi experiencia deportiva.

P: Por tanto, si no he entendido mal, hace ocho o nueve años trabajaba usted en una agencia de publicidad…

R: Así es.

P: ¿Cuándo empezó a investigar de manera independiente, señor Lytell?

R: Hace tres años.

P: ¿Y ése ha sido su trabajo desde entonces?

R: Lo que yo realmente hago es correr.

P: Sí, pero para ganarse la vida…

R: Sí; hago trabajos de investigación.

P: Volviendo a la noche del seis de octubre. Fue usted al apartamento de Marcia Schaffer y se presentó como empleado de Sports USA

R: Como reportero de Sports USA.

P: Como reportero, sí. ¿Y qué más pasó?

R: Le expliqué que estábamos preparando un artículo sobre jóvenes corredoras con futuro.

P: ¿Y ella le creyó?

R: Bueno, yo sé perfectamente lo que es correr, no en balde soy corredor. De manera que, naturalmente, sabía lo que me decía. Y sí, me creyó.

P: ¿Y qué pasó después?

R: La invité a cenar. Para hacerle mientras tanto la entrevista.

P: ¿Y cenó usted realmente con Marcia Schaffer esa noche?

R: Sí. En una marisquería cerca de su apartamento. En aquel barrio hay muchos restaurantes buenos, así que escogimos uno al azar.

P: ¿Y eso a qué hora ocurrió, señor Lytell?

R: A media tarde. A las seis, creo.

P: ¿La llevó a cenar a las seis?

R: Sí. Para poderle hacer la entrevista. La idea de la entrevista la entusiasmó.

P: ¿Qué ocurrió después?

R: ¿Qué quiere que diga?

P: Lo que usted desee. Dígame qué ocurrió después de la cena.

R: La maté. Ya se lo he dicho a esos inspectores.

P: ¿Dónde la mató?

R: En mi apartamento. Le dije que deseaba continuar la entrevista, y le propuse que la termináramos en mi apartamento tomando un coñac. Ella me contestó que no quería coñac… estaba en período de entrenamiento, ya sabe, y los corredores llevan un régimen de entrenamiento muy severo… pero que si tenía una Coca-Cola o algo así, ya valía.

P: ¿A qué hora fueron a su apartamento?

R: A las siete y media.

P: Y después ¿qué pasó?

R: Ella estaba… Creo que estaba mirando un cuadro que tengo colgado en la sala de estar, un cuadro de un corredor… y me acerqué por detrás y le apliqué un nelson completo. Había practicado la lucha libre antes de interesarme por el atletismo. No tiene comparación lo uno con lo otro, desde luego. La lucha es una forma muy pegajosa de combate cuerpo a cuerpo, mientras que correr…

P: ¿La mató con un nelson completo?

R: Sí. Para romperle el cuello.

P: ¿Y eso a qué hora fue, señor Lytell?

R: Poco después de las ocho, me parece.

P: Teniente Byrnes, según el dictamen del forense acerca del intervalo post mortem, la muerte aconteció aproximadamente a las siete de la tarde, ¿no es así?

R: (Byrnes) Sí, señor.

P: Señor Lytell, ¿qué hizo usted entonces?

R: Me puse a ver la televisión.

P: Se…

R: Quería esperar a que las calles estuvieran vacías para bajarla al coche. La cuerda ya estaba en el portaequipajes, la había dejado allí un rato antes, aquel mismo día.

P: ¿Durante cuánto tiempo vio la televisión?

R: Hasta las dos de la madrugada.

P: ¿Y después?

R: La bajé al coche. Antes me asomé a la ventana e inspeccioné la calle, el cuarto de estar de mi apartamento da a la calle. No vi a nadie cerca, de manera que la bajé, y la dejé en el asiento delantero. Parecía que estaba dormida. Quiero decir allí sentada en el coche.

P: ¿Qué hizo después?

R: La traje aquí.

P: Cuando dice aquí…

R: A este barrio.

P: ¿Por qué aquí?

R: No lo escogí expresamente. Encontré aquella calle con una obra a un lado y una hilera de edificios abandonados enfrente, y me pareció buen sitio.

P: Buen sitio ¿para qué?

R: Para colgarla.

P: ¿Por qué la colgó, señor Lytell?

R: Me pareció una buena idea.

P: Una buena idea ¿para qué?

R: Simplemente una buena idea.

P: Señor Lytell… ¿también mató usted a una joven llamada Nancy Annunziato?

R: Sí.

P: ¿Podría darme los detalles?

R: Fue igual que con la primera. Le dije que trabajaba para Sports USA, la invité a cenar…

P: ¿Eso cuándo fue, señor Lytell?

R: La noche del trece de octubre. Nos encontramos a la hora de la cena en Marino, un restaurante del centro, muy agradable. Ella vivía en Calm’s Point, y accedió a reunirse conmigo en el restaurante. Alrededor de las ocho. Hice la reserva para las ocho. La entrevista nos ocupó toda la cena, y luego fuimos a mi apartamento, igual que con la primera, igual que con la Schaffer. Hablamos durante otro rato, una buena conversadora, Nancy, y después… bueno… ya sabe.

P: La mató.

R: Sí. Volví a usar un nelson completo.

P: ¿A qué hora fue?

R: Diez y media, once.

P: Teniente Byrnes, ¿coincide eso con el dictamen del forense?

R: (Byrnes) Sí, señor.

P: ¿Qué hizo después, señor Lytell?

R: Lo mismo que con la otra. La bajé al coche, busqué un sitio desierto donde colgarla. No quería volver a hacerlo aquí. Ya había intentado ayudar a los inspectores de este…

P: ¿Ayudarles?

R: Sí. Enviándoles el bolso de Marcia. Aunque antes saqué las llaves. Me deshice de las llaves del apartamento.

P: ¿Y por qué lo hizo?

R: Para ayudarles.

P: ¿Para ayudarles a qué?

R: Pues, simplemente para ayudarles.

P: ¿Pensó que deshaciéndose de las llaves les ayudaría…?

R: No, no; eso lo hice para no ponérselo demasiado fácil. Me refiero a lo de enviarles el bolso. Para que la identificasen, ¿entiende?

P: ¿Por qué quería ayudarles?

R: Bueno, yo simplemente les ayudé. Pero me dio la impresión… no se ofendan, señores… me dio la impresión de que actuaban con demasiada lentitud, ¿me entiende? Por eso preferí no colgar aquí a Nancy, e ir a probar suerte a otro distrito.

P: Teniente Byrnes, ¿dónde fue hallada la segunda víctima?

R: (Byrnes) Al oeste de Riverhead, señor. En el distrito ciento uno.

P: ¿Fue allí donde llevó a Nancy Annunziato, señor Lytell?

R: Creo que sí. Es decir, no sé el número del distrito, pero era en Riverhead, donde todo son edificios abandonados. En esa parte de Riverhead.

P: Riverhead oeste.

R: Sí, así se llama, creo.

P: Señor Lytell, ¿colgó usted el cadáver de Nancy Annunziato de una farola en Riverhead oeste?

R: Sí.

P: ¿A qué hora?

R: En plena noche.

P: ¿No puede darnos una hora aproximada?

R: ¿A las tres de la madrugada? Calculo que debió ser hacia esa hora.

P: Teniente Byrnes, ¿sabe a qué hora se notificó el hallazgo a la comisaría del ciento uno?

R: (Byrnes) ¿Steve?

R: (Carella) El inspector Broughan registró la llamada a las seis horas cuatro minutos de la madrugada.

R: (Lytell) Dejé su cartera bajo la farola.

P: ¿Por qué lo hizo?

R: Pues ya sabe, para ayudarles. Esperaba que los polis de allí fuesen un poco más agudos que los de este distrito… discúlpenme.

P: ¿Para qué quería que los polis fuesen más agudos?

R: Bueno, está claro.

P: No, no lo está. ¿Puede explicármelo?

R: Para ayudarles un poco, ya sabe.

P: ¿Por qué sonríe, señor Lytell?

R: No lo sé.

P: ¿Se da cuenta de que está sonriendo?

R: Es posible que esté sonriendo.

P: Hábleme de Darcy Welles. ¿A ella también la mató?

R: Sí.

P:¿Cuándo?

R: El miércoles por la noche.

P: ¿Diecinueve de octubre?

R: Posiblemente.

P: Aquí tiene un calendario, y éste es el miércoles. ¿Cayó en diecinueve de octubre?

R: Sí, en diecinueve de octubre.

P: Cuénteme lo que pasó.

R: Oiga, por mí podemos seguir toda la noche con esto, pero lo verdaderamente importante…

P: Sí, ¿qué es lo importante, señor Lytell?

R: A ésa la maté igual que a las otras, ¿vale? Exactamente igual. El restaurante, la entrevista… bueno, no exactamente. A Darcy no la llevé a mi apartamento. Eso empezaba a preocuparme; temía que alguien pudiera verme…

P: Pero antes ha declarado que deseaba ayudar a la policía, deseaba ayudar a la policía a…

R: Bueno, sí. Pero no quería que mis vecinos fueran a pensar que me dedicaba a molestar a chicas jóvenes o algo así. Por eso la llevé a un parque de la parte alta, el parque de Bridge Street.

P: ¿Y la mató allí?

R: Sí.

P: ¿También practicándole un nelson completo?

R: Sí.

P: Y después, señor Lytell, ¿adónde la llevó?

R: A Diamondback. Y he de reconocer que allí pasé miedo. No hay más que negros, ¿sabía? Pero salió todo bien. No tuve ningún problema para colgarla de la farola.

P: ¿Qué hora era, señor Lytell?

R: Pues no lo sé. ¿Las once menos veinte, o menos cuarto?

P: Señor Lytell, ¿ha intentado matar esta noche a una joven llamada Luella Scott?

R: Sí. He intentado matarla.

P: De haber conseguido su propósito, ¿también la habría colgado?

R: Sí, ése era el plan.

P: ¿Por qué?

R: No entiendo la pregunta.

P: ¿Por qué colgó a esas jóvenes? ¿Con qué finalidad?

R: Para que se las viera bien.

P: ¿Para que se las viera?

R: Para llamar la atención.

P: ¿Y para qué quería llamar la atención sobre ellas?

R: Bueno, ya sabe.

P: No, no sé.

R: Para que todos se dieran cuenta.

P: ¿Cuenta de qué?

R: Pues… con respecto a ellas.

P: ¿Con respecto a ellas qué?

R: Que habían sido asesinadas por la misma persona.

P: Usted.

R: Sí.

P: ¿Pretendía que todo el mundo supiera que usted las había asesinado?

R: No, no.

P: Entonces ¿qué es lo que quería que los demás supiéramos?

R: ¡No sé qué quería que los demás supieran, no lo sé!

P: Señor Lytell, mi intención es llegar a entender…

R: Pero ¿qué es lo que no entiende? Ya se lo he dicho…

P: Sí, pero colgar a esas chicas…

R: Ésa era la idea.

P: ¿Cuál era la idea?

R: En serio, ya no sé cómo explicárselo más claramente.

P: Ha dicho que las colgó para llamar la atención sobre ellas…

R: Sí.

P:… para que todo el mundo se diera cuenta de que las había asesinado la misma persona.

R: Sí.

P: ¿Por qué, señor Lytell?

R: ¿Hemos terminado o qué? Porque si hemos…

P: Ya le hemos dicho al principio que puede usted dar por concluido el interrogatorio cuando guste. Basta con que nos diga que no desea contestar a ninguna otra pregunta.

R: No me importa contestar a sus preguntas. Lo que pasa es que no me está haciendo las preguntas adecuadas.

P: ¿Y qué desea que le pregunte, señor Lytell?

R: ¿Qué me dice del oro que hay ahí encima? ¿Eso no le interesa?

P: Al decir oro, ¿se refiere a las medallas que los inspectores Weeks y Carella han encontrado en su apartamento?

R: No sé quién las ha encontrado.

P: Pero son de usted, ¿verdad?

R: ¿De quién iban a ser, si no?

P: Son medallas olímpicas, ¿no es así?

R: Son medallas olímpicas de oro. Señor mío, eso que está mirando no es bronce precisamente.

P: ¿Ganó usted esas medallas, señor Lytell?

R: Por favor, no me haga reír. ¿Es que usted vivía en Marte?

P: ¿Haga el favor de explicarse?

R: ¿Cuántos años tiene?

P: Treinta y siete.

R: ¿Y dónde estaba hace quince años? Tenía veintidós, ¿me equivoco? ¿No veía la televisión? ¿No se enteraba de lo que pasaba en el mundo?

P: Ganó usted esas medallas hace quince años, ¿es eso lo que quiere decir?

R: ¡Ya ven, tres medallas de oro y él como si nada!

P: No soy aficionado al deporte, señor Lytell. Quizá usted pueda ilustrarme un poco más al respecto.

R: Naturalmente, ésa es la clave del problema. La gente se olvida de las cosas, he ahí la cuestión. Tres medallas de oro… por favor, hasta salí en el programa de Johny Carson. Relámpago Lytell, dijo en la presentación, Relámpago Lytell. Así es como me llamaban. Me apodaron así los corresponsales de los juegos. Aparecí en la portada de todas las revistas deportivas importantes de este país. Me paraban por la calle en todas partes: «¡Eh, Relámpago!». «¿Qué hay, Relámpago?». ¡Era famoso!

»En el programa, Johny y yo simulamos una carrera, una carrera corta por el plato, claro, y Johny hizo aquella famosa escena suya, deben conocer la escena, la escena de Johny. Yo llevaba ya recorrido medio plato, y él aún no había oído el disparo de salida. El tiempo de reacción es fundamental, ya lo saben. Jesse Owens era partidario de una posición de salida muy encogida, colocaba el taco delantero a veinte centímetros de la línea, y el trasero doce centímetros más atrás. Hay que instalar los tacos como a uno le venga mejor, es una cosa muy personal. Bobby Morrow, ganador de tres medallas de oro en los juegos de 1956, ponía el taco delantero a cincuenta y dos centímetros de la línea, y el posterior treinta y cinco más atrás. Varía. Armin Hary, el primero que bajó de la barrera de los diez segundos en los cien metros, ponía los tacos a cincuenta y siete y ochenta y dos. Hay que salir de los tacos disparado, ésa es la expresión que se usa siempre en las carreras de velocidad, salir disparado. Salir deprisa no sirve para ganar carreras. Hay que salir a propulsión, como un proyectil tras la percusión.

»Cuando gané el triple oro, hace quince años, sólo tenía veinticuatro años, y salía como un relámpago… en fin, de ahí me viene el apodo. Relámpago. ¿Hablábamos de salir disparado? Lo mío sí que eran salidas, como una exhalación salía, bum y adiós a los tacos. ¡Y ya no había quien me parase! Bueno, ahí está la prueba, ¡tres medallas de oro! ¡Los cien, los doscientos, y los relevos! Yo era el cuarto relevo. En la entrega, íbamos cinco metros por detrás de Italia, ¡y corriendo en tercera posición! Jimmy entró muy deprisa, iba ganando terreno, pero yo ya estaba listo para salir disparado en cuanto recibiese el testigo. ¡Bum! ¡Corrí esos últimos cien metros en ocho seis! ¡Increíble! ¡Recuperé toda la distancia perdida y gané sobradamente! En mi época lo gané todo. Gané todo lo habido y por haber. Las pruebas universitarias, los campeonatos amateur y profesional, las olimpiadas. Todo.

»¿Sabe usted lo que significa ser un campeón? ¿Sabe lo que significa ser el mejor en su especialidad? ¿Tiene la más remota idea de lo que eso significa? ¿Concibe mínimamente la euforia de correr para ganar? Cuando sales a la pista no sólo quieres derrotar al rival, quieres asesinarle, ¿entiende lo que le quiero decir? Quieres estamparlo contra el suelo, quieres que se desplome a tus espaldas y eche las tripas, quieres que se dé cuenta de que ha encontrado la horma de su zapato, y de que ha sucumbido, ¡ha perdido! En cuanto te colocas tras la línea de salida, el mundo entero se reduce a la pista, el mundo entero se reduce a esa franja de ceniza o de tierra batida, y mentalmente estás ya recorriéndola como un relámpago, ya antes de salir estás rompiendo la cinta de la meta. Y saltas un poco, palpando con las zapatillas la ceniza o la tierra batida, tap-tap-tap, y oyes el silbato del juez, y sigues con tu bailecito, aspirando grandes bocanadas de oxígeno, y dentro de ti todo sube de temperatura, todo está a punto de romper a hervir, a punto de estallar cuando oyes que llaman a las marcas, y te agazapas en los tacos, esperando a oír el disparo… y ganar el oro.

»Pero la gente se olvida, se olvida de lo que uno ha hecho, de lo que uno ha sido. Tantos anuncios como hice… Dios, me llovía el dinero… todos querían que Relámpago Lytell llevara publicidad de sus productos. Hasta me fichó la William Morris, ¿han oído hablar de la William Morris? Es una agencia de caza de talentos que está en Nueva York y en Los Angeles, tienen sucursales en todo el mundo. ¡Planeaban convertirme en una estrella del cine! Y las cosas iban bien encaminadas, ya lo creo que sí, con la de anuncios que hice. Todo era poner el televisor, y allí estaba yo, en la pantalla, con algún producto en la mano, Relámpago Lytell… “¿Cree que soy rápido? Pues espere a ver lo rápido que esta maquinilla afeitar”… de cualquier tipo, desde zumo de naranja hasta cápsulas vitamínicas, salía constantemente por la tele, todo el mundo conocía mi nombre, Relámpago Lytell. Pero luego… no sé cómo… todo se vino abajo. Ya no hay más ofertas, me dijeron que era un problema de saturación, la gente se había acostumbrado a ver mi cara por televisión. Y de pronto ya no eres una estrella de cine, ya no sirves ni para hacer publicidad, vuelves a ser simplemente Henry Lewis Lytell, y ni Dios te conoce.

»Se olvidan.

»Y uno… uno quiere refrescarles la memoria, ¿entiende lo que quiero decir?

»Uno quiere refrescarles la memoria.

P: ¿Por eso ha cometido usted los asesinatos, señor Lytell? ¿Para refrescarles la memoria?

R: No, no.

P: ¿Por eso colgó a esas tres jóvenes? Para causar sensación y así recor…

R: No, no. Eso, no.

P:… ¿recordarle a la gente que aún sigue usted en el mundo?

R: ¡Soy el ser humano más rápido de la Tierra!

P: ¿Por eso lo hizo?

R: El ser humano más rápido.

Los inspectores le miraban fijamente. Lytell contemplaba las tres medallas de oro que estaban sobre el escritorio del teniente Byrnes. El ayudante del fiscal Jenkins cogió una de las medallas y la observó pensativamente. Cuando volvió a mirar a Lytell, lo encontró totalmente ensimismado, acaso escuchando el sonido lejano de un disparo de salida, el clamor de una multitud en un estadio mientras él corría como una exhalación por la pista.

—¿Desea añadir algo más a su declaración? —preguntó Jenkins.

Lytell movió la cabeza en señal de negación.

—¿Desea modificar o suprimir algo?

Lytell volvió a negar con la cabeza.

—Entonces eso es todo —dijo Jenkins, dirigiéndose a la taquígrafa.

A las once de la mañana, Eileen llamó a Annie Rawles para aconsejarse sobre el procedimiento a seguir aquella noche. ¿Debía quedarse en casa, o debía salir? Aún llovía; acaso la lluvia disuadiese al violador. En opinión de Annie no lo intentaría de nuevo en el apartamento. Sin duda sabía que la última violación había sido denunciada a la policía, y cabía, por tanto, la posibilidad de que el apartamento estuviese vigilado. A juicio de Annie, trataría de agredir a Eileen en la calle si era posible, y sólo se arriesgaría a penetrar en el apartamento en último extremo.

—Así que quieres que salga, ¿eh? —preguntó Eileen—. Con esta lluvia.

—Pues según las previsiones, esta noche arreciará —dijo Annie—. Hasta ahora no ha sido más que una agradable llovizna.

—¿Qué tiene de agradable una llovizna? —dijo Eileen.

—Es mejor que una tormenta, ¿no?

—¿Y va a ser para tanto esta noche? —preguntó Eileen.

—Pues según el parte meteorológico, sí.

—A mí me dan miedo los relámpagos.

—Ponte zapatos de suela de goma.

—Buena idea. ¿Adónde crees que debería ir? ¿Otra vez al cine? Ya estuve en el cine el miércoles por la noche.

—¿Y a una discoteca?

—No es del estilo de Mary.

—Dos veces al cine en la misma semana podría parecerle extraño. ¿Por qué no sales a cenar un poco pronto? Si está tan impaciente por tenerte como imaginamos, puede que actúe en cuanto oscurezca.

—¿Has intentado alguna vez dejarte violar con el estómago lleno? —dijo Eileen.

Annie se rio.

—Llámame luego, ¿vale? —dijo Annie—. Tenme informada de tu plan.

—Así lo haré. Por cierto, otra cosa. ¿Qué es ACI?

—¿Es una adivinanza?

—No, es algún tipo de organización a la que Mary ha aportado dinero tres veces en lo que va de año. Doscientos dólares en total, todos anotados en su talonario en concepto de aportación.

—Déjame que lo consulte en el ordenador, ¿te parece?

—Tiene una oficina en la ciudad —dijo Eileen—. Llámame cuando sepas algo; tengo curiosidad.

Annie volvió a llamarla poco antes de la una.

—Bueno —dijo—, ¿te leo la lista?

—Adelante.

—Es larga, eh.

—No he de salir hasta las seis y media.

—¡Ah! ¿Qué has decidido?

—Ir a cenar a un sitio que se llama «Ocho Ríos», a tres calles de aquí. Es un chiringuito mexicano.

—¿Te gusta la comida mexicana?

—Me gusta la idea de que esté a sólo tres calles de aquí. Eso implica que puedo ir y volver a pie. Si me ve volver en taxi a lo mejor se arredra. Y la verdad, Annie, prefiero que me ataque en la calle. Dispondré de más capacidad de movimiento.

—Como tú veas.

—Bueno —dijo Annie— y volviendo al asunto ese de ACI, efectivamente una de las muchas organizaciones con esas siglas tiene su sede en esta ciudad, en concreto en Hall, 832. Ésa era la dirección que tú me has dado, ¿no?

—Sí.

—Pues bien, el nombre completo es Asociación Contra el Infanticidio.

—¿Conque Asociación Contra el Infanticidio, eh?

—Sí. En Hall Avenue, 832.

—¿Qué es? ¿Un grupo antiabortista?

—Les he llamado y ellos no se definen así. Sostienen que son simplemente un grupo pro-vida.

—Ya. ¿Tienen alguna relación con Derecho a la Vida?

—En principio no. Es un grupo estrictamente local.

Ambas permanecieron unos instantes en silencio.

—¿Sabes si alguna de las otras víctimas aportó dinero a esa asociación? —preguntó Eileen.

—Esta tarde hablaré con todas ellas, sea por teléfono o personalmente. Si resulta que en efecto…

—Sí, podría ser una pista.

—Puede que sea más que una pista. Todas las víctimas son católicas, ¿sabías?

—No, no lo sabía.

—Pues así es. Y teóricamente los católicos no usan medios anticonceptivos artificiales.

—Ya sé; sólo el método de la continencia. Algunos católicos, claro está.

—La mayoría, tengo entendido. ¿Eres católica?

—¿Tú qué crees? Con un apellido como Burke.

—¿Tú qué usas?

—Tomo pastillas.

—Yo también.

—¿Se te ha ocurrido algo, Annie?

—Aún no lo sé, he de comprobarlo con las víctimas. Pero si todas ellas aportan dinero a ACI…

—Ya —dijo Eileen.

De nuevo permanecieron calladas un instante.

—Casi preferiría…

—¿Sí?

—Casi preferiría que no fuera así —dijo Annie—, que Mary Hollings fuera la única, un caso aparte.

—¿Por qué?

—Porque de lo contrario resultaría demasiado cruel —dijo Annie.

Teddy tenía la cita en el bufete a las tres en punto de la tarde. Llegó a menos veinte y esperó en la puerta hasta las dos cincuenta para no dar impresión de impaciencia. Deseaba aquel trabajo con toda su alma; parecía el empleo ideal para ella. Había elegido una vestimenta que consideraba sobria pero no apagada; llevaba un elegante traje, una blusa con un lazo, medias a conjunto con el color marrón del traje, y zapatos marrones de tacón alto. En el vestíbulo del edificio se notaba un calor sofocante después de la fría humedad de la calle, de modo que se despojó de la gabardina antes de entrar al ascensor. Puntualmente a las tres, se presentó ante la recepcionista de Franklin, Logan, Gibson y Knowles, y le mostró la carta que Phillip Logan le había enviado. La recepcionista le dijo que el señor Logan la recibiría enseguida. A las tres y diez, la recepcionista cogió el auricular del teléfono —debía haber sonado, pero Teddy no lo había oído— y después le dijo que pasara al despacho del señor Logan. Teddy, leyendo los labios de la muchacha, asintió con la cabeza.

—La primera puerta del pasillo a la derecha.

Teddy se fue por el pasillo y llamó a la puerta.

Aguardó unos segundos, dándole tiempo al señor Logan para decir «Pase», y acto seguido hizo girar el pomo y entró al despacho. Era una oficina espaciosa, con un enorme escritorio, varios sillones, una mesita de café y estanterías en tres de las paredes. La cuarta era casi enteramente un cristal que ofrecía una espléndida vista de los rascacielos de la ciudad. Hilillos de lluvia recorrían el cristal. La luz amarilla de una lámpara se proyectaba sobre el escritorio.

Logan se puso en pie en cuanto ella entró en el despacho. Era un hombre de estatura considerable, con un traje azul oscuro, una camisa blanca y una corbata de rayas. Tenía los ojos de un tono un poco más claro que el traje y el pelo canoso. Teddy le echó unos cincuenta años.

—Ah, señorita Carella —dijo—, ha sido muy amable viniendo. Haga el favor de sentarse.

Se sentó en una butaca frente al escritorio. Él volvió a acomodarse en su asiento y sonrió. Tenía una mirada amable y cordial.

—Doy por sentado que puede… esto… leer mis labios —dijo—. En su carta…

Ella movió la cabeza en señal de afirmación.

—Agradezco su franqueza al describir de antemano su incapacidad —dijo Logan—. En su carta, quiero decir. Un gesto de sinceridad y honradez.

Teddy volvió a asentir, pero la palabra incapacidad la royó por dentro.

—Es usted… esto… ¿entiende lo que le estoy diciendo, verdad?

Ella afirmó de nuevo y señaló el taco de papel y el lápiz que había sobre el escritorio.

—¿Cómo? —dijo él—. Ah. Sí, claro, qué tonto.

Le acercó el taco y el lápiz.

Ella escribió: Le entiendo perfectamente.

Él cogió de nuevo el taco, leyó la nota y dijo:

—Perfecto, muy bien. —Titubeó—. Eh… quizá sería mejor que trajéramos esa silla a este lado —dijo—, ¿no le parece? Así no tendremos que estar pasándonos el taco de un lado al otro del escritorio.

Logan se levantó enseguida y se acercó a donde ella se hallaba. Teddy se puso en pie, y empujó la butaca hacia el costado del escritorio, arrimándola al máximo posible. Volvió a sentarse, con la gabardina plegada en la falda.

—Así esta mejor —dijo él—. Ahora hablaremos más cómodamente. Ah, disculpe, ¿le estaba dando la espalda? ¿Ha entendido eso último?

Teddy contestó afirmativamente y sonrió.

—Esta situación es nueva para mí, hágase cargo —dijo—. Bien. ¿Por dónde empezamos? Como usted ya sabe para este trabajo se requiere una mecanógrafa experta… En su carta nos decía que alcanza usted las doscientas cincuenta pulsaciones por minuto…

Quizá ahora mismo esté un poco oxidada, escribió Teddy en el taco.

—Ah, bueno, pero escribir a máquina es de esas cosas que nunca se pierden, ¿no? Es como el patinaje, imagino.

Teddy respondió afirmativamente, aunque disentía en que la mecanografía fuera como el patinaje.

—Y también sabe taqui…

Ella volvió a afirmar.

—Y el control de archivo es una tarea rutinaria, así que estoy seguro de que es usted capaz de realizarla.

Ella le miraba con expectación.

—Nos gusta ver personas atractivas en nuestras oficinas, señorita Carella —dijo Logan, sonriendo—. Y usted es una mujer muy guapa.

Ella asintió —con modestia, esperaba— en señal de agradecimiento y a continuación escribió: Es señora Carella.

—Ah, sí, disculpe —dijo—. Theodora, ¿no?

Ella escribió: La mayoría de gente me llama Teddy.

—¿Teddy? Bonito nombre. Teddy. Le viene que ni pintado. Es usted muy guapa, Teddy. Supongo que se lo habrán dicho miles de veces…

Ella negó con la cabeza.

—… pero, en mi opinión, casi ningún piropo pierde con la repetición. Sí, muy guapa —dijo, y sus miradas se encontraron. Ella, incómoda, bajó la vista. Cuando volvió a levantar los ojos, él seguía contemplándola. Ella cambió de posición en su asiento. Él seguía observándola.

—Bien —dijo por fin—. El horario es de nueve a cinco, y el salario inicial de mil mensuales. ¿Podría empezar el lunes por la mañana? ¿O necesita unos días para poner en orden sus asuntos?

Teddy abrió exageradamente los ojos. En ningún momento había imaginado que pudiera ser así de sencillo. Se había quedado sin habla, no sólo en sentido literal, sino que además su mente se había quedado de pronto en blanco, su capacidad de comunicación obstruida.

—Le interesa el empleo, ¿no? —dijo, sonriéndole de nuevo.

¡Oh, sí, pensó, claro que sí! Movió la cabeza en señal de afirmación, con la mirada radiante de felicidad, levantando las manos inconscientemente para transmitirle su agradecimiento, y volviéndolas a bajar en el acto al darse cuenta de que él sería incapaz de leer sus signos.

—¿Le vendrá bien el lunes por la mañana? —preguntó él.

Ella afirmó con la cabeza.

—Muy bien —dijo él—, entonces espero volver a verla el lunes.

Se inclinó hacia ella.

—Estoy seguro de que nos entenderemos —dijo, y de pronto, sin previo aviso, le deslizó la mano bajo la falda. Ella se enderezó, abriendo los ojos de par en par, demasiado asombrada para reaccionar. Sus dedos le apretaron el muslo.

—¿No le parece, señorita Car…?

Ella le abofeteó con toda su fuerza, se levantó de inmediato, y se acercó a él, enseñándole los dientes y alzando de nuevo la mano. Él se acarició la mejilla, con un atisbo de dolor en los ojos y un tanto desconcertado. Del interior de Teddy manaron las palabras, palabras que era incapaz de articular. Se quedó inmóvil, temblando de rabia, la mano todavía en ademán de golpear.

—Eh, ya basta —dijo él, y sonrió.

Teddy se disponía a darse media vuelta, los ojos anegados de lágrimas, cuando en los labios de él empezó a formarse una nueva frase.

—Tú te lo pierdes, pedazo de tonta.

Y la última palabra le dolió más de lo que él podía imaginarse, la última palabra la atravesó como la hoja de un cuchillo.

Todavía lloraba cuando salió a la calle bajo la lluvia.

Annie no había podido ponerse en contacto con tres de las víctimas por teléfono, pero las cinco con las que había hablado aportaban dinero a ACI. Destinó el resto de la tarde a visitar personalmente a las otras tres víctimas. Dos de ellas seguían ausentes cuando Annie llegó a los domicilios, pero Angela Ferrari se declaró partidaria de las corrientes pro-vida y le informó que aportaba dinero no sólo a ACI sino también a Derecho a la Vida. Eran casi las seis cuando llamó al timbre de la puerta de Janet Reilly. Janet era la víctima más reciente de la serie de violaciones consecutivas y —con sólo diecinueve años— la más joven de todas. Estudiante universitaria, vivía en casa de sus padres, y acababa de volver de una reunión en el Club Newman cuando Annie se presentó.

A los padres no les complació la visita de Annie. Los dos trabajaban y habían llegado a casa un poco antes que su hija, viéndose en la necesidad al cabo de unos minutos de abrir una vez más la puerta a la Brigada de Violaciones. Su hija había sido violada por vez primera el día 13 de setiembre. Creyeron que la pobre había experimentado tanto miedo en aquella ocasión que iba a durarle el resto de su vida, pero volvió a ocurrir el 11 de octubre, y el miedo fue en aumento, convirtiéndose desde entonces en una constante. No querían que contestase a más preguntas de la policía. Su único deseo era que les dejaran en paz. Estaban decididos a cerrarle la puerta a Annie hasta que les prometió que aquélla iba a ser la última pregunta.

Janet Reilly respondió afirmativamente.

Había aportado una pequeña cantidad a una organización pro-vida llamada ACI.

Annie salió del apartamento a las seis y diez. Desde el teléfono público de la esquina intentó localizar a Vivienne Chabrun, la única víctima con la que aún no había hablado. Tampoco esta vez contestó. Sin embargo, sabía con toda certeza que ocho de las nueve víctimas habían aportado diversas cantidades de dinero a ACI, y consideró que aquel dato podía ser de utilidad a Eileen. Volvió a poner la moneda en la ranura y marcó el número del apartamento de Mary Hollings. Dejó sonar el teléfono diez veces. No lo cogieron.

Eileen ya había salido a cenar.

Un músico iba de mesa en mesa rasgueando su guitarra y entonando canciones mexicanas. Cuando llegó a la mesa de Eileen, le tocó Cielito Lindo. Muy optimista por su parte, pensó ella; afuera, antes de entrar al restaurante, había reparado en los amenazadores nubarrones que cubrían el cielo. Alrededor de las cuatro había cesado de llover completamente, pero hacia el crepúsculo había empezado a formarse de nuevo una imponente capa de nubes que no presagiaban nada bueno. A las seis y cuarto, al salir del apartamento en dirección al restaurante, ya se oían lejanos truenos en el Estado vecino, al otro lado del río.

Se estaba tomando el café —el reloj de pared marcaba las siete y veinte— cuando se percibió el resplandor del primer relámpago tras las cortinas del ventanal que daba a la calle. El posterior estampido del trueno fue ensordecedor; Eileen se encogió de antemano, pero así y todo el ruido la sobrecogió. En ese momento empezó a llover. El agua cayó con furia desenfrenada, azotando los cristales e inundando la acera, multiplicada su intensidad por el fuerte viento. Encendió un cigarrillo y fumó mientras terminaba el café. Eran casi las siete y media cuando pagó la cuenta y se dirigió al guardarropa por la gabardina y el paraguas que allí había dejado.

La gabardina era de Mary. Le venía un poco holgada, pero se la había puesto con la idea de que acaso el violador reconociera la prenda, y si empezaba a llover —como obviamente así había sido— tal vez la visibilidad en la calle fuese mala. No deseaba arriesgarse a que él la perdiera de vista, y se les escapara de las manos. El paraguas también era de Mary, un delicado modelito rojo con un estampado de cuadros más pensado para lucirlo que para protegerse, en especial de una tromba de agua como la que caía en esos momentos. Las botas, en cambio, eran de Eileen. De goma, con la caña amplia. Las había elegido precisamente por la holgura de la caña. Llevaba ceñida al tobillo derecho la funda de una Browning automática 380 muy ligera, su arma de repuesto. Su pistola reglamentaria era un calibre 38, y la tenía guardada en el bolso que colgaba de su hombro izquierdo para poder sacarla rápidamente con la mano derecha.

Le dio un dólar de propina a la chica del guardarropa (dudando si la cantidad era excesiva), se puso la gabardina, volvió a colgarse el bolso del hombro y salió al portal del restaurante. Una puerta doble de cristal con la palabra «Ocho» grabada en una de las hojas y la palabra «Ríos» en la otra la separaba de la calle, barrida ahora por la lluvia. Cuando empujaba una de las hojas de la puerta, cayó un relámpago en las inmediaciones. Retrocedió, aguardó a que se extinguiera el estampido del trueno, y salió bajo la lluvia, abriendo el paraguas.

Una ráfaga de viento casi le arrancó el paraguas de las manos. Se volvió contra el viento, pugnando con él, impidiendo que el paraguas se plegara. Inclinándolo a un lado y a otro, escudándose tras él para abrirse paso bajo la torrencial lluvia, se encaminó hacia la esquina. El trayecto que había trazado por la mañana incluía una manzana en dirección oeste por una avenida bien iluminada —ahora vacía a causa de la tormenta— y luego otras dos manzanas hacia el norte por calles peor iluminadas. No preveía que actuase en la avenida, sino en el tramo posterior de dos manzanas hasta el apartamento…

De pronto se arrepintió de no haber solicitado cobertura.

Era un disparate llevar la operación a cabo de aquel modo.

Sin embargo, si hubieran colocado un par de policías de apoyo, en la otra acera, por ejemplo, una a veinte metros por delante de ella, y otra a veinte metros por detrás, seguramente el violador las habría detectado. Tres mujeres caminando bajo la lluvia según la consabida táctica del triángulo. Seguro que las habría detectado. Y si las hubieran colocado en alguno de los oscuros portales o callejones del trayecto, cabía la posibilidad de que él inspeccionase previamente la ruta y se encontrara con dos mujeres en sus respectivos escondrijos —apenas había busconas en el barrio, y mucho menos en calles secundarias que no proporcionaban clientela—, no, se habría percatado, habría huido, y se les habría escapado de las manos. Mejor sin cobertura. Y sin embargo la hubiera agradecido.

Al doblar la esquina de la avenida, respiró hondo.

A partir de ahí, las manzanas serían más largas.

Las manzanas de las calles adyacentes eran más largas que en las avenidas. Quizá el doble de largas. Allí el violador disponía de muchas oportunidades. Dos largas manzanas.

El agua de lluvia penetraba por las anchas cañas de sus botas. Notaba la pistola de repuesto en el interior de la bota derecha, la culata fría contra el nylon de la media. Debajo del panti llevaba braga, valiente protección contra una navaja, valiente cinturón de castidad susceptible de ser rasgado en un instante. Asía el paraguas con ambas manos, tratando de evitar que se lo llevara el viento. Por un momento pensó en dejarlo ir y meter la mano en el interior del bolso, agarrando la culata de su pistola —Si saca la navaja, no preguntes, dispara. Consejo de Annie. Innecesario, de hecho.

Un callejón por la derecha. Una estrecha abertura entre dos edificios; por la mañana, al pasar por delante, un montón de cubos de basura se apelotonaban en el interior. ¿Demasiado estrecho para actuar? Aquel individuo no pretendía bailar, pretendía violar, y la estrechez del callejón no excluía la posibilidad de una violación. ¿Alguna vez has sido violada sobre un cubo de basura? se dijo. No preguntes, dispara. Un portal oscuro nada más cruzar el callejón. Los dos edificios siguientes estaban bien iluminados. En la esquina una farola. Un relámpago hendió de pronto el cielo. El trueno retumbó en la oscuridad. Una ráfaga de aire volvió del revés el paraguas. Lo tiró al cubo de basura de la esquina y notó al instante el azote de la lluvia sobre la cabeza descubierta. Debería haberse puesto un sombrero, pensó. O una de esas capuchas de plástico que se ata una bajo la barbilla. Metió la mano en el bolso y palpó la culata de la pistola.

Cruzó la calle.

Otra farola en la esquina siguiente.

Después, oscuridad.

Un poco más adelante otro callejón, lo sabía. Más ancho que el anterior; de la anchura de un coche, al menos. Un buen sitio para bailar un tango. Espacio de sobra. Apretó más fuerte la culata de la pistola. Nada. En el callejón no vio a nadie; ni oyó pisadas después de pasarlo. Ahora por delante edificios iluminados, de apariencia acogedoramente cálida bajo la lluvia. Más allá otro callejón, a dos edificios de la casa de Mary. ¿Y si se habían equivocado? ¿Y si no planeaba atacar aquella noche? Siguió andando, con la mano en la culata de la pistola. Sorteó un charco de la acera. Otro relámpago, parpadeó; otro trueno, volvió a parpadear. Pasó ante el último callejón, oscuro y ancho, aunque no tanto como el anterior. Cubos de basura. Un gato famélico y mojado sobre uno de los cubos, viendo caer la lluvia. Si hubiera alguien allí dentro el gato se habría escapado, ¿no? Cruzaba el callejón cuando él la agarró.

La agarró por detrás, rodeándole el cuello con el brazo y tirando de ella. Cayó de espaldas contra él, con la pistola en la mano derecha y ya casi fuera del bolso. El gato maulló y saltó del cubo de basura, huyendo bajo la lluvia rozando apenas el suelo.

—Hola, Mary —susurró el hombre, y ella sacó completamente la pistola.

—Esto es una navaja, Mary —dijo, apareciendo de repente su mano derecha, y ella notó la aguda punta del arma en sus costillas, debajo mismo del corazón.

—Tira la pistola, Mary —dijo—. Todavía la tienes, ¿eh, Mary? Igual que la otra vez. Bueno, pues ahora tírala, muy lentamente, tírala al suelo, Mary.

Hizo presión con la navaja. A través de la ligera gabardina, a través del tenue tejido de la blusa, notaba la punta en sus costillas. Él seguía rodeándole el cuello con el brazo izquierdo, manteniéndola firmemente asida. Eileen tenía la pistola en la mano, pero él estaba detrás, la había inmovilizado y la presión de la navaja se hacía más acuciante por momentos.

—¡Haz lo que te digo! —la instó, y ella dejó caer la pistola.

Rebotó ruidosamente en el suelo del callejón. Un relámpago desgarró la noche. Le siguió un descomunal trueno. La arrastró callejo adentro, hacia la oscuridad, más allá de los cubos de basura, hasta un andén de carga de un metro de altura empotrado en la pared. Tras el andén había unas herrumbrosas puertas metálicas. Echó a Eileen sobre el andén, y ella metió al instante la mano en la caña de sus botas de goma, buscando la culata de la Browning.

—No me obligues a pincharte —dijo él.

Ella sacó la pistola de la funda.

Al alzarla en posición de disparo, él le asestó un navajazo.

Soltó la pistola en el acto, llevándose la mano al rostro, donde un súbito dolor le abrasaba la mejilla. Percibió humedad en sus dedos, pensando primero que era agua de lluvia. Pero era un líquido denso y caliente, y comprendió que se trataba de sangre —¡la había herido en la mejilla, le sangraba la mejilla! Y de repente el miedo la superó, un miedo que hasta ese momento no había conocido.

—Buena chica —dijo él.

Un relámpago más, otro trueno. Ahora la navaja se paseaba por debajo de su vestido, no se atrevía a moverse; el violador pinchó el nylon del panti con la navaja, lo enganchó, tiró de él; ella se estremeció, se contrajo, temerosa de que volviera a utilizar la navaja allí donde era infinitamente más vulnerable. Oyó el sonido del nylon al rasgarse, el susurro de la hoja al cortar el panti sobre la entrepierna y la braga. Él se rio al ver que también llevaba braga.

—¿Preveías una violación? —le preguntó, riéndose todavía, y después rompió también la braga. Ahora estaba expuesta al frío de la noche, las piernas separadas y trémulas, la lluvia azotándole en el rostro, mezclándose con su sangre, limpiando la sangre de su mejilla, candente en el lugar de la herida, y los ojos desmesuradamente abiertos al notar la fría hoja de la navaja en la vagina y oírle decir—: ¿Quieres que te corte aquí también, Mary?

Ella sacudió la cabeza. No, por favor. Masculló las palabras de manera incomprensible. Por fin dijo en voz alta:

—No, por favor —temblando bajo él mientras se colocaba entre sus piernas y volvía a apoyarle la navaja en el cuello—. Por favor —dijo—. No… no me corte otra vez. Por favor.

—¿Prefieres que te folle? —preguntó.

Ella meneó la cabeza. ¡No! pensó. Sin embargo, dijo:

—No me corte otra vez.

—Prefieres que te folle, ¿verdad, Mary?

¡No! pensó.

—Sí —dijo. No me corte, pensó. Por favor.

—Dilo, Mary.

—No me corte —dijo.

—¡Dilo, Mary!

—Prefiero que… me folle —dijo ella.

—Quieres que te haga un hijo, ¿verdad, Mary?

¡Dios, no! pensó, ¡Dios, era eso!

—Sí —dijo Eileen—. Quiero que me haga un hijo.

—Seguro que quieres —dijo él, y se rio.

Un relámpago rasgó la noche en las inmediaciones. El trueno retumbó en el callejón, encima mismo de ellos.

Sabía todo lo que debía hacer, sabía que debía ir a por los ojos, hundirle los dedos en los ojos, cegarlo, lo sabía perfectamente. Sabía lo que tenía que hacer si la obligaba a chupársela, sabía que debía acariciarle los huevos, y después morderle la polla con todas sus fuerzas y apretarle los huevos sin miramientos, conocía todas las técnicas para ahuyentar a un violador, para hacerle rabiar de dolor. Pero tenía una navaja en la garganta.

La punta de la afilada hoja se había posado en la curva de su garganta, allí donde el pulso latía desesperadamente. La había herido en la cara, aún sentía la sangre que rezumaba lenta y continuamente del corte, y un dolor punzante de extremo a extremo de la herida. La lluvia le mojaba el rostro y las piernas, la falda levantada en torno de los muslos, debajo el cemento del andén, detrás las puertas herrumbrosas. Y entonces —de repente— notó entre las piernas el rígido impulso, contra los labios reacios, y creyó que iba a desgarrarla con la fuerza de su penetración, a rajarla igual que con la navaja, todavía en su garganta, dispuesta a herir.

Eileen tembló de miedo, y de vergüenza, y de impotente desesperación, sufriendo sus acometidas, sollozando, suplicándole una y otra vez que cesara, no atreviéndose a gritar por miedo a que hundiese la navaja en su garganta igual que penetraba en su carne por abajo. Y cuando por fin él se sacudió convulsivamente —la punta de la navaja temblando contra su garganta— y se quedó inmóvil sobre ella durante unos instantes, tan sólo una idea le cruzó por la mente: Ya está; ya ha terminado. Y una nueva oleada de vergüenza recorrió su cuerpo, el intenso sentimiento de degradación provocado por aquella invasión, y el dolor de su llanto se agudizó. En ese momento comprendió que ya no era una mujer policía la que yacía en aquel callejón oscuro, con la braga rota, las piernas abiertas, y el semen de un desconocido en su interior. No. Aquélla era una víctima asustada, una mujer violada e indefensa. Y cerró los ojos a la lluvia y a las lágrimas y al dolor.

—Y ahora vete a abortar —dijo él.

Se apartó de ella.

Eileen se preguntó adonde había ido a parar su pistola. Sus pistolas.

Oyó las pisadas de aquel hombre alejándose deprisa sobre el chapoteo de la lluvia.

Permaneció allí tendida, con dolor arriba y abajo, los ojos cerrados.

Permaneció tendida durante largo rato.

Después salió a trompicones del callejón, buscó el teléfono más próximo y denunció el delito.

Y se desmayó cuando volvió a brillar un relámpago, sin oír ya el posterior estampido del trueno.