PRIMAVERA, PRESENTE

París. Tokio. Washington.

Maul Michael Doss empezó a exhalar el Shuji Shuriken al amanecer. El Shuji Shuriken, literalmente "ejecutar los nueve ideogramas", se refería al recitado de las nueve palabras mágicas. Siglos de tradición taoísta habían sido compendiados por ciertas sectas budistas esotéricas implicadas en el arte de la esgrima, el nin-jutsu y otras cosas semejantes.

Como siempre, Michael imaginó el sonido de la flauta de bambú japonesa, el instrumento que había oído durante gran parte de su período de formación. Sus notas ying-yang, esperas-suaves, que reverberaban sólo en su mente, pasaban a través de las costumbres, dialectos y modismos de cualquier país en que se encontrara, para alcanzar una prístina y esencial verdad necesaria para dar vida al Shuji Shuriken. No bastaba con pronunciar las nueve palabras autoprotectoras; había que invocarlas y, después, manejarlas con extremo cuidado y atención.

Se trataba, al fin y al cabo, de la actuación de una especie de magia, antigua y poderosa.

Sentado con las piernas cruzadas, bajo las ramas de un inclinado plátano silvestre, Michael levantó la mano derecha, con la palma vuelta hacia la tierra.

-U -dijo. Ser.

Volvió la palma de la mano hacia arriba. -Mu. -No ser.

Su mano descendió hasta posarse sobre su rodilla. París comenzaba a despertar a través de los tejados. Las sonrosadas tonalidades del firmamento, intensificaban su luminosidad sobre las onduladas crestas de las nubes.

-Suigetsu. -Luz de luna sobre el agua.

A su espalda, en un primer plano, se alzaba la estructura casi matemática de la Torre Eiffel. Todavía negra por los restos de la noche, recortaba su taladrada silueta sobre la difusa claridad del resto de la ciudad, lo que le daba un aspecto positivamente ominoso.

-Jo. -Sinceridad interior. -Shin. -Dominio de la mente.

Los primeros rayos de sol centellearon contra la erguida punta de la torre, dando por un instante la impresión de que hubiera sido alcanzada por un rayo.

-Sen. -El pensamiento precede a la acción. -Shinmyoken. -Donde se posa la punta de la espada. El sonido de rígidas cerdas de paja abajo barriendo, el polvo de la acera; un breve y exclamatorio diálogo entre Madame Char-vet y su hija; el gañido del perro que tenía cortada la pata delantera. Los ruidos cotidianos de la vecindad. -Kana. -El vacío. Virtud.

-Zero. -Donde el camino no tiene ningún poder. Michael se levantó. Llevaba ya dos horas despierto, practicando la esgrima que le habían enseñado en la escuela Shinkage. Kage, la base para todo lo que Michael había aprendido, significaba respuesta. Es decir, reaccionar más que actuar; obrar a la defensiva, en lugar de tomar la ofensiva.

Cruzó las altas puertas vidrieras de la terraza y pasó al fresco y oscuro interior de su apartamento. Estaba en el último piso de un gris edificio de piedra situado en la Avenida Alysée Reclus, emplazamiento que Michael había elegido cuidadosamente por causa de su proximidad a la torre y de la especial luz que proporcionaba el Pare du Champ, que se extendía a sus pies.

La luz era importante para Michael Doss. Podría incluso decirse que era esencial. Se despojó de su g¿, el atuendo tradicional del esgrimista japonés, consistente en pantalones de algodón bajo una especie de falda pantalón y una chaqueta negra de algodón ceñida en la cintura por un cinturón del mismo color. Este último denotaba el rango.

Se duchó, se puso unos desteñidos téjanos rígidos a causa de las mil manchas de pintura de distintos colores que los cubrían, y una camisa blanca sin cuello y con las mangas remangadas. Se calzó unos guaraches mexicanos y se dirigió con pasos lentos a la cocina, donde se sirvió una taza de té verde. Abrió el frigorífico y, utilizando dos dedos a manera de cuchara, cogió una porción de arroz frío y pegajoso y, masticándolo, atravesó el largo y abarrotado cuarto de estar.

Aunque poseía una de las mejores casas impresoras del mundo, Michael se pasaba por ella sólo un par de veces a la semana. Y entonces era únicamente para supervisar la fabricación de los tintes especiales que él había inventado y patentado y que habían ganado para su firma una reputación excelente. Museos, galerías y los artistas modernos más prestigiosos hacían cola para conseguir que su empresa les imprimiese ediciones limitadas de sus obras, tan realistas y brillantes eran las tintas de Michael y el complejo proceso de coloración que había refinado.

Al otro extremo del enorme apartamento, abrió de par en par unas puertas dobles taraceadas, y la luz del sol le iluminó bruscamente. Los hundidos ojos de color aceitunado; el cabello negro y ondulado que tenía tendencia a alborotarse cuando, como ahora, estaba demasiado largo; sus facciones -pómulos prominentes, mentón firme, frente estrecha- parecían casi bíblicas. La gente le consideraba severo, implacable, a menudo difícil de mover a risa. Pero nunca condenatorio.

La luz entraba a raudales por la claraboya del tejado. Debajo se abría un amplio espacio compuesto de paredes desnudas y suelo. En el centro del espacio -pues, sin muebles de ninguna clase, no podía en verdad llamársele habitación-, había un gran caballete de madera moteado de manchas de pintura. A su lado, una caja de pinturas abiertas sobre un taburete, con una paleta y varios pinceles.

Michael atravesó el espacio y se detuvo ante el lienzo' colocado en el caballete. Sorbió su té verde mientras sus expertos ojos vagaban por el cuadro. Éste representaba a dos figuras masculinas separadas tal vez por una generación. Las figuras se hallaban una frente a otra, en un yerto pero poderoso paisaje que conseguía dar la impresión de un campo situado en la linde de un bosque. La deslumbrante luz de Provenza subrayaba la tensión entre los dos hombres.

Michael estaba analizando la composición..., lo que uno no pintaba era tan importante como lo que pintaba. Y el color, la armonía de los verdes. Como decían los japoneses en verano: Yap-pari aoi kuni da! ¡Es un mundo verde!

Al cabo de un rato, Michael decidió que había demasiado verde-bosque, y demasiado poco verde-manzana. Eso, decidió, daba pesadez al conjunto. No era de extrañar que el trabajo del día anterior le hubiera dejado desasosegado.

Justamente había empezado a apretar sus tubos de pinturas cuando sonó el teléfono. No acostumbraba contestarlo mientras trabajaba. Si había oído el timbre era sólo porque no había cerrado las pesadas puertas de su estudio. Su contestador automático se hizo cargo al instante de la llamada. Pero antes de que hubieran transcurrido cinco minutos volvió a sonar el teléfono. La cuarta vez que sucedió esto, Michael dejó la paleta y contestó personalmente.

-¿Alio? -dijo, hablando automáticamente en francés.

-¿Michael? Soy tío Sammy.

-Oh diablos, lo siento -dijo Michael por la línea transoceánica, cambiando al inglés-. ¿Eras tú quien ha estado llamando?

-Era absolutamente preciso que te localizara, Michael -respondió Joñas Sanmartín-. Personalmente.

-Me alegra oír tu voz, tío Sammy.

-Ha pasado mucho tiempo, hijo. Te he llamado para pedirte que vengas a casa.

-¿A casa? -"¿Dónde estaba su casa?", se preguntó Michael. Por el momento, su casa estaba allí, en la avenida Elysée Reclus.

-Sí, a casa -dijo Sanmartín-. A Washington.

Su tío carraspeó.

-Michael, me temo que tu padre ha muerto.

Masashi Taki aguardó pacientemente mientras Ude le abría paso a través del abarrotado salón. Éste estaba revestido de madera de cedro y reforzado con vigas de madera de ciprés. Carecía de ventanas, ya que se encontraba situado en el centro del recinto del Taki-gumi en el distrito Deienchofu, en Tokio, donde aún existían grandes casas y extensas fincas. Grandes estandartes cubiertos de caligrafía antigua colgaban en filas del techo, dando al salón el aspecto de un lugar de reunión medieval.

Estaba en la tradicional galería de reuniones del clan Taki, la más grande y poderosa de todas las familias Yakuza.

Yakuza era un término colectivo que designaba a la poderosa organización de gángsters que, merced al genio de Wataro Taki, había adquirido en ios últimos años una presencia internacional, pasando a explotar negocios legales en Nueva York, San Francisco y Los Angeles y a ocuparse de actividades inmobiliarias y turísticas en las islas Hawai.

Un siseado silencio se extendió sobre la multitud de lugartenientes -jefes de sus propias subfamilias dentro de los Taki-gumi- y kobun, los soldados callejeros que, después de todo, constituían la sangre vital del clan.

Masashi era el más joven de los hermanos Taki. Era delgado y moreno, su mandíbula era prominente como la de un lobo. En esto se parecía a su difunto padre, Wataro Taki, padrino de la sociedad japonesa. Sus abultados pómulos, insólitos en un japonés, otorgaban a su rostro un aspecto de cincelada escultura que él había cultivado para producir una sensación de dureza intimidante.

Ude le estaba conduciendo hacia la parte delantera de la sala. Era un hombre robusto que poseía dos características sumamente admiradas entre los japoneses: corpulencia y fuerza. Él era el temido brazo derecho de Masashi: el martillo de la justicia de su señor.

Mientras se dirigía hacia el estrado levantado al fondo del salón, Masashi vio a su hermano mayor, Joji, situado ya en el lugar de honor ante una estilizada rueda de seis radios, el gran emblema familiar del Taki-gumi. Era ésta otra página más que su padre, Wataro Taki, había tomado del libro del pasado feudal del Japón. En aquellos tiempos, cada samurai tenía un emblema que significaba su presencia en la tierra. Los Yakuza no eran samurais, no eran de sangre noble o señores de la guerra. No obstante, Wataro Taki tuvo la temeridad de diseñar su propio emblema familiar, y así, de una importante manera psicológica, había elevado a su clan por encima de todos los demás clanes Yakuza.

Joji era un hombre terriblemente delgado. También él había heredado el enjuto aspecto lupino de su padre. Pero, mientras que en Masashi se manifestaba en el poder del lobo, Joji parecía simplemente de mala salud. Cierto que había sido un niño enfermizo mimado por su madre. Cierto también que había sido un adolescente débil, carente de vigor. Pero el hecho era que ahora nunca estaba enfermo, rara vez se fatigaba y era conocido como un trabajador infatigable. Su difunto padre le había empleado como contable del clan. Se decía que Joji conocía todos los secretos de la familia; se decía también que nada podría hacerle revelar nunca esos secretos.

Los negros ojos de Joji, hundidos en su cráneo, se posaron sobre Masashi mientras éste avanzaba como un emperador regresando triunfalmente a su patria. Era un hecho que, aunque había manifestado abiertamente su desacuerdo con muchas de las actividades y tácticas de su padre, especialmente en los últimos años, Masashi era, no obstante, el hermano poseedor de carisma. Era lógico presumir que los lugartenientes -nerviosos por el presente, preocupados por el futuro- gravitarían hacia él.

Joji esperó a que su hermano llegase ante el estrado antes de levantar los brazos para imponer silencio.

-Nuestro oyabun ha muerto -dijo simplemente Joji-. Y ahora Hiroshi, mi amado hermano, el hombre designado para ser el nuevo oyabun del Taki-gumi, ha sido precozmente arrancado del seno de su familia. Como siguiente en la línea, yo haré todo lo que pueda por mantener vivo el sueño de Wataro Taki. -Inclinó unos momentos la cabeza antes de retirarse.

Le sorprendió ver que Masashi se adelantaba para dirigir la palabra a la multitud.

-Cuando murió mi padre, el venerado Wataro Taki -empezó Masashi-, la nación entera se entristeció. Millares de personas asistieron a su funeral. Jefes de Estado, presidentes de corporaciones, dirigentes burocráticos, le rindieron homenaje. Estuvo presente un emisario del propio emperador.

Masashi paseó la vista por el salón, captando la mirada de un lugarteniente aquí, de un kobun allá.

-¿Por qué ocurrió eso? Porque mi padre era un hombre extraordinario. Era un paladín a quien todos los pertenecientes al Taki-gumi podían volverse en busca de apoyo y protección. Era un león feroz. Todos los enemigos del Taki-gumi le temían más allá incluso de la muerte.

"Ahora que se ha ido, os pido que penséis. ¿Qué será de nosotros? ¿A quién os volveréis en estos tiempos cada vez más turbados? ¿Quién garantizará que nuestros enemigos se mantengan a respetuosa distancia?

"Estoy hablando no sólo de los otros clanes. Históricamente, el Taki-gumi ha estado en primera línea de la defensa japonesa contra la infiltración rusa. Estamos a menos de cien millas de la Unión Soviética. Los soviéticos nos miran con desconfianza y recelo. Ellos, como han hecho los americanos, querrían subyugarnos. Mi padre luchó contra eso toda su vida. Nosotros debemos continuar esa tradición.

La mirada de Masashi continuaba paseándose por la sala. Y, como ocurre con los mejores y más carismáticos líderes, su voz se tornaba íntima y persuasiva mientras crecía en vigor oratorio.

-¿Puede el Taki-gumi conservar su preeminencia entre los clanes Yakuza? ¿O estrecharán más y más el cerco sus numerosos enemigos, arrancando un pedazo aquí, otro pedazo allá, hasta que no quede nada de esta en otro tiempo orgullosa familia?

"La respuesta, para mí, es clara. Hiroshi, mi amado hermano, habría ejercido una jefatura firme y poderosa, dentro de la tradición de Wataro Taki. Pero Hiroshi está muerto. Asesinado por un sicario que conocemos por el nombre de Zero. ¿Cuál de nuestros enemigos contrató a Zero? ¿Cuál se beneficia más de la súbita falta de una presencia central del Taki-gumi?

"Yo digo que nuestro problema más apremiante, nuestro único problema, radica en definir el futuro del Taki-gumi. Podemos debilitarnos, ser destrozados por nuestros enemigos y, finalmente, morir. O podemos fortalecer nuestra influencia, volvernos más agresivos, podemos tratar de dominar a aquellos que querrían dominarnos a nosotros.

"La crisis existe ahora. Son éstos unos tiempos desesperados. Tanto para la Yakuza como para el Japón. En nuestra calidad de orgullosos Yakuza, debemos buscar el lugar que nos corresponde en el mundo de los negocios internacionales. Como ciudadanos del Japón, debemos luchar activamente por la clase de igualdad que siempre se nos ha negado como habitantes de estas pequeñas islas. ¡Yo os pido que os unáis a mí en la búsqueda de un futuro glorioso y lleno de prosperidad!

"¡Puede haber un solo oyábun del Taki-gumi! ¡Y este oyabun soy yo, Masashi Taki!

Estupefacto y pálido, Joji vio cómo los congregados miembros del clan prorrumpían en un estruendoso aplauso. Había escuchado las palabras de su hermano con una sensación de creciente incredulidad mezclada con amor. Y ahora contemplaba, paralizado, cómo los hombres del Taki-gumi se ponían de pie como un ejército dispuesto a entrar en combate. Luego, humillado y avergonzado, Joji salió precipitadamente de la sala.

Estrictamente hablando, Joñas Sammartin no era tío de Mi-chael Doss. No de sangre, por lo menos. Pero la amistad que durante toda su vida había sostenido con el padre de Michael le hacía parecer más miembro de la familia que los parientes consanguíneos, de los que su padre se había alejado.

Philip Doss había querido a Joñas Sammartin como a un hermano. Le había confiado a él la seguridad de su familia y hasta su propia vida. Por ese motivo fue el tío Sammy el que había hecho la llamada, y no la madre o la hermana de Michael. O quizá porque Joñas era jefe de Philip Doss.

En cualquier caso, los Doss adoraban a tío Sammy.

Philip Doss había parado muy poco en casa, por lo que le había correspondido a Joñas Sammartin hacer las veces de padre sustituto. Aunque en sus esporádicas y no anunciadas visitas al hogar Philip Doss nunca dejó de llevarles a sus hijos regalos del lugar en que hubiera estado, era Joñas quien había asistido a las ceremonias de graduación de Michael. Y, como Michael siempre iba a casa al menos una vez al año cuando estudiaba en Japón, era Joñas, también, quien se había impuesto la obligación de estar con Michael el día de su cumpleaños. Era igualmente Joñas quien había jugado a vaqueros e indios con Michael, cuando éste era pequeño. Se pasaban horas siguiéndose la pista el uno al otro, pegando tiros y conferenciando solemnemente.

Así había sido en todo lo que Michael podía recordar. A menudo se preguntaba cómo sería tener un padre que estuviese realmente allí. Un padre que jugara con uno, con el que se pudiese hablar.

Ahora, comprendió Michael, ya nunca lo sabría. Washington aparecía envuelto en una tonalidad gris cuando llegó al aeropuerto internacional "Dulles". Desde el aire, los monumentos públicos parecían cubiertos por una costra de hollín y más pequeños de lo que los recordaba. Hacía diez años que no volvía allí. Parecía una eternidad.

Pasó los controles aduaneros y de inmigración, recogió su equipaje y montó en su coche alquilado.

Mientras conducía de nuevo a través de Washington, le sorprendió el hecho de que su geografía interna continuara fresca en su mente. No tuvo ninguna dificultad en encontrar el camino a casa de sus padres. No la suya, como había dicho tío Sammy. Sólo la de sus padres.

Dulles estaba a mucha distancia de la ciudad. Michael optó por la carretera de acceso al aeropuerto en lugar de la más meridional y directa autopista de Little River, porque eso le habría llevado directamente a través de Fairfax. Allí era donde su padre había trabajado, donde tío Sammy ejercía su poder al frente de uan agencia gubernamental conocida por sus siglas en inglés como "BITE", la Oficina de Exportaciones Comerciales Internacionales. Además, se dijo a sí mismo, de ese modo podía recorrer la orilla del Potomac, ver los cerezos en flor, pensar en la campiña japonesa, donde se había adiestrado en esgrima y en pintura.

La casa de la familia Doss estaba situada en las afueras de Be-llehaven, en la orilla occidental del Potomac, al sur de Alexandria. Era característico de tío Sammy que hubiera dicho: Sí, a casa, a Washington. No a Bellehaven, sino a. Washington. Para él, Washington era la palabra representativa del poder.

La casa había sido demasiado grande para la familia, incluso cuando los dos hijos vivían en ella. Ahora, el amplio porche que la circundaba, sustentado por columnas de estilo dórico, parecía resonar con ecos del pasado, ridiculizando el silencio del presente.

La casa dominaba el Potomac desde la cima de un altozano salpicado de abedules, arces y el enorme par de sauces llorones a los que Michael gustaba de trepar cuando era joven.

Las azaleas apiñadas en la parte delantera estaban comenzando a brotar, pero era demasiado pronto para que floreciesen la celinda y la madreselva.

Mientras Michael caminaba por el sendero de ladrillo rojo, se abrió la puerta principal y vio a su madre. La luz le iluminó el rostro, y pudo ver lo pálida que estaba. Llevaba un traje sastre negro que, como de costumbre, era de un impecable buen gusto. En el cuello lucía un broche de diamantes.

Justamente detrás de ella, Michael pudo distinguir la alta y poderosa figura de tío Sammy, envuelta en la sombra. Ésta salió a la luz, y Michael vio brillar su cabello blanco. El pelo de tío Sammy había sido blanco desde que Michael podía recordarlo.

-Michael -dijo Lillian Doss. Cuando se inclinó para besarla, ella le abrazó con una vehemencia que le sorprendió. Antes de separarse, notó que había lágrimas en el rostro de su madre.

-Me alegra que hayas venido, hijo -dijo tío Sammy, extendiendo la mano. Tenía el apretón de manos seco y firme de un político. Su rostro curtido y tostado por el sol siempre la había recordado a Michael el de Gary Cooper.

Dentro, la amplia casa estaba tan silenciosa y sombría como una funeraria. Tampoco eso había cambiado desde los días de juventud de Michael. Y mientras comenzaba a entrar con ellos en el salón, Michael se sintió encoger en tamaño y edad. Aquélla era una morada de adultos; siempre lo había sido. Se sentía fuera de lugar, desconectado. "Hogar -pensó Michael-. Éste no es mi hogar. Nunca lo ha sido.”

Su hogar eran las onduladas colinas de la prefectura de Nara en Japón. Su hogar era Nepal y Thailandia. Su hogar era París o Provenza. No Bellehaven.

-¿Un trago? -preguntó Joñas Sammartin junto al mueble-bar de caoba.

-"Stolichnaya", si tienes.

Michael vio que Joñas estaba ya preparando dos martinis. Dio uno a Lillian y se quedó con el otro para él. Sirvió el vodka de Michael y, luego, levantó su vaso.

-A tu padre le gustaba tomarse una buena copa -dijo tío Sammy-. "El alcohol, solía decir, limpia el sistema." Brindo por él. Era un tipo estupendo.

Tío Sammy conservaba todo el aspecto de un patriarca. Pero eso era natural. Aquélla era su familia, aunque fuese por delegación, ya que él carecía de familia propia. Su personalidad estaba especialmente diseñada para navegar por entre situaciones emocionalmente difíciles. Tío Sammy era la roca a la que personalidades más débiles, próximas a ahogarse en emoción, podían lanzarse con absoluta seguridad. Michael se alegró de que estuviese allí.

-La comida estará lista en seguida -dijo Lillian Doss. Nunca había sido persona de muchas palabras, y ahora, con la muerte de su marido, sus pensamientos parecían más recónditos que nunca-. Tenemos carne picada con huevos.

-El plato favorito de tu padre -dijo tío Sammy con un suspiro-. Una comida adecuada ahora que la familia vuelve a reunirse.

Como si esto fuera el pie para su entrada en escena, Audrey apareció por la abertura que dejaban las entornadas puertas vidrieras. Hacía casi seis años que Michael no veía a su hermana. En aquella ocasión, se había presentado en su puerta, magullada y embarazada de dos meses. El alemán con el que llevaba medio año viviendo en Niza, no había reaccionado muy bien ante la noticia de su embarazo. No tenía ningún interés por fundar una familia y había puesto de manifiesto la intensidad de su desagrado por lo que denominaba la "estupidez" de Audrey. Contra los deseos de su hermana, Michael había encontrado a su amante y había administrado su propia forma de castigo. Extrañamente, Audrey había odiado por ello a su hermano. No habían hablado desde el día en que él la llevó a la clínica para abortar. Cuando regresó a buscarla, ella se había marchado.

Lillian fue hacia su hija, y Michael aprovechó la oportunidad para hablar con tío Sammy.

-Me dijiste que mi padre murió en un accidente de automóvil -dijo en voz baja-. ¿Qué sucedió exactamente?

-Ahora, no, hijo -respondió suavemente tío Sammy-. No es el momento ni el lugar oportunos. Respetemos la paz de espíritu de tu madre, ¿eh?

Sacó una libreta de notas y escribió algo en ella con una fina pluma de oro. Le puso a Michael la hoja de papel en la mano.

-Reúnete conmigo en esta dirección mañana por la mañana a las nueve. Te diré todo lo que sé. -Dirigió a Michael una triste sonrisa-. Esto ha sido muy duro para tu madre.

-Es una conmoción para todos nosotros -dijo tensamente Michael.

Tío Sammy asintió con la cabeza. Luego, se volvió hacia las mujeres y dijo con tono afectuoso:

-Audrey, querida, ¿cómo estás?

Lillian era esbelta como un junco, y Audrey estaba cortada por el mismo patrón. Viendo a la hija, podía uno imaginar lo impresionante que en otro tiempo había sido la madre. Sin embargo, en el rostro de Audrey había algo más que una sombra de la firme determinación de Philip, y esto le confería un cierto aire altivo que contrastaba notablemente con la tristeza que parecía envolverle. Sus cabellos, que ahora llevaba cortos por primera vez en cuanto abarcaba la memoria de Michael, eran más rojos que los de Lillian.

Como hermana menor de Michael -educada en una familia en la que se evitaban por regla general las características femeninas-, había hecho cuanto estaba en su mano por competir con él en pie de igualdad. Naturalmente, eso había sido imposible..., era Michael quien había ido a Japón, no Audrey. Como consecuencia, se había vuelto un tanto retraída.

Los fríos ojos azules de Audrey le miraron a través de la sala, sobriamente amueblada, que mostraba la marca indeleble de Philip Doss. En el estudio, biombos japoneses, canapés futon que Lillian se quejaba de que eran incómodos, contrastaban con una futurista mesa japonesa de laca negra. Translúcidos shoji de papel de arroz extendidos ante las ventanas proyectaban en la estancia complicados diseños de luz y de sombra, haciendo que pareciera más grande de lo que en realidad era.

Las paredes estaban revestidas de anaqueles de bambú y cristal repletos de una gran cantidad de libros que versaban sobre historia militar, análisis y estrategias. La facilidad de Philip Doss para los idiomas extranjeros sólo había sido igualada por su ilimitado entusiasmo por las complejidades de la mente militar.

Los huecos entre los anaqueles estaban llenos de aguafuertes, pinturas y grabados de los héroes de Philip Doss: Alejandro Magno, leyasu Tokugawa y George Patton.

Y estaba la cajita de cristal, vacía ahora, que contenía la pequeña taza de té de porcelana cuando Philip estaba en casa. Era con mucho la posesión más preciada de Philip Doss; por eso era por lo que con frecuencia se la llevaba consigo cuando iba al extranjero. Ocupaba un puesto de honor..., recuerdo evidente del tiempo que Philip había pasado en Tokio justo después de la guerra.

Michael comprendió que esta habitación estaba llena de la presencia de su padre. Cada libro, cada cojín, cada cuadro, era una parte de Philip Doss que subsistía sin ser afectada por el tiempo ni por la enfermedad mortal.

Por un momento, Michael experimentó una sensación extraña. Le parecía como si hubiese entrado en el estudio de uno de los grandes artistas, Matisse o Monet. Existía la misma sensación de hallarse en presencia de un gran legado -una declaración inmortal- que trascendía de la experiencia humana.

Aturdido, Michael fue empujado a través de la estancia. En un instante, el exaltado sentimiento que sólo surge con el privilegio, había dejado paso a una especie de atontamiento.

-Me sorprende que hayas venido. -Los ojos de Audrey no se apartaban de él.

-Eso no es justo -respondió.

Ella le miraba como podría hacerlo un gato, con una especie de impersonal curiosidad que era difícil de sondear.

-Cuando volví al hospital de París para recogerte, me dijeron que te habías ido. ¿Por qué no me esperaste? No quería que estuvieses sola.

-Entonces no debiste haber ido en busca de Hans. Te rogué que no lo hicieras.

-Después de lo que ese bastardo te hizo... -No creo que tengas que recordarme lo que me hizo -replicó fríamente Audrey-. Pero había otras cosas. No tienes ni idea de lo maravilloso que podía ser.

-Lo que fuese o hiciese, no importa. Te pegó y eso basta -dijo Michael.

-A mí me importaba.

-Si todavía crees eso -replicó él-, entonces eres más necia de lo que eras antes.

-Ésa es la moralidad de Michael Doss, ¿verdad? -Su tono se había tornado inexpresivo-. El mundo no se ajusta a tu rígida idea de moralidad, Michael. Cualquier cosa que sea lo que te hayan enseñado en el Japón, no siempre funciona en el mundo real. No somos todos soldados de rectitud interior o lo que sea tu culto. Somos seres humanos. Buenos y malos. Si no puedes aceptar ambas cosas, entonces te quedas sin nada.

Podía verla temblar a consecuencia del esfuerzo por controlar sus emociones. Después de todo, aquélla era la habitación sagrada de su padre.

-Como estoy yo ahora. ¿Crees que es fácil encontrar un hombre libre de compromisos? ¿Cuántas relaciones he sostenido después de Hans? Y todas con hombres casados. Hombres que hacían promesas imposibles de cumplir. Por lo menos, Hans estaba dispuesto a quedarse. Habríamos ideado algo. Lo sé. Él me habría echado de menos al cabo de una semana. Habría vuelto; siempre volvía. Pero no después de lo que tú le hiciste. ¿Sabes adonde fui cuando salí del hospital? A Niza, a reunirme con él de nuevo. Pero se había ido.

Las lágrimas asomaban a sus ojos, pero ella no levantaría un dedo para enjugarlas. Eso sería tanto como reconocer la derrota delante de su padre; reconocer que no era la igual de Michael.

-Así que estoy sola. Eso es lo que tu código de moralidad me ha reportado, Michael. ¿Te enorgulleces de ello? -Se le deslizó una lágrima por la mejilla.

Bruscamente, se volvió y, apretándole el brazo a su madre, se alejó medio corriendo por el pasillo. Al cabo de unos momentos, oyeron un portazo.

-¿A qué venía todo eso? -preguntó Lillian.

-No lo sé exactamente -respondió Michael con tristeza.

Lillian pareció dubitativa.

-Está comprensiblemente sobreexcitada. -Juntó las palmas de las manos-. No sé si debo ir con ella.

No era una pregunta, y, en cualquier caso, los hombres estaban esperando. Había que pensar en la comida. Meneó la cabeza intentando sonreír.

-Supongo que será mejor que vayamos al comedor. La comida está preparada, y Philip siempre detestó la carne fría.

-¡El shogun ha muerto! ¡Viva el shogunl El anciano, de rostro tan curtido como la ladera de una montaña, dijo:

-Él no era eso. Washaro Taki nunca fue el shogun.

Masashi Taki interrumpió sus paseos a un lado y a otro.

-No me importa cómo lo llames. Mi padre está muerto.

El anciano, barbudo y con una cenefa de cortos y nevados cabellos en torno a una coronilla reluciente y salpicada de pecas, dijo:

-Hai. Tu padre está muerto. Pero más importante aún para ti, es el hecho de que tu hermano mayor Hiroshi está muerto también.

Un tercer hombre rebulló al oír esas palabras. Ude tenía la chaqueta echada al hombro. Sus antebrazos, que la camisa de manga corta dejaba al descubierto, estaban, desde la muñeca, cubiertos de irezumi, el complicado tatuaje tan querido de los Yakuza. En su brazo izquierdo se enroscaba un dragón que lanzaba fuego por sus fauces; en el derecho, un ave fénix se elevaba de entre las llamas de una hoguera.

Masashi Taki dijo:

-Ude hizo bien su trabajo. No era ningún secreto que ese Zero utiliza el método de las cien heridas para matar a sus víctimas. A Ude no le fue difícil imitar ese estilo.

Kozo Shiina, el anciano, estaba sentado a una mesa de piedra situada en el centro de su jardín. Era éste un lugar de diez mil especies de musgo, por lo que se hallaba lleno de todas las tonalidades imaginables de verde. El musgo era, en general, una planta suave y delicada. Pero el jardín no era ninguna de ambas cosas. Era más bien austero, pensó Masashi, y completamente intimidante. Ello se debía sin duda a que su dueño, Kozo Shiina, le infundía elementos de su propia personalidad.

Mientras Masashi miraba, Shiina cortó un limón con una navaja de mango de nácar rosa. Rápida y diestramente, el anciano convirtió el fruto entero en un conjunto de rodajas translúcidas. Mientras hablaba, cogía una rodaja, echaba sobre ella unas gotas de miel y se la metía en la boca. Sorbía todo su zumo antes de masticarla y tragarla.

-Como he sugerido -dijo Shiina, con su habitual y desconcertante forma de mirar fijamente a la cara mientras hablaba-, es conveniente sembrar la confusión. No quisiéramos que recayeran sobre ti sospechas por el asesinato de Hiroshi.

Masashi se encogió de hombros.

-Ahí está la gracia. Yo ni siquiera era el siguiente en la línea -dijo-. Lo era Joji. Pero Joji es débil. Me tiene miedo. Ninguno de los hombres leales a mi padre le seguiría; tienen demasiado sentido común para hacerlo. No. Nuestro plan es perfecto. Cuando denuncié a Joji en la reunión del clan, todos los lugartenientes del Taki-gumi asintieron con voz unánime. Unanimidad de voz, unanimidad de pensamiento, ¿neh? Nadie se enfrentó a mí cuando le desplacé.

-¿Y no te preocupan las repercusiones?

-¿De quién? -exclamó con desprecio Masashi-. ¿De Joji? Estará demasiado ocupado defendiéndose de los oyabun de los clanes rivales, que querrán llevarse algo de lo que quede, como para pensar en vengarse.

Shiina se metió en la boca otra rodaja de limón con miel. Cuando hubo acabado de masticar, dijo:

-Joji es una cosa. Pero tu hermanastra es otra del todo diferente.

-Michiko. -Masashi asintió con la cabeza-. Sí. Estoy de acuerdo en que ella representa un problema. Es lista y fuerte. Durante muchos años fue la ayudante principal de mi padre. Antes de la disputa que los separó.

-¿Sabes qué sucedió entre ellos?

Masashi meneó la cabeza.

-Mi padre nunca habló de ello... con nadie. Y mi hermanastra y yo nunca nos tratamos con la familiaridad suficiente como para que yo se lo preguntara.

Un pequeño arroyuelo corría a través del jardín. Masashi estaba de pie en el puente de madera que lo franqueaba. Apoyó la mano en la barandilla.

-Yo no me preocuparía por Michiko. Ya he puesto en marcha un plan que la neutralizará eficazmente.

-Entonces tiene un punto débil.

-Todo el mundo tiene un punto débil -dijo suavemente Ma-sashi-. Es sólo cuestión de encontrarlo.

-¿Y cuál es el suyo? -preguntó Kozo Shiina.

-Su hija.

-Espero que tengas razón -dijo el anciano. Estaba con la última rodaja de limón-. Todavía no puedo comprender por qué adoptó tu padre a Michiko. Era hija de Zen Godo, mi más odiado enemigo. Aunque Zen Godo murió en 1947, he tenido que soportar las maquinaciones de sus descendientes. Michiko heredó gran parte de la diabólica inteligencia de su padre. Relégala a las sombras, Masashi-san. No podemos cometer errores ahora.

-Sé tan bien como tú lo que está en juego -replicó Masashi, con tono irritado-. No. No. Tenías razón. Mi padre no era ningún shogun; no deseaba asumir el control de todos los clanes. Pero yo, sí. Yo seré el shogun que él no quiso ser. Tú me has prometido conseguir que lo sea. Seré el primero de una dinastía como la Tokugawa. Esto no es tan diferente del siglo xvi, ¿no? Hoy en día, los oyabun, los jefes de las bandas de los diversos clanes Ya-kuza, disputan y luchan entre ellos. Entonces, como ahora, los señores de la guerra locales estaban peleando continuamente el uno contra el otro. Hasta que leyasu Tokugawa, viendo un camino mejor, logró unir bajo su bandera a todos los señores de la guerra. Él se convirtió en el primer shogun, el señor de la guerra supremo, ejerciendo un poder de una magnitud hasta entonces desconocida. Japón entero estaba a sus pies. Y ése es ahora mi caso. Ha empezado. Los lugartenientes del Taki-gumi me han reconocido su oyabun. Dentro de unas semanas, días quizá, todos los oyabun de la Yakuza me jurarán fidelidad a mí, Masashi Taki, ¡primer shogun de la Yakuza!

Shiina esperó el lapso de tiempo necesario antes de asentir con la cabeza y cambiar de tema.

-Está todavía la cuestión de lo que te robaron.

Masashi frunció el ceño.

-Sigue sin aparecer.

-Sin embargo, he oído que Philip Doss ha muerto.

-Es cierto -admitió Masashi-. Murió en Hawai. Hubo un accidente de tráfico y quedó calcinado. Eso ocurrió dos días antes del fallecimiento de mi hermano Hiroshi. Por segunda vez estuvimos muy cerca de coger a Doss. Mi lugarteniente en Hawai, Fat Boy Ichimada, informó de la llegada de Doss a Maui. Ordené a Ichimada que lo cogiera. Desgraciadamente, el accidente de automóvil puso fin a eso.

-¿Y el documento Katei? ¿Quedó también destruido entre las llamas, juntamente con él? -Es posible.

El anciano manifestó por primera vez un asomo de ira. -Y también es posible que no. Debemos averiguarlo, Masashi. Si ese documento cae en ciertas manos, estamos perdidos. Décadas de cuidadosa planificación habrán sido en vano. Estamos al borde de la victoria. Sólo necesitamos uno o dos meses más. Y entonces cambiaremos gara siempre la faz del mundo.

-Fat Boy Inchimada asegura que nada pudo haber sobrevivido a aquel accidente -dijo Masashi. -¿Y...? -¿Qué?

Shiina había terminado el limón. Despejó la superficie de piedra que tenía delante. Un pájaro se había posado en una rama sobre su cabeza. Esperó a que dejase de cantar, como si participara también en la conversación. Al fin, dijo:

-Donde hay luna por la noche, es fácil ver la faz del agua. Es una tarea que cualquiera puede realizar satisfactoriamente. Pero cuando el tiempo está nublado o no hay luna, se precisa otra clase de habilidad para distinguir dónde está el agua.

Con las gotas de zumo de limón caídas sobre la mesa trazó un círculo, luego otro, y otro más, oscureciendo la piedra.

-¿No se te ha ocurrido, Masashi? Philip Doss te robó el documento Katei. Enviaste a tus hombres en su persecución. Le buscaron durante una semana. Hace tres días obtuvieron una pista. Enviaste a Ude. Ude llegó a estar muy cerca de él. Pero en el último momento Philip Doss consiguió burlarle. Doss desapareció. Sólo para reaparecer en Hawai y matarse en un accidente de automóvil. -¿Y...?

Shiina rellenó el tercer círculo con el zumo, de modo tal que a la luz destacaba más que los otros dos.

-¿No se te ha ocurrido que algún otro llegó hasta Philip Doss antes que nosotros? Tú enviaste a Ude para que le encontrase, no para que le matara. Al menos, hasta que Doss revelase el paradero del documento. Ahora Doss está muerto. Ya no puede decírnoslo. Y yo te vuelvo a preguntar: ¿Dónde está el documento Katei? ¿Ardió con Doss en el accidente? ¿Se lo dio a alguien? ¿Se lo envió a su hijo? ¿O se ha apoderado de él tu Ichimada? -Los negros ojos de Shiina se clavaron en los de Masashi-. No necesito decirte el valor de ese documento. Si Ichimada lo tiene, es que se propone utilizarlo. Podría obtener de nosotros lo que quisiera a cambio de él. Incluso el fin de su destierro en Hawai. ¿No es verdad?

Masashi reflexionó durante largo rato. Al fin, dijo:

-Ude.

Kozo Shiina asintió con la cabeza.

-Sí. Envía a Ude a Hawai, para que visite a Fat Boy Ichimada. Ichimada conocía a Philip Doss desde los viejos tiempos. ¿Quién sabe? Quizás eran amigos. Toma. -Le entregó una pequeña instantánea. Estaba en blanco y negro y era de grano grueso, como si hubiera sido tomada con teleobjetivo. Una foto de vigilancia.

Masashi reconoció a Michael Doss. ¿Había hecho Shiina vigilar al hijo en París? Así parecía. Pasó la foto a Ude.

-Michael Doss -dijo, y el otro movió afirmativamente la cabeza.

-Vayamos al fondo de esto -dijo Kozo Shiina-, y terminémoslo de una vez por todas. -Clavó Ids ojos en los dos hombres-. Debemos recuperar el documento Katei, cueste lo que cueste.

Tendido en su viejo dormitorio, Michael oía el rozar de las ramas del manzano contra el costado de la casa, igual que cuando era pequeño.

En algún momento de los últimos años, su padre había instalado luces de seguridad en el exterior. Ahora, su resplandor, sólo parcialmente filtrado por el follaje, trazaba caprichosos dibujos sobre el techo.

Trató de calmarse, pero fue en vano. Había allí demasiados recuerdos. Demasiada infelicidad. Demasiadas cosas que no habían llegado a ser expresadas. Pensó en todo lo que había querido decir a su padre y no le había dicho. Quizá se trataba sólo de un simple placer por ser tan básico, pero a él le había sido negado. No era, comprendía Michael ahora, que hubiera tenido una mala relación con su padre. Era que no habían tenido ninguna en absoluto.

Pensó en delicadas sombras, zarcillos de cedro japonés transfigurados por la luz de la luna en una frenética danza gitana. Oía en su mente la flauta de bambú, la progresión de melodía siempre amarga.

En casa de Tsuyo, donde había tenido lugar gran parte de la enseñanza del sensei, Michael, más joven, más ignorante y absolutamente solo, había esperado que sucediera lo inevitable.

Nada, ni aun lo inevitable, sucede simplemente, había dicho I Tsuyo, el maestro de muchas artes, a la llegada de Michael al i Japón. Todo, incluso lo inevitable, es consecuencia del espíritu j del gran guerrero. El espíritu del gran guerrero lo llena todo; es j todo. Es la causa única de todos los acontecimientos, grandes y o pequeños.

¿Pero no hay un lugar en el que no exista el espíritu del gran guerrero, en el que no lo sea todo?, había preguntado Michael. ;

El rostro de Tsuyo adquirió una expresión grave. En Zero, ¡dijo. En Zero no hay nada. Ni siquiera la esperanza de una muer- ' te honorable. Michael sabía que para un guerrero japonés no podía haber nada más terrible que zero.

En el lugar en que Michael dormía mientras estuvo con Tsuyo, había un jarrón fino y esbelto hecho de barro que parecía no tener un color propio. Cada día al amanecer era cambiada la única flor que contenía. Y era Tsuyo, no un discípulo, quien remplazaba la flor. Una mañana, Michael despertó y salió al exterior, impulsado por la curiosidad. Allí, en el jardín, encontró al sensi arrodillado ante sus flores. Cuidadosamente, Tsuyo eligió una, luego otra..., una flor para cada discípulo, todos y cada uno de los días.

Es responsabilidad del maestro, le había dicho una vez Tsuyo a Michael, ocuparse de las minucias de la vida. Sólo entonces apreciará la infinita paleta que la vida ofrece. Uno aprende que en los pequeños placeres existe satisfacción infinita.

Michael había querido poner a prueba esta no confirmada sabiduría. Y le pareció que lo mejor era hacerlo con Seyoko.

Seyoko era una muchacha menuda y esbelta, la única chica estudiante de aquella exclusiva escuela. Era también el mejor estudiante. Llevaba el pelo largo (durante las prácticas se lo recogía sobre la nuca en una gruesa cola de caballo), con flequillo recto que casi le tapaba los ojos. Cuando Michael soñaba con ella -lo que ocurría con frecuencia- estos sueños se centraban en su pelo. Una vez, despertó creyendo que se encontraba todavía suspendido a gran altura sobre un océano iluminado por la luz de la luna, sostenido por la gruesa y reluciente trenza de Seyoko.

No llevaba maquillaje, aunque con sus dieciséis años no era demasiado joven para utilizarlo. Recordó una noche en que llegó a una fiesta que Tsuyo ofrecía a sus alumnos (una veintena en total), con los labios pintados de color rojo brillante. El efecto era tan sorprendente que Michael se pasó el resto de la noche escuchando las palpitaciones de su corazón.

Al igual que en todas las demás, en la habitación de Seyoko había también un esbelto jarrón. Michael se propuso salir al jardin del maestro antes de cenar y coger una flor elegida por él mismo, que colocaría en el jarrón de la habitación de Seyoko, de tal modo que cuando ella volviera después de la cena, le estuviera esperando.

Tsuyo vivía en una pequeña ciudad montañesa situada a tres horas al norte de Tokio. Desde su jardín se veían los montes japoneses. A menudo parecía como si el cielo estuviese permanentemente rodeado por aquellas oscuras laderas.

Era en las faldas de estas cordilleras glaciales, donde se llevaba a cabo gran parte del adiestramiento de los discípulos. La mañana había amanecido radiante y soleada, con sólo unas pocas nubes algodonosas que se deslizaban por el firmamento impulsadas por el viento. Poco después de mediodía, el tiempo había cambiado bruscamente. El viento había modificado su dirección, trayendo consigo un húmedo aire procedente del mar. El cielo no tardó en descender, mientras nubes de color de cinc y vientre oscuro se extendían por la región. El trueno comenzó a reverberar sordamente a lo lejos.

Tsuyo, atento a la evolución del tiempo, no vio razón para interrumpir sus lecciones, pero como precaución, por si se desataba súbitamente un aguacero que obligara a los estudiantes a dispersarse, dividió a los alumnos por parejas. Michael y Seyoko fueron colocados juntos.

Y juntos estaban cuando comenzó a llover con violentas ráfagas casi horizontales impulsadas por un viento frío y aullante. Alrededor de ellos, el mundo desapareció bajo sábanas de agua gris-verdosa, tan opacas que parecían levantadas desde la costa, muchas millas al Sur.

Michael y Seyoko se aferraron a la estratificada pizarra, oscurecida por el agua de lluvia que corría por ella. Estaban a unos trescientos metros por encima de las copas de los árboles del valle en que se acurrucaba la casa de Tsuyo. Apretados contra la inclinada y resbaladiza superficie de la roca, se hallaban sacudidos por el viento, fustigados por el aguacero.

Seyoko le estaba gritando algo, pero era imposible oír lo que decía, y se movió para acercarse más a ella. Una hoja de pizarra, aflojada quizá por la tormenta, cedió bajo su pie, y resbaló en la estrecha cornisa. Tropezó y manoteó, sintiéndose caer de la cornisa. Se golpeó las rodillas contra la roca mientras se esforzaba por encontrar un asidero. Estaba colgando sobre la ladera de la montaña, y la lluvia batía despiadadamente contra él. Seyoko se tendió sobre la cornisa y alargó la mano para ayudarle a subir. El viento se precipitaba aullando contra ellos en rápidas y violentas ráfagas. Michael sintió que sus fuerzas desfallecían. Estaba soportando su peso, al tiempo que luchaba contra el viento, que amenazaba con lanzarle al oscuro vacío.

Trató de elevarse y vio a Seyoko completamente tendida, alargando la mano, agarrándole de la camisa y estirando hacia arriba. La fuerza del viento aumentó, haciéndole perder su presa. Mi-chael notó que se deslizaba hacia abajo y lanzó involuntariamente un grito.

Seyoko volvió a asirle. El vio la fogosidad que había en su rostro, su determinación. Nada iba a poder conseguir que le soltara de nuevo. Con angustiosa lentitud, Michael fue ascendiendo por la dentada superficie de la roca hasta que logró apoyar nuevamente las caderas en el reborde rocoso. Elevó la pierna derecha y pensó: "¡Estoy a salvo!”

Oyó entonces el crujido, un sonido aterrador que pareció atravesarle todo el cuerpo. Volvió la cabeza, como si una parte de él conociera la naturaleza de aquel sonido. Vio la sección de la cornisa en que Seyoko se hallaba tendida desprenderse en un enorme goterón de barro y pizarra resquebrajada. Vio que el cuerpo de Seyoko empezaba a caer y gritó por encima del rugido del viento:

-¡Agárrate a mí! ¡No me sueltes!

Pero era demasiado tarde. Seyoko, como si adivinase que sólo podía salvarse uno de los dos, había abierto las manos. Michael sintió las palmas de sus manos, sus dedos, resbalarle sobre la espalda mientras perdía su presa.

Luego, la tormenta se apoderó de ella y la precipitó al abismo. Girando como un molinete, flotó durante unos instantes eternos en el oscuro corazón del torbellino de viento, lluvia y fragmentos de roca. Michael vio su rostro que le miraba sereno, tranquilo.

Luego, con obscena brusquedad, desapareció, engullida por la tempestad.

Michael oyó su propia respiración. Se balanceó, la mitad de su cuerpo dentro y la otra mitad fuera del destrozado reborde rocoso. El viento tiró de él, como debía de haber hecho con Seyoko. Y, por un fugaz instante, pensó en dejarse llevar, en seguirla a aquel pozo de aullante oscuridad. Le invadió una desesperación tan profunda que perdió todo sentido de su centro. Golpeó con toda su fuerza la dura roca, odiándola por lo que le había hecho a Seyoko. Sólo cuando sintió el sabor de su propia sangre, cuando el dolor de los cortes y magulladuras que se había infligido a sí mismo se abrió paso a través de su estupor, giró hasta apoyar todo su cuerpo en la fracturada cornisa.

Mucho después, en el silencio de la noche, tras la tormenta, Zero ni se introdujo en el jardín de Tsuyo. Levantó sus vendadas manos y cortó torpemente una sola ñor.

Entró en la habitación de Seyoko. Nada había sido alterado. Los grupos de búsqueda estaban todavía fuera, en lo que sería un vano intento por recuperar su cuerpo. La Policía, ya presente cuando Michael bajó de la montaña, había tomado declaración a todos los implicados. Tsuyo se había marchado para comunicar la trágica noticia a los padres de Seyoko.

Reinaba un extraño silencio en la casa. Michael sacó del jarrón una flor marchita y la sustituyó por la que acababa de coger. Pero no sentía nada. Ahora Seyoko nunca la vería, y él nunca comprendería la profunda satisfacción derivada de este pequeño placer.

Hizo una profunda inspiración, sintiendo el aroma de ella. Volvió a ver el rostro de la muchacha mientras se alejaba de él girando vertiginosamente. ¿Qué habría sucedido entre ellos si la tormenta no los hubiese sorprendido sobre la roca? Sintió brotar en su interior un anhelo, una tristeza que no podía definir. Era como si un ladrón le hubiera robado su futuro. Como la muerte sin honor de un guerrero, hacía que el presente de la vida se tornara hueco y carente de sentido.

Yo estoy vivo, y ella, no, pensó. ¿Qué justicia hay en eso? Era el pensamiento más absolutamente occidental que había tenido en siete años.

Cuando regresó de su triste viaje, Tsuyo percibió esta pregunta en el rostro de su alumno. Y, después, trató de mostrar a Michael el Camino que, si no proporcionaba la respuesta, permitiría al menos formular otras preguntas que le llevasen a su propia senda.

En su habitación de Bellehaven, Michael apartó las mantas y apoyó los pies en el frío y desnudo suelo de madera. Fue hasta la ventana para inhalar más aire. Corriendo a un lado la blanca crinolina que ya de joven le había parecido anticuada, vio pasar una sombra ante una de las luces. Se sobresaltó levemente cuando sus ojos, velados por el pasado, creyeron ver a Seyoko viva de nuevo. Luego, la realidad adquirió contornos precisos, y reconoció los cobrizos cabellos de Audrey. Vestía téjanos y un enorme jersey color crema con hombreras. Caminaba rodeándose el pecho con los brazos.

Se vistió rápidamente y cruzó la casa, sumida en el silencio. Abajo, había sombras por todas partes, de tal modo que sólo subsistían las formas básicas.

Abrió la puerta principal y miró el sobresaltado rostro de Audrey. Ella tenía la mano sobre el picaporte.

-Cristo -exclamó Audrey-. Me has dado un susto de muerte.

-Lo siento.

-Pero tú siempre me estabas dando sustos de muerte. -Se abrazó a sí misma como si tuviese frío-. Te gusta moverte en la oscuridad. Siempre estabas lanzándote contra mí. Decías que te gustaba oírme gritar.

-¿Yo decía eso?

-Sí.

-Eso era hace mucho tiempo -dijo Michael-. Ahora somos adultos.

-Puede que lo seamos -replicó ella, pasando por delante de él y entrando en la casa-, pero ninguno de los dos ha cambiado.

Michael cerró la puerta y la siguió. Ella había ido al estudio. La suave luz bruñía su piel cremosa. Se sentó en un sofá futan, cruzó las piernas y abrazó un almohadón.

-Tenerte como hermano era como vivir con el demonio. ¿Lo sabías? Lo peor era cuando papá y mamá estaban fuera. Cuando estábamos los dos solos.

Michael se situó frente a ella.

-En París acudiste a mí cuando te viste en apuros.

-Porque sabía que tú no se lo dirías..., lo del aborto. Por tu rígido código de honor.

-Quieres decir que a veces viene bien.

Audrey no respondió, fil vio las pecas que salpicaban sus pómulos y la recordó riendo en un columpio mientras él empujaba. Hacía años.

-Es una cosa útil -dijo Michael-. Pero no es algo que se pueda conectar y desconectar. Hay que vivir conforme a él por completo o desecharlo enteramente.

Quizá ella le oyó por fin. Echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos. Parte de la tensión que la dominaba pareció esfumarse.

-Oh, Dios -susurró-. He hecho un revoltijo terrible de mi vida. -Y se echó a llorar, agitando los hombros.

Michael se arrodilló y la rodeó con sus brazos. Sintió el abrazo de ella, su rápida y sorprendente fuerza que acompañaba al estallido de su emoción. Tenía la cabeza apoyada en su hombro.

-Ni siquiera tuve la oportunidad de decirle adiós a papá -sollozó.

-Ninguno de nosotros la tuvo -dijo él.

Ella se separó un poco y clavó sus ojos en los de él.

-Pero siempre pasaba tiempo contigo. -Sorbió ruidosamente por la nariz-. Tú eras su orgullo y su alegría.

-¿Qué te hace decir eso?

-Oh, vamos, Mickey. -Sacudió la cabeza-. Fue a ti a quien envió al Japón cuando tenías nueve años, estudiando sólo Dios sabe qué clase de increíble filosofía japonesa. Ejercitándote con espadas japonesas... -Katana.

-Sí. Katana. Lo recuerdo. -Se enjugó las lágrimas que le cubrían el rostro-. Papá se aseguró de que nunca necesitases de nadie. Eras tan independiente y resuelto como la hoja de acero que aprendiste a usar. Él la miró.

-Estás describiendo a alguien que es inhumano, no independiente.

-Tal vez es lo que pensaba que eras.

Ella se estaba malhumorando, y él percibió el resurgir de su vieja rivalidad de hermanos. Sonrió un poco para calmarla.

-Pero no lo soy, Aydee. -Utilizó deliberadamente el apodo que le había puesto su padre.

-Había cosas..., cosas íntimas, cosas personales, que yo anhelaba confiarle -dijo-. Pero él nunca estaba allí. Tío Sammy le tenía siempre al extremo de una correa muy corta.

-Ahora estás hablando como mamá -dijo Michael-. Tío Sammy estaba siempre aquí cuando papá no estaba. Era como..., bueno, como Nana, el perro pastor inglés de Peter Pan. Allá estaba tío Sammy para protegernos.

-Eso era porque papá siempre estaba fuera -respondió ella-. ¿No comprendes? Tío Sammy monopolizaba el tiempo de papá. Tenía su empleo, y te tenía a ti. Se las arreglaba para estar en Japón lo bastante a menudo como para visitarte. Al final, no quedaba nada para mí.

-Pero tú tenías a mamá -dijo Michael-. Siempre fuiste su preferida. Recuerdo que cuando estaba en Japón me sentía dolido por hallarme tan lejos de ella. Nunca llegué a conocerla, Aydee, mientras que ella y tú estáis mucho más próximas de lo que jamás estuvimos papá y yo. Vosotras os decís cosas que nunca diríais a ninguna otra persona. No creo que papá tuviese esa misma intimidad con nadie, ni aun con mamá. Ellos nunca tuvieron tanto tiempo en común.

Audrey inclinó la cabeza.

-Es posible -admitió-. Pero quizás..., y eso es lo que me ha mantenido despierta esta noche, quizá defraudé a papá de alguna manera. Yo creo que estaba tan ocupada sintiéndome resentida con él que, cuando venía a casa, no quería pasar mucho tiempo conmigo.

-¿Es eso lo que realmente crees?

-No lo sé -respondió en voz baja Audrey. Apoyó la barbilla en los antebrazos y cerró los ojos-. ¿Recuerdas la vez en que papá nos llevó a Vermont para enseñarnos a esquiar? Hacía un tiempo horrible. Mientras estábamos fuera del albergue se desató la tormenta de nieve más grande que jamás he visto. No podíamos ver absolutamente nada. Yo no tenía ni idea de dónde estábamos. Me eché a llorar. Gritaba y gritaba, Mike. Creía que papá me oiría desde el albergue. ¿Te acuerdas?

Michael asintió, recordando el miedo que había sentido por los dos.

-Me puse histérica -dijo Audrey-. Me estaba helando aun a través de mi traje de esquiar.

-Con aquel viento, debía de haber una temperatura de trece bajo cero -recordó Michael.

-Yo quería echar a correr -dijo ella-. Pero tú me agarraste, y construimos juntos aquel refugio de nieve. Tú nos libraste de aquel viento terrible que nos iba a congelar. Apoyaste mi cabeza sobre tu pecho. Recuerdo que oía los latidos de tu corazón sobre mi respiración. Estaba horriblemente asustada, pero ya no sentía frío. Permanecimos acurrucados el uno contra el otro para darnos calor, hasta que pasó la tormenta. Hasta que papá vino y nos encontró.

Levantó la cabeza y le miró fijamente.

-Aquel día -continuó ella-, tú fuiste mi Nana, mi protector. Papá se hacía cruces de la inteligencia con que actuaste. Recuerdo cómo nos besó a los dos. Creo que fue la primera y única vez, que yo recuerde, que nos besó.

"No paraba de decir: "Creía que habíais muerto. Creía que habíais muerto.”

Michael se levantó y se dirigió por detrás de la mesa hasta la ventana cubierta por el shoji. Las persianas de papel de arroz di-fuminaban la iluminación procedente de las luces de seguridad. Le desasosegaban los recuerdos de Audrey de cómo le había admirado Philip; era una sutil admisión de que su padre no había experimentado los mismos sentimientos hacia ella. ¿Se daba cuenta de que igual desasosiego le producía la expresión de su fraternal amor hacia él?

-Supongo que mamá le pediría a papá que instalase esas luces de seguridad -dijo.

Audrey se volvió, con un brazo a lo largo del respaldo del sofá.

-Pues no. Yo estaba aquí cuando papá las instaló. Fue idea suya.

Michael estaba mirando las sombras de los árboles proyectadas sobre el costado de la casa.

-¿Dijo papá por qué las quería?

-No hacía falta que lo dijese -respondió Audrey, y cuando Michael se volvió para mirarla se encogió de hombros-. Creía que mamá te lo había dicho. Hubo un intento de atraco.

-No me ha dicho nada -repuso Michael-. ¿Qué ocurrió?

Audrey volvió a encogerse de hombros.

-Poca cosa. Al parecer, un merodeador trató de introducirse en la casa. En esta habitación. La cosa fue que yo estaba aquí. Serían alrededor de las tres de la madrugada. Yo no podía dormir, como de costumbre. Oí a alguien en la ventana, donde tú estás ahora.

-¿Viste quién era?

-No. Sólo saqué la pistola de papá y disparé contra la ventana.

-Luces de seguridad -dijo Michael-. No es propio de papá.

-No. En absoluto.

Volvió adonde estaba sentada Audrey. Vio que tenía las piernas recogidas bajo el cuerpo. Parecía más relajada.

-Michael -empezó ella. Él se sentó a su lado-. ¿Sabes cómo murió papá?

-En un accidente de automóvil -dijo tío Sammy.

-Sí, lo sé.

Siguieron unos momentos de silencio. Al fin, Michael dijo:

-¿Qué estás insinuando, Aydee?

El rostro de ella mostraba una expresión grave y reposada.

-Tú eres el imaginativo. Dímelo tú.

-¿Dónde está?

El dedo grueso y moreno señaló.

-Lo quiero.

El dedo grueso y moreno se movió de un lado a otro.

-Prometiste que lo tendría.

Al moverse, el dedo grueso y moreno revolvió el montoncito apilado en el centro de la mesa de madera de koa. El montoncito estaba carbonizado. Hacía que la estancia oliera a humo.

Fat Boy Ichimada, suspiró, y al hacerlo, su impresionante estómago rozó contra el borde de la mesa.

-No lo tengo. -Sus pequeños y arqueados labios se abrieron y cerraron. Le tembló la papada-. Lo quiero y no lo tengo.

Sus negros ojos se levantaron hacia los dos hombres que permanecían incómodamente de pie delante de él. Eran virtualmente idénticos. Llevaban camisas de flores parecidas la una a la otra, pantalón de baño de vivos colores y sandalias de cuero.

-¿Cuál es vuestra explicación? -preguntó Fat Boy Ichimada. Afuera, los doberman comenzaron a ladrar, y los dos hawaia-nos volvieron la cabeza para mirar por las ventanas. Pasaron corriendo un par de adolescentes cuyos rubios cabellos flotaban al viento. Cada uno de ellos conducía un par de perros que tiraban del extremo de sus cadenas. Se internaron en la espesa vegetación tropical.

-Alguien ha cruzado el perímetro -dijo uno de los hawaianos.

-Tal vez sea la Policía -dijo el otro.

-No es nada -dijo con convicción Fat Boy Ichimada-. Sólo un jabalí. Su olor les excita.

-¿A los perros o a los nadadores? -dijo el primer hawaiano. Era una especie de broma y, en cualquier caso, retórica.

-Esto es Kahakuloa -dijo Fat Boy Ichimada. Hablaba con términos contundentes, como si lo que decía estuviese tallado en piedra y no pudiera ser contradicho jamás-. No hay aquí ninguna Policía, a menos que yo la llame.

Kahakuloa se hallaba situada en el extremo nordeste de Maui. Sólo una pequeña carretera de dos carriles la unía con la ciudad más próxima, Wailuku, al Sur. Al Norte, un irregular y.accidentado sendero serpenteaba al borde de perpendiculares acantilados en torno a Kapalua. Era navegable -cuando resultaba siquiera transitable- sólo con un vehículo de cuatro ruedas de altura suficiente. Muchos coches habían quedado embarrancados después de que las profundas rodadas destrozaran el silenciador, el depósito de combustible o el árbol de dirección bajo la carrocería.

-Entonces, los perros no importan -señaló el primer hawaiano.

-Siempre hay turistas -dijo Fat Boy Ichimada-. Paseantes, hippies, curiosos y tipos de esos a los que hay que disuadir. Después de todo, esto es propiedad privada.

El primer hawaiano se echó a reír.

-Sí -dijo-. Las toneladas de hierba metidas aquí son propiedad privada, sí.

Fat Boy Ichimada se incorporó. Era un hombre corpulento con arreglo a cualquier patrón de medida; para un japonés, era un gigante. Su estatura rebasaba el metro ochenta, una auténtica montaña humana. Sus pequeñas facciones acentuaban el hecho.

Sus puños eran tan grandes como garras de oso. Había historias -quizá falsas, quizá no- de que había matado hombres con un solo puñetazo.

Fat Boy Ichimada llevaba siete años recorriendo las islas ha-waianas. Sabía acerca de ellas tanto o más que muchos nativos que estaban demasiado ocupados atendiendo a los millones de turistas que acudían en masa al paraíso, como para recordar la historia de su hermosa tierra.

-Sois nuevos conmigo, y por eso he tenido paciencia con vosotros hasta ahora. Pero preguntad por ahí. Soy tolerante con mis hijos. Por lo que a mis empleados se refiere, sólo hay dos situaciones. El trabajo bien hecho y el trabajo que no ha sido hecho en absoluto. El primero lo recompenso con generosidad. Con el otro no tengo la más mínima tolerancia. No espero a que se repita la historia. Los empleados que no entregan lo que se les pide no vuelven a trabajar para mí. No vuelven a trabajar para nadie.

Fat Boy Ichimada observó que mientras pronunciaba estas palabras los dos hawaianos habían empezado a agitarse nerviosamente. Se preguntó si esto era o no una buena señal. No le había agradado la idea de contratar tan precipitadamente unos agentes nuevos. Pero después de tomar su decisión, aquel asunto se había vuelto demasiado delicado y explosivo como para utilizar a nadie de quien se supiera que estaba al servicio de Ichimada. Ahora se estaba haciendo evidente el inconveniente principal de contratar a alguien de fuera.

-Contestadme en seguida -dijo-, o diré a los muchachos que suelten los doberman. Los mantengo hambrientos. Continuamente hambrientos. Trabajan mejor así. -La sonrisa de Fat Boy Ichimada carecía por completo de cordialidad-. Son como personas en ese aspecto, ¿neh?

-¿Tratas de asustarnos? -dijo el primer hawaiano. -Tenéis boca para hablar -respondió neutralmente Fat Boy Ichimada.

-El tuyo es un problema de actitud, hermano -dijo el primer hawaiano-. ¿Crees que eres mejor que esos tipos de ahí afuera? -Señaló con el pulgar en la dirección que habían seguido los chicos que llevaban los doberman-. En absoluto. Sois extranjeros. Tenéis tanto derecho a estar en nuestro país como un pedazo de mierda en el cuarto de estar.

Sin apartar la vista, Fat Boy Ichimala accionó el interfono con el pulgar.

-Kimo -dijo al micrófono-, suelta los perros. La mano del primer hawaiano se deslizó bajo su floreada camisa y reapareció empuñando un revólver de cañón corto calibre 38.

Fat Boy Ichimada estaba ya en movimiento. Era asombroso ver a un hombre de su tamaño moverse con semejante velocidad. Antes de que nadie pudiera darse cuenta, se había inclinado sobre la mesa con la mano derecha extendida. El borde de su mano, el amarillo callo tan duro como el acero, golpeó la muñeca del hawaiano con tal fuerza que el revólver cayó al suelo.

El primer hawaiano lanzó un grito, y Fat Boy Ichimada le golpeó con las puntas de dos dedos justo encima del corazón. El segundo hawaiano, que permanecía inmóvil, paralizado por el miedo, jamás vio a un hombre caer al suelo tan rápidamente como lo hizo su hermano.

Para entonces, Fat Boy Ichimada había dado ya la vuelta a la mesa. Su enorme zapatilla se posó sobre el revólver, tapándolo por completo. Levantó al semiinconsciente hawaiano. Sosteniéndolo de modo que sólo las puntas de sus pies se arrastraban por el suelo de madera, lo llevó hasta la puerta, la abrió y lo tiró por los toscos escalones de madera.

-¡Cuidado! -gritó, bloqueando con su corpachón todo el vano de la puerta-. ¡Ahí vienen!

Cuando cerró la puerta y volvió de nuevo a la habitación, Fat Boy Ichimada vio el lívido rostro del segundo hawaiano. -Eh -dijo casi amistosamente-, ¿estás bien? -¿Vienen de verdad? -consiguió preguntar el segundo hawaiano.

-¿Quiénes? -Los doberman.

-Los doberman están almorzando -respondió Fat Boy Ichimada, volviendo a sentarse a su mesa. Abrió un tarro de nueces de macadamia, se metió un puñado en la boca... y el tarro quedó medio vacío.

Mientras masticaba, Fat Boy Ichimada observaba los ojos del hawaiano. Disfrutaba con ello tan plenamente como estaba disfrutando con las nueces. -Mi hermano...

-Estoy esperando mi explicación. -Pero él...

-Si no se caga en los pantalones, estará perfectamente. No te preocupes.

El segundo hawaiano no sabía si Fat Boy Ichimada estaba haciendo un chiste.

El dedo grueso y moreno hurgó en los carbonizados restos. -Me dices que esto es todo lo que queda de sus efectos personales. -El dedo empujó las cenizas, trozos de papeles, el borde de una cartera-. Pero lo que hay aquí no es suficiente para que yo crea que se convirtió en humo. Lo quiero y no lo tengo. Dime por qué.

El pálido hawaiano tragó saliva.

-Nosotros estuvimos allí -dijo- justo después de que ocurriera. Le habíamos seguido cuando tú...

-En Kaanapali.

El hawaiano asintió con la cabeza.

-Visteis el cadáver. -No era una pregunta, sino, más bien, un recordatorio de una declaración anterior.

-Lo vimos. El fuego continuaba ardiendo, pero consiguieron sacarlo del coche con rapidez. -La Policía.

-No -respondió el hawaiano-. Los camilleros. Estaba familiarizado con los interrogatorios, y comprendía que ahora estaba siendo sometido a uno. Se preguntó si, llegado el caso, debía mentir o decir la verdad. Pensó en su hermano afuera con los sueltos doberman y algo se agitó en su interior. El odio y el miedo mezclados, disputándose la supremacía. -Les visteis sacar el cadáver del coche.

-Yo diría más bien que lo observamos cuando ya estaba fuera. Fat Boy Ichimada asintió. -Sigue.

-Se había juntado ya una gran multitud. La Policía estaba ocupada en dirigir el tráfico alrededor del lugar del accidente. Tuvimos nuestra oportunidad. Tú nos habías dicho lo que había que buscar.

-¿Y estas cosas? -El dedo grueso y moreno se hurgó de nuevo entre las cenizas que reposaban sobre la mesa-. ¿Cómo las conseguisteis?

El hawaiano se encogió de hombros.

-Como digo, los polis estaban muy ocupados ordenando el tráfico a lo largo de la carretera. Necesitaban inmediatamente voluntarios para luchar contra el fuego..., para ayudar a sacar al conductor.

-Así que tu hermano y tú os ofrecisteis para ello. -Estábamos junto al coche. Allí mismo -dijo el hawaiano-. Cogimos todo lo que había. Pero, como puedes ver, estaba todo quemado. Excepto esto. Lo encontramos cerca del coche, así que no estaba chamuscado ni nada.

Mostró un pequeño trozo de cordón trenzado, de un color rojo tan oscuro que resultaba casi negro.

Fat Boy Ichimada lo miró con semblante inexpresivo. -¿Y el maletero?

-Se había abierto a consecuencia del golpe. No había dentro nada que no hubiera debido estar allí. Fat Boy Ichimada frunció los labios. -Pero no está aquí, ¿verdad? -Lo que tú describiste, no. -Lo quiero.

-Ya sé.

-Encuéntralo.

El "Ellipse Club" se hallaba situado en la Avenida New Hamp-shire, casi a mitad de camino entre el "Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas" y el hotel "Watergate". Desde sus altas ventanas, protegidas por gruesas cortinas, se divisaba una parte del parque Rock Creek y, más allá, el río Potomac.

Michael no había oído hablar del "Ellipse Club", pero en una ciudad que albergaba un millar de clubes, organizaciones y asociaciones, ello no resultaba sorprendente. Además, nunca había pertenecido a la sociedad de Washington.

Subió los peldaños de granito de un edificio provisto de una impresionante fachada de estilo federal. Un mayordomo uniformado salió a su encuentro en el amplio vestíbulo y, al oír su nombre, asintió con la cabeza y le hizo señal de que le siguiese. Fue conducido por una ancha escalera de balaustrada de caoba y a través de una galería del segundo piso. El mayordomo llamó con los nudillos a una entrepañada puerta de roble, y luego la abrió, dejando paso a Michael.

La estancia, espaciosa y de techo elevado, poseía el inequívoco aire de un club de caballeros en el sentido tradicional. A lo largo de los años, una mezcla de cuero gastado, terciopelo polvoriento, humo de tabaco y colonia masculina había impregnado tan profundamente los muebles, las alfombras e, incluso, las paredes, que nada sino una completa demolición podría eliminarla.

Tres grandes ventanales se espaciaban a lo largo de una pared. Entre ellos se alineaban sillones de orejas tapizados en cuero, oscurecidos por el tiempo y el uso, junto a las paredes decoradas en tonos cremas y dorados. En cada extremo de la sala, armarios de madera de roble con vitrinas de cristal mostraban una impresionante exhibición de vinos de Oporto y de Jerez, licores y coñacs de cosechas de mediados del siglo xix. Dos grandes retratos llenaban paredes ocupadas en el resto por candelabros de bronce. Uno era de George Washington; el otro de Teddy Roosevelt.

El centro de la sala se hallaba dominado por una gran mesa de conferencias, de madera labrada con diseños de frutas, alrededor de la cual se hallaban dispuestas dieciocho sillas en perfecto orden. Una docena de ellas estaban ocupadas cuando entró Michael. El aire estaba azul de humo.

Joñas Sammartin se quitó las gafas de montura de acero que llevaba puestas, se levantó y se apresuró a saludarle.

-Hola, Michael. Llegas justo a tiempo -dijo, extendiendo la mano-. Sentémonos. -Condujo a Michael hasta una silla vacía junto a la mesa de conferencias.

Michael observó a los presentes. Estaba claro que se hallaban entregados a una importante discusión. Le sorprendió descubrir que reconocía a casi todos. Cuatro de ellos eran japoneses; una delegación, parecía evidente. El jefe era Nobuo Yamamoto, presidente de "Industrias Pesadas Yamamoto". Su empresa era la fábrica de automóviles más grande del Japón, así como diseñadora de nuevos aviones experimentales a reacción de alta tecnología. Si Michael no recordaba mal, la empresa de la familia Yamamoto adquirió relevancia durante los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando se dedicó a fabricar los motores de aviación más avanzados del mundo. Los tiempos habían cambiado, pero la prosperidad de los Yamamoto, ciertamente no. El otro japonés distinguido era el presidente de la más destacada firma electrónica de su país. Michael le reconoció porque había leído recientemente un artículo en el International Herald Tribune sobre su división de chips para ordenadores. El artículo se ocupaba de la creciente hostilidad de la compañía al Gobierno de los Estados Unidos por causa de su actitud respecto a las importaciones y del aumento de los aranceles americanos a las importaciones.

En cuanto a los americanos sentados en torno a la mesa, parecían un quién es quién del Gobierno. Michael leyó la hoja de papel que Joñas le pasó, emparejando nombres y rostros. Estaban dos ministros, el subsecretario de Defensa, el presidente del sub-comité de Comercio Exterior de la Cámara de Representantes, el presidente del comité de inspección de Asuntos Exteriores del Senado, y dos hombres que Michael reconoció inmediatamente como los altos consejeros del presidente sobre política exterior.

El más joven de estos dos hombres últimos estaba hablando ahora.

-...es evidente que ciertas firmas electrónicas japonesas han estado vendiendo semiconductores en el mercado a precios artificialmente bajos. No acuso a nadie de esta mesa, pero les exhorto a que tengan en cuenta que si no ponen fin inmediatamente a esta práctica ilegal, será el Congreso de los Estados Unidos quien lo haga.

-Es cierto -dijo el presidente del comité de inspección de Asuntos Exteriores del Senado-. En esta cuestión, las dos Cámaras son prácticamente unánimes. Estamos preparándonos para aprobar cuantiosos aranceles a la importación, con el fin, tal como nosotros lo vemos, de proteger a las empresas americanas que no puedan competir con sus equivalentes japonesas.

-El Congreso es sensible a la voluntad del pueblo americano -dijo el representante de la Cámara-. La presión que se ejerce sobre nosotros es intensa, y va aumentando. Senadores y representantes escuchan las voces de quienes comienzan a sentirse dominados por el pánico. Yo soy del gran Estado de Illinois. Lo único que mis electores piensan es que una disminución de las importaciones significa un aumento de puestos de trabajo para los americanos.

-Disculpe que se lo diga -replicó Nubuo Yamamoto-, pero la puesta en vigor de esa legislación significará también un período de aislamiento económico. Perdonen mi atrevimiento, pero eco es algo que su país no puede resistir en esta coyuntura de su historia. Su enorme deuda nacional, ya causada por una disminución de las exportaciones americanas, se tornará intolerable. La legislación aislacionista estrangulará todas las exportaciones.

Yamamoto tenía un rostro anguloso coronado por cabellos de color gris acero. Sus cejas eran blancas y pobladas, al igual que su pulcro bigote. Tenía una forma entrecortada y precisa de hablar y, aunque como todos los japoneses encontraba cierta dificultad para pronunciar las erres y las eles, no se sentía en absoluto acomplejado por ello.

-No es ningún secreto la debilidad que actualmente padece la economía de los Estados Unidos -continuó Yamamoto-. En el pasado, cuando nuestras importaciones estaban produciendo su impacto inicial en ultramar, los negocios de exportación que su sector agrícola realizaba, podían mantenerles a ustedes a flote. Los excedentes de cereales que vendían a la India, China, Rusia y demás, compensaban con creces las pérdidas comerciales interiores ocasionadas por la afluencia de automóviles y aparatos electrónicos japoneses de alta calidad.

"Antes obtenían ustedes buenos ingresos alimentando al resto del mundo. Pero ya no. Han exportado tanta tecnología que han perdido a sus mejores clientes. Ahora están subvencionando menos a sus propios granjeros, y sus excedentes están saliendo a precios ridiculamente bajos a los mercados mundiales.

"Pero todo esto es culpa suya. Tuvieron oportunidades sobradas para reciclar su propia industria a fin de crear productos de alta calidad. Tuvieron tiempo de sobra para acomodar su agricultura al cambiante cuadro económico mundial. El hecho es que no hicieron ninguna de las dos cosas.

"Me parece injusto que ahora nos castiguen por algo de lo que no somos culpables.

-Un momento -dijo el más viejo de los consejeros del presidente, un economista de cierta fama-. No menciona usted las impenetrables barreras que su país opone a las importaciones, su obstinada negativa a cumplir los acuerdos que su propio Gobierno firmó con el nuestro en relación con la proliferación de chips japoneses en un mercado mundial ya saturado.

-Y usted -replicó con firmeza Yamamoto- no menciona la constante alza del yen que, juntamente con las limitaciones que a las exportaciones a su país se ha impuesto a sí misma mi empresa, ha limitado gravemente los beneficios y nos ha obligado a considerar nuestra actual metodología comercial.

-¿No es cierto, señor Yamamoto -dijo el economista, levantando la voz- que no tenían ustedes intención de limitar por propia voluntad sus exportaciones a este país? ¿No es cierto que lo que caritativamente define usted como "limitaciones a las exportaciones que su empresa se ha impuesto a sí misma" venían en realidad obligadas por los cupos americanos? ¿No es también cierto que su empresa ha arrendado reiterada y voluntariamente la fabricación de piezas de motores a Corea y Taiwán para poder soslayar los cupos de importación de automóviles de este Gobierno?

-Señor -dijo Yamamoto con tono suave-, tengo setenta y seis años. Nunca he ocultado el deseo de que mi empresa consiga una penetración de un diez por ciento en el mercado automovilístico mundial. Ahora dudo que pueda ver realizado mi sueño antes de morir.

-No está usted respondiendo a mis alegaciones -dijo el economista, con el rostro rojo de indignación.

-Preguntas tan insolentes no garantizan respuestas -dijo No-buo-. La reputación de "Industrias Pesadas Yamamoto" es inatacable. Por usted o por cualquier otro.

Michael estaba estudiando detenidamente al japonés. Mientras Nobuo Yamamoto hablaba, Michael advirtió varias cosas. La primera, que Yamamoto era el evidente portavoz de toda la delegación. Aunque el presidente de la firma electrónica era un hombre muy estimado en Japón, en aquellos momentos estaba adoptando una posición secundaria con respecto a Yamamoto. Habida cuenta de que para un japonés el prestigio -la estima exterior- lo era todo, no debía tomarse a la ligera este hecho. Era Yamamoto quien se estaba apuntando todos los tantos, y era él quien estaba capitalizando ese prestigio.

La segunda cosa que advirtió Michael, era que Yamamoto estaba dirigiendo inteligentemente el tono y el contenido de la reunión. Él deseaba esta confrontación y además había inducido a los americanos a ponerse en ridículo. Sus palabras, pronunciadas tan sosegada y neutralmente, estaban, no obstante, calculadas para herir lo más profundamente posible el espíritu occidental. La idea de un extranjero diciéndoles a los americanos cómo dirigir su propia economía, debía de parecerles intolerable a aquellos hombres. Pero, como en todas las negociaciones con japoneses, allí había un propósito oculto. Michael empezó a preguntarse cuál podría ser.

-Parece usted indiferente a las consecuencias de sus actos -dijo el más joven de los consejeros del presidente-. Su aparente obstinación en asumir la responsabilidad de las ramificaciones internacionales de sus actos es sorprendente. Yo quisiera hacerle notar que, salvo que lleguemos aquí a alguna fórmula básica de compromiso, las perspectivas económicas futuras para los productos japoneses en este país esrán realmente desoladoras.

"Si el Congreso de los Estados Unidos aprueba la legislación proteccionista ahora pendiente, los beneficios japoneses en coches, ordenadores y aparatos electrónicos caerán en picado. No necesito recordarle, señor Yamamoto, que los Estados Unidos constituyen en la actualidad el mercado más lucrativo, con mucho, del Japón. ¿Se imagina el caos que produciría en su país el brusco cierre de ese mercado? Eso es precisamente lo que estamos sugiriendo que ocurrirá, a menos que obtengamos de usted y de los miembros de su delegación garantías escritas de que se impondrán algunas restricciones.

-Comprendo la gravedad de la situación -dijo Yamamoto. Sus ojos miraron fríamente al americano-. Pero debo reiterar que nos negarnos a ser injustamente penalizados por una situación que nosotros no hemos creado. No obstante, como concesión a nuestros amigos americanos, hemos accedido a un compromiso. Tiene usted delante los documentos. Y...

-¡Esto! -exclamó el economista, blandiendo varios documentos-. Esta propuesta es ridicula. ¡Es menos de la cuarta parte de las reducciones que nosotros exigimos!

-Lo que ustedes exigen -dijo Yamamoto, haciendo que la pa-' labra sonara con un cierto acento obsceno-, difícilmente puedei entenderse como un compromiso. Su propuesta pide que nos cortemos las dos manos.

-Para salvar el cuerpo -respondió el senador, sonriendo—. Sin duda, ve usted la sensatez de una propuesta tal.

-Lo que veo -repuso suavemente Yamamoto- es una insistencia en que la industria japonesa retorne a la situación en que se encontraba hace veinte años. Eso es intolerable. Imagine su propia reacción al respecto si yo hiciese una propuesta semejante a su Gobierno.

-Nunca estaría en posición de hacerlo -dijo el economista, evidentemente lanzado al ataque-. Dejémonos de cuentos de hadas y vayamos al grano. Van ustedes a aceptar nuestra propuesta, y lo van a hacer de buen grado, y voy a decirle por qué. Porque la alternativa es una reducción tan drástica de las exportaciones japonesas a los Estados Unidos, que les parecerá que están nuevamente en guerra.

La atmósfera de la sala se había tornado gélida. Michael había visto dar un respingo al más viejo de los dos consejeros. Pero era demasiado tarde para reparar el daño. Yamamoto permanecía sentado rígidamente en su silla. Su mirada, dirigida al economista, era firme.

-Nadie obliga a sus consumidores a comprar nuestros productos -dijo-. Pero el hecho es que la gente reconoce la calidad, y es calidad lo que busca. La calidad es el sello distintivo de los problemas japoneses. Como nación, nos hemos esforzado durante tres décadas por superar el eslogan americano "fabricado en Japón" como sinónimo de "mal fabricado". Ahora que lo hemos conseguido, no pueden ustedes esperar que abandonemos lo que tanto esfuerzo nos ha costado alcanzar. Me temo que lo que piden es imposible. Y, francamente, me sorprende que llegue a sugerir siquiera el ejercicio de coacciones.

-Nadie ha hablado de coacciones, señor Yamamoto -tartamudeó el más joven de los consejeros del presidente-. Si ha habido confusión en los términos, es sólo porque somos hombres de culturas y lenguajes diferentes.

Siguieron unos momentos de silencio. El severo rostro de No-buo Yamamoto parecía dominarles a todos, incluso a los poderosos semblantes de Washington y Roosevelt, que contemplaban las tensa escena desde sus puestos de honor en las paredes de colores crema y dorado.

-Las disculpas -dijo finalmente Yamamoto- requieren la sinceridad del arrepentimiento.

Separó su silla de la mesa, y los demás componentes de la delegación japonesa le imitaron.

-Me temo que nada de eso existe aquí. En semejante atmósfera, queda totalmente descartada una solución honorable.

Acto seguido, abandonó la sala al frente de su delegación.

Joñas no se quedó a participar en los comentarios posteriores. Condujo a Michael hasta la galería tan rápidamente como imponía el protocolo. Vieron a Nobuo y al contingente japonés descender por la amplia escalinata hacia el primer piso. ¿Fue imaginación suya, o realmente vio Michael cómo los oscuros ojos de Yamamoto se posaban por un instante en su rostro antes de que los japoneses desapareciesen por la escalera?

Joñas le condujo a una habitación contigua, que estaba dispuesta como una biblioteca. Estanterías de libros, alfombras orientales y profundos sillones de cuero con orejas, llenaban el espacio. Entre los sillones, pequeñas mesas ovaladas de caoba sostenían lámparas de lectura provistas de pantallas de seda.

En cuanto se sentaron, apareció un camarero. Joñas pidió café y brioches para los dos. Estaban junto a una alta ventana de cristales emplomados. Los sauces se inclinaban a impulsos del viento que barría las orillas del Potomac. Los pájaros aleteaban en sus ramas.

-¿Qué te ha parecido? -preguntó Joñas cuando les sirvieron el desayuno.

-Todo un espectáculo.

-¡Un espectáculo, sí! -Tomó un sorbo de café, que se bebía solo-. ¡Malditos japoneses! Son tan testarudos ahora como lo eran durante la guerra e inmediatamente después.

-Alguien hubiera debido elegir más cuidadosamente la delegación americana -dijo Michael.

Joñas le miró.

-¿Sí? ¿Por qué lo dices?

-Por el economista.

-¡Oh, él! -gruñó Joñas, y agitó la mano-. Es un auténtico genio. Un hombre brillante. No sé qué haría sin él el presidente.

-Tal vez sea un genio en economía -dijo Michael-, pero es un inepto cuando se trata de diplomacia.

-Te refieres a esa observación sobre la guerra. Fue muy poco afortunada, en efecto.

-Hay algo que me intriga -dijo Michael.

Joñas pareció interesado.

-¿Qué quieres decir?

-Yamamoto lo planeó todo. -Y al ver la expresión del rostro de Joñas, agregó-: ¿No lo sabías?

-No estoy seguro de comprender.

-Yamamoto vino a esta reunión para conseguir algo.

-Desde luego -asintió Joñas-. Quería un compromiso.

Michael meneó la cabeza.

-No lo creo, tío Sammy. Él estaba decidido a encontrar un punto sensible. Lo encontró y lo explotó al máximo. Manipuló al economista para que le insultase. Ello le hizo quedar en postura desairada, pero fue algo deliberado.

-Fue sólo un desafortunado incidente -insistió Joñas-. El presidente enviará una nota de disculpa, y para finales de semana estaremos de nuevo en la mesa de negociación.

-Para finales de semana -predijo Michael-, Yamamoto y el resto de la delegación estarán de regreso en Tokio. -No lo creo.

-Por alguna razón, él quería que estas conversaciones se rompiesen. Y quería que los americanos aparecieran como responsables de ello. -Miró a Joñas-. ¿Se te ocurre alguna razón por la que Yamamoto quisiera eso? Quiero decir, ¿son muy importantes estas conversaciones?

-Son cruciales -respondió Joñas. Tomó un sorbo de café y miró meditativamente al río-. ¿Has oído alguna vez hablar de la ley Smoot-Hawley? En 1920, el Congreso aprobó restricciones comerciales. Eso nos convirtió en un país aislacionista. El resultado fue una depresión económica. Ausencia de exportaciones, falta de trabajo, empresas declarándose en quiebra por todas partes. Fue una pesadilla. Una pesadilla que puede repetirse si lo que dices es cierto y la delegación de Yamamoto se vuelve a Japón. El bastardo está diciendo la verdad en una cosa, en que nuestra economía se encuentra en una situación muy apurada. Somos tan débiles como un gatito recién nacido. El déficit nacional está posado sobre nuestros hombros, esperando el momento de aplastarnos. La economía del país se está hundiendo a pasos agigantados, y no parece haber ninguna maldita cosa que podamos hacer al respecto.

"Y quizá tengas razón. Los japoneses son como perros. Pueden oler una posición negociadora débil, y son rápidos en capitalizarla. Si es ése el caso, estamos perdidos. "Industrias Pesadas Yamamoto" está trabajando en el caza a reacción "FAX" de alto secreto. No nos dejan meter la nariz en ello. Hemos estado impulsando a los japoneses a incrementar su presupuesto de defensa, pero en base a comprar material americano. "McDonnell-Douglas" y "Boeing" ganan decenas de millones de dólares con sus ventas japonesas. Si Nobuo Yamamoto consigue poner pronto en funcionamiento el "FAX", ello podría suponer un golpe terrible para nuestras mayores empresas aeroespaciales.

-De modo que ésa es la clase de cosas en que estabais metidos papá y tú -dijo Michael. Se sentía fascinado por lo que acababa de presenciar, pero, después de todo, había ido allí para descubrir cómo había muerto su padre; eso era lo más importante para él-. No puedo creer que después de todos estos años no tuviese ni idea de lo que sucede en la oficina. -¿Qué imaginabas? -preguntó Joñas.

-No lo sé -confesó Michael-. El nombre de "Oficina de Exportaciones Comerciales Internacionales" nunca significó gran cosa para mí.

-Pero debías de sentir curiosidad -insistió Joñas-. Todo hijo quiere saber qué hace su padre. Seguramente que se lo preguntaste.

-"Viajo, Michael." Eso era lo que decía. "Voy a Europa, a Asia, a Sudamérica.”

-¿Y eso era todo?

-Una vez dijo: "Sirvo a mi país.”

Sacó de un bolsillo interior una carpeta de tapas grises y se la entregó.

-¿Qué es esto? -preguntó Michael.

-Mira dentro -le instó Joñas. Y mientras Michael lo hacía le fue diciendo-: Ayer me preguntaste cómo murió tu padre. Así es como murió. Las fotografías que estás viendo fueron tomadas menos de una hora después del accidente. Como puedes ver, el fuego causó por lo menos tanto daño como el impacto. Quizá más. Es difícil calificar lesiones tan intensas.

A Michael las manos le temblaban; había llegado a las fotos de los calcinados restos de un cuerpo: el de su padre. La última foto era un primer plano. Sintió náuseas. Ningún hijo debería ver a su padre así. Levantó la vista.

-¿Por qué me has enseñado esto?

-Porque me preguntaste cómo murió tu padre. No es una pregunta fácil de responder, y es importante que comprendas plenamente las consecuencias de tu petición. -Joñas volvió a coger la carpeta y la cerró, utilizando para ello una pequeña traba de metal-. Tu padre no mentía cuando dijo que servía a su país. Y tampoco estaba empleando un eufemismo. -Guardó la carpeta-. Era una afirmación literal.

-Trabajaba para el Gobierno federal -dijo Michael-. Eso lo sé.

Un eco en el fondo de su mente. La voz de Audrey, suave y penetrante en el silencio de la noche: ¿Sabes cómo murió papá? ¿Qué sospechaba? Tú eres el imaginativo. Dímelo tú.

-Primero, debes saber que "BITE" es un nombre que yo creé hace mucho tiempo -dijo Joñas-. Segundo, la oficina no existe. Al menos, no funciona en el mundo del comercio internacional, presupuestos, aranceles y demás.

-Entonces, ¿qué hacíais asistiendo a esa reunión de alto nivel? -preguntó Michael-. ¿Y cómo has podido introducirme a mí en ella?

Joñas sonrió levemente, con expresión de modestia.

-Después de todos estos años, creo que tengo algún poder en Washington.

Michael le dirigió una mirada extrañada. Experimentaba una sensación de vacío en el estómago, como si se encontrase en un ascensor que descendiese a toda velocidad.

-¿Quién eres tú, tío Sammy? -dijo-. Nunca te lo he preguntado. Creo que ha llegado el momento de hacerlo.

-Tu padre y yo construimos "BITE" -respondió Joñas-. Desde sus mismos cimientos. Tu padre y yo éramos soldados, Michael. Ser soldados es lo que sabíamos. Cuando la guerra terminó, pensamos que nuestra utilidad había finalizado. Nos equivocábamos. Nos convertimos en otra clase diferente de soldados: en espías.

Había muchas cosas que hacer aquella mañana, y a falta de nadie más era Audrey quien debía hacerlas. Pese a lo desagradable que todo aquello resultaba, no habría sido tan malo, pensó ella sombríamente mientras se vestía, si el sentimiento de culpabilidad que la noche anterior había revelado a Michael, no gravitara tan pesadamente sobre ella.

Había que tomar las disposiciones necesarias para el funeral de Philip Doss. Lillian había prohibido expresamente a la oficina que se ocupase de ello. Audrey había oído a su madre hablar por teléfono, presumiblemente con tío Sammy, con voz aguda y estridente.

Sintiera lo que sintiese, Lillian no lo expresaría con palabras, acaso porque no podía hacerlo. Pero Audrey recopilaba las pequeñas manifestaciones de tensión interna de su madre, de la misma manera que un mirón va atesorando furtivamente sus atisbos prohibidos. Y, como un mirón, Audrey se sentía situada al margen pero con una vinculación compelente, casi vergonzosamente íntima, con un oscuro interior. Le aterraba tanto como le fascinaba.

Audrey conocía bien a. su madre. Lillian Doss necesitaba las limitaciones del mundo supremamente racional para poder funcionar adecuadamente. En ese mundo, la muerte era tan natural como la vida. Uno empezaba, uno terminaba. Le sucedía a todos los seres vivos. Ella se sentía a gusto con lo conocido; con límites fijos, con fronteras con las que se resguardaba de la infinita oscuridad del caos. Reglas y normas eran su comunión y su confesonario. Y, había descubierto Audrey, lucharía con uñas y dientes para conservar la santidad de su mundo racional.

El autodominio de Lillian era legendario, tanto dentro de la familia como en su círculo de amigos. Por ese motivo no había nadie más que las dos mujeres para hacer las desagradables cosas que era preciso realizar ese día. Lillian creía firmemente que la muerte, como la enfermedad, sólo era incumbencia de la familia inmediata. De hecho, muerte y enfermedad venían a ser para Lillian prácticamente lo mismo. Con la diferencia de que la primera duraba mucho más que la segunda.

"Lo que haya que hacer -le había oído decir a una amiga íntima- lo haremos mi hija y yo." Michael estaba también presente en aquel momento, y Audrey le había visto volver la cabeza en dirección a Lillian. Audrey sabía que no era la primera vez que lo dejaba al margen. Ni, sospechaba, sería la última.

El ataúd era blanco por fuera y estaba revestido de madera oscura en su interior. Fue preciso tomar disposiciones especiales porque el cadáver debió ser transportado en avión desde Hawai, y la oficina había tenido los restos durante varios días.

Todo debería haber estado terminado ya, pensó Audrey, oyendo sólo a medias la monótona salmodia del director del funeral. El aire producía una sensación de aturdimiento, como si las sustancias químicas empleadas para embalsamar hubiesen terminado impregnando el local.

Al fin acabó y, como había prometido, Audrey llevó a su madre a almorzar fuera. La verdad era que su estómago no tenía el menor interés por ello, pero sabía que tenía que comer algo.

Después de la oscura y triste mañana pasada con hombres necrófagos, cuyas apesadumbradas expresiones parecían tan falsas como flores de seda, Audrey estaba dispuesta para la luz del sol. En consecuencia, eligió un nuevo restaurante de Alexandria, no por sus platos, sino por su comedor principal, semejante a un invernadero con sus grandes paneles de cristal, que permanecía perpetuamente luminoso y cálido durante el día.

Pidió para las dos sendos cocteles de vodka y zumo de tomate, y apartó la carta. No tenía sentido mostrársela a su madre. Cuando almorzaba fuera, Lillian siempre pedía ensalada de pollo y té helado con limón, en el que echaba un par de dosis de "Equal". Llevaba siempre "Equal" en el bolso por si el restaurante servía otra marca de edulcorante artificial.

-Me alegra que haya terminado -dijo Audrey-. Fue un alivio salir de allí.

Lillian rebuscó en su bolso hasta encontrar una diminuta caji-ta de nácar. Sacó una aspirina y, cuando llegaron las bebidas, se la tomó con el primer trago.

-¿Te duele la cabeza, madre?

-Estoy perfectamente -dijo Lillian.

Audrey contempló cómo su madre se tomaba el analgésico.

-Ha sido una mañana terrible.

-Creía que me ahogaría allí -dijo Lillian. Miró tristemente a su alrededor-. Nada parece ya igual. Es como si hubiéramos vuelto a casa después de un largo viaje para encontrar que no queda nada de la vecindad -suspiró-. Con demasiada frecuencia no es la vecindad sino una misma la que ha cambiado.

Escuchando a su madre, Audrey se iba sintiendo cada vez más preocupada.

-¿Por qué no te vas a pasar unos días a algún sitio? -dijo-. No hay ninguna razón para que te quedes aquí.

-Tengo mi trabajo.

-Tómate un permiso -respondió Audrey-. Bien sabe Dios que te lo has ganado. ¿Y quién se va a oponer? ¿El abuelo?

-El hecho de que trabaje para mi padre -dijo Lillian- no es razón para que me aproveche por pertenecer a la familia.

-Un permiso por fallecimiento no es aprovecharse -repuso Audrey-. ¿Por qué no vuelves a Francia? A ti te encanta el país. ¿Recuerdas aquel delicioso lugar cerca de Niza del que me hablaste una vez? ¿El lugar que había sido catedral en otro tiempo?

Lillian sonrió.

-Monasterio.

-Bueno, de todos modos, era muy viejo. Recuerdo lo que me contaste. Lo maravillosamente bien que te lo pasaste allí. Ojalá hubieras podido ir con papá.

-Eso es una cosa que sólo tú y yo sabemos, es nuestro secreto. Nunca le hablé a nadie más de ese lugar -dijo Lillian-. De todas maneras, tu padre no tenía tiempo para vacaciones.

-Y ahora -añadió Audrey- es demasiado tarde.

Notó que la emoción brotaba de nuevo en su interior, como le había ocurrido en la funeraria. Se tapó la cara con la mano.

-Oh, Dios, fue horrible. Tener que decidir en qué clase de ataúd ponerle, mirar los precios...

-Es inútil hablar de ello, querida -dijo Lillian-. Lo hecho, hecho está. Teníamos un trabajo difícil que hacer, y lo hicimos.

-Hablas como si fuéramos soldados marchando a la guerra -dijo Audrey, desconcertada.

-¿Sí? -Lillian mostró sorpresa-. Bueno, quizá lo somos en cierto modo. El valor y el deber deben guiarnos ahora. Bien sabe Dios que tu padre ya no puede hacerlo.

Audrey se echó a llorar. Había contenido las lágrimas durante toda la mañana, replegándose en el interior de una especie de capullo protector, mientras el dueño de la funeraria les llevaba a través de su macabro circo de tres pistas.

Bien sabe Dios que tu padre ya no puede.

Lloró tapándose la cara con las manos.

-Bueno, bueno -dijo suavemente Lillian. Puso la mano sobre las de su hija-. Ten valor, querida. Eso sería lo que te diría tu padre si estuviese aquí.

Pero no está, pensó Audrey. ¡Oh, ojalá estuviese! Se sintió de pronto furiosa.

-¡No puedo creer que todavía sigas recitando esas estupideces! ¡Ni siquiera sé lo que significa el valor! El valor es uno de esos misteriosos términos de los que hablan los hombres, pero que no saben explicarse a ellos mismos ni a los demás. -Estaba haciendo un esfuerzo por controlarse-. Ése fue siempre su dominio sobre ti.

-Fue su dominio sobre todos nosotros -le recordó Lillian-. Incluida tú.

Pero Audrey estaba perdiendo rápidamente el control de sus emociones. Las lágrimas -o, más probablemente, el torbellino de sentimientos primordiales que las habían creado- estaban levantando trozos de detritos procedentes de la charca oscura de su inconsciente.

-Él sentía que había fracasado al engendrar una hija, y yo le pagaba en especie. Él quería dos hijos -sollozó-. Sí. Sí. Lo dejó perfectamente claro. Muchas veces.

Lillian miró fijamente a su hija.

-¿Le oíste alguna vez decir eso?

-No necesitaba decirlo -respondió Audrey-. Podía ver la decepción en sus ojos cada vez que me veía coger un bate de béisbol o lanzar la pelota.

-Tu padre estaba orgulloso de ti, Audrey. Te quería mucho.

-¿Es que no lo entiendes, madre? ¡Nunca llegué a conocerle! -Pese a sus esfuerzos, estaba llorando de nuevo-. ¡Y ahora ya nunca le conoceré!

o-Pobrecilla -dijo Lillian, alargando las manos hacia ella sobre la mesa-. Pobrecilla.

-Espías -repitió Michael como un eco. Había pronunciado la palabra sin comprender realmente su significado. Aturdido, no había dicho nada mientras bajaban por la ancha escalinata del "Ellipse Club", recogían sus abrigos de manos del mayordomo y se dirigían a la limusina de Joñas, que les aguardaba. Durante el breve trayecto hasta la sede de "BITE" en Fairfax, Michael había permanecido mirando en silencio a través de las oscurecidas ventanillas de cristal blindado. No habló hasta que el coche les hubo depositado en el interior del recinto de los terrenos de la oficina.

-"BITE" es una organización de servicios de información especializada en las amenazas externas a los Estados Unidos -dijo Joñas.

-¿Eres un espía?

-Sí -respondió Joñas Sammartin-. Tu padre también lo era. Y muy bueno además.

Michael inspiró profundamente. Sentía como si se hubiera despertado una mañana para encontrar que todo su mundo se había convertido en un paisaje extraño. Nada alrededor de él parecía verdadero o real.

-¿Qué hacía mi padre exactamente? -preguntó al fin. Había tenido que hacer un esfuerzo para formular la pregunta; su boca parecía llena de un polvo que le asfixiaba.

-Tu padre trabajaba como agente de campo -dijo Joñas-. Nunca habría sido feliz detrás de un escritorio. Su nombre de campaña era Civet. Era lo que llamamos un Gafo. Y, como todos los Gatos, estaba implicado en trabajo húmedo.

Estaban fuera de las oficinas de "BITE", caminando por un sendero flanqueado de árboles. Pero se hallaban todavía dentro del complejo, todavía rodeados de alambradas, perros guardianes, sensores electrónicos, cables de detección tendidos a corta distancia del suelo.

-Esto se refiere a una clase muy especializada de trabajo sobre el terreno.

Plátanos silvestres entremezclados con magnolias proyectaban sombra sobre ellos. El calor empezaba ya a ser bochornoso, y la sombra era de agradecer.

-Sólo los agentes más selectos son admitidos entre los Gatos.

-¿Y qué hacen los Gatos? -preguntó Michael.

-Supongo -respondió Michael- que la expresión trabajo húmedo deriva su nombre del literal derramamiento de sangre que entraña.

-¿Qué me estás diciendo?

-Los Gatos son asesinos, Michael -respondió Joñas-. Extraen individuos que han sido sancionados por esta oficina.

Aturdido, Michael guardó silencio. Sentía un nudo en el estómago. Una parte de él sentía deseos de echar a correr y esconderse o desmoronarse y romper a llorar. Mi padre, no, pensó. No podía ser. Pero la verdad concordaba con su recuerdo de las idas y venidas de su padre. Concordaba con tantos pequeños incidentes inexplicables hasta ahora. Era como un complicado rompecabezas, incomprensible hasta que aparecía una pieza -la pieza clave- que enlazaba y daba sentido a todas las demás.

Luego, Michael se oyó a sí mismo decir:

-Un asesino, no. Eso es una corrupción de la palabra árabe hashashin. Un hashash era un fanático musulmán de tiempos de las Cruzadas, que mataba en secreto a cristianos y a enemigos musulmanes menos fanáticos que él mientras se hallaba bajo los efectos de la droga.

Joñas Sammartin se detuvo bajo una magnolia. Su aroma era tan dulzón que resultaba casi empalagoso. Sus grises ojos miraron a Michael con perspicacia.

-Ahora me odias, Michael. Es inútil que lo niegues. Noto la fuerza del odio. Me haces responsable de la muerte de tu padre. Y de su vida también, supongo. Bien, pues te equivocas en ambos casos. Tu padre quería estar en esta línea de trabajo. Lo necesitaba. Sí, yo le recluté. Pero sólo después de conocerle, después de saber qué era lo que quería.

Michael meneó la cabeza.

-Eso significaría que mi padre deseaba matar gente.

La mirada de Joñas era firme.

-Tú sabes que eso no es cierto, hijo. Philip hacía lo que necesitaba hacer para proteger a su país.

Michael percibió el énfasis que vibraba en las palabras de Joñas y sintió en lo más íntimo de su ser la verdad que había en ellas. En ese aspecto era digno hijo de su padre.

-Fue decisión de tu padre. Su sitio no estaba en casa. Eso no significaba que no os quisiese a ti o a Audrey o, bien lo sabe Dios, a Lillian. Lo que significaba era que tenía una vocación superior. Como un sacerdote o un...

-¡Sacerdote!

-Sí, Michael. Tu padre tenía una inteligencia notable. Extraordinaria, incluso. Veía el mundo en términos auténticamente globales. Él sabía qué era lo importante a la larga.

-Todos aquellos viajes, todos los regalos que nos traía, para la casa... Me estás diciendo que cada uno de ellos representa la muerte de un ser humano.

-Estaba haciendo un trabajo necesario.

-¡Cristo! -exclamó Michael. Se hallaba todavía bajo los efectos del choque que para él había supuesto enterarse de lo que su padre había estado haciendo todos aquellos años- Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo, ¿no es eso?

-En cierto modo, así es.

-¡Oh, tío Sammy!

Joñas captó la desesperación que latía en la voz de Michael y experimentó una oleada de afecto hacia él.

-Tu padre era un patriota -dijo-. Nunca debes perder eso de vista, Michael. Muy por el contrario, ello debe hacerte estimar más su recuerdo.

-No sé. -Michael meneó la cabeza. ¿Qué le iba a decir a Audrey?

-Me preguntaste cómo murió tu padre -dijo Joñas con voz serena. Percibía la fuerza de la ira de Michael; comprendía que se encontraba en una posición peligrosa.

-No necesitaba ver esa... atrocidad. ¿Para qué? Como no necesito ver el catálogo de asesinatos que dices que él...

-Entonces, nunca sabrás por qué murió.

Eso detuvo a Michael.

-¿No me lo vas a decir?

-Siento decepcionarte -respondió Joñas-, pero no puedo. Ya ves, no sé por qué murió tu padre.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Michael con voz apagada.

-Ese accidente de automóvil que tu padre sufrió en Maui -dijo Joñas- no fue un verdadero accidente.

-¿Mi padre fue asesinado?

-Estoy seguro de ello -respondió Joñas-. Sí.

-¿Por quién? ¿Tienes alguna idea, alguna pista?

-Sólo una -dijo Joñas. Clavó la vista en Michael-. Pero es tan tenue que no puedo permitirme dedicar a nadie a seguirla. Además, hasta que desentrañemos el misterio de quién mató a tu padre y por qué, no sabremos qué agentes pueden haber quedado comprometidos.

Las implicaciones de aquello fueron como un golpe para Michael.

-Quieres decir que podría haber sido torturado antes de...

Joñas apoyó una mano en el hombro de Michael.

-No trato de sugerir nada, Michael. Pero sería estúpido meterse a ciegas en una situación, de origen desconocido.

-Entonces, tienes las manos atadas.

Joñas asintió con la cabeza.

-En cierto sentido, sí. Pero si tuviese alguien con tus dotes, alguien desconocido para los agentes...

Michael se le quedó mirando como si de pronto le hubieran salido alas.

-Quieres que me haga cargo de las cosas donde las dejó mi padre -dijo.

Joñas asintió.

-No es a mí a quien necesitas -dijo Michael-. Yo soy pintor. Me entretengo en un laboratorio y confecciono colores.

-Ninguno de mis agentes puede tocar el caso de tu padre -dijo Joñas-. Cualquiera de ellos podría ser conocido por los grupos enemigos. No es mi misión hacer ejecutar a mis propios hombres.

-Es una locura, tío Sammy. Ya no tengo seis años, y no estamos jugando a indios y vaqueros.

-No -respondió gravemente Joñas-. Encierra un gran peligro. No quiero minimizarlo. Como tampoco quiero minimizar tus cualidades. -Tomó a Michael del brazo-. Hijo, tu adiestramiento en artes marciales te hace casi perfecto para esta misión.

-Lo que tú necesitas es a Chuck Norris -dijo Michael-. Pero solamente existe en las películas.

-Te he llevado por una razón a la reunión del "Ellipse Club", Michael -dijo Joñas-. Quería que comprendieses lo crucial de la situación en que estamos. Ésta es otra clase de guerra fría. Y es contra un supuesto aliado. Si Japón nos fuerza a promulgar estas leyes proteccionistas, nuestra economía se va a pique tan seguro como que yo estoy aquí. La situación del país es bastante delicada. La deuda nacional es tan grande que ya estamos tambaleán-donos. Somos como un boxeador molido a puñetazos que no sabe cuándo abandonar. La legislación proteccionista va a proporcionar el puñetazo definitivo.

-¿Pero qué tiene todo esto que ver con la muerte de mi padre?

-No lo sé -reconoció Joñas-. Ésa es una de las cosas que necesito que explores.

Michael meneó la cabeza.

-Lo siento, tío Sammy. No reúno condiciones para ser tu hombre.

Joñas frunció los labios y suspiró.

-Hazme un favor, al menos.

Michael asintió.

-Si puedo.

-Piensa en lo que te he dicho, piensa en tu deber.

-¿Hacia mi país? Eso es lo que llevó a mi padre a ese juego tuyo.

Pero Joñas estaba ya meneando la cabeza.

-No. Me refiero a tu deber hacia tu padre. Creo que le debes terminar lo que él empezó. Y averiguar quién le asesinó.

-Ésa es tu opinión -replicó secamente Michael.

-Al menos, haz lo que te pido -dijo Joñas-. Como favor personal. Y luego, mañana o pasado, vienes a verme a la oficina.

Michael le miró a los ojos. Recordó aquel rostro, embadurnado con pinturas de guerra, cayendo eti fingida muerte mientras Michael le disparaba con su revólver de juguete de seis tiros. Asintió con la cabeza.

-De acuerdo.

Hasta mucho más tarde no comprendió Michael las implicaciones últimas de su promesa.

Unos golpecitos en la puerta anunciaron a Ude. El corpulento hombrachón descorrió el biombo de papel de arroz, hizo una profunda reverencia hasta tocar el suelo con la frente y, luego, cruzó el umbral caminando sobre las rodillas. Se arrodillo sobre el fragante tatami, esperando.

Kozo Shiina era de la vieja escuela. A diferencia de tantos de sus asociados, él no tenía una habitación de estilo occidental en su casa. Por consiguiente, no se celebraban en ella reuniones informales. Todos los actos que tenían lugar en su casa tenían un carácter ceremonioso, conforme el estricto código de etiqueta de varios siglos de antigüedad. Allí, era como el occidental no hubiera puesto pie jamás en suelo japonés.

Mirando a Ude, suspiró. Sabía que años atrás era fácil reclutar jóvenes para la Yakuza. Las clases bajas, los carentes de derechos políticos, los parias, estaban más que ansiosos por llegar a formar parte de un aparato altamente disciplinado como la Yakuza. Aquí, en el hampa japonesa, podrían ganar dinero, obtener prestigio, recuperar la posición que habían perdido de diversas formas en el mundo cotidiano.

En la actualidad, los parias eran jóvenes cuya ferocidad resultaba difícil, si no imposible, de contener. Parecían no tener ningún lazo de unión con el pasado. Estaban sólo marginalmente interesados en el honor, en el giri..., esa cierta forma de obligación que continuaba siendo uno de los ejes de la sociedad Yakuza. Desde luego, no les interesaba la disciplina.

Desvergonzadamente, rechazaban el dolor como algo desprovisto de valor. Estos individuos eran, en opinión de Shiina, los verdaderos criminales de su sociedad, no la Yakuza, que vivía con arreglo a un estricto código de honor y que tenía una larga e ilustre historia de altruismo.

No, estos jóvenes rufianes vivían de noche en una semidroga-do estupor salpicado por una música puesta a un volumen ensordecedor. Eran anárquicos y, como tales, totalmente ajenos a la forma de vida de Shiina. Querían de él dinero para mantener sus costumbres, no para fundar una familia, un modo de vida para ellos.

Naturalmente, Shiina no era contrario a explotarlos para conseguir sus fines. Había encargado la realización de estudios exhaustivos de aquellos jóvenes y había descubierto que no eran despreciables después de todo. Ellos también podían servir a una finalidad, aunque fueran inconscientes de ello.

Shiina se cercioró completamente de sus perfiles psicológicos y emocionales antes de poner en marcha la última fase de su plan.

Comprendió al instante la ventaja que estos jóvenes le reportarían, y no perdió tiempo en descubrir una forma de utilizarlos. No sentía remordimiento por lo que había llegado a ser la nueva generación. Sólo ira. La ira que un gran mariscal de campo siente en la guerra. La ira que arde en su interior y hace brotar el valor para ordenar a sus hombres entrar en combate, sabiendo que habrá derramamiento de sangre, que se perderán vidas. La ira del virtuoso.

Ésta ardía en el interior de Shiina con una fuerza que ningún hombre razonable podría comprender. Pero se decía que la guerra no nacía de la razón, sino del hambre. Los que desean la guerra justificaban a menudo su acción diciendo que estaban imponiendo orden a la anarquía. Pero, de hecho, sólo estaban sustituyendo una realidad por otra. Todos ellos -los virtuosos y justos, los locos y tiranos- tenían una cosa en común: ansiaban imprimir sobre los demás su propia concepción del orden. Y Kozo Shiina no era ninguna excepción.

-Te agradezco que hayas pasado por aquí camino del aeropuerto -dijo ahora.

Ude comprendió lo que quería decir.

-Nadie me ha seguido. Me he asegurado de ello.

Shiina no manifestó ninguna señal exterior, pero estaba complacido.

-No confías en Masashi, ¿verdad? -preguntó Ude.

-Es tu oyabun -dijo Shiina a manera de respuesta-. Es ahora oyabun de todo el Taki-gumi, el mayor y más poderoso de los clanes del hampa del Japón. Debes serle leal.

-Soy leal a Wataro Taki -dijo Ude-. Él era mágico. Era el único. Ahora que se ha ido... -Se encogió de hombros.

-Está el giri -señaló Shiina.

-Giri es la carga más dura de soportar -dijo Ude-. Mi obligación terminó en el momento en que murió Wataro Taki.

-Pero seguramente que tu lealtad, tu obligación, deben estar en alguna parte.

-Están con el Taki-gumi -respondió Ude-. El clan es creación de Wataro Taki. Cualquier cosa o persona que garantice el dominio del clan tendrá mi lealtad.

Shiina sacó té. Durante un rato, mientras lo preparaba, lo revolvía con el batidor y lo servía, no hubo otros sonidos en la habitación. Después que hubieron bebido -Ude antes que su anfitrión-, el anciano dijo:

-Yo, en tu lugar, estaría pensando: ¿Cómo puedo confiar en un hombre que se alegra de la muerte de su padre y luego ordena la eliminación de su hermano?

-Tú ordenaste la muerte de Hiroshi -dijo Ude, con tono tajante.

El anciano meneó la cabeza.

-Recuerda bien -dijo sin aspereza-. Yo lo sugerí. Fue Ma-sashi quien lo ordenó. -Se encogió de hombros-. A mí me parece que mi papel fue el menos importante. Después de todo, Hiroshi Taki no era mi hermano, lo era de Masashi. Y la decisión fue de Masashi.

-Lo hizo para salvar al Taki-gumi -dijo Ude. Los posos de su té se habían enfriado hacía tiempo-. Joji es débil. Ahora Masashi ha ocupado el puesto de Wataro Taki.

-Y tú mismo has dicho que Wataro Taki era mágico. Él era el único -replicó suavemente el anciano-. ¿Puedes imaginar que Masashi lo es también.

Ude bajó la vista hacia su taza, en silencio. Se oyeron brevemente los sonidos de alguien que se movía por el corredor. Al cabo de un rato, dijo:

-El Taki-gumi debe mantener su preeminencia.

-He prometido a Masashi convertirle en el primer shogun de todos los clanes de la Yakuza.

-Masashi no es Wataro -dijo Ude-. Él no tiene la magia. Él no es único.

-Pero yo, sí -respondió Kozo Shiina. Lo cual era, después de todo, el tema de aquella entrevista.

Ude reflexionó unos instantes antes de contestar.

-Haré lo que deseas.

Kozo Shiina asintió con la cabeza.

-No cambiarás nada. Continuarás recibiendo órdenes de Masashi. Pero me mantendrás informado de todo. Cuando sea preciso, harás lo que te pida. Por ello, te protegeré. Te elevaré. -El anciano le miró con gran fijeza-. A cambio, habrá una obligación.

-Primero -dijo Shiina-, tomarás otro vuelo posterior. Es necesario porque debes dar un rodeo hasta la casa de Joji Taki.

-¿Y qué haré en casa de Joji Taki? o-preguntó Ude, con curiosidad.

-Yo te diré todo lo que debes decirle a Joji Taki -respondió Shiina-. Es muy sencillo.

-Nada es sencillo, nunca -repuso Ude.

-Excepto para ti -replicó enérgicamente Shiina-. De ahora en adelante, lo único que debes tener presente es tu obligación para conmigo.

-Giri -dijo Ude.

-Giri -asintió Shiina.

El hombre corpulento inclinó la cabeza ante su señor. -Sea.

Llovía.

El rostro de ella estaba en la pared: una sombra desmesurada.

Michael estaba soñando con Za.

Había comenzado una serie de cuadros de mujeres, utilizando un modelo diferente para cada uno, pero había abandonado prematuramente su proyecto, sin saber por qué.

Luego vio a Za en un estudio y comprendió inmediatamente. Era una sola mujer lo que quería pintar, no muchas. Ella era la mujer. La contrató y dio comienzo a lo que había de convertirse en su serie más celebrada: Los doce aspectos interiores de la mujer.

Michael tenía por norma no entablar relaciones con sus modelos. Pero Za era diferente. Se había enamorado de ella.

Za vivía con un hombre, pero eso carecía de significado moral para ella. Za solamente pensaba en lo que le sucedía en el momento. Esta noche -por no hablar de mañana- no podría haber significado menos para ella.

Tener una relación con alguien, decía, era como poseer algo. No tardaba en esfumarse todo el valor que uno veía en el objeto. Lo que quedaba era sólo el acto de posesión.

Estaba lloviendo. Lluvia azul. Los faroles de la avenida Elysée Reclus daban un color azul a la lluvia. Ésta repiqueteaba contra los cristales de la claraboya en el estudio de Michael.

La noche en que Za terminó su trabajo y no se fue a casa.

Su rostro en la pared; una sombra desmesurada.

Su carne húmeda, como si la hubiera bañado la lluvia.

Michael no había querido llevarla a la cama. La había querido allí, delante del cuadro a medio terminar. Tenía la sensación de que la primitiva energía dimanante del acto que se disponían a realizar, infundiría una vida misteriosa a la imagen pintada.

Él tenía ya el presentimiento de grandeza del artista con respecto a esta obra.

Su carne tembló al entrar en contacto con la de ella. Za tenía ojos enormes, negros como el betún, negros como su mata de pelo. La brevedad de sus cabellos acentuaba la curva de su mandíbula, su largo cuello, la estructura ósea de sus hombros.

La concavidad de su garganta estaba llena de oscuridad. Poseía un peso tangible sobre su pálida carne. Michael tenía la impresión de que podría beber la oscuridad en aquella cavidad.

Los ojos de Za se cerraron con un aleteo, mientras se abrían sus labios y su lengua le lamía el sudor ligeramente salado que le cubría el cuello. Sus brazos rodearon a Michael, acariciando con las yemas de los dedos su espalda musculosa.

Michael levantó la cabeza, y sus labios encontraron los de ella, ya abiertos, esperándole. Za había atrapado el cuerpo de él entre sus piernas como si intentara trepar por él, o dentro de él.

Estaban todavía de pie, y ahora ella se volvió lentamente entre sus brazos hasta quedar de espaldas a él. Michael deslizó las manos desde su cabeza y las posó sobre sus altos senos. Los pezones, grandes y sonrosados, estaban tan duros que ella contuvo una exclamación al sentir en ellos el roce de sus palmas.

Za echó hacia atrás la cabeza hasta apoyarla en el hombro de Michael y abrió la boca. Sus lenguas se agitaron y volvieron a encontrarse. Michael experimentó una sensación exquisita en la ingle, mientras ella frotaba circularmente sus nalgas contra él. Tenía los brazos levantados por encima de la cabeza y apretaba su espalda contra el pecho de Michael.

Él se dejó caer de rodillas e hizo que ella se diera lentamente la vuelta. La espasmódica luz proyectada por los relámpagos que brillaban sobre sus cabezas iluminaba los valles y colinas de su cuerpo. La lluvia azulada se reflejaba plenamente sobre ella y las sombras la vestían de capas transparentes.

Su aroma era intenso mientras Michael introducía las manos entre sus muslos. Ella abrió las piernas y dobló las rodillas, de modo que el íntimo bosque de vello descendió hacia el rostro de Michael, vuelto hacia arriba.

Notó el involuntario estremecimiento de ella y cómo los músculos de su bajo vientre ondulaban al contraerse. Los extendidos dedos de Za le apretaron con fuerza en la nuca.

Su boca abierta exhalaba leves gemidos, pero eran de un tono de voz que Michael nunca le había oído usar, como si estuviesen siendo arrancados de alguna profundidad oculta, de algún lugar privado que ella no dejara que el mundo viese. Excepto ahora. Con él.

-Me encanta tu boca ahí -susurró, y se reanudaron los gemidos.

Quizá fue entonces cuando Michael comprendió que no era simplemente de Za de quien se había enamorado. Era de Za la imagen; Za el icono. La Za que él había creado en su mente de pintor la primera vez que la vio. Él la había deseado entonces, de esta manera, pero no lo había sabido; o, si lo había sabido, lo había relegado a lo más profundo de sí. A su lugar privado.

Me encanta tu boca ahí.

No era Za la modelo quien lo habla dicho.

Me encanta tu boca ahí.

Era Za el icono. Za el cuadro que Michael estaba aun ahora en el proceso de acabado.

Su sabor, la textura de su carne interior, floreciendo húmedamente, abierta a él, encontrarían su camino hasta el cuadro. Mañana, o al día siguiente, o al otro, hallaría el modo de convertir estos aspectos en color, en forma, en diseño. La sexualidad existía en muchos niveles y podía expresarse en muchos más.

-Me encanta tu boca ahí -susurró-. Ahí. Sí, ahí.

Jadeante, se inclinó sobre Michael para acariciarle de nuevo con los pechos. Quería tanta sensación como sus pezones pudieran recibir. De puntillas, tensos los músculos de las piernas, moviendo la pelvis con ritmo progresivamente acelerado. Arañándole la nuca a medida que se aproximaba al final.

Él sintió ahora cómo los músculos internos de Za empezaban a vibrar espasmódicamente, y esto le excitó. Tenía el pene rígido y duro. Sus testículos estaban tensos, contraídos como solían estar antes de irse.

-Ya. Ya. ¡Sí, ya! -Rápidas pulsaciones, su voz cambiando de nuevo, su voz fundiéndose con una emoción más fuerte aún que la ternura.

Empujando, empujando. Sí, empujando mientras su orgasmo se derramaba sobre ella, acuclillándose, envolviéndole en ardiente humedad, apremiándole mientras se sentaba en su regazo, mientras le pasaba las manos por detrás hasta cogerle los testículos y los apretaba.

Su húmeda boca sobre la de él. Fue apresado por ella, sumergido en su humedad, iniciándose sus propios espasmos. Y pasó del sueño a la vigilia con la fluidez de la marea, como siempre hacía. El sueño evaporándose exactamente en el mismo punto, como siempre.

Una oleada de tristeza, y una aguda sensación de pérdida.

¿Había algo para contrarrestarlas?

-Suigeísu.

No era sólo al amanecer cuando Michael recitaba el Shuji-Shuriken, contar los nueve ideogramas.

Suigetsu. La luz de luna sobre el agua.

También pronunciaba las nueve palabras mágicas cuando estaba agitado.

Suigetsu era una táctica de lucha a espada -kentjutsu- que se le había enseñado. Se refería a la sombra proyectada por el adversario. Si calculaba uno la longitud de la sombra y se mantenía luego fuera de su alcance, se hallaría a salvo de todo daño, por agresivo que fuese el ataque del adversario. Pero la luz de luna sobre el agua era una espada de doble filo. Se refería también a la táctica de introducirse en ese crucial radio de sombra para atacar al enemigo. -Suigetsu.

Había pronunciado la palabra, y la había formado dentro de la habitación. Una sombra dentro de las sombras. Más negra. En movimiento.

Profundamente sumido en el estado de ausencia mental que se necesitaba para el recitado de los nueve ideogramas, Michael sentía todavía la agitación. Za era un recuerdo difuso. Los efectos del sueño se habían disipado. Pero él continuaba profundamente turbado por ese sueño..., o, mejor dicho, por sus implicaciones.

Recordó la postura en que Za estaba cuando él entró aquella noche en la habitación. Había vuelto la cabeza hacia él, y en la azulada luz, con los cabellos estirados y recogidos sobre la nuca, sus facciones habían adquirido el aspecto de una persona muerta mucho tiempo atrás.

El espíritu de Seyoko parecía haberse alzado de su tumba ignorada en el fondo del valle. El momento fue brevísimo, pero tan intenso que Michael se había sorprendido con las rodillas temblorosas y una extraña sensación en el vientre.

¿Había hecho el amor con Za porque la deseaba? ¿O porque una parte de él se había congratulado en relacionarse por fin íntimamente con su amada Seyoko? Esta segunda idea le aterrorizaba lo suficiente como para haberse visto finalmente obligado a apartar de sí a Za, para no tener que responder a esa pregunta. Sin comprender que su miedo a vivir en el pasado le paralizaba. El terror que él mismo se creaba le dejaba impotente para expulsar de su mente al fantasma de Seyoko.

No era extraño, pues, que no pudiese terminar el recitado. Su final se extendía ante él como un camino fangoso por el que no se atrevía a aventurarse. Pues el Shuji Shuriken era demasiado potente para invocarlo en un estado de ánimo que no fuese de serenidad.

Había aprendido que nada que valiese la pena se conseguía jamás sin completa concentración. La agitación era uno de los dos enemigos fundamentales de la concentración. El otro era la confusión.

La estrategia exigía que cualquiera de ellos -o, idealmente, ambos- fuese infundido al enemigo. Así se ganaban las batallas. Esto era cierto en los negocios tanto como en las artes marciales, ya que los primeros eran, simplemente, una extrapolación intelectual de las segundas. Todos los hombres de negocios que triun- faban en su actividad eran maestros -sensei- en estrategia.

Michael siempre había considerado a su padre como una especie de sensei. Tío Sammy había tenido razón por lo menos en esto: Philip Doss tenía una inteligencia extraordinaria. Quizás era, a su manera, una especie de visionario.

Había sido idea suya que Michael fuese al Japón. Sólo allí, había dicho, podía ser instruido su hijo en los niveles más elevados y puros de kentjutsu.

Pensó en la petición de Joñas. En lo absurda que era. Y, sin embargo..., algo en su interior ansiaba desesperadamente ir a donde Joñas quisiera. Aunque sólo fuese para mantener asido el tenue hilo que había sido Philip Doss. Para descubrir todo lo que pudiese sobre la vida -y la muerte- de su padre.

Michael se sentía como un desterrado que, al volver al cabo de los años al lugar de su nacimiento, se encuentra con que no tiene hogar. En el fondo de su mente, siempre supo que había aspectos de su padre con los que él no quería enfrentarse. Pero ahora, sí quería asumir su muerte, debía hacerlo. Hasta que así no fuera, sospechaba que no disfrutaría de paz.

Regresó mentalmente al Japón. La sede de su paz. Recordó la noche en que Tsuyo había vuelto a casa después de su triste visita a la familia de Seyoko. Era tarde, pero en la habitación de Michael todavía ardía una lámpara.

Tsuyo había entrado. Michael le había hecho una reverencia y había pronunciado las palabras de saludo adecuadas, pero de modo rutinario, mecánico. El tiempo avanzaba lentamente. Dos formas sentadas con las piernas cruzadas en las esterillas de juncos, extendiéndose las sombras desde sus espaldas para unirse en el extremo.

-¿Cómo pudo suceder? -El ronco susurro de Michael llenó de agresivas acusaciones la habitación.

En el silencio que siguió, se volvió y clavó la vista en el rostro del sensei.

-Tú tienes todas las respuestas. Dímelo tú.

-Yo no tengo respuestas -dijo Tsuyo-. Yo sólo tengo preguntas.

-Me he formulado a mí mismo mil preguntas -dijo amargamente Michael-. Y siempre obtengo la misma respuesta. Hubiera debido poder salvar a Seyoko.

Sepultó la cabeza en las manos.

-He hecho las maletas, sensei -dijo-. Me voy de casa.

-Tu casa está aquí -repuso Tsuyo-. No comprendo.

-¿No lo entiendes? -exclamó Michael-. ¿No te das cuenta? -Le asomaban lágrimas en las comisuras de los ojos-. ¡Fue culpa mía! ¡Yo hubiera debido encontrar la forma de salvarla! No lo hice. Ahora está muerta.

-Seyoko está muerta, sí -dijo Tsuyo-. Nadie llorará su fallecimiento más profundamente que yo. Pero su muerte era su karma. ¿Por qué te sientes implicado?

-¡Porque yo estaba allí! -Las palabras parecieron estrangularse en la garganta de Michael, tan intensa era la emoción que le embargaba-. ¡Yo tenía la capacidad de salvarla!

-Tenías la capacidad de salvarte a ti mismo -replicó suavemente Tsuyo-. Que es lo que hiciste ¿Qué más puedes exigirte?

-¡Mucho! -exclamó ardorosamente Michael.

-Mírate un poco -dijo Tsuyo-. La sangre está golpeando en tus venas. Abrasando tu rostro. Estás dando rienda suelta a tu ira. La ira es tu falsa mente. No puedes lograr nada, ni siquiera hablar inteligente ni correctamente, cuando estás controlado por tu falsa mente. Tu falsa mente produce mentiras, engaños. Te priva del pensamiento lúcido y, por lo tanto, de poder.

"Tu ira te dice ahora que debes castigarte a ti mismo. Pero tu verdadera mente, que has conseguido sepultar, conoce la verdad. Sabe que tú eres inocente de la muerte de Seyoko.

-Si al menos...

-Si al menos ¿qué? -exclamó despreciativamente Tsuyo-. Si fueses un león, me arrancarías la carne de los huesos. Si fueses un mosquito, yo alargaría la mano y te aplastaría. ¡Qué tonterías dices!

-¡No entiendes! -dijo Michael, con tono abatido.

Tsuyo, de cuclillas con las muñecas sobre las rodillas, observó atentamente a Michael.

-He entrado en el cuarto de Seyoko antes de venir aquí -dijo-. En mi ausencia, alguien ha estado poniendo una flor fresca en su jarrón cada día. -Ladeó la cabeza. Con sus blancos cabellos, era él quien parecía el león-. ¿Sabes quién puede haber sido?

Michael inclinó la cabeza, asintió.

-Ahora lo comprendo todo -dijo Tsuyo-. Esto no tiene nada que ver con Seyoko. -Su voz se endureció-. Tiene que ver con tus sentimientos egoístas hacia ella.

El hosco silencio de Michael era respuesta suficiente.

-Termina de hacer tus maletas -dijo Tsuyo, levantándose-. Esta escuela no te sirve de nada.

Pero, naturalmente, Michael no se marchó. Como Tsuyo había previsto, sus palabras, actuando como una especie de chispa galvánica, arrancaron a Michael de su autocompasión. Y en el futuro, era sólo cuando brotaban en su interior estos accesos de pasión -que Tsuyo llamaba "ira"- cuando Michael recordaba a Seyoko y al fantasma que aún moraba dentro de las sombras de su espíritu.

La muerte de Philip Doss y las subsiguiente revelaciones sobre sus actividades, habían sacudido las amarras de la vida de Michael, cuidadosamente desprovista de planificación. El éxito -que otros llamaban esplendor- le habían permitido entregarse por entero a esta creatividad. Ahora, sospechaba, esa libertad, que tan importante era para él, estaba siendo amenazada. Ahora Joñas quería engancharle al mismo rechinante aparato al que había sido amarrado Philip Doss... y que había acabado por matarle.

¿No estoy loco -se preguntó a sí mismo Michael- al detenerme siquiera a considerar semejante cosa? Deseó que Tsuyo estuviera vivo para poder hablarle, pedirle consejo. Y luego, abrasados los ojos por las lágrimas, comprendió que era con su padre con quien deseaba desesperadamente comunicarse. ¿Adonde se ha ido el tiempo, papá?, preguntó a la oscuridad. ¿Adonde has ido tú?

Al cabo de un rato, dejó la posición del loto y volvió a la cama. La oscuridad era absoluta en la habitación. Las cortinas apenas se movían. Un aire denso y húmedo se había levantado del Poto-mac. Un rumor sordo y prolongado. En alguna parte, no muy lejos, fulguraba el relámpago.

Ése fue el último pensamiento de Michael antes de sumirse en un agitado sueño. Sólo más tarde comprendería lo intensamente que su agitación había afectado a su concentración.

Esa era, sin duda, la única explicación al hecho de que no se diera cuenta de lo que significaba la absoluta oscuridad. Que no se habían encendido las luces de seguridad.

Audrey coge una pistola, apunta y dispara contra el ojo izquierdo de su padre. Pero éste, en vez de caer, le habla.

Yo puedo darte el mundo. Sus labios, tan azules como el océano, no se mueven en absoluto. De hecho, están cosidos. Un sibilante sonido acompaña sus palabras.

Lleva un traje de tres prendas que presenta un curioso parecido con una armadura. Brilla bajo la luz de la luna. Lleva guanteletes de metal con pinchos en los nudillos. En su mano derecha hay una espada hecha de una sustancia negra que parece humear, como si estuviese muy caliente. Su mano izquierda empuña un venablo de puño de marfil y hoja traslúcida.

Aquí están la tierra y el cielo. No hay ningún agujero negro abierto hacia ellta. En su lugar, un paño con un ojo de mirada fija pintado en él, cubre el derruido orbe.

Yo te los he dado, Aydee. Extiende ambos brazos y, al hacerlo, presenta sus armas. Las nubes se arremolinan y pasan tras él, tan cerca que el vapor parece desordenarle el pelo.

-¿Qué me has dado? -pregunta-. ¿Qué me diste jamás? En comparación con el retumbante grito de él, su voz parece insignificante, medio estrangulada a consecuencia de la ira que siente.

He sido cegado por mis enemigos. Se mueve con furia inhumana. Han intentado matarme y, en lugar de ello, me han herido. -Fui yo quien te disparó, padre -exclama ella-. Te odiaba por lo que dejaste de hacer por mí. Nunca estabas cuando te necesitaba. Nunca pensabas en mí. Siempre era en Michael. Le enviaste a Japón. Él era especial para ti. Siempre lo fue. Le llenabas de atenciones, aunque estuvieses lejos de nosotros. Tú creaste su educación en Japón, fuiste observando paso a paso su progreso. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Ahora estás muerto y no te lo puedo preguntar. Ni siquiera puedo enfadarme contigo sin sentirme tan culpable que quisiera morirme.

Pero aún no estoy muerto, Aydee. ¿Es que no la oye? ¿O es que no le importa?

Aterrada, Audrey se tapa los oídos con las manos. ¡Basta! Pero en vano. Sus palabras le atraviesan la carne y estallan en fogonazos de dolorosa energía eléctrica. Él levanta la negra espada, que queda envuelta en fuego. Alza el venablo, y la lluvia lo hace desaparecer.

Tengo muchas cosas que decirte aún.

Y Audrey salta con cada palabra que proyecta sobre ella. Tengo muchas cosas que darte aún.

Y ella se siente como un pez suspendido al extremo del hilo de una caña de pescar, agitándose contra un dolor que le desgarra por dentro y del que no puede liberarse. Audrey está gritando.

Resuena tonante la voz de él. ¡Aydee, escúchame! Aydee Aaaaa-aaydeeeeeee!

Con el corazón palpitante, Audrey se incorporó en la cama. Se llevó las manos al corazón, como si el gesto pudiera detener el doloroso golpeteo. Sentía la sangre golpeando salvajemente sus sienes, los violentos latidos de su corazón. Estaba bañada en sudor.

La oscuridad la envolvía como un sudario. Alargó la mano y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Sacó la tarjeta postal de su padre. Había llegado hacía unos días. La había leído y la había dejado a un lado, sin poder soportar pensar en ella a la luz de la muerte de su padre. Pero ahora parecía sentirse irresistiblemente impulsado a cogerla de nuevo, a leerla, como si fuese un talismán contra los terribles presagios de su pesadilla.

Querida Aydee:

Estoy en Hawai. Por primera vez en mucho tiempo me encuentro verdaderamente solo. Sólo con el dorado aire puedo hablar. No es así como lo imaginaba. La vida tiene una forma curiosa de hacer eso con las esperanzas y los sueños.

No sé aún si he actuado adecuadamente. Es el fin, Aydee, de eso es de lo único que estoy seguro. El fin de cuanto la vida ha sido para esta familia hasta ahora. ¿Es eso bueno? ¿O malo? No lo sé. Me pregunto si lo sabré alguna vez.

Cuando esta tarjeta llegue a ti, como un mensaje en una botella desde un lugar lejano, tírala. Sé que no querrás hacerlo. Durante algún tiempo, no lo comprenderás, pero, por favor, haz lo que te pido.

Debo irme. Hay trabajo que hacer, aun aquí, en el paraíso. De alguna manera, parece totalmente apropiado que termine aquí, en el paraíso.

Dile a Michael, cuando le veas, que piense en mí la próxima vez que tome su té verde. Dile que utilice mi taza de porcelana. Siempre la apreció mucho. Estoy pensando en el lugar en que tú y él estuvisteis a punto de morir. Ni aun en verano hay allí una sola garza.

Besos Papá.

Audrey leyó la tarjeta una y otra vez hasta que quedó grabada en su mente. No la entendía, pero era el último testimonio de su padre. Él tenía razón; no quería destruirla. La cogió y se dirigió lentamente al cuarto de baño. Doblándola cuidadosamente, la colocó al fondo de su armario-botiquín, detrás de una cajita de pildoras. Luego, rápidamente, convulsivamente casi, volvió a sacarla y, sin tiempo para pensarlo siquiera, la rompió en minúsculos pedazos que tiró por el retrete.

La lectura de la postal había aumentado en cierta manera el pánico que le había suscitado la pesadilla. Del mismo modo que no había sido capaz de destruir la postal cuando la recibió, tampoco había podido compartir su contenido con Michael. Ahora sabía que debía hacerlo. Ya le había comunicado que había recibido una postal de Philip. Decidió contarle a la mañana siguiente lo que su padre había escrito.

Audrey regresó al dormitorio, aliviada por el hecho de haber tomado esa decisión, y se apagó la luz. Extendió la mano y accionó el interruptor. Nada sucedió. Oh Dios, pensó, vaya un momento para que se funda la bombilla.

Dobló las rodillas y se las abrazó contra el pecho, balanceándose levemente. La oscuridad se le hacía abrumadora. Era tan palpable, que parecía presionarle los párpados de la misma manera que le habían afectado las palabras de su padre. Más que ninguna otra cosa, deseaba luz. Quería levantarse, recorrer el pasillo hasta el armario en que se guardaban las bombillas de repuesto. Pero el esfuerzo preciso para ello era demasiado grande. La sola idea de caminar a través de la oscuridad parecía paralizarla.

Contuvo el aliento y levantó la vista. ¿Había oído algo? ¿O se trataba de un insidioso resto de su pesadilla? La oscuridad y su padre. Le parecía a Audrey que ambas eran una y la misma cosa. Que eran creación de la pesadilla, nacidas en un mundo tan extraño a su sensibilidad que le era difícil percibir su forma física, y mucho menos su naturaleza interior.

La noche es tiempo para escuchar.

¿No era eso lo que su padre le había dicho cuando era pequeña? Le recordaba entrando en su habitación en respuesta a su llamada. Se sentaba en el borde de la cama, y ella notaba la proximidad de su calor, que la envolvía haciendo que el sueño se presentara. Le hacía pensar en la Navidad, cuando la chimenea estaba encendida con el fuego de chispeantes troncos de abeto que exudaban sus aromáticos aceites. Cuando la casa estaba caliente y acogedora y llena de regalos.

"La noche es tiempo para escuchar, Aydee -susurraba su padre-. Para escuchar y para soñar con zarigüeyas y erizos paseando, ranas y salamandras nadando en un estanque, petirrojos y zorzales posados al sol sobre una rama. Escúchalos, Aydee. Escucha.”

Pero años después, cuando ella era mayor, la oscuridad albergaba otros secretos de naturaleza aterradora. El diablo venía por la noche. Los vampiros buscaban los vulnerables cuellos de sus víctimas. Asesinos psicópatas se deslizaban sobre los alféizares de las ventanas para mutilar, violar y, finalmente, degollar a sus...

-¡Ohhh! -Audrey se estremeció. ¿Qué estaba tratando de hacer? ¿Aterrorizarse a sí misma? El aura de su pesadilla continuaba impregnando el aire nocturno. Espesa como un humo de leña, se arremolinaba a su alrededor, convertida en una red húmeda y viscosa que ella se sentía incapaz de disipar.

La oscuridad. Era su némesis. Tenía que vencerla. Con un esfuerzo concertado, se levantó de la cama y fue hasta la puerta. La abrió y avanzó por el pasillo en dirección al armario para coger una bombilla. Una vez allí, se dijo a sí misma: No ha sido tan malo, ¿no?

Con la mano sobre el tirador, se inmovolizó. ¡Oh Dios! Volvió la cabeza, inquisitivamente. ¡Sí, allí estaba otra vez! Un ruido.

Con el corazón latiéndole violentamente, fue hasta el rellano de la escalera. Escuchó. Jesús! ¡Había alguien abajo! Sus dedos se aferraron con fuerza a la barandilla hasta que toda la sangre refluyó de ellos.

Audrey rechinó los dientes. Tenía que calmarse. No seas tan niña, Audrey, se dijo a sí misma, utilizando inconscientemente el lenguaje de su padre. La casa estaba bien cerrada. Debía de ser Michael paseándose de un lado a otro. Ella se había dado cuenta de lo agitado que había quedado después de su conversación. Tiene que ser eso, decidió. Tampoco él podía dormir.

Aliviada por el hecho de no estar sola, bajó por la escalera. Oyó de nuevo el ruido. Estaba al pie de la escalera y advirtió que el ruido llegaba desde el estudio de su padre. Comprendió ahora que tenía que ser Michael. Sonrió, atravesó el comedor y abrió la puerta del estudio.

La noche es tiempo para escuchar. -Michael...

Se le cortó la respiración. Un sonido gutural; la garganta, seca. El interior de su boca como algodón, hinchándose hacia dentro para estrangularla.

Oyó un sonido en la oscuridad. Un silbido extraño y etéreo, melodioso, casi vibrante. El acorde de la muerte.

Y, en el mismo instante, su camisón fue rasgado desde el hombro deercho hasta la cadera izquierda. Resbaló hasta sus tobillos. Como un melocotón maduro, estaba totalmente descubierta y absolutamente vulnerable.

Audrey lanzó un débil grito y se agachó. Retrocedió, pero algo le estaba impidiendo salir del estudio. Se parecía tanto a su pesadilla de hacía unos minutos que sintió que le abandonaban las fuerzas. Se movió lenta y torpemente, con tanta torpeza como una yegua de carreras encerrada en una habitación de proporciones humanas.

Giró en redondo para ver qué era lo que le impedía salir y se golpeó el codo contra el grueso de la puerta de caoba contra la que estaba apretada.

Algo había hecho presa en ella. Una fuerza, un poder de proporciones incalculables, la atenazaba. Michael podía agarrarla de aquella manera, pensó alocadamente. El suyo también era un poder superior a lo normal. Sintió un cuerpo apretado contra el suyo y, sin pensar, empujó violentamente con las manos.

Audrey no era una mujer débil. Los años vividos en el seno de una familia presidida por su padre le habían obligado a la actividad física. Lo había hecho tres veces a la semana durante casi toda su vida. Incluso se había pasado los últimos años levantando pesas. Por eso, cuando atacó, lo hizo con rapidez y eficacia.

Liberada, se volvió y cayó sobre la alfombra al tropezar con una mesita. Perdido el aliento, lanzó un grito. Trató de levantarse, se sintió sumergida en la oscuridad.

Aterrada, volvió la cabeza, vio la sombra moverse, tan cerca que percibió su calor. Escrutó en busca de ojos, boca, algún rasgo facial, como si el hecho de dar a la figura alguna apariencia humana sirviera para calmar su pánico.

Pero no había nada. Oscuridad dentro de oscuridad. Cuerpo contra cuerpo, forcejeando. Tan próximos que podrían haber sido tomados por una sola forma en terrible conflicto.

Audrey sintió una suave respiración en la mejilla. Tenía la impresión de hallarse enredada en el interior de una alambrada. Una especie de primitiva intuición la guió, y se mantuvo tan cerca de la otra figura como le fue posible. Sospechaba que permanecer en su proximidad era su única oportunidad de supervivencia.

Notó un hueco y utilizó la rodilla, levantándola bruscamente entre las piernas de su atacante. Oyó el gruñido, y sintió la fuerza del aire exhalado muy cerca de ella. Pero la normal reacción de náusea no se produjo, y volvió a experimentar una creciente sensación de pánico. Ahora tenía la clara impresión de estar luchando contra algo sobrenatural. Su valor se debilitó.

De alguna manera inimaginable para ella, la figura advirtió su cambio de actitud y se aprovechó de ello. Audrey fue obligada a rodar de espaldas antes de tener la oportunidad de protegerse. Su mente, medio entumecida por el miedo, tardó algunos segundos en reaccionar. Eso era todo lo que su atacante necesitaba.

Audrey intentó utilizar de nuevo la rodilla, pero era demasiado tarde. Un golpe seco en la cara interior de su rodilla hizo circular una lengua de fuego a lo largo del muslo, hasta la cadera. Un punto de conexión nerviosa. Audrey había aprendido de Michael lo suficiente como para comprender que su pierna derecha se hallaba ahora inservible.

Utilizó los brazos, las manos y los dedos. Trató de sacar un ojo, desencajar la mandíbula, romper la base del cuello. Fracasaba en cada intento. Sintió una nueva embestida, y pensó: Oh Dios, voy a morir.

Michael despertó por completo en el espacio de tiempo de un latido de corazón. No era lo que había oído, sino más bien lo que había sentido. Algo había llegado hasta las capas delta y había dado a su mente la orden de despertar.

Se levantó al instante y cruzó la habitación, sumida en absoluta oscuridad. Cogió su katana, su espada japonesa, y, desnudo, salió al pasillo. El instinto le hizo pasar de largo ante la habitación de Audrey. La puerta estaba abierta; no necesitó mirar dentro para saber que ella no se encontraba allí.

Descendió por la escalera, apoyando en el suelo solamente los bordes exteriores de sus pies descalzos. El viento habría hecho más ruido. Sostenía la katana hacia un lado con las dos manos, los codos ligeramente doblados. Avanzó como le habían enseñado, con el costado izquierdo hacia delante. Sus manos, curvadas en torno a la empuñadura de la espada, se hallaban en una posición tal que podrían utilizarse corno escudo si fuera necesario de improviso.

Sin sangaku no eres nada -había dicho Tsuyo-. Disciplina. Concentración. Sabiduría. Estas tres cosas constituyen el sangaku. Sin los tres elementos no puedes conseguir nada. Tal vez aprendas a herir, a mutilar, a matar. Pero no serás nada. Tu espíritu se marchitará. Tu poder menguará, y llegará con toda certeza un momento en que serás derribado. Esto no ocurrirá por la espada de un adversario más diestro, sino por la fuerza de su esclarecido espíritu. Sin la sabiduría de la veracidad, la supervivencia es imposible. Ésta es la doctrina del Camino.

Disciplina. Concentración. Sabiduría.

Éstas eran las tres cosas que Michael invocó cuando adoptó la rueda, la postura de apertura tai que le permitía hacer girar su espada en la dirección que eligiese. Tal como exigía la escuela Shinkage, la rueda era básicamente una postura defensiva.

Al pie de la escalera, advirtió que la puerta del estudio estaba abierta. Se oían leves sonidos... ¡Audrey estaba allí!

Una parte de él ansiaba precipitarse dentro del estudio. Disciplina. Concentración. Sabiduría. Le parecía oír la voz áspera e inhumana de Tsuyo brotando por entre labios que apenas se movían. Para entrar en combate y vencer, debes hacer solamente una cosa -volvió a susurrar la mecánica voz de Tsuyo a través de la conciencia de Michael-. En tu mente, en tu espíritu, debes renunciar a la vida y a la muerte. Debes dejar de preocuparte por ellas. Sólo entonces serás un espadachín.

Michael avanzó paso a paso. A través del comedor, hasta las proximidades del estudio. Por entre la puerta parcialmente abierta, podía sentir la brisa nocturna rozándole el rostro. La oscuridad era allí mucho más densa que en el pasillo o en el comedor.

Escuchó. Los pequeños ruidos empezaron a fundirse en un rumor reconocible: los gruñidos y forcejeos de una pelea cuerpo a cuerpo. Michael recordó al intruso que había inducido a su padre a hacer instalar las luces de seguridad y estuvo a punto de dejar a un lado su espada, pensando en utilizar su cuerpo.

Dio un paso hacia delante y quedó situado sobre el umbral. Y algo le detuvo. Percibió el aura del intruso, y supo -supo- que quienquiera que estuviese allí dentro con Audrey, empuñaba también un katana.

Venciendo su sorpresa, penetró en absoluto silencio en el estudio. Sin embargo, fue oído.

Hubo un súbito chillar de águilas en sus oídos al ser partida en dos una lámpara situada justo delante de él. ¡Audrey!, gritó su mente. ¿Dónde estás? ¿Estás a salvo o...? Sintió la aterradora proximidad de la afilada hoja y lanzó una estocada hacia delante. Lamentó al instante haberlo hecho, pues la otra hoja golpeó la parte superior de la suya, haciendo que su punta se hundiera en el suelo alfombrado.

Michael se maldijo a sí mismo. Su inquietud por la presencia de Audrey le había hecho perder concentración. Un ataque en condiciones desfavorables fracasará y, habiendo fracasado, alertará a tu adversario y reforzará su determinación.

En el instante en que tardó Michael en liberar la hoja de su arma, sintió la presencia de la katana del otro, la sombra de un depredador por entre un bosque de sombras. Sin mirar, supo dónde estaba y, ahora que se encontraba en movimiento, cuál era su objetivo.

Agachó la cabeza contra la boca del estómago, haciéndose una bola. Lo más duro era desprenderse de su espada. Pero estaba en juego su vida, pues había adivinado que su adversario intentaría cortarle la cabeza.

Embistió contra la oscura figura, sintió cómo su peso se desplomaba sobre él. Un instante de claustrofobia mientras sentía una mano que trataba de taparle la nariz y la boca, en tanto que el cuerpo del otro se enroscaba alrededor de él. Ejercía también presión sobre su nuca, tratando de colocarle en una posición en que un golpe pudiera partirle una vértebra o reventarle el bazo.

Michael utilizó los dos codos para mantener su impulso, a fin de rodar más allá del punto vulnerable.

Pero sus hombros estaban ahora aplastados contra la alfombra. El otro presionaba con todo su peso sobre él, y no tenía ninguna protección para la cara. Olió la sustancia química antes de que el frío paño estableciera contacto. Contuvo el aliento. No obstante, los cáusticos vapores penetraron en sus fosas nasales.

Deseaba desesperadamente utilizar las manos, pero era tanta la presión que se ejercía sobre él que sabía que si movía los codos, quedaría expuesto a un golpe necesariamente mortal. Hecho una bola como estaba, las piernas no le servían de nada.

Su entrenamiento le permitía contener el aliento durante más tiempo que la mayoría de la gente, pero aun él tenía sus límites. No podía ver nada más que distorsionadas sombras, oler nada más que sudor y miedo, ni oír otra cosa que el tumultuoso fluir de su propia sangre por sus venas. En la inmovilidad física en que estaban, no podían sentir nada más que el canto que sonaba dentro de su cerebro, el grito silencioso que presagiaba la caída en la inconsciencia, el rápido deslizarse a la derrota.

Mientras forcejeaba, Michael se encontró pensando en el momento en que había atacado con su espada, en cómo eso había constituido su error. Recreando una y otra vez el instante, tratando de calcular qué habría sucedido si hubiese hecho lo que Tsuyo había aconsejado. Enfrentarte al enemigo con la mente puesta en ese punto en que tus_ puños agarran tu espada.

Y sintió que se hundía más profundamente en ese mundo crepuscular en que la voluntad queda dominada, sin posibilidad alguna de actuar. Donde ni siquiera el Camino tiene ningún poder.

Zero.

Él no necesitaba estar allí.

-¡Audrey!

Gritó su nombre mientras una oscuridad más profunda que la noche circundante recubría sus sentidos. Ya no controlaba por completo su cuerpo. Continuó forcejeando, sin darse cuenta de lo que hacía. Su mente, encerrada en los efectos del paño saturado con la sustancia química, creaba un mundo situado en algún lugar intermedio entre la pesadilla y la inconsciencia.

Hundiéndose en el mar donde no había mar, alzándose hacia el cielo donde no había cielo, arañando la tierra donde no había tierra. Ése era el nuevo mundo de Michael.

Un mundo que se oscurecía, titilaba y, finalmente, daba paso a una sensación de caída que no terminaba nunca