PRIMAVERA DE 1947

Tokio

La verdad era que Lillian Hadley Doss odiaba a su padre. Se habla unido a la compañía USO que la había llevado a Japón exclusivamente por causa de la constante insistencia del general Hadley.

Si bien era cierto que le encantaba la atención de que era objeto cuando estaba en el escenario, también era cierto que detestaba todos los momentos que pasaba fuera de América. Echaba de menos a sus amigos, echaba de menos el conocer cuáles eran las últimas tendencias. Ya no tenía ni idea de qué estaba de moda ni de si alguna de las expresiones de la jerga americana que ella usaba, estaba ya en desuso. Solía tener con frecuencia una pesadilla en la que ella estaba en América, hablando con un círculo de sus amigos más íntimos, y todos se reían de ella.

Odiaba a su padre por haberla inducido a ir a un lugar que despreciaba. Pero le odiaba más aún por lo que ella consideraba que era su papel en las muertes de sus hermanos. Era Sam Hadley quien había inculcado en sus hijos su sentido del deber hacia su país. ¡Deber! ¿Era su deber morir? ¿Qué sentido tenía eso? Pero Lillian sabía que ya no quedaba sentido en el mundo. La guerra se había encargado de ello.

Éramos una familia muy unida, pensó Lillian, recordando sus risas en las vacaciones de Pascua y cómo esperaba ella durante todo el largo verano a que sus hermanos volvieran a casa desde la academia militar, para la fiesta de Acción de Gracias.

En Navidad, adornaban juntos el árbol, colocaban bajo él regalos envueltos en papel de vistosos colores, bebían el ponche que preparaba su madre y cantaban villancicos. ¿Era eso sentimentalismo? Lillian no lo creía. En todo lo que podía recordar, siempre se había pasado el año esperando el momento de observar esa tradición. Dondequiera que los peripatéticos Hadley estuviesen, sus vacaciones eran inmutables. Proporcionaban un inquebrantable consuelo en un mundo lleno de precisión militar. Eran el rito y ceremonia de la familia. Al cabo del tiempo, estos oasis se convirtieron -al menos en la mente de Lillian- en la representación de la familia misma.

Ahora, muertos sus hermanos, todo eso había desaparecido, arrastrado por la marea de la estúpida guerra. Ahora no había estabilidad ni comodidad, nada que esperar con deseos. No había más que las interminables e insoportables disertaciones de Sam Hadley a la hora de cenar, sobre las teorías de la guerra.

"La muerte -dijo una noche durante la cena el general Hadley pocas semanas antes de que Lillian conociera a Philip- es un subproducto necesario, y muy beneficioso, de la guerra. En cierto modo, es semejante a la selección natural; la supervivencia de los más aptos. La guerra es un revulsivo, una situación que se ha producido, y debe, ciertamente, producirse periódicamente a lo largo de la historia. Como el gran diluvio de los tiempos bíblicos, la güera purifica la tierra y la prepara para un nuevo comienzo.”

Lillian no pudo aguantar más. "No, te equivocas -dijo, levantándole por primera vez la voz, airada, a su padre-. La guerra es perversa. No es más que olvido para los muertos y desesperación para los supervivientes. Hablas como nuestro ministro. Los dos habláis de acontecimientos monumentales, terribles, que son cuestión de vida y muerte, como si fuesen..., bueno, ¡ejercicios infantiles!”

Estaba temblando. Se dio cuenta de que sus padres la miraban estupefactos. ¿Qué le pasaba a su cariñosa y alegre hijita? "¿No te das cuenta de lo que ha hecho tu guerra, tu precioso agente de selección natural? ¡Ha matado a tus dos hijos! Papá, según tú, eso significa que Jason y Billy eran aptos para vivir, para continuar la raza... o cualquiera que sea la estupidez en que tú creas!”

Lillian vio en Philip su liberación, su caballero de reluciente armadura. El San Jorge que, si no mataría a su particular dragón, al menos la sacaría de su reino. Aunque era un soldado, como su padre, la profesión era lo único que ambos tenían en común. Sus personalidades y sus temperamentos no hubieran podido ser más diferentes. Además, había en Philip una tristeza que Lillian percibía más que comprendía, y esto la atraía tan firmemente como a una brújula el Polo Norte.

Lillian sintió inmediatamente que esta tristeza podía proporcionarle una finalidad, si lograra descubrir su fuente y, de alguna manera, sustituirla. De este modo, se dijo a sí misma que Philip la necesitaba tan plenamente como ella le necesitaba a él. No era un monstruoso engaño. Pero los matrimonios basados en mentiras -en cualquier época- no pueden subsistir durante mucho tiempo. Sólo pueden disolverse. O sobrevivir en una especie de enmohecido aislamiento. Como desganados exploradores que prefieren vagar al azar por un desierto que les es familiar, en vez de internarse en un territorio desconocido, Philip y Lillian habitaban el frío cuerpo de su matrimonio sin saber que algo funcionaba mal.

Salvo que Philip había encontrado a Michiko.

¿Y dónde dejaba eso a Lillian?

Un día soleado y ventoso, una semana después de haberse conocido, Philip y Michiko estaban en el coche de él, que la había invitado a una excursión al campo. Naturalmente, aunque estaba comenzando la primavera, hacía todavía demasiado frío para comer al aire libre, pero podría hacerlo en el cálido interior del coche. A mitad de camino, Michiko le apoyó la mano en el brazo.

-Hay un sitio al que me gustaría llevarte antes de comer -dijo. Le dio una serie de instrucciones. Las calles estaban abarrotadas, y el coche fue avanzando con lentitud hasta que salieron del centro de la ciudad.

Finalmente, Michiko le indicó que detuviera el coche. Estaban en la zona de Dienchofu, una parte de la ciudad que Philip no conocía muy bien. Estaba llena de villas enormes, construidas todas conforme al estilo tradicional japonés. Jardines exuberantes, viejos cedros, tapias de piedra y bambú flanqueaban la calle a ambos lados.

-¿Dónde estamos? -preguntó Philip mientras Michiko le conducía por un sendero de piedra hacia una gran mansión, invisible desde la calle a causa del espeso follaje que la ocultaba por completo.

-Por favor -dijo Michiko, quitándose los zapatos delante de la puerta de entrada. Le indicó que debía hacer lo mismo.

El suelo de pizarra dejó paso a esterillas de tatami de color verde claro. El olor a heno recién cortado que despedían impreg- naba toda la casa. Detrás de él había un par de pesadas puertas de madera de kyoki, de grandes planchas reforzadas con barras de hierro forjado. Gruesas vigas de madera toscamente cortadas se entrecruzaban en el techo con complicado diseño. El lugar poseía un aire antiguo, casi feudal, dando la impresión de que se hubiera materializado directamente salido del siglo Xvn.

Al final del corredor, una hilera de puertas deslizantes les cerraban el paso. Los paneles centrales de las puertas estaban hechos de seda, sobre la que se veían aves fénix de alas circulares bordadas en rojo, naranja, dorado y amarillo.

Michiko se arrodilló ante las puertas corredizas y las abrió. Le hizo seña a Philip de que entrase.

Como era costumbre cuando se penetraba en habitaciones con tatami (pues éstas eran invariablemente las zonas ceremoniales de una casa japonesa), Philip cruzó de rodillas el umbral.

-Bien venido, señor Doss.

La vista del hombre sentado frente a él hizo que Philip levantara bruscamente la cabeza.

-¿Qué...?

-Está usted sorprendido -dijo Zen Godo-. Es normal, ¿no le parece?

Philip trató de frenar el martilleo de su corazón. Éste es el hombre a quien se me ha ordenado eliminar, pensó.

Era un hombre delgado, de alargado rostro lobuno y ojos extraordinarios que retenían como imanes la atención de los demás. Llevaba el pelo, negro y espeso, cortado a cepillo. Un bigote impecablemente cuidado que ya comenzaba a blanquear le daba cierto aire de pirata.

-Mi hija Michiko -dijo Zen Godo-. Ya se conocen.

Philip se volvió hacia Michiko.

-¿Eres su hija? -No reconocía su propia voz.

-Sé quién es usted, señor Doss -dijo Zen Godo-. Sé que es usted responsable de la muerte de mis amigos Arisawa Yamamoto y Shigeo Nakajima.

Los nombres detonaron en el aire como bombas.

Michiko no dijo nada. Permanecía en pie, con las manos a la espalda, tan recatada como una colegiala. Philip se sentía atrapado, traicionado.

-No puede retenerme aquí -dijo, empezando a levantarse-. Soy miembro de...

Notó una presión en el cuello y vio que Michiko estaba sosteniendo una katana, una espada japonesa, con el filo apoyado en su carne.

-Michiko no vacilará en usarla, señor Doss -dijo Zen Godo—.

Es un sensei, un maestro, de kenjutsu. ¿Conoce esta palabra?

-Sí -respondió Philip. Con el rabillo del ojo podía ver la reluciente longitud de la hoja de acero y la firme mirada de Michi-ko-. Kenjutsu es el arte de manejar la espada-. No tenía ninguna duda de que Zen Godo estaba diciendo la verdad sobre la destreza de Michiko.

-No le deseo ningún daño, créame -continuó Zen Godo-. Pero, por favor, tenga presente que mi hija no vacilará en protegerme.

Philip volvió a agacharse. No veía que tuviese otra opción. -Dice usted que yo maté a sus amigos y socios comerciales y, sin embargo, pretende que crea que no me desea ningún daño. Me resulta difícil de creer.

-Como respuesta, permítame relatarle una historia del pasado, ya que todo cuanto aprendemos en la vida procede de él.

Zen Godo llevaba un elegante quimono. Era de seda negra, con un también negro y brillante dibujo ondulado. Sobre el pecho, volaban dos garzas blancas bordadas. Sus ojos y las extremidades de sus picos eran de un vivo color carmesí.

-Mi padre me enseñó que debo destruir a mis enemigos antes de que ellos me destruyan a mí -empezó Zen Godo-. Era un hombre totalmente implacable. Era honorable en todos los sentidos. Pero nunca dejó de aprovechar las circunstancias para sus propios fines. Y llegó un momento en que el carácter cruel e implacable de mi padre se volvió contra él. A lo largo de sus innumerables relaciones, había hecho numerosos enemigos, y éstos eran ya demasiados como para que pudiera destruirlos a todos.

"Mi padre era un devoto shintoísta. Creía fervientemente en el animismo. Solía señalar árboles, arroyos y lagos, laderas escarpadas y boscosas que relucían débilmente a la luz del crepúsculo, y me juraba que aquellos lugares estaban habitados por espíritus. Y sucedió que había un espíritu que mi padre decía que vivía entre las sombras de las vigas de nuestra casa. Este espíritu era extraordinariamente irritable y de muy mal genio, salvo cuando se trataba de mi padre. Era mi padre quien prestaba ayuda a este espíritu cuando nadie más lo haría..., eso al menos decía él.

"Y a este espíritu recurrió mi padre. "Mis enemigos me rodean -le dijo-. Tú me aconsejaste destruir a mis enemigos antes de que ellos me destruyesen a mí. Ahora no puedo. ¿Qué debo hacer?" "Las sombras congregadas sobre su cabeza se movieron como si soplara un suave viento. Luego, una voz áspera dijo: "Debes encontrar un aliado que pueda ayudarte.”

""Lo he intentado -dijo mi padre-. Pero ninguno tiene el valor de mantenerse conmigo.”

""Entonces, debes buscar en otra parte", dijo el espíritu. ""He buscado en todas partes.”

""En todas partes, no -replicó el espíritu-. Pues a veces se pueden encontrar aliados en los lugares más inesperados.”

""Pero no me quedan aliados con ánimo para una batalla como ésta. Sólo tengo enemigos.”

""Entonces -dijo el espíritu-, es entre tus enemigos donde debes descubrir un aliado." Zen Godo sonrió.

-Mis actuales circunstancias, señor Doss, reproducen de forma sumamente turbadora las de mi padre. Yo también estoy rodeado de enemigos que desean verme destruido. Son numerosos y están excepcionalmente bien organizados. Y son muy poderosos.

-¿Por qué habría de creerle? -preguntó razonablemente Philip-. Es usted un orador persuasivo, pero, al fin y al cabo, se trata solamente de palabras. Y yo tengo una espada sobre mi cuello. Zen Godo movió la cabeza de forma casi imperceptible, y Philip notó que la presión sobre su cuello desaparecía. Seguidamente, Michiko dio la vuelta a la katana y le puso la empuñadura en las manos.

Luego, para su asombro, Philip vio que Zen Godo se inclinaba hacia delante hasta apoyar el rostro en la esterilla de caña.

-Aquí tiene su oportunidad, Doss-san -dijo Zen Godo desde su posición-. Un golpe de la katana en mi nuca cortará totalmente la médula espinal. Su misión se habrá realizado, y no habrá tenido que pensar por sí mismo. Simplemente, se habrá limitado a cumplir órdenes.

Philip miró a Michiko. Permanecía inmóvil. Su rostro estaba blanco y rígido. Ella le devolvió la mirada con ojos llenos de hielo y de fuego.

Pero él necesitaba saber qué se proponían con aquello, y se incorporó sobre una rodilla, de tal modo que quedó por encima del hombre postrado. Alzó la katana de manera que la hoja se situó directamente encima del descubierto cuello de Zen Godo. Hizo una profunda inspiración y bajó rápidamente la hoja. o Zen Godo no se movió, y tampoco Michiko.

Philip detuvo la hoja a unos centímetros de la carne. Exhaló profundamente y realizó varias inspiraciones más antes de volver a su posición anterior frente a Zen Godo, sobre las esterillas.

Siguió un profundo silencio. Philip imaginó que oía el ruido de las motas de polvo al caer. Al cabo de unos momentos, Zen Godo levantó la cabeza del suelo. Miró a Philip. Su rostro carecía en absoluto de expresión.

Philip vio su oportunidad y la aprovechó.

-Esos enemigos de que habla -dijo-, ¿son conocidos por el nombre de Jibán) Era el momento de ver si tenía razón, si él y Joñas estaban siendo inducidos con engaño a eliminar a personas inocentes. Zen Godo le miró con ojos relucientes como el ébano. -Sí. Pero me complacería en grado sumo que me dijese cómo ha llegado a conocer ese nombre.

-Sólo si usted me dice quién, o qué, es el Jibán -repuso Philip.

Zen Godo asintió con la cabeza.

-Un equitativo intercambio de información. Mi padre siempre me decía que era un método excelente de empezar una relación fundada en la confianza mutua.

Philip le entregó la carta que había cogido del cadáver de Shigeo Nakajima. Zen Godo la leyó y, luego, se la pasó a Michiko. Levantó la vista.

-¿Qué le dice esta carta, señor Doss? Philip meneó la cabeza. -Primero, hábleme del Jibán.

-Jibán, como quizá ya sepa, significa una camarilla política local -dijo Zen Godo-. Se trataba de una denominación más bien irónica. El Jibán es un grupo de ministros burocráticos de alto rango que se han asociado bajo la jefatura de un hombre llamado Kozo Shiina. Shiina es un sujeto particularmente odioso. Fue un asesino a gran escala durante la guerra. Oh, sí, hubo muchos, supongo. Pero Shiina fue con mucho el más odioso de todos. Disfrutaba con su trabajo..., el negocio de la guerra le sedujo, y, luego, le esclavizó.

"Fue Shiina quien presionó para la expansión militar de Japón en Manchuria. Fue él quien ayudó a recoger apoyo popular para la postura agresiva que necesitaba el imperialismo. Tenía, y sigue teniendo, mucha influencia dentro de la esfera política y la industrial.

"Desde el final de la guerra, Shiina se ha encargado de que él y sus compinches carezcan por completo de antecedentes comprometedores. Los americanos no pueden tocarle. Ha reelaborado tan hábilmente su historial, que ni siquiera conocen el papel que desempeñó en la guerra. Irónicamente, él y sus ministros son ahora asesores de los americanos. ¡Ja! Consigue que los americanos le hagan partícipe de sus tácticas y su política. Él se muestra de acuerdo en colaborar con ellos y, luego, se dedica en secreto con sus ministros a socavar esas misma instrucciones.

-¿Qué tiene contra usted ese Shiina? -preguntó Philip. -Yamamoto-san, Nakajima-san y yo estábamos contra la guerra desde el principio mismo. Yo ingresé en el Tokko para luchar contra el comunismo, que no podía soportar. Luchamos contra Shiina, y él nunca nos lo ha perdonado. Ahora, terminada la guerra como nosotros predijimos que terminaría, vemos la oportunidad que la ayuda de los Estados Unidos puede depararnos. Nosotros creemos que el Japón puede emerger de este desastre, más fuerte y más seguro de sí mismo si le suministramos la dirección y el impulso adecuados. Shiina y su Jibán quieren algo completamente distinto.

-¿El qué?

Los ojos de 7en Godo eran oscuros, insondables, como un lago tranquilo al anochecer.

-Shiina desea devolver al Japón a su estado militarista anterior a la guerra. Quiere la Mancharía que Japón nunca tuvo. Quiere más. Quiere la China continental. Quiere la expansión de nuestro país. Es el destino del Japón, dice. Es nuestro karma. Él cree que Japón nunca podrá ser grande hasta que sea una nación de tamaño físico comparable al de América o Rusia.

Santo Dios, pensó Philip. ¿Dónde me he metido? Yo estaba en lo cierto. Se nos ha estado suministrando información falseada. Le resultaba ahora claro a Philip que David Turner debía de ser un enlace entre el Jibán y Silvers. Pero la cuestión subsistía: ¿de qué lado estaba Silvers? Una aterradora imagen estaba empezando a formarse en la mente de Philip, pero necesitaba todavía confirmación.

Philip contó a Zen Godo cómo la carta de Nakajama había sembrado en su mente graves dudas con respecto a la misión que se le había encomendado. Le contó su entrevista con el general Hadley y lo que Hadley había averiguado, que la fuente de información de Silvers que había dado lugar a las órdenes de eliminar a Yamamoto, Nakajama y Godo pasaba por el ayudante de Silvers, David Turner.

Zen Godo absorbió con semblante impasible esta información. Al cabo de un rato, dijo:

-La primera vez que estuvo con usted, Michiko le describió como "el americano especial". Esto me interesó enormemente porque indicaba que usted comprendía muchos de los subyacentes preceptos básicos de la forma de ser japonesa. Debo decirle que Michiko está casada con Nobuo Yamamoto, que es el hijo mayor de Arisawa Yamamoto. Cuando descubrió que era usted responsable de la muerte de su suegro, se sintió comprensiblemente agitada.

Philip imaginó a Michiko blandiendo su espada contra él y se estremeció.

-De hecho, creo que albergaba el deseo de verle a usted muer- to, señor Doss -continuó Zen Godo-. Pero eso era antes de conocerle. Luego, se convirtió usted en "el americano especial", y todo cambió. Por eso es por lo que hice que le trajera aquí. -Se acarició el bigote-. Fue usted quien me recordó el consejo del espíritu que salvó el negocio de mi padre. Espero que ahora salve el mío.

Extendió las manos, con las palmas vueltas hacia arriba.

-Creo que ya es hora de que le diga por qué está usted aquí -dijo. Y, con una sonrisa, añadió-: Quiero que me mate.

Era totalmente necesario ahora que Philip descubriese qué estaba pasando en el interior del cuartel general del CIG. La información que Zen Godo le había suministrado lo exigía. Una vez que el liban estaba introduciendo deliberadamente información falseada en los archivos del CIG de Silvers, todo lo demás seguía en progresión lógica. Si, además, suponía que Silvers conocía la naturaleza de esa información y no estaba siendo simplemente engañado por un enemigo implacablemente astuto, terminaban por encajar gran número de elementos en otro caso inexplicables. Por ejemplo, por qué Silvers era tan reservado en lo que se refería a su fuente. O, también, por qué estaba utilizando a David Turner, un empleado de oficina, para realizar delicados trabajos de campo. Aparentemente, no tenía sentido confiar una tarea tan peligrosa a un mico como Turner. Pero si se contemplaba bajo esta nueva y diferente luz, la cosa resultaba plausible. Philip pensó que, como ayudante administrativo de Silvers, Turner se hallaba enlazado de forma muy directa con su puesto de mando. Silvers -si trabajaba para el Jibán- podía controlar el flujo de información falseada y, al mismo tiempo, tener una cabeza de turco perfecta -Turner- si alguna vez llegaba a ser puesta en tela de juicio la calidad de la información.

Cuanto más pensaba Philip en ello, más se afianzaba su impresión de que Silvers no era lo que parecía ser. Qué motivos tenía para ello era un asunto completamente distinto. A decir verdad, a Philip eso le traía sin cuidado. Por lo que a él se refería, un traidor era un traidor. Daba igual que traicionase a su país por dinero o que lo hiciese por chantaje o por razones ideológicas. En la práctica, el resultado era el mismo, y eso era lo único que importaba.

Por consiguiente, Philip trazó sus planes. Metódico como era, se introdujo primero en el cuartel general del CIG. No creía que Silvers fuera lo bastante necio como para dejar carpetas comprometedoras en la oficina. Pero él sí que sería un necio si no explorase la posibilidad.

Como sospechaba, no encontró nada de naturaleza incrimina-dora. Así pues, era el momento de infiltrarse en los aposentos personales de Silvers. El jefe del CIG vivía en una pulcra casita situada cerca del Palacio Imperial. No era difícil entrar en ella. No para un especialista como Philip.

La vivienda estaba revestida de paneles de madera oscura. El suelo se hallaba cubierto por alfombras orientales que sofocaban todo sonido. Philip había elegido una noche en que Silvers asistía a un banquete de gala que se celebraba en la residencia de Mac-Arthur. Este tipo de asuntos de Estado acababan inevitablemente alargándose, ya que el general gustaba de aprovechar tales ocasiones para obsequiar a los asistentes con una importante dosis de su conocida y ampulosa palabrería.

En el pasado, Philip había asistido allí a dos reuniones. Su memoria era virtualmente fotográfica en estas cosas. Por consiguiente, no necesitaba ninguna clase de iluminación para moverse por el lugar.

Comenzó por el estudio de Silvers. Había un escritorio de cierre enrollable, una silla giratoria de madera, un sofá de cuero, un par de sillones de orejas situados ante una librería de madera de nogal. En resumen, una habitación quintaesencialmente occidental.

Philip examinó uno tras otro el contenido de todos los cajones. Al proyectar el haz luminoso de su linterna sobre los papeles, rogaba por encontrar algo sustancial, algo concluyente. Philip estaba seguro de que, con pruebas, su suegro actuaría contra Silvers.

¡Y allí estaba! Escondido bajo el doble fondo de uno de los cajones inferiores había un delgado cuaderno de notas. Apenas si podía dar crédito a su buena suerte. La prueba hallada confirmaba todas sus sospechas. Con creciente excitación, volvió a leer las páginas del cuaderno. Sí. Todo estaba allí: horas y fechas de reuniones con ministros del Jibán cuyos nombres Philip reconocía, justificantes de pagos realizados, indicaciones de dónde habían sido depositados esos pagos, juntamente con el número de la cuenta bancaria. Todo lo que Philip necesitaba para identificar a Silvers como traidor a sueldo del Jibán.

A la mañana siguiente, Philip se presentó en un Banco del distrito comercial de la ciudad. Utilizando sus credenciales del CIG para ser recibido por el vicepresidente, solicitó toda la información pertinente sobre la cuenta número 647338A. El nombre del titular no era Harold Morton Silvers. Pero, naturalmente, Philip no había esperado que lo fuese. En lugar de ello, sacó una fotocopia de órdenes firmadas por Silvers. Comparó la letra con la del titular de la cuenta. Era la misma.

Los planos de la casa de Zen Godo llegaron justo a tiempo. David Turner entregó el paquete en el apartamento de Philip. Era el momento que Philip había estado temiendo. Significaba que Joñas había resuelto la cuestión de cómo hacer que la eliminación pareciese un accidente sin que Philip pusiera innecesariamente en peligro al CIG. No era éste un problema fácil de resolver, ya que Zen Godo poseía un alto grado de visibilidad.

Como Joñas -siempre preocupado por la seguridad- no quería que Lillian estuviese cerca mientras hablaban, Philip sugirió que Turner la llevara a ver A través del Pactfico, película que ella había manifestado deseos de ver. Sabía que no había hecho amistades, ni entre las mujeres de los militares ni entre las locales. Lillian y Turner salieron sin decir palabra, y Philip y Joñas continuaron con sus proyectos.

Philip y Joñas examinaron los planos y repasaron una vez más la información sobre Zen Godo que cada uno de ellos se había aprendido de memoria. Sumergiéndose en los detalles de datos y cifras, Philip logró mantener a raya los retortijones que acechaban en la boca de su estómago. Pero cuando Joñas empezó a esbozar la naturaleza del proyecto, la realidad de la situación cayó de nuevo sobre él.

Comprendió que había llegado a un momento decisivo. Ahora, como si viera el primer rayo de sol emerger de la oscuridad de la noche comenzó a percibir toda la naturaleza de lo que le esperaba. Se sintió aterrado.

-Joñas -dijo, mirando su reloj-, eliminemos a Zen Godo esta noche.

-¿Esta noche?

-Claro -respondió Philip, con tono indiferente-. ¿Por qué no? Tenemos todos los materiales. -Ya había entregado al general Hadley las pruebas que había descubierto en la mesa de Silvers. Al día siguiente, Hadley presentaría sus pruebas a MacArthur, y entonces caería realmente la mierda en el ventilador. Todo esto debía estar terminado para entonces. Philip hizo un esfuerzo por sonreír-. Claro.

Necesitamos un testigo de mi 'fallecimiento, había dicho Zen Godo. ¿Quién mejor que tu socio?

-Éste podemos hacerlo juntos -dijo Philip.

-Debes de estar bromeando -respondió Joñas.

-¿No es hora de que la araña salga de su red?

Philip sirvió bebidas para los dos. Joñas, por lo menos, iba a necesitar fortalecerse antes de que terminara la noche.

Joñas meneó la cabeza.

-No sé.

-Pero este plan es tu logro culminante -dijo Philip-. Personalmente, yo creo que debes participar en él.

Observó cómo Joñas se tomaba un trago de whisky.

-Además -continuó-, ¿te acuerdas de aquella novatada de que me hablaste una vez?

-¿En Pickett? -Pickett era la academia militar a la que Joñas había asistido en Kentucky antes de ir a West Point.

-Sí -respondió Philip, recreándose en el tema-. En Pickett. Usabais todos vuestras espadas. Era una especie de marca que estampabais a los candidatos, ¿no? Dolía terriblemente. Aquellas hojas eran más afiladas que los dientes de una rata. ¿No es eso lo que dijiste? Más afiladas que los dientes de una rata.

-Sí -Joñas lo recordaba como si fuese ayer.

-Si gritabas, si emitías el más mínimo sonido, eso era el final de todo. No pasabas la prueba, ¿no es así?

-En efecto. -Joñas apuró su vaso, y Philip se lo volvió a llenar.

-Claro, Joñas. Aquella prueba era tu momento favorito. De noche. Bajo una luna llena. Capuchas y túnicas negras. Invocaciones al espíritu del propio general Pickett. Toda aquella mojiganga juvenil. -Philip se quedó mirando a Joñas mientras éste acababa el licor-. Ahora puedes revivirlo otra vez. ¿Qué decides?

De noche.

La lluvia goteando melancólicamente de los alpendes de madera. Philip y Joñas de pie entre postes de cedro bruñidos por la lluvia.

-Éste es su dormitorio -susurró Joñas.

Cantó una chotacabras desde la seca rama del cedro en que se había posado.

-Ponte la máscara -dijo Philip, colocándose el negro paño sobre la cabeza. Los dos vestían ropas de color negro mate.

No había ahora en la noche más sonido que el de la lluvia. Hasta la chotacabras permanecía en silencio.

-¿Estás seguro de que no hay nadie en la casa con él? -preguntó Joñas. Fuera de su elemento, estaba nervioso-. Los informes decían que una vez a la semana Godo permite a su gente que vaya a pasar la noche con su familia. Eso no es para dos días.

-Hoy es ocho de febrero, fiesta -dijo Philip-. Harí-kuyo. Es la fiesta de la aguja en la religión budista, el día en que se en- tonan canciones por todas las agujas rotas durante el año. Te sonríes, pero, al fin y al cabo, nada se podría coser o remendar sin la aguja. Además, piensa en el daño que podría producir una aguja rota clavada en un tatami. No te preocupes. No estará nadie más que Godo.

-Hablando de agujas -dijo Joñas-, ¿tienes la tuya?

-Aquí mismo -respondió Philip, dándose una palmadita en el bolsillo-. Deja de preocuparte. Esto va a ser un juego de niños.

Le precedió por el porche de madera. Permanecieron inmóviles, escuchando. No se oía más que el suave gotear de la lluvia.

Philip cruzó hasta el shoji y se arrodilló. Deslizó una fina hoja de metal entre los marcos de madera de las mamparas de papel de arroz. La movió hacia arriba, soltando la aldabilla. Se volvió y movió afirmativamente la cabeza en dirección a Joñas.

Descorrieron cautelosamente la mampara. La habitación se hallaba sumida en la más profunda oscuridad. Zen Godo estaba dormido en su futon.

Philip dejó sus zapatos en el porche y se deslizó sobre el tatami. Notaba la presencia de Joñas justo detrás de él.

Estaba ya muy cerca de la figura dormida. Sacó una caja. En su interior había una jeriguilla de cristal llena de una sustancia química que Joñas había obtenido y que simularía una embolia coronaria. Philip extrajo la jeringuilla y presionó el émbolo para expulsar el aire de la aguja. E, inadvertidamente, empujó una taza de porcelana que había quedado en el borde de una mesita baja.

-¡Mierda! -exclamó Philip, produciendo más ruido que la taza al caer contra el elástico tatami.

Zen Godo rebulló, incorporándose.

Philip atacó con la jeringuilla, pero Godo la apartó de un manotazo.

-¡Maldita sea! -gritó Joñas-. ¡Hazlo!

Philip sacó un trozo de cable dotado de asas en ambos extremos. Lo arrolló en torno al cuello de Zen Godo y empezó a tensarlo.

Oyó el característico sonido del shoji que daba al vestíbulo al deslizarse. Volvió la cabeza.

-¡Cuidado! -gritó.

La hoja de la katana estaba silbando en dirección a Joñas. Éste giró sobre sí mismo y saltó al mismo tiempo. El filo rasgó la estera de caña.

Philip continuó su trabajo. Estirando, estirando. Mientras Joñas se agachaba, sorteaba, esquivaba.

Un cálido reguero de sangre se extendió por las manos de Philip, que pensó: ¡Ya está! Soltó el cable, cogió la jeringuilla y se la guardó en el bolsillo. Dio un salto y cogió del brazo a Joñas, que había sacado su pistola.

-¡Voy a matar a este cabrón! -dijo Joñas. La katana. volvió a silbar. Los tajos que se veían en el shoji y en las paredes de cedro daban testimonio de la rapidez con que estaba siendo manejada la espada.

Joñas apuntó la pistola. Y Phil se la apartó.

-¿Estás loco? -Empujó a Joñas hacia la puerta.

Salió al porche. Se metió en la chaqueta sus zapatos y los de Joñas, a quien arrastraba consigo, obligándole a seguirle. Y salieron a la lluvia, a la negra noche.

-¿Godo?

-Muerto -respondió Philip. Se secó la sangre en la mano de Joñas antes de que la lluvia la hiciera desaparecer-. El cable le ha hendido el cuello hasta la mitad.

-Excelente -dijo Joñas-. Excelente. -Philip se dio cuenta de que estaba temblando.

En el coche, cruzando a toda velocidad la ciudad, Philip dijo:

-Era una locura lo que has estado a punto de hacer allí.

-¿El qué?

-La pistola, Joñas. La maldita pistola. Es la reglamentaria del Ejército de los Estados Unidos. Si la hubieras usado, ¿cuál crees que habría sido el informe balístico?

-No podrían relacionarnos con el asunto.

-Quizá no. Pero puedes estar seguro de que habríamos colocado a Silvers en una posición embarazosa. "¿Qué hacen unas balas del Ejército de los Estados Unidos en el cuerpo de un ciudadano japonés, coronel Silvers?" ¿Crees que le agradaría oír eso de sus superiores?

Joñas guardó silencio. Los faroles de la calle veteaban su rostro de violentos colores. El agua de la lluvia goteaba de ellos al unísono con el rítmico vaivén del limpiaparabrisas.

-Cristo -dijo Joñas al cabo de un rato-, ha estado apurada la cosa.

Philip adivinó en el tono de su voz una expresión de júbilo. Tenía el rostro encendido y sus ojos brillaban. Luego, se volvió. La pálida y verdosa luz de los faroles confería un aspecto irreal a su rostro.

-¿Pero quién diablos era el de la espada?

-¿A quién le importa? -respondió Philip-o. Godo está muerto. Quienquiera que fuese no ha podido vernos la cara.

-Sí. -Joñas se pasó la mano por el pelo-. Tengo que darte las gracias, muchacho. -Lanzó un profundo suspiro, relajándose Estaba empezando a saborear el asunto-. ¡Cristo, esa maldita espada casi me decapita!

Al rememorar la escena, Philip pensaba que había tenido la calidad de una película en la que el protagonista se mira en un juego de espejos, de tal modo que su reflejo se repite indefinidamente... Aquel día, cuando Michiko le llevó a ver a Zen Godo. Cuando Zen Godo le había dicho: Quiero que me mate. Y Philip había dicho: ¿Por qué?

Pero había necesitado tiempo para asimilar no sólo lo que se le estaba pidiendo, sino también lo que iba a venir después. Habiendo contemplado a Michiko llevar a cabo todas y cada una de las fases del exquisito ritual de la preparación del té, había dejado que el calor se extendiese por las palmas de sus manos mientras rodeaba suavemente con ellas la taza de porcelana; la misma taza que, pocos días después, derribaría deliberadamente del borde de la mesa. Las leves volutas de vapor se elevaban hacia su rostro como los restos finales de un sueño.

Sólo cuando Philip hubo vaciado la taza, Zen Godo comenzó a hablar.

-Quiero que te hagas cargo de la situación en su totalidad. -Michiko, colocada en ángulo recto con respecto a él, se inclinó hacia delante para llenar el vacío que había quedado entre las curvadas palmas de Philip-. "Muriendo" no ganaré nada más que tiempo.

"Es tal el poder del Jibán que me ha forzado a renunciar a mi nombre, a mi empresa, a mi vida como Zen Godo. Desapareceré de la escena burocrática. Muerto, perderé todo el poder que ahora pueda tener.

Tomó un sorbo de té.

-Por consiguiente -dijo-, debo volver a nacer. Se trata de una tarea difícil y peligrosa que no es posible realizar solo. Üni-camente tengo a mi hija. Separado de todas las personas a las que conozco, soy ahora terriblemente vulnerable. Si el hecho de que todavía vivo llegase a conocimiento de algún miembro del Jibán, ciertamente sería ejecutado en cuestión de horas.

"Un renacimiento no se puede lograr de la noche a la mañana. Por lo tanto, voy a marcharme. A Kyushu, la isla meridional. Allí viviré con los plantadores de naranjos. Hundiré mis manos en mi tierra natal con entusiasmo y serenidad de espíritu. Trabajaré, comeré, dormiré. Y pasará el tiempo.

"Mientras tanto, aquí, en Tokio, mi hija se ocupará de mis asuntos. Tengo mucho dinero, muchas inversiones. Hay mucho que hacer.

Michiko se subid la manga del quimono y les sirvió más té a los dos. No miraba a su padre ni a Philip, sino a lo que estaba haciendo. Tenía, pensó más tarde Philip, un extraordinario poder de concentración.

-Pero ella sola no puede con todo lo que es preciso hacer -continuó Zen Godo-. Necesita ayuda. Y sólo usted, Doss-san, puede suministrársela.

Bebiendo su té, Philip se maravilló del cambio que se había efectuado en él. Como un ladrón en la noche, había aparecido cuando él no miraba y le había transformado. Pensó en cómo era él antes, en cómo seguía siendo todavía Joñas: mi país, con razón o sin ella; cumpliré las órdenes sin vacilar..., sin pensar. Los Estados Unidos über alies. Ése podría ser el lema de Joñas.

-Naturalmente, no espero que este extraordinario servicio sea prestado sin adecuado compensación. Dígame, Doss-san, ¿cree usted en futuros? Sí, claro que sí. No estaría aquí si no. A cambio de su trabajo, le daré un tercio de todos los ingresos futuros.

-¿Ingresos en qué? -había preguntado Philip.

Zen Godo sonrió.

-Yo soy un kanryodo sensei. La Vía del burócrata ha definido toda mi vida adulta. Ni siquiera nuestra derrota en la guerra del Pacífico pudo alterarla. Ni la alterará tampoco en absoluto mi "muerte".

"Ciertamente, no puedo volver al ámbito ministerial. Ni puedo tampoco entrar en ninguna esfera comercial legítima sin la clara probabilidad de atraer la atención de los miembros del Jibán. Así, pues, ¿qué alternativas tengo? Sólo una. Debo pasar a la clandestinidad. Debo hacerme yakuza.

-¿Por qué yakuza? -había preguntado Philip-. Los yakuza son gángsters. Mediante el control del juego, la prostitución, el pachinko, se ceban en los débiles e indefensos. Yo no formaré parte de eso.

-La vida es infinitamente desconcertante -había dicho Zen Godo-. No veo cómo se puede conciliar ese idealismo con el cinismo de las actividades en que está ocupado.

-Yo sólo sé lo que puedo y lo que no puedo hacer.

-Se dice que al principio la Yakuza protegía a los campesinos de las bandas de merodeadores que abundaban en aquellos tiempos. -Zen Godo se encogió de hombros-. Leyendo, quizá. O fantasía. ¿Quién sabe? En cualquier caso, no tengo opción. Si quiero tener alguna posibilidad de derrotar al Jibán, debo tener poder. Debo controlar las acciones de burócratas, políticos, banqueros e industriales. Si puede usted decirme cómo puedo lograrlo de alguna otra manera, me agradaría mucho oírlo.

-No puedo -había dicho Philip al cabo de un rato-. Pero yo no soy ningún criminal.

-Hay muchas cosas que un hombre honrado puede hacer dentro de la Yakuza, Doss-san. No pretendo ser un..., ¿cómo lo llaman ustedes, los occidentales? ¿Un santo? Sí. Pero la santidad no es cosa del hombre. Hay muchas cosas buenas que se pueden realizar para mi pueblo. Si yo no hago esto, y permítame decirle, Doss-san, que sólo usted puede detenerme, entonces es seguro que el Jibán triunfará en su propósito de originar finalmente otra guerra mundial. Ellos desean espacio para el Japón. Creen que es la voluntad del emperador..., el destino del Japón. No digo que esto vaya a realizarse la semana que viene, ni el año que viene. Pero al Jibán no le importa. Son pacientes. Los occidentales, no. Los miembros del Jibán cuentan con eso. Dentro de treinta o cuarenta años, ¿quién recordará que hubo un grupo de ministros con ese nombre? Casi nadie. Habrá llegado entonces su momento. A menos que yo pueda encontrar la manera de adquirir poder suficiente para enfrentarme a ellos.

-¿Dentro de cuarenta años? El tono de Philip era de incredulidad.

-Sí, Doss-san. En el ámbito temporal de este mundo, eso no es más que un soplo. Nada. Debe usted tenerlo en cuenta.

Philip se había quedado mirando largo rato a Zen Godo. Al fin, dijo:

-Yo no quiero el dinero.

-Entonces -dijo Zen Godo, con curiosidad-, ¿qué es lo que quiere?

Como Philip no respondía, Zen Godo dijo:

-Disculpe que se lo diga, pero creo que usted quiere lo que su conciencia le impone erróneamente rechazar. Créame, Doss-san, no es necesario que tome ahora una decisión sobre el particular.

-No lo quiero.

-Pero algún día -replicó Zen Gordo- lo querrá.

Michiko permaneció con Philip mucho tiempo después de que Zen Godo se hubiera separado de ellos.

-Hay ciertos detalles concretos que mi padre desea que conozcas -dijo. Debajo del quimono color ceniza llevaba un quimono interior inmaculadamente blanco, que dejaba entrever a trechos su carne firme y oscura.

-No entiendo -dijo Philip, mientras ella se quitaba su piel de seda gris ceniza-. No puede ser esto lo que él pensaba. Tú estás casada.

-El matrimonio con Nobuo Yamamoto, el mayor de los hijos de Yamamoto, es cosa de mi padre, no mía.

Philip se la quedó mirando.

-¿Te obligó a casarte?

-¿Obligarme? -Michiko no le comprendía-. Él creó la unión. Es cuestión de negocios. Los Yamamoto están formando una red de compañías especializadas en la fabricación de industria pesada. Durante el tiempo en que ocupó el puesto de presidente del Banco de Japón, mi padre contribuyó a crear un Banco local que, con el tiempo, se convertirá en el eje central del konzern Yamamoto.

"Mi padre cree que así es como se construirá el futuro del Japón. La burocracia señala ciertas industrias concretas para un desarrollo acelerado. Con el fin de facilitar la entrada de nuevas compañías en los campos señalados, se ofrecen por medio del Banco de Japón créditos en condiciones muy beneficiosas a instituciones regionales y locales. Sin embargo, las nuevas industrias requieren tiempo. El dinero se gasta con demasiada rapidez. Mi padre ha comprendido que, una vez comprometido a prestar capital a estas nuevas compañías, los Bancos locales tendrán que continuar esa política.

"Sobrecréditos, lo llama mi padre. Porque, finalmente, los Bancos locales habrán prestado tanto dinero que acabarán siendo propietarios de una mayoría de las empresas que han recibido los préstamos. Esto sucederá también en el caso de los Yamamoto. Claro que, gracias a la previsión de mi padre, ellos serán ya propietarios del Banco.

Oír de labios de esta exquisita y semidesnuda criatura la predicción del futuro del Japón tenía un algo de mitológico. Por un instante, Philip se imaginó a sí mismo como el héroe de una épica búsqueda. Y ahora, al final, se reía frente a un oráculo de poderes extraordinarios. Recordó cómo había conocido a Michiko, en medio de las ruinas del templo de Kannon. Y también esto parecía reforzar la extraña sensación mítica que engendraba dentro de él. Era como si ella hubiera resucitado de entre las cenizas del templo, como si ella fuese la reencarnación de todas aquellas almas perdidas cuyos cuerpos se habían abrasado en el bombardeo incendiario, a quienes él había oído gritar.

-En ese caso -dijo Philip, con voz pastosa-, tú serás una mujer rica.

-Dinero -exclamó Michiko con desprecio-. Si el dinero y el poder no fuesen siempre de la mano, no me preocuparía en absoluto del dinero.

-Nobuo Yamamoto tendrá mucho poder -dijo Philip. -No -respondió Michiko, moviéndose dentro de su blanquísimo quimono interior, de tal modo que Philip no podía apartar los ojos de ella-. Tendrá mucho dinero. Él no conoce la naturaleza del poder. No sabe cómo adquirirlo ni qué hacer con él si lo tuviese. Es dinero lo que Nobuo ambiciona. Para poder ofrecer fiestas a sus amigos comerciales. Para poder proporcionarles mujeres a todos. Para que puedan emborracharse y ser arrullados, acariciados, mimados como bebés junto a los pechos de sus madres. Gu, Gu, le digo a Nobuo cuando vuelve a casa por la mañana después de una de esas noches, ¿no me entiendes cuando hablo tu lenguaje?

Tenía hermosos hombros y un cuello delgado. Sus pechos, menudos y puntiagudos, se elevaban y descendían bajo la seda con su respiración. Su cintura era tan estrecha que estaba seguro de poder rodearla con las manos. Desvestida, parecía pequeña y tremendamente vulnerable.

-El poder que lleguemos a acumular -dijo-, será obra mía. Aunque sospecho que quizá él no se dé cuenta, es mi padre el responsable de que yo haya aprendido a amasar poder.

Absolutamente deseable.

-¿Me deseas? -susurró ella. La luz de la lámpara sobre sus cabellos era como una veta de oro reluciendo en una mina de carbón.

Philip ya casi no podía articular palabra.

-No sería un hombre si no te desease.

-Eso es lo que necesito -dijo Michiko, levantándose-. Un hombre. No un niño.

Al levantarse, cayeron de sus caderas los sedosas pliegues. Las sombras acariciaron sus poderosos muslos, curvándose hacia dentro para privarle todavía de la vida de su secreto delta.

-Debes desear, para que yo dé -dijo ella, acercándosele sobre las esterillas de caña con una gracia natural que sólo podía calificarse de sinuosa-. Al desear, debes dar. -Se detuvo ante él durante un trémulo instante, antes de doblar las rodillas-. Creo que tenemos que ser egoístas para estar aquí ahora, solos, juntos. Dos personas casadas, pero no la una con la otra.

Se arrodilló ante él. Sus ojos brillaban en la tenue luz.

-Pero yo no quiero reunirme con otro ser humano egoísta. Antes preferiría la abstinencia permanente. No deseo ser egoísta.

Soltándole los botones de los puños, desabrochándole la camisa. Abriéndosela.

-Dime, Philip-san, ¿crees que la abnegación puede ocupar el lugar del amor? -Deslizándose las palmas de las manos sobre la carne de los hombros, bíceps, antebrazos, hasta caer sobre sus muslos-. ¿Crees, como yo que puede convertir la lascivia en una emoción más noble?

-Yo creo en lo que estamos haciendo.

Ella rió brevemente.

-¿En la abnegación de mi padre al desear un Japón mejor? -Sus dedos deslizaron con destreza el extremo del cinturón por la hebilla, descorrieron la cremallera de su pantalón-. ¿O en nuestra abnegación al desearnos mutuamente?

Ella apartó la camisa.

Philip se sentía lleno de júbilo por encontrarse allí. Desde la noche en que había arrollado el cable en torno al cuello de Zen Godo y había sentido derramarse sobre sus manos la sangre del animal recién sacrificado, había experimentado una sensación de libertad que le aturdía.

Comprendía que había retornado a la clandestinidad. Había pasado de un pasadizo subterráneo a otro. Y ahora empezaría a practicar realmente la caza que tanto le fascinaba y obsesionaba. Ahora podía ser a la vez el zorro rojo y el cazador. Era el único papel que había estado buscando toda su vida.

"Cuando regrese de Kyushu -había dicho el padre de Michiko-, ya no seré Zen Godo. Zen Godo está muerto, ¿eh, Doss-san? Usted le mató. Ahora soy, y lo seré siempre en lo sucesivo, Wataro Taki. Doy mi palabra de que nunca le pediré nada que comprometa su patriotismo. Sé lo que siente hacia su país. Mejor que usted mismo quizá. Como le he dicho, a lo largo de mi permanencia en el Tokko, la Policía especial, durante la guerra del Pacífico, trabajé en la extirpación de los elementos comunistas que, si se les hubiera dejado florecer, habrían constituido ciertamente un factor de división en el interior del Japón. Me propongo utilizar mi nuevo clan yakuza para continuar esa batalla. Ya ve. Dos-san, que no hay nada que yo desee para mi país y para el suyo que no desee usted también.”

Habían permanecido sentados frente a frente. Dos personas procedentes de culturas opuestas. Dos individuos atraídos el uno hacia el otro a causa, precisamente, del abismo que les separaba. Dos seres humanos tan iguales que podrían haber sido gemelos. Guerreros que podrían haber sido enviados aquí desde los límites del tiempo. Era como si hubieran nacido para este momento, para librar esta particular batalla.

-Nadie me ha amado nunca -dijo Michiko, volviendo sus pensamientos al presente-. Otros solamente han conocido partes de mí. ¿Es culpa mía? Quizá sí.

Estaba concentrándose en el espacio existente entre ellos con una intensidad que lo convertía en algo vivo.

-Nuestra cultura impone represión -continuó ella-. En una sociedad que vive con paredes de papel de arroz, no se conoce la intimidad. No existe ningún "yo" en el Japón. Sólo "nosotros".

Permanecía completamente inmóvil, estudiándole. A él o a alguna cualidad que percibía dentro de él.

-Pero yo abro mi mente. Pienso y me siento "yo". ¿Cómo es eso posible? No lo puedo entender. No lo puedo soportar. Porque ese "yo" es imposible de compartir con otro japonés. Debo mantenerlo sepultado para siempre en lo más profundo de mi ser.

"Excepto contigo -ahora las yemas de sus dedos acariciaban sus tetillas hasta que se le pusieron rígidas-. Mi carne se derrite como cera junto a ti. -Luego, su diminuta lengua-. El aire comprimido dentro de mi cabeza puede escapar. -Lamiéndole bajo los brazos-. Puedo cerrar los ojos. -En la base del vientre-. Puedo pensar "yo" y no sentirme como una extraña arrastrándome por la luna. -Enseñándole que no era sólo su pene lo que podía experimentar sensaciones durante la actividad sexual.

Calló bruscamente y se llevó la mano a los fruncidos labios.

-No creía que necesitaba hablar.

-Necesitabas hablar -dijo Philip, alargando la mano hacia ella-, también.

Se inclinó y levantó la última capa de blanquísima seda. La acarició con la lengua hasta que los gemidos de ella llenaron la pequeña habitación. Sus muslos se abrían más y más. Luego, duro como la roca, trepó sobre ella, sintió sus dedos enroscarse en torno a él, guiándole al interior del ardiente y líquido centro.

Creyó perder la razón. Se sentía atrapado en una locura que parecía abarcar el Universo entero. Experimentaba sensaciones en todo el cuerpo. Abrió la boca sobre la de ella. Sentía la exquisita presión de los pezones de Michiko sobre los suyos propios. Trató de fundirse con ella.

Y casi lo consiguió.

Una cosa podía decirse en favor de David Turner: sabía tratar a una dama. Adquirió la costumbre de llevar a Lillian al club de oficiales americanos que Silvers frecuentaba. Quizás utilizara credenciales que su superior no habría aprobado; Turner era experto en esa clase de engaños. Pero todo era por una buena causa.

A Lillian, por su parte, le encantaba el club de oficiales. Se encontraba dentro de las instalaciones de la Embajada americana, un edificio de piedra blanca que había sido completamente reacondi-cionado en su interior. A MacArthur le gustaba que su equipo asesor gozase de condiciones confortables, y el mercado negro de carne, verduras, fruta, vino y whisky realizaba allí espléndidos negocios entre bastidores.

Pero, por encima de todo, pensaba ella, era muy americano. Y quizá por eso, porque estaba harta del Japón, harta de no hacer nada y de anhelar continuamente estar de nuevo en los Estados Unidos, hablaba de todo. Porque se sentía a gusto en aquellos salones que tanto le recordaban a su país. A todo lo que estaba en su corazón.

Mientras comían filetes de Omaha, patatas de Idaho, verduras de Long Island, mientras terminaban una botella de Burdeos y abrían otra, Lillian se sentía relajada como nunca lo había estado desde su llegada al Japón. Parte de ello, estaba segura, se debía a su propia agitación mental: se daba cuenta de que cuanto más tiempo llevaba en el Japón, más lo odiaba. No podía acomodarse a las costumbres, a los distintos tipos de forma de hablar, ceremoniosa, se-miceremoniosa e íntima, que dominaban la vida japonesa. Encontraba sus religiones -budismo, shintoísmo y zen- no sólo impenetrables, sino también vagamente amenazadoras. Los japoneses no creían en el cielo ni en el infierno, sino en una especie de reencarnación que a Lillian, al menos, le sonaba a sobrenatural. De hecho, encontraba, para su horror, que en ese país lo sobrenatural estaba en todas partes. Los japoneses eran básicamente animistas, veían espíritus en todos los rincones y recovecos de su entorno.

Pero, al mismo tiempo, descubrió que su nuevo estado de ánimo era engendrado por algo existente en el interior del propio David Turner. En primer lugar, sabía escuchar. Poseía una empatia natural. No se encontraba a sí misma pugnando -como tan a menudo le ocurría con Philip- por comprender a una personalidad esencialmente misteriosa. Y también sabía enseñar. Ella encontraba su rostro atractivo, sí, pero también -y mucho más importante para ella- sensitivo. Lo que Philip veía en Turner como ascetismo, Lillian lo reconocía como intelectual. Le asombraba la amplitud de sus conocimientos, la plétora de filosofías e ideologías que dominaba, todo lo cual sabía transmitírselo.

Sin tener una clara idea de cómo había ocurrido, Lillian se encontró contándole lo que jamás había contado a nadie en su vida. La vez en que, durante su último curso en la escuela superior, su mejor amiga había caído enferma de leucemia. Lillian se había sentido aterrada. Temerosa de ver cómo había alterado la enfermedad a su amiga, había retrasado lo más posible el momento de ir a visitarla al hospital.

Pero, finalmente, vencieron la vergüenza y la culpabilidad, y se encaminó allí una mañana. Recordaba cómo le castañeteaban los dientes de miedo y zozobra mientras subía en el enorme ascensor.

En un piso intermedio, dos enfermeros introdujeron a un paciente en una camilla de ruedas, y Lillian pensó que iba a desmayarse. Podía recordar, con vivos detalles, la botella de líquido transparente, suspendida sobre la camilla, oscilando y goteando, oscilando y goteando.

Al salir al pasillo, deslumbrantemente blanco, Lillian notó un desvanecimiento no muy distinto de la sensación que había experimentado cuando perdió el conocimiento a consecuencia del éter cuando fue operada de amígdalas. Necesitó un rato para recobrar el aliento, para que desapareciera la sensación de vértigo. Al fin, encontró la habitación.

Empujó la puerta y entró. Recordaba que la ventana estaba abierta. Las cortinas se movían como las alas de un pájaro. Podía oír los ruidos de la calle.

Pero allí no estaba Mary. Solamente había una cama vacía, recién hecha. Esperando al próximo paciente.

Lillian oyó un ruido a su espalda y se volvió.

-Mary -dijo aturdidamente, pero sólo era una enfermera-. ¿Dónde está Mary?

-¿Te refieres a la chica que...?

-¡Mary Dekker! -Lillian estaba gritando.

-Oh, querida, pero, si ha expirado esta mañana -dijo la enfermera.

-¿Expirado? -había dicho Lillian, pensando que era una palabra extraña y antiséptica.

-¿No te lo han dicho en Recepción? -continuó la enfermera-. Deberían haber...

Lillian estaba gritando con todas sus fuerzas.

Al final, la habían acostado en la misma cama que antes ocupara Mary. Le dieron un sedante y llamaron a su casa.

Sam Hadley había ido al hospital a reconocer a su hija.

-Tienes que comprender, Lil -le dijo mientras la llevaba en coche a casa-, que Mary ha librado su guerra. Ha perdido, pero no ha sido menos valiente por eso.

Se habían disipado los efectos del sedante. Lillian no podía dejar de llorar.

-Yo creo que puedes aprender una o dos cosas de Mary -dijo su padre sin mirarla. No le gustaban las lágrimas. No veía qué utilidad podían tener-. Era tu mejor amiga. Merecía tu apoyo cuando más lo necesitaba. No llores por ella, Lil. Ciertamente, Mary no necesita ya tus lágrimas. Y llorar por ti misma es, simplemente, un signo de debilidad. ¿Qué bien te puede reportar? Ahora que has llorado, ¿te hará eso más fuerte? ¿Te dará valor?

"Debes ser valiente, Lil, para sobrevivir en este mundo. La vida no es un camino de rosas. Tu amiga Mary podría habértelo dicho. Pero tú decidiste esconder la cabeza en la arena. No puedo decir que entienda esa clase de reacción. Ni que lo perdone. Me has decepcionado, Lil. No es así como espero que se comporte una hija mía. La valentía debe ser premiada y aplaudida. No rehuida y ocultada.

Luego, años después, tuvo lugar la última noche de su hermano Jason en suelo americano. Ella la había pasado en su compañía. El muchacho estaba lleno del ardor por la batalla. Tenía el rostro arrebolado, iluminado por un terrible fulgor que tantas veces había visto ella en su padre. La ansiosa expectación que vibraba en él era tan intensa que sofocó la lista de argumentos que ella había preparado. Se había prometido a sí misma utilizarla esa última noche para tratar de persuadirle de que no se fuese a Europa. Pero, cuando llegó el momento, se le helaron las palabras en la garganta. Y, en lugar de lo que había previsto hacer, dejó que su entusiasmo, su fuerza, le dominase. Así que, a la mañana siguiente, presenció cómo el avión que le transportaba se elevaba en un cielo plomizo sin que ella hubiera intentado siquiera disuadirle.

-Era otra vez lo mismo que había pasado con Mary -dijo Lil-lian a un interesado David Turner-. No tuve el valor de hacer lo que tenía que hacer. Y setenta y dos horas después, Jason yacía muerto en la playa de Anzio.

Turner se inclinó hacia delante.

-¿No crees -dijo suavemente- que te estás atribuyendo demasiada responsabilidad, Lillian? Quiero decir que imaginemos por un momento que hubieses hablado aquella noche con tu hermano. ¿Crees que algo de lo que hubieras podido decir le habría hecho cambiar de idea?

Lillian le miró.

-Además, sus ódenes ya eran firmes. Aunque hubieras conseguido hacerle cambiar de idea, cosa muy improbable, ¿qué podría haber hecho él a aquellas alturas? ¿Desertar? -Meneó la cabeza-. Los acontecimientos habían tomado ya su curso.

-Pero habría significado algo para mí -insistió Lillian.

-¿Qué?

-Que tengo el valor de obra conforme a mis comunicaciones.

-Pese a lo que diga tu padre, el general, la vida es vivida por cobardes. La sabiduría, Lillian, no deriva de hacer la guerra contra el prójimo, sino de comprender las necesidades de la historia. -Turner cogió la mano de ella entre las suyas-. ¿No te das cuenta de que no necesitas vivir tu vida conforme a los dictados de tu padre? Él es militarista. Ha basado su vida en imponer su voluntad a otras personas. Ésa es su función, después de todo. Sus retorcidas filosofías se han anudado en torno a ti. Lloras, y él te dice que eres débil. No puedes enfrentarte a la muerte, y él te dice que eres débil. Sucedió tantas veces cuando eras joven que ahora tú misma te crees la mentira. Seguramente que no hace falta que te lo diga.

Pero, naturalmente, sí que hacía falta. Sólo en ese momento comprendió Lillian sus motivaciones. O la intensidad de su odio hacia su padre y hacia todo cuanto representaba. Se lo dijo así a Turner, y fue un gran alivio decírselo. Turner -Dios le bendiga-, lo había visto y, haciéndoselo comprender, la había liberado de lo que ella siempre había considerado una debilidad. ¡Porque así se lo había dicho su padre!

¡Oh, cómo ardía en su interior su odio hacia su padre! Y todo por causa de David Turner.

-Has cambiado.

-¿De veras? -preguntó Philip-. ¿Cómo?

Lillian cerró el libro que estaba leyendo.

-Es difícil decirlo.

Frunció los labios. Pero lo sabía. Misteriosamente, de alguna manera, él ya no era vulnerable. Aunque ella le seguía necesitando -o, para ser más exactos, necesitaba algo que había vislumbrado dentro de él-, sospechaba que él ya no le necesitaba a ella.

Se hallaban sentados uno frente a otro en el cuarto de estar de su pequeño apartamento. Las farolas de la calle proyectaban sobre el techo una luminosidad que semejaba azúcar desparramada. De vez en cuando, un vehículo al pasar espolvoreaba de luz movediza la alfombra que había entre ellos.

-Cuando te conocí -dijo-, sentí como si me hubiera escurrido por entre los barrotes de una jaula y estuviese muy cerca de una hermosa pero salvaje criatura. Quiero decir que en lo más hondo de mí sentí... que habla allí una fuerza a la que quería asirme y no soltar nunca.

-Como tu padre.

-¡No! -exclamó ella, alarmada, y se echó luego a reír al mirarle la cara y ver que estaba bromeando-. Oh, Dios, no. Como mi padre, no.

Ni como mi hermano Jason, pensó, cuya fuerza era tan semejante a la de mi padre que me petrificó justo en el momento en que yo hubiera debido actuar. Jason, el buen soldado, alejándose en el último amanecer. Pero la muerte de Jason no fue culpa mía, ¿no? Eso decía David.

-¿Y ahora? -preguntó Philip-. ¿Qué ha cambiado?

Ella apoyó la palma de la mano sobre la portada del libro.

-Lo que más odio en mi padre -dijo, sin querer decírselo, porque eso significaría admitírselo a sí misma- es su pureza de propósito. Su tuerza es la fuerza del justo. Un día me llevó a ver una espada que tenía en casa. Había pertenecido a su padre, que había sido oficial de caballería en la Primera Guerra Mundial.

""¿Ves esta hoja, Lil? -dijo mi padre, sacando la espada de su vaina-. Está hecha de una sólida lámina de acero." Golpeó con ella contra un bloque de cemento. "No se doblega, Lil. Es fuerte. Es indomable. ¿Te has interrogado alguna vez sobre el significado de la vida? Bien, aquí está la respuesta...”

Besó a Philip en la mejilla, luego agregó:

-Esa no es tu fuerza. Cuando te conocí, era la primera vez que entraba en contacto con la fuerza que..., bueno, que fluía. Supongo que es la única forma de describirla. No era una sólida lámina de acero. No era indomable.

Philip cerró los ojos.

-¿Has visto alguna vez una espada japonesa? ¿Una katana?

-Seguramente, pero no recuerdo.

-Entonces, no has visto ninguna -dijo él-. Lo recordarías perfectamente. La katana está forjada a partir de una pieza de acero calentado y batido. Se la pliega y repliega sobre sí misma diez mil veces. El resultado es la mejor hoja que jamás ha conocido el mundo. Una verdadera katana puede taladrar una armadura. Hendiría la espada de caballería de tu abuelo como si estuviera hecha de queso. Vaya por el concepto de lo indomable que tiene tu padre.

Eila contempló su rostro; parecía como si estuviese dormido.

-Quisiera poder entender -dijo ella al fin- qué es lo que amas de este país.

-Son las personas, tanto como el país.

-A veces tengo la convicción de que debes de estar loco. Éstas son las misma personas que bombardearon Pearl Harbor. Que nos atacaron sigilosamente en medio de la noche.

-Así es como hacen las cosas aquí, Lil -dijo él, con un tono tan razonable que ella se estremeció-. Incluso la guerra. Eso no les hace malos. No a todos, por lo menos.

-¿Lo ves? -dijo ella-. Cuando hablas así no sé lo que estás diciendo.

-No veo cómo puedo decirlo más claramente.

-Pero yo no puedo entender en absoluto a los japoneses -protestó ella-. Tienen una forma completamente distinta de pensar. Me repelen.

-Yo no puedo enseñarte a comprender, Lil. Nadie puede.

No es verdad, pensó ella, apretando la mano contra el libro. David me enseña a comprender. Cada día siento que sé más. Como si estuviera abriéndome como una flor.

-Siento como si... como si fuéramos dos barcos que navegasen por mares separados -dijo-. A veces, Phil, pareces estar muy lejos de mí.

Él abrió los ojos.

-Estoy aquí.

¿Qué otra cosa podía decir? ¿Quién podía explicar lo inexplicable?, se preguntó a sí mismo. ¿Cómo explicar lo que se había apoderado de él en las ruinas del templo de Kannon? ¿Cómo describir la aparición de Michiko entre la niebla de aquel día? Porque eso era lo que Lillian quería que él hiciese. Para bien o para mal, se habla enamorado del Japón. Se consideraba ahora obligado a procurar no sólo que volviera a crecer -como el templo de Kannon, que estaba siendo reconstruido de entre las cenizas de su destrucción-, sino que lo hiciera en la dirección adecuada. Eso significaba combatir a Kozo Shiina y su Jibán en cualquier terreno que fuese.

Lillian trató de sonreír, pero lo que dijo después era tan importante para ella que la sonrisa se borró apenas iniciada.

o-No puedo decir cuánto echo de menos los Estados Unidos, Phil. Es como si me hubiera muerto aquí. O como si estuviera en el limbo, esperando que la vida empezase de nuevo.

-La vida está a tu alrededor, Lil -dijo él-. Si no te sintieras tan asustada por ella...

Si te tomaras tiempo para enseñarme, pensó ella.

-¿Lo ves? -dijo-. Tú eres diferente. Tú estás contento aquí.

Quizá tiene razón, pensó él. Porque el Japón me ha cambiado. Ahora ella se da cuenta de mi pureza de propósito, de rni compromiso con el futuro aquí.

No se le ocurrió hasta mucho tarde que, por lo que a Lillian se refería, el Japón tenía muy poco que ver con ello. Que era a Michiko a quien sentía, tan cerca de él como su propia sombra.

Sonó el teléfono, y Philip lo descolgó.

-Estoy en casa de Silvers. -Era Joñas-. ¿Sabes dónde es?

-Sí, claro. -Philip se levantó de la cama. Ni un "hola" o un "¿qué tal?"-. ¿Qué...?

-Ven en seguida, muchacho. -Joñas parecía sin aliento-. Date prisa.

No había actividad excepcional en el bloque en que vivía Silvers, salvo que la fachada de su casa estaba acordonada. La zona se hallaba custodiada por la Policía Militar, como si el presidente y el Gobierno en pleno estuviesen dentro.

Philip mostró sus credenciales. Un sargento de mandíbula cuadrada le paró para examinarlas.

-Disculpe, señor -se excusó-. Son órdenes.

Philip subió las escaleras de piedra y abrió la puerta.

-¿Eres tú, Phil? -Era la voz de Joñas-. Estoy en la biblioteca. Es justo a tu derecha.

Philip entró y se detuvo en seco.

-Cristo.

-Así es como fue encontrado.

Había sangre por toda la estancia. La alfombra estaba empapada; pequeños riachuelos de sangre brillaban sobre el pulido suelo de madera. Remontando su curso, se llegaba a su punto de origen.

El coronel Harold Morten Silvers yacía, contorsionado, en el suelo. Por lo menos, lo que quedaba de él. Parecía como si lo hubieran cortado a tiras.

-¿Quién lo encontró? -preguntó Philip.

-Yo -dijo una voz.

Philip miró a la otra figura que estaba en la habitación. Vio el rostro recién lavado del general Sam Hadley.

-¿Así es como lo encontró? -preguntó Philip.

Su suegro asintió con la cabeza.

-Silvers y yo teníamos una reunión. La puerta estaba cerrada, pero sin llave. Entré, llamé a Silvers.

Pese a las circunstancias, Philip se encontró preguntándose de qué tendrían que hablar Hadley y Silvers.

-¿No había nadie más en la casa?

-Nadie respondió -dijo Hadley.

-No es eso lo que he preguntado. -Philip parecía tomar a su cargo la investigación.

El general se encogió de hombros.

-No puedo decirlo, realmente. Encontré a Silvers tal como lo ves. No toqué nada e informé inmediatamente al mando del CIG.

-¿Y ellos te llamaron. Joñas?

-David Turner lo hizo. Está prestando declaración ante la Policía Militar.

Philip se acercó más. Resultaba difícil por causa de la sangre.

-¿Qué crees que fue? o-preguntó Joñas.

-¿Te refieres al arma homicida? -Philip estaba inclinado sobre el cuerpo mutilado.

-Hasta el momento, no hemos encontrado nada sospechoso -dijo Joñas.

Philip contempló con incredulidad el cadáver. Lo que relampa- gueó en su mente mientras miraba las heridas fue la katana que Michiko le había puesto en el cuello la primera vez que estuvo con Zen Godo.

-Parece que Silvers fue asesinado con una espada japonesa -dijo Philip.

-¿Un japonés mató al coronel Silvers? -David Turner había entrado en la habitación-. Teniente Doss o-sonrió-, sé que es usted un experto en cuestiones japonesas. Así que ya tenemos un punto por el que empezar.

Philip iba a decir que, aunque parecía que el instrumento mortal había sido una katana, dudaba que la hubiese empuñado un japonés. Los profundos tajos que surcaban el cadáver de Silvers y que habían derramado abundante sangre como consecuencia del enloquecido ataque, eran toscos y administrados al azar. Nadie que tuviese un mínimo adiestramiento en kenjutsu habría matado jamás de forma tan chapucera. El general Hadley no le dio oportunidad de expresar sus pensamientos.

-:Esto es casi como una expiación -dijo el suegro de Philip. Vio la expresión que se dibujó en el rostro de Philip e hizo un gesto conciliador-. Tranquilo, hijo, tanto Joñas como Turner están enterados de la prueba contra Silvers que tú me entregaste. Les hablé de ello anoche. Era tan aplastante... Pensé que era mejor que lo supiesen antes de ir a llevársela a MacArthur. Creo que estarás de acuerdo en que se merecían esa cortesía. No me gustaría que alguien de fuera les diese la noticia.

Hadley contorneó el cadáver.

-Voy a mandar a esos policías militares que se vayan. Esto no es asunto suyo. -Los miró uno a uno-. Creo que todos estamos de acuerdo en ese punto.

Hadley asintió con la cabeza.

-Bien. Por lo que a Silvers se refiere, ha encontrado su recompensa final. Cuantas menos personas estén enteradas de su perfidia, mejor. MacArthur está de acuerdo. Me ha dado carta blanca en este asunto. Él, y estoy seguro que todos nosotros también, quiere que esto se resuelva rápidamente y con discreción. Por consiguiente, yo creo que lo mejor es presentar este incidente como un suicidio. De ese modo, se puede echar tierra al asunto y no volver a hablar de él.

Miró de nuevo a los tres.

-¿De acuerdo?

Joñas y ^Turner asintieron solemnemente. Philip se dispuso a protestar. Había (Serlos detalles sobre el asesinato, pequeños pero inquietantes, que le preocupaban. Pero, mirando ai general Hadley, comprendió que no era aquél el momento adecuado para sacarlos a colación. En cierto sentido, su suegro tenía razón. Las relaciones del CIG con el presidente Traman ya eran bastante delicadas. Si llegaba a la mesa del Despacho Oval algún indicio de este asunto, el futuro del servicio correría sin duda alguna grave peligro.

De mala gana, Philip asintió también. Pero ¿por qué, al hacerlo, se sentía como uno de los senadores romanos conspirando para asesinar a Julio César?

Philip no podía esperar a hundirse en la blanda carne de Michi-ko. El calor que ella generaba le hacía temblar mucho antes de tocarla siquiera. El hecho de que cada uno de ellos estuviese casado parecía no existir ó, quizá, pertenecer a otro mundo muy distante del suyo.

Michiko, la feroz e implacable samurai que blandía su katana con firmeza, era con él, en sus momentos más íntimos, la amante dócil y femenina. Dócil, no en el sentido normal. Ella no yacía tendida con las piernas abiertas esperando que él la montase. Sino dócil en la forma que una mujer japonesa aprende a ser, casi desde el nacimiento: atenta a los deseos de su hombre y a disfrutar plenamente de esos placeres.

A esto era a lo que Philip se refería cuando dijo a Lillian que no podía enseñarle a comprender el carácter japonés. No era algo que se pudiera enseñar. Era, más bien, algo que debía ser absorbido, un lento rezumar que deriva del silencio, la observación, la paciencia y la aceptación. Ninguno de estos conceptos figuraba en el vocabulario emocional o intelectual de un occidental.

¿Qué capricho del destino -del karma- se preguntaba Philip, le había permitido a él nacer con esta afinidad? No sabía decirlo. Las mismas cualidades que le habían hecho sentirse un paria cuando estaba creciendo -que le habían hecho buscar activamente el estado de paria cuando fue lo bastante viejo- eran lo que lo ligaba a la inaccesibilidad del Japón. Se le conocía como "el americano especial". La clase de reconocimiento que inconscientemente había estado buscando toda su vida. La vía de escape a la inevitabilidad de la visión que su padre tenía de la vida.

Rezó una oración -¿a qué Dios? ¿A Cristo? ¿A Jehová? ¿A Buda?- por habérsele permitido encontrar el camino a este exaltado estado. Sepultado en el centro del cosmos, para siempre escondido de su padre y su maldición. De todos.

Aquí, estaba más allá de la ley: él era el creador de la ley.