PRIMAVERA. PRESENTE
Tokio. París. Washington. Saint-Paul de Vence
Lillian entró en «Ungaro». Pero todo allí parecía un poco demasiado excéntrico para ella, y acabó yendo a «Dior». Se sentía excepcionalmente bien. Habiendo roto el desalentador círculo de la vida de Washington, se sentía ingrávida, como si hubiera logrado escapar del purgatorio. «Si al menos supiera que Audrey estaba a salvo», pensó.
«Dior» siempre había sido su favorito. Los diseños eran siempre tres chic, nunca outré. La elegancia de su línea era intemporal, y esto era algo que a ella le satisfacía plenamente.
La casa de modas estaba en la Avenue Montaigne, a unos pasos de la Plaza Athenée. Mientras examinaba la deliciosa colección de vestidos, Lillian sintió de nuevo la trémula emoción de hallarse lejos de una prisión que ella misma se había fabricado.
Compró un camisón de lentejuelas, que pidió le enviaran al hotel después de modificado, y un elegante pero discreto vestido que le quedaba perfectamente y que decidió llevarse puesto.
De nuevo en la Avenue Montaigne, se sintió al principio indecisa respecto a qué dirección tomar. Podía bajar por la Rué Fran cois I hasta el Cours la Reine, que discurría a lo largo del Sena. De esa forma pasaría más cerca del Grand Palais y de la Universidad. Igual que sus hijos, amaba el agua, y el Sena no era una excepción. Pero luego recordó que tendría que pasar junto al embarcadero de los bateaux y ver a los alegres turistas amontonándose en las embarcaciones para su mediocre comida mientras remontaban el río. No podía soportar la idea, así que subió hacia el Rond Point.
Al llegar a Champs Élisées, se volvió para mirar hacia la plaza Charles de Gaulle. El Arco de Triunfo brillaba con fría blancura. Aun con el tráfico que fluía a su alrededor —o quizá por eso mismo—, parecía ahora más grandioso que la primera vez que lo vio. Pero es que todo París producía ese efecto sobre ella. Se tornaba más bello, más deseable, cada vez que lo visitaba. Ésa era su cualidad más atractiva. Toda gran ciudad del mundo tenía una fachada que exhibía ante los visitantes y que la hacía excitante. Pero cuanto más se volvía a ella, más se veían las grietas y más deslucida se tornaba la fachada. Hasta que imagen y realidad se separaban, y uno ya no podía volver a pensar en ese lugar de la misma manera.
«Eso nunca sucedería aquí», pensó Lillian mientras empezaba a bajar por Champs Élisées. Aquí, la fachada solamente insinuaba los placeres que contenía. Cuanto más se iba a París, más se disfrutaba.
Podía ver el obelisco de la Place de la Concorde, que se elevaba a poca distancia. Paseando por la amplia avenida, bajo los viejos plátanos, Lillian sentía ondular sobre su cabeza el aire de los siglos. Lo aspiró profundamente y suspiró. Había un sentido de Historia —y, con él, un sentido de lugar— con el que todo el mundo sintonizaba. Podía oír las suaves bocinas de los bateaux. Por un instante, experimentó una sensación de absoluta satisfacción por el hecho de estar allí, como si hubiera ingresado en una familia cuyos miembros, aunque exteriormente antipáticos, hubieran resultado ser cordiales y generosos.
La Place de la Concorde estaba envuelta en la azulada neblina de los gases expulsados por los tubos de escape de los autobuses turísticos, alineados como soldaditos de plomo mientras sus ocupantes hormigueaban hacia la Rué Royale y Sainte-Marie Made-leine.
Lillian continuó caminando con pasos rápidos, pasó por delante de la Orangerie y entró en las Tunerías. Hombres apoyados en los troncos de los plátanos estaban aparentemente contemplando cómo un grupo de niños jugaban a bolos sobre una amplia extensión de tierra desnuda. En realidad, estaban contemplando a las elegantes mujeres parisienses que pasaban. Lillian se sentía contenta de llevar el vestido de «Dior». En Washington, donde el poder era la única obsesión que dominaba en toda la ciudad, se había atrofiado la capacidad de vestir bien en el sentido parisino. Tal vez fuera consecuencia de la tosquedad del nuevo mundo, o tal vez de la obsesión nacional de América por la funcionalidad.
En cualquier caso, bastaba pasear por las calles de París para ver cómo debía vestirse la gente. Hasta las mujeres mayores eran chic, no sólo por sus vestidos, sino también por su peinado y su maquillaje. Con frecuencia, no se podía distinguir entre una mujer de sesenta y cinco años y otra de cuarenta. Era ésa otra manera en que la ciudad permanecía intemporal. No había señales de conciencia de envejecimiento, como en América. Los parisienses se reirían de semejante idea.
Lillian se sentó en un banco y contempló cómo jugaban los niños. Estaban completamente entregados al juego, y se preguntó qué significado tendría en sus vidas ganar aquella partida.
«La vida entera es juego», le había dicho Philip una vez. Fue al comienzo de sus relaciones, mientras estaban todavía en Tokio, y ella no había comprendido lo que quería decir. Su negativa a explicárselo le había hecho sentirse enojada por su propia ignorancia. Por supuesto que ahora lo comprendía perfectamente. Recordaba cómo el descubrimiento de la respuesta había sido también, en cierto sentido profundo, la respuesta a su propia naturaleza.
Siempre había creído que ella era sólo media persona. Que al enamorarse encontraría la otra mitad que le faltaba. Pero su matrimonio con Philip produjo más bien el efecto de definir sus propias limitaciones. De las que, ciertamente, no tenía ni idea antes de conocerle. El estar casada con Philip había delineado las fronteras del mundo en que vivía. Y por eso, suponía, debía estarle siempre agradecida.
Pero cuando se trataba de Philip había muchas otras cosas que tomar en consideración. Como, por ejemplo, el primer —y único— viaje que habían hecho a París. Había sido por insistencia de ella, naturalmente. La renuencia de Philip a ir a cualquier parte del mundo era como un ancla que los inmovilizara a los dos. Su idea de una excursión había consistido, probablemente, en un par de semanas en las tierras interiores de Birmania o en el Hindú Kush.
Para su última noche en la ciudad más romántica del mundo, habían cenado en el Sena, a bordo de un batean, mouche, que Philip había llamado equivocadamente barquette, para gran regocijo del camarero.
Ella hablaba ya el francés de corrido, y se sintió mortificada por su torpeza. (Lillian estaba segura de que, si hubiesen ido a Birmania o al Hindú Kush, él habría hablado cualquier dialecto que hubiesen encontrado allí.) Eso le había irritado a Philip, naturalmente. O le había irritado más, porque ya lo estaba bastante por haberse dejado convencer para ir a París. En ningún lugar de Europa existía cosa tal que pudiera llamarse civilización, le había dicho en términos inequívocos. Un europeo —especialmente un francés— no tenía ni idea de lo que significaba la verdadera civilización. Y, además, cuando se topaba con alguien —un japonés, por ejemplo— que estaba verdaderamente civilizado, era incapaz de advertirlo.
Quizás, había dicho Lillian en un intento de aplacarle y salvar así lo que quedaba de su viaje, el francés era sólo incapaz de admitirlo.
Esto le había enfurecido. Lo único que un francés era capaz de admitir, había dicho acaloradamente Philip, era que él constituía un regalo de Dios al bello sexo. Lo cual era una estupidez tan patente que no quería hablar más de ello.
Así que ella se había pasado gran parte del sonrosado crepúsculo sentada sola ante la mesa cubierta de mantel blanco, viendo pasar la orilla derecha o la orilla izquierda. Cuando se encontró mirando las nucas mientras el barco se deslizaba lentamente ante Notre Dame, se levantó y fue en busca de Philip.
—Tienes mal aspecto —dijo Eliane—. ¿No has dormido nada en el avión?
Michael conducía el «Nissan» alquilado por entre los numerosos carriles de tráfico.
—¿Cómo iba a dormir? —respondió—. No dejaba de pensar en Audrey. —Estaba anocheciendo en Tokio. ¿Había alguna hora del día o de la noche en que no estuvieran abarrotadas las carreteras de acceso a la ciudad desde el aeropuerto de Narita?—. ¿Cómo se las arregló el bastardo de Ude para meterla en ese «DC-9»? ¿Y cómo pudieron despegar sin autorización de la torre?
Eliane no apartaba los ojos de él.
—¿Cómo te encuentras?
—No muy mal. —Flexionó el torso en la limitada medida que se lo permitía el cinturón de seguridad. Tuvo un atisbo de su vendada nariz y del labio superior hinchado—. Me he sentido mejor —admitió. Pensando también en Joñas. Por su voz, le había dado la impresión de que estaba muy deprimido. Como si estuviera enfermo. Pero Michael no podía recordar que tío Sammy hubiese estado enfermo ni un solo día en toda su vida. Lo cual hacía todo esto más espantoso.
No había habido respuesta en casa de tío Sammy. El jefe del puesto del «BITE» había llegado desde Honolulú para arreglar las cosas con el INS. Se había organizado un lío terrible, pero eso era problema suyo. Michael y Eliane habían necesitado salir rápidamente de Hawai. Siguiendo al «DC-9» que transportaba a Audrey.
El limpiaparabrisas oscilaba rítmicamente de un lado a otro, difuminando las luces de los coches que venían de frente al extender las finas gotas de lluvia que habían empezado a caer. Le parecía a Michael que la llovizna era el llanto del cielo. En su interior experimentaba un sentimiento de desesperación que le resultaba difícil disipar.
—Noto que estás sufriendo —dijo Eliane—. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? No has dicho una sola palabra desde que salimos de Maui.
—Déjame en paz —replicó él, con sequedad—. Y deja de intentar adivinar cosas. Cualquier cosa que sea lo que percibas, estás equivocada.
—¿Por qué estás enfadado conmigo?
—No estoy enfadado —dijo él, sabiendo que no era cierto—. Sólo estoy harto de tu creencia en el mundo de los espíritus. La próxima vez que estemos en alguna especie de terreno sagrado, me dejas a mí fuera, ¿eh?
—Esa clase de estúpido comentario me da la seguridad de que tengo razón —respondió ella.
—¿Qué significa eso?
Se preguntó por qué estaba de pronto tan furioso con ella. Luego, se dio cuenta con sorpresa de que había estado furioso con ella durante todo el vuelo.
—Todo estuvo bien cuando me salvaste la vida en Kahakuloa, porque tú eres el hombre —dijo Eliane—. Se espera de ti que actúes heroicamente. Pero cuando la situación se invierte..., cuando soy yo la que te salva la vida, es duro de aceptar, ¿verdad?
—Eso es ridículo —replicó Michael, pero hasta él mismo se dio cuenta de la falta de convicción que había en su voz.
Continuaron rodando en silencio. Los rítmicos chasquidos del limpiarabrisas iban desgranando los segundos.
—Lo siento —dijo Michael, al cabo de un rato—. Tienes razón. Pero sólo en cierto modo. Yo creo que estoy más enfadado conmigo mismo. Me porté como un maldito aficionado en aquel avión.
—Pero, Michael —dijo ella, poniéndole una mano en la pier na—, eso es exactamente lo que eres. Un aficionado. No hay en ello nada de que avergonzarse.
—Tsuyo, mi sensei, nunca me lo perdonaría. Si tú no hubieras estado allí, yo ahora estaría muerto.
—No tiene sentido pensar en lo que podría haber sido, ¿no te parece? —dijo ella, con suavidad.
Él asintió. Se sentía interiormente más confuso que nunca. Elaine le había salvado la vida interviniendo cuando Ude estaba a punto de matarle. ¿Significaba eso que estaba de su lado? Quizá. Pero, si trabaja para Masashi, querría mantenerle con vida, al menos hasta que hubiese resuelto el enigma de dónde había escondido su padre el documento Katei. Pero, en ese caso, ¿no estaba aparentemente Ude trabajando para Masashi? ¿Por qué, entonces, iba a querer matar a Michael?
Las brillantes luces de Tokio resplandecían con tal intensidad por entre la lluvia y la niebla que la noche retrocedía ante la potencia de su aura. Michael continuaba conduciendo, persiguiéndose unos a otros sus pensamientos en incansable rueda hasta hacerle sentirse aturdido. Y en el fondo de su mente seguía latiendo la irritante sospecha de que estaba pasando por alto un elemento esencial que se hallaba justamente delante de él.
—¿A dónde vamos? —preguntó Eliane—. Reservaste habitación en el «Okura». Por aquí no se va a ese hotel.
—No vamos ahí —respondió Michael—. Seguro que Masashi tiene a sus hombres al acecho para descubrirme. Quizás encuentren mi nombre en el «Okura» y pierdan algún tiempo vigilándolo, esperando que yo me presente.
Ella le miró, viendo cómo se deslizaban los plateados reflejos de la lluvia por el costado de su rostro.
—Quizá no seas un aficionado, después de todo.
Él sonrió.
—No —dijo—. Sólo he hecho un curso acelerado.
Lillian le encontró, en cierto modo.
Más bien, le vio. Y vio lo que él había encontrado. Una mujer japonesa alta y esbelta, de estrecha cabeza patricia y cuyos ojos no eran más que unas simples ranuras.
No había en esta mujer nada bello que Lillian pudiera ver. Pero es que hacía ya tiempo que en su corazón se encerraba una fuerte animosidad contra los orientales. Podía reconocer, sin embargo, en los sinuosos movimientos de la japonesa una clase de sexualidad que sólo podía definir como siniestra. No únicamente porque iba dirigida hacia su marido, sino porque poseía, por de recho propio, una cualidad totalmente desconocida —y, por consiguiente, inescrutable— para ella. Era algo situado más allá de los límites de su mundo y, por ello, no sólo ajeno, sino también, para su forma de pensar, peligroso.
Se dijo a sí misma que, naturalmente, eso era lo que atraía a su marido. Era plenamente consciente de la profesada afinidad de Philip hacia la mente oriental..., difícilmente hubiera podido ser de otra manera. Pero eso no significaba de modo necesario que le creyese. Por el contrario, era mucho más fácil —¡y más seguro!— decirse a sí misma que su reacción era análoga a la de ella. Le gustaba el peligro; no había hecho ningún secreto de ello. De hecho, lo anhelaba como un alcohólico necesita su licor. Todo eso estaba muy bien mientras no fuera más allá de su trabajo. Pero Lillian sospechaba que así ocurría.
Ahora, mientras observaba a su marido con la japonesa, todas sus sospechas se abrieron como una herida. Se hallaban lo bastante cerca el uno del otro como para que sus cuerpos se tocasen. No se estaban besando, pero podían haberlo estado. Había allí una extraña especie de intimidad que hizo que se estremeciera, aunque el aire nocturno era bastante cálido.
No estaban haciendo el amor, aunque podrían haberlo estado. ¿Qué era, se había preguntado Lillian con aterradora desesperación, lo que ocurría entre ellos? Estaba segura de que nunca lo sabría. Ni siquiera tenía la seguridad de llegar a entenderlo si se lo explicasen. Se sentía como el francés de Philip situado ante un hombre verdaderamente civilizado.
El sentimiento de insuficiencia que le invadió era tan abrumador que experimentó una sensación de vértigo. Y con ella vino una especie de desesperación, como si fuese una niña observando a dos adultos comportarse y reaccionar en un mundo del que ella no formaba parte. Porque era ella quien estaba siendo traicionada, y resultaba demoledora la sensación de inevitabilidad, de que aquello estaba sucediendo naturalmente, de que era una consecuencia de su propia insuficiencia.
Pugnó por reprimir sus lágrimas de dolor. Así las había considerado en el momento. Años después, al reflexionar en la motivación de su propia traición, se le ocurriría la idea de que eran también lágrimas de rabia.
Masashi y Shiina se encontraban en el pasadizo de madera que colgaba sobre el amplio sótano del almacén de Takashiba. —Debo reconocer —estaba diciendo Masashi— que me equivo qué con respecto a Joji. No creía que se atreviera a desafiar mi mando sobre el clan.
—Yo guardé silencio entonces —dijo Shiina—, porque no me pediste consejo. Y ésta es tu familia, al fin y al cabo. Joji es tu hermano. Pero tenía entonces la impresión de que no aceptaría ser excluido del único legado que vuestro padre os dejó.
Estaban observando cómo era introducida una gran caja en la cámara existente debajo de ellos. Los hombres que rodeaban la caja llevaban unos trajes amplios y flojos que les tapaban desde los tobillos hasta la parte superior de la cabeza. Iban calzados con botas de gruesas suelas. Se oía, amplificado por la acústica del vasto espacio, el chasquido de los contadores Geiger que llevaban en la mano.
—Supongo —dijo de mala gana Masashi— que mi hermano no es el perro apaleado que yo había pensado que sería.
—Ni mucho menos —respondió Shiina—. Ya conoces la hazaña de Daizo. No era un hombre fácil de derrotar.
—Joji siempre fue muy bueno para aprender cosas —dijo Masashi—. Y las arte marciales no eran ninguna excepción. Nunca creí que, separado de Michiko, su principal aliado contra mí, tendría valor para sostener una guerra personal.
—Ahora ves el error que cometiste —dijo Shiina—. Y que ha resultado un error muy caro.
—Podré sustituir rápidamente a Daizo.
—No estaba pensando en Daizo —repuso Shiina—. Estaba pensando en tu pérdida de prestigio ante tus hombres. —Brillaba su rostro bajo la dura luz fluorescente—. Debes matar a Joji.
Los hombres habían abierto la caja. Estaban trasladando cuidadosamente su contenido a una resistente carretilla de cubierta de plomo.
—Ya tengo sobre mi conciencia la muerte de un hermano —respondió Masashi—. No quiero otra.
—¿Qué otra opción tienes? —preguntó Shiina—. Si no vengas el deshonor que se te ha inferido, tu poder como oyabun del Taki-gumi no tardará en resentirse.
Shiina sabía qué puntos tocar, qué cuerdas pulsar. Ser oyabun era lo más importante en la vida de Masashi. Era un hombre que se había pasado toda la vida a la sombra de su padre. Ésa era una carga que Masashi no quería soportar. Shiina lo sabía. Estaba convencido de que hombres demasiado fuertes como para ser influidos por una espada, podían con frecuencia ser manipulados por algo que sus largos años de vida le habían demostrado que era mucho más poderoso: la mente humana.
Shiina había aprendido que ésa era la falacia de estar tan de dicado al propio cuerpo: uno siempre veía la fuerza como acción. Con la gradual erosión de su propio cuerpo, Shiina había ido confiando cada vez más en su mente. Y, gradualmente, su definición de fuerza había cambiado. Había llegado a ver la verdad: que la fuerza era voluntad.
—He leído los informes sobre el vuelo de prueba del FAX —dijo—. Impresionante.
—Deberías haberlo visto —dijo Masashi—. Hace todo lo que Nobuo prometió que haría.
—Excelente. ¿Y ha modificado el fuselaje para esta especial carga?
—Está todo hecho.
«Ahora venía la parte difícil», pensó Shiina. Conociendo ya la respuesta, preguntó:
—¿No ha traído aún Ude a Audrey Doss?
—Ude está muerto —respondió Masashi—. Surgieron algunas dificultades en el aeropuerto. Al parecer, Michael Doss descubrió el plan de Ude y trató de impedir que enviara a Audrey Doss. Lo importante es que Michael Doss sigue sobre la pista del documento Katei que su padre me robó. No escapará a nuestra vigilancia.
—¿Descubrió Ude quién mató a Philip Doss?
—No. No parecía haber ninguna pista. Luego, se tropezó con Audrey Doss, y la prioridad fue para ella.
Shiina, queriendo saber qué estaba haciendo Masashi con Elia-ne Yamamoto, dijo:
—¿Cómo te asegurarás de que Michael Doss te lleva hasta el documento Katei? —Estaba furioso por la muerte de Ude. Ude Je había sido útil. Era terrible que hubiera desaparecido.
—Debería matarla —dijo Masashi, con el pensamiento fijo todavía en Audrey Doss— por las complicaciones que su padre me ha buscado.
—Matarla o dejarla vivir —dijo Masashi—, ¿qué más da? Es sólo una vida. El documento Katei es lo verdaderamente importante para los dos. —Y repitió su pregunta.
—Michael Doss no escapará al lazo que le he tendido —respondió Masashi—. Y cuando haya sido devuelto el documento Katei ese mismo lazo se cerrará en torno a su cuello y le estrangulará.
Shiina reflexionó. El lazo de Masashi había tendido a Michael Doss debía de ser Eliane Yamamoto. ¿Por qué si no, había de estar en Maui, y con él? Pero ¿por qué habría de cumplir Eliane las órdenes de Masashi? Ella le odiaba. Shiina recordó entonces una conversación que había sostenido con Masashi. Yo no me preocuparía de Michiko, habla dicho Masashi. Ya he puesto en marcha un plan que la neutralizará eficazmente. Si ese plan neutralizaba a Michiko, pensó Shiina, ¿forzaría también a su hija, Eliane, a trabajar para Masashi? Así parecía.
Shiina lo comprendía todo ahora: Masashi estaba utilizando a Eliane para acercarse a Michael Doss, para que se convirtiera en su compañera —incluso de conspiración— en su búsqueda del documento Katei. Eliane sería útil para filtrar cierta información a Doss en los momentos adecuados. Sería más útil aún cuando fuese encontrado el documento Katei. Ella mataría a Michael Doss. Shiina no podía permitirlo. Era Philip Doss quien había matado al hijo de Shiina hacía años. Shiina deseaba matar por sí mismo a Michael Doss. No podía ser más justo: un hijo por un hijo.
—Me ha llegado información —dijo Shiina— sobre la muerte de Ude.
Masashi se volvió.
—¿Conocías ya su muerte?
En ese momento, Shiina sintió casi compasión por Masashi. Era muy joven, demasiado joven para manejar el enorme poder que Wataro Taki había dejado tras de sí. Masashi había mostrado su sorpresa. Un verdadero oyabun nunca habría permitido manifestar una emoción, ni a un amigo, ni a un enemigo. Las emociones eran perjudiciales cuando se revelaban. Shiina sospechaba que pasarían muchos años antes de que Masashi aprendiese esa lección vital, y entonces sería demasiado tarde para él.
—Sí —respondió Shiina—. Y también que no fue Michael Doss quien mató a Ude. Fue Eliane Yamamoto.
—¿Eliane? ¡No lo creo! ¿Dónde has obtenido esa información?
—Tengo un contacto en las altas esferas del Servicio de Inmigración y Naturalización de Hawai. Se comunicó conmigo hace unas horas, después de haber terminado la investigación preliminar.
—¡Pero eso es imposible! ¡Inimaginable!
—¿Por qué no? ¿Porque Eliane Yamamoto está trabajando para ti? —Shiina se echó a reír—. Tu expresión te delata, Masashi. Lo he adivinado. Así como he adivinado que de alguna manera has coaccionado tanto a ella como a Michiko. Te felicito por tu astucia. Pero debo aconsejarte también que hagas venir lo antes posible a Eliane Yamamoto para averiguar qué se propone. Quizás es más astuta de lo que esperabas, ¿eh? Quizás ella desea apoderarse por sí misma del documento Katei.
Masashi reflexionó en esto unos momentos. Estaba furioso con Shiina por haber visto parte de su plan que no tenía ninguna in tención de revelarle. Pero estaba más furioso aún con Eliane. ¿Qué hacía entrometiéndose? Y, si la información de Shiina era cierta, ¿por qué había matado a Ude?
Asintió de mala gana.
—La haré venir —dijo.
Los hombres de los trajes amplios estaban terminando de vaciar el contenido de la caja.
—Mira —dijo Shiina, señalando—. Por fin está aquí. El comienzo de nuestros sueños para un Japón mejor.
Los dos hombres se quedaron mirando el ingenio nuclear.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Masashi. Se sentía un poco intimidado, aun a su pesar.
—El Jibán dispone de contactos de gran alcance —respondió Shiina—. Tenemos muchos amigos que simpatizan con nuestra causa.
—Es muy pequeña —dijo Masashi, mientras los hombre de los trajes especiales contra la radiación introducían el ingenio en los laboratorios subterráneos que había más allá de la galería.
—Por eso es hermosa —dijo Shiina—. Y deseable. Pero no confundas tamaño con potencia. Este artilugio arrasará la tercera parte de Pekín con su solo impacto. Los habitantes del resto de la ciudad morirán al cabo de unos días; los de los suburbios exteriores quizá tarden hasta una semana más.
—Pero mucho antes de eso —dijo Masashi—, lo que quede del Gobierno chino habrá capitulado a nuestras demandas, el Japón tendrá finalmente todo el espacio que necesita para su pueblo.
Pensó en Hiroshima y Nagasaki. Pensó en el aire estremeciéndose. Pensó en el desgarrón que se produciría en el tejido cósmico cuando el proyectil que lanzasen detonara sobre Pekín. Estaba seguro de que, a partir de ese momento, la Historia le recordaría a él, Masashi, no a su padre, el dios Wataro Taki.
Los niños casi habían terminado ya su juego de bolos. Los hombres que habían estado haraganeando por la periferia del tosco círculo habían empezado ya a alejarse. Todos, menos uno. Este hombre esperó hasta el final. Luego, se acercó al banco de Lillian y se sentó. Era bien parecido, evidentemente francés. No la miró, sino que abrió un ejemplar del International Herald Tribune del día y empezó a leer.
Lillian contempló cómo los niños reían y luchaban amistosa y alegremente entre ellos. Tenían las mejillas rojas por el esfuerzo y levantaban nubes de polvo por dondequiera que iban. De nuevo se sintió sorprendida por lo a gusto que se sentía allí. Y por la distancia que había recorrido desde que estaba en el aeropuerto Dulles, esperando partir.
Caía ya la tarde, y la calidad de la luz era sorprendente. Todo se había espesado a su alrededor, como si formase parte de un cuadro puntillista. El resplandor del cielo, que se iba oscureciendo paulatinamente, procedía de un sol ya hundido tras el distrito occidental. Soplaba una fresca brisa. Un último estallido de carcajadas de los niños que se alejaban, un solitario globo elevado hacia la incipiente noche.
El hombre sentado en el banco hizo crujir las hojas del periódico mientras lo doblaba. Encendió un cigarrillo. Cuando terminó de fumar, se levantó y echó a andar hacia la Rué de Rivoli.
Momentos después, Lillian se marchó también. Regresó paseando por Champs Élysées. Los vendedores estaban cerrando sus establecimientos; los enamorados paseaban cogidos del brazo. Flotaba en el aire una melancolía que se reflejaba también en los acordes de una guitarra que tocaba un joven de largos cabellos que le llegaban hasta los hombros. Lillian echó Una moneda de cinco francos en su sombrero, y el joven le dirigió una sonrisa, formando con los labios un silencioso Merci, madame.
De vuelta en el hotel, entró en el bar y pidió un «Lillet» con hielo. Estiró las piernas, saboreando por unos momentos las apreciativas miradas de las mujeres, así como las de los hombres. Se quitó los zapatos de tacón alto, recreándose en el placer de estar descalza.
Llegó su bebida, y tomó un sorbo. Se le ocurrió, como si fuese la primera vez, que podía levantarse en aquel momento, ir a recepción y encargar que le reservaran Una mesa en un buen restaurante. Luego, mañana, podría volver a casa. A Washington, Bellehaven. Ésa era su casa. «¿Lo había sido alguna vez?», se preguntó. Dependía de la definición que se diera de casa, suponía.
Por unos instantes, acarició la fantasía de hacerlo. Pero solamente había una sensación de vacío. «¿Por qué —se preguntó a sí misma— habría de regresar nadie voluntariamente al purgatorio?» No se le ocurría ninguna respuesta.
En lugar de ello, cogió el ejemplar del International Herald Tribune que el hombre había dejado en el banco. Había ahora una sensación de inminente rapidez. Como si estuviera montando un caballo que acabara de empezar a galopar. No tenía ningún deseo de bajar de la silla.
Abrió el periódico por la página correcta y, mientras continuaba tomando su bebida, leyó el mensaje destinado exclusivamente a ella.
—Hola —dijo Stick Haruma. Hizo una reverencia y, luego, extendió la mano.
Eliane se la estrechó, sobresaltada.
—Entre, está jarreando ahí fuera.
Llevaba pantalones «Levi's», zapatillas «Nike» sin calcetines y una camiseta excesivamente grande con las palabras OHIO STATE BUCKEYES sobre el pecho. Tenía una cara que habría parecido estrambótica de no ser por la energía interior que exudaba. Eliane encontró contagiosa su intensa animación.
—Qué tal, Mike. —La sonrisa de Stick Haruma se esfumó cuando vio las vendas, los cortes y los cardenales—. ¿Quién ha intentado borrarte la cara?
—Es una larga historia —respondió Michael. Dio a Stick una palmada en la espalda—. Hacia más de cinco años que no nos veíamos —dijo, mientras presentaba el alto y delgado japonés a Eliane—. Nos conocimos aquí hace muchos años. Stick y yo estudiábamos juntos en el mismo dojo de artes marciales.
—Sí, éramos uña y carne en aquellos tiempos —dijo Stick Haruma—. Pase. Mi casa es su casa, como dicen en Estados Unidos.
El apartamento de Stick Haruma era esencialmente un espacio vital en forma de ele, con un desván que le servía de dormitorio. Junto al cuarto de estar había un estudio, una cocina y un baño. Todas las habitaciones eran pequeñas según las medidas americanas, pero más que suficientes para la forma de vida japoneea.
—Me alegró oír tu voz cuando llamaste desde el aeropuerto —dijo Stick—. No vienes por aquí tanto como debieras.
No dijo ni una palabra sobre el lamentable estado de sus ropas ni sobre el hecho de que habían llegado sin equipaje. Nada sorprendía a Stick.
—¿Qué puedo traeros, muchachos? ¿Tenéis hambre? ¿Os hace un trago?
Michael se echó a reír al ver la expresión de Eliane.
—Más vale que te vayas acostumbrando a su forma de hablar. Stick se pasa todo su tiempo libre alternando con los americanos en Shinjuku.
—Me encanta todo lo americano —dijo Stick Haruma—. Mi sueño es tener un «Corvette» de 1961. Preferiblemente, blanco con asientos de cuero rojo. Y pasearme con él por el Ginza mientras me endilgo un «Big Mac», patatas fritas y una botella de «Coke».
Eliane rió incrédulamente.
—Trabaja para la Embajada de los Estados Unidos, como traductor para los diplomáticos —dijo Michael.
—Es una porquería de trabajo —dijo Stick Haruma—, pero 378 Ertc van Lustbader alguien tiene que hacerlo. Además, les gusta el hecho de que yo esté al tanto de los modismos más recientes.
Les condujo hasta el sofá.
—¿Qué va a ser? ¿Cerveza, «Coke»? Mike, tienes la cara hecha un cuadro. Eso tiene que escocer con ganas. Si quieres saber mi opinión, más vale que te tomes un whisky para matar el dolor.
—Estupendo —respondió Michael—. ¿Te importa que haga una llamada telefónica de larga distancia?
—Usa el teléfono de arriba —dijo Stick Haruma, señalando en dirección al desván.
Michael subió la escalera de madera y se sentó en el borde del futon de Stick. Marcó el número de Joñas. Se acarició con cuidado el pómulo, dando un leve respingo.
—¿Diga?
—¿Está Joñas?
—¿Quién es?
—Michael Doss. Llamo desde Tokio. ¿Puedo hablar con mi tío, por favor?
—Michael, soy tu abuelo Sam —dijo el general Hadley desde el estudio de Joñas. Había ido allí en cuanto los investigadores se habían presentado en las oficinas de «BITE». Para entonces, había llegado ya la ambulancia, y los sanitarios habían hecho todo lo posible por revivir a Joñas—. Siento ser portador de malas noticias, Mike, pero Joñas está muerto. Ha sufrido un ataque al corazón hace una hora. Yo estoy ahora en su casa, examinando sus papeles.
Michael cerró los ojos, pero las lágrimas se escurrieron, no obstante, al exterior. «¿Qué haré sin el tío Sammy? —pensó—. ¿Qué habrían hecho los Darlings sin Nana?”
—¿Mike?
—Sí.
—¿Te encuentras bien? —dijo el general Hadley—. Llevabas un rato callado. Comprendo que esto te resultará terrible.
—Estaba pensando.
—En Joñas. Comprendo —carraspeó—. Mike, tengo mucho trabajo esperándome. Cualquier cosa que fuese lo que querías decirle a Joñas, puedes decírmela a mí.
Michael recordó lo que decía Joñas sobre la clausura de «BITE». Pero ¿qué importaba eso ahora? Joñas estaba muerto.
—Mike, si tienes algo concreto, ahora es el momento de decirlo.
Michael contó a su abuelo todo lo que había sucedido hasta hacía un momento, incluida la existencia del documento Kattí. Cuando terminó, Hadley permaneció largo rato en silencio.
Cuando habló, el tono de su voz era grave.
—¿Qué hay de Audrey? ¿No la has encontrado aún?
—No —respondió Michael—. Pero la he seguido hasta el Japón. No pararé hasta encontrarla. La haré regresar, Sam, no te preocupes.
—Sé que harás todo lo que puedas —dijo Hadley—. Ya he visto las notas de Joñas sobre tu misión.
Hizo una pausa y carraspeó.
—Quiero saber, Mike..., borra eso. Necesito saber si vas a seguir. Sé que no eres un agente. Sé que, como abuelo tuyo, no tengo ningún derecho a pedirte que continúes poniéndote en peligro. Pero tu padre ha muerto, y también Joñas. Tú eres la única esperanza que tenemos. Si puedes apoderarte del documento Ka-tei... Es vital. Si las cosas son como tú dices, con él en la mano no hay duda de que podemos lograr un acuerdo.
Michael se sintió desconcertado.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué clase de acuerdo?
—Pues con los japoneses, naturalmente —respondió Hadley—. Al fm tendremos algo que les causará una pérdida enorme de prestigio. Nos proporcionará un excelente medio de presión. Les obligará a volver a la mesa de negociación, les forzará a hacer la paz con nosotros en esta guerra comercial terriblemente peligrosa. Es lo que habría hecho Joñas, lo que haré yo. Escucha, Mike, hay muy poco tiempo. He estado examinando los informes de los agentes de «BITE». Se ha estado produciendo una sistemática filtración de informaciones importantes a los soviéticos. Las pruebas disponibles apuntan a la existencia de un agente secreto ruso dentro del propio «BITE». Ésa es una de las razones por las que decidí cerrar la tienda.
»Pero ahora que estoy en casa de Joñas, puedo ver de qué estaba hablando él. El informe que encargué sitúa la fecha inicial de la filtración hace unos seis años. Según lo que Joñas descubrió poco antes de su muerte, las filtraciones son mucho más antiguas.
»Creo que quizá Joñas estaba empezando a sospechar quién era el topo. Lástima que esté muerto.
—Si Joñas encontró las pistas —dijo Michael—, también puedes encontrarlas tú. No irás a abandonar el asunto, ¿verdad que no lo harás?
—No estoy seguro de que tenga sentido continuarlo por más tiempo —respondió Hadley—. Al menos de esta manera. El topo se llevó una última y enorme cantidad de información..., todos los datos sobre nuestras redes soviéticas, incluyendo agentes activos, informantes locales y durmientes. La recuperación de esa información es de importancia primordial. Y también parece que el topo se ha fugado con la información. Muy probablemente, está ya al otro lado del Telón de Acero.
—¿Y eso es todo? —El tono de Michael era de incredulidad.
—¿Qué otra cosa quieres que haga, hijo, llamar al Ejército? A veces tienes que hacer de tripas corazón, aprender de tus errores y seguir con lo que tienes entre manos. Bsta parece ser una de esas ocasiones. —El general Hadley carraspeó—. El único rayo de esperanza que hay en todo esto es que tú estás sobre la pista del documento Katei. Mira, Mike, encuéntralo por mí, ¿eh? No puedo ni empezar a decirte lo que significaría para nosotros. Puede que sea nuestra salvación.
Muelle Takashiba. Brillantes reflectores, sobre los que mariposas de color de ceniza se arrojaban con suicidio abandono, iluminaban las susurrantes aguas. La luz rebotaba en las pequeñas olas, tornando al agua tan negra y opaca como la obsidiana. Parecía lo bastante sólida como para poder caminar sobre ella.
Pálidas guedejas de niebla reptaban a lo largo del suelo, ablandando las losas de cemento manchadas de grasa. Aquí, como en todo el resto de la ciudad, las calles rebosaban de camiones y vehículos articulados, pues en Tokio los repartos comerciales solamente se podían hacer de noche. En el agua, buques cisterna y pequeñas embarcaciones resplandecían, brillantemente iluminadas, mientras sus tripulantes descargaban petróleo y productos destinados a los diversos mercados al por mayor de Tokio, donde serían puestos a la venta al despuntar el alba.
No había sido difícil burlar a los guardianes de Masashi. En el baño de su casa, Michiko había llamado a sus doncellas, había vestido con sus ropas a una de ellas y la había hecho salir acompañada de la otra muchacha.
—Ve a mis habitaciones —había dicho a la muchacha. Los guardias de Masashi nunca entraban en sus habitaciones, sino que se quedaban vigilando afuera—, Métete en la cama como si fueses yo y quédate allí hasta mí regreso; espero estar de vuelta antes de que los guardias hagan entrar a las muchachas para despertarme.
Empezó a llover copiosamente casi en el mismo momento en que Joji y Michiko bajaron del coche. Él se subió el cuello del impermeable y, sujetándola con firmeza, echó a correr por la acera. Había mantenido a Michiko dentro del coche durante casi quince minutos mientras observaba los ritmos nocturnos de la zona. Pero la ansiedad que le dominaba era demasiado intensa y, por fin, interrumpió su vigilancia.
No habia nadie en la calle. Pasaron varios camiones, pero ni se detuvieron ni redujeron la marcha, y Joji centró su atención en el edificio en que él y Shozo habían encontrado a Daizo. Ofrecía exactamente el mismo aspecto que entonces.
Fue hasta la puerta y la abrió lentamente. Entró él primero, con la pistola preparada. Permanecieron completamente inmóviles.
Joji, aspirando los mismos olores a pescado y gasolina, esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.
—¿Oyes a alguien? —susurró. Michiko podría estar ciega, pero él sabía que sus demás sentidos eran mucho más agudos que los suyos. Ella negó con la cabeza.
El diminuto vestíbulo, el tramo casi vertical de escaleras, las destartaladas paredes y el techo, se fueron materializando lentamente en' la oscuridad. Se oía la lluvia golpear contra la puerta como un vagabundo borracho.
La puerta había crujido levemente al abrirse. Pero, aparte de eso, no habían producido ningún ruido desde su entrada. Joji podía oir un zumbido, como de un motor, y una ligera vibración que llegaba a través de las tablas del suelo. Pero a eso se limitaba todo.
Manteniéndose en la parte de dentro de la escalera, subieron lentamente. Cada tres escalones más o menos, se detenían y aguzaban el oído en completa inmovilidad. El zumbido era ahora tan bajo que apenas si podían distinguirlo. La vibración había disminuido también.
En la mitad de la subida, Joji dirigió toda su atención hacia el pasillo que había en lo alto de la escalera. Brillaba allí un nimbo de pálida luz, proyectada, sin duda, a través de una ventana por una de las farolas de la calle. A la derecha, sabía, estaba la amplia habitación vacía en que se había zambullido Shozo disparando su escopeta de cañones recortados. Joji sonrió al recordarlo. Leal Shozo.
Se volvió hacia Michiko.
—Quiero que te quedes aquí —le dijo al oído.
No esperó contestación, sino que se deslizó, peldaño a peldaño, hacia arriba. La lluvia, tamborileando sobre el techo de cemento, se convirtió pronto en un sonido irresistible. Subió rápidamente los cinco últimos peldaños.
Estaba ahora en el pasillo. Se volvió hacia la izquierda, pero allí todo era negrura. A la derecha, la difusa luz. Fue en esa dirección.
En la amplia estancia, el sonido del aguacero era muy fuerte. Joji pudo ver por qué. Las ventanas del fondo estaban abiertas.
La lluvia goteaba en el suelo, formando charcos veteados de pálidos colores al reflejarse en ellos las luces del exterior.
Joji avanzó sigilosamente en la semioscuridad. Observó la puerta cerrada detrás de la cual había visto a Tori prisionera. Se dirigió con cautela hacia ella, resguardándose lo mejor posible entre las sombras.
Cuando estuvo a tres pasos de la puerta, se preparó. Acercó la cara a la puerta y gritó:
—¡Abrid! ¡Masashi quiere hablar con la niña! —Y, al mismo tiempo, golpeó la puerta con la culata de su pistola.
La puerta se abrió a su presión, y a Joji le dio un vuelco el corazón. No tenía echada la llave. Entró en la habitación.
Estaba desierta.
—Eh, muchacho, ¿qué ha pasado? —preguntó Stick Haruma. Le dio a Michael un vaso de whisky con hielo—. Parece como si acabaras de ver un fantasma.
—Michael. —Eliane alargó la mano hacia él—. ¿Te encuentras bien?
Michael, al pie de la escalera que llevaba al desván, tragó el licor con gesto convulsivo.
—Mi tío ha muerto —dijo, con voz inexpresiva.
—¿Te refieres a tío Sammy? —Stick Haruma meneó la cabeza—. Lo siento muchacho. Me acuerdo del viejo. Me caía bien.
Eliane miraba alternativamente a uno y a otro, procurando controlar sus emociones.
—Sí —dijo Stick Haruma—. El viejo Joñas Sammartin era el último de una casta.
—Un ataque al corazón. Murió en su despacho.
—¿Cómo ha sido, Michael? —preguntó Eliane.
—Así, sin más, ¿eh? —Stick Haruma sirvió a Michael otro vaso de whisky—. Bebe, Mike. La vida es fugaz. Nunca sabe uno cuándo es el momento de entrar en el plano astral. —Levantó su vaso y lo hizo chocar primero con el de Michael y luego con el de Eliane—. Brindemos por el tío Sammy. Era un gran tipo.
Michael bebió el whisky melancólicamente, sin saborearlo en absoluto.
—Tengo que salir un rato —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Eliane avanzó un paso hacia él, pero Stick la contuvo con un gesto.
—Como quieras, muchacho —dijo Stick—. A veces es mejor estar solo.
Pero, tan pronto como Michael hubo salido, Stick se volvió hacia Eliane y dijo en japonés:
—Voy a vigilarle. Quédese aquí hasta que volvamos. Sé que está pasando algo grave. Si no, Mike habría traído un regalo, ¿neh?
Eliane asintió. La costumbre japonesa exigía que se realizasen regalos en una amplia diversidad de ocasiones. Visitar la casa de un amigo era sólo una de muchas. No hacerlo constituía una grave falta de etiqueta.
—Es muy grave —dijo ella.
Stick asintió con aire ausente, repitiendo «quédese aquí», mientras salía por la puerta.
¿Cómo se encuentra un ser humano a otro en una ciudad de diez millones de almas apretujadas como sardinas en una lata? Las aceras de Tokio estaban abarrotadas de gente, las calles congestionadas por un tráfico tan denso que apenas si se movía. En invierno, las tiendas de botones de segunda mano hacían un gran negocio; los botones de los abrigos estaban siendo arrancados constantemente por los apretones de la gente. En verano, era inútil tratar de llevar comida al parque. Invariablemente, los alimentos quedaban aplastados a consecuencia de las apreturas mucho antes de llegar.
Como si esto no fuera suficiente, Tokio tenia un trazado que no seguía ninguna pauta lógica. Era, literalmente, un laberinto de amplias avenidas y tortuosas callejas. No había letreros indicadores de direcciones, por lo que continuamente se veían personas, que incluso residían en Tokio desde hacía mucho tiempo, preguntando direcciones en las comisarías de Policía de distrito.
Mientras vagaba por entre las densas multitudes, Michael se sentía aterrado por la congestión de seres humanos y de vehículos. «Stick tenía razón —pensó—. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo aquí.» Naturalmente, recordaba Tokio como un lugar abarrotado, pero los recuerdos eran con frecuencia difíciles de apreciar. Esta realidad le dejaba atónito. ¡Había tan poco espacio para tanta gente...! Había oído hablar, aunque nunca los había visto, de los llamados «hoteles cápsula» populares entre los sobrios hombres de negocios japoneses de todo el país. En vez de entrar en una habitación, uno se introducía en una cápsula de aproximadamente 1,80 por 1,20 metros. Contenía un futan en el que dormir, una lámpara y un radio-reloj. Los japoneses no se quejaban de semejantes aposentos, que volverían loco a un americano. El hacinamiento era un hecho de la vida en Japón, algo con lo que uno crecía.
Michael se detuvo a mirar el escaparate de unos grandes almacenes. Estaba lleno de luces de colores que brillaban y parpa deaban. Su mirada se movió hacia un lado y vio el reflejo de Stick Haruma.
—Olvidaste tu paraguas —dijo Stick, sosteniendo el suyo abierto sobre sus cabezas—. ¿Cómo te va, muchacho?
Michael meneó la cabeza.
—No sé.
—Ven —dijo Stick—. Vamos a tomar un bocado.
Entraron en los almacenes, una auténtica ciudad dentro de otra. Había en ellos seis restaurantes. Stick llevó a Michael al situado en el último piso. Al poco rato se hallaban sentados a una mesa desde la que se dominaba toda la ciudad. El resplandor de las luces era asombroso. Torres enormes se alzaban en el distrito de Shinjuku, irguiéndose hacia el cielo con una especie de ciega arrogancia.
—Creo que será mejor que me lo cuentes —dijo Stick, una vez que hubieron encargado la cena.
«Tengo que decírselo a alguien», pensó Michael. Miró a su amigo y, por primera vez desde que tío Sammy le llamó para decirle que su padre había muerto, se sintió a salvo.
—Así es como comenzó —dijo, y le fue contando todo, sin omitir nada más que sus sospechas con respecto a. Eliane. No quería hacerle concebir prejuicios a Stick; primero quería saber qué pensaba de ella su amigo.
—¿Qué piensas de Eliane? —preguntó al terminar su relato.
Para entonces les habían servido ya la cena, y Stick estaba comiendo.
—Primero dime qué haces tú en compañía de Eliane Yama-moto.
A Michael casi se le caen los palillos.
—¿Qué quieres decir? Ella me dijo que en realidad se llamaba Shinjo.
—Mintió —respondió Stick. Su rostro mostraba ahora verdadera preocupación—. Mike, esa mujer es la hija de Nobuo Yama-moto, el dueño de «Industrias Pesadas Yamamoto».
Fue como si una escopeta se hubiera disparado en el interior de la cabeza de Michael. Donde antes sólo había enigmática oscuridad, ahora había luz. Michael recordó su conversación con tío Sammy. Michael había tenido la impresión de que debía existir algún motivo ulterior para el extraño comportamiento de Nobuo en la reunión del «Ellipse Club». Le había parecido entonces extraño a Michael que Nobuo tratase deliberadamente de torpedear las conversaciones comerciales. ¿Por qué querría hacer tal cosa?, había preguntado Michael a tío Sammy. Joñas le había dicho que mantuviera su mente concentrada en la tarea en que se hallaba ocupado: averiguar quién, dentro de la Yakuza japonesa, había matado a Philip Doss y por qué.
«Y ahora —pensó Michael—, me tropiezo, ¡literalmente!, con la hija de Nobuo Yamamoto en Maui, y ella me dice que está en la Yakuza y se convierte en mi asociada. ¿Por qué? ¿Qué quiere? ¿Qué diablos está pasando?» —Si es hija de Yamamoto —dijo, un poco incrédulo todavía—, ¿cómo es que conoce el funcionamiento y actuaciones del clan yakuza del Taki-gumi?
—Ésa es una buena pregunta —dijo Stick Haruma—. Una pregunta a la que la mayoría de la gente de por aquí sería incapaz de contestar. Pero yo estoy introducido en la red burocrática que hace funcionar a este país. ¿Has oído alguna vez hablar de Wa-taro Taki?
—¿El padrino de la Yakuza? —dijo Michael—. Todo el mundo ha oído hablar de él.
—Bien, pues la madre de Eliane, Michiko, es hija adoptiva de Wataro Taki. Desde la muerte de Wataro, el Taki-gumi se ha visto desgarrado por las banderías. El hijo menor, Masashi, es el oya-bun, pero se dice que hizo asesinar a su hermano mayor, Hiroshi. Ciertamente, desplazó al tercer hermano, Joji, para tener despejado el camino en la sucesión de Wataro. En cuanto a su hermanastra, nadie sabe hacia dónde se orienta la lealtad de Michiko Yamamoto. Estaba totalmente consagrada a Wataro. —Se encogió de hombros—. Ahora que el viejo ha muerto, ¿quién sabe?
Michael miró a su amigo y pensó: «Cristo, Eliane está en medio de todo eso. Podría estar trabajando para cualquiera de las facciones.» —Stick —dijo—, estoy en un aprieto. Necesito tu ayuda.
—No tienes más que pedir —dijo Stick Haruma. Señaló con su palillo—.• ¿Vas a terminar ese sashimi? Sería una lástima desperdiciarlo.
—Tómalo tú —respondió Michael—. No tengo mucho apetito.
—Eso es un error. —Stick Haruma alargó la mano, cambiando su plato vacío por el medio lleno de Michael—. Siempre he sido de la opinión de que la estrategia se elabora mejor sobre la base de un estómago lleno.
Sumergió un trozo de pescado crudo en una combinación de salsa china y wasabi.
—El hambre nunca ha hecho ningún bien a nadie.
Michael se echó a reír, disipado su sombrío estado de ánimo.
—No has cambiado, ¿eh? —Meneó la cabeza—. Gracias a Dios.
—Dios no tiene nada que ver con ello —respondió Stick, tomando otro trozo de pescado—. Dios es un concepto que encuen tro deplorable que se espere acepten los hombres honrados.
Michael meneó de nuevo la cabeza.
—Te he echado de menos, muchacho. Puedes estar seguro.
—Muy bien —dijo Stick, terminando de comer—> ¿qué quieres que haga?
Michael metió la mano en el bolsillo y sacó el trozo de cordón rojo oscuro. Lo depositó sobre la mesa, entre ambos.
—¿Reconoces esto?
Stick lo cogió y lo dio vueltas entre los dedos mientras lo examinaba.
—¿No es del templo?
No hacían falta más explicaciones. Los dos estudiantes, habiendo estudiado bajo la dirección del mismo sensei, sabían de qué templo se trataba.
Michael asintió.
—Sí. Mi padre lo dejó para mí en Maui. En el avión he estado pensando todo el tiempo en ello. Ahora estoy seguro de que se trata de una pista para localizar el lugar en que escondió el documento Katei.
—¿En el templo?
—En efecto.
Stick se recostó en el asiento.
—Bien, supongamos que tienes razón —dijo pensativamente—. Pero, ¿qué vas a hacer con respecto a Eliane Yamamoto? No sabes el papel que desempeña en todo esto ni qué es lo que quiere. ¿Cómo lo vas a averiguar?
—Ahí —respondió Michael— es donde entras tú.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué pasa?
Joji podía ver su rostro, mortalmente pálido a la luz que salía de las ventanas que daban al muelle. Pensó que nunca había visto tanto terror concentrado en un solo rostro.
—Tori no está aquí —dijo Joji—. Deben de haberla trasladado.
—¿Por qué habrían de hacerlo?
—Por mi incursión, porque Daizo está muerto, porque Masashi sabe que voy por él. No sé.
—Joji-chan —dijo Michiko—, tenemos que encontrar a mi nieta.
—Podría estar en cualquier parte. Podría...
—No. No. —Ella le estaba sacudiendo—. No hables así. Tenemos estas horas de la noche para encontrarla. —Le cogió de la mano—. Vamos. Y guarda esa pistola. No podemos permitirnos hacer tanto ruido. Utiliza esto.
Joji cogió el tanto, la larga daga que ella le entregó.
Michiko le condujo a lo largo del pasillo. Estar ciega no era ningún impedimento para ella. Hacía tiempo que había aprendido a compensar esa carencia empleando sus otros sentidos. En la oscuridad del pasillo, era realmente Joji el torpe, y tropezó con ella cuando se detuvo de pronto. Notó algo y extendió la mano.
—¿Es una katana lo que tienes? —susurró.
—Chiss —advirtió ella—. Alguien viene.
Joji se esforzó por oír ruido de pasos. Podía oír el débil zumbido de la maquinaria, pero nada más. Luego, olió a comida y escuchó a alguien silbar.
A los pocos momentos vio a un soldado yakuza atravesar el haz de luz proyectado por una bombilla desnuda situada en algún lugar a bastante altura sobre sus cabezas. El hombre llevaba una bandeja de comida. Avanzaba hacia ellos desde el otro extremo del pasillo. Entre donde se encontraba Joji y Michiko y el yakuza que se acercaba estaba la escalera que llevaba en dirección a la calle.
Joji pudo ver ahora la hoja de acero de la espada que Michiko empuñaba introducirse en el haz de luz, en dirección al yakuza.
El hombre la vio y se paró en seco.
—Tu nombre —ordenó Michiko.
El yakuza se lo dijo.
—Quiero saber dónde está la niña.
—¿La niña? —dijo el hombre—. Yo no...
Lanzó un débil grito cuando la punta de la hoja le rasgó la camisa. Brotó sangre de la herida de su pecho.
—Llévanos allí —susurró Michiko.
El hombre asintió con la cabeza, le siguieron escaleras abajo y, luego, por la puerta ubicada detrás de los peldaños. Había un tramo descendente. Los sonidos de maquinaria en funcionamiento eran más fuertes ahora, lo mismo que la vibración.
El hombre les guió por las escaleras hasta el nivel inferior. Se introdujeron en un corredor que parecía haber sido abandonado hacía muchos años. Estaba lleno de polvo, telarañas, cajas de madera podrida y tablas.
Había una puerta al final del corredor, donde éste terminaba.
—Es allí —dijo el hombre—. Pero nunca la sacarán viva. Nunca la sacarán viva.
Sus ojos bizquearon cuando Michiko le golpeó en la nuca con el pomo de la espada. Joji le cogió la bandeja de las manos. Miró a Michiko.
—¿Por qué vacilas, Joji-chan?
Joji miró al caído yakuza y, luego, a la puerta cerrada.
—Quizá tenga razón —dijo—. Podrían matarla.
—No si haces esto bien —replicó ella—. La comida es nuestro medio de entrar. Utilízalo.
Se agachó, arrastró al yakuza hasta las polvorientas sombras del extremo del corredor y, luego, volviendo a coger su espada con las dos manos, movió la cabeza.
Joji tomó aliento.
—Recuerda —dijo ella—. Hazlos hablar.
Joji llamó a la puerta con los nudillos.
—La cena —masculló.
Se abrió la puerta, y un hombre asomó la cabeza apuntando al pecho de Joji con una pistola.
—¿Quién eres tú? —dijo el hombre, con suspicacia.
Joji le reconoció al instante como uno de los captores de Tori. Dijo un nombre.
—No te conozco —dijo el hombre.
—Tampoco yo a ti —replicó Joji—. Me limito a hacer lo que me mandan.
—Simpático, ¿eh? —El hombre se echó a reír y abrió del todo la puerta.
Joji retrocedió un paso, y, en el mismo instante, Michiko brotó de entre las sombras. Fulguró su katana.
-¿Qué?
La expresión de sorpresa en el rostro del yakuza apenas si tuvo tiempo de convertirse en incredulidad cuando la hoja de acero se hundió en su cuerpo.
Joji dejó caer la bandeja, se arrodilló y lanzó el tanto. La daga se hincó hasta el puño en el segundo hombre en el momento en que se levantaba de un salto de su silla.
Los ruidos despertaron a Tori. Se incorporó en el improvisado futan que habían preparado para ella.
—Abuelita —dijo, frotándose los ojos—. ¿Es un sueño esto?
Michiko pasó por encima del cadáver del yakuza. Cogió en brazos a su nieta.
—No es un sueño, pequeña. Estoy aquí. —De sus ojos fluían silenciosas lágrimas.
—Sabía que vendrías, abuelita —dijo Tori—. ¿Por qué estás llorando?
Michiko se dirigió a Joji:
—Mantenle la cabeza apartada de eso —dijo refiriéndose a los cadáveres.
—¿Están dormidos los hombres? —preguntó Tori.
—Sí, cariño. Están cansados de cuidarte durante tanto tiempo.
A Michiko casi se le estrangulaban las palabras en la garganta. Pero, con su nieta en brazos, se sentía como si hubiera vuelto a nacer. «Estoy viva de nuevo», pensó. Recitó una sincera oración a Megami Kitsune, la zorra-diosa, que, estaba segura, habla velado por Tori y la había mantenido sana y salva.
Tras comprobar que los dos yakuzas estaban sin vida, Joji extrajo el tanto y lo secó en las ropas del muerto. Luego, salió de la habitación, delante de Michiko y Tori.
—¿Cómo estás, pequeña? —dijo Michiko. La combinación de alegría y alivio la estaban haciendo sentirse aturdida, y se apoyó pesadamente en el brazo de Joji.
—Te echaba de menos, abuelita —dijo Tori—. Echaba de menos lo bien que huele esto. —Y hundió la cara en la abundante cabellera de Michiko.
El corredor estaba lleno de polvo. Era largo, oscuro, desierto. Sonaban con intensidad los ruidos de la maquinaría.
—¿Está mamá también aquí? —preguntó Tori, bostezando. Estaba ya a punto de dormirse.
—Estará, cariño —dijo Michiko—. Muy pronto ya.
Lillian pasó un largo rato mirando al vacío ante sí, mientras el aromático vapor del té penetraba en sus fosas nasales. Se llevó la taza a los labios y bebió.
Por la mañana, al despertarse, había visto una mariposa parda y amarilla revoloteando sobre los heléchos. Tocaba aquí y allá, sin detenerse por más tiempo que el de un fugaz aleteo. Bajo ella, reptando sobre las enredaderas y flores que había ante su habitación, una oruga avanzaba lenta y decididamente.
«Dos criaturas tan diferentes», pensó Lillian, sirviéndose más té. Y, sin embargo, en el espacio de una semana, habría dos mariposas pardas y amarillas revoloteando sobre los heléchos.
«Dos criaturas tan diferentes —pensó—, y, sin embargo, son una sola. Como yo. Ayer, yo era la oruga que he sido durante décadas, y hoy soy la mariposa. He sido transformada. He sido liberada de los grilletes de mi vida. Y tengo también mi venganza.”
Le vio en el momento en que entró en el restaurante. Un hombre alto, delgado, atractivo, de pelo oscuro veteado de hebras más claras y ojos grises y escrutadores. Ella llevaba su vestido de «Dior» y se sentía viva y libre. Terriblemente libre.
Él llevaba un traje gris perla a rayas azules. Le agradó a Lillian ver que era el que ella le había elegido, de corte halagadoramente elegante. (Años atrás, usaba su estilo pasado de moda de solapa ancha en lana inadecuadamente gruesa.) Le había visto en seguida porque le estaba buscando en el rincón situado frente a la puerta. (Ella se había burlado muchas ve ees de esa costumbre suya de sentarse en el mismo sitio cualquiera que fuese el restaurante en que entrasen. Hasta que él le explicó por qué lo hacía, que formaba parte de su adiestramiento. Ella lo había comprendido inmediatamente e, incluso, había admirado su disciplina.) El maítre la condujo hasta su mesa, y él se levantó, sonriente, y le dio un beso en cada mejilla. Pidió para ella una ginebra con limón. Él estaba tomando un «Campari» con soda, ya que había adoptado la costumbre parisina de beber ligeramente entre comidas.
—¿Cómo estás?
Nunca se dirigía a ella llamándola por su nombre ni aun por un apodo..., a menos, naturalmente, que estuviesen en la cama haciendo el amor. Entonces lo hacía siempre, como para compensar el tiempo perdido.
—¿Ha habido incidentes en tu viaje?
Esto era muy propio de él. Nada de «¿has tenido un buen viaje?». Lillian había descubierto que necesitaba sonsacar información, aun en sus conversaciones más personales. También eso formaba parte de su adiestramiento, suponía.
—Ha sido un viaje agradable —respondió, saludando con un movimiento de la cabeza al maílre, que había acudido a servirle la bebida él mismo. Eran clientes habituales.
—Brindemos por ello, pues —dijo, levantando su vaso, lo entrechocó contra el de ella, y ambos bebieron—. Me alegro de verte.
—Lo dices como si no hubieras estado segura de verme esta vez.
Le escrutó los ojos, una cosa que él le había enseñado, juntamente con los trucos que ella utilizaba ahora para identificar la nacionalidad de las personas por sus rasgos faciales. Siempre le estaba enseñando algo útil.
—Para ser sincero —respondió—, tenía mis dudas.
—¿Por qué? Siempre he venido otras veces. —Percibió un cierto nerviosismo en su mirada.
Él asintió con un movimiento de cabeza.
—Pero esta vez no es como otras. —Su deferencia hacia la verdad siempre daba más fuerza a sus observaciones—. Ésta es totalmente diferente. —Siempre había algo que aprender en lo que él decía, y en cómo lo decía—. Ésta es la última vez.
—¿Y pensabas que podría arrugarme?
—¿Perdón?
Le encantaba ver esa expresión de perplejidad en su rostro. Ello se debía en parte a que sucedía muy raramente, y en parte a que resultaba excitante saber que ella era la causa.
—Que podría cambiar de idea en el último momento.
—Asi era yo —dijo él, con aire meditativo—, antes de casarme.
Rara vez hablaba de su mujer. La madre de ella era judía, había explicado, lo cual le hacía judía a ella también. Él lo había sabido antes de casarse, y había seguido adelante, no obstante, aun sabiendo que sería peligroso que llegara a saberse su secreto. Como finalmente ocurrió. Un rival lo había descubierto. El rival había intentado hundirle, pero, en lugar de ello, él había destruido al rival. Pero no antes de que su esposa hubiese sido encarcelada y torturada. Nunca salió de su estado catatónico y se encontraba ahora en un sanatorio. Él la visitaba todas las semanas.
—Yo me..., ¿cómo has dicho...? ¿Arrugaba? Sí, me arrugaba. No es que no la amase. La amaba. Pero a pesar de ello —Lillian continuaba mirándole a los ojos—, fue un gran paso. Una tarea de ajuste enorme. La vida no se altera tan fácilmente, a veces. La mente tiende a rechazar el cambio, ¿no crees?
—Es probable —respondió ella—. Depende.
—¿De qué? —Su curiosidad era autentica, y a ella le encantaba eso.
—De la persona. De las circunstancias. —Tomó un sorbo de su ginebra—. El cambio sólo es difícil cuando se es feliz o se es desgraciado. Y da la casualidad de que yo no soy ninguna de las dos cosas. Acepto gustosa el cambio, hace que me sienta... libre.
—Y no tienes segundas intenciones.
Muy propio de él ser tan cabal.
—Ninguna.
Él asintió con gravedad.
—Comprendo. Creo que eso es muy bueno.
Le dirigió su rápida y atractiva sonrisa. Le hacía parecer casi infantil. Le recordaba a ella su primer encuentro. Había sido hacía muchos años y para entonces tenía ya una gran amistad con su hermana. Fue ésta la que facilitó el primer contacto. Había sido en París. En un bistro del Boulevard Saint-Germain que Lillian solía frecuentar. A Lillian le gustaba sentarse allí y tomarse un trago mientras contemplaba pasar a los jóvenes estudiantes charlando animadamente, riendo, cantando, quizás, una vieja canción de Pete Seeger. Le invadía la nostalgia y rememoraba sus propios días de estudiante. Por entonces se había producido su única escapada de Washington. Y los excesos de ausencia e infidelidad de Philip.
La hermana de él era una mujer atractiva, aunque en opinión de Lillian, un poco simplona. Era varios años más joven que Lillian. Pero resultó tener los mismos problemas. Su marido continuaba engañándole, al tiempo que mantenía la ficción de un ma trimonio feliz. Había pensado en dejarle, confió a Lillian una tarde, pero no se atrevía.
Después de eso, Lillian dedicaba gran parte del tiempo que pasaban juntos a reforzar su seguridad en sí misma y a convencerla para que abandonara a su marido. Pero eso era algo que su hermana no podía hacer. Era una ruptura demasiado terrible. Su vida, dijo, era un yermo de monotonía. A veces se encontraba a sí misma fantaseando con respecto a un empleado de su oficina. «Ya sabes, cosas sexuales», solía decir. ¿No era eso sorprendente y un poco perverso?
En absoluto, había dicho Lillian. Para entonces estaba ya plenamente interesada en la vida de ella. Le resultaba asombroso y un poco excitante ser capaz de ver con tanta claridad los problemas de otra persona y poder ayudarle a resolverlos. La hacía sentirse necesitada. No, mejor que necesitada: útil. Las fantasías de esa naturaleza eran completamente normales, dijo, pensando en ella misma. Y, de hecho, ¿qué podía impedirle hacer realidad esas fantasías? Oh, no podría en manera alguna, había dicho ella. Jamás. Estaría mal. Pero ¿por qué?, le había discutido Lillian. Si no podía cambiar de vida, ¿qué tenía de malo tratar de hacerla lo más agradable posible?
En las tardes siguientes, habla seguido insistiendo sobre ello, convenciéndola poco a poco de los aspectos positivos de tener una aventura. Y, en el proceso, se había convencido a sí misma de que era perfectamente justo que ella tuviera una.
Había sido por entonces cuando ella se lo había presentado. Un día, su hermana había acudido con él, un solitario diplomático recién destinado a la Embajada en París, que necesitaba un poco de orientación. «Yo ya he terminado mis vacaciones —había dicho su hermana—. Tengo que volverme a casa. —Había sonreído, casi tímidamente—. ¿Serías tan amable?”
Lillian lo había sido, naturalmente. Estaba madura para recibirle. Estaba aburrida, irritada, sola. Y en la ciudad más romántica del mundo.
¿Se había sentido realmente sorprendida por el hecho de que él hubiera resultado ser David Turner? O, más exactamente, el hombre que en otro tiempo ella había conocido como David Turner. El hombre hacia quien, mucho tiempo atrás, se había sentido tan atraída. Su maestro, su mentor. El hombre que la había salvado hacía tantos años y que había desaparecido luego sin dejar rastro. El hombre que ahora se convertiría en su control en el mundo de secretos en que tan desesperadamente quería entrar.
Era todavía atractivo, apuesto, más aún quizá. Naturalmente, necesitaba algún que otro cambio. Pero era tan firme, tan estable, como una montaña. Su mundo estaba tan bien definido que le ayudaba a situar el suyo en perspectiva. El caos a que Philip la había forzado a enfrentarse desaparecía cuando estaba con él. Y, lo mejor de todo, nunca la abandonaba. Por el contrario, era ella quien, periódicamente, se veía obligada a separarse de él. ¿Qué más natural que surgieran entre ambos unas relaciones deliciosas? Por otra parte, ¿quién hubiera podido prever que las cosas la conducirían hasta este momento en el tiempo?
—¿Cómo está Mimi? —preguntó ahora Lillian.
—Muy bien —respondió él—. Siempre está preguntando por ti.
—La echo de menos.
—Excelente —dijo él, poniendo su mano sobre la de Lillian.
—Quería preguntarte una cosa —dijo ella con súbita timidez—. ¿Por qué utilizaste a Mimi? ¿Por qué no me abordaste tú mismo directamente?
—¿La verdad? No sabía cómo me recibirías. Allá en Tokio me separé muy bruscamente de ti. Era necesario, desde luego, pero no sabía si tú lo comprendías.
Lillian sonrió levemente.
—Recuerdo cuando te trajo Mimi. Recuerdo haber pensado que había estado segura de que no te volvería a ver nunca. Naturalmente, eso es lo que me había dicho a mí misma. Pero ahora creo que todo el tiempo supe que te vería de nuevo. Y entonces comprendí que ésa era otra cosa que tú me habías enseñado: a ser paciente.
—Nunca te agradecí debidamente lo que hiciste por mí en Tokio.
—Sí que lo hiciste —dijo ella, apretándole la mano—. Una y otra vez.
Sus ojos se unieron por un momento.
Lillian comprendió que era el momento de pasar el Rubicón. Abrió su bolso y sacó un pequeño paquete.
—Lo he traído —dijo.
Se lo puso en la palma de la mano. «Ya está —pensó—. Se ha terminado.» Y era fácil.
—Así, pues —dijo Evgeni Karski mientras volvía a levantar el vaso—, hemos llegado no al final sino a un nuevo principio.
Cuando Eliane despertó, Michael ya se había ido. Se dio la vuelta en el -futan del diminuto cuarto de invitados de Stick Ha-ruma y sintió el calor que el cuerpo de Michael había dejado allí. Pasó la mano por el futan, acariciándolo con suavidad. Apoyó la cabeza donde había estado la de él y cerró los ojos. Soñó con él sin volver a dormirse.
Cuando abrió de nuevo los ojos, estaba lista para levantarse.
Se puso uno de los quimonos sobrantes de Stick y entró en el cuarto de baño. Tendrían que comprar ropa hoy, pensó. Cuando volvió a salir, oyó a alguien trabajando en la cocina. Stick estaba preparando el desayuno.
—¿Ha visto a Michael? —preguntó.
—Salió antes de que me levantara —respondió Stick, moldeando unas bolas de arroz. Levantó de pronto la vista y dijo—: ¿Le gusta esto para desayunar?
—No especialmente.
Él sonrió.
—A mí tampoco. ¿Qué tal si nos vamos a tomar unas tortitas a un sitio que conozco en Shinjuku?
Lillian se echó a reír.
—Déjeme adivinar. Todos los americanos van allí, ¿no?
—Sí. Ese establecimiento hace las mejores tortas de este lado de la línea internacional de cambio de fecha.
—Nunca las he probado —dijo Eliane.
—Entonces, no ha vivido realmente.
Media hora después, Eliane miró a Stick Haruma, al otro lado de la mesa, y dijo:
—¿Qué es eso?
fil levantó el frasco de cristal.
—Almíbar de arce —dijo—. Va sobre las tortitas.
Eliane miró con aire dubitativo el viscoso líquido marrón.
—Debe tomarlo —insistió Stick—. No son las mismas sin el almíbar.
Eliane echó cautelosamente un poco sobre las tortitas y probó un trozo.
—Vaya, está muy bueno —dijo.
Stick la había llevado a «Pancake Heaven». Estaba en el segundo piso de un edificio de oficinas, poseía un mirador acris-talado desde el que se dominaba una amplia extensión del Kabuki-cho, la mitad oriental de Shinjuku. Desde allí podían ver las calles rebosantes de muchedumbres ataviadas con ropas de vivos colores. No parecía haber ni un centímetro cuadrado en el que maniobrar.
Tubos cromados y superficies de fórmica color rosa daban al local un radiante aspecto un tanto pasado de moda, y la gente que iba allí a comer las tortitas, los huevos con tocino, la carne y el puré de patatas, encajaba en la misma descripción. Eran adolescentes vestidos con cazadoras de cuero negras o chaquetas deportivas de los años cincuenta. Reían y charlaban, pasando los brazos por encima unos de otros en alborozado revoltijo para coger el azúcar o la sal.
—Me gusta este sitio —dijo Eliane—. Es diferente.
—Sí —respondió él, pidiendo otra ración de tortitas—. Imagino que no habrá tenido mucha experiencia, de lugares como éste.
Ella le miró.
—¿Qué quiere decir?
Stick se encogió de hombros.
—Su familia tiene tanto dinero que probablemente no sabe qué hacer con él. ¿Qué motivo iba a tener usted para venir aquí? Probablemente, nunca ha tenido siquiera la oportunidad de hacerlo.
—No entiendo —dijo Eliane. Pero le aterrorizaba el hecho de que sí entendía.
—Entonces voy a hacer que lo entienda —dijo Stick, mientras la camarera remplazaba su plato vacío por otro lleno de humeantes tortitas. —Su padre es Nobuo Yamamoto. Los Yamamoto no frecuentan barrios como el Kabuki-cho. Ciertamente, él nunca habría traído aquí a su hija, ¿verdad?
—Se equivoca usted —replicó Eliane—. Mi nombre es Shinjo. Eliane Shinjo.
—Perdóneme, señorita Yamamoto —dijo Stick—, pero de nada sirve que siga en ese plan. Y es que, pese a que procura usted no ser fotografiada, yo sé quién es. La he visto con su padre, Ya-mamoto-san, en su complejo fabril de Kobe.
Se metió en la boca un trozo de torta y continuó mientras masticaba.
—¿Recuerda el día en que «Industrias Pesadas Yamamoto» anunció que había recibido subvenciones oficiales para desarrollar el caza a reacción FAX? Estoy seguro de que lo recuerda, ya que se encontraba al lado de su padre cuando él hizo el anuncio a la Prensa. Había allí muchos dignatarios extranjeros. La Embajada necesitaba más servicios. Yo traduje el discurso de su padre.
Eliane dejó el tenedor sobre la mesa.
—Está bien —dijo—. ¿Qué quiere?
Stick se encogió de hombros.
—Eso depende.
—¿De qué? —preguntó ella cautamente.
—De en qué medida puedo serle de ayuda.
Ella le miró como miraría una mangosta a una serpiente.
—No veo que me pueda ser de ninguna ayuda en absoluto.
—¿De veras? —Stick Haruma continuó comiendo—. Es una lástima, porque Mike ha averiguado por fin dónde está escondido ese documento Katei que usted está buscando. Sí, estoy enterado de todo. Mike me lo contó ayer. Y es que, ¿sabe?, él confía en mí.
Rebañó el resto de almíbar con el último trozo de torta. Había hecho de ello toda una ciencia.
—Y eso es más de lo que puedo decir que él sienta hacia usted —continuó—. Me llevará consigo cuando emprenda la acción final para obtener el documento. Usted se quedará fuera de ello, porque no confía en usted.
—Y supongo —dijo Eliane— que es ahí donde usted puede ayudarme.
—Posiblemente.
—Mike es su amigo —dijo ella—. ¿Por qué habría de traicionarle?
Stick se recostó en la silla y la miró.
—¿Es eso lo que estaría haciendo? —preguntó, arrastrando las sílabas.
—A mí así me lo parece.
—Todo el mundo tiene un precio, señorita Yamamoto. Por lo menos, todas las personas inteligentes que conozco así lo dicen. Me pregunto cuál será el suyo.
—Eso me ofende.
—Me pregunto para quién estará usted trabajando. ¿Para su padre? ¿Para Masashi Taki? ¿Para su madre, Michiko? No puedo creer que Nobuo Yamamoto esté en tratos con el Taki-gumi. Con seguridad que usted misma no pertenece a la Yakuza, ¿verdad?
—No —respondió ella—, no soy de la Yakuza.
Se sentía bruscamente exhausta. Le parecía como si todas las capas de engaño bajo las cuales se estaba desenvolviendo fuesen otras tantas noches de insomnio unidas sin solución de continuidad. El incesante mentir, el miedo constante a revelar algo que no debía, la habían desgastado. Habiendo permanecido oculta durante tanto tiempo, ahora solamente deseaba despojarse de todas sus identidades. Quería ser libre.
—Entonces —dijo Stick—, ¿quién es usted?
Eliane apartó la vista de su rostro y la volvió hacia el exterior, hacia el lugar en donde las multitudes de paseantes y gentes que iban de compras abarrotaban la avenida bajo los destellos de los letreros de neón. Deseaba de todo corazón estar allá abajo, caminando despreocupadamente en el fresco aire de la mañana. Había empezado a llover de nuevo, y ella deseaba que la lluvia cayera sobre ella. Deseaba sentir la realidad de esa humedad mientras penetraba lentamente a través de sus ropas. Deseaba saber, finalmente, que todavía estaba viva. Pero no podía. Estaba atrapada aquí, bajo la tierra, en una identidad que no quería, mintiendo a personas que apreciaba, y a las que incluso, tal vez amara. Sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí, había acabado sintiéndose completamente desesperada.
—Hace mucho tiempo que no pienso en mí misma como Elia-ne Yamamoto —dijo—. Ya no recuerdo cómo es ser ella. Y es lo que quiero ser, más que ninguna otra cosa.
—¿Y...? —preguntó Stick—. ¿Qué se lo impide?
—Circunstancias —respondió Elaine—. Obligaciones. —Con un esfuerzo, apartó la vista del exterior. Ver lo que deseaba, lo que no podía tener, le hacía sentirse más deprimida. Por causa del giri, la carga demasiado grande de soportar—. La familia.
Stick Haruma permaneció en silencio. Al fin, ella dijo:
—Quizá necesite su ayuda, después de todo.
—Si puede satisfacer mi precio.
Eliane reflexionó largo rato sobre esto. Parecía convencida de que lo que iba a decir era de la máxima importancia.
—Quiero que me ayude a convencer a Michael de que soy digna de confianza.
Sabía que se estaba aproximando al final de lo que era capaz de hacer. Su inquietud por la suerte de Tori teñía cada palabra que pronunciaba, cada movimiento que hacía.
—De acuerdo —respondió Stick—. ¿Qué gano yo en ello?
•—Creo que he cometido un error —dijo Eliane, empezando a levantarse—. Si realmente fuese usted amigo de Michael, nunca preguntaría eso. Yo solamente quiero lo que sea mejor para él. Estoy aquí para protegerle, para ayudarle de cualquier manera que pueda. Quizá no le conoce a usted tan bien como imagina.
—Cálmate, Eliane —dijo Michael, apareciendo de entre la muchedumbre de adolescentes que llenaba el local. Llevaba pantalones vaqueros y cazadora de cuero. Con su corta barba, encajaba bien allí—. Stick y yo nos conocemos tan bien como pueden conocerse dos seres humanos. Lo que ha hecho aquí, le pedí yo que lo hiciera.
—¿Qué?
—No te preocupes —dijo Michael, sonriendo—. Ahora que sé de qué lado estás realmente, ha llegado el momento de que tú y yo nos conozcamos finalmente el uno al otro.
Tori dormitaba en brazos de Michiko. Había una gran excitación alrededor de ella, y se daba cuenta. Pero también estaba muy cansada. El miedo era una emoción agotadora, y Tori había permanecido muchos días atenazada por el miedo. Sólo las diarias llamadas telefónicas de su abuela le habían impedido caer en el histerismo.
Ahora, apoyada en la cadera de su abuela, percibiendo el lento latido de su corazón, se sentía tibia y protegida. Era hora de dormir, y de soñar. A Tori le encantaba soñar: los colores de la luz filtrándose por entre los altos árboles, los sonidos de los pájaros que revoloteaban de rama en rama, los olores que exhalaba la primavera.
Tori percibía el movimiento mientras Michiko recorría apresuradamente corredores débilmente iluminados, con Joji a su lado. También percibía sonidos. Sonidos de una profunda respiración, como la respiración de un animal muy grande, tan grande quizá como un dinosaurio, aunque Tori era lo bastante mayor como para saber que ya no había dinosaurios. Entonces, ¿qué era lo que producía aquellos sonidos profundos y regulares?
Abrió los ojos y volvió la cabeza para ver si lo que le habían dicho era mentira, si realmente había allí un dinosaurio todavía vivo. Vio la sombra moviéndose hacia ella. Era demasiado pequeña para ser de un dinosaurio, pero la reconoció de todos modos, y dijo:
—Abuelita...
Michiko y Joji estaban volviendo cuidadosamente sobre sus pasos, atentos a cualquier ruido que indicase que se aproximaba alguien. Pero el palpitar de maquinaría, que Tori había atribuido infantilmente a una respiración, se tornó más insistente.
—Espera, Joji —susurró Michiko—. ¿Acabamos de pasar ante un hueco a nuestra izquierda?
Joji retrocedió.
—Sí.
—Quiero que eches un vistazo ahí —dijo Michiko—. Quiero saber qué está tramando ahí Masashi.
—Michiko-san —respondió nerviosamente Joji—, no me parece prudente. Tenemos a Tori. Debemos irnos lo más rápidamente posible. Cuanto más tiempo permanecemos aquí, mayor se hace el peligro.
—Cierto —dijo Michiko—. Pero Nobuo está aterrorizado desde hace ya semanas. Cree que me lo oculta, pero lo noto en su cara, en la forma en que camina con pasos cortos y agitados; lo oigo en su forma de hablar por la casa. Me he preguntado una y otra vez qué es lo que Masashi quiere de Nobuo y no tengo respuesta. Pero la respuesta está seguramente en este lugar, Joji-chan. Nunca tendremos otra oportunidad de averiguar qué está pasando aquí. Debemos correr el riesgo, por grande que nos parezca —le dio un empujón—. Venga, date prisa.
Joji se introdujo en el oscuro hueco. Inmediatamente, sintió una ráfaga de aire fresco. El efecto de túnel de viento le hizo comprender que se encontraba en un recinto pequeño. Avanzó a tientas hasta el fondo y palpó la pared en busca de un picaporte. Cuando lo encontró, lo accionó.
Cruzó el umbral. Sintió ahora el golpe del viento en toda su intensidad y miró hacia abajo. Había salido a una parte de la pasarela que rodeeaba el vasto espacio del sótano del almacén. Estaba muy cerca del punto en que Masashi y Kozo Shiina habían permanecido poco antes presenciando la descarga del ingenio nuclear soviético.
Joji podía ver a los hombres con trajes protectores contra la radiación moviéndose rápidamente debajo de él. Los observó atentamente. Se veían dibujos en sus trajes. Con un sobresalto, reconoció el símbolo de «Industrias Pesadas Yamamoto».
El artefacto estaba a la vista. Los técnicos de Yamamoto lo lo habían extraído de su receptáculo forrado de plomo y estaban empezando a depositarlo cuidadosamente en la cavidad delantera de lo que a Joji le pareció alguna especie de proyectil o envoltura de bomba.
A Joji casi se le para el corazón al verlo. Retrocedió rápidamente por donde había entrado. Su mente estaba concentrada en cómo le iba a contar a Michiko lo que había visto. Había atravesado la mitad del pequeño y oscuro recinto cuando oyó voces. Procedían del corredor en que había dejado a Michiko y Tori, y se sintió agarrotado por una vertiginosa sensación de terror.
Se movió rápidamente, aplastándose como un lagarto contra la pared cubierta de hollín. Asomó la cabeza. Vio a Michiko. Apretaba con fuerza a Tori contra su pecho. Junto a ella estaba Masashi, que tenia en la mano la katana de Michiko.
Joji aguzó el oído para escuchar lo que ocurría.
—Me has causado ya muchos dificultades —decía Masashi—. Resulta difícil de comprender tu presencia aquí. No sé cómo has podido averiguar dónde tenía a tu nieta. —Joji le vio encogerse de hombros—. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que te había subestimado. Tendré que asegurarme de que no vuelva a suceder. Hay unos límites de tiempo para mi actuación, y en esta última y crítica fase no se puede tolerar ninguna interferencia, ni aun de mi hermanastra. Debo hacerle frente de la única manera que ahora tendrá algún significado.
El sonido de la lluvia era como un rugido al rebotar contra el techo de madera y bálago del templo. Estaban en los suburbios septentrionales, y de nuevo se veían árboles.
Michael aparcó junto a las instalaciones del templo. Miró los edificios envueltos en lluvia y niebla y sintió como si hubiera vuelto a casa. Tan cerca de Tsuyo, sintió afluir de nuevo la fuerza, pese a sus dolorosas heridas y magulladuras. Mantuvo el motor en marcha, porque, de lo contrario, las ventanillas se empañarían con aquel tiempo.
—Eliane —dijo—, vas a tener que contármelo todo. ¿Por qué no querías que supiera tu verdadero apellido?
—¿Quieres la verdad?
Comprendió de pronto que era Michael, o, más exactamente, su sentimiento hacia él, lo que había cambiado las cosas. Cuando estaba a su lado, se olvidaba de todo: circunstancia, obligación, familia. Giri. Cerró un momento los ojos y pensó: Santo Dios, me estoy volviendo loca. Estoy atrapada entre mi miedo por la vida de mi hija y mi amor a este hombre. No sé qué hacer. Sálvame. Por favor, sálvame.
—Siempre quiero la verdad —respondió él—. Es lo que siempre he querido de ti. Pero es lo único que has parecido incapaz de darme.
—Eso es porque tú pareces querer una respuesta fácil —dijo ella, luchando contra el remolino de emociones que amenazaban anegarla—. Algo que una heroína de película diría a un héroe de película, una frase que lo hará todo justo y comprensible. Pero la vida real no tiene unos perfiles tan nítidos. Se halla compuesta de diez mil sutiles matices de gris, cada uno de los cuales se superpone al otro.
Eliane miró por la ventanilla. Michael notó que estaba aturdida, que cualquier cosa que fuese a decir hacía ya tiempo que la tenía en la mente. Quería hacer este momento menos difícil para ella, pero no sabía cómo.
Al fin, ella dijo:
—No te dije mi verdadero apellido porque no podía estar segura de poder confiar en ti.
Michael se la quedó mirando. Sintió deseos de agarrarla, zarandearla y decir: ¿Confiar en mí? Pero si era yo quien no podía, confiar en ti.
—Se me dijo que debía confiar en ti, que tenía que confiar en ti. Pero yo no podía saber, ni podía saberlo nadie, a quién eras leal. ¿A Joñas Sanmartín? ¿A tu padre? ¿A alguien que ni siquiera conocíamos?
Entonces comprendió Michael el laberinto de incertidumbre en que ella debía de haber estado actuando. Comprendió lo que momentos antes había sido incapaz de comprender: que él y Eliane eran como dos ratones ciegos venteando el aire en territorio enemigo. Dios mío, pensó, ¿cómo hemos llegado hasta aquí sin destrozarnos el uno al otro?
—Has dicho que te contaron ciertas cosas sobre mí —dijo Mi-chael—. También pareces... parecías conocer a tío Sammy. Será mejor que me expliques eso.
Eliane suspiró.
—Ahí es donde las capas de gris empiezan a superponerse —le cogió las manos entre las suyas—. Ningún hijo quiere oír esto, Michael. Pero me has pedido la verdad, y veo que he llegado todo lo lejos que podía ocultándote esa verdad.
Sus ojos eran grandes. Él los miró y le pareció que se sumergía en sus profundidades. Más tarde, al evocar este momento, recordaría el sentimiento que sus ojos le comunicaban, y el dolor, la angustia y la ruptura se verían en alguna medida aliviados.
—La verdad es que tu padre y mi madre eran amantes.
Michael no sabía lo que esperaba, pero, ciertamente no era esto.
—¿Qué quieres decir? —lo preguntó mecánicamente, sin pensar, llenando un silencio que resultaba demasiado terrible.
—Se conocieron en 1946 —dijo Eliane—. Trabajaban juntos cuando tu padre estaba en el CIG. Hasta que llegó un momento en que su padre adoptivo, Wataro Taki, le prohibió que volviera a ver a Philip Doss.
—Y ése fue el final —dijo Michael, un tanto aliviado—. Bueno, eso fue hace mucho tiempo.
Eliane le apretó las manos, como si fuese un niño al que sabía que había que consolar.
—No —dijo suavemente—. No fue el final para ellos.
Estaba lloviendo ahora con más fuerza. Los limpiaparabrisas barrían el agua de un lado a otro. Las gotas tamborileaban sonoramente sobre el techo del automóvil.
—Mi madre desobedeció a Wataro Taki. Jamás hasta entonces había hecho tal cosa, ni pensado siquiera en hacerla. Pero consideró entonces que era su obligación. No podía dejar que Philip se fuera.
Michael tenía la vista perdida en el aguacero.
—Quieres decir que todo este tiempo, hasta su muerte, él y tu madre fueron...
—Michael —dijo ella—, ¿recuerda que te hablé de la oración que me enseñaron cuando era pequeña? Decía: «Sí es un deseo. Ño es un sueño. No teniendo otros medios de atravesar esta vida, debo utilizar el sí y el no. Permíteme mantener ocultos el deseo y el sueño, de tal modo que algún día pueda ser lo bastante fuerte como para prescindir de ellos.”
—Lo recuerdo.
—Fue tu padre quien me enseñó esa oración —Michael se vol vio hacia ella—. Sí, tu padre. Pero hasta que no fui mucho mayor no comprendí la verdadera naturaleza de lo que quería decir. Ya ves, Michael, nosotros somos el deseo y el sueño. Tu padre te envió a que te convirtieras en un guerrero. Mi madre hizo lo mismo conmigo. ¿Fue coincidencia? Así lo creí durante muchos años. Hasta que mi madre me llevó a conocer a mi abuelo adoptivo.
«Seguramente le había visto de niña, pero no guardaba ningún recuerdo de él. Ahora que yo había superado el más arduo adiestramiento en artes marciales, quería verme. Me parece ahora que lo que me dijo es tan importante para ti ahora como lo fue entonces para mí. Dijo que durante muchos años mi madre, Michiko, fue su brazo derecho. Philip Doss era su brazo izquierdo. Pero los tiempos cambiaban, y había que dejar paso al futuro. "Tú eres el futuro, Eliane", me dijo.
»Me explicó luego por qué me habían puesto un nombre caucásico en vez de uno japonés. Era el día en que yo cumplía los dieciocho años, y ése fue su regalo de cumpleaños. Dijo que él había pedido que se me pusiera el nombre de Eliane. Porque yo era el futuro. Del Taki-gumi y del Japón. Yo debía ser un símbolo vivo de la internacionalización que el Japón necesitaba, no sólo para prosperar en el próximo siglo, simplemente, para sobrevivir. Es difícil para los japoneses apartarse de nociones tan enraizadas. Por consiguiente, yo debía ser el recordatorio.
Eliane cogió las manos de Michael y se las colocó sobre el pecho.
—Te transmito ahora las palabras de mi abuelo. Hubiera debido ser tu padre quien lo hiciera, pero no está aquí. Yo soy una sus-tituta inadecuada, pero tendré que hacerlo. Nosotros somos el futuro, Michael. Fuimos adiestrados para responder a la llamada al combate que nuestras familias sabían que era inminente.
—Y aquí estamos —dijo Michael—, inmersos en la batalla que mató a mi padre y de la que ni siquiera sé si quiero formar parte.
Eliane sonrió.
—Lo mismo dije yo cuando Wataro Taki me reclutó.
—Pero yo creía que habías dicho que no eras yakuza.
—No lo soy —respondió ella—. Nunca lo he sido. Como tampoco nunca lo fue realmente mi madre. Pero eso no impidió que tu padre hiciera lo mismo.
—¿Qué quería Wataro que hicieses tú? —preguntó Michael.
—Quería que me convirtiese en su nuevo brazo derecho —respondió Eliane—. Quería que mantuviese la paz entre las familias Yakuza sin despertar la atención de la Policía. Pero yo sabía que cuando hablaba de mantener la paz se refería a conservar la preeminencia del Taki-gumi entre todos los clanes.
«Pensé que se trataba de una tarea imposible, especialmente para una mujer, pero Wataro era mucho más inteligente que yo. Ya había ideado su estrategia. Juntos, creamos un mito: Él proporcionó la historia, y yo hice realidad esa historia.»Me convertí en Zero.
Lillian llevó de compras a Eugeni Karsk. Esto era un gran placer para ella. Ültimamente, con el constante terror que sentía por la seguridad de sus hijos, esos placeres eran muy de estimar.
Karsk era alto y delgado; tenía cuerpo de nadador, ciertamente el de un atleta. El tiempo no había conseguido erosionar su buena forma física. Lo que le faltaba era estilo. Eso no era difícil de comprender. Rusia podría ser madre de muchas cosas, pensó Lillian, pero el estilo no era una de ellas.
Tomaron por asalto la orilla Derecha. Lillian le llevó a «Gi-venchy» para trajes, a «Fierre Balmain» para chaquetas y pantalones, a «Charvet» para camisas, a «Daniel Hechter» para prendas deportivas (de las que, sorprendentemente, no tenía ninguna). Para zapatos estaba «Robert Clergerie» («No seas pesado, querido —le dijo Lillian—. Todo el mundo lleva "Bally", ¿Por 1U^ tu no?»), a «Missoni» para corbatas, calcetines, pañuelos y otros accesorios hechos de sus tejidos de notable diseño.
Para la hora de la cena, estaban agotados, pero Karsk desfallecía mucho antes de eso.
—¿De qué hablas? —repuso Lillian—. Éste es un día corto. No nos hemos reunido hasta la hora de comer.
—Si realmente hubiéramos ido a comer, en lugar de emprender esta demencial excursión de compras, me sentiría mucho mejor.
—No seas tonto —dijo ella—. Ahora eres el espía mejor vestido de toda Europa.
Él dio un respingo.
—Quisiera que no dijeses eso.
Lillian se echó a reír.
—Deberías verte a ti mismo. De veras.
Él se volvió para mirarse en el cristal de un escaparate.
—No, no —dijo ella—. Esa expresión se ha borrado ya.
—Estoy seguro de que no sabré a dónde llevar la mitad de lo que me has hecho comprar.
—Yo no te he hecho comprar nada —repuso Lillian—. Lo has comprado todo por ti mismo. Y muy a gusto además.
Karsk suspiró profundamente. Sabía que tenía razón en eso. Él tenía algunas de las más alarmantes tendencias capitalistas. Recordó lo que le había dicho su mujer de que Europa era su amante. Sabía lo que quería decir con eso: le gustaba estar en Europa más de lo que me gustaba estar en Rusia. Pero eso no significa que no amase a su país.
—¿Podemos cenar ahora? —dijo—. ¿O tomar un trago, por lo menos? En eso era en lo que pensaba esta mañana cuando te llamé.
—Como quieras. Elige el sitio.
Cogieron el Metro, ya que la hora de cenar coincidía con el cambio de turno de los conductores y resultaba casi imposible encontrar un taxi.
Karsk había elegido el mejor restaurante marroquí de la ciudad por su emplazamiento. Se hallaba situado en una calleja larga y mal iluminada habitada sólo por grupos de estudiantes que fuma-man y mascaban chicle. Karsk había celebrado muchas reuniones clandestinas en el local y se sentía a gusto allí. La comida no le importaba gran cosa; siempre le producía indigestión.
El dueño era un hombre corpulento de cara grasicnta, pero, por lo demás, de aspecto limpio. Su único placer en la vida parecía ser el de dar la bienvenida a clientes que repetían visita. Por consiguiente, se mostraba ansioso por satisfacer las necesidades de Karsk y siempre le ofrecía una mesa en el rincón más oscuro del restaurante. Como de costumbre, Karsk se sentó de frente a la puerta. Pidió bebidas para los dos.
—Ahora —dijo Lillian, apoyando suavemente su mano sobre la de él—, me siento contenta de estar contigo. Con esas ropas nuevas pareces un verdadero europeo. Tu es tres chic, mon cazur.
—Mera, Madame.
Llegaron las bebidas, y ambos tomaron lentamente unos sorbos, saboreando la calma reinante.
—Hice que mis hombres revelasen lo que me diste —dijo Karsk.
—¿Y...? —Lillian mantuvo un semblante inexpresivo—. ¿Es lo que querías?
—Pues sí y no.
—¿De veras? —parpadeó—. ¿Cómo es eso?
—Lo que se ha revelado está justo sobre el objetivo. Los datos centrales de «BITE» sobre sus operaciones secretas dentro de la Unión Soviética. Es potencialmente la información más vital que hemos podido obtener jamás sobre las redes clandestinas americanas en Rusia. Es decir, hasta donde llega. Hay menos de la décima parte de lo que esperábamos. Lo que nos has dado es un interesante presagio de un avance enormemente excitante.
—Lo sé.
Karsk se tomó un rato para despejarse la cabeza. Tenía cons-ciencia del pulso que le latía con fuerza y del comienzo de una jaqueca detrás de su ojo derecho, lo que constituía un signo seguro de tensión excesiva.
Muy cuidadosamente, dijo:
—¿Qué quieres decir con eso?
Lillian sonrió.
—Es muy sencillo. Te di exactamente lo que tenia intención de darte —enarcó las cejas—. No creerás que yo te entregaría cualquier cosa que quisieras, ¿no? Había implicado en ello un riesgo considerable, así como la importante decisión de cambiar drásticamente mi vida. No puedo volver a América. Lo comprendí en el momento en que me pediste que obtuviera esa información para ti. Y tú también. Debiste haber esperado una compensación.
Karsk estaba sentado muy rígido y erguido. Había olvidado su bebida y su anterior talante relajado.
—Yo esperaba... —se le estranguló la voz a consecuencia de su reprimida ira, y, al cabo de unos instantes, empezó de nuevo—. Yo pensaba que hacías esto por un sentido del deber.
—¿Deber? —Lillian casi se echó a reír.
—Sí —dijo él—. Deber. —Sus modales se iban tornando más rígidos por momentos—. Yo tengo un sentido de lo que es ideológicamente correcto. Estaba seguro de que tú también lo tenías. Estamos librando una guerra, no de armas ni batallones, sino de pensamiento, de liberación del trabajador de la dominación de la élite.
—Basta —dijo Lillian tan ásperamente que él quedó desconcertado—. Sólo falta que me saques a relucir los fantasmas de Marx y Engels. Te equivocas si piensas que estaba trabajando para ti por razones ideológicas.
Por el rabillo del ojo, Karsk vio que se acercaba el camarero y, con impaciencia, le hizo ademán de que se alejara.
—¿Qué otra razón podrías tener?
—Una mía propia —respondió Lillian—. Trabajando clandestinamente para ti todos estos años, tenía la satisfacción de saber que estaba socavando lo que hacían las personas que yo más odiaba, mi padre, Joñas y Philip. ¿Por qué, si no, imaginas que nunca pedí el divorcio de Philip? Estar casada con él formaba parte de mi cobertura para ti. Era realmente perfecta. O casi perfecta, debería decir. Porque toda alegría en este mundo tiene un precio que es preciso pagar. Y el mío era presenciar durante décadas la infidelidad de mi marido. Él nunca dejó de verse con esa zorra japonesa, Michiko Yamamoto.
—Si le odiabas —dijo Karsk, con tono cortante—, sus devaneos no deberían haberte importado...
Y Lillian, sabiendo que había logrado llevar el eje de la conversación a su nivel, a su propio terreno, donde se sentía más segura de mí misma, dijo:
—Pero me importaba, Evgení. Tengo mucho orgullo. Quiero ser atendida..., necesitada. Todo el mundo lo quieres. Era terriblemente doloroso estar casada con un hombre a quien yo le era indiferente.
—Pero me tenías a mí. Tenias nuestra relación.
—Sí. Exactamente —le volvió a tocar la mano—. Contigo, veía todo lo que me había estado perdiendo durante años. Volver a mi vida con Philip después de los momentos que pasábamos juntos hacía que mi vida pareciese más pobre e industrial.
Él se sintió evidentemente complacido, y le acarició las manos, como solía hacer cuando estaban juntos en la cama.
—Es maravilloso ser necesitada por un hombre —dijo ella—. Como llegar a un oasis en medio del desierto. Tú me has salvado la vida, Evgeni. Literalmente.
Karsk le dio un beso en el dorso de la mano.
—¿Qué sería París sin ti? —sonrió—. Y, volviendo a la información que robaste del ordenador de «BITE» —dijo—. ¿Dónde está el resto de ella?
—La tengo en lugar seguro —respondió Lillian—. Pero no te preocupes. Mi intención es ponerla a tu disposición. Ésa fue mi promesa, después de todo. Y soy mujer de palabra. —Frunció el ceño—. Sin embargo, tiene que haber adecuada recompensa. Como he dicho, ésta ha sido una larga y ardua misión. El elemento de riesgo era, y todavía es, enorme. Pero yo, voluntariamente, casi podría decir que alegremente, lo asumí.
—¿Y por qué? —preguntó Kask. Estaba totalmente desconcertado—. ¿Me estás pidiendo que crea que has traicionado a tu país solamente por un sentimiento de venganza contra los hombres de tu vida?
—¿Solamente? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Que los ideales del marxismo-leninismo son las únicas cosas merecedoras de ser llamado traidor?
—Sí, en efecto. Basta con recordar los ideales que dieron lugar a las gloriosas revoluciones del pueblo en todo el mundo. Recuerda los libros que te di.
—Oh, los recuerdo —dijo ella—. He pasado más noches solitarias e insomnes de lo que imaginas pensando en ellos y en lo que significaban. Pero en lo que yo reflexionaba era en lo que esos ideales significaban para mí. Y mi conclusión fue que, a cierto nivel, no hay ninguna diferencia entre la ideología que nutre a Washington y la que nutre al Kremlin. El poder corrompe, Evgeni. Jamás ha habido una proposición más verdadera en toda la histo ría de la Humanidad. Y la búsqueda de poder absoluto corrompe de manera absoluta. Así es en Washington, y no lo es menos en Moscú.
—Te equivocas —dijo Karsk—. Te equivocas de una manera terrible.
—¿Sí? Veamos. No tenemos más que mirarte a. ti para demostrar que no es así. Tú aseguras ser un ávido marxista, un modelo de comunismo ruso. Y te creo. Sin embargo, estás firmemente entregado al Occidente. Mira la ropa que llevas: lo más selecto de la moda parisiense.
—Porque tú me has llevado a todas esas tiendas.
—Y supongo que yo te he obligado a comprar todas las prendas que te has probado hoy. Supongo que las he pagado yo. —Meneó la cabeza—. No, has disfrutado con cada minuto que hemos invertido en ello. Lo mismo que adoras cada minuto que pasas en París. Prefieres estar aquí antes que en ningún otro lugar del mundo.
—Yo amo a Rusia —dijo él, irritado por el rumbo que estaba tomando la conversación. No le gustaba estar a la defensiva y no podía comprender cómo había acabado en esa posición—. Amo Odessa en primavera. Amo...
—¿Sabes qué escribió Henry James acerca de esta ciudad? —preguntó Lillian, haciendo caso omiso de sus protestas—. «París es el mayor templo a los goces materiales jamás construido.» Y aquí es donde tú te arrodillas y rezas. París es tu lugar de culto, Evgeni.
—No niego que me gusta estar aquí.
—¿Y qué me dices de Rusia? ¿Vives en un reducido apartamento moscovita de un solo dormitorio, compartiendo alojamiento en un edificio con tus colegas? —le taladró con la mirada.
—No —respondió él.
—Claro que no. Sin duda, vives en un edificio reservado a altos funcionarios del partido. Está en el mejor barrio. Vives en un apartamento lo bastante grande para albergar a una familia de seis miembros. Quizá puedas ver el río desde tus ventanas. Hay luz y aire y espacio para respirar. ¿No es así?
—Es bastante exacto.
—El modelo de socialismo. —Su tono era cáustico—. El virtuoso guerrero de Lenin.
Metió la mano en el bolso y echó hacia él, sobre la mesa, unos cuantos papeles doblados.
—¿Qué es eso?
Estaba mirando los papeles como si fuesen un nido de escorpiones que acabara de descubrir.
—Lo que se me debe —respondió Lillian—. Lo que tu país me debe. Lo que tú me debes.
—Esto es una tontería —replicó él, con sequedad—. Te estás portando como una niña obstinada. Dame el resto de la información.
—Hablo completamente en serio —dijo Lillian—. ¿Crees que lo vas a conseguir por la superior fuerza de tu voluntad masculina? —dijo con cinismo—. ¿O que te quiero tanto que haré sin pensármelo dos veces cualquier cosa que me pidas?
Cuando él habló de nuevo, su voz había cambiado.
—Creo que no comprendes la gravedad última de tus actos.
—No me amenaces, Evgeni —dijo ella—. Estoy hecha de una fibra más resistente que todo eso. Si piensas en causarme algún daño, jamás obtendrás tu preciosa información.
Los ojos de Karsk se encontraron por un momento con los de ella, y, luego, se puso las gafas para ver de cerca qué llevaba en el bolsillo y desdobló los papeles. Había dos grupos de tres ejemplares cada uno. Cuando hubo leído el primer grupo, levantó la vista. Empezaba a percatarse de cuánto la había subestimado.
—Esto —dijo— no tiene en absoluto nada que ver con la venganza.
—La venganza —respondió Lillian— es el aspecto personal de lo que he hecho. Esto es estrictamente cuestión de negocios.
—Ya veo. —Sus ojos se deslizaron rápidamente sobre los papeles—. Quieres algo más que asilo en mi país.
—Como he dicho, no puedo volver a América. Nunca. Tengo todo el resto de mi vida por delante. Quiero ser feliz.
Él se quitó las gafas.
—Lo que quieres —dijo lentamente— es tu propio departamento dentro de la KGB. Quieres, en el plazo de un año desde tu llegada a Moscú, un cargo en el Politburó. Eso es imposible.
—Nada es imposible —replicó ella—. Piensa en la información que estás obteniendo.
—Lo comprendo —dijo Karsk—. Pero el Politburó... Dios mío, hay procedimientos que seguir, discusiones que realizar, muchos individuos que deben dar primero su consentimiento. Tiene que haber un período de... acomodamiento.
—Estás hablando de la posibilidad de que yo fuera un caballo de Troya enviado por los americanos. —Se echó a reír—. Una vez que todo el mundo en el Politburó haya leído la información suministrada por esta operación tu operación, Evgeni, no quedará ninguna duda de mi sinceridad. Piensa la extrema importancia de lo, que te estoy dando. Cada hora que te retrasas les da a los americanos mucho más tiempo para borrar sus huellas.
Por primera vez, el rostro de Karsk manifestó sorpresa.
—¿Qué estás diciendo? ¿Has echado a perder la operación? ¿Saben los americanos lo que has hecho? Me aseguraste que podías acceder a la información del ordenador sin que nadie lo supiera por lo menos durante una semana.
—Eso es completamente cierto —dijo Lillian—. Pero dejé una tarjeta de visita electrónica. La gente de «BITE» no sabe aún quién robó la información rusa de sus archivos centrales, pero seguro que saben ya que ha desaparecido.
—Oh, Dios mío.
Karsk se pasó la mano por el pelo. Su jaqueca estaba empeorando por momentos.
—Firma el acuerdo —dijo Lillian—. Tienes facultades para hacerlo. Lo sé.
Él la miró.
Lillian movió afirmativamente la cabeza.
•—Sí. Lo sé. Sé todo lo referente a ti, Evgeni. Incluso que no tienes una hermana llamada Mimi. No tienes ninguna hermana. Utilizaste un experto agente de la KGB para engañarme. No estabas seguro de mí después de tu huida de Tokio hace años. Sí, fue mi llamada la que te salvó de Philip y Joñas. Pero habías perdido contacto conmigo. ¿Quién podía saber cuál era mi ideología años después? Así que reclutaste a Mimi para que me sondeara, para que me llevara de nuevo junto a ti.
Karsk tenía los ojos vidriosos. Parecía que había estado siendo burlado todo el tiempo.
—¿Desde cuándo sabes que te estaba utilizando?
—Desde que volví a Washington después de mi primer encuentro con Mimi. Fue entonces cuando entré en el ordenador de «BITE» y te localicé.
Karsk estaba empezando a pensar que lo que ella le pedía no era tan disparatado después de todo. Tenía una inteligencia brillante. Y acababa de demostrar de modo concluyente que se hallar ba extraordinariamente bien capacitada para el trabajo clandestino.
—Está bien —dijo. Sacó una pluma y firmó los tres juegos de papeles.
Lillian extendió la mano.
—Me llevaré dos.
—¿Para qué es el tercer ejemplar? —preguntó él, mientras se los entregaba.
—Va destinado a una cuenta bancaria numerada de Licchtenstein. No de Suiza. Los suizos se están volviendo bastante reticentes sobre el secreto absoluto en sus Bancos. Si tú o algunos de los tuyos llegarais a reconsiderar nuestro acuerdo, hay instrucciones para que copias de ese acuerdo sean enviadas a todos los periódicos importantes del mundo. Él se echó a reír. —Eso no significará nada. Ella asintió:
—Por si solo, no. Pero, unido a las pruebas que poseo de que tú asesinaste a Harold Morton Silvers, coronel del Ejército de los Estados Unidos y jefe de la división del Grupo Central de Inteligencia en el Lejano Oriente, tendrá un efecto devastador. —Creyó que a Karsk le daría un ataque—. Sí —continuó sosegadamente—, lo sé. Nadie más lo sospechó siguiera. Pero yo tenía más datos que Philip o Joñas. Yo sabía dónde no estabas tú la noche en que Silvers fue asesinado. Sabía también dónde estabas. Si algo me sucede en Moscú, lo sabrá todo el mundo. Y entonces habrá terminado tu vida. Todas las reglas de caballeros conforme a las cuales actuáis los espías serán arrojadas por la ventana. Los americanos no descansarán hasta que te hayan dado caza y te hayan eliminado. «Pero ¿para qué pensar en cosas tan tristes? —Movió la cabeza en dirección al segundo grupo de papeles—. Hay más.
Karsk volvió a ponerse las gafas. Lo que leyó le dejó sin aliento. Las manos le temblaban imperceptiblemente cuando su mirada se encontró de nuevo con la de Lillian.
—Esto es monstruoso. No puedes decirlo en serio. —Completamente en serio. —¿Por qué?
—¿La amas, Evgeni? ¿Amas a tu mujer? —Claro que sí. Estoy por entero entregado a ella. —No es ésa la clase de respuesta que yo esperaría de un audaz guerrero como tú —respondió Lillian—. Eso es algo que yo esperaría que dijese un contable o un empleado de Banco. —Es la verdad. Nada más.
—Entonces —dijo ella—, eso significa que tengo que moldear algo más que tu sentido del estilo. Firma el documento, Evgeni, y tendrás algo más que la gloria del más grande éxito del espionaje soviético en todo lo que va de siglo —sonrió—. Te divorciarás de tu mujer y me tendrás a mí. —Pero el divorcio...
Karsk nunca había pensado en semejante cosa. Parecía inimaginable trastornar tan completamente su situación doméstica. Había pensado que su mentira con respecto a su mujer habría evitado esta clase de crisis. Tuvo de pronto un atisbo de los enormes cambios que debían de estarse produciendo en la vida de Lillian. Como si leyera sus pensamientos, ella dijo:
—Será algo que podemos compartir. Nuestras relaciones han sido maravillosas. Extáticas a veces. Yo amo a París tanto como tú. De hecho me encontré con que lo amaba más estando contigo. No importaba que estuviéramos realizando un juego. Al menos, no en ese aspecto. El carácter secreto de nuestras entrevistas daba a nuestras citas un encanto adicional. Ciertamente, daba un sabor más excitante a nuestra relación. —Cogió las manos de él entre las suyas—. La verdad es que estoy harta de estar sola, Evgeni. Quiero tener poder, y tú me lo vas a dar. Pero ¿será suficiente? No puedo engañarme a mí misma. Tendré mi propio departamento dentro de la KGB, seré miembro del Politburó. Pero sigo siendo una mujer, y no es probable que ningún hombre en Rusia me permita olvidarlo. Excepto tú. Te quiero a ti, Evgeni. Tú eres parte del trato.
—Lillian. — Karsk se derrumbó hacia atrás en su silla.
Por fin había pronunciado su nombre.
—Firma esto —dijo ella—, y te daré toda la información. Créeme, su valor es mayor que su precio. Es todo lo que necesitas para destruir totalmente la comunidad americana de espionaje en el extranjero. Firma, y abandonaremos París en cuanto recoja el resto de la información. Desapareceremos por una temporada. Necesitarás tiempo para transcribir el material. Es masivo, enciclopédico, y dudo que quieras que lo vea ningún empleado en esta fase. Conozco un lugar en que ni tu gente ni la mía nos encontrará jamás. Mientras dura el trabajo, tendremos tiempo para nosotros solos. Y luego puedes llevarme adonde quieras. —Se echó a reír—. ¿A dónde será? ¿A Odessa? Siempre he deseado ver Odessa en primavera.
Michael se abalanzó fuera del coche. Permaneció de pie bajo la violenta lluvia, absorto, mirando los grandes cedros que se elevaban por encima incluso del tejado del templo shintoísta.
Eliane le observaba desde el interior del «Nissan». Sabía que de nada servía seguirle inmediatamente. Él le había obligado a decirle demasiadas cosas en demasiado poco tiempo.
Se abrió el cielo, y Michael, viendo la hendidura de pálida tonalidad nacarina en los negros nubarrones, empezó a llorar. Fue como si aquel contraste de colores, la efímera belleza que sólo la Naturaleza —aun en los momentos más inesperados— puede crear, actuase como disparador. Dentro de sí, su ira, su desesperado amor hacia su padre se fundían en vertiginosas emociones de diferentes colores, luminosos y oscuros como los que veía desplegados ante él.
Michael deseaba con toda su alma que su padre estuviese ahora junto a él. Había muchas preguntas que quería hacer. La sorpresa, la ira por lo que Philip Doss le había hecho a Lillian se estaba esfumando. Y brotaba en su lugar una inmensa tristeza, la perdida esperanza que deben de sentir todos los niños nacidos en situaciones familiares difíciles. Que si al menos pudiesen volver hacia atrás el reloj, les sería posible arreglar las cosas entre sus padres. Si al menos... Si al menos...
Se volvió y miró a Eliane. Lo único que podía ver era un borroso perfil tras el cristal, perlado de gotas de agua. Se abrió la puerta, y ella salió. Mientras la veía aproximarse, Michael se sintió rnás cerca de ella de lo que jamás había estado de nadie. Le parecía oír con espectral resonancia sus palabras: Nosotros somos el deseo y el sueño, Michael. Nosotros somos el futuro, —¿Quieres hablar? —preguntó ella.
—Ahora no —respondió—. Todavía no.
Éste era un lugar de poder, como el de ella había sido el pasadizo de los dioses en el valle lao. Sentía la llamada de los espíritus.
Había un tramo de anchos peldaños de piedra, por los que subieron Eliane y él. Por encima de ellos, se alzaba un gran torii laqueado en rojo, centinela silencioso en la agitada mañana. A ambos lados, cedros enormes oscilaban y susurraban bajo el viento y la lluvia. Era como si esta parte del mundo —tan cerca de la ciudad y, sin embargo, a siglos de distancia de ella— cobrase vida con su llegada. Pensando en el shintai del poema de muerte de su padre, Michael sonrió.
En lo alto de los peldaños había una pequeña zona cubierta. Él y Eliane se vieron obligados a acurrucarse uno contra el otro para utilizar el refugio. Por encima de ellos, la lluvia se abatía con fuerza como si tratara de vengar algún pecado desconocido.
En el centro del refugio había un cordón al que se hallaban atadas varias campanillas. Michael levantó la mano y estiró de él, lanzando los trémulos sonidos a través del campo.
—Despertando a los espíritus —dijo Eliane—, para tener la seguridad de que oyen nuestras oraciones.
—Éste es el templo —dijo Michael—, en que se halla enterrado Tsuyo, mi sensei. Fue él con quien mi padre me envió hace muchos años.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el cordón.
—¿Te resulta familiar ahora?
Eliane lo miró. Luego, lentamente, lo cogió de la mano de Michael y lo puso junto al cordón de las campanillas.
—Son idénticos —dijo.
Michael asintió con la cabeza.
—Los sacerdotes del templo los hacen a mano; este trenzado particular es diseño suyo.
—Cuando estudiaba con Tsuyo, los sacerdotes me enseñaron a hacerlos. Mi padre lo sabía; yo le había dado éste como regalo una vez que vino a visitarme aquí. Mi padre me lo dejó por una razón: sabía que yo sería la única persona que lo reconocería. Si no se lo ha visto antes, nunca se sabría de qué se trata.
Flotaban en el aire los ecos, que iban adquiriendo anchura y profundidad en los espacios interiores del templo.
—Sea lo que fuere lo que mi padre robó, está aquí.
Los ecos se extendían ahora, como ondas en un estanque.
—Donde está enterrado Tsuyo.
Hasta que fue evidente que era el sonido de los ecos, más que el tañido de la campana, lo que poseía significado allí.
Eliane dijo en un susurro:
—El documento Katei.
Sí, el documento Katei: el fin de un enigma. Michael estaba pensando: Donde está enterrado Tsuyo: pregunta a mi hijo si se acuerda del shintai. El espíritu orientador de un templo. El espíritu orientador de este templo concreto era el de Tsuyo.
El olor a cedro era muy intenso; en algún lugar, estaban quemando incienso. Se hallaban esperando la llegada del sacerdote.
—Yo creo que éste es el corazón de la lucha, para adiestrarme en la cual mi padre me envió al Japón —dijo Michael, sintiéndose sorprendido por la idea a medida que la enunciaba—. Para estudiar bajo la dirección de Tsuyo.
Pero era cierto; tenía que ser cierto, pensó Michael con un estremecimiento de reconocimiento y expectación. ¿En qué se hallaba implicado mi padre, se preguntó, que ya tan pronto se estaba preparando para su muerte? Por primera vez, Michael empezó a considerar el alcance de la búsqueda a que estaba dedicado: la búsqueda de su padre. ¿Qué podía ser tan importante como para que un hombre consagrase a ella su vida entera... y la de su hijo?
Cualquiera que fuese el misterio, Michael se sintió más decidido que nunca a desentrañarlo.
Un sonido de pasos fue creciendo en intensidad hasta sobreponerse a los ecos de la campana. Las reverberaciones se extinguieron cuando el sacerdote apareció ante ellos.
Era un hombre delgado, de cabeza calva y rostro ascético. Evidentemente, era un hombre acostumbrado a una vida de oración y de negación de sí mismo. No era ni joven ni viejo. A la débil luz del templo era imposible determinar su edad.
Escrutó el rostro de Michael.
—Tú eres el estudiante —dijo—. El último alumno del sensei.
Era una forma cortés de decir que Michael había sido el único discípulo caucásico de Tsuyo, Y, por consiguiente, objeto de atenta observación por parte de los sacerdotes de aquel templo shin-tofsta. Tsuyo había practicado allí el culto. Pero, más aún, había sido uno de ellos.
—Hai. —Michael se inclinó, y el sacerdote correspondió con otra reverencia.
Michael le entregó el trozo de cordón rojo.
—Creo que esto te pertenece.
El sacerdote no mostró sorpresa al ver el cordón. Asintió con la cabeza mientras lo cogía.
—¿Quieres venir conmigo, por favor?
El sacerdote les precedió a través de la sección principal del templo. Era aquél un lugar sagrado. El shintoísmo difiere de la mayoría de las demás religiones, en que sus templos son construidos específicamente para albergar kami —espíritus— y para rendirles culto, más que para hacer proselitismo o para enseñar la fe.
A cada paso que daban, podía percibirse la evidencia de la presencia de los kami: en las banderas que ondeaban desde las paredes; en el shintai, el espíritu sagrado del templo, en este caso, el nudoso centro de uno de los santificados árboles junto a los que estaba enterrado Tsuyo; en los espejos, en los que solamente se reflejaba luz pura; en el gohei de ofrendas de papel y en el haraigushi, la vara utilizada por los sacerdotes para purificar un objeto o una persona.
Fueron conducidos más allá del compartimiento interior habitado por el kami del templo. En un pabellón lateral, el sacerdote se separó de ellos por unos momentos. Pero no antes de extender el brazo en dirección a las ventanas de emplomados marcos.
—Desde aquí —dijo con voz suave—, se puede ver el lugar en que está enterrado el sensei.
Michael conocía bien el sitio. Dentro del lugar de los árboles sagrados. Podía ver el que había sido hendido tiempo atrás por el rayo. De su tocón había sido extraído el shintai. El shintai, el cuerpo divino del kami, el espíritu, de Tsuyo. Contempló cómo azotaba la lluvia el esbelto bloque de piedra blanca que señalaba el lugar en que Tsuyo estaba enterrado.
Recordó la mañana en que había sido llamado allí para el funeral y, luego, el sepelio. La letanía de los cantos llenaba tan completamente la atmósfera que era posible creer que estaba uno respirando algo más que aire.
El cáncer que se habla apoderado de la laringe de Tsuyo había acabado invadiendo todo su cuerpo. No había descansado ni un solo día. Había llevado la misma vida de siempre —la vida que le hacía feliz— hasta la última noche, en que se había dormido para no volver a despertar.
—¿Es triste volver aquí? —preguntó Eliane.
—¿Triste? —Michael meneó la cabeza—. Éste es un lugar sagrado. Puedo sentir la presencia de Tsuyo aquí. Tal vez se trate de mi imaginación, pero yo creo que él descendió del kami que reside aquí. Hay demasiado amor en este lugar como para que yo esté triste.
Regresó el sacerdote. Llevaba un objeto cubierto por un paño blanco. Sin pronunciar palabra, lo depositó sobre una vieja mesa de madera.
Michael y Eliane se miraron.
—¿Puede ser? —preguntó ella, con un soplo de voz.
Michael retiró el paño que cubría el objeto.
—¡Dios mío! —exclamó.
Una caja de madera de kyoki. Era de factura soberbia y muy vieja. Pero algo perfectamente moderno había sido grabado sobre su tapa: dos aves fénix unidas.
El kamon, el emblema, del Taki-gumi.
Los ojos del sacerdote taladraron los de Michael.
—Tu padre robó esto. Nada puedo decir con respecto a la justicia de su causa. Pero él envió esto aquí para su custodia, y yo he cumplido su deseo.
Los dejó allí solos con la caja. Por unos instantes, permanecieron inmóviles, paralizados por lo que había dentro de la caja de madera de kyoki. Un trozo de papel que había causado tantas muertes, que podría ahora cambiar el mundo.
—Ábrela —dijo Eliane. Parecía casi desesperada—. Tienes que abrir la caja.
Esto era, pensó Michael. El documento Katei se lo explicaría todo. Quién estaba de qué lado, qué se proponía el Jibán, por qué estaba todo el mundo intentando apoderarse del documento. Y, lo que era quizá más importante para Michael, revelaría finalmente cuál había sido la vida de su padre. Por fin, pensó, comprenderé lo que fue mi padre. Sentía que su corazón palpitaba con violencia. Deseaba ardientemente saber, comprender.
Con gesto convulsivo, abrió la caja. Dentro había un rollo de papel.
—Ahora —dijo Masashi, lenta y cuidadosamente—, quiero que me diga qué le escribió su padre antes de morir. Audrey le miró fijamente.
—Antes de que le mataran, quiere decir —repuso—. Alguien le asesinó. ¿Fue usted?
—No, querida —respondió Masashi, recurriendo a todo su encanto—. Le juro que he estado buscando a la persona o personas responsables de la muerte de su padre. Deseo vivamente ponerle en manos de la justicia.
Era difícil ser astuto y encantandor en inglés. Había muchas palabras, giros y modismos que no conocía; de otros no estaba muy seguro, y no era el momento más indicado para correr riesgos.
Audrey se estaba tomando tiempo para calibrarle. Llevaba ya varias horas en aquel vasto edificio..., y quizá incluso un día, ya que estaba segura de haber dormido un poco después de comer.
Había despertado para encontrarse en una habitación con dos mujeres japonesas. El susurro de sus quimonos resultaba sedante.
—¿Dónde estoy? —había preguntado, luchando contra el pánico. Pero las mujeres se habían limitado a soltar unas risitas y a agachar la cabeza mientras la ayudaban a quitarse sus ropas sucias y transpiradas. Difícilmente podría estar en Hawai, razonó mientras dejaba que la desnudaran; hacía demasiado frío.
Envolviéndola en una bata de algodón, las mujeres la habían escoltado a lo largo de un pasillo desprovisto de toda ornamentación. Audrey percibía solamente un intenso zumbido, como el que produciría una gran maquinaria. Sabía que no podía estar en una casa particular ni en un hotel. Eso reducía las posibilidades a algún tipo de edificio comercial, unas oficinas o un almacén.
Las mujeres le hicieron atravesar una puerta, y se vio envuelta en vapor. Se encontró caminando sobre planchas de madera resbaladizas por efecto del agua caliente. Las mujeres le quitaron la bata y le ayudaron a introducirse en una bañera de madera llena de agua caliente. Durante los diez minutos siguientes, Audrey fue lavada de la manera más suave, completa y placentera que jamás había experimentado.
Luego, fue conducida a una segunda bañera, en la que el agua estaba aún más caliente. Se tendió en ella y se relajó. Las mujeres se sentaron a su lado, riendo entre ellas. Audrey cerró los ojos y respiró profundamente. Había un delicioso aroma de hierbas en el vapor.
Pensó en la habitación en que había despertado. Era pequeña, casi sofocante y carente también de toda decoración. Tenía un suelo de madera sin abrillantar, un futan en el que se había encontrado tendida y una lámpara, que estaba encendida. No había ventanas. Las mujeres estaban arrodilladas, hablando en voz baja cuando ella abrió tos ojos. Se dieron cuenta de que estaba despierta e inmediatamente le ofrecieron té, que ella bebió ávidamente. Aunque estaba deshidratada, se sintió turbada por su propio olor. Como si adivinaran sus pensamientos, las mujeres le habían llevado a los baños.
Teniendo todo en cuenta, decidió Audrey, debía de estar en un almacén. Pensó en la habitación sin ventana. Había también allí una sensación de intemporalidad, mientras que un edificio de oficinas debería producir una impresión distinta de noche que cuando se hallaba plenamente ocupado durante las horas diurnas.
Al cabo de un rato, fue secada, peinada y vestida con un quimono interior de seda de color azul intenso, sobre el que le pusieron un quimono azul claro de exquisitos dibujos.
—¿Adonde me lleváis? —preguntó, olvidando que no hablaban inglés. Más risitas.
De nuevo en la habitación sin ventanas, le sirvieron comida. La engulló con avidez, sin reparar en qué era lo que le ponían delante. Todo estaba delicioso. No sabía muy bien qué había sucedido luego, pero tenía la impresión de que se había quedado dormida, porque cuando abrió los ojos los platos habían desaparecido. Sentía el cuerpo envarado, como si hubiera estado algún tiempo en la misma postura.
Fue entonces cuando la llevaron ante la presencia de Masashi. Éste se hallaba sentado ante una mesita laqueada, en una espaciosa habitación de cuyas paredes colgaban rollos cubiertos de caligrafía. Las Shoji, las típicas persianas translúcidas de papel de arroz, dejaban pasar la luz que penetraba por una pequeña ventana. Él se había presentado y le había dicho dónde estaba y cuánto tiempo llevaba allí. Audrey sabía lo que era un yakuza, aunque ésta era la primera vez que se encontraba cara a cara con uno.
—Sé que está usted asustada —dijo Masashi—. Y que debe de sentirse confundida. Sé que se sentirá reacia a contestar a mi pregunta. Es comprensible. Permítame que le explique. Fue usted secuestrada por enemigos de su padre, posiblemente las mismas personas que le habían matado. Por un golpe de suerte, mis hombres le descubrieron a usted en Hawai. Yo les había enviado allá para descubrir quién había asesinado a su padre.
Sonrió con tristeza.
—Infortunadamente, fracasaron en su empeño. —Su sonrisa se animó—. Pero ya ve usted que la suerte ha vuelto a brillar para nosotros. Le descubrieron a usted y le trajeron junto a mí. Aquí está usted completamente segura, querida. He tomado medidas especiales. Las personas que quieren apoderarse de usted no pueden llegar hasta aquí.
Audrey se estremeció.
—Aquel hombre de Hawai —dijo—. El que me ató a una silla...
—¿Qué hombre, querida? —preguntó Masashi.
Audrey se lo describió.
—¿Trabajaba para usted?
—No —mintió Masashi—. Él fue quien le secuestró. Mis hombres se vieron obligados a matarle en el aeropuerto de Maui. Tuvieron que hacerlo para traerla a usted aquí.
—Debo darle las gracias, entonces —dijo Audrey. Sentía todavía frío en su interior—. Le debo mucho. ¿Podría utilizar su teléfono? Me gustaría llamar a mi familia. Deben de estar muy preocupados por lo que me ha sucedido.
—Le agradará saber que mis hombres han hablado ya con su madre —dijo Masashi, improvisando—. Se sintió muy aliviada al saber que se encontraba usted bien.
—Se lo agradezco mucho —respondió Audrey—. Pero me gustaría hablar personalmente con ella.
Masashi asintió con la cabeza.
—Desde luego. Pero, si me dedicara un momento y contestara a mi pregunta sobre qué fue lo que su padre le escribió... Es muy importante.
Audrey frunció el ceño.
—No entiendo. ¿Por qué habría de ser importante para usted?
—Porque podría contener una pista acerca de quién le mató.
—Bueno, no sé sí le servirá de algo —dijo Audrey—. Lo que escribió no tiene ningún sentido para mí.
Masashi, al borde del descubrimiento, hizo un esfuerzo para no temblar de expectación.
—Quizá signifique algo para mí —dijo.
—Está bien —respondió Audrey—•. Se lo diré.
—¡El documento Kateil —exclamó Eliane detrás de él.
Michael lo sacó y lo abrió. Estaba manuscrito en kanji japonés. Michael lo examinó rápidamente. El corazón del Jibán se le revelaba allí, y sintió helársele la sangre. Esto es el manifiesto de unos locos, pensó mientras digería el plan de largo alcance para crear un nuevo Japón, más poderoso y extenso, de las cenizas del viejo. ¿Cómo podía el Jibán esperar lograr su objetivo de expasión en China? No sólo era demente..., era imposible.
Michael estaba leyendo el manifiesto de Kozo Shiina contra el ave fénix del capitalismo americano, que amenazaba destruir las tradiciones del antiguo Japón, tradiciones que habían hecho grande al Japón, que eran en esencia, el alma misma del Japón. Y oyó de nuevo la voz de Eliane: El Jibán quiere independencia para el Japón; liberación del sometimiento a los países productores de pe troteo, pero, sobre todo, liberación de la dominación americana. El timbre de alarma repiqueteó de nuevo en su cabeza mientras continuaba leyendo el documento Katei. ¿No había algo.que estaba pasando por alto, algún eslabón que introduciría esto en el terreno de la posibilidad?
Pero luego un párrafo, cerca del final, le petrificó.
—¡Dios mío! —murmuró.
—Michael —dijo Eliane—, ¿qué ocurre?
Michael enrolló apresuradamente de nuevo el papel.
—El documento Katei es mucho más que el manifiesto del Jibán —dijo roncamente—. Es un diario vivo, actualizado constantemente según las circunstancias. —La miró—. Según esto, el Jibán ha hecho un pacto con la Unión Soviética en virtud del cual la KGB le suministrará un artefacto nuclear.
—Pero eso es una locura —murmuró ella.
Michael asintió.
—Eso es lo que son. Shiina y el resto de los miembros del Jibán son unos locos.
—¿Dice cuándo es la entrega?
—No —respondió Michael—. Por lo que sabemos, el Jibán podría tenerlo ya.
Apareció el sacerdote en el aterrado silencio del pequeño recinto. Miró a Michael y Eliane.
—Mil perdones por esta interrupción —dijo—, pero han venido unos hombres que no han tocado la campanilla.
Con eso quería significar que los hombres eran peligrosos.
—¿Sabes quiénes son? —le preguntó Michael.
—Sus caras no me son familiares —respondió el sacerdote, que se hallaba evidentemente agitado—. Pero puedo decirte que son cuatro.
Michael había vuelto ya a guardar el rollo en la caja, luego la envolvió otra vez en el paño blanco.
—¿Son yakuzas esos hombres? —preguntó Eliane al sacerdote.
—Los yakuza no tienen poder aquí —dijo—. Daos prisa, por favor. No puede haber violencia dentro del santuario.
Michael cogió la caja y salieron apresuradamente del cuarto. En el oratorio principal, el inmutable silencio del templo, que permitía los pequeños sonidos naturales, había sido violado. Podían oír los ecos de voces secas y apremiantes.
—Mis hermanos intentarán disuadir a los hombres de entrar —dijo el sacerdote—. No acostumbramos negar a nadie la entrada en el santuario. Pero esos hombres tienen corazones de plomo.
Les condujo a través del oratorio principal, por delante del lugar en que la cuerda sagrada definía los lugares santos, donde sólo el kami podía existir. Colgaban de ella los tradicionales conjuntos de tiras de papel y de tela en zigzag. Al otro lado, sabía Michael, había un pequeño pabellón, oculto por cortinas.
El sacerdote les llevó a lo largo de un estrecho corredor. Se detuvo ante una puerta. La abrió, y estaba a punto de señalar el camino hacia una de las edificaciones exteriores, cuando divisó a dos hombres que corrían bajo la lluvia. Cerró inmediatamente la puerta y dijo:
—Ese camino es ya demasiado peligroso. Venid conmigo.
Los llevó de vuelta por donde habían ido. Habían regresado al oratorio principal. Las voces eran más fuertes, más insistentes. El sacerdote miró con inquietud en esa dirección. Se hallaban delante de la cuerda sagrada. El sacerdote miró a su espalda y, luego, de nuevo hacia el lugar de donde llegaban las destempladas voces.
—Por ahí —urgió, señalando el pabellón del otro lado de la cuerda sagrada.
—Pero es ahí donde mora el kami —dijo Michael—. Es sagrado.
El sacerdote dirigió una bondadosa mirada a Michael.
—También lo es la vida —repuso suavemente—. Id. Ocultaos mientras yo procuro ayudar a mis hermanos.
Detrás de la cortina, hacía frío y reinaba la oscuridad. Se experimentaba una sensación de amplitud de espacio —mayor aún que la del oratorio—, aunque esto era, naturalmente, imposible.
—Quizá deba uno de nosotros tratar de llegar al coche —susurró Eliane—. Tu espada está...
Michael le puso un dedo sobre los labios, y volvió a hacerse el silencio. Había allí una cualidad peculiar, como si fuesen actores esperando a que se levantara el telón en una noche de estreno; una especie de electricidad que no tenía nada que ver con los actores mismos, sino que, más bien, emanaba de los susurros del invisible público, y que saltaba como una chispa hasta el lugar en que ellos se encontraban, sumidos en la penumbra.
—Michael —le dijo ella al oído—, déjame ir.
Él negó con la cabeza, pero ella ya se estaba moviendo. Michael trató de sujetarla, pero ella, viendo su intención, le esquivó. Luego, él tuvo la sensación de estar solo..., o, mejor dicho, de estar sin ella.
No estaba solo.
Sentía la presencia del kami.
O de Tsuyo.
Quizá, después de todo, no había ninguna diferencia entre los dos.
—«... dile a Michael que piense en sí la próxima vez que tome té verde. Dile que utilice mi taza de porcelana. Siempre la apreció mucho. Estoy pensando en el lugar en que tú y él estuvisteis a punto de morir. Ni aun en verano hay allí una sola garza.» —Audrey terminó entonces de recetar el enigmático pasaje de su padre.
Masashi se estaba concentrando en cada palabra.
—Esa taza de porcelana —dijo cuando ella hubo terminado—, ¿la conoce?
—Claro —respondió Audrey—. Era uno de los recuerdos que mi padre se trajo del Japón.
Excitado, Masashi se aferró a esta posibilidad.
—¿Recientemente?
—Oh, no —dijo Audrey—. La trajo hace muchos años. Es de alguna época poco después de la guerra, creo.
Entonces, no puede ser eso, pensó Masashi.
—Ese lugar que menciona su padre, donde usted y su hermano estuvieron a punto de morir, ¿está aquí en Japón?
—No —respondió Audrey—. Yo nunca había estado aquí. Es de los Estados.
—¿Perdón?
—De América.
—¿Por qué habría de ser algo especial para él? —preguntó Masashi.
—Supongo que por lo que dijo. —Audrey reflexionó unos momentos—. Tenía una tormenta de nieve, ¿sabe?, y...
En aquel momento, se abrió la puerta y entró precipitadamente Kaeru. Tenía contraído el rostro. El hecho de que no se hubiera molestado en llamar a la puerta era indicio de que algo extraordinario ocurría.
—¿Qué sucede? —preguntó ásperamente Masashi.
El tono de su oyabun hizo pararse en seco a Kaeru. Recordó sus modales. Se inclinó mecánicamente y dijo:
—Un millón de perdones, oyabun, pero traen un paquete para usted.
—Déjame en paz —dijo Masashi—. ¿No ves que estoy ocupado?
—En efecto, oyabun —respondió Kaeru—. Si esto no fuese de la máxima importancia, nunca le habría interrumpido. El paquete lo trae un mensajero. Al parecer, es tan valioso que debe firmar usted mismo el recibo. Se niega a aceptar la firma de nadie en su lugar.
—Está bien. —Se volvió hacia Audrey y sonrió—. No tardaré, querida. Descanse un poco, y cuando vuelva concluiremos esta conversación.
—Pero ¿dónde hay un teléfono? —dijo Audrey—. Quisiera hablar con mi madre.
—A su debido tiempo —respondió Masashi—. Por ahora, dejaré un hombre delante de esta puerta para asegurarme de que nadie le molesta.
—Pero...
Audrey se interrumpió, pues los dos hombres se habían ido ya. Una vez más, sintió llenársele los ojos de lágrimas. Quería irse de allí. Quería irse a casa, ver a su madre y a Michael. ¡Oh, Michael!, gimió en silencio. ¿Qué ha sido de ti?
Luego, pensó: Deja de compadecerte a ti misma. Se levantó y fue hasta la puerta. Accionó el picaporte, pero no sucedió nada. La puerta estaba cerrada con llave. Qué extraño, pensó. Se encogió de hombros. Quizá se trataba sólo de otra precaución de seguridad. Pero entonces, ¿Por qué no se la había mencionado Masashi?
Bueno, se dijo mientras paseaba por la habitación, ciertamente, me siento más segura que lo que me he sentido en muchos días. Fue hasta el shoji y lo descorrió. A través de la mugre que cubría los cristales de la ventana pudo ver muelles y agua. Un río, decidió, ya que podía ver la orilla de enfrente, rebosante de edificios y actividad. O sea que había acertado. Se encontraba en un almacén. Sintió una cierta satisfacción por el hecho de haberlo averiguado.
Se apartó de la ventana y vio que el picaporte se movía. Es extraño, pensó. Si fuese Masashi el que volvía, tendría llave. Se acercó más, observando. Algo estaba siendo introducido entre la puerta y la jamba. Oyó un chasquido y, luego, el picaporte giró y se abrió la puerta.
Se precipitó un hombre en la habitación. Detrás de él, Audrey pudo ver la forma del guardián caído, el hombre que Masashi había dejado para protegerla. Y pensó: Dios mío, me han encontrado.
Dio media vuelta para escapar del hombre, pero sintió que la cogía por detrás. Intentó gritar, pero una mano le tapó firmemente la boca. Y el miedo le atenazó la garganta.
El soldado del Taki-gumi que había registrado las edificaciones exteriores había regresado al templo propiamente dicho. Estaba empapado y furioso. Igual que el otro hombre. Intercambiaron una seña silenciosa y se abrieron paso por delante de los sacerdotes sin hacer caso de sus protestas. Llevaba desenvainada su katana. Avanzaron metódicamente a través del oratorio. No parecían tener ningún respeto por la santidad del lugar. Pero eran jóvenes de espíritu tan tosco y basto como la lija. Hacía sólo unos meses estaban montando en sus motocicletas, bebiendo cerveza, vestidos con prendas de apestoso cuero, lustrosas por el uso. ¿Qué sabían ellos de shintoísmo, de templos, de bosques de árboles sagrados y de kamií Sólo les importaba el neón, la velocidad y la pérdida de conciencia. Odiaban porque eran demasiado cobardes para enfrentarse a sus propios temores. Así, su odio les hacía arrogantes, salvajes y, al final, infinitamente maleables. Sólo necesitaban un objeto sobre el que dirigir su odio... aunque fuese temporalmente. Masashi así lo había comprendido, y ahora les utilizaba. Por eso era por lo que le obedecían sin entender siquiera que eso era lo que estaban haciendo.
El picado de viruelas se acercó al cordón sagrado. Vio la cortina al otro lado. Era evidente que se trataba del símbolo de algo que él ignoraba. Con un golpe de su espada, cortó el cordón. Luego, cautelosamente, avanzó hacia la cortina y el espacio que se extendía más allá.
El de la cabeza calva vio por el rabillo del ojo un fugaz movimiento y echó a correr en esa dirección. Al dar la vuelta a un recodo vio una figura de mujer que se escabullía por una puerta lateral, y sonrió.
No continuó avanzando, sino que se volvió y regresó a través del oratorio en dirección a la puerta principal del templo. Se abrió paso por entre los sacerdotes congregados y salió a la lluviosa noche. Caminó por el sendero hasta el pequeño cercado en que el viento agitaba las campanas. Bajó el ancho tramo de escaleras de tres en tres.
Sabía adonde se dirigía la mujer. Había visto el coche y sabían que la katana estaba en su asiento posterior. No habían tocado nada, ya que no sabían dónde estaba su presa ni lo que haría. Ahora, el hombre calvo sabía.
Llegó mucho antes que ella y se ocultó entre las sombras de un pino. No tuvo que esperar mucho. Eliane apareció corriendo entre los árboles, dirigiéndose en línea recta hacia el coche. El hombre rió entre dientes.
Estaba ya moviéndose cuando Eliane llegaba al coche. Ella había cogido la manilla de la puerta, cuando vio el reflejo de su movimiento en la superficie ligeramente curvada de la ventanilla. La lluvia impedía percibir más que una fugaz impresión. Pero fue suficiente.
Hizo su giro de cintura, dobló la rodilla izquierda, levantó la pierna derecha y golpeó con ella a su asaltante. Soltó un gruñido al establecer contacto, cargando todo su peso en el golpe.
El hombre se tambaleó, y ya Eliane estaba girando y proyectando violentamente hacia delante el otro pie. La punta del zapato alcanzó al hombre en el extremo del mentón. Su cabeza fue impulsada hacia atrás, y se oyó un seco chasquido semejante al disparo de un rifle. Se desplomó, con la cabeza torcida en antinatural ángulo. Eliane se inclinó y recogió la ka.ta.na. Mientras regresaba corriendo hacia las luces del templo le pareció oír el carraspeo de un motor, pero con el ruido del viento y la lluvia no podía estar segura.
Dentro, el yakuza picado de viruela se estaba acercando a la cortina. Estaba en la primera postura de ataque tan bien conocida en el kenjutsu, con las rodillas dobladas, los puños a la altura del esternón, la espada tendida hacia delante.
Estaba a menos de medio metro de la cortina. Permaneció inmóvil, aguzando el oído. Pero sólo se oía el reverberar de los ecos levantados por sus colegas en la búsqueda.
Con mucho cuidado, extendió la punta de su espada hasta tocar con ella la cortina. Vio que podía descorrerla fácilmente de esa manera, y se disponía a hacerlo, cuando, de pronto, se abrió por sí sola. Lanzó un grito cuando el demonio saltó sobre él.
El demonio era totalmente blanco. Tenía cuernos en la cabeza, y su boca, contorsionada en una mueca horrible, era tan roja como la sangre. Sólo después de que el demonio le golpeara con un atemi tan poderoso que le rompió tres costillas, advirtió que la cara era una máscara y que el cuerpo estaba envuelto en una tela blanca. Pero para entonces había sido golpeado de nuevo y estaba casi inconsciente.
Michael tiró a un lado la máscara mientras retiraba la espada de la mano del soldado agonizante. Se quitó la tela blanca que le cubría y saltó por encima de la figura tendida.
Al instante vio al jefe, un hombre esbelto y delgado, de fino bigote. Era distinto de los otros. Tenía más edad y nunca había montado en una motocicleta. En su interior ardía una llama de la que los otros carecían. Él, entre los demás yakuzas, sabía perfectamente dónde residía y qué significaba la naturaleza de la santidad. Simplemente, no le importaba. O quizá, algo más cruelmente, su sentido de profanación era deliberado.
Realmente, pensó Michael, había un cierto grado de satisfacción, si no de franco placer, en la forma en que apoyó la hoja de su tonto sobre el sacerdote calvo que había entregado la caja a Michael.
Trazó una línea de sangre en la piel del sacerdote en cuanto vio a Michael.
—Cógela —dijo secamente—. No pierdas el tiempo en negativas. No pierdas tiempo en absoluto.
—Pero yo no...
Trazó otra línea de sangre en el sacerdote.
—Esto sucederá una y otra vez —dijo—. Hasta que me traigas la caja.
Michael dio media vuelta y cruzó de nuevo el oratorio. En el santuario del kami, cogió la caja y la llevó hasta donde el soldado mantenía preso al sacerdote.
—Ah —dijo el yakuza, exhalando un profundo suspiro—. Déjala ahí —señaló con la cabeza—. Lo bastante cerca como para que la pueda coger el sacerdote.
Michael hizo lo que le decía.
—Bien —dijo al sacerdote—. Cógela.
Levantó la espada para permitir que el sacerdote se moviera. Al hacerlo, su propio cuerpo se apartó lo suficiente como para que Michael viese el borde de otra figura detrás de él. La figura estaba chorreando agua.
—No le hagas daño —dijo Michael.
El hombre se echó a reír.
—¡Cierra el pico! —movió la cabeza—. Y dile a la mujer que se está deslizando detrás de mí que se quede donde está si no quiere que la sangre de este sacerdote caiga sobre ella.
—No me moveré —dijo ella, haciendo una profunda inspiración.
—Ya has matado a uno de mis hombres —dijo el yakuza a Michael—. ¿Dónde está el otro?
—Fuera, junto al coche —dijo Eliane—. Le he roto el cuello.
—Cogeré la caja ahora.
Michael se dio cuenta de que el yakuza era muy astuto. Se negaba a dejarse provocar y cometer un error.
Michael se dirigió hacia la caja y se agachó.
—Tú no. La chica.
Al ver que vacilaba, el yakuza dijo:
—Me basta una décima de segundo para quitarle la vida a este anciano.
El tanto se movió hacia arriba y volvió a bajar.
—La caja.
Eliane llevó la caja hasta la puerta. Mientras lo hacía, él se iba, retirando, manteniendo la distancia entre ambos.
La hoja destelló junto a la garganta del sacerdote.
—Ahora, ven aquí.
Eliane salió a la oscuridad.
Michael vio cómo el yakuza le ponía a Eliane la hoja en el cuello justo antes de que los dos desaparecieran en la lluvia.
—Tranquila —dijo Joji al oído de Audrey—. Guarda silencio, o nos perderás a los dos.
Cerró la puerta de una patada y avanzó con Audrey hasta el centro de la habitación.
—No te asustes —dijo—. Sé quién eres. Yo soy un amigo. Joji, habiendo perdido a Michiko y Tori en el laberinto de corredores, se sintió invadido por el pánico. Había sido demasiado cauteloso, siguiéndoles a demasiada distancia por miedo a delatar su presencia a los hombres de Masashi.
Había vagado de corredor en corredor, y por dos veces estuvo a punto de tropezar con los soldados de Masashi. Luego, al doblar un recodo, había visto al guardián apostado ante la puerta de aquella habitación. Tuvo la certeza de que el destino le había conducido hasta el lugar en que Masashi retenía a Michiko y Tori. Redujo al guardián, y al percatarse que éste no llevaba la llave de la puerta encima, abrió la cerradura con una ganzúa. Entró en la habitación dispuesto a reunirse con su hermanastra y con la nieta de ésta, pero, en su lugar, se halló ante la hija de Philip Doss, Audrey. La había conocido por Michiko, naturalmente, y había visto las fotografías de Audrey y Michael que ella conservaba.
—No estoy aquí para hacerte daño —le dijo—. Voy a quitarte la mano de la boca.
Lo hizo, y Audrey se dio la vuelta. Joji le explicó quién era y qué estaba haciendo allí.
Audrey escuchaba. Cuanto más hablaba, más aterrorizada se sentía.
—¿Masashi es enemigo de mi padre? —exclamó—. Pero él me ha dicho todo lo contrario.
—Miente —respondió Joji—. Mi hermano es muy aficionado a eso.
Audrey retrocedió.
—Una cosa es segura. Uno de ustedes miente. El problema es que no sé cuál de los dos.
Joji reflexionó unos instantes.
—Comprendo lo que sientes —dijo—. Tengo una idea. Ven conmigo hasta que encontremos a mi hermanastra Michiko. Masashi la está reteniendo a ella y a su nieta Tori aquí contra su voluntad. De hecho, él secuestró a Tori para que Michiko y su familia hiciese lo que él quiere. Por favor, estoy seguro de que Michiko podrá persuadirte cíe que lo que he dicho es verdad.
Esto le parecía razonable a Audrey. Joji le estaba ofreciendo las dos cosas que más deseaba: su libertad y la posibilidad de decidir por sí misma. Asintió.
—Confiaré en usted hasta ahí —dijo cautamente—. Pero sólo hasta ahí.
Joji se inclinó.
—Es justo. Vamos.
Masashi firmó el recibo del paquete y el motorista que lo había traído se marchó. El paquete era pequeño, casi cabía en la palma de su mano. Sobre el envoltorio, estampado en letras rojas, se leía: URGENTE: ABRIR INMEDIATAMENTE. Masashi lo abrió. Dentro había una cassette magnetofónica. No había ningún mensaje, ni nada escrito en ninguno de los dos lados de la cassette.
Él y Kaeru volvieron al interior del almacén y subieron la escalera hasta su oficina, en el tercer piso. Masashi se dirigió hasta su mesa e introdujo la cassette en un magnetófono.
Sonó una voz. Hablaba en ruso, pero con acusado acento. La voz le resultaba familiar, pero Masashi no acertaba a localizarla. Alargó el dedo y paró el aparato.
—Tú sabes ruso —dijo a Kaeru—. Traduce.
—Es una llamada telefónica de larga distancia —dijo Kaeru—. El hombre está preguntando por alguien llamado Evgeni Karsk. Es un general.
—¿Del Ejército ruso?
—No —respondió Kaeru—. De la KGB.
—¿La KGB? ¿Cuál es la finalidad de esta cinta? —se preguntó.
Kaeru, con la cabeza ladeada, escuchaba con atención.
—Según lo que están diciendo, Karsk es uno de los jefes del KRO, el departamento de contraespionaje de la KGB.
Kaeru miró a Masashi.
—¿Qué tiene que ver con nosotros el aparato de espionaje soviético?
•—Aparte de que me gustaría matarlos a todos, nada —respondió Masashi.
Puso de nuevo en funcionamiento el aparato. Más ruso, esta vez desde el otro extremo de la línea telefónica.
—Están diciendo que Karsk se encuentra en su casa a estas horas de la noche. Le van a pasar la llamada.
Ruidos de conmutadores, pitidos y chasquidos electrónicos. Luego:
—¿Moshi moshi? —la forma japonesa de «diga».
—He llamado a la oficina.
No era extraño que le hubiera parecido familiar. ¡Era la voz de Kozo Shiina!
Masashi y Kaeru, mirándose uno al otro, escuchando la conversación en que Shiina y Karsk, dos viejos amigos, discutían la destrucción del Taki-gumi, el pacto entre Shiina y Karsk que provocaría la destrucción de la economía americana, el reclutamiento de Joji Taki para hacer que los hermanos Taki se mataran entre ellos.
—¿Shiina está trabajando para la KGB? —El rostro de Masashi estaba rojo de ira—. ¡Ese maldito hijo de puta!
Con un gruñido, barrió con la mano todo lo que había sobre su mesa.
—Quiere decir trabajando con la KGB —dijo Kaeru, tan sosegadamente como le fue posible.
—¡Idiota! Nadie trabaja con los soviéticos —exclamó Masashi con desprecio. Estaba temblando, sin poder permanecer quieto—. Son maestros de la manipulación. Mi padre utilizó todos los recursos del Taki-gumi para combatir a los soviéticos. La sola idea de que llegaran a pisar suelo japonés le ponía enfermo. Y me pone enfermo a mí.
Dio un puñetazo sobre la mesa, haciendo crujir la madera.
—Para descubrir ahora que estoy aliado con ellos. ¡Es demasiado!
—Ése es el hombre que le sugirió que asesinase a su hermano Hiroshi, y el que le ha instado a que mate a su hermano Joji —dijo Kaeru—. Shiina le ha usado a usted para sus propios fines.
Estaba mirando a Masashi a la espera de nuevas señales de ira.
—Los rusos matan dos pájaros de un tiro. Nos utilizan para desencadenar un primer ataque contra sus enemigos, la China comunista, y consiguen lo que llevan décadas deseando, poner pie en el Japón. Después del golpe, Shiina necesitará que permanezcan del lado del Japón. Con lo que saben acerca de sus maquinaciones aquí, estarán en condiciones de ejercer chantaje sobre el Jibán Y, puesto que el Jibán se habrá convertido en el poder gobernante de ese nuevo Japón...
—La KGB será el poder gobernante detrás del Jibán —terminó Masashi la frase—. Ellos gobernarán el Japón.
Paseó de un lado a otro como un animal desesperado por encontrar una salida.
—No puedo permitirlo. Antes mato a Shiina y tiro por la borda todo el proyecto.
—Espero que esté dispuesto a hacerlo —dijo Kaeru—, porque eso es exactamente lo que tendrá que hacer.
—Kozo Shiina es hombre muerto. Está aquí ahora, en el almacén, atendiendo a los ingenieros nucleares de Nobuo. No he logrado que se fuera. El muy entrometido quiere estar aquí cuando traiga a Elliane.
Masashi bajó la vista hacia las consecuencias de su ira, esparcidas por el suelo de la oficina. Su mirada se posó sobre el magnetófono y su contenido. Se agachó y lo recogió.
—Lo que me gustaría saber —dijo, más sereno—, es quién me ha enviado esta cinta. —Miró a Kaeru—. Tengo un espíritu guardián que cuida de mí, ¿neh?
Desde el templo había una sola carretera, estrecha y tortuosa, tallada en la ladera de la montaña. Michael conducía a toda velocidad, lanzado contra el muro de lluvia y hacia el resplandor, cada vez más débil, de los pilotos traseros de los yakuza. Era un viaje de pesadilla, sin poder utilizar los faros, ya que ello delataría con toda seguridad su presencia.
Aquí y allá, derrumbamientos parciales habían arrojado cascotes y fango sobre la carretera. Al encontrar el primero de ellos, el «Nissan» de Michael comenzó a dar peligrosos bandazos. Un grueso tronco de árbol se alzó en su campo visual mientras el «Nissan» continuaba patinando. Accionó desesperadamente los frenos, notó que los neumáticos se agarraban y enderezó la marcha.
Los yakuza enfilaron hacia el sudoeste cuando salieron de la carretera de montaña. Atravesaron el puente sobre el Sumida en la Ruta 22. El coche de los yakuza iba a gran velocidad, pero no habían intentado ninguna maniobra evasiva, y Michael estaba seguro de que no había sido detectado.
Luego, los yakuza se desviaron de la 122 en Takinogawa, y Michael estuvo a punto de perderles en un cruce congestionado de tráfico. Todavía en dirección sudoeste, entraron en Tosshima-ku, en el Shinjuku lleno de luces de neón, y continuaron hacia el sudeste hasta Minato-ku. Después, se internaron por callejas secundarias, y Michael tuvo que extremar la cautela porque a aquellas horas de la noche las zonas alejadas de los efervescentes paisajes urbanos se encontraban relativamente oscuras y desiertas. Pasaron ante el parque Shiba Onshi, y, bruscamente, pudo oler el río. Salieron al muelle Takashiba.
Los yakuza habían doblado una esquina y se habían detenido ante una fila de almacenes. Michael apagó las luces y dio lentamente la vuelta a la esquina. Vio a los yakuza salir del coche, con la caja con lo que hubiera debido ser el documento Kaiei bajo el brazo. Eliane salió por sí sola. Los yakuza no le apuntaban con ningún arma. Cruzaron juntos la calle hasta el lugar en que les estaba esperando un hombre. Salió a la luz para saludarles. Era Masashi Taki.
Michael permaneció sentado en el «Nissan», pensando. ¿Es mentira todo lo que me ha contado? Está trabajando para Masashi. Sus manos estaban frías y su mente embotada. ¿Había sido la batalla del templo una simple representación en su beneficio? Recordó las palabras de Eliane: Tú pareces querer una respuesta fácil. Una frase que lo hará todo justo y comprensible. Pero la vida real no tiene unos perfiles tan nítidos. Se halla compuesta de diez mil sutiles matices de gris, cada uno de los cuales se superpone al otro.
Inspiró profundamente varias veces, y logró serenarse un poco. Luego, salió del coche.
Joji dijo:
—Es inútil. Este lugar es un laberinto, un dédalo de corredores y habitaciones. Nunca encontraremos a Michiko a tiempo.
—¿A tiempo de qué?
Audrey acogía con agrado cualquier conversación. Varias veces había intentado iniciar una, pero en todas las ocasiones Joji le había tapado la boca con la mano, aunque cada vez estaban viendo a menos yakuzas. Todos parecían estar dirigiéndose abajo, a un nivel inferior al que ocupaban ella y Joji. Audrey sentía que la conversación era ahora su única arma contra la confusión. Pensaba que cuanto más pudiera hacer hablar a Joji, más llegaría a saber acerca de él. La verdad era que no parecía tener nada de malvado. En primer lugar, no había querido mantenerle encerrada bajo llave como Masashi. Por otra parte, había visto la pistola que llevaba metida en el cinturón, y no había intentado amenazarla con ella. Audrey se encontró preguntándose qué haría si llegaba a separarse de él. Quizás era ésa la verdadera prueba que estaba buscando.
—Los hombres de Masashi están montando alguna especie de bomba o misil —dijo Joji—. Allí —señaló un punto situado al otro lado de la pared interior del pasillo— hay una pasarela que da sobre un espacio cavernoso. No hace mucho, he visto a unos hombres vestidos con trajes contra radiaciones que trabajaban en el cono delantero.
—¿Trajes contra radiaciones? —dijo Audrey—. ¿Se refiere a radiación nuclear?
Joji asintió con la cabeza.
—Sólo Dios sabe qué está tramando mi hermano. Pero es mucho más destructivo de lo que yo había pensado. El poder de Masashi procede de un hombre llamado Kozo Shiina..., un hombre que creo que su padre conocía. El grupo de Shiina, el Jibán, dispone de poderosas conexiones tanto en el interior del Japón como en todo el mundo. El Jibán quiere más espacio para los japoneses, y eso significa penetrar en Manchuria y China, tal como estaba planeado en los años anteriores a la guerra del Pacífico. Parece claro, ahora que Shiina ha proporcionado el artefacto nuclear y mi hermano ha puesto la mano de obra.
—Pero ¿qué quieren hacer con la bomba? —preguntó Audrey.
Joji se apretó los dedos contra los ojos.
—No lo sé —dijo—. Pero tengo una idea que parece salida de una pesadilla. —Miró a Audrey—. Van a arrojar la bomba sobre China.
—Eso es ridículo —respondió Audrey—. Nunca conseguirán hacerlo, ¿no? Quiero decir que hay radares, hay una red de alerta internacional, y no puede suceder una cosa así sin que previamente se enteren otras naciones.
—Eso es cierto —admitió Joji—. Serían detenidos. Sin embargo, deben de haber ideado un medio. Es la única posibilidad.
Audrey vio la pistola asomando en la cintura de Joji. La culata estaba al alcance de su mano. ¿Debía apoderarse de ella? Decidió no hacerlo, deseaba averiguar sin coerción la verdad o la falsedad de la historia de Soji.
—Vamos —dijo, estirando de él—. Encontremos a su Michiko. Quizá ella nos lo pueda decir.
El tamborileo de la lluvia era como un millón de latidos de corazón. Michael, en el segundo piso del almacén de Takashiba, vigilaba el silencio.
Había un biombo de papel en oro negro y azul que representaba un sereno envuelto en niebla bajo la luz de la luna. El paisaje circundante estaba iluminado, como si la gran montaña, actuando como un espejo, reflejase esa luz bañando todo cuanto se encontraba cerca de ella. El biombo dividía en dos el recinto: sombra pálida, luz mortecina. Al fondo había un viejo aparador, común en muchas casas de campo japonesas, y una ventana que daba sobre el puerto. Delante del biombo estaba la parte principal de la habitación, que contenía un gran hibachi, un horno japonés, utilizado para cocinar y servir la comida. Muy cerca, había una mesa de piedra y madera de kyoky sobre la que reposaba un recipiente de bronce del que brotaba una nubécula de vapor. En la mesa había un par de tazas de color verde claro que esperaban ser llenadas. Sobre el tatami yacían varios cojines rellenos de cascaras de alforfón.
Michael había subido un tramo de escaleras que arrancaba desde la entrada. Stick Haruma le había dado una cadena provista de un peso en cada extremo.
Michael se agachó, preparado. Escuchó el silencio que se agolpaba contra sus tímpanos. La sensación de peligro era muy intensa.
Vio el movimiento de la sombra que pasó tras la luna que brillaba sobre el Fujiyama, y se echó hacia su derecha. Detrás de él, una espada rasgó el papel del biombo. Michael se volvió y, sosteniendo ante sí la cadena, se precipitó a través del boquete abierto en el biombo.
Una sombra en la pared, oblicua y alargada, esperando que pasara de una vida a otra, de una realidad a otra.
—¡Eliane!
Sus manos apretaron con fuerza la cadena.
—Supongo —dijo ella, levantando la espada en ángulo oblicuo— que esto era inevitable. —Había una inmensa tristeza en su voz y en su rostro.
—Me dijiste que habías sido enviada para protegerme —dijo Michael—. Pero estabas todo el tiempo trabajando para Masashi. Me mentiste una y otra vez, y luego volviste a mentir. No sé cómo pude creerte ni por un solo momento.
—Si hubiera podido explicarte... No tenía otra opción —dijo ella, moviéndose en círculo a su alrededor—. Masashi tiene en su poder a mi hija como rehén. Así que no importan mis sentimientos hacia ti ni lo que yo te haya jurado. No hay nada que yo no haría para salvar la vida de mi hija.
—Incluso matarme.
—Masashi tiene el documento Katei. —Estaba acortando lentamente el espacio que les separaba—. En cuanto se lo entregue a Kozo Shiina, todo habrá terminado. Recuperaré a mi hija.
—¿Lo crees de verdad? —Michael estaba desesperado. No creía que pudiese derrotar a Eliane—. Masashi sabe lo peligrosa que eres. ¿Crees que te permitirá vivir?
Su única posibilidad era evitar la lucha. Convencerla...
—Tengo que creerlo —respondió Eliane—. Es lo único que me sostiene. No puedo dejar que mate a mi hija.
—Juntos, tenemos una posibilidad —dijo Michael—. Todo lo que tenemos que hacer es unirnos contra Masashi.
—Pero eso es imposible —dijo Masashi, justamente detrás de la oreja izquierda de Michael.
Y Michael, sintiendo ya el súbito dolor en su cabeza, comprendió que Eliane había sido todo el tiempo el señuelo tendido contra él. Reteniendo su atención mientras Masashi se disponía a descargar el golpe.
—Sal de aquí —dijo Masashi a Eliane—. Los hombres se están reuniendo abajo. Estamos casi listos para empezar. Presta tu ayuda allí. —Estaba mirando a Michael, que yacía sin sentido en el suelo—. Mucho de lo que él dice parece cierto. Eres demasiado peligrosa. Debí haberlo comprendido mucho antes. Mi padre te creó del mito, y en mito has acabado convirtiéndote. Sea por su capacidad de fabulación o por tus proezas físicas, te has revestido del manto de lo sobrenatural.
La miró y vio que no había abandonado su posición de ataque. Giró su muñeca izquierda, y la hoja de su katana se elevó en la luz.
—¿Quieres atacarme ahora? ¿Quieres ver cuál de nosotros puede derramar más sangre, cuál de los dos dura más que el otro? Sería una batalla de desgaste. Yo me encargaría de ello. Ésa es una batalla que tú nunca puedes ganar. Yo tengo la resistencia. Tengo la fuerza superior. Además, hay que pensar en Tori. La pequeña Tori. Hoy la he visto. Lloraba llamando a su mamá.
—Bastardo. —Eliane rechinó los dientes en un acceso de ira—. Cómo me gustaría levantar mi espada contra ti.
Masashi volvió a agitar la punta de su espada.
—Adelante, entonces.
Despreciándose a sí misma, sin atreverse a mirar a Michael, se volvió y salió de la habitación. Pero la carcajada de Masashi le siguió a lo largo del corredor.
Bajó ciegamente un tramo de escaleras y, luego, otro. Se dejó caer en un rincón, con el corazón destrozado. Cualquier cosa que hiciese, se trataba de algo malo, perverso. ¿Dónde estaba el noble y refulgente camino del guerrero? Ahora comprendía que eso quedaba para los cuentos de hadas. El mundo real no toleraba semejante benevolencia. Era un lugar cruel e implacable.
¿Cómo podía ella ser parte de la esperanza y el sueño?, se preguntó. Si ella era realmente el futuro, entonces no quería formar parte de él.
Cogió la espada y volvió el puño hacia fuera. Aproximó la hoja hasta que la punta tocó su bajo vientre. Se sentía desgarrada por su culpa y su entrega al giri. Si se quedaba allí, silenciosa y aquiescente, el hombre a quien amaba sería destruido, y quizá también su país. Si decidía volver a aquella innoble habitación en que Masashi se inclinaba sobre Michael, si mataba a Masashi, sabía que en ese mismo momento estaría dando muerte a su propia hija. La muerte le llamaba. Era ya su única salvación. Yo soy liberación, decía. Soy alivio de todo dolor, de todo sufrimiento, de toda responsabilidad. En mis brazos, el deber no es más que un sueño. Yo soy calma, paz, sueño eterno. La libertad le llamaba desde este último y oscuro lugar, y se encontró dispuesta a seguir su llamada de sirena.
Eliane se dispuso a morir.
Si llegas a caer en manos enemigas, habrá una cantidad limitada de cosas que puedas decirles. Tío Sammy le instruía desde un podio. La información es mortal, hijo. Tío Sammy parecía un perro pastor inglés. Es decir, en nuestra profesión. Igual que Nana, guardián de los niños Darling en Peter Pan.
¿Qué profesión era ésa? Michael, arrebujado en la cama, sano y salvo, quería saber.
Tío Sammy levantó las garras por encima de la parte superior del podio. No eran las garras de un perro pastor inglés. Eran las garras negras y aceradas de un doberman. Con un gruñido, el animal saltó sobre Michael, que levantó la cabeza, gimió y abrió los ojos, mirando directamente a los ojos de Masashi.
En una habitación en la que aún resplandecía el monte Fuji, desgarrado en su centro, Michael parpadeó para liberarse de la sangre y el sudor que le cubrían los ojos. Al cabo de unos momentos, pudo ver.
Masashi cogió la caja y la depositó sobre la mesa. Se inclinó sobre ella hasta que su rostro quedó muy cerca del de Michael. Éste intentó moverse, pero descubrió que no podía.
—Una vez —dijo Masashi— había tres hermanos. Uno fue a la guerra por su oyabun y resultó muerto. El segundo fue a la guerra por su oyabun y cayó muerto también. —El odio de Masashi había tornado incoloros sus ojos—. Correspondía entonces al tercer hermano ir a la guerra por su oyabun. Así lo hizo, con la misma buena disposición con que lo hicieran sus dos hermanos antes que él. Pero antes de ir, juró vengar las muertes de los que le habían precedido.
Sus ojos eran los ojos del lobo.
—Tu misión —dijo Masashi— era conducirnos hasta esto. —Sus dedos se aferraron a la caja—. Y ahora que lo has hecho, vas a morir.
Michael, viendo la opaca mirada de Masashi, no tuvo ninguna duda al respecto. Había conocido a bastantes sensei de artes marciales; conocía la diferencia que existe entre una jactancia y una amenaza.
Masashi descorrió el pasador y levantó la tapa de la caja. Durante unos momentos que parecieron interminables, su rostro se mantuvo impasible. Luego, introdujo la mano en la caja y sacó el rollo.
—El documento Katei.
Reconoció el sello del exterior. Miró a Michael con ojos llameantes.
—Ahora lo tengo todo. Al fin tengo el medio con el que doblegar a Kozo Shiina a mi voluntad. Shiina consiguió la ayuda de la KGB soviética. Se proponía entregarse a un ruso llamado Evgeni Karsk tan pronto como hubiera utilizado los elementos humanos del Taki-gumi. Pero yo me he adelantado. Tengo el documento Ka tei, y, sin él, el poder de Shiina dentro del Jibán se resentirá. Para conservar ese poder, me necesita a mí.
—¿Dónde está mi hermana? —preguntó Michael—. ¿Dónde está Audrey?
Masashi dejó a un lado el rollo.
—Parece que ya no te necesito.
Arrastró a Michael hasta el hibachi. Abrió la tapa de cobre, dejando al descubierto el fuego de carbón de su interior. La luz que oscilaba sobre su rostro le confería un aire espectral.
—Es momento de morir.
Fue Audrey quien primero vio la figura acurrucada de Eliane. Se detuvo.
—¿Es ella? —preguntó a Joji—. ¿Es Michiko?
Joji dio un respingo, escrutando la oscuridad del corredor.
—Dios mío —exclamó—. ¡Es su hija, Eliane! ¿Qué está haciendo aquí?
Luego, divisó la espada y la llamó, al tiempo que echaba a correr.
Eliane, concentrada su mente en la férrea decisión necesaria para sosegar el espíritu, para acorazar la voluntad ante la llegada de la muerte, sólo se dio cuenta de que un hombre corría hacia ella. Sombras que se aproximaban velozmente a lo lardo de la pared.
—¡Vete! —gritó. Le aterraba la idea de que Masashi llegara para detener su mano, para someterla de nuevo al tormento que él llamaba vida—. ¡Ya estoy muerta!
Audrey alcanzó a Joji y, por algún intuitivo sexto sentido, le hizo retroceder. Vio el angustiado rostro de Eliane y comprendió lo que debía hacer.
—¡Vuélvase! —ordenó—. Haga lo que digo, Joji. Si quiere salvarla, vuélvase al otro lado del recodo, donde ella no pueda verle.
Cuando Audrey tuvo la seguridad de que Joji se quedaría donde le había ordenado, se volvió hacia Eliane. El corazón le golpeaba dolorosamente el pecho. Sabía que estaba enfrentándose a la muerte. El rostro de Eliane era el de una calavera, tenso, duro y refulgiendo con una extraña y radiante luz.
Audrey se sintió horrorizada. Recordó a Michael hablándole de la tormenta en las montañas de Yoshino de hacía tanto tiempo. Recordó su voz mientras le contaba cómo había desaparecido Se-yoko entre el viento y la lluvia, cayendo vertiginosamente en el abismo. Michael había descrito su rostro, pero Audrey no había entendido. Ahora, sí. Santo Dios, pensó, ¿cómo ha podido dormir por las noches?
—Eliane.
—¿Quién eres? —exclamó Eliane—. ¡Aléjate de mí!
Audrey, tratando desesperadamente de recordar todo lo que Michael le había contado acerca del Japón, se arrodilló en el suelo del corredor. Estaba a unos dos brazos de distancia de la otra mujer.
—Soy la hermana de Michael Doss —dijo lenta y cuidadosamente—. ¿Le conoces?
Brilló una chispa en los ojos de Eliane. Escrutó a Audrey por primera vez y, al reconocerla, dijo:
—Bendito sea Dios, estás viva todavía. Bien, eso ya es algo. Creía que te había destruido a ti también. —Luego, con voz angustiada, agregó—: Sí le conozco. Yo le he destruido.
Audrey se mordió el labio para no gritar. Pugnó por dominar el pánico.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, tan serenamente corno le fue posible.
—Mi madre me ordenó que encontrara a Michael y permaneciera junto a él para ayudarle. Pero entonces Masashi secuestró a mi hija. Obligó a mis padres a hacer lo que él quería. Me obligó a mí a hacer lo que él quería. Yo ¡e traje la espada del Jibán; le he entregado a Michael el documento Katei. Ahora lo tiene todo. Tiene todo el poder. Y matará a Michael. Sé que lo hará.
Gran parte de eso, dicho a borbotones, le resultó casi ininteligible a Audrey. Pero coincidía con el relato de Joji lo suficiente como para convencerla definitivamente de que le había dicho la verdad.
—¿Quieres decir que Michael no está muerto aún?
—Quizá —respondió Eliane—. No lo sé —dirigió a Audrey una mirada de desesperación—. Déjame morir en paz, a solas.
—Todavía hay una posibilidad —dijo Audrey, haciendo caso omiso de sus palabras—. Escúchame, Eliane. Joji está conmigo. Averiguó que Masashi está reteniendo a tu hija aquí, en el almacén. Ha venido con Michiko para salvarla. Tu madre y Tori están juntas. Aquí.
Eliane levantó la cabeza. Aquellos terribles ojos muertos parecieron arder con renovado fervor, su pecho comenzó a elevarse y descender y volvió el color a las cenicientas mejillas.
—¿Puede eso ser cierto?
Audrey llamó a Joji. Éste acudió en seguida, y el efecto que produjo sobre Eliane fue asombroso. Dejó caer la espada y se levantó para abrazarle.
—¡Oh, Joji —exclamó—. ¿Está Tori a salvo?
Él miró por encima del hombro de Eliane a Audrey, que asintió enérgicamente con la cabeza.
—Sí —respondió Joji, sosteniéndole—. Ella y tu madre están completamente a salvo ahora.
Eliane se libró de su abrazo. Se volvió, y en su rostro se dibujó una expresión angustiada.
—Santo Dios —murmuró—. ¡Michael! ¿Qué he hecho?
Esta batalla no sería diferente si los dos tuvieran su katana. Encuentra el lugar de la batalla, le había enseñado Tsuyo. Dirígete allá.
Michael estaba lleno de dolor, pero no debía preocuparse de ello. Si dejaba que su mente se demorase aunque fuera un solo instante en el dolor, sería derrotado.
Y esto era, naturalmente lo que se proponía Masashi. Ésta era la batalla suprema de resistencia. En la que la derrota no se medía por la cesación de un latido del corazón, sino por el derrumbamiento de una voluntad.
El dolor atravesaba la cabeza de Michael como un río de fuego. Estallando en todos los rincones de su mente, llenándola con una luz tan brillante que sorbía el aire de sus pulmones.
Y el fuego hablaba. Gritaba, aullaba, rugía mientras le iba lamiendo, abrasándole en hirientes tiras hasta imposibilitar que se manifestase ningún pensamiento coherente. Hasta la mente misma empezó a cerrarse, a replegarse sobre sí misma, apartándose del terrible dolor. Encuentra el lugar de la batalla. Dirígete allá. Un susurro engullido por la rugiente conflagración. ¿La batalla? ¿La batalla? Se estaba ahogando en un mar de fuego, su mente se retraía de la aplastante agonía. Ésa era la batalla.
Hasta que se encontró en el borde. Detrás de él, reinaba la calma, la paz absoluta. Una quietud que podía oír, además de sentir. Sería muy fácil sumergirse en esa quietud. ¿No sería maravilloso que cesaran el ruido, la luz, el dolor? Sería...
¡Basta! ¡Eso es precisamente lo que él quiere!
Pero está todo tan tranquilo, tan silencioso.
Encuentra el lugar de la batalla. Dirígete allá.
Sólo un paso más. Y desplomarse luego en la negrura, en el silencio. El fin de la batalla. Para siempre.
¡No! La batalla no...
La estrategia de Masashi consistía en convencer a Michael de que el lugar de la batalla estaba dentro de su propia mente.
está...
Pero Michael veía ahora la falsedad de eso.
aquí...
Estaba, por el contrario, en el punto en que Masashi se encon traba. Y, verdaderamente, no era distinto que si empuñara una espada. El lugar estaba en sus manos. Era ahí hacia donde dirigía su energía y, por lo tanto, su mente.
Y entonces la mente de Michael quedó libre. Se movió. Y se convirtió así en Kara, El Vacío.
Dio un cabezazo a Masashi en la nariz. Brotó un chorro de sangre, y se aflojó la presión que Masashi ejercía sobre él. Michael lanzó una patada y falló.
Masashi se había apartado y empuñaba ahora la kata.no, Michael no tenía nada. Nada más que el Vacío. Su mente no se posaba en ninguna cosa. No planeaba ninguna estrategia; no trataba de operar dentro de los límites de ninguna ley, ni siquiera la ley universal que obedecen todos los sensei, cualquiera que fuese la escuela de disciplina en que se hubieran adiestrado.
Michael no se concentró en ninguna cosa. No vio ni reaccionó. En lugar de ello, se desplazó al lugar de la batalla: las manos de Masashi. Al hacerlo, no consideró la estrategia de Masashi. No contempló la hoja de la katana de su adversario ni la naturaleza del ataque, sino que hizo lo que necesitaba hacer. Lo que el Vacío le dijo que debía hacer. Alargó los brazos, cogió las manos de Masashi y le arrebató la espada.
Atónito ante esta proeza, Masashi sacó su tanto, su daga, y golpeó a Michael en la cabeza con la empuñadura. Michael cayó de rodillas. Un millar de abejas zumbaron dentro de su cabeza, clavando sus aguijones.
Masashi, cogiendo con fuerza el documento Katei, se inclinó para arrebatarle el arma. Cuando se incorporó, dirigió la hoja hacia el corazón de Michael. Se disponía a descargar el golpe, cuando oyó un ruido. Se volvió, sobresaltado, y vio a Kozo Shiina que se encontraba a menos de medio metro de él. Shiina empuñaba la katana sagrada del Jibán.
—¿Qué es esto? —dijo Masashi.
Rió para sus adentros al ver a aquel viejo con aquella katana sagrada en la mano como si fuese todavía un guerrero.
—No me gusta esta intromisión. —Apretó con más fuerza el documento Katei—. No tienes nada que hacer aquí.
—Todo lo contrario —replicó Kozo Shiina—. Ahora que has cumplido tu papel y has suministrado el caza FAX de Yamamoto para la causa del Jibán, me queda una última cosa importante que hacer aquí.
Y lanzó una estocada con rapidez sorprendente. Hundió la vieja katana en el centro del corazón de Masashi.
Masashi no tuvo tiempo de defenderse. Fue proyectado hacia atrás, tambaleándose, a impulsos de la enorme fuerza del ataque, y sólo él acero que había recuperado de manos de Michael quedó a sus pies.
La punta de la espada le había atravesado de parte a parte y se incrustó ahora en la pared. Su aliento era como escarcha, y sus pulmones parecían sumergidos en agua.
—Creías haberlo calculado todo —dijo Kozo Shiina—. Estabas exultante. Lo he oído todo. No sé cómo te enteraste de mi pacto con el general Karsk, pero sé que estarás de acuerdo conmigo en que poco importa eso ya.
Con una mueca, hizo girar la hoja de la espada.
Masashi lanzó un gruñido de dolor. Miró los ojos de Kozo Shiina y vio reflejado en ellos al estúpido que él era. Le parecía ver a su padre riéndose de sus insuficiencias. ¿O estaba llorando?
—No hay justicia en esto —murmuró Masashi. Parecía incapaz de cobrar aliento. Creyó oír al espíritu de su padre llamándole a través de una enorme distancia, como si fuesen dos soles ardiendo en el cielo. Le pareció que Wataro Taki le decía lo que debía hacer. Y ahora, con los últimos restos de sus desfallecientes fuerzas, arrojó el documento Katei al fuego del hibachi.
Kozo Shiina lanzó un grito. Se precipitó hacia el ardiente rollo, sacando la espada de la pared.
Sonriendo, Masashi vio cómo el rollo se convertía en cenizas en las abrasadas manos de Shiina. Luego, apartó la vista, incapaz de sostener la mirada del otro hombre. Vio luz, en la noche oscura y húmeda.
Resultaba estremecedor estar viendo y cayendo al mismo tiempo. Viendo y cayendo. La sangre fluyendo en regueros que semejaban colgaduras agitadas por el viento, la habitación volcándose de costado, el suelo convirtiéndose en pared, oyendo rechinar sus dientes al cerrarse su mandíbula.
Masashi estaba cayendo, pero se sentía flotar en el aire. Podía ver bajo él las luces de Tokio, el puerto brillantemente iluminado, en el que los barcos mercantes cercanos al almacén cargaban y descargaban sus mercancías.
A través de la lluvia veía el negro recuadro de la ventana en el segundo piso del almacén. Sabía que allí dentro acechaba algo oscuro y maligno, pero eso no tenía nada que ver con él. Él estaba en lo alto, mecido por el viento, flotando, libre de dolor o miedo, recordando un cuento que su padre le había contado cuando era pequeño. Era acerca de un niño que se había alejado de su casa una noche. Perdido en el bosque, rodeado de susurrantes sombras que no podía identificar, de salvajes gritos que le sobresaltaban y le hacían girar en redondo, el niño rompió a llorar. Hasta que asomó la luna por detrás de las movedizas nubes. Era una luna llena, de color tan brillante como el oro, pues estaba terminando el verano y se aproximaba la época de la recolección. Un torrente de luz se derramó sobre el niño, que levantó la cabeza mientras la trémula luz se disponía en una serie de escalones que flotaban a través del bosque.
El niño subió los escalones. Y, a cada paso que daba, se encontraba con que se iba tornando más y más ligero. Hasta que se vio obligado a aferrarse a los escalones para no salir flotando.
Pero luego ascendió a tanta altura que, al mirar hacia abajo, hacia la boscosa región de que procedía, se asustó y rompió a llorar otra vez. Esto hizo que, sin quererlo, se soltara del escalón y comenzara a flotar en el cielo.
Como estaba haciendo Masashi ahora. Experimentaba una exultación tan intensa que le parecía ser aquel niño del cuento..., o quizás era el niño que había sido en otro tiempo, escuchando los mágicos relatos de su padre.
—Ahora —dice Wataro Taki— el niño no siente ningún miedo.
—¿Por qué? —pregunta Masashi.
—Porque ahora el mundo entero le pertenece. Se curva debajo de él, con terrenos brillantes unos y oscuros otros, y el niño puede verlo completo. Puede ver los sitios buenos y los malos, y sabe, sin que nadie se lo diga, que puede ir al lugar que se le antoje.
—Él sólo busca la luz, y va hacia ella.
El cuerpo de Masashi estaba bañado en sangre. La lluvia había cesado, y el único sonido en la habitación era ahora el gotear de la sangre que caía de la katana sagrada del Jibán. Las espesas nubes se habían rasgado, atravesadas por la luz de la luna.
—Sólo quería que te sintieses orgulloso de mí —susurró al espíritu de su padre—. ¿No podías haberte sentido orgulloso de mí aunque sólo fuera un poco?
El espíritu de Masashi, al borde de la muerte, buscó la luz. Y partió hacia ella.
Lo primero que vio Eliane fue la sangre.
Había un río de sangre que iba empapando las esterillas del taíami, y el cuerpo de Michael aparecía empapado de ella. Goteaba sangre de la nevada cima del monte Fuji.
Invadida por el terror, atravesó corriendo la habitación. Tan concentrada estaba en la figura de Michael que no vio las sombras que se movían tras el biombo que ella había utilizado hacía menos de una hora para ocultar a Michael su presencia.
Se dejó caer de rodillas y tomó en su regazo la cabeza de Michael. Detrás de ella, aparecieron Audrey y Joji.
—¡Michael! —exclamó Audrey—. ¡Oh Dios, no!
Eliane levantó la vista hacia ella.
—Está vivo —dijo.
Audrey cerró los ojos en silenciosa oración. Asomaron lágrimas bajo sus párpados. Se arrodilló junto a su hermano, alargando la mano para tocarle. Necesitaba sentirle respirar, sentir su calor, quizá para asegurarse de que en efecto estaba vivo.
Joji dijo:
—Masashi está muerto.
Su voz tenía un tono curioso, como si no pudiera creer que su hermano no estuviera ya en el mundo de los vivos. Se agachó junto a su cuerpo. Clavó la vista en los opacos ojos, fijos en algún reluciente sendero invisible para todos los demás que se encontraban en la habitación.
—Masashi...
Joji estaba analizando sus sentimientos. Alivio, tristeza, remordimiento, se mezclaban en su interior. Pero no satisfacción. Extrañamente, ni siquiera experimentaba la sensación de que se había hecho justicia. Se preguntaba, por el contrario, qué habría podido hacer él para evitar aquella tragedia. «Karma —pensó, finalmente—. Tenía que ser así.» Michael abrió los ojos y vio el rostro de Eliane. Apartó la cabeza.
—Michael —dijo Eliane.
—No tengo nada que decirte —replicó él, volviéndose.
Trató de levantarse y, al hacerlo, vio a su hermana.
—¡Aydée!
—¡Oh, Michael!
Audrey le rodeó con sus brazos, besándole en la cara y el cuello. Él manifestó extrañeza.
—¿Aquí es donde te habían traído?
Ella asintió.
—Masashi trataba de convencerme de que estaba de nuestro lado. Que intentaba averiguar quién mató a papá.
—En parte era verdad —dijo Eliane—. Masashi estaba desesperado por averiguar quién había matado a vuestro padre. Ude, su asesino personal, estaba próximo a capturar a Philip. Philip había robado el documento Katei. La misión de Ude consistía en encontrar a Philip y torturarle hasta que revelase dónde había escondido el documento. Luego, debía matarle. Y a punto estuvo de hacerlo.
—Creía que tú eras la asesina de Masashi —dijo Michael—. Tú eres Zero.
—Ya te he dicho —explicó pacientemente Eliane— que Masashi tenía a mi hija, Tori. Amenazaba con matarle si no hacía lo que quería.
—No te creo —dijo Michael—. No me has dicho más que mentiras hasta ahora.
—Y lo que él quería que hiciese —continuó Eliane— era que me mantuviese cerca de ti. Cuando tu padre murió, Masashi estaba convencido de que tú le conducirías hasta el documento Katei.
—Embustera.
—Pero te está diciendo la verdad acerca de su hija —intervino Audrey—. Masashi tenía a Tori aquí. Joji lo descubrió y trajo a Michiko para rescatarla. —Levantó la vista—. ¿Joji?
—Es cierto —dijo Joji—. Hasta la última palabra. Masashi no estaba utilizando a Tori solamente para obligar a Eliane a hacer lo que él quería, sino para obligar también a Michiko y su marido, Nobuo. Él y Kozo Shiina se han apoderado de un artefacto nuclear. Yo lo he visto aquí. Los técnicos de «Industria Pesadas Yamamoto» ya lo han colocado en un misil o bomba de alguna clase. Pero...
—Un momento —dijo Michael.
Algo que Joji había dicho había estallado como una llamarada en su mente. Era la última pieza del rompecabezas, la pieza que durante tanto tiempo le había estado obsesionando. Nobuo estaba siendo chantajeado. Ésa era la clave: de su participación en la deliberada ruptura de las conversaciones comerciales, y en algo más también.
—¡El caza a reacción FAX de Yamamoto es el vehículo que Masashi y Shiina van a utilizar para transportar la carga nuclear! Por eso es por lo que Masashi necesitaba la técnica y los medios materiales de Nobuo. Y apuesto a que ésa es la razón principal por la que Shiina entró en alianza con Masashi. El poderío del Taki-gumi era algo adicional. Masashi tenía acceso al FAX, y el reactor experimental era todo lo que Shiina necesitaba.
—Es plausible —dijo Joji—. Pero tú has matado a mi hermano. La amenaza ha terminado.
—Ojalá fuese así —dijo Michael, poniéndose de pie con la ayuda de las dos mujeres—. Yo no he matado a Masashi. Ha sido Kozo Shiina. La suya era una alianza difícil. Por lo que he oído, parece claro que cada uno de ellos estaba dispuesto a destruir al otro en cuanto fuera detonado el artefacto nuclear. Se estaban utilizando mutuamente. Shiina por la capacidad de Masashi para obtener acceso al FAX; Masashi por el poder adicional que Shiina le daba.
—¿Pero qué les ha hecho atacarse el uno al otro ahora? —preguntó Joji.
—No estoy seguro —respondió Michael—. Pero sé que, de alguna manera, Masashi se enteró de que Shiina había hecho un pacto con la KGB soviética. Con un general llamado Evgeni Karsk. Karsk les proporcionó el artefacto nuclear.
—Si —dijo Eliane, asintiendo con la cabeza—. Esa clase de conocimiento pondría furioso a Masashi. Despreciaba a los rusos.
—Parece un extraordinario golpe de suerte que Masashi se enterase de la participación de la KGB —dijo Joji—. Fue como si una bomba letal se autodestruyese.
—No del todo —respondió Michael—. Todavía tenemos que habérnoslas con Kozo Shiina. Está aquí, en alguna parte.
—¡Y tiene el documento Katei] —exclamó Eliane.
—No. —Michael señaló el hibachi. El horno de cobre resplandecía con fulgor rojizo—. Masashi tiró el documento al fuego. Ha desaparecido. Shiina no lo tiene, pero tampoco lo tengo yo.
Pensó en el general Hadley. ¿Qué utilizaría ahora su abuelo para presionar a los japoneses?
—Es una lástima. Otros acontecimientos se están cobrando ya su precio. Sin el documento Katei, no sé lo que pasará.
—Si Shiina está aquí ahora, nuestra primera preocupación debe ser el artefacto nuclear —dijo Eliane—, ¿no os parece?
—Yo conozco el camino. Os llevaré allí.
Eliane se volvió hacia Michael.
—¿Cómo te encuentras?
—No te preocupes por mí —dijo él—. Puedo hacerlo.
Pero dio dos pasos y se desplomó.
—¡Michael! —exclamó, y se arrodilló junto a él.
—Vamos, Eliane —dijo Joji—. No tenemos mucho tiempo.
—Yo me quedaré con él —dijo Audrey—. Id vosotros. Yo no puedo ser de mucha ayuda, de todos modos.
La boca de Kozo Shiina se contorsionó en una apariencia de sonrisa. Tenía una imagen mental de Wataro Taki. El bastardo debía de estar consternado al ver cómo Shiina había destruido todo lo que Taki había tardado años en construir.
Luego, una aguda punzada de dolor le recorrió el cuerpo, y su sonrisa se convirtió en una mueca. Se había erguido sobre el muerto Masashi y había deseado con toda su alma levantar la espada del príncipe Yamato Takeru, el sagrado símbolo de la fuerza del Jibán y hundirla en el corazón de Michael Doss. Había esperado tanto tiempo y tan pacientemente esta venganza, que su espíritu se había embotado ante su proximidad. Y, sin embargo, el dolor de sus manos, hinchadas y llenas de ampollas a consecuencia de su intento por recuperar los ardientes restos del documento Katei, lo había hecho imposible.
Pero nadie puede decir qué es imposible para alguien tan desesperado. Con un rechinar de dientes, Shiina había cerrado sus maltrechas manos en torno a la empuñadura de la katana. Contuvo un grito. Pero estaba dispuesto a realizar su venganza. Luego, había oído unos pasos que se acercaban y se había retirado tras el desgarrado biombo que representaba al monte Fuji. Su ensangrentada cumbre le había parecido perfectamente apropiada.
Lo había oído todo y, con un sentimiento de desesperación, deseó haber dispuesto del minuto adicional necesario para matar a Michael Doss. Pero ahora la situación había cambiado. Ahora el Jibán estaba aniquilado, y sus planes para un nuevo y glorioso imperio japonés habían quedado reducidos a cenizas. Esto era karma. Pero en un instante vio que su karma había sido benevolente también, pues, al mirar a través del biombo desgarrado, vio el hibachi. Y a menos de medio metro estaba no sólo Michael Doss, sino también su hermana Audrey.
Shiina no podía ahora pensar en nada más que en su venganza contra Philip Doss, que había asesinado a su hijo hacía tanto tiempo. Estaba solo en la habitación con los dos hijos de PhiJip: con el legado de Philip, su futuro. Shiina cogió la espada y pasó a través del biombo desgarrado.
Michael levantó la cabeza. Vio acercarse la figura, y, aunque el rostro le era desconocido, la katana del príncipe Yamato Ta-keru, no. «Éste debe de ser Kozo Shiina», pensó.
—Michael Doss. —La voz de Kozo Shiina sonaba enronquecida por el peso del deseo. Al cabo de todos aquellos años, se disponía a vengar la muerte de su hijo. Shiina adoptó la postura de ataque e hizo girar la espada sobre su cabeza. La dirigió hacia abajo, mientras Michael rodaba por el suelo para apartarse.
Shiina giró sobre sí mismo y se lanzó hacia él desde otra dirección. Al hacerlo, oyó un leve ruido a su espalda y volvió la cabeza. Vio una sombra que se movía hacia él desde el otro lado del biombo. Cuando la sombra atravesó el rasgado papel, el corazón le golpeó con fuerza en el pecho.
—¿Quién eres?
—Soy el espíritu de Wataro Taki —dijo la voz de la sombra—. El espíritu de Zen Godo.
Shiina se sobresaltó.
—Zen Godo —murmuró—. No he oído ese nombre desde hace décadas. Zen Godo murió hace mucho tiempo. —La boca de Shiina se retorció en un gruñido de ira—. Todos están muertos. Ya no tengo más enemigos.
Shiina podía oír el crepitar de las llamas que habían consumido el documento Katei.
—¿Quién eres de verdad? —murmuró.
—Soy Zero —dijo la voz.
—¿Zero? —Se sobresaltó Shiina—. Zero es la ausencia de Ley.
—Es también la creación de Zen Godo. Una leyenda ideada por él. Es, en esencia, su espíritu. Es Zero quien te ha destruido del mismo modo que tú trataste de destruir a Zen Godo.
—¡Otra vez Zen Godo! ¡Zen Godo está muerto! —gritó Shiina—. ¡Yo asistí a su funeral!
—Entonces, ¿cómo es que te inquietas? —preguntó la sombra.
Mientras hablaba, la figura penetró en la parpadeante luz, y Shiina comprendió quién era. «¡Imposible! —pensó—. ¡Es imposible!» Y saltó hacia delante, empuñando la katana del príncipe Ya-mato Takeru. La punta de la espada arrancó la pistola de la mano de la sombra. Luego, sonriendo ferozmente, Shiina dio un rápido golpe hacia arriba y de izquierda a derecha, con el propósito de abrir el tórax de la figura.
Detrás de él, Michael arrojó la cadena con las pesas, que se enroscó en torno a la muñeca de Shiina. Michael estiró, y la katana fue desviada de su objetivo.
Shiina giró mientras se tambaleaba. Y, luego, hizo algo sorprendente. Soltó la espada sagrada. Michael aflojó la tensión sobre la cadena, y Shiina pudo liberarse. Al mismo tiempo, se apoderó de la caída espada de Masashi. Atacó.
Maldiciéndose a sí mismo, Michael se agachó violentamente y sintió cómo el cortante filo de la katana le rasgaba la camisa en la espalda. Se abalanzó hacia la katana sagrada y la cogió.
Pero Shiina estaba ya sobre él, descargando golpe tras golpe. Sus cuerpos estaban tan estrechamente entrelazados que formaban una figura única y monstruosa. Era todo lo que Michael podía hacer para defenderse. Una vez, dos veces y aun una tercera vez, sintió el arma de Shiina deslizarse a través de sus defensas.
Michael hizo acopio de las fuerzas que le quedaban, pero ya la espada de Shiina estaba casi sobre su garganta y comprendió que se hallaba a punto de morir. Puede llegar un momento, había dicho Tsuyo, en que todo lo que se te ha enseñado aquí sea inútil, en que lucharás como debe hacerlo un guerrero, pero en vano. Entonces, te faltará la fuerza, y será el momento de zero: donde el Camino no tiene poder.
Mirando el torvo rostro de su implacable enemigo, Michael comprendió que había llegado ese momento. Él estaba en zero y, como Tsuyo, su sensei, antes que él, estaba perdido. Se hallaba junto al abismo final en que hombre y guerrero se funden y, derrotados, son irremisiblemente arrebatados por las corrientes de un destino inexorable. Era el momento del miedo esencial. Un lugar en que el valor era un concepto aún por nacer.
Shiina percibía que el final estaba próximo. Las aletas de su nariz se dilataron como las de una fiera al olfatear la sangre de su víctima. Completó dos veloces golpes y, luego, modificando su táctica, empleando el cambio aire-mar, se dispuso a asestar el golpe defintivo. Arqueó el cuerpo hacia arriba, separándose del de Michael.
En ese momento, resonó un disparo en la habitación. Shiina lanzó un grito cuando la bala disparada por la pistola que empuñaba la sombra se incrustó en su hombro.
Michael reaccionó instantáneamente, aprovechando la distracción para lanzar un golpe hacia arriba con la katana sagrada.
Shiina sintió cómo la hoja le atravesaba los músculos del costado y, reafirmando sus formidables poderes de concentración, bloqueó el dolor, entregándose de nuevo a su venganza. Lanzó el kal del samurai, el escalofriante grito de combate, y golpeó la espada de Michael con la suya.
Pero Michael era un nuevo hombre. Había habitado en la tierra gobernada por el miedo y había sobrevivido, logrando lo que ni siquiera Tsuyo había podido hacer: triunfar sobre zero. Y, esta vez, Michael se había preparado: había observado el punto crucial por el que Shiina cogía su arma. Anticipó el ángulo del golpe y, des-viándolo, hundió la katana del príncipe Yamato Takeru en el corazón de su enemigo.
Brotó un chorro de sangre. Audrey estaba gritando. «Quizá —pensó Michael— llevaba haciéndolo un rato.» Shiina tenía la boca abierta y su cuerpo se derrumbó mientras exhalaba su último suspiro. Michael extrajo la espada. La luz brilló opacamente en su húmeda y oscura superficie.
Kozo Shiina yacía hecho un ovillo junto al cadáver de Masashi Taki. Jirones de lo que había sido el monte Fuji cayeron sobre él, formando un leve sudario no muy diferente de los rosados pétalos de las flores de membrillo que crecían en la ventana de su estudio. Sus ojos estaban ciegamente fijos en la espada que tanto había codiciado y que había sido el instrumento de su muerte.
Hubo un largo silencio. El rítmico latido subterráneo de las máquinas les hacía imaginar que se encontraban en las entrañas mismas de la Tierra, en alguna monstruosa caverna salida de una pesadilla o de una fantástica epopeya.
Michael y Audrey contemplaron, enmudecidos, la figura arrodillada junto al cadáver de Kozo Shiina. Ya no era una sombra, aunque para ellos podría muy bien haber sido un fantasma.
—¿Eres realmente tú? —dijo por fin Michael.
—¿Papá? —musitó Audrey.
—¿Estáis bien los dos?
Por el momento, Philip Doss se hallaba demasiado emocionado para decir más. Hacía tiempo que no estaba tan cerca de sus hijos. Y Michael desafiando la muerte una y otra vez. Si no hubiera sido por Michael... Aún podía sentir el poder que quedaba en el viejo cuerpo de Kozo Shiina, aún podía sentir la proximidad de su propia muerte. Y, luego, la situación se había invertido, y había sido Michael quien había estado próximo a la muerte. Al final, se habían necesitado dos generaciones de la familia Doss para poner fin a la vida de Kozo Shiina.
Pero ahora, mientras miraba alternativamente a sus hijos, empezó a comprender que aún le esperaba la parte realmente difícil. Su nueva vida se alzaba no sólo ante él, sino también ante sus hijos. Era una vida tan radicalmente diferente que le aterraba la posibilidad de que ellos no pudieran aceptarla, de que le rechazasen inmediatamente a él y a lo que había hecho. Luchar durante cuarenta años contra Kozo Shiina y el Jibán, no era nada en comparación con esta terrible tarea. Después de todo, ésta era su familia. No sabía qué haría sin ellos. Ni tan siquiera .podía soportar la idea.
—¡Papá! ¡Oh, papá! —Audrey se arrojó sobre él y le abrazó—. Creíamos que estabas muerto. Es estupendo tenerte. Nunca pensé... ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —No quería soltarle.
—Fue una maniobra —dijo Philip—. Sólo una maniobra.
Le besó el pelo, la mejilla, los cerrados ojos. Sentía la ardiente humedad de sus lágrimas y le sorprendió ver lo conmovida que estaba. Su amor hacia ella estalló a través de los años de contención que su trabajo, su vida secreta había creado en él. Sentía como si sus entrañas se estuvieran derritiendo, como si viese por primera vez a su hija, una niña pequeña y llorosa. Recordó aquel momento en una súbita llamarada que le hizo revivir todo de nuevo.
La meció a un lado y otro en sus brazos, y ahora su amor se hallaba mezclado con una sensación de tristeza y pesadumbre por aquellas ocasiones que había perdido para siempre, en que no estaba allí para cuidarla, para bañarla o darle de comer, para sentarla sobre sus rodillas, contarle cuentos o aliviar sus miedos y sus dolores. Todo aquello había desaparecido, arrastrado por una corriente que él mismo había provocado. Pero tenía esto ahora, y experimentaba una inmensa sensación de gratitud.
Abrió finalmente los ojos y vio a Michael, que le estaba mirando.
—¿Cómo pudiste hacerlo, papá?
Michael se sintió sorprendido de sus propias palabras. Creía haber superado sus sentimientos. Pero ahora que su padre estaba vivo y delante de él, veía que no era así.
—¿Cómo pudiste engañar a mamá?
Audrey se soltó del abrazo de su padre. Pasó la vista de uno a otro.
—¿Qué quieres decir?
Michael contó lo de su padre y Michiko, cómo sus relaciones amorosas habían continuado durante años, incluso después de que el padre de Michiko las prohibiera.
—No entiendo —dijo Audrey—. ¿Tú engañabas a mamá?
—Nos engañábamos el uno al otro —respondió Philip—. Yo diría que nunca hubiéramos debido casarnos, pero vosotros dos sois el mejor argumento en contra.
Philip se preparó para lo que se aproximaba. La verdad tenía sus propias recompensas, pero en este caso temía lo que debía decirles. Podrían odiarle por ello o podrían resistirse a creerlo. Sabía que cualquiera de las dos reacciones tendría efectos devastadores, no sólo para él mismo, sino también para ellos.
—El hecho es que vuestra madre tiene un amante —dijo Philip. Sintió destrozársele el corazón al ver las expresiones de dolor en los rostros de sus hijos—. Un hombre al que conoce desde que éramos novios en Tokio. Un hombre llamado Evgeni Karsk.
Michael dio un respingo.
—¿Karsk? —exclamó, aturdido—. Masashi habló de él. Karsk es general de la KGB soviética. Él es quien suministró a Shiina el artefacto nuclear.
Philip asintió.
—En efecto. —Les habló de su primer encuentro con Karsk en Tokio en 1947—. Le he estado siguiendo la pista desde entonces. Me temo que vuestra madre trabaja ahora para él. Salió de Washington con cierta información sumamente confidencial.
—No lo creo —dijo Audrey—. No puede ser verdad.
—Me temo que lo es, Aydee —respondió Philip—. Sé que debe de ser un golpe terrible...
—¿Cuánto tiempo hace que sabes lo de mamá? —preguntó Michael.
—Sospeché algo parecido durante algún tiempo —dijo Philip—. Sabía que había una filtración en «BITE», pero tardé mucho en conseguir ensamblar todas las piezas. Luego tuve que idear una forma de desenmascararla.
Audrey estaba pálida por efecto de la sorpresa.
—Esto no puede estar sucediendo de verdad —murmuró. Alar gó la mano—. Michael, debo de estar teniendo una pesadilla. Despiértame, por favor.
—Aydee —dijo Philip—. Lo siento. Tu abuelo se ha hecho cargo del «BITE» durante una investigación del robo.
—¿Y tío Sammy? —exclamó.
—Tío Sammy sufrió un ataque al corazón —dijo Michael, pasando el brazo alrededor de su hermana^—. Ha muerto.
—Santo Dios. —Audrey sepultó la cara entre las manos.
Philip miró a su hijo.
—No espero que me perdones —dijo—. Te he utilizado, lo mismo que Michiko utilizó a Eliane. Los dos hicimos lo que considerábamos que era nuestro deber. Si no era lo que se debía hacer, lo siento. Os necesitábamos a los dos, pero os pedimos que pagarais un precio terrible. Vuestras vidas no os pertenecían Michael, yo...
—Tiempo —dijo Michael, interrumpiéndole con un ademán—. Dame un poco de tiempo. En estos momentos, no sé lo que siento.
Audrey levantó la cabeza y miró a su padre a través de las lágrimas que velaban sus ojos.
—Quiero verla —dijo, con voz trémula—. Quiero oír la versión de mamá.
—Ojalá pudieras —respondió Philip—. Pero la verdad es que nadie sabe dónde está. Se reunió con Karsk en París. La seguimos hasta el «Plaza Athenée», pero eso fue fácil, siempre se hospeda allí cuando está en París. Esta mañana se ha desvanecido, y Karsk con ella. Los compañeros de él parecen sinceramente desconcertados. Tampoco ellos saben dónde está. Es como si los dos hubieran desaparecido de la faz de la tierra. El asunto es muy grave. Lo que vuestra madre robó es vital para nosotros.
Audrey se separó de los dos. Cruzando los brazos, se apretó con fuerza los costados con las manos. Comenzó a temblar. La expresión de Michael era tensa. También él se hallaba bajo el efecto de una especie de conmoción. No podía imaginar a su madre como una espía. Pero tampoco hacía unas semanas habría podido imaginar que su padre lo fuera. Sentía frío y estaba asustado. La vida parecía haberse convertido en un mar tempestuoso. Se sentía zarandeado, fuera de control, sin ningún respiro a la vista. Podía imaginar lo que estaba pasando por la mente de Audrey.
—Ahora —dijo Philip—, necesitáis un médico. Habéis pasado unos momentos terribles los dos.
—Peores de lo que imaginas —dijo en voz baja Audrey—. Oh, quisiera que el tío Sammy estuviera aquí para decirnos que todo está bien.
Quizá no comprendió plenamente el impacto de sus palabras.
Es verdad que los hijos tienen el poder de herir a sus padres más profundamente, más completamente que ninguna otra persona. Y ahora Audrey había herido a Philip. En el lapso de un latido de corazón, ella le había dejado perfectamente claro lo inadecuado que había sido como padre, lo incompleta que había sido su relación con sus hijos. Era una verdad amarga de oír, pero ya una vez le habían dicho a Philip que hasta los ángeles cometen errores.
Sintió deseos de decirle de nuevo cuánto lo sentía. Pero tuvo la impresión, correctamente, de que las palabras serían ineficaces. Tiempo, había dicho Michael. Dame un poco de tiempo. Quizás era eso todo lo que necesitaban ahora.
En ese momento, regresó Eliane.
—No hemos podido encontrar a Shiina —dijo—. Pero Joji se está ocupando de los soldados del Taki-gumi. He llamado a Nobuo y le he comunicado la buena noticia. Va a mandar unos técnicos para que se hagan cargo del artefacto nuclear, que será entregado luego a los Estados Unidos. Nosotros...
Vio a Shiina. Miró sus rostros alterados.
—¿Estáis bien?
Philip asintió.
—Encontré a Michiko y Tori cuando venía hacia aquí —dijo—. Quiero que vayas a recogerlas. —Le dio sus instrucciones—. Yo voy a sacar a mis hijos de este matadero.
La lluvia había dejado a la ciudad con un aspecto limpio y reluciente. Todo en Tokio parecía nuevo, brillante, ultramoderno.
Philip llevó a Michael y Audrey a visitar a Michiko. Ella les recibió en la puerta principal. Llevaba un quimono de color melocotón. Sobre el que había bordadas un par de garzas en pleno vuelo: Michael quedó asombrado al ver cuánto de la hija estaba en la madre. En ambas mujeres veía belleza, gracia, elegancia y una especie de delicadeza que quedaba realzada por la acerada fuerza subyacente. Vio con toda claridad que Michiko era la persona formidable que Eliane aspiraba a ser. Pensó en lo duro que habría sido para ella ser educada por una mujer tan poderosa. Luego, se preguntó a sí mismo si estaba siendo justo con Michiko. Todavía no sabía si podría llegar a apreciarla.
Michael vio a Eliane de pie detrás de su madre. Tenía a Tori apoyada contra su hombro y la acariciaba con movimientos circulares.
Michiko sonrió y se inclinó.
—Bien venidos —dijo—. Me complace mucho que hayáis venido.
Quizás era la forma en que inclinaba la cabeza, pero Michael tuvo un inmediato presentimiento respecto a ella. Se quitaron los zapatos y los pusieron en el armario de madera que había en el vestíbulo. Cuando Michiko volvió, Michael comprendió. Era ciega. Miró a su padre, que asintió con la cabeza.
Las grandes vigas de madera del techo producían un cálido y reconfortante efecto. Había adornos florales en varios sitios, pequeños pero exquisitos diseños que Philip les dijo que Michiko había creado con esquejes de su jardín.
Les condujo a lo largo de un ancho corredor hasta una espaciosa habitación de doce tatami. Paredes de color verde pálido interrumpidas por columnas de madera marrón. En un rincón había un tokonoma, una especie de estrado. Allí, colgaba un rollo de la pared. Su antigua caligrafía decía: «í¿t luz del sol pinta, pero la oscuridad cae. En conjunto, el cambio es evidente incluso para el hombre ciego.-» «O la mujer», pensó Michael, mientras Michiko les invitaba a sentarse en torno a una mesita baja de madera oscura y muy veteada.
Las persianas de shoji habían sido retiradas, revelando parte de un porche de madera pulimentada; se veía un macizo de azaleas bajo las susurrantes ramas de un arce enano. Junto a ellas había una piedra de grandes dimensiones que a Michael le pareció un barco navegando por un mar tranquilo. Un tejadillo que se proyectaba sobre el porche difuminaba la luz que penetraba en la habitación, por lo que los tonos dentro de ella quedaban más matizados.
Eliane llevaba un quimono verde claro, con sólo una línea de verde intenso asomando por debajo. Hizo volverse a Tori para que los visitantes pudieran verla. Los presentó a todos. Tori reía traviesamente, forcejeando hasta que Eliane la soltó. Echó a correr sobre las esterillas de caña y puso las manos en las rodillas de Philip.
—Abuelo —dijo en japonés—, ¿me levantas?
—Tori —dijo Eliane—, ¿tan pronto has olvidado tus buenos modales?
Philip sonrió y la levantó por encima del hombro, haciendo que la niña lanzara grititos de contento.
—Esto es un sueño —dijo Audrey—. Otro tiempo, otro mundo.
—No —respondió Philip, dando vueltas a Tori—. Sólo otra vida.
—Es lo que me escribiste —dijo Audrey—. El fin de cuanto la vida ha sido hasta ahora.
—Morí —dijo gravemente Philip— para volver a nacer. —Dejó a la niña en el suelo—. Me gustaría pensar que he dejado todos mis pecados mortales en mi otra vida.
—Tomemos el té —dijo Michiko.
Tenía delante, sobre la mesa de madera, seis tazas de porcelana, una humeante tetera, y un batidor de caña. En cada taza había hojas de té verde. De manera lenta y segura, con un donaire que hacía que quien miraba se sintiese en principio interesado, maravillado luego y, finalmente, extasiado, vertió el agua hirviente en la primera taza. Cogiendo el batidor, revolvió el té hasta que se cubrió de una espuma de color verde pálido. Sirvió primero a Philip y, luego, a Michael y Audrey. La cuarta taza fue para Tori, la quinta para Eliane. La última fue para ella.
Los demás la esperaron, y, luego, bebieron todos a la vez en una especie de solemne silencio. Hasta Tori, percibiendo las emociones que vibraban en la habitación, se mantuvo callada y atenta.
—Quiero saber qué tienes que decir sobre esto —exclamó de pronto Audrey.
Michiko volvió la cabeza en dirección a ella, y Michael se dio cuenta de que sólo entonces se había percatado Audrey de que la otra mujer estaba ciega.
—No creo que me corresponda a mí dar una opinión —dijo Michiko—. Primero debes hacer las paces con tu padre. Cuando eso quede resuelto, aquí estaré. Responderé a todas tus preguntas. Tienes derecho a saberlo todo.
—Pero eso no es justo —replicó Audrey—. ¿Cómo puedo saber de qué forma reaccionar si no sé lo que piensas?
Michiko sonrió.
—Lo que yo piense es irrelevante. Tú tienes muchas cosas que asimilar. Tu vida ha sido vuelta del revés. No te envidio, pero creo que esto pondrá a prueba tu fortaleza de carácter, Eliane me ha contado cómo le salvaste la vida, así que ya conozco el poder de tu espíritu.
—Yo no sé nada de eso. —Audrey nunca había oído la palabra poder utilizada para describirla a ella.
—Pero otros sí —respondió Michiko—. Fuiste colocada en circunstancias peligrosas. Ya has demostrado tu resistencia y tu fuerza, si no a ti misma, sí a los que te rodean. —Sonrió de nuevo—. Se dice que el espíritu revela muy a regañadientes su verdadera naturaleza.
Ahora que los mayores estaban hablando otra vez, Tori se había cansado de estar quieta. Se adelantó y se sentó sobre el regazo de Audrey. De manera automática, ésta rodeó con sus brazos a la pequeña.
—Hola —dijo Tori, levantando la cara hacia la de Audrey—.
Hola. —Y continuó con una retahila de palabras japonesas.
—Está aprendiendo inglés —dijo Eliane.
—Todos estamos aprendiendo, ¿neh? —dijo Michiko.
Michael miraba a Michiko con profunda atención. Ella pareció notarlo, pues le dirigió una sonrisa y dijo:
—Has traído algo contigo, Michael. ¿Es un regalo?
—No, un regalo no.
Bajó la vista. A su lado estaba la espada que había arrancado de las manos de Kozo Shiina la noche anterior en el almacén. Era la ¡catana del príncipe Yamato Takeru. En otro tiempo había sido el alma del Jibán. Ahora se había convertido en un símbolo de sus sueños rotos y de la continuidad de la historia del Japón.
—Pero debe de tener una finalidad, ¿neh? —dijo Michiko—. Un objeto inanimado es sólo eso. Es neutral, libre de prejuicios y de la mácula de la elección. Su finalidad es lo que nosotros decidimos darle. Y sólo cuando se une con un espíritu humano queda de manifiesto su fin último. Sólo entonces quedan resueltos sus misterios.
Tenía el rostro vuelto hacia él, y Michael tuvo la súbita impresión de que le estaba viendo con más claridad que ninguno de los presentes en la habitación.
—¿Por eso es por lo que has traído algo contigo hoy?
Él sabía lo que era. Parecía como si el espíritu de Michiko fuese un rayo de luz que ahuyentara las sombras de los más profundos recovecos de su interior. Michael levantó la espada. Sabía lo que quería hacer, pero no podía hacerlo. Miró a su padre. Imaginó lo que le diría: Tú me diste esta katana hace muchos años. Siempre la consideré un regalo. Pero ahora sé que yo era simplemente su custodio. Se la devolvería a su padre, inclinándose ante él. Juré protegerla, y lo he hecho. Me fue arrebatada, y la he recuperado.
En realidad, Michael no había estado seguro de por qué había llevado consigo la espada, pero las palabras de Michiko le habían llegado hasta lo más hondo, liberando lo que estaba encerrado en su corazón. Michael la miró como si fuese la primera vez que la veía. Era imposible, ahora, no compararla con su madre. Percibió la falta de tensión y de antagonismo y pensó: «Es por Michiko, por la serenidad de su espíritu.» ¿Le irritaba que ella poseyera lo que su madre no tenía? No podía decirlo. Sólo sabía que cada gesto, cada palabra que Michiko había pronunciado allí, habían servido para fomentar el espíritu de plenitud de la familia. Era éste un concepto que a Lillian le resultaba ajeno. Ella había combatido a Philip en todo, creyendo que era el único modo de auto-afirmarse. Aquí todo había sido diferente, y Michiko había mos trado a Michael que el Camino del guerrero no tiene poder.
Michael comprendía ahora que, si no devolvía la katana a su padre, el abismo abierto entre ellos no se cerraría nunca. El regalo de graduación de Philip había cumplido su objetivo. Había llegado ahora el momento de dar su propio regalo —la katana que ya no necesitaba— a su padre. Quizá Michiko lo sabia. O quizás había deseado, simplemente, introducir a Michael en el círculo familiar. Comprendió que no importaba. Al final, había prevalecido su sentido del espíritu familiar, y sospechaba que algún día le estaría inmensamente agradecido por ello. Ella le había mostrado el camino que conducía al perdón; era como si le hubiera devuelto a su padre. Pero ahora, no. Todavía, no. La ira, el resentimiento por lo que Philip les había hecho pasar, eran demasiado vividos, una herida demasiado abierta, como para que Michael perdonara a su padre todos los males que había cometido en nombre de sus creencias..., en nombre de la venganza.
Audrey, con los brazos alrededor de Tori, había estado pensando en las palabras de Michiko. Todos estamos aprendiendo, ¿neh? Se volvió hacia Philip.
—Papá, ¿es verdad todo lo que nos has dicho sobre mamá?
—Desgraciadamente, sí.
—¿Está en Francia?
—No lo sabemos —respondió Philip—. Voló a París. Se hospedó en el «Plaza Athenée». Y ayer se marchó. Karsk desapareció. Quién sabe adonde habrán ido los dos.
Audrey sintió que se le aceleraba el corazón. Apretó a Tori contra ella. Era como tener el futuro en sus manos.
—Creo que sé adonde han ido.
En el tenso silencio que siguió a sus palabras, Philip dijo:
—¿Cómo podrías saberlo, Aydee?
—Primero —dijo—, quiero que me prometas una cosa. Si te digo dónde está, si la encuentras, quiero que no le pase nada.
Levantó la cabeza y miró a su padre. Su expresión era firme.
—No me importa lo que haya hecho. No me importa lo que nadie piense que ha hecho. No quiero que sufra ningún daño.
Philip reflexionó.
—De acuerdo. Tienes mi promesa.
Audrey asintió. Sentía la cabeza de Tori contra su pecho. El calor le servía de gran consuelo, le daba, en cierto modo, la seguridad de que lo que se disponía a hacer era justo.
—Había un lugar del que solía hablarme. Era nuestro secreto. Un hotel que a ella le gustaba, una vieja casa encaramada en las montañas del sur de Francia, cerca de Niza.
—¿Recuerdas su nombre?
Audrey parpadeó para contener las lágrimas. Tori, notando que algo pasaba, se volvió en sus brazos y le tocó las mejillas.
—¿Por qué está llorando, mamá? —preguntó—. ¿Debo ponerme triste?
—Yo creo que deberías dar un beso a tu tía Audrey —dijo suavemente Eliane—. Eso hará que se sienta mucho mejor.
Tori le echó los brazos al cuello a Audrey y le besó con esa combinación de seriedad y generosidad que sólo se da en los niños.
Audrey, llorando abiertamente ahora, abrazó a Tori. Miró por encima de la niña hacia donde su padre permanecía arrodillado, tenso y ansioso.
—Se llama «El Monasterio» —dijo.
Flotaba en el aire la sensación de que se estuviera produciendo algo definitivo que Aubrey recordaría toda su vida, una acumulación de emociones tan rica y palpable como los colores de los quimonos de las mujeres.
Había un peral delante de su ventana. Lillian podía ver que era un árbol venerable, nudoso, retorcido y feo. Pero tenía grandeza. Y ahora, en primavera, su desgarbada forma quedaba suavizada, embellecida por los capullos que se habían abierto como estrellas en una noche súbitamente despejada. Era como si el alma del árbol estuviera siendo desnudada durante esta especial época del año.
Ella y Karsk habían llegado al Monasterio du Bon C«ur, en Saint-Paul de Vence, en plena noche, después de diez horas de viaje en coche desde su escala intermedia en un albergue a orillas del Ródano. Lillian, que nunca había ido por aquel camino, había encontrado sumamente deprimente el valle del Ródano. Flotaba en el aire una especie de vaho industrial, y la vista de los gigantescos conos de las centrales de energía nuclear enervaba el ánimo.
«El Monasterio» se hallaba situado en lo alto de un boscoso promontorio a las afueras de Saint-Paul de Vence, pequeño pue-blecito del distrito más meridional de los Alpes de Haute-Proven-ce, una parte del cual era conocido como Valle del Lobo. Era una región llena de fantásticas panorámicas a través de espectaculares barrancos. Estaba a menos de una hora de Niza y Lillian lo había descubierto en uno de sus viajes a esta ciudad. Construido en el siglo xv, el monasterio no había sido utilizado como tal durante muchos cientos de años. Hacía tres décadas, un emprendedor cocinero había trasladado hacia el Norte su cocina y su fa tnilia desde la Niza abarrotada de turistas. Su nueva empresa tuvo tanto éxito, que al cabo de dos años amplió el Monasterio du Bon Cceur habilitándolo también como hotel.
El lugar conservaba todavía la capilla original, con su blanco crucifijo de piedra y sus viejas tallas en madera de san Juan Bautista, a un lado, y el apóstol san Juan, al otro, representando la unión del Antiguo Testamento con el Nuevo.
Dentro de los muros de las antiguas estructuras fortificadas, había fantásticos huertos de verduras y árboles frutales, que se decía continuaban las tradiciones de los primitivos ocupantes. Más allá, se extendían ondulados campos de violetas, protegidos por bosques de olivos tan viejos que nadie en la región podía recordar desde cuándo estaban allí.
Lillian encontraba encantador este lugar, le parecía tan antiguo, que lograba eliminar la capá de novedad que a menudo descubría como una costra sobre su alma. No había allí televisión ni radio, y si uno necesitaba un teléfono tenía que buscarlo en la vasta despensa del propietario.
No quiere esto decir que el Monasterio du Bon Cceur fuese en manera alguna un lugar austero. Por el contrario, el propietario no había escatimado medios para hacerlo lo más lujoso posible. Pero el lujo del viejo mundo se manifestaba en las sábanas de calidad extraordinaria, hechas exclusivamente para el hotel, así como en las selectas viandas del restaurante. Las habitaciones eran grandes y claras, con excepcionales vistas sobre las laderas de las estribaciones de los Alpes de Grasse. Estaban amuebladas con antigüedades cuidadosamente seleccionadas y bellos cuadros. El servicio era extraordinario.
Esta mañana, la segunda después de su llegada, Lillian se despertó al oír a Karsk rebullir a su lado en la cama.
Se volvió.
—¿A dónde vas?
—Son casi las nueve —respondió él, mirando hacia la mesa en que yacía la información de «BITE», envuelta todavía en su velo de secreto—. Quiero empezar a transcribir el informe de «BITE».
Lillian, oyendo el gorjear de los pájaros y oliendo el grato aroma del café preparándose, le abrazó.
—Ahora no —dijo, haciendo que se tendiera otra vez—. Todavía no.
—Hay trabajo que hacer —dijo Karsk.
Pero no le impidió que se deslizara bajo su cuerpo. Y luego comenzó el placer. Estaban aquí, a salvo de todo el mundo. Una hora más o menos no iba a suponer ninguna diferencia. De hecho, aunque se sentía en extremo excitado al pensar en la gran cantidad de información que I.illian le había entregado, se daba cuenta de que lo importante para él era la victoria. Deseaba recrearse en ella el mayor tiempo posible. Además, la verdad era que no le apetecía gran cosa transcribir la información. Sería una tarea larga y fatigosa, y el trabajo pesado nunca había tenido ningún interés para él. Era tal la abundancia de datos, que se precisaba una transcripción completa. No cabía esperar retener en la mente ni siquiera una pequeña fracción de los nombres, fechas, lugares y planes solamente con mirarlo.
El placer estaba aumentando, y Karsk cerró los ojos. Apareció ante él la imagen de su esposa, una mujer estable y sensible. Pero nada excitante. Ciertamente, si se la comparaba con Lillian Doss, quedaba por completo oscurecida. Una vida con Lillian Karsk podría ser interesante, pensó. Luego, se sumergió en el placer y olvidó sus pensamientos.
Quizá dormitó un poco después. Recordaba el soplo de una suave brisa y los trinos de los pájaros sonando en la habitación. Había paz y sosiego. Y allí estaba el húmedo calor de Lillian cubriéndole a medias.
Debía de haberse dormido, porque la puerta de la habitación se había abierto sin que él se diera cuenta. Aun así, su agudo sentido del peligro, que tan útil le había sido a lo largo de los años, hizo que poco a poco fuera recobrando la conciencia. El movimiento en el interior de la habitación le hizo despertarse por completo.
Lillian se incorporó en la cama y exclamó:
—Santo Dios.
—Hola, Lillian —dijo Philip Doss.
Empuñaba el «Magnum 357» que había utilizado para disparar sobre Kozo Shiina. Había una expresión de tristeza en su rostro, como si hubiera estado esperando cuarenta años a que llegase este momento. Se lo había representado mentalmente una y otra vez, pero ahora que había llegado, sólo deseaba no haber tenido que enfrentarse a esta tarea.
—¿Cómo resulta esto? —dijo—. ¿Creías haber engañado a todos? A tu padre, a Joñas, a mí. A todos los hombres. Incluso a Karsk, imagino, porque ésa es la clase de persona que tú eres. Pero has perdido. Lo has perdido todo.
Lillian hizo acopio de todo el valor que le fue posible.
—¿Cómo nos has encontrado?
Philip sonrió.
—Audrey me habló de este lugar. Cuando dijo que no le habías hablado de él a nadie más, comprendí que sería aquí adonde vendrías.
Karsk sólo había entreabierto ligeramente los ojos, que semejaban unas estrechas ranuras. Estaba tan sorprendido como Li-llian, pero mantuvo la calma. Su brazo derecho, que había quedado fuera de las sábanas mientras dormitaba, estaba medio oculto bajo un almohadón. Y empuñaba ahora el revólver que era su constante compañero.
—Pobre Masashi Taki. —Estaba diciendo Philip—. Quedó muy desconcertado cuando yo morí. Como se pretendía que quedara. Fue una jugada tremenda, pero era lo único que nosotros teníamos entonces —¿Nosotros? —La voz de Lillian sonó débil por efecto de la sorpresa.
—En realidad, mi «muerte» fue idea de Eliane. Has oído hablar de Eliane, ¿no? La hija de Michiko. Sí, creo que sí. Planeamos mi «muerte» entre los tres. Eliane conducía el coche que me «perseguía» en Maui. Nos procuramos un cadáver. Estaba a mi lado, en el coche, mientras yo era «perseguido». Salté en el último momento, y cuando el coche se estrelló y se incendió, yo había «muerto». Era la única forma de detener a Ude. Estaba a punto de cazarme. Cometí algunos errores. —Se encogió de hombros—. Supongo que me voy haciendo viejo. Todos lo somos, Lillian. Mírate. Desnuda en la cama con un ejecutivo de la KGB. —Meneó la cabeza—. Espero que tu pacto con ellos esté escrito sobre acero. Va a tener que estarlo para que sobrevivas.
Philip se estaba moviendo por la habitación.
—Cuando empecé a sospechar de ti, comprendí que necesitaría pruebas. Comprendí que necesitaba algo que te hiciese escapar. ¿Pero qué? Sabía que debía actuar con mucho cuidado, que detectarías en seguida una trampa. Entonces tu padre me habló de la investigación sobre las filtraciones de «BITE», y comprendí que sería sólo cuestión de tiempo antes de que sintieras que estaban ya demasiado cerca de ti. Necesitaba que dieras el paso, pero eres una mujer. Tus lazos con tu familia son muy fuertes. Así que, uno a uno, los aparté de tu lado. Organicé mi muerte. Hice secuestrar a Audrey. Hice que Joñas reclutase a Michael.
—Estás loco. —Lillian había recuperado parte de su calma—. ¿Hiciste secuestrar a tu propia hija? No lo creo.
—Francamente —dijo Philip—, ya no importa lo que tú creas. Pero cuando te tomes tiempo para pensar en ello comprenderás que es verdad. ¿Habrías estado tan dispuesta a fugarte si eso hubiera significado dejar a Audrey y Michael en casa?
Lillian comprendió que tenía razón. «Cristo —pensó—, ¿dónde me equivoqué?”
—Ahora estás sola —dijo Philip, moviendo el cañón de la pis tola—. Tienes a Karsk, desde luego, pero él no cuenta en esto realmente.
Karsk aprovechó el movimiento del «Magnum» para sacar su revólver de debajo del almohadón. Disparó rápidamente una vez, dos veces, viendo a Philip arrojarse al suelo y rodar de costado. Luego, oyó otro seco estampido y sintió un dolor terrible en el pecho. Lillian lanzó un grito y se echó sobre él, manchándose con su sangre.
—¿Estás vivo todavía, Karsk? —preguntó Philip, inclinándose sobre él.
—Se está muriendo —dijo Lillian. Sabía que debía sentir algo, pero no podía. Estaba absolutamente entumecida por dentro, al tiempo que la presencia de Philip la aterrorizaba.
Philip se dio cuenta.
—No te preocupes —dijo—. Prometí a los chicos que me encargaría de que no sufrieses ningún daño.
Miró luego a Karsk.
—No tenía intención de matarle —dijo—, pero supongo que es una especie de justo castigo. Por lo que nos hizo en Tokio. Por asesinar a Silvers. —Vio la expresión de Lillian—. Oh, sí, lo descubrí en seguida. Karsk creía que utilizando una katana implicaría a un japonés como asesino de Silvers. Pero ningún japonés habría producido nunca una carnicería como la sufrida por Silvers. Eso significaba que le había matado alguien que no sabía utilizar una katana. Entonces recordé que era Karsk quien insistía en la explicación de un japonés como asesino. Eso me hizo pensar. Como me hizo pensar la «milagrosa» huida de Karsk. Tu intervención resultó desafortunada para él. Tardé mucho tiempo en descubrirlo todo, pero al final me sentí seguro de qué era lo que estaba pasando. Sólo necesitaba los medios para sacarlo todo a la luz.
Philip alargó la mano y tocó por última vez a su mujer.
—No te preocupes, Lillian. Quizá no estés completamente sola, después de todo. —Se echó a reír—. No sé qué clase de recibimiento te dispensarán tus nuevos amos al verte llegar con las manos vacías. Pero, cualquiera que sea, siempre será un destino mejor que la muerte.
Se separó de la cama, en la que yacían los dos amantes. Cogió la información que Lillian había robado y las notas preliminares sobre las que había estado trabajando Karsk.
—Adiós, Lillian —dijo—. Al mirarlo ahora retrospectivamente, supongo que no fui muy buen marido para ti. Pero tampoco tú fuiste nunca muy buena esposa para mí.
Se dibujó en su rostro una expresión de profunda tristeza al ver la ira que cubrió el rostro de Lillian, dándole un aire que le resultaba familiar.
—Nos traicionamos mutuamente una y otra vez. Supongo que los dos nos merecemos lo que tenemos.
Philip estaba ya en el umbral de la puerta, pero el cañón del «Magnum» continuaba apuntando a Lillian.
—La única diferencia entre nosotros es que yo elegí el lado bueno.
—Quizá —dijo Lillian—. Por ahora.
Philip sonrió. Hizo el signo de la cruz con la pistola.
—Aquí solían bendecir a la gente —dijo—. En otro tiempo.