VERANO DE 1946 - PRIMAVERA DE 1947
Frente del Pacífico. Tokio
Cuando era chico, Philip Doss había vivido en una granja de la Pennsylvania rural. Una pequeña ciudad en la parte más occidental del Estado, cerca de Latrobe, una bella región de espesos bosques, ondulantes colinas de esmeralda y lagos silvestres.
Los Doss criaban gallinas. Sus días comenzaban a las cuatro y media de la madrugada y no terminaban hasta después de ponerse el sol. Era una vida de trabajo agotador y de escasa recompensa. El padre de Philip estaba continuamente luchando contra los elevados precios de los piensos, contra las enfermedades de sus gallinas y contra la creciente intrusión de las grandes empresas avícolas. La cría de gallinas era lo único que el viejo Doss sabía hacer, y mientras se las arreglase para ganarse la vida para él y su familia, consideraba que era mejor eso que la bancarrota.
Philip odiaba la granja..., el hedor de las gallinas, el olor de la sangre cuando eran sacrificadas, la absoluta monotonía de la vida. Pero amaba la comarca circundante. Se pasaba las largas tardes mirando las montañas, que la distancia envolvía en una neblina azul. Bajaba hasta la estación del ferrocarril para ver pasar el tren de mercancías de Erie Lackawanna, traqueteando rui92 Eñe van Lustbader dosamente sobre los raíles. Amaba especialmente a ese tren, soñaba con él por la noche, con su faro taladrando la oscuridad, su prolongado y ululante pitido resonando contra las dormidas montañas, y los mirlos levantando ruidosamente el vuelo desde los cables del teléfono, a su paso.
Hasta que no estuvo muy lejos de la granja no comprendió el significado de su atracción sobre él. El tren se dirigía a un destino desconocido. Era para él un absoluto misterio, un misterio que necesitaba resolver. Suscitaba en su interior anhelos, cosas desconocidas que hacían que por la noche se agitara y revolviese en la cama.
El padre de Philip era un hombre pragmático. Al pensar más tarde en ello, Philip comprendía que debían de haberle hecho así las circunstancias. Hombre de rostro moreno, piel apergaminada y ojos que el sol había despojado de todo color, continuamente estaba arrancando a Philip de sus ensoñaciones para que realizase las tareas que tenía encomendadas en la granja. Era responsabilidad de Philip recoger los huevos de los nidales de las ponedoras antes de salir para la escuela, y limpiar los gallineros antes de regresar a casa.
"Nunca llegarás a nada, hijo -solía decirle su padre-. El mundo no es para los soñadores. El mundo gira en torno al trabajo duro; ¿qué otra cosa lo mantiene en marcha?”
Miraba a su hijo. "El hombre tiene que saber que lo que necesita para sí mismo no es importante. Un hombre tiene cosas mejores en que ocuparse. Un día tendrá una familia. Debe mantenerla. Garantizar a sus hijos una vida sin peligros." La madre de Philip había muerto al dar a luz menos de dos años después del nacimiento de Philip. El padre de Philip, que nunca se volvió a casar, no hablaba de su mujer, ni de ninguna otra. "La familia lo es todo, hijo. Ni más ni menos. Es una necedad y una pérdida de tiempo pensar otra cosa. Cuanto antes lo aprendas, mejor.”
Nada que nadie hubiera podido decirle a Philip habría podido aterrarle tanto como esto. La idea de vivir el resto de su vida en aquella granja, trabajando dieciocho horas diarias siete días a la semana, haciendo las mismas faenas mes tras mes, era suficiente para que Philip se sintiera bañado de un sudor frío. Ansiaba saltar al tren de mercancías que pasaba por la ciudad una vez al día, pero que cruzaba una y otra vez por sus sueños cada noche. Ansiaba escalar aquellas azuladas montañas, descubrir qué habla al otro lado. Ansiaba conocer gentes que fueran diferentes a él.
Pero, cuando intentaba decirle todo esto a su padre, se le atascaban las palabras en la garganta y, en lugar de hablar, inclinaba la cabeza y se metía con su rastrillo en el gallinero para terminar sus labores.
Pero al final fue el zorro rojo -no el tren de mercancías- lo que resolvió el misterio de lo que había en el corazón de Philip y cambió su vida para siempre.
Durante un invierno largo y particularmente inclemente, cuando Philip se hallaba próximo a cumplir los catorce años, un zorro empezó a realizar incursiones en el gallinero. Fue el propio Philip el primero en encontrar las pruebas: manchas de sangre, plumas humedecidas, trozos de esqueletos de gallinas.
Philip y su padre hablan seguido durante semanas la pista del zorro a través de los campos nevados y los susurrantes bosques, hasta el lecho rocoso de un arroyo que el hielo pintaba de plata. Philip, armado con un viejo pero eficaz rifle "Remington" calibre 22, miraba mientras su padre se detenía periódicamente en su persecución para mostrarle la pista del zorro: las huellas de sus patas en los lugares en que el paso del animal había roto la capa helada de la nieve; los pelos rojizos prendidos en el tronco de un árbol contra el que había rozado; sus excrementos.
A medida que la persecución avanzaba, Philip fue encontrándose más despierto e interesado. Su mente, rápida en captar las tretas que su padre le enseñaba, empezó su propia investigación. Así que para la tercera o cuarta vez que salieron en busca del zorro, era Philip quien dirigía la marcha y quien detectaba la pista del animal.
Y, al final, fue Philip quien descubrió por qué su rastro se perdía siempre en el lecho del arroyo. El zorro era más cuidadoso aquí. Constantemente se habían visto frustrados y desconcertados en cuanto a por qué perdían todo rastro de él en aquella zona.
Su padre le había dicho que los zorros dormían generalmente entre las hierbas altas, con las peludas colas enroscadas alrededor de su cuerpo para darse calor. Pero algún instinto elemental llevaba a Philip a las orillas del arroyo helado, donde tejones, topos y criaturas similares establecían sus madrigueras. Seguramente el zorro había ido a refugiarse en uno de aquellos agujeros recientemente abandonados.
El júbilo que invadió a Philip en el momento del descubrimiento fue como una candente llamarada.
Recordaba la voz de su padre en su oído: "Es tuyo, hijo.”
Recordaba cómo levantó el "Remington", apuntando a lo largo de su cañón.
Recordaba sobre todo el momento -como si pudiera quedar congelado precisamente en el tiempo, a semejanza del prístino lecho del arroyo- en el que el zorro fue lanzado contra la pared de la madriguera, cuya roja arcilla manchó su lomo rojo y plateado.
El zorro era el incursor: el asesino, el invasor, el destructor. Era el sarraceno entre los cristianos. Philip descubrió una profunda satisfacción en perseguirlo y borrarlo de la faz de la tierra. Era como si hubiese enderezado un entuerto esencial.
Philip vendió la granja al día siguiente de haber dado sepultura a su padre, y un día después subió al tren de mercancías. Dejó atrás la Pennsylvania occidental, pero el zorro rojo llenaba osu mente. El recuerdo de la persecución de aquel zorro, del momento en que lo había alcanzado, le empujaba hacia delante a través de las calles de una ciudad tras otra. Se hallaba presa de febril agitación, ansioso por sentir de nuevo el enderezamiento de las escalas cósmicas. Ninguna otra cosa podría satisfacer el anárquico vacío de su interior. Iba de ciudad en ciudad. Y cuanto mayor era la población, más empinadas veía las escalas de la injusticia. En Chicago, probó a trabajar durante algún tiempo en la Policía. Pero su personalidad libre e independiente le hacía chocar continuamente con el aparato político atrincherado allí.
Subió a otro tren que se dirigía hacia el Este, hacia Nueva York. Pero corría el año 1940 y había guerra. Ésta interesó a Philip de la manera más elemental. Allí tenía el más grande de los entuertos que era preciso enderezar.
Se alistó en el Ejército. Durante el período de instrucción, su naturaleza poco convencional le acarreó no pocas complicaciones. Pero, afortunadamente para él, tenía un sargento instructor muy perspicaz que asignó a Philip a un adiestramiento especial: los servicios de información del OSS. Su valoración se reveló certera. Philip demostró ser una de esas personas especiales que siempre buscan los servicios armados. Nunca consideraba su propia seguridad, nunca pensaba en su propia muerte. Era como si se hallara rodeado de un aura invisible que no sólo le protegía a él, sino también a cuantos le rodeaban.
Sus superiores en la instrucción del OSS aprovecharon esta cualidad, sometiendo a Philip al adiestramiento físico y mental más riguroso y agotador. El no sólo aceptaba todo lo que le echaban, sino que acogía con agrado los desafíos.
Y cuando le hicieron entrar en acción, le emparejaron con alguien a quien consideraban "compatible". Se referían con esto a alguien que pudiera intimar con Philip, alguien que tuviese la formación y los antecedentes "correctos". Alguien, en suma, que pudiera domesticar su espíritu independiente.
Philip y un teniente llamado Joñas Sammartin siguieron a las dos puntas de lanza gemelas del avance aliado, a lo largo del bor- de del Pacífico. Nunca vieron acción en el sentido convencional. En lugar de ello, utilizaban el fuerte de Joñas -el descifrado de claves- para interceptar las comunicaciones militares japonesas. Haciendo uso de esa información, Philip encabezaba un equipo de hombres escogidos para realizar incursiones nocturnas en los campamentos enemigos, y que causaban grandes daños sin dejar la menor huella de los responsables de la operación.
En 1943, estaban trabajando en las islas Salomón. Menos de un año después, en Nueva Guinea. Luego, con creciente rapidez, las Marianas, Iwo Jima y Okinawa, avanzando inexorablemente hacia las islas japonesas.
Tan eficaces eran sus incursiones por todo el Pacífico que el alto mando japonés acuñó una denominación para ellos: ninja senso, guerra de ninja. Si bien sus hazañas nunca llevaron sus nombres al Stars and Stripes, la ninja senso les había granjeado una cierta reputación en los rumores que circulaban entre las tropas americanas.
En los seis últimos meses de la guerra, en el período de tiempo que siguió al primer bombardeo de Tokio en marzo de 1945, en que media ciudad resultó incinerada -y antes de que el mundo cambiara por completo en agosto de aquel año, cuando el Enola Gay dejó caer la bomba atómica sobre Hiroshima-, Philip y Joñas encontraron tiempo para llegar a ser algo más que compañeros de combate que tenían que depender el uno del otro para conservar la vida. Se hicieron amigos.
Joñas era el último de un largo e ilustre linaje de soldados. Su abuelo había sido capitán de la Policía de Nueva York en 1896, cuando Teddy Roosevelt había presidido el Consejo de Policía de la ciudad. Un año después, ambos dimitieron. Con su mutuo amigo Leonard Wood, formaron los famosos Rough Riders. El padre de Joñas había sido comandante de caballería durante la Segunda Guerra Mundial. Había muerto en Francia, después de ser condecorado cuatro veces en el campo de batalla.
Joñas estaba ya haciendo honor a la reputación de su familia. Se graduó en West Point con el número uno de su promoción. Joven de voluntad firme y comportamiento correcto, se distinguió en el OSS, asombrando a sus mentores con su misteriosa capacidad para resolver enigmas estratégicos aparentemente insolubles. Le pusieron a trabajar en criptografía.
-Hay aquí tanta muerte -dijo Joñas una noche, a hora muy avanzada, mientras terminaban una botella de vodka ruso- que resulta irreal.
Se encontraban a bordo de un destructor que navegaba rumbo a Mindanao. El capitán del buque, halagado por el hecho de transportar a unos hombres tan famosos, les había ofrecido su mejor licor.
-La vida es irreal -dijo Philip-. Eso debe de significar que ya no hay diferencia entre la vida y la muerte.
Recordaba que los tres se habían echado a reír.
-Yo ya no sé qué es la vida -dijo el capitán, volviendo a llenar sus vasos-. Cristo, un mes es como un día aquí. Una parte del Pacífico es igual que otra, una isla llena de japoneses se parece a cualquier otra. Todo lo que tengo que hacer es asegurarme de que mis cañones hacen blanco allá donde apunto y procurar que mis hombres corran el menor riesgo posible.
Philip agitó la mano.
-Hay algo más que eso al otro lado del horizonte. Tiene que haberlo.
-Quizá. ¿Pero no es en eso en lo que consiste la guerra? -dijo el capitán-. ¿Muerte y compresión del tiempo?
-No -replicó Philip, extrañamente irritado-. La guerra consiste en ganar.
Esa mañana, la radiación consumió a Hiroshima.
1 Philip había adoptado la profesión de la muerte. La desempeñaba tan bien, llegaría a comprender años más tarde, que nunca tendría motivos para dedicarse a otra cosa. No era diferente de los pobres desdichados que habían sobrevivido a Hiroshima y Na-gasaki y veían cómo sus cuerpos iban siendo corroídos por una fuerza invisible e incomprensible que se había apoderado de sus vidas y no los soltaba.
Otra forma de radiación estaba afectando a Philip. Él había permitido que su trabajo se convirtiera en su vida. Y, al hacerlo, su trabajo se había convertido en definición estricta y última frontera. En ese sentido, ¿estaba tan alejado de la granja avícola de la Pennsylvania occidental que había esclavizado a su padre?
Cuando él y Joñas llegaron a Tokio en noviembre de 1946, la ciudad estaba cubierta por el blanco manto de una temprana nevada. Hacía mucho tiempo que no veían nieve; incluso habían olvidado lo que era el invierno. Los quimonos negros resaltaban vivamente sobre el blanco inmaculado. Fue sólo gradualmente, a medida que la ciudad iba emergiendo, y la nieve adquiría una tonalidad gris cenicienta, cuando empezaron a verse otros colores: el rojo brillante de una cometa, el azul intenso de una taza de porcelana, el verde vivo de un cedro. Sin embargo, no eran más vibrantes ni memorables que aquel primer y sorprendente con- traste que había sido su primera visión de Tokio aquella fría mañana de noviembre.
En Japón, Philip y Joñas se hallaban bajo el mando de un coronel llamado Harold Morten Silvers. El anterior mes de octubre, el presidente Truman había despedido a William Donovan, disolviendo el OSS, el organismo creado por él. En su lugar, el presidente -a instancia de asesores íntimos tales como el general Sam Hadley- había creado una red temporal y mal definida, el CIG, o Grupo Central de Inteligencia. El CIG estaba compuesto, naturalmente, por los que habían integrado el OSS. Silvers era uno de los más importantes de ellos. Asignó a Philip y Joñas un joven ayudante del CIG llamado Ed Porter, que había llegado allí con el primer contingente del ejército de ocupación. Porter era un muchacho de rostro lozano que les condujo en un recorrido por la vasta y semicalcinada ciudad.
A media tarde, llegaron al distrito de Asakusa, en la parte norte de Tokio. Un sol pálido rielaba en el sinuoso río Sumida. El lugar era extraño. Tokio estaba habitualmente atestada de personas, vehículos y energía, que ni siquiera las secuelas inmediatas de la guerra podían afectar. Pero allí no había nada: ni peatones, ni tráfico, ni vida.
-Esto es lo que queda del gran templo de Asakusa -dijo Porter, señalando los carbonizados restos de lo que ahora no era más que un agujero en el suelo. Les condujo a través de ellos mientras hablaba con el tono experto y desapasionado del guía profesional-. Aquí es donde miles de japoneses acudieron a refugiarse durante el bombardeo de Tokio del pasado marzo. Trescientas su-perfortalezas volantes dejaron caer setecientas mil M29. ¿Habéis oído hablar alguna vez de ellas? Supongo que no están en vuestra línea de trabajo. Las M29 son un tipo experimental de bomba que contiene una mezcla de gelatina inflamable y gasolina (1). Se produjeron una serie de explosiones y de violentos incendios.
Porter señaló los restos de lo que parecía ser un par de ennegrecidas columnas.
-El templo fue construido en el siglo xvn. Desde entonces, había sobrevivido a toda clase de desastres naturales, incluyendo violentos terremotos y el gran incendio de 1923. Las M29 se encargaron de eso.
"En total, casi doscientos mil japoneses murieron en el bombardeo. Es decir, unos sesenta o setenta mil más de los que calculamos que murieron, y que morirán, a consecuencia de la explosión atómica de Hiroshima.
(1) La primera utilización experimental del napalm.
Los japoneses enterraron a sus muertos. Pero se les había encomendado una tarea: olvidar la calamidad de la guerra, apartar el rostro de los errores del pasado y comenzar una nueva vida. Edificar un futuro sobre las cenizas de lo viejo.
Al general Douglas MacArthur se le había encomendado también una tarea, la de "reorientar" al nuevo Japón. Este concepto estaba tomado directamente de un memorando del despacho del presidente Truman. Significaba no sólo volver a poner en pie la economía del Japón, sino asegurarse de que ese pie caminara por el sendero de la rectitud..., al estilo americano. Esto se conocía oficialmente como la democratización del Japón. Incluía una nueva constitución, descentralización del altamente centralizado Gobierno japonés y el fin del militarismo, con disolución del enorme zaibatsu -los conglomerados industriales de propiedad familiar que tanto poder ostentaban en el Japón anterior a la guerra-, así como una purga inmediata de criminales de guerra y de elementos izquierdistas conocidos y sospechados para su exclusión de los sectores públicos y privados.
La Dieta, o Parlamento japonés, controlada por Tojo, fue "liberada" de sus miembros militaristas. Todos los días, Philip y Joñas esperaban enterarse del comienzo de las rumoreadas purgas en toda la jerarquía del zaibatsu. Pero nada sucedió.
Hasta que una mañana fueron llamados al despacho del coronel Silvers. Como de costumbre, los recibió David Turner, ayudante administrativo de Silvers. Turner era un hombre de aproximadamente su misma edad. Era alto, delgado, con gafas y rostro ascético y atractivo. Las mujeres parecían encontrarle caris-mático, pues Philip le había visto con frecuencia salir con una amplia variedad de miembros de las fuerzas auxiliares femeninas o personal administrativo femenino del CIG. A diferencia de otros agentes solteros del CIG, prefería las mujeres americanas al asombroso despliegue de muchachas japonesas disponibles en los clubes nocturnos de Tokio.
Intercambiaron saludos con Turner, pero con notoria frialdad, ya que Philip y Joñas sentían el innato desprecio del hombre de acción hacia los chupatintas de oficina, que carecían de valor para poner a prueba su temple en el combate.
Turner los hizo pasar al despacho de Silvers y luego cerró la puerta a su espalda, dejando a solas a los tres hombres. Tomaron asiento en las sillas de duro respaldo situadas ante la mesa de Silvers, y éste les entregó unas carpetas de documentos cifrados. Durante la guerra, el OSS había sido una organización en la sombra. Ésa era una de las principales razones por las que había te- nido tanto éxito. Ahora, en tiempo de paz, había una urgente necesidad de ampliar e intensificar esas sombras.
-Los zaibatsu -dijo Silvers- poseen todavía una cantidad enorme de poder. Eso no es sorprendente, ya que son los tradicionales conglomerados industriales poseídos y manejados por las familias más influyentes del Japón.
oSegún mis informaciones, los japoneses pasaron mucho tiempo reelaborando libros diarios, facturas, borradores y memorandos. Mientras nosotros estábamos ocupados en ajustar las clavijas de la ocupación, su burocracia se dedicaba a hacer desaparecer las pruebas incriminatorias contra sus militaristas más importantes.
"Naturalmente, no tenemos ninguna prueba de ello. Pero el resultado es que realizaron un trabajo tan bueno, que el tribunal de crímenes de guerra no puede tocar a muchos de los peores industriales que estuvieron dirigiendo la fabricación de municiones y estimulando el esfuerzo bélico.
"Por consiguiente, es a menudo... difícil, si no totalmente desaconsejable, que el tribunal de crímenes de guerra actúe contra ciertos altos miembros de los zaibatsu. Como pueden ver en las carpetas, hay un cierto número de influyentes personas pertenecientes a este sector de la sociedad japonesa que deben ser eliminadas. Ni nosotros ni los japoneses podemos tolerar la existencia de criminales de guerra en esta nueva sociedad que el presidente nos ha encargado construir en Japón, ni siquiera la de aquellos contra quienes no puede actuar el tribunal de crímenes de guerra.
Silvers sacó una pipa y una bolsita de cuero.
-A veces, el proceso democrático necesita un poco de, bueno, de ayuda no convencional. -Descorrió la cremallera que cerraba la bolsita-. Esos individuos no pueden ser despachados de la manera pública y aceptada que respeta los procedimientos legales. Es decir, el tribunal de crímenes de guerra nada puede hacer contra ellos.
Rellenó la pipa con tabaco que había sacado de la bolsita y la encendió.
-Ahí es donde entran ustedes dos. Eliminarán cada uno de los objetivos detallados en esas carpetas y harán que la operación parezca un accidente.
Philip reflexionó sobre esto.
-¿Puedo preguntar por qué el tribunal de crímenes de guerra no puede actuar contra esos hombres? Si son criminales de guerra merecen ser sometidos a la acción de la justicia.
-Puede preguntarlo -respondió Silvers, mirando al techo.
-Seamos creativos -dijo Joñas-. Imaginemos la más banal de las razones. En esta clase de burocracia, eso tendría sentido. Los hombres que figuran en estos documentos tienen todavía demasiada influencia en el seno del Gobierno, O saben cosas sobre nosotros que no queremos que se divulguen.
Philip hojeó los documentos.
-Arisawa Yamamoto, Shigeo Nakajima, Zen Godo. -Levantó la vista-. Lo que me gustaría saber -dijo- es corno se identificaron esos objetivos..., si, como usted ha dicho, determinados elementos integrados en la burocracia japonesa realizaron un trabajo tan concienzudo y perfecto, destruyendo las pruebas de los crímenes de guerra cometidos por esos hombres.
El coronel Silvers dio una chupada a su pipa. Parecía inmoderadamente fascinado por la telaraña de grietas existente en el techo.
-Limítense a ejecutar la orden -dijo secamente-. De la manera expresada.
Philip tenía que agradecerle al CIG su matrimonio. Conoció a Lillian Hadley en Tokio.
Sucedió un día de finales de diciembre de 1946. Él y Joñas llevaban poco más de un mes en Japón. Había estado lloviendo toda la tarde. La compañía USO iba a celebrar una función de Navidad para las fuerzas americanas que ocupaban la ciudad. Para la hora del espectáculo, el cielo se había despejado y se había congregado una gran multitud.
Esa noche vio Philip por primera vez a Lilian Hadley: iluminada por el reflector, con el micrófono en una mano y respaldada por una banda de dieciséis músicos. Es difícil expresar el profundo efecto que Lillian le causó. Aunque tenía una voz vibrante, no era, sin embargo, nada extraordinario, lo cual contrastaba fuertemente con el aura que la envolvía. Su gran don era actuar para la multitud. Evidentemente, adoraba ser el centro de atención de veinte mil soldados. Se manifestaba en la forma en que cantaba para ellos, en la forma en que se inclinaba, estrechando primero la mano de este soldado, rozando luego la mejilla de aquél. Era plenamente americana, el prototipo de la chica de al lado que aparecía en las portadas de las revistas. En resumen, les recordaba el hogar, y la amaban.
Y también Philip. De pronto, al verla allí arriba, recordó dónde estaba y cuánto tiempo llevaba lejos, no sólo del hogar -de su casa, de su ciudad, de su país-, sino de todo cuanto poseía una apariencia de normalidad. Viéndola, se sintió invadido por la poderosa nostalgia que le hace al expatriado llorar sobre su whisky y enzarzarse en peleas sin motivo suficiente.
Cuando el concierto terminó, Philip se encontró dirigiéndose a la trasera del escenario. Sus credenciales del CIG fueron más que suficientes para permitirle atravesar la falange de guardianes.
Una vez detrás del escenario, entre gentes que pasaban apresuradamente, maquilladas y ataviadas con vistosos trajes, entre camiones y baterías de luces, serpenteantes cables y estuches de instrumentos, se quedó sin saber muy bien qué hacer, hasta que vio a Lillian.
Ella estaba de pie, sola, con aire sosegado, casi regio, tomando café en un vaso de papel, absorbiendo pensativa el controlado caos que la rodeaba. Le recordó una reina de bienvenida en la Universidad, ese inalcanzable personaje de rostro y cuerpo perfectos que sonríe con dulzura mientras todos los libidinosos hombres la desnudan mentalmente. Había visto una escena así en el cine. Philip, naturalmente, nunca había ido a la Universidad. La granja se había encargado de ello. Pero eso no le había impedido instruirse. Siempre había sido un lector voraz, pues la lectura, como el soñar despierto, poseía esa cualidad maravillosamente única de permitirle a uno escapar a un mundo completamente nuevo.
Sin plena conciencia de lo que hacía, Philip fue hasta Lillian y se presentó.
Ella rió con sus chistes, se sintió complacida por sus cumplidos, habló al principio con timidez y más abiertamente luego. Al cabo de un rato, Philip se dio cuenta de lo solitaria y apartada de todo cuanto amaba que ella, se encontraba. Era la clase de chica que uno siempre deseaba llevar al club local después de la sesión de cine del sábado por la noche, para presumir delante de los amigos.
El tiempo demostraría que Lillian Hadley envejecería bien y -más importante aún quizá- graciosamente. Pero en aquellos tiempos era absolutamente extraordinaria. Su padre era Sam Hadley, un teniente general del Estado Mayor personal de MacArthur, que tenía una conocida reputación de estricto ordenancista de la escuela de George Patton. Hadley era un brillante oficial de carrera, capaz de tomar decisiones rápidas en las circunstancias más angustiosas. Era el mismo general Hadley que había presionado para la creación del CIG. Era uno de los creadores de la estrategia de alto nivel en Japón. Algunos decían, incluso, que el presidente confiaba en el general Hadley más que en ninguna otra persona para formular la política a largo plazo en el Lejano Oriente.
Pasaron la velada juntos, hablando y mirándose mutuamente a los ojos. A menudo, él veía en su rostro todo lo que había ama- do -y de lo que había huido- en las ondulantes colinas de la Pennsylvania occidental. Era como si pudiese definir sus facciones por el minúsculo bar de su ciudad natal que aplacaba su sed en las tardes del polvoriento verano, la escuela de madera roja en que había aprendido a leer y escribir, el melodioso repicar de las campanas de la iglesia a la que él y su padre iban los domingos por la mañana para rezar y dar gracias. Para él, esta muchacha plenamente americana encarnaba todo lo que de maravilloso hubo en su infancia, sin nada del sombrío bagaje que le había hecho huir de allí. Así que quizá no era sorprendente que confundiese esta intensa nostalgia con el amor.
-A veces -dijo ella-, echo tanto de menos a mis hermanos que siento como si no pudiera respirar.
-¿Están muy lejos de aquí? -preguntó Philip.
Lillian mirando a las estrellas, su patio de juegos privado. Llorando en silencio.
-¿Qué ocurrió? -preguntó él, suavemente.
Por unos momentos, Philip pensó que no le había oído.
-Mis hermanos -dijo, con voz tan tenue que el viento arrebató sus palabras- murieron en la guerra. Jason estaba en Anzio, en la playa. No creo que llegara siquiera a pisar tierra firme europea.
"Billy era comandante de tanques. En la división de Patton, nada menos. Padre estaba muy orgulloso de él. Durante meses y meses no hizo más que hablar de Billy. Bueno, Patton siempre era noticia, después de todo. Y adonde Patton iba, iba también Billy.
"Hizo todo el camino hasta Pilsen. Allí, una mina alemana destrozó su tanque y su vientre.
Temblaba ligeramente, y Philip la rodeó con sus brazos.
-Todavía odio esta guerra, aunque haya terminado -dijo Lillian-, Fue cruel e inhumana. Los seres humanos no fueron creados para soportar semejante dolor.
"No -pensó Philip con tristeza-, al contrario. Los seres humanos guerrean alegremente una y otra vez, sin aprender nada de la Historia, porque ambicionan el poder por encima de cualquier otra cosa. Y el poder, por definición, significa la esclavización de otros.”
-Eran tan jóvenes -dijo Lillian-, tan puros y valientes...
Philip nunca había conocido una mujer que llenara de tal modo sus ojos y su corazón. No podía dejar de pensar en ella. Ni quería. Deseaba abrazarla, tocarla, besarla. Se sentía sumergido en su belleza.
Hasta mucho más tarde no descubrió cuánto despreciaba ella al Japón y los japoneses. Pero entonces era demasiado tarde.
En el otoño de 1946, habían cesado finalmente las ayudas económicas americanas al Japón. Como habían estado apuntalando la tambaleante economía de posguerra, ésta empezó inmediatamente a desmoronarse.
Corrió una ráfaga de pánico entre los altos ministros, que preveían que para marzo de 1947 la economía japonesa quedaría completamente paralizada. Las ayudas económicas habían cesado en un momento en que las reservas de mercancías eran virtualmente nulas, en que las importaciones eran casi inexistentes, en que el país se enfrentaba a una terrible escasez de carbón. En resumen, el Japón no produciría nada porque no habría materias primas con las que fabricar productos.
Dos semanas antes de que las fuerzas de ocupación celebrasen el día de Acción de Gracias, el primer ministro Shigeru Yoshida había formado un grupo de, expertos compuesto de altos ministros, con la misión de idear una forma de salir de la crisis.
De los seis hombres que integraban el Comité del Carbón, todos menos uno pertenecían o al Ministerio de Industria y Comercia -desde su creación en 1925, el más poderoso e influyente de todos los Ministerios de la burocracia japonesa- o al Ministerio de Asuntos Exteriores, y poseían una licenciatura en Ciencias Económicas. La excepción era un hombre llamado Zen Godo. Había sido nombrado recientemente vicepresidente del Banco de Japón y era, con mucho, el más joven del sexteto.
Sin embargo, fue Godo quien formuló la idea, adoptada y respaldada por el comité, de priorizar sectores de la economía para promover una producción específica de "alta velocidad". Sin este gran salto hacia delante, razonaba, no tardaría en desaparecer toda posibilidad de un nuevo Japón que sustentara a su pueblo.
Godo había recibido la mejor educación imaginable. Se había graduado con el número uno de su promoción por Todai, Universidad de Tokio, la institución docente más prestigiosa del Japón. En 1939 había ingresado en el Ministerio del Interior, juntamente con otros cincuenta y seis abogados recién graduados. Ahí, sin embargo, es donde sus carreras burocráticas divergían de las que siguieron los otros aproximadamente mil, recién llegados a los diversos Ministerios.
Godo y los otros elegidos recibieron un adiestramiento muy especial. Para 1941, todos ocupaban sus respectivos puestos por todo el país. El puesto de Godo se hallaba en el Consejo de la Policía Metropolitana de Tokio.
Finalmente, según los documentos que Silvers había facilitado a Philip y Joñas, Godo fue nombrado jefe del Tokko -Policía de control del pensamiento- de la ciudad. Tokko tenía la misión de investigar a todos los elementos antimilitaristas existentes en el país que pudieran sabotear o socavar de alguna manera el denodado esfuerzo bélico. Esto se refería principalmente a comunistas y simpatizantes de los comunistas.
Debido a la naturaleza de su trabajo, los funcionarios del Tokko disfrutaban de privilegios casi ilimitados. Podían hacer virtualmente lo que les diera la gana en todo el país. Sus superiores lo eran sólo nominalmente. Un agente del Tokko no podía ser despedido ni aun sancionado por su superior. De hecho, como el agente del Tokko era nombrado desde Tokio, su superior se hallaba obligado a seguir sus instrucciones.
Los mejores entre los ex agentes del Tokko -como Zen Godo- utilizaron sus contactos internos para prepararse para la rendición del Japón. Así, a diferencia de muchos otros, prosperaron después de la guerra. Como vicepresidente de uno de los tres únicos Bancos centrales, Zen Godo ostentaba un poder casi ilimitado en el Japón de 1946. Fue él quien ayudó a formular la nueva táctica económica: guiados por la política gubernamental, los Bancos centrales realizaban cuantiosos préstamos a empresas concretas para ayudar a su puesta en funcionamiento. Estas empresas adquirieron una tal dependencia respecto de los Bancos que acabaron siendo absorbidas por ellos. Muy pronto, estos Bancos centrales se convertirían en los núcleos de los sucesores de los tai-batsu, los tradicionales conglomerados de propiedad familiar. Ellos mismos dirigirían konzerns dedicados a diversas actividades comerciales e industriales, todas ellas dentro de los sectores más rentables de la naciente y triunfal economía de la posguerra.
Zen Godo era también uno de los principales practicantes de kanryodo, el arte de ser un burócrata. El kanryodo no era menos difícil de dominar que el aikido, el arte del combate cuerpo a cuerpo, o el kendo, el arte de luchar a espada.
Sólo los japoneses hubieran podido tener la idea de elevar una ocupación tan pedestre a la categoría de arte. Y, en consecuencia, el burócrata fue para el nuevo Japón lo que el samurai había sido para el Japón antiguo. Irónicamente, el surgimiento del burócrata fue fruto de la ocupación femenina. Al desmantelar el Ejército y mutilar gravemente el zaibatsu, el general MacArthur había dejado un vacío de poder de tal magnitud que no podía mantenerse por mucho tiempo.
Como sector de la nación designado para reconstruir el Japón, la burocracia pasó de forma natural a ocupar ese vacío, aprovechando todas las oportunidades que se le presentaban.
Zen Godo había leído la noticia de la muerte de Arisawa Ya-mamoto y se había sentido consternado. Aunque los periódicos consideraban como un accidente la muerte de Yamamoto, había algo en las circunstancias en que se había producido que preocupaba a Godo. Había sido amigo e íntimo colaborador de Yamamoto desde los viejos tiempos. Yamamoto había sido el director de la compañía aeronáutica que llevaba su nombre. Ésta, juntamente con "Nakajima Aicraft", fabricaba los motores de los aviones "Zero". La compañía le había hecho ganar una fortuna a Yamamoto durante la guerra. Pero tanto él como Zen Godo, no sentían ninguna animosidad hacia los americanos. Ellos figuraban entre los pocos que habían comprendido la insensatez que constituía la entrada en guerra de su país. En la superficie cumplieron con su deber hacia su emperador porque para unos hombres como ellos no era posible un comportamiento distinto. Pero en el fondo de su corazón acogieron con agrado el final del conflicto. Ahora todo lo que querían era aplicarse a la reconstrucción del Japón.
Hacía sólo una semana, Yamamoto se había entrevistado con Godo y le había contado su plan para entregar a los americanos la tecnología para un nuevo tipo de motor a reacción en el cual sus ingenieros habían estado trabajando durante los últimos meses de la guerra.
Ahora Yamamoto estaba muerto. Atropellado por un camión, informaban los periódicos. Pero Zen Godo no creía lo que decían los periódicos. El momento era demasiado oportuno para los enemigos de Yamamoto, y los enemigos de Yamamoto eran también enemigos de Zen Godo. Estaban presentes en muchos sectores, se hallaban soberbiamente organizados y eran diligentes en sus malévolas maquinaciones. A Zen Godo le convenía, pues, ser cauto. Y averiguar la verdadera causa de la muerte de su amigo.
En consecuencia, Zen Godo mandó llamar a su hija.
Michiko estaba recién casada con el hijo mayor de Arisawa Yamamoto, Nobuo. Era un matrimonio concertado por ambos padres. Zen Godo consideraba este matrimonio como su futuro. Nobuo era brillante, presentable y razonablemente atractivo. Y, mucho más importante, era el primogénito y, por consiguiente, heredaría la compañía a la muerte de su padre.
Godo consideraba a Nobuo una pareja perfecta para Michiko, que, aunque hermosa, estaba poseída por una naturaleza perversa y vehemente, que Godo estimaba en privado que era irredimible. Nobuo era mayor que ella, más maduro. Con una personalidad como la de Michiko, solía pensar a menudo Godo, ¿qué joven en su sano juicio se arriesgaría a cortejarla?
Los dos hombres habían hablado de la unión física de sus familias en forma semejante a como dos empresarios discutirían una importante fusión comercial. Finalmente, habían llegado a un acuerdo sobre las condiciones, y se había consumado el matrimonio. Esto había sido seis meses atrás. Ahora Michiko y Nobuo estaban juntos, aunque Godo no tenía ni idea de con qué grado de éxito. Poco después de la boda, la pareja se había trasladado a Kobe, ya que en sus proximidades había fábricas cuya supervisión le había sido encomendada a Nobuo. La compañía se encontraba en proceso de reconversión a la fabricación de maquinaria de industria pesada. La familia se proponía estar en la primera línea de la reconstrucción del Japón. A tal fin, formaron sociedad con "Industrias Pesadas Kanagawa".
Todo parecía ir sobre ruedas. Hasta que Arisawa Yamamoto murió. Atropellado por un camión que se dio a la fuga.
-Michiko -dijo Zen Godo a su hija-, sospecho que estamos siendo atacados por nuestros enemigos. Por consiguiente, debo conocer las verdaderas circunstancias de la muerte de tu suegro.
Michiko, arrodillándose con filial piedad ante su padre, inclinó la cabeza.
-Siempre has sido mi fuerte brazo derecho. Atribuyo a tu ingenio muchos de mis éxitos en el mundo de los negocios. Tú has explorado para mí los secretos de esta ciudad de la forma en que sólo una mujer podría conseguirlo. Ahora me temo que nuestros enemigos han empezado a moverse contra nosotros. Soy una figura demasiado pública como para tomar abiertamente medidas al respecto. No puedo permitirme atraer sobre mí la atención de nuestros enemigos ni de los americanos.
"Sólo puedo recurrir a ti.
Zen Godo no podía soportar mencionar el nombre de su hija Okichi, que se había separado de ellos para siempre.
-Si Arisawa Yamamoto fue asesinado -dijo Michiko-, yo encontraré a los que le mataron. ¿Qué quieres que haga cuando descubra sus identidades?
Zen Godo permaneció largo rato sin responder. Estaba meditando la naturaleza de la venganza.
La noche en que Philip se declaró a Lillian, ella estaba cantando. Inundada de luz, llevaba al público -compuesto en su mayoría por muchachos de no más de dieciocho años- a una especie de éxtasis. Lo que ella les daba era más que sex-appeal. Era completamente natural y, por lo tanto, en extremo poderoso. Ellos la miraban arrobados, sin entender realmente lo que estaban oyendo. Eso no importaba. Ella recordaba a los muchachos el hogar. Y no tenía miedo de acercarse a ellos.
Con Philip era muy diferente. Había intentado varias veces hacer el amor con Lillian, pero, aunque él era dulce, atento y amoroso, ella siempre se había opuesto. Aunque se pasaban horas abrazados, besándose y acariciándose, susurrando expresiones tiernas.
-Nunca he estado con un hombre -dijo ella-,-de... esa manera. -Apoyó la cabeza contra su pecho-. Quiero que sea algo especial. Muy especial.
-¿No es especial lo que sentimos el uno por el otro?
-Oh, sí -respondió ella-. Sí. Es lo que siempre soñé... De niña, soñaba en cómo sería. Ninguno de mis demás sueños se ha hecho realidad, Phil. Ésta es mi última oportunidad. Quiero que sea como imaginaba que sería. -Sus pestañas estaban húmedas-. Tú eres el primer hombre que..., creo que tú podrías hacerme renunciar al sueño. Si insistieras.
Le abrazó con fuerza. No era su voz, sino algo mucho más elemental lo que le hablaba, diciendo: "Pero te ruego que no lo hagas. Por favor.”
No lo hizo.
Pero le pidió que se casara con él. Que era, naturalmente, lo que ella había deseado desde el principio.
Zen Godo había tenido tres hijos de su difunta esposa. Ahora sólo uno de ellos, Michiko, vivía. No podía soportar pensar en su otra hija, Okichi. Tetsu, su único hijo varón, había creído fervientemente en la guerra. La había visto como un viento divino del que su patria emergería en poderoso esplendor.
A este fin se había entregado patriótica y generosamente durante tres años como piloto kamikaze. Zen Godo llevaba consigo el poema de la muerte del muchacho:
Los capullos de cerezas silvestres de Yamato Cuando caen Pueden deslumhrar al propio Cielo Yamato era un antiguo nombre poético del Japón. Era también el nombre de la unidad del Tokkotai, la fuerza especial de ataque a la que había sido destinado Tetsu. Tenía veintidós años cuando murió.
Tetsu había creído en los shokokumin, los hijos de la nueva generación. ¿No le había citado a Zen Godo lo que había escrito el héroe de guerra vicealmirante Onishi de que "la pureza de la juventud precederá al viento divino"? Tetsu había sido imbuido del yamato dama shii, el intenso espíritu japonés. En los últimos días de la guerra, cuando la desesperación llenaba el aire casi tan densamente como las bombas americanas, se daba por supuesto que el yamato dama shii lograría la victoria donde armas y hombres no la podían obtener.
Ante las tumbas de sus familiares, Zen Godo encendió los pebetes y recitó respetuosamente las oraciones de los muertos, conociendo el tormento de las falsas creencias.
Cuando Zen Godo recordó la futilidad final y el comportamiento obsesivo que definía al yamato dama shii, pensó automáticamente en Kozo Shiina. Shiina era a la sazón el poderoso ministro del MIC, el Ministerio de Industria y Comercio, que, mediante sus maniobras, había emergido como la más influyente burocracia del Japón de la posguerra. Shiina estaba también en el corazón de un oscuro y mortal grupo de ministros.
Shiina trabajaba diligentemente -casi megalómanamente podría decirse- en la tarea de pulir la nueva imagen del MIC. Se había rodeado calculadoramente de los ministros de aprovisionamientos durante la guerra. Estos hombres eran, como él, ex oficiales del Ejército de alta graduación. Sin embargo, Shiina se había encargado personalmente de que su expediente y los de ellos fuesen alterados durante la primera semana de la ocupación, cuando reinaba el caos en Tokio. Ahora, estos hombres estaban fuera del alcance del tribunal de crímenes de guerra o de cualquier otro. Estaban también en deuda con Shiina para siempre.
Los japoneses habían aprendido de su terrible humillación a manos de las fuerzas de ocupación. En particular Shiina, que estaba tan resentido por el hecho de que se le forzara a admitir la constitución de MacArthur, que decidió hacérselo pagar a los americanos.
En el MIC, había sido idea de Shiina empezar a emplear principio y práctica. Tatemae y honne. Esto significaba que dentro de la burocracia japonesa actuarían simultáneamente dos direcciones. Tatemae, principio, sería utilizado al discutir la política con las fuerzas de ocupación. Honne, la práctica -es decir, la realización material de esas políticas-, concertada entre los propios ministros japoneses, sería otra cosa.
El éxito de tatemae y honne fue incalculable.. Confirió a Shiina una talla que no había alcanzado ni aun en los momentos culminantes de la guerra. Sin embargo, debido a la humillante derrota del Japón, y al aborrecimiento que Shiina sentía hacia la ocupación, esta victoria le proporcionó sólo una moderada satisfacción emocional.
Philip trabajaba sólo de noche. Esto se habla convertido ya en una especie de característica personal. En cualquier caso, así era como se le había adiestrado, como trabajaba mejor.
Joñas era el planificador, la araña que entretejía las redes de intrincado diseño. Philip refinaba los planes, extrayéndolos del campo de la teoría, haciéndolos viables en un plano físico y llevándolos luego a la práctica. Juntos, formaban un equipo formidable.
Joñas había elegido una noche antes de que saliera la luna nueva. Pero esa noche resultó demasiado despejada, por lo que Philip esperó a que la atmósfera se tornase densa y neblinosa. Dos noches después, hasta los faros del coche parecían incapaces de horadar las tinieblas.
Había todavía muchos faroles apagados en Tokio, incluso en sectores en que subsistían casas no dañadas por las bombas. Los parques, naturalmente, eran bolsas de negrura impenetrable.
Shigeo Nakajima era el segundo objetivo señalado en sus órdenes. Arisawa Yamamoto había sido el primero. Philip había conducido el camión que le atropello. Conforme a la información que Silvers les había proporcionado, Yamamoto había dirigido un campo de prisioneros de guerra en Mindanao, en el que se había dado una tasa de mortalidad extraordinariamente elevada. Yamamoto acostumbraba humillar físicamente a los prisioneros. Los que no podían soportarlo eran fusilados. Los que podían eran torturados.
Shigeo Nakajima estaba acusado de haber mandado un batallón de soldados en la batalla de Okinawa, y de ordenar a sus subordinados profanar los cadáveres enemigos. Los heridos fueron sumariamente ejecutados. Los cadáveres fueron despojados de todas sus armas y sus objetos de valor y, como ejemplo para quienes los encontrasen, fueron después castrados.
Los expedientes de estos dos hombres eran absolutamente condenatorios; en ellos se acumulaban hechos y más hechos cuya descripción revolvía el estómago: "Éstos no son hombres -le había dicho Joñas a Philip en un momento determinado-. Son monstruos.”
Pero las pruebas eran tan abundantes y estaban tan extraordinariamente detalladas, que a Philip le costaba creer íntimamente que toda aquella información hubiera podido ser tan completamente ocultada. Él había llevado a cabo la primera eliminación acosado por las dudas. Había algo que no encajaba. Ahora, al comenzar la segunda misión, sentía aflorar otra vez esas dudas, más insistentemente.
Entrar no fue ningún problema. Dejó sus zapatos mojados afuera, en el porche. Un gesto irónicamente cortés. Las esterillas tatami eran para pies descalzos o protegidos sólo con tabi.
Philip llevaba tabi, los funcionales calcetines japoneses que separaban el dedo gordo de los otros para facilitar los movimientos. Era concebible que la grasa de la planta del pie pudiera dejar una huella en las esterillas de caña.
Philip descorrió la puerta de papel de arroz que daba acceso al dormitorio de Nakajima. Colocó cuidadosamente un pie delante del otro. El tabi le permitía tantear con los dedos de los pies, así como realizar la función de presa si era necesario. La oscuridad de la habitación se hallaba mitigada por los biombos shoji que daban a uno de los jardines. Nakajima solía dejar allí unas pequeñas velas votivas encendidas para que los espíritus de sus familiares no se extraviaran si acudían a visitarle durante la noche.
Pero era otro espíritu quien había llegado.
La iluminación de las pequeñas llamas quedaba difuminada por efecto de los biombos de papel de arroz. Philip vio a Nakajima dormido bajo la colcha. Se deslizó sobre el tatami hasta situarse detrás de la cabeza del hombre. Se arrodilló.
Nakajima estaba tendido de espaldas. Philip se inclinó y dobló la colcha de algodón hasta triplicar su grosor. Luego, la levantó con cuidado hasta que la parte doblada quedó directamente sobre el rostro de Nakajima, vuelto hacia arriba.
Luego, se incorporó y apretó la colcha contra su rostro. Con rápido movimiento, utilizó las rodillas para sujetarla a ambos lados de la cabeza del japonés. Conservó las manos libres mientras Nakajima exhalaba un sofocado grito. Su torso empezó a arquearse hacia arriba. Detenido por la presión de la colcha.
Philip se aplicó a su tarea mientras los movimientos de Nakajima se hacían más intensos. Las manos del japonés se deslizaron sobre el tatami como si buscaran algo de gran valor. ¿Un arma, quizá? Philip bajó la vista. No. Una hoja de papel. Volvió a prestar atención a su tarea.
Las piernas de Nakajima se agitaban violentamente ahora, y sus talones golpeaban contra las elásticas esteras de paja. Su cuerpo se tensaba y convulsionaba en desesperadas sacudidas. Nakajima no abandonaba fácilmente su asidero a la vida.
Philip ejerció la presión final. Los dedos de Nakajima arrugaron el papel que sostenían. Luego, lentamente, el brazo cayó. Philip retiró la doblada colcha y miró los ojos inmóviles.
Cuidadosamente, desdobló la colcha y volvió a colocarla tal como la había encontrado. Se disponía a marcharse, cuando su mirada volvió a posarse en el papel que sujetaba la mano de Na-kajima. ¿Por qué había parecido tan vital aquel papel en el momento de la muerte? Era como si tratase de protegerlo..., o de destruirlo.
Philip se agachó y cogió el papel de los cada vez más rígidos dedos. Se acercó a los biombos y se sirvió de la luz de las velas para leer la caligrafía.
Era una carta. Philip la leyó dos veces seguidas, sin detenerse. Sintió una helada opresión en el vientre. Todas las incipientes dudas acerca de la orden que él y Joñas habían recibido súbitamente se aclararon. Y pensó: "Santo Dios, ¿qué he hecho?”
Con una creciente sensación de urgencia, se metió la carta en el bolsillo y, mientras una chotacabras lanzaba su llamada nocturna, desapareció de la casa.
Sólo quedaban las velas votivas, con sus vacilantes llamas proyectando fantásticas sombras sobre los biombos de papel de arroz.
Philip y Lillian se casaron al día siguiente. Era un día fresco y despejado; un fuerte viento del Norte había barrido la niebla de la noche anterior. La brisa que soplaba desde el Sumida olía a pino y a ceniza..., como el Japón, un símbolo de lo nuevo y de lo antiguo.
Lillian vestía un traje sastre color ciruela. Un verdadero vestido de novia era algo completamente descartado, ya que no había posibilidad ninguna de encontrar encajes y tafetán. Pero llevaba un sombrero con un velo que le cubría la mitad superior de la cara, mientras caminaba por el pasillo central del brazo de su padre.
El general Hadley, un hombre corpulento y atractivo, de plateado bigote y mejillas sonrosadas, estaba elegante a más no poder con su uniforme de gala. Sus zapatos estaban tan brillantes que Philip tenía la seguridad de que podría haberlos utilizado como espejo para anudarse la corbata.
La esposa del general, una mujercita menuda, pulcra y de carácter retraído, lloró cuando Lillian dio el "sí". El general se hallaba sentado junto a su mujer en la primera fila, con las enguantadas manos apoyadas sobre el regazo, inmóvil como una estatua. Si la ceremonia le afectaba de alguna manera, no lo demostraba.
Pero en la recepción que siguió estrechó vigorosamente la mano de Philip y dijo:
-Enhorabuena, hijo. Eres una excelente adición a la familia. -La expresión del rostro de Philip le hizo reír-. ¿No creerás que no te hice investigar cuando supe que salías con mi hija? Diablos, me he informado sobre ti tan a fondo que puedo decir la frecuencia con que te lavas los calzoncillos.
Se llevó a Philip a un rincón y bajó la voz.
-Tú y tu amigo Joñas Sammartin hicisteis un trabajo excelente para nosotros en el Pacífico. Y continuáis realizando un servicio muy necesario para vuestro país aquí, en el Japón. Claro que conozco vuestra actividad actual. No vais a obtener mucho reconocimiento público por ello, así que quiero que sepas que tu trabajo es apreciado.
-Gracias, señor -respondió Philip. Podía ver a Lillian, con su madre al lado, en medio de un grupo de personas que la felicitaban. A su regreso de la casa de Nakajima, le había sido imposible dormir. Había debatido consigo mismo si debía enseñarle o no la carta a Joñas. Dos veces había descolgado el teléfono para llamar a su amigo, pero las dos veces habla decidido no hacerlo. Joñas era inteligente de un modo que Philip nunca podría esperar ser. Pero era, de pies a cabeza, un hombre de West Point. Obedecía las órdenes al pie de la letra. Muchas veces había reprendido a Philip por saltarse -o infringir- las reglas a las cuales él ajustaba su vida.
"Maldita sea, Phil, el mundo no puede funcionar sin orden -había dicho Joñas muchas veces-. Las reglas tienen que ser obedecidas por encima de todo. A veces pienso que eres una amenaza para los servicios armados." Luego, sonreía y decía: "Creo que nunca aprenderás.”
Pero esos episodios de infracción de normas habían sido de poca importancia. Por lo que a Philip se refería, no eran sino el inofensivo resultado de su libertad de espíritu. Esto era totalmente diferente. Si lo que Philip sospechaba era cierto, entonces todo lo que él y Joñas habían hecho en el Japón era una completa mentira. Y, yendo un paso más allá, era imposible decir si el propio coronel Silvers, su comandante en jefe, estaba siendo engañado o si participaba en la falsificación de las informaciones.
Aunque quería a Joñas y confiaba en él, Philip sabía que no podía correr el riesgo de que le pasara esta información a Silvers. Por lo menos, hasta que pudiera averiguar de qué lado éste estaba. Así pues, Philip había decidido conservar para sí mismo la información contenida en la carta de Nakajima.
Pero, ¿cómo actuar por su propia cuenta? Ésa era la cuestión que le obsesionaba. Ahora tenía una idea. Y, quizá, la solución.
-En privado, llámame Sam, hijo. Ahora formas parte de la familia.
-Sí, señor. Bueno, el caso es que, con respecto a mi misión actual, me preguntaba... Siento curiosidad por conocer el origen de los informes sobre mis objetivos. ¿Cree usted que podría averiguarlos para mí?
Hadley cogió un par de copas de champaña de la bandeja de un camarero que pasaba y entregó una a Philip.
-¿Por qué no se lo preguntas a tu comandante en jefe? Silvers es un buen hombre.
-Lo he intentado, señor -respondió Philip-. Pero he tropezado con un muro de piedra.
-Bien, Phil. Llevas en el CIG el tiempo suficiente como para conocer los procedimientos. Sólo se transmite la información estrictamente necesaria. Supongo que Silvers ha tomado esa decisión.
-¿Pero y si los informes que Silvers me está transmitiendo son falsos? -preguntó Philip.
El general Hadley entornó los ojos.
-¿Tienes alguna prueba que respalde esa posibilidad, hijo?
Philip le entregó la carta que había encontrado en la mano de Shigeo Nakajima.
-No entiendo japonés -dijo Hadley, mirándola al revés.
-Es una carta -dijo Philip, enderezándola-. De Nakajima a Arisawa Yamamoto. Habla de un motor a reacción de diseño revolucionario que Yamamoto se disponía a entregarnos. No parece ésa la acción de un criminal de guerra que se oculta de la justicia americana.
El general Hadley tomó un sorbo de champaña y se encogió de hombros.
-Quizá Nakajima iba a utilizarlo como trueque.
-No lo creo -respondió Philip-. En primer lugar, no hay ninguna mención de ello en la carta. -Señaló las líneas verticales de caligrafía-. En segundo, y más importante, Nakajima menciona a Zen Godo, un asociado comercial de él y de Yamamoto. Dice que los tres han sido designados objetivos de algo llamado el Jibán.
Hadley frunció el ceño.
-¿Qué es eso?
-No lo sé -confesó Philip-. Jibán es la palabra japonesa que designa a un aparato político local. Yo diría que es un grupo de alguna especie.
-¿Y sospechas que ese grupo, ese Jibán, puede haber filtrado los informes que han condenado a Yamamoto y Nakajima?
Philip asintió con la cabeza.
-Lo que creo ahora es que Yamamoto, Nakajima y Godo no son los criminales de guerra que los informes que Silvers nos dio nos habían hecho creer. Más bien está empezando a parecer como si esos tres hombres fuesen enemigos políticos de este Jibán, El Jibán quiere su destrucción y ha encontrado la forma perfecta de conseguirla: utilizar los servicios del CIG, que está resuelto a descubrir criminales de guerra japoneses que se hallan fuera del alcance del tribunal de crímenes de guerra. Es el crimen perfecto: contratar a otros para que maten, haciéndoles creer que realizan una acción justa.
Hadley consideró las ramificaciones de lo que Philip estaba diciendo.
-Yamamoto y Nakajima ya han sido eliminados -dijo al cabo de un rato-. ¿Qué hay de Zen Godo?
-Es el siguiente de nuestra lista -respondió Philip-. Señor, ya tengo dos asesinatos sobre mi conciencia. No puedo soportar un tercero.
-Guarda eso -dijo el general Hadley, señalando la carta de Nakajima. Miró fijamente a Philip-. Dime, ¿por qué no te has dirigido a cualquiera del CIG con esta información?
-Tampoco lo sé realmente -respondió Philip. Había estado pensando en ello toda la noche-. Instinto quizá.
Hadley asintió.
-La confianza es lo que más cuesta de ganar en la vida, ¿eh? -Como antiguo comandante de tropa, sentía un saludable respeto hacia el instinto de un soldado-. Está bien -dijo-, veré si puedo averiguar la fuente de los informes del coronel Silvers. Pero, hasta entonces, tu obligación es llevar a cabo cualquier misión que te encomiende tu comandante en jefe. Quiero que entiendas eso bien.
Luego, sonrió, dio una palmada a Philip en la espalda y levantó su copa en un brindis.
-Ahora, divirtámonos. Por ti y por mi hija. ¡Que seáis siempre felices!
Si Zen Godo creía en algo era en mantenerse siempre con el sol a la espalda, tanto en los negocios como en la batalla. Ésta era una filosofía no sólo figurada, sino literal. Observa bien a tus enemigos, pero no permitas que ellos te vean con claridad. Si tus enemigos no pueden verte bien, no podrán atacar, o, al menos, atacar con éxito.
Esta filosofía se la había enseñado a Zen Godo su padre, un hombre que aparentemente no perdía nunca los estribos ni pronunciaba palabras duras contra nadie. Sin embargo, era un hombre de negocios despiadado, que no se detenía ante nada por lograr los objetivos que se fijaba. Muchos hombres habían muerto arruinados a consecuencia de sus fusiones y compras fulminantes, pero ninguno hablaría mal de él.
Zen Godo, hombre de gran devoción filial, hablaba con su padre todas las semanas. Su deber con el espíritu de su padre, no terminaría hasta que hubiese terminado su propia vida.
En las tumbas de su familia, Godo encendió los pebetes, inclinó la cabeza y rezó las oraciones budistas por los muertos. Tras esperar el lapso de tiempo adecuado, habló a su padre. Quizás era solamente la tranquilidad del lugar lo que le proporcionaba inspiración. Godo no lo creía. Sentía allí la presencia del espíritu de su padre flotando, observando, comentando.
-Padre -dijo Godo, con la cabeza inclinada-, estoy rodeado de enemigos.
Hijo mío -resonó en su cabeza la voz de su padre- da la vuelta a la moneda del éxito y encontrarás un enemigo.
-Padre -dijo Godo-, ya han matado a Yamamoto-san y Na-kajima-san. Ahora tratan de destruirme a mí.
Entonces -rugió la voz de su padre- debes destruirlos a ellos primero.
Casi una semana después de su boda, Philip se reunió con el general Hadley en el austero entorno del templo Meiji Jinja. A su alrededor se extendía el parque Yoyogi, yermo e inhóspito en el seco invierno. El templo, otro de. los innumerables santuarios shintoístas que parecían cercar a Tokio, había sido construido en 1921 en honor del emperador Meiji. Su arquitectura era ecléctica; una extraña pero conmovedora combinación de estilos de Grecia, y el Medio y Lejano Oriente.
-No parecía conveniente que vinieses a mi despacho -dijo Hadley. Habría sido innecesario decir que estaba descartada una entrevista en el cuartel general del CIG-. Caminemos.
Subieron los amplios peldaños de piedra en dirección a la entrada del templo, flanqueada de columnas.
-¿Ha averiguado la fuente de los informes del CIG sobre Yamamoto, Nakajima y Godo? -preguntó Philip.
-Sí -respondió Hadley. Tenía las mejillas sonrosadas, como si recibiera Un masaje facial a diario-. El contacto de Silvers es un hombre llamado David Turner.
Philip esperó un poco, mientras un par de matronas japonesas ataviadas con quimonos negros y amarillos pasaban junto a ellos y entraban en el templo. Llevaban entre las dos una guirnalda de blancas figuras de origami, que depositarían ante la imagen del espíritu del templo para demostrar la sinceridad de sus oraciones.
-David Turner es un chupatintas cuatro-ojos -dijo Philip-. ¿Qué hace un tipo así, ayudante administrativo de Silver, metiendo un dedo en la tarta de la información del CIG? -preguntó-. No tiene sentido.
Hadley se encogió de hombros.
-No lo sé. Como jefe de la sección del CIG en el Lejano Oriente, Silvers es libre de utilizar los métodos de recogida de información que prefiera. Francamente, hijo, a nadie en Washington le importa realmente eso. Están demasiado ocupados tratando de encontrar modos de combatir a Beria y a su NKVD.
Hadley estaba hablando de Laurenty Beria, elegido por Stalin como sucesor de Feliks Dzerjinski, el creador del aparato de información soviético, la NKVD, Narodnyi Komissariat Vnutren-nikh Del, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, que acabaría convirtiéndose en la KGB.
-Creemos que dentro de la NKVD existe un apparata conocido como el KRO. Sospechamos que los funcionarios del KRO tienen a su cargo el adiestramiento de agentes de la NKVD para enviarlos a los Estados Unidos como espías. Hasta el momento, sin embargo, no hemos conseguido persuadir al presidente de la existencia de ese aparato, y mucho menos de que entraña una amenaza inmediata para nuestra seguridad.
El general miró a lo lejos. Al cabo de un momento, continuó:
-El problema estriba en que todavía hay elementos dentro de nuestro Gobierno que siguen viendo a los rusos como heroicos aliados de la guerra. Pero eso no es nada nuevo. Patton y Mac-Arthur llevan años desgañitándose acerca de los soviéticos. Lo malo es que nadie les escuchaba. De todos modos, tuvimos que trabajar con los rusos durante la guerra. Se batieron como auténticos diablos, hay que reconocerlo. Pero en algún momento tenemos que empezar a mirar más allá de eso. No tengo la menor duda de que los rusos ya lo han hecho.
En aquel instante, a Philip le traía sin cuidado la NKVD rusa.
-Si he de realizar algún progreso -dijo-, voy a tener que descubrir las fuentes de información de David Turner.
Hadley miró a Philip.
-Te queda muy poco tiempo. Por lo que he oído, Joñas ha ultimado casi por completo su plan respecto a la misión de Zen Godo. Cuando haya terminado, tendrás que eliminar a Godo.
-¿No puede usted ordenar que se aplace la orden del CIG? -preguntó Philip.
-Negativa, hijo. He hecho todo lo que puedo hacer sin que se me formulen preguntas embarazosas. Hay un límite para lo que puedo entrometerme en los asuntos del CIG.
Philip pensó en las matronas japonesas, caminando como un par de mirlos por el interior del templo. Hubiera deseado tener la fe necesaria para seguirlas, e implorar ayuda a la kami shinto. Tenía ya dos muertes sobre su conciencia, que tal vez fuesen otros tantos errores. No podría afrontar otra.
-Si todavía te preocupa la posibilidad de estar actuando sobre informes falseados -dijo Hadley-, será mejor que te dediques cuanto antes a seguir a Turner. Es la única manera de que puedas averiguar con quién se reúne.
Pero fue a Michiko a quien Philip se dirigió.
Ocurría que Ed Porter, el ayudante del CIG, frecuentaba "Furokan", una casa de baños situada en Chiyoda. Como estaba a sólo dos manzanas del Palacio Imperial y en el centro del distrito en que se encontraba el cuartel general de las fuerzas de ocupación, todos los oficiales americanos de alta graduación iban allí a relajarse.
Les gustaba, porque estaba atendida por mujeres japonesas educadas en los viejos modales tradicionales. Un hombre podía sentirse como un rey a los pocos minutos de ponerse en sus diestras manos.
Porter era uno de los mejores "comedores de loto" del coronel Silvers, según la expresión utilizada en la jerga del CIG para designar a los recogedores de información. Al igual que su comandante en jefe, era agresivo y ligeramente paranoide, dos características que le venían bien en el CIG, organización agresiva y excesivamente paranoide.
Porter encontraba en la casa de baños "Furokan" un tesoro de información. Era allí donde, tres veces a la semana, confirmaba o desechaba los rumores de alto nivel que circulaban por el Ejército.
Michiko también encontró un tesoro en "Furokan". Trabajaba allí dos veces a la semana como doncella de baño. Los clientes de la casa de baños daban por supuesto que ninguna de las empleadas japonesas entendía inglés. Esto era cierto, en general. Michiko constituía la excepción.
Mientras pasaba de un comandante a un teniente coronel, iba recogiendo una selecta información que le había permitido a su padre prosperar espléndidamente en el Tokio de la posguerra.
Michiko no tardó en identificar a Porter. Era el hombre más joven, con mucho, de cuantos acudían a "Furokan", y no tenía la habilidad de actuar como un ayudante. La segunda vez que se fijó en él, Michiko se las arreglo para ser su ayudante de baño. Ya había echado un vistazo en su cartera y se había aprendido de memoria su nombre, graduación, estado, etcétera. Luego, realizó ciertas investigaciones sobre él y descubrió la conexión con el CIG.
Fue a través de Porter como Michiko encontró a Philip. Porter tenía un ego que, como suele ocurrir a la mayoría de los jóvenes, reaccionaba bien a los masajes. A Porter le agradaba ser atendido por una mujer totalmente sumisa. Era como un adicto. Y, como un adicto, siempre ansiaba más. No era sexo lo que quería de Michiko. Al fin y al cabo, eso podía encontrarlo casi en cualquier esquina; no había gran emoción en ello.
Pero hacer que una hermosa mujer le restregara, le untara de aceite, le diera masaje y se ocupara de él como nadie lo había hecho jamás, le llevaba a un lugar situado mucho más allá de sus sueños más descabellados. Sin embargo, no era suficiente. Quería que ella supiera quién era él, lo que hacía, y lo importante que era. Así, todo lo que ella hacía por él adquiría una dimensión enteramente nueva.
Empezó a enseñarle inglés. Esto hacía sonreír en secreto a Michiko. No sólo porque ya dominaba el idioma, sino también porque su arrogancia -la arrogancia que había llegado a considerar característica de todos los americanos- le hacía hablarle con una rapidez y un vocabulario que, si realmente hubiera sido una principiante, le habrían impedido entender la mayoría de las cosas que decía.
No obstante, aprendió mucho. Incluido lo que Philip y Joñas estaban haciendo en Tokio.
Su forma de aproximación a Philip fue totalmente diferente de la que había utilizado con Ed Porter. Pero eso era fundamentalmente consecuencia de haberle encontrado en el templo de Kannon, en Asakusa. Fue un viernes, el quinto día consecutivo que le había seguido hasta allí.
Día tras día, había observado desde lejos a aquel hombre alto y de ojos tristes, preguntándose qué estaría mirando y por qué. Finalmente comprendió que eran los restos del templo lo que le atraía. Y este conocimiento absorbió en cierto modo su propio cinismo hacia él -hacia su herencia americana-, por lo que cuando al fin se encontraron, fue sobre una especie de pie de igualdad que la sobresaltó.
El hecho era que la propia Michiko acudía con frecuencia al devastado templo. Era siempre para rezar. Y para recordar.
-¿Le molesto? -preguntó Philip el día en que se conocieron. Era una mañana húmeda, y las nubes bajas semejaban losas de piedra mojada sujetas al firmamento. La niebla se arremolinaba alrededor de ellos como si brotara del centro de la Tierra.
Él habló en japonés, y también esto la sobresaltó. Bajó la cabeza.
-En absoluto -respondió-. Como todos los japoneses, estoy acostumbrada a estar rodeada de gente.
Él se metió las manos en los bolsillos y encorvó los hombros. La observó por el rabillo del ojo. La luz sin sombras, de una tonalidad gris plomiza, prestaba a sus facciones una calidad radiante. La niebla le envolvía la parte inferior del cuerpo. Era como si ella fuese una extensión de los elementos que la rodeaban, como si encarnara su intemporalidad. La gracia con que se movía y hablaba era completamente natural. A Philip le parecía más una aparición surgida de algún kwaidan, las antiguas leyendas japonesas de temas sobrenaturales, que una mujer de carne y hueso.
-No sé por qué -dijo él-, pero resulta que una y otra vez vengo a este lugar, -El templo de Kannon es muy importante para nosotros -dijo Michiko-. Kannon es la diosa de la piedad.
-¿Por qué viene usted aquí? -preguntó él.
Un japonés jamás haría una pregunta semejante, que podría resultar turbadora.
-Por ninguna razón en especial -dijo ella. Pero le dominaron sus emociones, y, al ver de nuevo el lugar, se sintió abrumada por la angustia de los espíritus que habían muerto allí.
-Está llorando -dijo Philip, volviéndose hacia ella-. ¿Se encuentra bien? ¿He dicho algo que le haya ofendido?
Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar. Un par de chorlitos pasaron veloces sobre sus cabezas, llamándose el uno al otro. Ladró un perro, corriendo hacia el intenso tráfico de vehículos militares que atravesaba las calles a varias manzanas de distancia por detrás de ellos.
-Soplaba un fuerte viento la noche del nueve de marzo.
Michiko se sorprendió de oírse a sí misma hablar. Asombrosamente, se disponía a expresar todas las cosas que durante tantos meses habían permanecido encerradas en su corazón. Atrapadas allí, en la oscuridad, jamás oídas. Y, ahora que había empezado, le era imposible detenerse. ¡No quería! Aquel extranjero 'alto y de ojos tristes se había convertido de alguna manera en su piedra de toque. Precisamente porque era americano, ella no sentía la reticencia a dejar aflorar sus emociones que los japo- neses, criados con tantos miembros de la familia y con sólo unos biombos de papel para separarlos, sentían de forma natural. Su corazón se abría ahora con absoluta sinceridad. Era como si ella estuviera situada fuera de sí misma, observándolos a los dos, inmovilizados como figuras pintadas por un artista en un paisaje desolado.
-Mi hermana, Okichi, volvía presurosamente a casa desde la fábrica en que trabajaba. Ella, como mi hermano, creía en la guerra. No quería aceptar el dinero de mi padre, ni sus consejos. Después de que su marido murió en Okinawa, continuó trabajando largas horas para contribuir al esfuerzo bélico.
"Aquella noche de marzo, comenzaron a aullar las sirenas de la alarma aérea. Los fuertes vientos impulsaron el fuego líquido a través de la ciudad. Okichi estaba en Asakusa y, como muchas otras personas, corrió hacia este templo, buscando seguridad en los brazos de la diosa de la piedad. Sólo encontró la muerte.
Se le había soltado una larga hebra de pelo negro-azulado. Azotó la blanca garganta de Michiko, pero ella la ignoró. Era, pensó Philip, como si algo que ella no fuera capaz de controlar, estuvieran forzándola a hablar.
-Okichi llevaba obedientemente la capa con capucha que el Gobierno japonés había repartido a la población para proteger los oídos del ruido. Desgraciadamente, no era resistente al fuego. Su capucha se incendió bajo la lluvia de chispas y llamas. Y también las mantillas que envolvían a su hijo de seis meses que llevaba sujeto a la espalda.
Jadeaba por efecto de la emoción que la invadía. Su aliento empañaba el frío aire ante su rostro.
-Los enormes y antiguos ginkgos que rodeaban el templo, espléndidos y cargados de frutos en verano, ardían como castillos de fuegos artificiales. La estructura de madera del templo, saturada de sustancias químicas cáusticas, se desplomó sobre las personas que se apiñaban en él, buscando refugio contra el huracán de fuego. Los que no murieron aplastados o asfixiados al escapar el oxígeno del interior, fueron quemados vivos.
El silencio que siguió resonó en los oídos de Philip como una sucesión de etéreos gritos. Mientras Michiko narraba la horrible muerte de su hermana, él había estado mirando la tierra calcinada, las columnas abrasadas, las paredes derrumbadas. Parecía ahora muy diferente de su primera tarde en Tokio, cuando Ed Porter le había dado las estadísticas del bombardeo incendiario. Todo había parecido entonces impersonal, distante. Y, sin embargo, algo había estado atrayendo a Philip de nuevo a aquel lugar.
Se agachó al lado de Michiko y cogió un trozo de carbón. Era imposible decir qué había sido antes. Contemplando de nuevo la herida abierta en la tierra que en otro tiempo fuera el antiguo templo de Kannon, oyendo las entrecortadas palabras de Michiko, se preguntó de pronto cómo había llegado hasta aquel erial. Y qué había sido necesario exactamente para reducir a la nada la belleza.
Había allí una zona de vacío que le atenazaba del mismo modo que él aferraba el trozo de carbón. Se sintió de vuelta en el frío crepúsculo de invierno en que siguió al zorro rojo hasta su madriguera. Volvió a ver el peludo cuerpo caer contra la pared de arcilla roja al recibir en el pecho la bala del calibre 22. Pero ahora, por primera vez, experimentaba lo que era ser cazado. De alguna manera, la muerte y destrucción de aquel lugar le estaban cambiando.
Podía oír ahora los gritos de las mujeres abrasándose, podía ver los brillantes quimonos de colores de oro y carmesí desintegrándose bajo las sábanas de fuego anaranjado. Sintió la temperatura del aire elevarse hasta alcanzar niveles calcinantes. Boqueó con ellas cuando el aire fue sorbido del ardiente interior.
Por los inocentes que tan injustamente habían perecido allí. Por los niños que habían perdido la vida antes de haber tenido siquiera la oportunidad de comprenderla. Pero también por el niño perdido dentro de sí mismo que había sufrido en la infancia, que se había pasado tantos años odiando la vida, que ni siquiera le había dicho adiós a su padre.
Comprendía ahora que era el odio a la vida lo que le había conducido hasta aquel lugar, a aquella zona de vacío. Lo que había hecho de él lo que era. ¡Cuánto más desventurado era él que los jóvenes que habían sido quemados vivos en el huracán de fuego! Una cosa era perder la vida, bruscamente arrebatada, y otra completamente distinta, sentir que la vida carecía de sentido. De pronto se sintió cercano a la muerte y la destrucción que habían descargado allí. Ahora comprendía que había sido impulsado a volver a las ruinas de este templo, porque reproducía exactamente las que se hallaban en su propio interior. Mirar aquel ennegrecido hoyo en que millares de personas habían buscado protección, y sólo habían encontrado la muerte, era como mirar su propia alma.
Era el odio a la vida lo que había causado la arbitraria destrucción que los hombres conocían como guerra. Era el odio a la vida, comprendía Philip ahora, lo que permitía a los hombres obedecer ciegamente a otros hombres no menos mortales que ellos mismos. Él había sido el buen soldado, aceptando los hechos como verdad... y matando exclusivamente sobre la base de esos hechos. Ahora sabía que esos hechos eran falsos. ¿Qué debía hacer con respecto a aquellas vidas que él había tomado sin causa, sin la justificación de la justicia?
En aquellos momentos, se sentía tan completamente muerto como los pobres infelices fallecidos en el bombardeo incendiario del templo de Kannon. Y oía sus silenciosos gritos más claramente que los sonidos callejeros que le rodeaban. Se sentía más solo de lo que jamás hubiera podido imaginar. ¿Cómo podía ir a casa y explicar a Lillian cuánto estaba sintiendo lo que habla hecho? Ella nunca comprendería, y nunca le perdonaría por hacerla sentirse excluida de una parte tan privada de él. En cierto sentido, comprendía ahora que su matrimonio con Lillian era sólo un sueño, una fantasía a la que una parte de él necesitaba aferrarse para sobrevivir.
Pero había otra parte de él que se adelantaba ahora en escena, una parte que se sentía crecientemente compenetrada con el Japón..., las vistas, los sonidos, los olores, las costumbres. Con sus gentes. Philip estaba seguro de que en aquellos momentos comprendía la forma de vida japonesa mucho más que ninguna otra. Y empezaba a desesperarse más en su absoluta soledad. Se sentía como un espantapájaros en medio de un sembradío, llamando sin que nadie le oyera.
Y, entonces, sintió una mano sobre su hombro. Levantó la vista hacia los ojos de Michiko y vio que las lágrimas corrían por sus mejillas. Sorprendido, comprendió que también ella se estaba sintiendo perdida. Sintió deseos de recoger en sus manos aquellas lágrimas, que parecían tan preciosas como diamantes. Se incorporó y tomó los dedos de ella entre los suyos, comprendiendo que esta zona de vacío podía ser habitada por alguien más que por su propio fantasma sin rostro.