PRIMAVERA, PRESENTE
Tokio. Maui. Moscú. París
-Chinmoko -dijo Kozo Shiina-. En arquitectura, silencio y sombra son lo mismo. Una cosa significa la otra. ¿Lo comprendes, Joji?
-Si, Shiina-san -respondió Joji. Le agradaba que Kozo Shiina, uno de los hombres más poderosos de todo Japón, utilizase la forma de expresión que indicaba una conversación entre iguales.
Habían llegado al templo budista de Kan'ei-ji en el parque Ueno, en el sector nordeste de Tokio. El Kan'ei-ji poseía un gran significado para los japoneses. Según los antiguos principios de la geomancia -originariamente, un arte chino basado en los cinco elementos cardinales del mundo: tierra, aire, fuego, agua y metal-, la parte nordeste de la ciudad era la más vulnerable a los invasores procedentes tanto del mundo físico como del espiritual.
-Más allá de estas puertas -dijo Shiina-, se arremolinan las hordas, dedicadas a sus quehaceres cotidianos. Dentro del Kan'ei-ji, subsiste, intacto e inalterado, un vislumbre del viejo Japón. El antiguo silencio crea su propio espacio en una ciudad en la que no sobra el espacio.
En consecuencia, cuando fue construido el Kan-ei-ji, éste in- cluía un poderoso kimon, una puerta del demonio, que protegerla la ciudad. Gradualmente, se fueron construyendo más kimon, no sólo en este sector, sino por todo Tokio. Hasta que, finalmente, la ciudad entera quedó circundada por puertas del demonio. Con su austero y moroso silencio, mantenían a raya a los malos espíritus, al tiempo que proporcionaban a los habitantes de la ciudad santuarios espirituales donde los inmortales conceptos del pasado podían purificar, renovar y, por algún tiempo al menos, desviar la creciente modernización que amenazaba con arrancar el corazón del Japón de la estructura de su singular pasado.
-El lento silencio -dijo Shiina- es lo que crean artificialmente la roca, el bosque y los jardines de arena. -Dejó perderse su vista por entre las motas de polvo que danzaban a la luz del sol. Joji tuvo la extraña sensación de que Shiina podía ver el verdadero corazón de aquel sagrado lugar-. Yama no oto. Aquí, envuelto en el lento silencio, puedo oír el sonido de las montañas.
-Espero que tenga algunas palabras de sabiduría para mí -dijo Joji.
-Cálmate, Joji. En vez de pasearte nerviosamente de un lado a otro, siéntate aquí, a mi lado. Escucha las sombras que reptan a lo largo de las paredes, cubren las rocas y se deslizan sobre la rastrillada arena. Deja que el silencio horade tu impaciencia y apague tu ansiedad.
-Shiina-san -dijo Joji-, he acudido a ti, porque no hay nadie más a quien pueda recurrir. Necesito ayuda. Mi hermano Masashi me ha arrebatado el poder del Taki-gumi. Yo soy el legítimo heredero ahora que mi hermano mayor, Hiroshi, está muerto.
Shiina esperó a que Joji se hubiera sentado junto a él antes de decir:
-¿Conoces la verdadera definición de guerra? No, creo que no. No fue formulada por un samurai o un gran general, sino por un poeta y escultor llamado Kotaro Takamura. Él dijo que la guerra era "un silencio muy profundo atacado".
-No sé qué significa eso.
-Por eso es por lo que elegí venir, en lugar de ir a la casa de té.
-Yo quiero entender, Shiina-san.
-Así como la arquitectura ha incorporado un análogo del silencio -dijo Shiina-, así también lo hace la mente humana: el pensamiento. Sin silencio, es imposible el pensamiento. Sin pensamiento, no se puede formular ninguna estrategia. Muchas veces, Joji, guerra y estrategia son incompatibles. Los generales que se congratulan en la estrategia vencedora están, muy probablemente, engañándose a sí mismos. A menos que busque activamente el silencio en medio de la guerra, como busco yo este santuario en medio de la cacofonía de esta relumbrante metrópoli moderna, uno no ha vencido. Simplemente, ha sobrevivido.
Joji estaba esforzándose por comprender.
-Tú estás en medio de una guerra, Joji. O ganas esa guerra o, simplemente, sobrevives. Ésta es la elección que debes realizar.
-Creo que ya he elegido -dijo Joji-. He acudido a ti.
-Tienes que explicarme una cosa. Yo era enemigo de tu padre. ¿Cómo es que esperas que te ayude?
-Si me apoyas, si me ayudas a planear mi estrategia -dijo Joji, palpitándole con fuerza el corazón-, tendrás la mitad del Taki-gumi el día en que yo sea declarado oyabun.
-La mitad -dijo meditativamente Shiina.
Joji, preguntándose si habría hecho una oferta suficientemente valiosa, se apresuró a añadir:
-Eso es lo que siempre deseaste, ¿no, Shiina-san? Y ahora, por mi intermedio, lo tendrás. Juntos, podemos derrotar a Ma-sashi, y ambos obtendremos lo que más deseamos.
Shiina cerró los ojos.
-Escucha el silencio, Joji. Tienes que saber interpretar sus muchos significados. Entonces podrás aprender. Si no puedes aprender, no me sirves de nada.
-Lo estoy intentando, Shiina-san.
-Lo sé -dijo Shiina-. Un gusano, arrojado por un terremoto fuera de su morada subterránea, trata de encontrar su camino en medio de la luz. Pero la luz no es su medio. A menos que pueda encontrar la forma de regresar bajo tiera, perecerá.
-¿Es así como me ves, Shiina-san? -preguntó Joji, con voz tensa.
-A ti o a tu hermano Masashi -respondió Shiina-. En mi opinión, el problema es que tu"hermano se ha desgajado del pasado. Y es en el pasado, Joji, donde comenzó la amenaza al Japón. En la invasión de los americanos.
"A mí me parece que Masashi busca el futuro de forma semejante a la de un murciélago aventurándose fuera de su cueva a mediodía. Está ciego a las fuerzas que la Naturaleza puso en movimiento hace años. Él cree que la historia es la estrella que guía 'a los viejos simplemente porque son viejos, porque están fósili-'zados y la historia es lo único a lo que pueden aferrarse ahora.
"¡Qué presuntuoso es! ¡Qué seguro en su avaricia! Y por eso está siendo utilizado. Utilizado por personas más viejas, más sabias, que tienen de su lado la fuerza de la historia. Él desea con- trolar las corrientes de la industria, la burocracia y el Gobierno por medio de su fuerza bruta. Pero, sin el conocimiento que la historia puede suministrar, ni tan siquiera puede identificar esas corrientes, y mucho menos esperar encauzarlas en su beneficio.
Joji, contemplando la inexorable marcha de las sombras sobre los tejados del templo, a lo largo de los bosquecillos de bambú, las rocas desnudas, los arremolinados jardines de arena, sentía las palabras de Shiina como si cada una de ellas fuese una gota de ácido en el centro de su frente.
-Explícate, por favor, Shiina-san -dijo.
Los ojos de Kozo Shiina estaban cerrados para protegerse del sol de la tarde.
-Es muy sencillo, Joji. A través de mis contactos en el Gobierno, he sabido que tu hermano ha establecido varias alianzas entre un sector de elementos..., más bien radicales dentro de los diversos Ministerios.
-Sí, sí -corroboró Joji-. Él me contó algo de eso.
-¿Sí? -Los ojos de Shiina se abrieron de pronto, clavando en Joji su firme mirada.
-Sí -continuó Joji-. Masashi quiere lograr lo que su padre no consiguió, convertirse en un verdadero miembro de la sociedad japonesa. Anhela ser respetado. Y porque le obsesionan los logros de Wataro, se ha vuelto temerario. Yo creo que perderá el Taki-gumi si continúa por ese camino.
Una fila de sacerdotes de rapadas cabezas caminaba a lo largo de un sendero. Un canto lento y monótono empezó a llenar el aire. Más que turbar el lento silencio de Kan'ei-ji, lo intensificaba.
Cuando finalmente se extinguió el canto, Shiina preguntó:
-Dime, ¿por qué habría yo de hacer algo por detenerle?
Pensando "ya lo tengo", Joji dijo:
-Porque, si me ayudas, una parte del Taki-gumi será tuya. ¿No es eso mejor que verlo destruido?
-Si lo presentas así -dijo Shiina-, no veo cómo puedo negarme.
Joji frunció el ceño.
-Tu intervención significará la producción de grandes cambios para el Taki-gumi -dijo, como si la idea se le ocurriera por primera vez. Hasta entonces, siempre había tenido a Michiko para que le ayudase a analizar asuntos complejos.
o-No te preocupes, Joji -dijo benévolamente Shiina-. Piensa en el Meiji Jinja. El templo al primer emperador Meiji fue erigido en 1921. Fue destruido durante la guerra del Pacífico y reconstruido en 1958. Lo mismo puede decirse de muchas de nuestras instituciones. Tienen una historia de destrucción y renacimien- to. Los clanes yakuza también. -Sonrió-. Y piensa en el bien que puedes hacer.
-Por el momento, sólo puedo pensar en cómo podré habérmelas con Masashi -dijo Joji.
-Escúchame -dijo Shiina-. Aquí, dentro de este templo, podemos observar la guerra como dioses. Viendo a ambos bandos, podremos idear una estrategia que derrote a tu hermano. Pero te advierto: tenemos poco tiempo. Las alianzas que Masashi ha establecido van haciéndose más fuertes cada día que pasa. Si nos retrasamos demasiado, hasta yo seré incapaz de ayudarte.
-Estoy dispuesto, Shiina-san -respondió Joji, como un samurai preparándose para la batalla.
Shiina lanzó un profundo suspiro de satisfacción.
-Ya lo veo, Joji. Y no tengo la menor duda de que serás un digno paladín.
-Hola, abuelita.
"Escucha -pensó Michiko-. Debes hacer acopio de valor y escuchar." Pero sentía partírsele el corazón y en lo único en que podía pensar era en su pobre Tori, mantenida cautiva como un animal.
-¿Cómo estás, querida?
-Te echo de menos -dijo Tori-. ¿Cuándo puedo ir a casa?
-Pronto, pequeña.
—Pero yo quiero ir a casa ahora.
La quejumbrosa vocecilla. Michiko podía imaginar su carita bañada en lágrimas. "¡Basta! -se dijo a sí misma-. No ayudas a tu nieta portándote como una mujer débil." Michiko escuchó los ruidos de fondo, como había hecho todas las veces que llamaba Tori. En ocasiones, Michiko oía voces de hombres en un segundo término. A veces podía oír retazos de lo que decían: estaban tan aburridos de su vigilancia como lo estaba la pequeña.
Michiko recordaba un episodio de una película de la televisión, en el que la amiga del protagonista estaba siendo retenida contra su voluntad. Cada vez que los secuestradores llamaban por teléfono para exponer sus demandas, el protagonista oía un peculiar sonido. Lo identificó finalmente como el de un martillo neumático y, revisando los lugares en que se realizaban obras de construcción, logró encontrar a su amiga. Ahora Michiko se esforzó por captar cualquier matiz sonoro que pudiera proporcionarle un indicio acerca de dónde había ocultado Masashi a Tori.
No había más sonidos que los de la conversación, nada que ella pudiera identificar. Ni siquiera podía decir con seguridad si Tori estaba en Tokio o en algún lugar de la comarca circundante. Michiko se mordió el labio. Era una tarea imposible. Sólo en las películas el bien triunfaba siempre sobre el mal. Esto era la vida real. En la vida real nadie conocía nunca el resultado final.
-Oh, abuelita, tengo muchas ganas de verte. Quiero ir a casa.
Ella se había prometido a sí misma combatir el mal, pero ahora, mientras oía llorar a su nieta, Michiko empezó a pensar que el precio que estaba pagando era demasiado alto. Tori era inocente. Haberla arrastrado a esta batalla era injusto y aterrador.
-Escucha, pequeña -dijo Michiko, haciendo un último intento-. Tori, ¿me oyes? Bien. ¿Te están escuchando los hombres? No, no les mires. Quiero que me cuentes lo que puedes ver por la ventana de la habitación en que estás.
-No puedo ver nada, abuelita -respondió Tori-. No hay ventana.
-Entonces, estás bajo...
-Si vuelve a intentarlo, señora Yamamoto -dijo en su oído una áspera voz que no reconoció-, tendré que hacerle daño a su nieta.
Michiko perdió el control.
-¿Quién es usted? -Era demasiado: las amenazas, el pensar en el hombre cruel que había tras aquella áspera voz, imágenes de Tori golpeada-. ¿Dónde la retiene? ¿Por qué no la deja marchar?
-Usted sabe que no podemos hacer eso, señora Yamamoto. Estamos asegurando la cooperación de toda su familia. No me obligue a recordárselo otra vez.
-Déjeme hablar con mi nieta. Quiero...
Oyó el chasquido del auricular al otro extremo de la línea. El sonido le heló a Michiko la sangre en las venas.
-Aquí hay poder -dijo Eliane-. Aquí, en Maui; aquí, en el valle lao. -En la semioscuridad, sólo eran visibles sus ojos, luminosas puntas de alfiler, ojos de pantera en la noche-. Yo creo que hay lugares de poder en el mundo. Stonehenge es uno, las pirámides de Gizé y Les-Baux-de-Provence son otros. De pequeña, creía que sólo había uno o dos lugares de poder. Pero a medida que me hago mayor, la lista aumenta.
-Quiero saber todo lo referente al documento Katei -dijo Michael. Había salido de su dormitorio y había visto a Eliane acurrucada en el sofá, con una taza de humeante té entre las manos-. Fat Boy Ichimada dijo que te lo preguntase a ti.
El amanecer estaba próximo. En algún lugar, cantaba un pá- jaro. Más allá áe las montañas volcánicas el firmamento iba adquiriendo una tonalidad nacarina. Habían dormido unas horas. Pero, exhaustos como habían estado, el exceso de adrenalina bombeada por la batalla librada en la finca de Kahakuloa les había privado de sueño.
Michael tenía la nariz vendada. La carne estaba magullada e hinchada, pero no se había roto el cartílago.
-Pero de todos los lugares de poder en que he estado o-dijo Eliane- la energía que hay aquí es la más fuerte. Los hawaianos dicen que fue en este valle donde se congregaron sus antiguos dioses. Aquí, esos dioses amaban y luchaban, lanzando a su capricho rayos, truenos y grandes cascadas de lluvia.
Michael se sentó en el sofá, a su lado. Le cogió la taza que tenía en las manos y la hizo volverse hacia él.
-Eliane -dijo-, ¿quién eres? ¿Dónde aprendiste a manejar la espada como un senset, un maestro?
Los ojos de ella brillaron al recibir el primer fulgor de la pálida luz matutina; sus mejillas tenían una tonalidad sonrosada. Se puso de pie. Cruzó la habitación hasta el lugar en que un par de descoloridos pantalones vaqueros se hallaban echados sobre una silla. Empezó a ponérselos.
-¿No crees que había un significado en el hecho de encontrarnos?
Ella se pasó los dedos por los cabellos y se volvió para mirarse en un espejo que colgaba de la pared.
-No puedes decirme que crees que fue una coincidencia -continuó Michael-. Yo vine aquí para encontrar a Fat Boy Ichimada. Tu amigo trabajaba para él...
-Sé que tu intención era entrar en aquella casa para encontrar al que mató a tu padre.
-Sí.
-Ya que te has decidido a decir la verdad -prosiguió ella-, te confesaré que yo también quería entrar en aquella casa. Aquel amigo de que te hablé no existe.
Regresó al sofá, se sentó.
Michael la miró.
-¿Quién eres, Eliane? Ichimada te conocía.
o-Soy yakuza -respondió ella-. O, al menos, procedo de una familia yakuza. Mi madre es hija de Wataro Taki. Bueno, hijastra, en realidad. La adoptó hace tiempo, muchos años antes de nacer yo.
Michael la observó con atención. "Debe de saber quién soy yo -pensó-. Debe de haberlo sabido desde el primer momento.”
-¿Te ha enviado Masashi? -preguntó.
-Yo no trabajo para Masashi -respondió ella-. Le desprecio. Lo mismo que mi madre.
-Pero has venido aquí, no obstante. ¿Por qué?
-Vine para intentar encontrar el documento Katei. Antes de que lo encuentren los hombres de Masashi.
-Ichimada dijo que mi padre le robó el documento Katei a Masashi Takí.
-Ya lo oí. Sí.
-¿Qué es el documento Katei?
-Es el corazón del Jibán, una banda de ministros formada poco después de la Segunda Guerra Mundial. Una banda a cuya destrucción estaba entregado Wataro Taki. El Jibán tenía un plan de largo alcance para el futuro del Japón.
-¿Qué clase de plan?
-Nadie lo sabe -respondió Eliane-, excepto los miembros del Jibán. Y ahora quizá Masashi, porque ha hecho alguna especie de trato con él.
-¿Y qué quiere ese Jibán?
-Independencia para el Japón. Quieren que se libere del sometimiento a los países productores de petróleo. Pero, sobre todo, quieren liberarlo de la dominación americana.
Un timbre de alarma se disparó en la cabeza de Michael, pero él no podía imaginar por qué. Habían sucedido demasiadas cosas a la vez. Tenía la cabeza llena de preguntas no contestadas. Como el mensaje de su padre: ¿Te acuerdas del shintai? ¿Y dónde había visto el cordón rojo que había mencionado Ichimada?
-¿Por qué has venido a Maui? -preguntó Eliane.
-Porque parece ser que mi padre llamó por teléfono a Fat Boy Ichimada el mismo día en que fue asesinado.
o-¿Es de eso de lo que estaba hablando Ichimada justo antes de morir?
-No lo sé -respondió Michael, sin ser totalmente veraz.
Estaba sentado junto a una mujer medio desnuda hacia la que -debía admitirlo ahora que se hallaba rodeado de paz y silencio- se sentía atraído. Pero ¿podía confiar en ella? Eso era otra cosa completamente distinta.
-¿Por qué no me dijiste en seguida que eras yakuza? -preguntó.
-Quizá por la misma razón por la que tú no confiabas en mí. -Estaba contemplando cómo la luz del sol veteaba las volcánicas montañas del valle lao cual si éstas fuesen el lienzo de un pintor divino-. Yo no podía confiar en ti. En tus motivos. Y no puedo confiar todavía.
Era una especie de confesión, pero no le hizo sentirse más có- modo a Michael. El más inteligente de tus enemigos, le había advertido Tsuyo, tratará primero de convertirse en tu amigo más íntimo. Con la amistad viene la confianza, y una disminución de la vigilancia. Éstas son las aliadas más eficaces de tu enemigo.
o-¿Cómo fue asesinado tu padre? -preguntó Eliane-. Fue algo terrible.
-No lo sé -respondió Michael-. Eso es lo que he venido a averiguar en Hawai. Esperaba que Fat Boy Ichimada pudiera decírmelo. Ahora tendré que encontrar a Ude y preguntárselo.
¿Cómo puedo protegerme contra el enemigo inteligente, sen-sei?, había preguntado Michael.
Del mismo modo que se protege el tejón, había dicho Tsuyo. Poniendo constantemente a prueba tu entorno. Poniendo a prueba también a los que buscan tu amistad. No hay otra forma.
-¿Le querías? -preguntó Eliane-. ¿A tu padre?
-Sí -respondió Michael, y luego-: Ojalá me hubiera tomado el tiempo necesario para conocerle mejor.
-¿Por qué no lo hiciste?
"Estaba demasiado ocupado aprendiendo mis complicadas lecciones en Japón", pensó Michael. Se encogió de hombros.
-Pasaba mucho tiempo fuera cuando yo era pequeño.
-Pero tú le respetabas.
Michael se preguntó cómo debía responder a eso. Se trataba de algo muy complejo. Philip Doss no era el vicepresidente de una próspera compañía que el niño pudiera señalar con orgullo. Por otra parte, era, ciertamente, un hombre que se había hecho a sí mismo.
-Durante la mayor parte de mi vida -dijo-, jamás supe qué hacía mi padre. Así que resulta difícil hablar de ese aspecto.
Las montañas estaban ya completamente iluminadas, derramado sobre su espeso follaje el fuego de un nuevo día.
-Ahora que lo sé, sigo encontrando difícil c<-, "prender. Le admiro. Tenía gran fuerza de convicción.
-¿Pero...? -Ella había detectado algo en su voz.
-No estoy seguro de que apruebe lo que hacía.
-¿Qué era?
-¿Y qué hay de tu padre? -preguntó Michael, cambiando de tema.
Eliane había cogido de nuevo la taza y se aferraba a ella como si fuese un salvavidas.
-Le respeto.
-¿Pero...? -Ahora le correspondió a él detectar algo.
-Pero nada. -Eliane estaba mirando fijamente ante sí.
-Está bien -dijo Michael-. Si no quieres hablar de ello...
Pero sí que quería hablar. Desesperadamente. Lo malo era que nunca había tenido a nadie a quien decírselo. Ciertamente, nunca habría podido desahogarse con su madre.
-Mi padre nunca me prestó mucha atención. -Clavó la vista en los posos de su té-. Siempre fui responsabilidad de mi madre. Dirigir el negocio familiar lo fue de mi padre. Él se irritaba cada vez que mi madre trataba de intervenir en esos asuntos. Nunca la consideró con capacidad para los negocios. Pero, naturalmente, la tiene. Siempre la tuvo. -Dejó la taza sobre la mesa-. Nunca pasé mucho tiempo con él hasta que me hice mucho mayor.
Eliane se daba cuenta de que era difícil hacer esto, más difícil de lo que hubiera podido imaginar. Pero necesitaba desesperadamente hacerlo. Parecía como si se hubiera pasado toda la vida buscando alguien en quien confiar.
-Pero había alguien más. Un hombre que era amigo de mi madre. Venía a verme. Yo pensaba que era porque mi madre le pedía que lo hiciese. Imaginaba que estaba intentando facilitarme las cosas. Pero, poco a poco, acabé dándome cuenta de que me amaba, de que venía a verme por su propia voluntad.
Eliane tuvo que cerrar los ojos. Las lágrimas le ardían detrás de los párpados y pugnó por contenerlas.
-Mi madre siempre quiso que yo creyera en ese hombre. En alguien. Pero especialmente en él.
-¿Por qué?
Eliane estaba encorvada, con los brazos apretados contra los costados.
-Porque ella confiaba. Porque, tras la muerte de mi abuelo, era muy importante tener alguien en quien creer. -A la suave luz que se filtraba en la habitación, Michael vio que Eliane estaba llorando en silencio-. No quiero hablar más de ello.
-Eliane...
-No -murmuró ella-. Déjame sola.
Una extraña separación se había introducido con la luz del sol y los había distanciado. Curiosamente, era como si el recuerdo de sus padres les hubiera apartado al uno del otro, en lugar de acercarlos.
"Eso no debería ocurrir con verdades compartidas", pensó Michael.
Eugeni Karsk estaba fumando un cigarrillo. Mientras esperaba a que sonara el teléfono, observaba a su mujer. Ésta le estaba haciendo las maletas con la misma precisión con que hacía todo.
-Quiero que utilices la dacha mientras estoy fuera -dijo lan- zando una bocanada de humo hacia el dormitorio-. Te sentará bien alejarte de Moscú por algún tiempo.
-Hace demasiado frío todavía para estar en el campo -respondió su esposa. Era una mujer hermosa: de cabellos oscuros, esbelta, bien vestida. Y le había dado tres hijos. Había elegido bien.
Karsk aplastó la colilla e inmediatamente encendió otro cigarrillo.
-¿Y para qué tienes el abrigo de piel?
-La marta -respondió ella, con eficiente pragmatismo- es para la ópera o el ballet.
Karsk soltó un gruñido. Le gustaba el buen aspecto que ofrecía cuando iban del brazo. Le gustaba especialmente la envidia con que le miraban los oficiales jóvenes. Sí, decididamente, había elegido bien.
-Haz lo que quieras, entonces -dijo-. Siempre lo acabas haciendo. Yo pensaba, simplemente, que al marcharme yo y estar los chicos en el colegio, te sentaría bien. Los inviernos en Moscú son siempre desoladores. Y muy largos.
-Eres tú quien suspira por estar en Europa, Eugeni, no yo -señaló ella. Cepilló un traje antes de guardarlo en su maleta-colgador-. Yo me siento totalmente satisfecha aquí.
-¿Y yo no? -¿Lo había dicho con irritación? ¿O a la defensiva?
Su mujer cerró la maleta-colgador y se volvió hacia él.
-¿Sabes una cosa, Eugeni? ¿Estás teniendo una aventura y ni siquiera lo sabes.
-¿Qué quieres decir? -Ahora estaba irritado.
-Tienes una amante -respondió su mujer-, y se llama Europa.
Se acercó y se detuvo delante de él. Luego, sonrió y le dio un beso.
-Eres un chiquillo -dijo-. Yo creo que es porque eres hijo único. Los psicólogos dicen que los hijos únicos necesitan más que los que tienen hermanos y hermanas.
-Eso es una tontería.
-A juzgar por ti -replicó ella-, es completamente cierto. -Le volvió a besar para mostrarle que hablaba en serio-. No te sientas culpable por tener tu amante. No estoy celosa.
Después de que ella hubo salido del dormitorio, Karsk permaneció junto a la amplia ventana, contemplando el río Moscova, que discurría a través de la ciudad. En su calidad de uno de los cuatro jefes del KRO, el Departamento de Contraespionaje del Primer Directorio de la KGB, Eugeni Karsk disfrutaba de muchos privilegios. Uno de los cuales era este espacioso apartamento en un rascacielos de reciente construcción que dominaba el Moscova.
La vista, aunque espectacular, con centelleantes luces y doradas cúpulas como cebollas, no le agradaba. Todavía había hielo en el río, aunque ya estaba avanzado el mes de abril. El invierno, que oprimía a la ciudad con mano de hierro, se mostraba reacio a soltar su presa aun después de haber pasado ya completamente su tiempo.
Karsk encendió otro cigarrillo, antes aún de que el anterior hubiera ardido por completo. Tenía la garganta irritada y dolorida, pero parecía incapaz de dejarlo. Su hábito de fumar era una especie de condena, pensó. Pero, ¿por qué?
Por no creer en Dios. Su madre había creído en Dios, pero su formación para la KGB le había enseñado a ridiculizar a Dios como concepto reservado para los débiles de espíritu. La religión era el opio de las masas, un concepto efímero en el mejor de los casos, mediante el que un pequeño grupo de personas -sacerdotes- podían controlar-a la mayoría. La religión organizada -cualquier religión- era potencialmente peligrosa y contraproducente para la dialéctica científica propuesta por Marx y Lenin.
Lo mismo ocurría con las reformas, meditó. Estaban todas muy bien..., en su lugar. Nadie discutiría la necesidad de dotar de mayor eficiencia a la economía soviética. Ni la necesidad de abolir el abuso de percepciones irregulares en la Administración. Pero había que considerar muy cuidadosamente las ramificaciones de la reforma. Una vez que se abría la puerta, aunque no fuera más que una rendija, a un pensamiento tan radical, como se estaba haciendo ahora, ¿era posible mantener solamente esa abertura? ¿No harían las reformas, por su misma naturaleza, que la puerta se abriese de par en par?
Y entonces, se preguntó Karsk, ¿dónde estaremos nosotros? Al final, será difícil diferenciarnos de los Estados Unidos.
Karsk se apoyó contra el marco de la ventana, sintiendo cómo se le introducía en el cuerpo el frío de la primavera de Moscú; anhelando a Europa.
Sonó el teléfono. Podía oír a su mujer en la cocina, empezando a preparar la cena. Miró su reloj. El teléfono continuó sonando; ella no lo cogería. Estaba en el otro extremo del apartamento y no podría oír la conversación. Oyó que empezaba a correr el agua de la cocina. Descolgó el teléfono.
-¿Moshi, moshi? ¿Diga?
-He llamado a la oficina -dijo Kozo Shiina-. Su oficial de servicio me ha pasado la llamada.
"Sergei es muy eficiente", pensó Karsk. Nunca le preocupaba dejar en las capaces manos de Sergei el funcionamiento rutinario de la oficina.
-¿Qué noticias hay de Audrey Doss? -preguntó Karsk.
-Ninguna todavía -respondió Shiina.
-Tengo que conocer su paradero -dijo Karsk, frunciendo el ceño con disgusto-. Es esencial.
-Estoy haciendo todo lo que puedo -dijo Shiina-. En cuanto sepa algo, se lo comunicaré. ¿Tiene alguna información sobre quien mató a Philip Doss?
-No -respondió Karsk-. Lo ignoro por completo.
-Hum. El asunto me preocupa -dijo Shiina-. ¿Quién le mató? No me gustan los actores invisibles. Con demasiada frecuencia resultan ser enemigos.
-No se inquiete -dijo Karsk-. Quienquiera que sea no puede detenernos ya.
-¿Significa eso que podemos esperar la entrega del artículo conforme a lo previsto?
Ninguno de los dos se atrevía a llamarlo por su nombre, ni aun por una línea telefónica segura como aquélla.
-Sí. Dentro de uno o dos días -respondió Karsk-. Ya está siendo embarcado. Ya comprenderá lo difícil que es, dadas las circunstancias.
-Me hago cargo perfectamente -dijo Shiina, aliviado ai saber que la parte final de su plan estaba ya lista-. Y aprecio el interés que está poniendo.
Hablaban en japonés. Shiina tal vez pensara que era por cortesía hacia él, pero era porque a Karsk le gustaba captar todos los matices de una conversación. Karsk se había especializado en idiomas, con la convicción de que cuando los contactos ofrecían informes verbales en un segundo -o tercer- idioma, se perdía invariablemente valiosa información confidencial. En consecuencia, Karsk hablaba doce idiomas, y el doble de dialectos, con absoluta perfección.
-Recuerde que no debe haber letras ni números rusos en el artículo -continuó Shiina-. No quiero que nadie conozca su origen. -"Especialmente Masashi", pensó, recordando cuánto odiaba Masashi a los rusos.
-No se preocupe por eso -dijo Karsk-. No tenemos el menor deseo de que trascienda ese secreto. -No quería contemplar las desastrosas consecuencias de semejante eventualidad-. Bien. ¿Y el resto?
-La destrucción del Taki-gumi está próxima -dijo Shiina, y era inequívoca la satisfacción que latía en su voz.
"Es estupendo -pensó Karsk-, que los que trabajan para uno piensen igual que uno. Especialmente los que no creen que están trabajando para uno porque se les ha hecho creer que son iguales que uno, auténticos socios. Como Kozo Shiina.”
-Hiroshi Taki ha muerto -estaba diciendo ahora Shiina-. Por instigación mía, aunque, como planearnos, fue Masashi quien dio la orden. Ahora, también como convinimos, he hecho que se enfrenten los dos hermanos Taki restantes, Joji y Masashi, el uno contra el otro.
-A veces me pregunto -dijo Karsk, contemplando los témpanos de hielo que flotaban en el Moscova proyectando una débil luminosidad sobre los coches que pasaban por la carretera- si encontrará usted tanta satisfacción en la adquisición por su país de un nuevo status en el mundo, como la que encuentra en la destrucción de lo que creó Wataro Taki.
-Una extraña reflexión -repuso Kozo Shiina-, toda vez que yo daba por supuesto que usted comprendería que ambas cosas se hallan inextricablemente unidas. Con Wataro vivo, el Jibán nunca lograría su objetivo; Japón nunca alcanzaría el lugar que le corresponde en el mundo. Y ustedes nunca pondrían a América de rodillas.
-Quizá -dijo Karsk-. Pero habríamos encontrado otra manera.
-No, no, Karsk. Recuerde su historia. La única manera de que ustedes, los rusos, invadan jamás un país es con el Ejército Rojo.
-Nosotros no queremos invadir los Estados Unidos -dijo Karsk-. Una empresa semejante, aunque consiguiéramos realizarla sin devastar el mundo entero, desangraría rápidamente a Rusia. Contrariamente a lo que usted podría pensar, he leído mi Historia. Sé que la decadencia del Imperio romano fue debida a que se extendió demasiado. Los romanos eran buenos en lo suyo, la guerra. Derrotaban a todo el mundo. Ésa resultó ser la parte fácil. Lo difícil, imposible según la Historia, era mantener bajo control todas las posesiones. Demasiados pueblos, demasiadas rebeliones locales. El mantenimiento del floreciente ejército romano acabó provocando la quiebra del Imperio. Nosotros no tenemos intención de cometer el mismo error.
-Entonces, ¿qué es lo que quieren hacerle a América? -preguntó Shiina.
Karsk, contemplando cómo el humo de su cigarrillo se disipaba sobre el cristal de la ventana, vio que había empezado a nevar. Su hombro parecía helado por el contacto con el marco; la primavera de Moscú. Aplastando el cigarrillo, se preguntó por qué era que sólo fumaba cuando estaba en Rusia.
-Algo que usted está facilitando como su parte de nuestro duradero pacto, Shiina-san -dijo-. La destrucción de la economía americana.
Cuando regresó a Hana, Ude estaba sangrando. Recordó una visión que había tenido hacía algún tiempo. Él era el sol y estaba ardiendo. La luz que generaba era enorme, incalculable. Vibraba de luz, de calor, de vida. Hasta que había empezado a sangrar. ¿Qué licor divino rezuma una estrella cuando está herida? ¿Plasma? ¿Magma? No importaba. Ude, el sol, estaba sangrando. Y, mientras se desangraba, sentía que la luz, el calor, la vida, huían de él.
Había empezado a gritar. Hasta que la mujer que había estado con él le había obligado a tragar veinticinco centímetros cúbicos de "Thorazina".
Ahora, en la oscuridad de la casa de Fat Boy Ichimada en Hana, con todas las persianas echadas, los dedos de Ude maniobraron en el alambre que sujetaba a Audrey a la silla. El mentón le colgaba sobre el pecho, y él la abofeteó repetidamente.
-¡Ayúdame! -le gritó-. ¡Ayúdame! ¡Me estoy desangrando!
Los ojos de Audrey se abrieron. Ella no sabía dónde estaba, no sabía quién le estaba gritando. Hambrienta, deshidratada y aterrorizada, lanzó un grito y se desmayó.
Ude la contempló, jadeante. Pensó en cómo había estado, durmiendo tranquilamente, cuando él irrumpió en la casa. Ella no estaba atada entonces, y junto a su cama había agua y alimentos que él había consumido mientras leía la nota sin firmar sujeta bajo el jarro de agua. Audrey, había leído, no temas. Te he llevado a Hawai para salvarte. Estás a salvo de los que te quieren causar daño. Quédate aquí hasta que vuelva para recogerte. Confía en mí.
Ude había destruido la nota. Era él quien había atado a Audrey a la silla, para impedir que se marchara mientras él se ocupaba de otros asuntos.
Ahora se ocupaba del gotear de su propia sangre.
Audrey despertó poco después con el canto de los pájaros. Sobre uno de sus pechos reposaba un gekko, dormido. Al verlo, lanzó un grito. De un manotazo, arrojó al pequeño lagarto lejos de su cuerpo.
Se sentó. "¿Dónde estoy?", se preguntó. La cabeza le dolía tan violentamente como si se la hubieran estrujado en una prensa. Sentía en la garganta un extraño registro agrio. Tenía la boca seca; se abrasaba de sed.
A su alrededor había árboles..., lozanos, gruesos, exuberantes.
Luces y sombras se movían sobre su cuerpo. Estaba vestida..., pantaloncitos cortos de algodón azul, camiseta blanca, sandalias de plástico color púrpura. Ninguna de las prendas era nueva, ninguna de ellas era suya. Había algo impreso en la camiseta. Se la separó del cuerpo para poder leerlo: TRIATLON DE KONA, 1985.
¿Kona? ¿Dónde estaba Kona? Trató de hacer memoria. ¿No estaba en Hawai? Miró a su alrededor. Sentía la cálida brisa en los brazos y las piernas. Oía el trinar de los pájaros y el zumbido de los insectos. ¿Es ahí donde estoy? ¿En Hawai?
Y luego: ¿qué sucedió?
Apoyó en las manos la cabeza, que parecía a punto de estallarle, y entornó los ojos para protegerlos del resplandor del sol. La brillante luz aumentaba su dolor de cabeza. "Oh Dios. Oh Dios. Haz que cese el martilleo dentro de mi cabeza.”
Recordó ahora haber estado en casa en Bellehaven, haber oído ruidos en la casa, haber bajado la escalera. Suponiendo que era Michael en el estudio de su padre. Y, en lugar de ello...
¿Quién? ¿Por qué?
Preguntas sin respuesta se arremolinaban en su cabeza como pájaros asustados. El dolor que le hacía estallar las sienes se hizo más intenso. Con un gemido, se volvió y vomitó lo poco que tenía en el estómago.
Aturdida, volvió a tenderse sobre la hierba. El solo hecho de respirar le costaba un terrible esfuerzo. Pero su cuerpo se mantuvo, y, finalmente, empezó a sentirse mejor.
Apoyó las manos en el suelo y se incorporó. Tenía las piernas flojas; se sentía como una inválida. Apoyada sobre las manos y las rodillas, con la cabeza colgando, se dio cuenta de que debía de haber vuelto a desvanecerse por un instante.
Empezó a sentirse asustada. "¿Qué me ha pasado?" A juzgar por el ángulo con que la luz atravesaba oblicuamente las copas de los árboles, estaba cayendo la tarde. Al parecer, había permanecido inconsciente durante largo rato.
Recordaba haber oído a Michael llamándola por su nombre. Entrando en el estudio. El centelleo de su katana. El entrechocar de las hojas. Una y otra vez...
¿Y después?
¡Michael! ¡Michael!
Al borde de las lágrimas, se detuvo. Le pareció oír la voz de su hermano reprendiéndola: Eso no servirá de nada. Domínate, Aydee.
Extrayendo fuerza de la voz que sonaba en el interior de su cabeza, trató de contenerse.
Y fue entonces cuando vio a Ude. Percibió primero los irezumi, los tatuajes que cubrían su desnudo torso. Luego, su corpulencia. Vio las vendas que cubrían su hombro izquierdo, la oscura mancha de sangre seca.
El hombre era oriental. Japonés o chino, no sabría decirlo; Michael se enfadaría con ella.
-¿Quién es usted? —preguntó. Pareció extraordinariamente difícil pronunciar incluso esas pocas palabras.
-Tome -dijo Ude, echando agua de un termo en un vaso de plástico-. Beba esto. -Y cuando ella empezó a beber con ansia, añadió-: Despacio.
Audrey se sentía mareada; se sentó sobre la alta hierba.
-¿Dónde estoy? -preguntó-. ¿Estoy en Hawai? -Notaba la cabeza como si estuviera hecha de plomo. La apoyó sobre los cruzados antebrazos, pero no por mucho tiempo, ya que las muñecas hinchadas le palpitaban también dolorosamente.
-No importa dónde está -respondió Ude-. Porque no va a estar aquí por mucho tiempo.
Audrey continuó bebiendo lentamente, aunque su cuerpo anhelaba violentamente apagar su sed. Ude volvió a llenarle varias veces el vaso. Ella miró a la luz.
-¿Qué me está pasando?
-Bien -dijo Ude-. Es suficiente.
Le cogió el vaso de la mano e hizo que se pusiera de pie. Ella casi se desplomó en sus brazos, y Ude se vio obligado a llevarla casi en vilo por un pedregoso sendero. Audrey tuvo un breve atisbo de una casa -¿la casa en que había sido atada?- y, luego, fue introducida en un coche.
Las horas siguientes fueron un borrosa sucesión de fugaces imágenes. Aunque hacía todo lo posible por mantenerse alerta, caía repetidamente en la inconsciencia, sólo para despertar con un sobresalto, como si le estuviera vedada hasta la posibilidad de un sueño tranquilo.
Se daba cuenta de que la marcha era lenta porque el terreno era muy montañoso. Sin verlo directamente, percibía, no obstante, que estaban avanzando por un camino muy empinado. A veces, el coche se veía obligado a detenerse y esperar. Oía motores, como de otros coches que circulasen en dirección contraria.
Al cabo del tiempo, la pendiente se hizo menos pronunciada y, finalmente, se niveló. El camino era más fácil ahora, y, totalmente exhausta ya, se hundió en un profundo sueño.
Nobuo Yamamoto tenía las palmas de las manos empapadas de sudor. Por décima vez quizás en otros tantos minutos, se las secó con un pañuelo de color ya grisáceo por el hollín de la ciudad.
Era éste un síntoma insólito para un hombre de su rango y su personalidad. En su coche con chófer, se mantenía inclinado hacia delante, con el cuerpo y los nervios en tensión.
Hacía muchos meses que Nobuo no dormía bien por las noches. Cuando dormía, soñaba. Y sus sueños estaban llenos de muerte. La muerte terrible y cruel, a la vez rápida y angustiosamente lenta que era el resultado del relámpago. Relámpago era como Nobuo prefería llamarlo. No detonación. Relámpago era un término con el que podía vivir..., más o menos.
Porque era japonés, Nobuo conocía mejor que la mayoría el horrible peligro. Había aquí una historia. En Hiroshima y Naga-saki. Y los japoneses aborrecían especialmente todo lo nuclear, en particular si se trataba de un arma.
"Dios mío- pensó-, ¿cómo he llegado a verme envuelto en esto?" Pero, naturalmente, lo sabía. Era por causa de Michiko. Ella le ligaba en cuerpo y alma a los Taki. Así era como lo habían considerado su padre y Wataro Taki -Nobuo había olvidado hacía tiempo el nombre original de Wataro, Zen Godo- cuando los dos hombres crearon esta alianza. Dos negocios familiares unidos para siempre, fortaleciéndose mutuamente.
Pero ahora Wataro Taki había desaparecido, y también Hi-rishi. Masashi había conseguido todo lo que siempre había deseado. Masashi se convirtió en oyabun del Taki-gumi, y Masashi era un loco. Un loco a quien Nobuo se hallaba ligado de forma singular. "Estoy construyendo lo que él quiere -pensó Nobuo, horrorizado ante la perspectiva de su terminación-, pero lo voy retrasando todo lo posible. No obstante, el final está próximo; he llegado al límite de las dilaciones. Debo completar el proyecto. Con la vida de mi nieta en peligro, ¿qué otra cosa puedo hacer?”
Sin embargo, las pesadillas persistían. Sin embargo, los muertos ambulantes, la carne podrida llenándolo todo con su hedor, poblaban sus noches, convirtiéndolas en un hervidero de culpabilidad.
El Tokio nocturno aparecía esmaltado sobre el horizonte limitado por el recuadro de la ventanilla. Los grandes letreros de neón y los anuncios luminosos hacían fulgurar cada superficie brillante, cada ventana oscura, cada forma curva, de las que había tantas aun dentro de su limitado radio visual que era imposible contarlas. Mirar a Tokio era como levantar la vista hacia el firmamento estrellado. Como símbolo, tal vez, de las aparentes contradicciones del Japón, la entremezclada sensación de absoluto desorden y de espacio enorme era tan turbadora como edificante. Pues constituía una afirmación de la esencia de la capacidad de la cultura, para transformar muy pocas cosas en un magnifícente exceso.
-Ahí viene, señor -dijo el chófer de Nobuo.
"Siempre tarde -se dijo Nobuo-. Un nada sutil recordatorio de la naturaleza de nuestra relación.”
Contempló cómo Masashi descendía del coche y entraba rápidamente en el teatro. "Es el momento", pensó Nobuo. Se secó una vez más las palmas de las manos y dejó a un lado el pañuelo.
Dentro, el teatro era sobrio, severo, mínimo. Había una zona para el público, un escenario, y eso era todo. Excepto, naturalmente, los monitores. Baterías de pantallas de televisión -ahora oscuras- tapizaban ambas paredes laterales. Debía de haber más de ciento cincuenta en total; ventanas negras que no daban a ninguna parte y que incrementaban la desolación del lugar. Se tenía allí la impresión de entrar en una sección del espacio en que hasta las estrellas hubiesen muerto. Cualesquiera reflejos que se insinuasen aquí y allá en las pantallas procedían del público mismo, instalándose.
Según su costumbre, Masashi esperó en la puerta hasta poco antes del momento en que debía comenzar la función. Para entonces, estaban ya ocupados todos los asientos, menos uno. Pero, más importante, había tenido la posibilidad de examinar detenidamente a cada uno de los que entraban.
Ocupó su asiento. A su izquierda había una joven japonesa con unas ropas demasiado grandes que presentaban tantas tonalidades diversas de gris que se difuminaba la distinción entre los matices. Tenía las mejillas pintadas de azul y púrpura. Brillaba el carmín de sus labios. Sus cabellos, muy cortos salvo por delante, parecían tan rígidos como si les hubiera aplicado cola. A su derecha estaba sentado Nobuo.
Sin preliminares ni aviso de ningún tipo, comenzó el espectáculo. Las baterías de monitores cobraron vida todas al mismo tiempo. Un bosque de fosforescencias latiendo y vibrando en imágenes electrónicas.
En ese momento, aparecieron los bailarines en el escenario. Iban desnudos o semidesnudos, muchos de ellos con el cuerpo embadurnado de pintura blanca. Era buto, una especie de primordial danza moderna, creada a partir de la angustia urbanizada y occidentalizada del Japón posnuclear de finales de los años cincuenta. Era a un mismo tiempo políticamente subversiva y cultu-ralmente reaccionaria, fundamentada en arquetipos mitológicos. Buto era rígida y fluida a la vez, utilizando pautas que la revelaban como una experiencia física y mental.
En el centro del escenario, la diosa del Sol, de quien descendía el emperador. Afligida por lo que ve a su alrededor, se retira al interior de una caverna y el mundo queda sumido en tinieblas.
Sólo los hedonistas sonidos de los juerguistas, sólo la vista de danzas eróticas y desenfrenadas, ejecutadas como ritos primitivos, pueden inducirla a emerger nuevamente, trayendo consigo la luz y el calor, heraldos eternos de la primavera.
Mientras los bailarines volvían a dar vida, de forma estilizada, a este antiguo mito agrícola, los monitores de televisión proyectaban lo que sólo podría haber sido un ensayo general de la danza. Comenzó justamente después de haber comenzado la representación real, con el sorprendente efecto de constituir una especie de eco visual.
En el intermedio, Masashi se levantó y, sin decir una palabra a nadie, salió al vestíbulo. Al cabo de unos momentos vio a No-buo que se dirigía hacia él.
-¿Puede usted sacar algo en limpio de esta basura? -preguntó Masashi cuando Nobuo llegó hasta él.
-No estaba prestando atención -respondió Nobuo-. ¿Eran buenos los bailarines?
-¿Se refiere a esos contorsionistas? -dijo Masashi-. Su sitio está en el circo. Si esto es arte, entonces el talento creador ha muerto, y aquí está el arma asesina. No hay elegancia, ni silencio, ni yugen.
Esta palabra, procedente de la época del shogunado Tokuga-wa de principios del siglo xix, significaba una clase de belleza tan restringida en su manifestación exterior que dejaba traslucir su aspecto interno.
Nobuo tenía demasiado buen sentido como para caer en la trampa de discutir con Masashi; era un pasatiempo con el que Masashi disfrutaba porque Nobuo no podía ganar.
-Los envíos de piezas no están llegando con la rapidez suficiente.
-No puedo hacer más -respondió Nobuo-. Hay que pensar en el proceso de fabricación. No estamos haciendo coches, ya sabe. Todo debe ser fabricado con la más exigente precisión.
-Guárdese la publicidad para quien quiera apreciarla -dijo despreciativamente Masashi.
-Es la verdad -replicó Nobuo con sequedad-. ¿Sabe cuánta energía se libera en una explosión nuclear?
-Me traen sin cuidado las dificultades -dijo Masashi-. Yo tengo un programa que cumplir. Debemos terminarlo en dos días.
-Al diablo su programa -exclamó airadamente Nobuo-. A mí sólo me importa mi nieta.
-En ese caso -dijo Masashi-, estará usted preparado cuando nos reunamos en su fábrica dentro de dos días. Es perentorio. El destino del Japón depende de su maestría técnica, Nobuo-san. El destino del mundo entero, si se conociera la verdad. ¿Qué significa ante eso la vida de una niña? -Nobuo palideció, y Masashi se echó a reír-. Cálmese, Nobuo-san. No tengo intención de causarle daño a Tori. Le di mi palabra.
-¿Y qué valor tiene su palabra?
Los ojos de Masashi relumbraron.
-Le conviene esperar que valga mucho.
-No estoy en situación de ofrecer una opinión al respecto -respondió secamente Nobuo-. Consulte al espíritu de su difunto padre. Seguramente él lo sabe.
-La muerte de mi padre fue karma, ¿neh?
-Y el karma, supongo, mató a Hiroshi. -Nobuo meneó la cabeza-. No. Usted mató a su hermano mayor, pese a todas sus protestas en contrario. Y, ahora que es oyabun, estoy aliado con usted. Pero no fue el asesinato de Hiroshi lo que creó nuestra alianza. Usted sabe lo que es. Ha secuestrado a mi nieta. Le odiaré hasta el día de mi muerte por lo que ha hecho.
-¿Yo? -exclamó Masashi, con aire de inocencia-. ¿Pero qué he hecho yo, aparte de poner en marcha una máquina extremadamente eficiente? Más eficiente de lo que ni aun mi padre hubiera podido imaginar. ¿Por qué se pone tan serio, Nobuo? Es usted parte de la Historia. Con lo que me está ayudando a construir, pronto gobernaremos el nuevo Japón.
"O -pensó Nobuo-, seremos borrados de la faz de la Tierra, juntamente con todos los hombres, mujeres y niños del Japón.”
Cantaban los pájaros en un claro bañado de sol. Gruesos rayos dorados descendiendo oblicuamente por entre los huecos que dejaban los árboles. El murmullo de un arroyo que serpenteaba por una suave pendiente, zumbido de insectos.
Y Eliane avanzando hacia él, mirándole sólo a él. Sonreía. Yendo hacia él, lentamente, deliberadamente, confiadamente.
Un estampido como el disparo de un rifle, y Michael gritando su nombre mientras ella desaparecía, juntamente con la cornisa de la montaña al desmoronarse. Arrojada al oscuro abismo del valle.
El eco de la cornisa al caer fue multiplicándose en las profundidades.
Michael despertó sabiendo que el nombre que había gritado no era el de Eliane, sino el de Seyoko.
Le invadió una intensa depresión. En la oscuridad, oyó un sor- do rumor. Su propia respiración. Por un momento no pudo recordar dónde estaba. La casa de Eliane. Debía de haber dormido todo el día.
Se levantó y se dirigió lentamente al cuarto de baño. Abrió la llave y se duchó con agua fría. Tres minutos después salió y se secó. No encendió ninguna luz, sino que, con la toalla arrollada en torno a la cintura, salió al lanai que discurría a lo largo de la casa.
Michael oía el viento moverse por entre las copas de las palmeras. Pequeñas luces iluminaban el sendero del jardín, tan próximo que hubiera podido alargar la mano y rozar el follaje. Más allá, las montañas se erguían en su eterna vigilia. La noche olía a plumerías y pinas.
"Ya es mañana -pensó-. ¿Adonde escapó Ude?" No lo sabía, pero sabía dónde debía buscar: en Tokio. Era en Tokio donde encontraría a Audrey, donde averiguaría quién mató a su padre y por qué.
El Shuji Shuriken.
Se sentó en cuclillas y empezó su lenta respiración. Su voz susurró el canto: "[/." Ser. "Mu." No ser. "Suigetsu." Luz de luna sobre el agua. "Jo." Sinceridad interior. "SWw." Dominio de la mente. "Sen." El pensamiento precede a la acción. "Shinmyoken." Donde se posa la punta de la espada. "Kara." El vacío. "Zero." Donde el Camino no tiene ningún poder.
Suigetsu. Luz de luna sobre el agua, era una expresión que significaba engaño. Todo lo que absorbes aquí, había dicho Tsuyo, está basado en el engaño. En el shintoísmo, el engaño que se convierte en verdad se llama shimpo, misterio. Se dice que este shimpo hace que la gente tenga je, simplemente porque está oculto. En el Camino del guerrero, el shimpo se conoce como estrategia. Digamos, por ejemplo, que tú finges tener dañada la mano derecha y que con ese método haces salir a tu adversario, cambias su propia estrategia, y, al hacerlo, le derrotas. ¿No puedes decir que tu engaño se ha convertido en verdad?
Cuando puedes alterar la forma en que tu adversario percibe su entorno, has dominado el arte de la estrategia.
¿Estaba Eliane practicando el shimpo? ¿Estaba embozándose deliberadamente en el misterio, o era de veras tan elemental como aparentaba ser? Michael recordó de nuevo su graduación en la escuela de Tsuyo. Qué fácil le había parecido entonces adivinar los motivos de su sensei. Y su padre le había dicho más tarde: Primero debes reconocer el mal. Luego debes combatirlo. Finalmente debes evitar convertirte tú mismo en mal. Conocer con certeza estas cosas se va haciendo más difícil con la edad.
La casa continuaba dormida, carente de respuestas.
"El Camino es verdad -pensó Michael-. Es rendo.”
Se levantó bruscamente y entró en la casa. En la cocina, se dirigió al teléfono y marcó el número del aeropuerto de Kahului. Reservó un billete en el vuelo interinsular y, luego, marcó el número del aeropuerto internacional de Honolulú. Seguidamente marcó el de la línea privada de Joñas.
Joñas descolgó al primer timbrazo.
-¿Tío Sammy?
-Michael. ¿Cómo estás?
Michael había llamado a Joñas en el momento en que Eliane y él habían vuelto a su casa desde la de Fat Boy Ichimada. ¿Ayer? Michael había contado a Joñas todo lo sucedido desde su aterrizaje en Maui.
-¿Hay alguna noticia sobre Audrey? -había preguntado.
-Ninguna todavía. Pero no pierdas la esperanza -respondió Joñas. Y, para desviar la atención de Michael del tema de su hermana, añadió-: Ya me he encargado de los federales de Maui. No te verás mezclado en ninguna investigación sobre la matanza de la casa de Ichimada.
-Creo que tu presentimiento de que nuestra investigación nos llevaría de nuevo al Japón era acertada -dijo Michael-. Esta mañana salgo para Tokio en el primer avión.
-Haz lo que tengas que hacer, hijo -respondió Joñas-. Yo me enfrento aquí a una crisis que parece va a ser imposible de manejar. Después de más de un año negociando un acuerdo recíproco de importación y exportación con los Estados Unidos, el Japón ha cambiado su actitud. El Primer Ministro japonés informó ayer al presidente que todos los pactos comerciales individuales existentes entre nosotros y el Japón han sido declarados nulos y sin valor. No se ha dado ninguna explicación a semejante medida. Y no parece haber ninguna esperanza de que se reanuden las conversaciones.
"Me he pasado toda la noche en el Capitolio. El Congreso ha aprobado, como represalia, una ley de aranceles similar a la Smoot-Hawley de hace varias décadas. Te aseguro, hijo, que hace diez años América tal vez hubiera sido capaz de resistir ese golpe. Pero hoy, no. Aquí a nadie parece importarle un bledo la grave depresión económica que se derivará de esta ley proteccionista.
-Parece que estás muy ocupado -dijo Michael.
-Por si eso no fuera suficiente -continuó Joñas-, existe la posibilidad de que "BITE" sea cancelado definitivamente.
Y le habló a Michael del informe que Lillian le había mostrado y de lo que significaba.
-Tío Sammy -dijo Michael, percibiendo un timbre extraño en la voz-, ¿te encuentras bien?
-Si he de decirte la verdad, hijo, por primera vez estoy empezando a pensar que no vamos a ganar.
Cuando colgó el teléfono, Michael se sentía más inquieto que nunca. Volvió al lanai. Estar aquí, en el valle lao, era como estar en el torreón del más formidable de los castillos.
Oyó un ruido y se volvió. Eliane había salido de las puertas vidrieras que daban a su dormitorio. Le miró a la luz de la luna. Iba vestida con pantalones vaqueros y camisa de hombre de manga larga.
-He oído que estabas aquí fuera.
-No quería despertarte.
-Ya estaba levantada. -Volvió la cabeza para mirar hacia el valle-. Las noches son muy hermosas aquí -dijo, avanzando por el lanai-. Más aún que los días.
-Con esa luna llena -dijo Michael-, se puede ver a la perfección todo el valle.
-Todo, no -respondió Eliane-. Hay en él lugares que no han sido explorados en siglos.
-¿Por lo denso de su vegetación?
-No -dijo ella-. Porque nadie quiere entrar en ellos. Son lugares sagrados, puntos en el tiempo además de en el espacio. Los viejos dioses habitan todavía esos lugares. Al menos, así lo creen los hawaianos.
Vio que ella estaba hablando completamente en serio. Él tenía poco de escéptico. Tsuyo había dicho: Los -físicos nos dicen que la gravedad -o la falta de ella- rige el Universo. Pero la -fe rige a la mente. En cualquier caso, hay ciertamente lugares a los que rige la fe y no un principio físico. Éstos son lugares que tú encontrarás también con el tiempo, ya sea con mi ayuda, ya sea por ti mismo.
-¿Me enseñarás uno de esos lugares -dijo ahora- en que todavía viven los dioses de Hawai?
Escrutó su rostro, sabiendo que ella trataba de decidir si se estaba burlando de ella o no.
-De acuerdo -respondió al cabo de unos momentos-. Pero el lugar está muy alto. Es una larga subida.
Michael vaciló, recordando su sueño y el accidente ocurrido en Yoshino, en la escuela de Tsuyo. Recordó a Eliane desapareciendo en el abismo y él gritando el nombre de Seyoko. Daba a todo esto una resonancia aterradora.
-No me importa -dijo, sin demasiada sinceridad. Pero en la viveza de sus movimientos percibió un elemento de su propia in- quietud. Pasarían horas antes de que pudiese tomar su avión para Honolulú.
"¿Estaban predestinados a esta caminata? -se preguntó-. ¿Estaba él predestinado a verla morir de la misma manera que murió Seyoko? Qué idea tan idiota", se dijo a sí mismo.
Eliane le siguió al interior de la casa y contempló cómo él se ponía unos téjanos y un suéter. La luz de las estrellas se filtraba en la habitación como un millón de deseos insatisfechos. Eliane se movía de un lado a otro por la habitación como si se sintiera incómoda dentro del reducido espacio.
-Toma -dijo, entregándole un par de potentes prismáticos de campaña-. Las vistas que se divisan desde el lugar adonde vamos son espectaculares, aun de noche.
Salieron de la casa y tomaron por un serpenteante sendero que no tardó en desaparecer en la hierba, entre rocas y follaje. Cantaban las chicharras. Había una sinfonía de sonidos casi imperceptibles.
Atravesaron el valle. Eliane había cogido una linterna, pero, con la luz que proyectaban la luna y las estrellas, su uso resultaba innecesario. Comenzaron luego la ascensión de las montañas que siglos antes se habían alzado con un espasmo titánico desde el lecho del océano.
A quinientos metros de altura, se detuvieron a descansar. Mi-chael sacó los prismáticos y miró alrededor de él. A la luz de las estrellas, el mundo se mostraba yerto, liso, duro como el granito, pero no por ello menos hermoso. De hecho, había una añadida sensación de pasmo, un acrecentado conocimiento de la distancia temporal existente entre la vida del hombre y la de la Tierra. Ahora, sin color, sin profundidad y sin la distracción de la fauna, pensó Michael, era imposible evitar enfrentarse a la anonadante grandeza del mundo.
-¿Qué ves? -le preguntó Eliane.
-A mí mismo -respondió.
-Si los espejos pudieran decirnos lo que necesitamos conocer sobre nosotros mismos... -dijo ella.
Se la quedó mirando largo rato con extraña intensidad. Era, pensó Michael, como si intentara absorber su esencia. Como si intentara inhalar su espíritu.
Finalmente, Eliane dijo:
-Cuando era pequeña, solía rezar una oración por las noches antes de acostarme. Me la enseñó de niña un amigo de mi madre. Me dijo que la rezara sólo cuando estuviese sola y que no dijera a nadie que la sabía. Ni siquiera a mi madre. Era así: "Sí es un deseo. No es un sueño. No teniendo otros medios de atravesar esta vida, debo utilizar el sí y el no. Permíteme mantener ocultos el deseo y el sueño, de tal modo que algún día pueda ser lo bastante ofuerte como para prescindir de ellos.”
La luz de la luna la envolvía en un manto de plata. La fría y azulada luz se derramaba en cascada sobre sus facciones. Al mismo tiempo, le arrebataba su color natural y le infundía una energía sólo posible por la concentración de iluminación monocromática.
-Michael -dijo-, he hecho cosas terribles en mi vida.
o-Todos hemos hecho cosas de las que no nos sentimos orgullosos, Eliane. -Apartó los prismáticos.
-No como éstas.
Michael se acercó más a ella.
-Entonces, ¿por qué las hiciste?
-Porque -respondió ella- temía no hacerlas. Temía que, si no hacía nada, la anarquía..., ¿recuerdas aquel lienzo en blanco?, me acabara destruyendo. Tenía miedo de terminar no siendo nada.
-Tú eres inteligente -dijo él-. Eres lista, hábil y poderosa. -Sonrió-. También eres hermosa.
El rostro de Eliane se mantuvo impasible. Él había querido hacerla sonreír.
-En una palabra -dijo-, soy perfecta.
-Yo no he dicho eso.
-Oh, claro que sí. Y no eres el único. Desde todo el tiempo que puedo recordar, siempre se me ha dicho que era perfecta, es más, se me exigía que lo fuera. No tenía opción. No podía rehuir la responsabilidad engendrada por la perfección, lo mismo que no podía renunciar a ser mujer. Esa terrible responsabilidad me arrebató mi infancia. He sido adulta toda mi vida, Michael, porque sabía que, si no lo era, mi vida entera Se desmoronaría.
El la miró, sintiendo en su interior una mezcla de tristeza y de ira: la primera de las emociones por ella; la otra, por quienes le impusieron la mentira.
-¿Creías realmente eso?
Ella asintió con la cabeza.
-Lo sigo creyendo. Porque, al final, esa rígida responsabilidad llegó a ser la única y exclusiva cosa que defendía mi existencia. ¿Qué era yo si no era esto? Nada. Anarquía, de nuevo. Una anarquía a la que no podía enfrentarme.
Michael meneó la cabeza.
-Pero tú eres algo. -Extendió la mano-. Anda, vamonos.
Pasó largo rato antes de que sus dedos tocaran los de él.
-Ese estúpido de Ichimada -dijo Ude, terminando su informe. Estaba en una cabina telefónica de las afueras de Wailuku. Tenía la piel cubierta de polvo volcánico-. Abrigaba grandes planes que no te incluían a ti.
Cada pocos segundos miraba en dirección al coche, en el suelo de cuya parte trasera yacía Audrey, atada y amoidazada.
-Había contratado a un par de tipos de aquí que estaban buscando el documento Katei. Los encontré, y no lo tenían. No sabían quién lo hizo. Pero conseguí de ellos una cosa que Philip Doss había dejado para su hijo. Un trozo de cordón rojo oscuro. ¿Significa algo para ti?
Masashi reflexionó unos instantes.
-No -respondió.
-La codicia se convierte en estupidez como la comida se convierte en mierda -dijo Ude-. La estupidez de Ichimada le hizo volverse vulnerable. No sólo para mí, que ya habría sido bastante. ¡Sino para un itekil -Se refería a un bárbaro, un occidental: Michael Doss-. Ese iteki se infiltró en la finca de Ichimada.
-¿Se te ha ocurrido pensar -dijo Masashi- que Fat Boy Ichimada quería encontrarse con Michael Doss? ¿Cómo crees que sabía adonde enviar a los hawaianos en busca del cordón? Philip Doss debió de telefonearle.
-No había pensado en eso -respondió Ude.
-¿Sabes dónde está ahora Michael Doss?
-Sí. Está con Eliane Yamamoto.
-¿Sí? -dijo Masashi, con voz inexpresiva. Ude se preguntó por qué no parecía interesado Masashi en aquella increíble noticia-. Quiero que me envíes a su hermana Audrey, aquí mismo, al Japón.
-No será fácil -respondió Ude-. Con Michael Doss merodeando por aquí y los federales alborotados por el asunto de Ichimada, estoy trabajando en condiciones adversas.
-No te preocupes. Enviaré mi reactor particular. Todo estará preparado para ti en el aeropuerto. Ella saldrá en una caja de piezas de maquinaria. Ya conoces la rutina, la has hecho docenas de veces. Pero pasarán unas ocho horas antes de que pueda poner el avión en Maui.
-Necesitaré ese tiempo para prepararme.
-De acuerdo. Haré unas cuantas llamadas telefónicas y te proporcionaré algunos de mis hombres en la isla. ¿Hay algún sitio en que se puedan poner en contacto contigo?
Ude dio a Masashi el nombre del bar en que había estado cuando seguía a los hawaianos.
-Está en Wailuku -dijo-. Ellos lo conocerán. Es demasiado temprano para que esté abierto, asi que diles que estaré en el coche al otro lado de la calle. Ude reflexionó unos momentos. -Diles también que necesitaré armas.
-Pueden conseguirte lo que necesites -le aseguró Masashi-. ¿Has averiguado quién mató a Philip Doss? -No fue Ichimada.
-No es eso lo que he preguntado -replicó Masashi. -No tengo respuesta -dijo Ude-. ¿Qué quieres que haga con Michael Doss?
-Michael Doss sólo tiene importancia en cuanto que se relaciona con el documento Katei -respondió Masashi-. Quiero que llegue a su poder el cordón rojo, a fin de que sepamos en qué consiste su valor. Parece claro que sólo Michael Doss puede llevarnos hasta el documento Katei.
-Yo creo que esto es una pérdida de tiempo -dijo Ude-. Yo pienso que e! documento Katei ardió con Michael Doss en el accidente de coche.
-No te pago para que pienses -replicó secamente Masashi-. Limítate a hacer lo que se te dice.
-El documento Katei lo es todo, ahora, ¿verdad? -dijo Ude-. Percibo la urgencia que late en tu voz. Pero la urgencia no es tuya, sino de Kozo Shiina. El documento Katei es el objeto sagrado del Jibán, no tuyo. Me parece a mí que Kozo Shiina es ya el nuevo oyabun del Taki-gumi.
-¡Silencio! -gritó Masashi-. Ya has vuelto a comer tus hongos. Crees tener una estatura de seis metros.
-No -respondió Ude, con cierta tristeza, pues ahora comprendía que sólo tenía un camino que seguir-. Pero estoy viendo las cosas con más claridad que tú o Kozo Shiina. Yo puedo olvidarme del documento Katei, puedo comprender que ha desaparecido para siempre. Puedo ver que la verdadera amenaza para ti y para el Taki-gumi es Michael Doss. Está siguiendo las huellas de su padre. Philip Doss logró mantenerte apartado del poder mientras tu padre aún vivía. Te habría destruido si hubiera vivido lo suficiente.
-O yo a él.
-¿No crees que Michael Doss tratará de terminar lo que empezó su padre?
-El Tao -respondió Masashi- nos dice que el hombre sabio se coloca detrás de todos los demás y, al hacerlo así, descubre que se encuentra en posición preeminente.
-¿Qué tiene que ver conmigo el Tao? -exclamó Ude, con in- disimulado desprecio-. El Tao es para viejos, ciegos y sordos a la vida que les rodea.
-El Tao es la ley universal -le recordó Masashi.
-El Tao está muerto.
"No -pensó Masashi-. Es tu espíritu el que está muerto.”
-Todavía eres miembro de mi clan -dijo airadamente-. Obedecerás a tu oyabun.
"La cuestión es -pensó Ude mientras colgaba el auricular-: ¿Quién es mi oyabun?”
El camino se tornó ahora realmente empinado. Michael, consciente del vasto espacio que se extendía a su espalda, se movía con sumo cuidado. Se hallaban rodeados de árboles, tan corpulentos en algunos lugares que no podían ver más de medio metro en cualquier dirección. Sin embargo, Eliane se movía con rapidez y seguridad. Había tenido razón. Era una larga subida, y Michael empe/aba a arrepentirse de haber ido. Su agitación se había evaporado; estaba cansado y le dolían los músculos.
Finalmente, Eliane se detuvo. Se volvió hacia él y señaló con la mano. Más arriba, delante de él, vio un angosto desfiladero, como si un cuchillo gigantesco hubiese hendido la rocosa faz de la montaña. El paso estaba custodiado por un par de enormes peñascos. Eran de la misma roca ígnea que siglos atrás se había elevado desde el fondo del océano, retorcida y marcada por el cataclismo de su nacimiento.
Michael se sobresaltó al fijarse en las formas de los peñascos. ¿Eran realmente un par de guerreros agazapados, como parecían? Se acercó más para ver si la roca había sido tallada, pero vio que no. La formación natural de las piedras -favorecida por la erosión de los elementos- les había hecho asemejarse a figuras humanas.
-El pasadizo de los dioses -murmuró Eliane. Pero cuando él avanzó para entrar en el desfiladero, le detuvo-. Espera -dijo, y se alejó por entre los árboles circundantes.
Cuando volvió, llevaba en sus manos lo que parecían ser unas guirnaldas. Le puso una alrededor del cuello, y ella se puso la otra.
-Hojas de ti -dijo—. La planta es sagrada para los hawaia-nos porque los antiguos dioses la apreciaban mucho. Esto es lo que llevan los kahunas cuando vienen aquí. Las hojas de ti nos protegerán.
-¿De qué? -preguntó Michael.
Pero Eliane estaba ya caminando por delante de los extraños guardianes de piedra. Entrando en el pasadizo de los dioses.
-Yo creo que el elemento más importante de la conversación -dijo Ude al teléfono- es lo que estaba más oculto. ¿Qué está haciendo Eliane Yamamoto en Maui, y con Michael Doss?
Kozo Shiina guardó silencio, pensando. El hecho era que Eliane era hija de Michiko, y no podía imaginar qué estaba naciendo la hija de Michiko al lado de Michael Doss. A Shiina no le agradaba la idea de que estuviera sucediendo algo en Maui sin su conocimiento.
-¿Cómo valoras la situación? -preguntó.
-No confío en Masashi -respondió inmediatamente Ude.
Y Shiina no sabía si confiar en la respuesta, preguntándose cuánto de ella se debía a la emoción más que al razonamiento. Shiina no confiaba en las emociones. Coloreaban todo cuanto había a su alrededor, como un filtro colocado sobre la lente de una cámara fotográfica.
-Cuando informé a Masashi de la presencia de Eliane, su reacción fue extraña -continuó Ude-. Pareció como si quisiera dejar de lado la cuestión. Como si ya supiera que estaba allí.
"Masashi -pensó ahora Kozo Shiina-, ¿qué te propones?”
-¿Has averiguado quién mató a Philip Doss? -preguntó Shiina.
-Todavía no.
-Sigue en ello -dijo Shiina-. En cuanto a Michael Doss, haz lo que te dice Masashi. Deja que Michael Doss tenga el cordón rojo. Yo creo que Masashi tiene razón..., el iteki nos llevará hasta el documento Katei.
"De modo -pensó Ude-, que tampoco Shiina percibe la amenaza que constituye Michael Doss. Pero -se recordó a sí mismo- ni Shiina ni Masashi han visto a Michael Doss en acción. Para ellos, todavía no es más que el iteki, el extranjero.”
Pero Ude sabía qué hacer en este caso. Michael Doss era demasiado peligroso para mantenerlo a raya. Era listo e imprevisible. Conocía el significado de shimpo, la estrategia del engaño.
Ude tomó una decisión. No obedecería a Kozo Shiina ni a Masashi. Aquí afuera, sobre el terreno, uno debía tomar sus propias decisiones. Eran decisiones de vida o muerte, y Ude había tomado la suya con respecto a Michael Doss.
Tendría que matarle.
Emergieron de la absoluta oscuridad al fulgor de las estrellas. Todo era desolado, tridimensional, acerado, con una luminosidad que cortaba el aliento.
Un ave nocturna graznó en lo alto de un árbol, alejándose de su presencia a impulsos de sus poderosas alas. Michael vislumbró fugazmente una cabeza con dos breves apéndices, unos ojos incandescentes: ¿una lechuza?
-Ten cuidado de no desviarte -dijo Eliane al tiempo que señalaba un lugar desprovisto de vegetación sobre el borde del acantilado, que aparecía cubierto de surcos en su superficie rocosa-. Cuando llueve, eso es una catarata. En tiempo seco, como ahora, el lugar resulta muy peligroso por lo resbaladizo de la roca.
Michael se agachó y pasó la mano por la roca desnuda.
-¿Qué ocurrió aquí? -preguntó.
-Depende de lo que quieras creer -respondió Eliane-. Los hawaianos dicen que aquí se libró una gran batalla. A su término, los vencedores arrojaron a sus enemigos por este precipicio.
Michael estiró el cuello, tratando de ver lo más lejos posible. Luego se apartó del lecho seco de la catarata.
-Los hawaianos dicen -continuó Eliane- que la catarata comenzó en aquel tiempo, roja por la sangre de los guerreros.
-¿Es eso lo que tú crees? -preguntó Michael.
-No sé. Éste no es mi país. Pero siento el poder que hay aquí. Todo el mundo lo siente, es innegable.
La luz de las estrellas proyectaba sobre su rostro sombras que se curvaban como dedos y se extendían por su mejilla y su cuello. La misma fría luz centelleaba en sus negros ojos, haciéndolos parecer sorprendentemente grandes. El viento agitaba sus largos cabellos, convirtiéndolos en un ala de cuervo, siempre en movimiento.
Michael, mirándola, parecía como si nunca hasta este momento la hubiera visto realmente. Era como si se hubiera encontrado con una imagen de ella, o un. cuadro, y ahora esta noche llena de estrellas, este lugar de poder, le estuviese revelando la verdad de Eliane.
La tocó y advirtió que su corazón latía con fuerza. Era como si su pulso fuese el pulso de él, como si una cascada los estuviera enlazando, como si se estuvieran fundiendo el uno en el otro. Michael sintió que su corazón se abría y que la cascara de amargura que le había rodeado se desprendía como la piel muerta de un reptil.
-Eliane -dijo, pero ella apartó la mano separándose de él.
-No -susurró-. Tú no me necesitas. No realmente. -La sombra de un saliente rocoso la envolvió en una oscuridad tan completa que creó una absoluta quietud.
-¿Cómo puedes decir tú lo que necesito?
Le pareció adivinar su irónica sonrisa.
-Créeme cuando te lo digo, Michael. Tú no me necesitas..., o dejarás de necesitarme dentro de muy poco.
-¿Por qué? ¿Qué hay tan terrible en ti?
Ella se agitó.
-Soy fea.
-No. Eres hermosa.
La quietud dentro de la cual ella permanecía resultaba impresionante.
-Recuerdo el día -dijo- en que me di cuenta de que mis padres nunca hablaban cariñosamente el uno con el otro. Y recuerdo la noche en que descubrí que nunca hacían el amor. No tardé en comprender que no se querían. Me preguntaba si podrían quererme a mí.
Suspiró.
-Decidí que no -continuó-; que ninguno de los dos era capaz de sentir amor. Comprendí entonces que todo quedaba en mis manos. Que cualquier cosa que mi familia fuera a ser, sería responsabilidad exclusivamente mía. ¿Recuerdas lo que te dije antes sobre responsabilidad? Hice todo lo que tenía que hacer para mantener unida a mi familia. Mis padres sentían tan escaso afecto y respeto el uno por el otro que yo estaba constantemente aterrorizada por la posibilidad de que uno de ellos se marchase, que se disgregara la familia. ¿Qué sería de mí entonces? No podía imaginarlo, y cuando lo hacía, me producía una intensa sensación de miedo.
"Así, pues, viví para controlar a la familia, para mantenerla unida. Me convertí en una fanática del control. No tenía otra opción. Fui bulímica durante años. ¿Sabes lo que es la bulimia? Yo era anoréxica. Era una especie de locura. Pero una locura que yo necesitaba para seguir viva. El control último era mío, y yo sabía que mientras lo fuese todo marcharía bien. Mi padre no nos abandonaría, mi madre no me llevaría lejos. Todo iría bien. -Soltó una risa irónica que le produjo a Michael un escalofrío-. ¿Fue todo bien? Sí y no. Yo sobreviví; la familia se mantuvo intacta. Pero yo estaba completamente loca.
-¿Y ahora? -Michael encontró finalmente su voz-. ¿No ha terminado ya todo eso?
-Sí o-respondió ella-. Todo ha terminado. Ya no estoy loca.
-Nada de lo que has dicho me ha hecho cambiar de opinión acerca de ti -dijo él.
-Estoy muerta por dentro.
-No entiendo.
-Las cosas que he hecho... No te acerques más, Michael... Lo que he hecho ha creado una plaga en mi interior. Lo que había allí ha desaparecido. Estoy vacía, hueca. Miro dentro de mí y sólo veo un enorme agujero.
-Cualquier cosa que sea lo que hayas hecho, lo hiciste para protegerte. Nadie puede censurarte por ello.
-¡He matado personas!
Su grito reverberó en las rocosas superficies.
-Mi padre también -dijo él-. He visto de lo que eres capaz cuando tienes que defenderte.
-He sido enviada aquí para matar. Para matar a personas que no conocía, personas que jamás me hicieron daño alguno.
-Si te sientes culpable, si sientes remordimientos por lo que has hecho, no puedes estar muerta por dentro.
-Soy una leprosa -continuó ella, con tono de voz más normal. Aun así, Michael podía percibir el estremecimiento en sus palabras-. Me he convertido en algo que no es humano. En una cosa mecánica. Una espada terrible. Una cifra.
-Pero tú todavía deseas -dijo él suavemente-. Debes soñar.
-Soy demasiado fuerte ya para hacer ninguna de ambas cosas -repuso ella, con una tristeza infinita en su voz-. O demasiado dura. He olvidado cómo hacerlo, aunque a veces creo que nunca supe.
-Eliane. -Michael no podía verla en la intensa sombra concentrada bajo el saliente rocoso, pero sabía que no estaba allí. Se internó en las sombras.
-No, Michael, por favor.
-Deténme si quieres.
Estaba a sólo un palmo de distancia de ella.
-Oh, por favor. Te lo ruego. -Estaba llorando.
-Haz que me detenga -dijo muy cerca de ella. Podía sentir su calor, así como su temblor-. No tienes más que empujarme.
En lugar de ello, sus labios se abrieron bajo los de él. Sus lenguas se entrelazaron. Michael sintió el gemido de ella en su boca.
-Michael. -Su cuerpo se apretó contra el de él como si estuvieran sujetos desde los hombros hasta los pies. Él sentía su peso, el sinuoso entrelazamiento, el poder de sus músculos. Sentía más; sentía la fuerza de su hará, esa energía interior que reside en el bajo vientre, que define el espíritu-. Estoy ardiendo por ti.
El hará de Eliane se extendió y le envolvió. Y era como ella había dicho: aspereza de cuero, dureza de piedra, sequedad de desierto. Pero percibía también lo que ella no era: aquel radiante núcleo, enquistado bajo la corteza que ella había creado, un río fundido que fluía lleno de necesidad.
Ella era por fuera lo que era por dentro. Su boca le poseía agresivamente, sus brazos le apretaban con fuerza. Luego, sus piernas se abrieron y comenzó a rodearle los muslos con ellas. Sus movimientos eran inequívocos; lo que su cuerpo pedía de él era agresión y más agresión.
Pero el deseo y la necesidad estaban en polos opuestos. El hecho de que la mente humana con frecuencia los confundiera, originaba más incomprensiones entre los sexos que ninguna otra cosa.
Michael sintió..., no, supo, que lo que ella deseaba no era lo que ella necesitaba. La propia Eliane no entendía qué era lo que necesitaba, porque hay veces en que la necesidad es demasiado grande para poder soportarla y queda, por lo tanto, sepultada en algún oscuro rincón del espíritu.
Michael sabía que si respondía como ella le estaba pidiendo que lo hiciera -como él mismo deseaba- la perdería para siempre.
"Con suavidad -pensó-. Con suavidad." Y, desasiéndose de los brazos de ella, se dejó caer lentamente de rodillas.
Percibía con intensidad la noche que les rodeaba. Sentía su aliento, oía a las aves nocturnas cuidando en los árboles a sus polluelos dormidos, a los depredadores ocultos devorando su presa. Sentía el susurro del viento contra sus mejillas, consciente de los largos y sueltos cabellos de Eliane que le rozaban los hombros.
Luego, deslizando los téjanos de Eliane a lo largo de sus caderas, aspiró la fragancia de su carne y hundió el rostro entre sus muslos.
"Con suavidad -pensó-. Con suavidad." Aunque el deseo que ella había despertado en él fuera peligrosamente intenso. Aunque anhelara poseerla de la forma en que ella ansiaba.
Sus manos la acariciaron suavemente, su lengua la lavó suavemente. Porque, al final, anhelaba poseerla de todas las maneras concebibles. La deseaba a ella.
Tras haber permanecido bañados por la luz de las estrellas, habían retornado a la oscuridad absoluta. Michael presionó hacia dentro, hacia el centro del ser de Eliane, mientras ella se inclinaba sobre él, apretando sus duros pechos contra los abultados músculos de sus hombros. Con el rozar de sus uñas sobre la piel de su espalda, ella le indicaba lo mucho que le gustaba lo que estaba haciendo, mientras expresaba ese placer con un temblor de sus muslos.
Eliane contuvo el aliento cuando Michael la lamió de arriba abajo. Le pareció que se llenaba de un calor indescriptible, como si estuviera sumergida en aceite hirviendo. Experimentó un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo, hasta las yemas de los dedos. Movió las caderas hacia su rostro, de tal modo que la barba de Michael raspó la deliciosa carne de la parte interior de los muslos. Se estremeció y empujó con movimiento rotatorio una y otra vez mientras el calor se difundía por su interior, y perdió todo pensamiento coherente.
Abrió los ojos, sintió el aroma del aliento de Michael sobre el rostro, vio sus ojos, relucientes por encima de ella.
Imaginó que ambos eran una pareja de lobos apareándose, lanzándose el uno sobre el otro en la espesura, él en celo, ella segregando un espeso aroma a almizcle.
Ella estaba enloquecida de pasión, desesperada por abarcarlo completamente, encontrando que no era suficiente, y deslizándose a lo largo de su cuerpo desnudo, tomándole en su boca, gimiendo al probar su sabor, sintiendo que se excitaba de nuevo, tocándose entre los muslos, llena de admiración y deleite, descubriendo que estaba al borde de otro orgasmo.
Sintió cómo se expandía dentro de su boca y se deslizó hacia arriba, colocando la punta de él en su entrada. Le retuvo allí con una mano. Por un largo y exquisito momento, no se movió. Por ese momento era suficiente..., más que suficiente: era perfecto, excitante por la sensación experimentada, estimulante por la expectación de lo que iba a suceder.
Luego, no pudo contenerse por más tiempo y se hincó plenamente en él, gimiendo, perdiendo el aliento, con la frente apoyada en el pecho de él, resbaladizo por el sudor.
Michael, unido a ella, la sentía latir en torno a sí. No tenía que moverse en absoluto, tan pronunciadas eran sus sacudidas. Su aroma le rodeaba como una nube, combinado con el peculiar olor de las hojas de ti que llevaban alrededor del cuello, y se sentía suspendido en el tiempo y en el espacio.
La sentía moverse a todo lo largo de su cuerpo, como si estuviesen unidos por todos los puntos, en lugar de por uno solamente.
Gimió, convulsionándose, y oyó movimiento en el espacio, fuera de su refugio de oscuridad. Había una especie de luz y un sonido confuso y primitivo, como de tambores, o cantos, o ambas cosas. Volvió la cabeza para ver, pero Eliane se levantó, apretando los pechos contra sus labios, y él quedó nuevamente lleno de ella, mientras llegaba el final, tan prolongado y extático como lo había sido el prólogo.
Joji Taki entró en la habitación de Shozo.
Shozo levantó la vista de una pantalla de televisión dominada por el rostro de Marión Brando protésicamente alterado como el Padrino. Las mejillas, sombreadas con maquillaje gris, estaban hinchadas, haciendo que el actor aparentase veinte años más.
-¿Dónde estaría Michael Corleone sin el espíritu de su padre para velar por él? -dijo Shozo.
Contempló cómo Don Corleone, jugando con su nieto en su jardín, moteado por la luz del sol, se metía en la boca un trozo de corteza de naranja. Avanzando pesadamente tras del niño, que gritaba de alegría y de fingido terror, emitió unos leves gruñidos.
-Aquí es donde sucede, oyabun -dijo Shozo-. Mire.
Los gruñidos cambiaron de tono mientras Don Corleone tropezaba y, luego, se desplomaba hacia delante. El niño, sin entender lo que había ocurrido, continuó con el juego iniciado por su abuelo.
-Pobrecillo -dijo Shozo, con lágrimas en los ojos-. ¿Cómo puede saber que su abuelo acaba de morir?
-Shozo -dijo suavemente Joji.
Shozo oprimió un botón en el mando a distancia. Miró el rostro de Joji y dijo:
-Cogeré mi katana.
-No -replicó Joji-. La espada no será suficiente.
Shozo asintió con la cabeza. Se dirigió a un armario y lo abrió. Se puso un impermeable negro de nailon que llegaba hasta el suelo. Se volvió para mirar a Joji.
-¿Qué tal esto? -dijo. Asomó su mano derecha, sosteniendo una escopeta cuyos cañones había serrado el propio Shozo-. ¿Es suficiente?
Joji movió afirmativamente la cabeza.
-Es suficiente.
El tráfico era intenso, como de costumbre. Era como si la ciudad no pudiese existir si se quedara vacía. El calor en la carretera parecía el de un horno.
-¿Adonde vamos? -preguntó Shozo.
-Al muelle Takashiba.
Después de avanzar lentamente a lo largo de dos manzanas, con constantes paradas, Shozo, torció por una calle lateral y dio la vuelta a una esquina. Fue entonces cuando cogió velocidad realmente.
-¿Por qué vamos a Takashiba? -preguntó Shozo.
-Por algo lo bastante importante -dijo Joji- como para apartarte de Don Corleone.
Atravesaron el centro de la ciudad. La luz del sol se reflejaba en la miríada de coches que se desplazaban lentamente, lanzando deslumbrantes dardos de luz a lo largo de las calles. Circulaban en dirección Norte, hacia Chiyoda-ku y el Palacio Imperial. En Shinbashi, Shozo torció al Sur, en dirección paralela al puerto de Tokio. Pasaron ante la terminal de carga de Shodome. Por encima del ruido del tráfico, se oían las bocinas de las barcazas que sonaban en el puerto.
-Es en Takashina donde su hermano Masashi tiene un negocio, ¿neh? -dijo Shozo.
-En efecto. -Joji estaba mirando al frente, entre el resplandor del sol sobre el capó del automóvil.
-Debería ser usted oyabun de Taki-gumi -dijo Shozo-. Tiene derecho.
Joji no respondió.
-Quizá -dijo Shozo- lo sea después de hoy.
Estaban ahora en Hammatsucho. Shozo torció a la izquierda por una calle lateral. Se hallaban en el distrito de los almacenes situados frente a los muelles, a lo largo del puerto. Joji comprobó su pistola y enroscó un silenciador en su cañón. Pararon el coche y echaron a andar por la maloliente acera. Shozo mantenía la mano en el profundo bolsillo de su impermeable mientras caminaban a pasos tapidos por la calle. Se metieron en la puerta de un almacén. No había en ella letrero ni indicación de ninguna clase de la compañía a que pertenecía.
Vieron que no había ningún espacio a la entrada, sólo un tramo de escaleras de madera casi verticales. El lugar apestaba a pescado y combustible. Joji sacó su pistola. Subieron la escalera. Caminaba sobre los bordes de las suelas para evitar que las viejas tablas crujiesen.
Una pared lisa les recibió en lo alto de la escalera. Había un pasillo a la derecha. Echaron a andar por él, con cautela. Al frente, había suficiente iluminación como para permitirles distinguir un amplio espacio abierto.
Joji se detuvo en seco cuando una sombra llenó el espacio abierto. Shozo se aplastó contra la pared de la derecha.
Daizo permanecía totalmente inmóvil. Era un hombre corpulento. Sin duda alguna, aquel corpachón habría estado más cómodo con un atuendo de sumo que con el austero traje oscuro a rayas que envolvía sus prominentes músculos.
-¿Qué haces aquí? -dijo Daizo-. Ya no eres Taki-gumi. No tienes nada que hacer aquí.
-Voy a reunirme aquí con mi hermano -mintió Joji.
Mientras le observaba, Daizo se desabrochó lentamente la chaqueta. Su mano derecha permaneció a la altura de sus costillas.
-No creo que eso sea lo más sensato -dijo Joji, moviendo la pistola lo suficiente para que la luz diese sobre su cañón.
-¿Qué es ese olor? -preguntó Daizo, sin dirigirse a nadie en particular.
Joji no respondió. Pero estaba pensando. Esto debería ser mío. Todo esto.
Daizo estaba olfateando el aire como un perro.
-Creo que reconozco el olor.
-Déjame pasar.
Los ojos de Daizo se posaron en los de Joji.
-Es el olor de la muerte.
Se movió entonces con gran rapidez. Encorvó los hombros, y sus cortas y poderosas piernas le impulsaron contra Joji en el preciso momento en que éste hacía el primer disparo.
Shozo sacó las manos de debajo del impermeable. Apuntó a Daizo con la escopeta de cañones recortados. Pero el hombre había agarrado ya a Joji por la garganta.
Joji lanzó un gruñido cuando su nuca golpeó contra la tosca madera del suelo del pasillo. Sintió un codazo en el plexo solar, una llave de hombro, y perdió toda sensación en la mano derecha.
Tosió, tratando desesperadamente de introducir aire en sus pulmones. Por el rabillo del ojo vio a Daizo dirigirse a la pistola que él había dejado caer. La cogió, y, como si se desarrollara a cámara lenta, Joji vio los gruesos dedos de la mano izquierda agarrar la culata y el índice introducirse torpemente en el aro del gatillo. La pistola giró en el aire moviéndose inexorablemente hacia un punto situado en el centro de su frente.
Joji se concentró, golpeó a Daizo en el cuello con el canto de la mano y, al mismo tiempo, se lanzó contra él. Retorció la muñeca de Daizo y oyó el chasquido del hueso y la brusca inspiración de Daizo casi en el mismo instante. La pistola quedó colgando del dedo roto, tan grueso que tenía que ser forzado para meterlo en el aro del gatillo.
Daizo lanzó una patada y empezó a alejarse de Joji. Joji bloqueó el golpe lo mejor que pudo. Daizo sacó un tanto, un cuchillo largo, de debajo de la chaqueta. Componía una imagen grotesca, con la pistola y la mano colgando inútiles al costado.
Shozo vio el movimiento detrás de los dos antagonistas. Levantó la escopeta y apretó el gatillo. Dos yakuzas fueron arrojados hacia atrás en la amplia estancia. Shozo se movió a lo largo de la pared hasta rebasar a Joji y Daizo. Se agachó cuando una bala se estrelló en la pared, justamente encima de su cabeza. Luego, avanzando inexorablemente, disparó el segundo cañón. Volvió a cargar el arma y, en cuclillas, con movimientos de cangrejo, salió al espacio abierto.
Daizo se había vuelto ya y estaba empezando su ataque, una peligrosa puñalada. Joji dio un largo paso hacia Daizo, extendiendo la pierna izquierda. Al mismo tiempo, colocó la mano derecha bajo la mandíbula de Daizo, levantándole la cabeza y con la izquierda le agarró la muñeca derecha. Todo lo que tenía que hacer ahora era girar, aprovechando el propio impulso de Daizo contra él.
Pero el talón del zapato se le enganchó en un clavo. Sus rodillas chocaron, soltó su presa y cayó al suelo.
Daizo, rápido en aprovechar las situaciones, estaba ya encima de él, con la hoja del tanto descendiendo hacia la yugular de Joli. Incluso un tajo parcialmente desviado acabaría con él.
Joji agarró la mano izquierda de Daizo con la derecha suya.
Una sorda detonación, y los ojos de Daizo se abrieron tanto que parecieron salírsele de las órbitas.
Joji había accionado el dedo lesionado de Daizo, presionándolo en el punto en que estaba atrapado contra el gatillo. La pistola se había disparado, hundiendo una bala en el pecho de Daizo.
Brotó un chorro de sangre, y Joji llamó a °hozo.
El otro hombre acudió corriendo.
—¿Qué ha pasado?
—Casi me mata —respondió Joji—. Eso es lo que ha pasado.
—¿Está muerto? —preguntó cautelosamente Shozo.
—Tan muerto como la última anguila que comiste —respondió Joji. Oyó un ruido y asomó la cabeza por una esquina. Vio abrirse una puerta. Otro yakuza miró cuidadosamente hacia fuera.
—¿Qué ocurre? —oyó Joji que otra voz decía al hombre que estaba mirando.
—No lo sé —dijo el primer hombre—. He oído disparos. No puedo ver nada. Está oscuro ahí fuera.
Pero no estaba oscura la habitación en que se hallaban los dos yakuzas. Los ojos de Joji se abrieron de par en par, y pensó: «¡Buda bendito!» Recordó a los hombres que no podía identificar que estaban con Michiko cada vez que la veía. Recordó la agitación de la mujer. Ahora comprendía el significado de todo aquello. Pues, oculta en aquella estancia sin ventanas de Takashiba, vio a Tori, la querida nieta de Michiko. Un soldado yakuza tenía una pistola apuntando contra la cabeza de la niña; estaba muy nervioso, y Joji retrocedió la cabeza para no ser visto.
Olvídate de tu hermano Masashi, te lo ruego, había dicho Michiko. ¿Por qué no quieres ayudarme contra él?, le había preguntado Joji. Y ella había respondido: No puedo intervenir. No pue- do hacer nada. Pero él había sido demasiado ciego con sus propias preocupaciones para percibir la angustia que latía en su voz.
Joji deseaba irrumpir en aquella habitación —nada más que una desolada celda— y arrebatarles a Tori, pero vio al segundo yakuza sujetando a la niña, con el cañón de la pistola apoyado en su sien. Joji comprendió que no tenía ninguna posibilidad de salvar a Tori ahora, que no debía dejar que supiesen que le había visto. La sorpresa era su único aliado en el mundo hostil de su hermano.
—Aprisa —dijo—. Deja aquí la escopeta. Pero limpíala bien primero. —Él estaba haciendo lo mismo con su pistola. Las armas tenían borrado el número de serie; era imposible descubrir su procedencia.
Afuera, caminaron con paso normal y subieron al coche.
—Arranca —dijo Joji.
Shozo lo hizo.
Lillian Doss fue recibida en el aeropuerto Charles de Gaulle de París por un miembro del personal del «Plaza Athenée».
—Bonjour, múdame —dijo, cuando ella pasó el control de Inmigración.
—Frangois.
Él sonrió, tomando sus resguardos de facturación del equipaje.
—Me alegra verle de nuevo, Madame.
—Me alegra estar de nuevo aquí —respondió ella, en francés.
Llevaba un vestido veraniego estampado en colores malva y lila. Tenía el pelo recogido a los lados y sujeto por unas horquillas con diamantes de imitación. En torno al cuello llevaba una cadena de oro de la que colgaba una esmeralda.
Permaneció serenamente inmóvil, mirando los rostros apresurados y congestionados que pasaban a su lado. Mientras esperaba a que llegasen sus maletas se entretuvo en un juego consigo misma. Intentaba clasificar cada rostro que veía. ¿Era americano? ¿Europeo? Si era europeo, ¿de qué país? ¿De Francia? ¿Tal vez de Italia? ¿Cuántos europeos del Este podía encontrar? ¿Podía distinguir los polacos de los yugoslavos, los rumanos de los rusos?
Esta última era la parte realmente difícil. Se necesitaba vista aguda y no poca experiencia. Uno aprendía a no dejarse influir por el rostro, sino más bien por las ropas. Volvió su atención a las personas que estaban más cerca de ella. Para cuando Fran-gois hubo recogido todo su equipaje, Lillian estaba segura de haber identificado correctamente a todo el mundo.
—El coche está por aquí, Madame —dijo Francois.
Era un día soleado. Nubes brillantes y algodonosas se movían sobre el horizonte como querubines dormidos. El aire era fresco, impregnado de los deliciosos aromas de capullos recién abiertos. Sabía que en otoño los días estarían llenos de ese peculiar y acre aroma de hojas quemadas que Lillian siempre encontraba excitante. En cualquiera de las dos estaciones, era como si, con cada inspiración, inhalase un generoso vino añejo. Era agradable saber que el mundo moderno no habla eliminado la sofisticada complejidad que el tiempo y la cultura habían otorgado a Francia.
La Défense y Les Halles le parecieron a Lillian no tanto concesiones a los tiempos cambiantes, sino, más bien, singulares extensiones de la magia que París exudaba cont'.auamente como el más raro de los perfumes. Respirar París es preservar la propia alma, pensó. ¿Quién había escrito eso? ¿Víctor Hugo?
Lillian volvía el cuello a un lado y a otro para verlo todo. Cuando entraron en el Periférico, sintió la primera auténtica sacudida, como si hasta entonces no hubiera creído que estaba realmente en Francia. En Porte Maillot, Francois sacó el automóvil de la autopista a una velocidad que le dio vértigo.
En el hotel, se d"io un baño caliente. Se secó el pelo y, envuelta en una bata de terciopelo, abrió la puerta que daba al balcón. Estaba en el sexto piso, con una de las cuatro habitaciones dotada de mirador. Para entonces, el servicio del hotel había llevado café y croissants. Todavía era demasiado temprano para el champaña que el gerente había puesto en su habitación; le estaba esperando en su cubo de metal.
Lillian se sentó al sol. Tomó a sorbos el fuerte café, mientras escuchaba a los pájaros que revoloteaban y cantaban a su alrededor. Abajo, en el jardín, podía oír a los camareros preparando las mesas para el almuerzo. Los débiles y musicales sonidos ascendían suavemente hasta ella. Dejó que el sol le calentara los muslos y la espalda.
Cogió el International Herald Tribune y lo hojeó rápida y eficientemente. Leyó con cierto interés la reproducción de un artículo escrito por Helmut Schmidt, el ex canciller de Alemania Occidental, titulado «Japón no tiene verdaderos amigos en el mundo». Se habían añadido varias acotaciones al artículo. Una de ellas citaba un reportaje de la «United Press» en el que se daba cuenta de una reciente encuesta realizada entre dirigentes e intelectuales coreanos, la mayoría de los cuales consideraba que el Japón constituía a la sazón una amenaza para la paz de la región y del mundo. Por otra parte, declaraba el reportaje, los motores del nuevo y excelente automóvil surcoreano, el «Hyundai», están fabricados por los japoneses.
«Todo el mundo quiere dinero japonés —se informaba que había dicho un destacado académico de Singapur—. El sentimiento predominante es: "No quiera Dios que el día de mañana quedemos a merced de los japoneses." Los americanos vienen y se van. Cuando los japoneses vienen, es para quedarse.”
Lillian tomó un sorbo de café y continuó leyendo. Una segunda acotación citaba las palabras de otros destacados dirigentes del Sudeste asiático, todos los cuales parecían aterrados por los progresos del Japón en el campo de la alta tecnología. Todos consideraban que era sólo cuestión de tiempo el que la asombrosa capacidad investigadora del Japón se dedicase al desarrollo de las armas del siglo xxi.
Como ejemplo, muchos mencionaban el nuevo caza japonés a reacción FAX de «Yamamoto» que estaba siendo diseñado y que dejaría anticuadas a las empresas aeronáuticas americanas «Boeing» y «McDonnell Douglas».
Lillian examinó el resto del periódico, pero no había nada más de interés. Las flores que crecían a lo largo de las paredes del patio ponían brillantes estallidos de color en las volutas de hierro forjado. Se oía rumor de voces. Miró hacia abajo y vio que las mesas se estaban llenando con la primera oleada de comensales.
Recordó una ocasión, hacía muchos años, en que Joñas la había llevado a una de sus interminables funciones sociales, que no eran más que otra capa del insulso mundo político en que él se desenvolvía. Philip estaba lejos, en Bangkok o Bangladesh, sólo Dios sabía dónde. Lillian no podía recordar haber visto tantas cintas y medallas, tantos cordoncillos y pasadores cosidos, prendidos, hilvanados en la pechera de tantos trajes masculinos.
Del brazo de Joñas, que sonreía tan perfecta y convincentemente como un auxiliar de vuelo, habían recorrido el salón. Y ella se sintió atrapada. Las mujeres increíblemente bellas que se deslizaban de un lado a otro parecían maniquíes de tienda. No afectadas por las penalidades de la vida ni por los estragos del tiempo, pasaban sus días en sibarítico esplendor..., cabellos cortados, teñidos, realzados; uñas (de las manos y de los pies) moldeadas, afinadas y barnizadas; rostros limpiados al vapor, untados de cremas y masajeados; cuerpos embadurnados de productos cosméticos, aceitados y sometidos a shiatsu. En los ratos que les dejaban libres sus compras y sus tratamientos de belleza, se las arreglaban para reunirse con otros miembros de los comités directivos de las obras de caridad más de moda. Que era como se inducían a sí mismas a creer que su existencia tenía un mínimo de sentido.
«¿Cómo pude imaginar jamás que podría encajar aquí? Debería hacer que me examinaran la cabeza por haber aceptado la invi-ción de Joñas", había pensado Lillian. Se había sentido avergonzada, como si la hubieran llevado allí con engaños. "En cualquier momento -fantaseaba-, esa Madame Fierre Croix de Guerre-St. Estophe descubrirá que no pertenezco a este ambiente. Con su recortado y preciso inglés, aprendido sin duda en la Costa Azul, llamará a los vigilantes uniformados, qví, mientras todos los demás miran, me acompañarán hasta la puerta.”
¿Cómo? ¿No tiene apellido compuesto? ¿De qué clase de familia procede? Es hija de un general. ¿Hija de militar? Santo Dios. ¿De veras? ¿Y cómo se las ha arreglado para introducirse aquí? Evidentemente, no es de nuestra clase.
Se había estremecido. Sus palabras -las que ella había puesto en sus bocas- le habían dejado un regusto amargo. Como si el champaña que había bebido estuviese rancio.
En cierto momento, Joñas había contado un chiste al joven y ambicioso ayudante de campo del embajador australiano diciendo que en América los hombres anhelan poder, y las mujeres anhelan lo que sigue a eso en importancia, un pene erecto.
Los dos hombres se habían echado a reír, haciendo que Lillian se sintiera más fuera de lugar aún. Era un chiste a costa de las mujeres, y allí estaba ella, una mujer, como cualquiera con dos dedos de frente podía ver, tratada como si no existiese. Joñas no debía haber pensado en contarlo en su presencia. Ni siquiera se había vuelto hacia ella para decir: "Con la excepción aquí presente, desde luego." Ella era allí una mera extensión suya, la pincelada final de su imagen.
Lillian recordó la sensación de frío que había notado en el estómago. Mirando a su alrededor el salón colonial decorado en blanco y azul, con sus ventanales de cinco metros cubiertos por cortinas francesas de ricos dibujos. Camareras uniformadas y con guantes blancos -¡camareros aquí no, por favor!- recorriendo el salón, atendiendo a las necesidades de los hombres llenos de cintas, medallas y galones.
El australiano continuó hablando directamente con Joñas, haciendo caso omiso de ella. Un brigadier americano, un agregado del Pentágono, se acercó a ella, pero era como si hablase en un idioma desconocido. Cuando, llena de pánico, ella abrió la boca para responder, sus propias palabras le parecieron un graznido inarticulado.
Le ardían las mejillas. Aun antes de oír al ayudante de campo australiano decir a Joñas: "Oye, tienes una buena jaca, ¿eh?" Y sintiendo deseos de morirse cuando se dio cuenta de que estaban hablando de ella.
Se soltó del brazo de Joñas y se dirigió al lavabo de señoras. Parecía tremendamente injusto que aquel fuese el único lugar en que pudiera encontrar alivio a un mundo dominado por los hombres.
Se miró en el espejo. Ahora que estaba sola, identificó el frío que sentía en el estómago como disimulada furia. Su ira no iba dirigida contra el australiano, que, aunque era un cerdo, no significaba nada para ella. Ni contra Joñas, que hubiera debido tener más sentido de la ubicación, pero que no lo tenía; cabía razonablemente esperar que un perro rastrease, pero no que hablara.
En el santuario del lavabo de señoras, había llorado con un abandono que nunca había mostrado ni aun en la intimidad de su propio dormitorio; al fin y al cabo, era también el dormitorio de Philip.
Cómo había odiado a Philip en aquel momento por abandonarla... Por condenarla a este aparentemente interminable purgatorio de estar sola. Por ligarla con el amor a una vida que ella despreciaba.
La mañana encontró sus cuerpos todavía entrelazados. Las hojas de ti que les cubrían se estaban oscureciendo; su aroma se había esfumado.
Michael rebulló y abrió los ojos. Un escarabajo se arrastró sobre su antebrazo y desapareció entre las hojas apiladas bajo el saliente rocoso. Tocó a Eliane, que despertó con un respingo. Sus ojos, muy abiertos, se posaron en los de él, y Michael se estremeció ante la ausencia de emoción que había en ellos. Era como si un viento frío hubiera pasado entre ambos. Instantes después, la impresión se había esfumado y Eliane había retornado de cualquiera que fuese e] fantástico lugar en que había estado.
—Buenos días —dijo él, besándola en los labios.
Ella levantó una mano y, con las yemas de los dedos, siguió la línea de su barbilla.
—¿Has dormido bien? —preguntó Michael.
Ella asintió con la cabeza.
—No he soñado. Hacía años que eso no sucedía.
—Yo me he pasado toda la noche soñando —dijo Michael—. Con batallas y guerreros protegidos con escudos circulares hechos con los caparazones de gigantescas tortugas marinas.
Empezó a vestirse y, mientras lo hacía, se quitó la guirnalda de hojas secas de ti.
—Consérvala —dijo ella, conteniéndole con la mano—. Hasta que volvamos.
Michael la miró, y ella le dedicó una leve "onrisa. Él recordó los sonidos oídos en la oscuridad de la noche, el movimiento que había creído ver junto a su santuario.
—Eliane —dijo—, anoche oí ruidos. Incluso me pareció ver algo que se movía. ¿Qué ocurrió allá —levantó un brazo para señalar— cuando estábamos haciendo el amor?
—No lo sé. Nada. O quizás alguna criatura nocturna. Por toda esta zona hay muchos jabalíes y mangostas.
—Los jabalíes y las mangostas son diurnos —dijo Michael—. No andarían por ahí de noche. Además, tú me apartaste la cabeza.
Eliane se puso de pie.
—Fuera lo que fuese, no importa. —Empezó a vestirse.
Michael cogió la guirnalda de hojas de ti que llevaba alrededor del cuello.
—Dijiste que teníamos que llevar esto para protegernos. Protegernos, ¿de qué?
Ella se encogió de hombros.
—Depende de lo que uno crea. Los kahunas dicen que los dioses se mueven todavía aquí..., los antiguos guerreros que lucharon y sangraron y, quizá, murieron aquí hace siglos.
•—¿Estás diciendo que eso es lo que yo oí?
Volvió a encogerse de hombros.
—¿Por qué no? Sus espíritus están por toda esta isla.
—Sentir un poder es una cosa, y ver espíritus es otra muy distinta.
•—Si no lo crees —dijo ella—, entonces no ha sucedido. Pero te diré una cosa: los dioses que lucharon aquí se protegían con caparazones de gigantescas tortugas marinas.
Michael no estaba seguro de si estaba burlándose de él. Ella se inclinó y le besó en los labios.
—No pongas esa cara. Es la verdad. Míralo en cualquier historia de Maui.
Michael reflexionó en ello mientras terminaba de vestirse.
—Los sueños no existen —dijo—. Adoptan la forma de lo que tienes en el subconsciente, no de lo que tienes a tu alrededor.
—La mente humana no es racional, Michael. Ya deberías saberlo. Estás esperando que un taco cuadrado encaje en un agujero redondo. Nunca lo conseguirás, por mucho que lo intentes.
—El mundo del espíritu es lo que te fascina, ¿verdad? —dijo él—. Pero tú sabes que no puede sustituir a la vida real.
—¿Qué estás diciendo?
—Que esta obsesión podría no ser más que otra huida de la realidad.
—¿Como la bulimia y la anorexia?
Michael se encogió de hombros.
—Tú eres la única que puede saberlo.
—Yo no sé nada —respondió ella con tristeza—. Porque la única lección que he aprendido es a no confiar en nada. —Y comenzó el largo y empinado descenso hacia el valle.
—¿Ni siquiera en ti misma? —preguntó Michael, siguiéndola.
—Especialmente no en mí misma —respondñió Eliane.
Michiko estaba arrodillada ante el altar de la diosa-zorra cuando se dio cuenta de que había alguien detrás de ella.
—¿Michiko?
Era la voz de Joji.
—Sí, hermano. —Su cabeza continuó inclinada en oración—. ¿Cómo estás?
—Debo hablar contigo.
—Cuando termine mis oraciones —respondió ella—, podemos dar un paseo por el jardín.
Joji miró subrepticiamente a los vigilantes, que se mantenían incómodamente próximos, observándoles, y dijo:
—No. Debo hablar contigo en privado. —Había vuelto la cabeza para que los vigilantes no pudiesen leer en sus labios.
—Si es acerca de Masashi, mi respuesta es la misma que antes.
—Te lo ruego, Michiko. Sé quiénes son esos vigilantes. Debo verte a solas.
Percibiendo la nota de desesperación que vibraba en su voz, ella dijo:
—Está bien. —Consideró las opciones y, finalmente, dijo—: A la hora de mi baño. A las seis. ¿Recuerdas aquella parte de la cerca que necesitaba reparación?
—¿El sitio por donde entraban los zorros?
—Sí —respondió ella—. Planté enredaderas en lugar de repararla. —Sonrió, porque no quería que los guardias pensaran que estaba hablando de algo importante—. El agujero es lo bastante grande para que puedas pasar. Ven a la entrada de la cocina poco antes de las seis. Yo me encargaré de que la cocinera te deje entrar.
Conforme a lo previsto, la cocinera, una anciana que llevaba muchos años al servicio de los Yamamoto, abrió la puerta y le condujo al interior. Le llevó en silencio a través de la casa. Finalmente, se arrodilló ante una puerta corrediza y dio en ella unos suaves golpecitos. Oyendo, al parecer, una respuesta afirmativa, hizo señas a Joji de que entrase.
Cruzó el umbral de rodillas. La estancia era toda ella de piedra. El vapor se arremolinaba en una blanquecina nube, y empezó a sudar inmediatamente. Vio la desnuda espalda de Michiko, sentada en la bañera de azulejos.
—He despedido a las chicas —dijo Michiko—. Lo que tengas que decir dilo pronto, Joji. Tenemos poco tiempo.
—Sé dónde tienen a Tori.
Por un momento, Joji creyó que no le había oído. Luego, Michiko lanzó un sofocado grito.
—¿Dónde? —susurró—. Oh, ¿dónde está mi nieta?
—En el almacén de Takashiba. ¿Conoces el lugar?
Michiko asintió con la cabeza.
—Claro que lo conozco. Es propiedad en un cincuenta por ciento de «Industrias Pesadas Yamamoto», de Nobuo. —Se volvió, y él pudo ver lo pálida que estaba—. ¿Pero cómo lo has averiguado, Joji-chan?
Le contó entonces cómo había tratado de obtener la ayuda de Kai Chosa, cómo había recurrido finalmente a Kozo Shiina, lo que Shiina le había dicho que hiciese, lo que había sucedido en el almacén de Takashiba en aquella ocasión en que él y Shozo habían ido allí.
Michiko meneó la cabeza.
—Oh, qué estúpido eres —dijo, con un suspiro.
—Nada de esto habría sucedido —señaló él— si hubieras accedido a ayudarme contra Masashi. Pero cuando vi a Tori lo comprendí todo. Comprendí por qué tuviste que negarte a ayudarme.
—Oh, Joji —dijo ella, con tristeza—, no entiendes nada. Había esperado librarte de todo esto. Había esperado que al menos tú, entre toda la familia, te salvaras de verte implicado y en peligro.
Joji la miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
—Hace meses, tu hermano Masashi hizo un pacto con Shiina.
—¿Qué?
—Baja la voz, Joji-chan, y escúchame. Si Shiina dice que es aliado tuyo contra Masashi, y a Masashi le dice que es aliado suyo, debe de estar tramando algo. Pero, ¿qué? —Reflexionó unos instantes—. ¡Buda! —exclamó—. ¿Fue idea de Shiina que invadieran el almacén de Takashiba?
Joji asintió.
—Masashi se enterará, naturalmente. Tal vez lo sepa ya. Masashi se volverá contra ti. Eso es lo que debe de querer Shiina. Si Masashi te mata, sólo quedará un hermano Taki. Conociendo a Shiina, ya ha ideado el método por el que eliminará a Masashi.
Entonces tendrá lo que siempre ha deseado, ¡la destrucción del Taki-gumi!
—¡Oh, no!
—Rápido —dijo Michiko, levantándose—. Dame la toalla. Debes llevarme al almacén. Tenemos que rescatar a Tori. Una vez que sepa que está a salvo, quizá podamos tratar con Kozo Shiina de la misma perversa manera.
Sonrió mientras Joji la secaba.
—Sí —dijo—, eso me vendría muy bien. Kozo Shiina tiene muchos pecados que expiar.
—Mi tiempo aquí ha terminado —dijo Michael. Habían regresado en silencio a la casa de Eliane. Una vez en ella, se habían duchado y cambiado de ropa por separado y habían vuelto a reunirse en la cocina. Eran poco menos de las ocho de la mañana—. Salgo para Tokio dentro de un par de horas.
Eliane estaba preparando zumo de frutas.
—Vas a tener dificultades en el aeropuerto —dijo, empujando hacia él el Honolulú Advertiser de la mañana. Los grandes titulares hablaban de!a «matanza en las montañas del oeste de Maui», como el periódico había bautizado a la batalla desarrollada en casa de Fat Boy Ichimada—. La Policía local va a controlar hasta el último rincón de Maui, por no hablar de todos los agentes disponibles del Servicio de Inmigración y Naturalización. El SIN es la agencia federal más dedicada a la persecución de las actividades de la Yakuza en las islas. Nunca conseguirás pasar a través de los controles de Inmigración.
—No es problema —respondió Michael—. Esta mañana he hablado con mi contacto en Washington. Él lo ha arreglado todo con los federales. Nos dejarán en paz, te lo garantizo. De todos modos, me irá mejor en Tokio. Aquello es mi terreno. Puedo utilizar mis contactos allí para encontrar a Ude. Debe de haberse ido hace tiempo ya.
—Quizá —dijo Eliane.
Cortó una papaya y extrajo las oscuras y amargas pepitas que parecían caviar. Le alcanzó la mitad, juntamente con una cuchara.
—Gracias.
—Y quizá no —continuó Eliane—. Hay una posibilidad de que esté todavía en la isla, y, si es así, yo sé dónde.
—No deposito muchas esperanzas en eso —dijo Michael, dejando a un lado la fruta—. Pero si existe alguna posibilidad, aprovechémosla.
En el jeep, dijo:
—¿Por qué no mencionaste antes esta posibilidad?
Eliane estaba conduciendo a gran velocidad por la estrecha carretera. Adelantó a un autobús cargado de turistas japoneses.
—La verdad es que se me acaba de ocurrir. Ha sido al decirme tú que tus amigos habían arreglado las cosas con los federales para que no nos viéramos implicados en la investigación del asunto Ichimada. Ude no pudo salir de Maui la noche de la lucha en la finca de Fat Boy; era demasiado tarde. Y es seguro que ayer el aeropuerto estaría lleno de agentes del SIN que le reconocerían en cuanto le viesen. Los yakuza locales están en muy buenas relaciones con la Policía, pero el SIN los tiene aterrados.
—Pero, aunque eso sea cierto —dijo Michael—, ¿cómo podrías saber dónde se escondería Ude?
—No es tan difícil de averiguar. Ahora que Ichimada ha muerto, la familia estará desorganizada. Fat Boy nunca quiso preparar a nadie que pudiera ocupar algún día su puesto. Él creía en el katamichi, el método que en los viejos tiempos usaban los jefes de la Yakuza: dejaba que sus subordinados rivalizaran entre ellos para adquirir posición. «Que gane el mejor», gustaba de decir Fat Boy. Luego, le cortaba las piernas, hablando en sentido figurado, al que quedase.
Habían salido ya del valle lao y se dirigían hacia Wailuku y el lado Este de Maui.
—Pero hay un hombre llamado Orne —continuó Eliane—. Su actividad se localiza en el centro, es decir, su terreno es el aeropuerto y sus alrededores. Su gente se ocupaba del área de importación y exportación para Ichimada. Es lógico suponer que Ude recurriría a Orne, especialmente si ha estado en contacto con Masashi. Orne es agente de Masashi.
Habían atravesado la parte vieja de la ciudad y estaban ahora en la carretera por la que habían ido el día en que se encontraron. Eliane disminuyó la velocidad, buscando algo. Pareció encontrarlo, pues arrimó el coche a un lado de la carretera y lo detuvo.
—Allí —señaló—. Coge los prismáticos.
Michael pudo ver una carretera empedrada que serpenteaba a través de las montañas. Siguiéndola en dirección Norte, se llegaría a Kahakuloa. Vio los edificios que brillaban débilmente bajo la luz fría y azulada, el antiguo cementerio ante el que él y Eliane habían pasado cuando bajaban de Kahakuloa el día de su primer encuentro.
Vio un grupo de árboles y, luego, moviendo hacia arriba los prismáticos, vio la casa edificada en la ladera de la montaña. En el amplificado campo visual de los prismáticos, la casa parecía estar a no más de una docena de metros. Había un coche aparcado delante de ella. No se percibía actividad alguna en torno a la casa, pero era imposible ver su interior.
Michael se disponía a bajar para echar un vistazo más de cerca, cuando se abrió la puerta principal y salieron un par de soldados yakuza. Se pusieron a trabajar en el coche, inspeccionándolo por dentro y por fuera.
Michael los observaba.
Al cabo de unos minutos, uno de los soldados volvió a entrar en la casa. Regresó acompañado por otro hombre. El soldado iba cargado de objetos que introdujo en el maletero del coche. Michael vio que el segundo hombre era japonés, con una cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha. Se lo describió a Eliane, que dijo:
—Ése es Orne. ¿Ves alguna señal de Ude?
—No —respondió Michael. Y, luego—: Espera. Hay alguien en el umbral de la puerta.
A los pocos instantes, emergió una figura que llevaba medio en vilo a una mujer. Ésta se hallaba atada de pies y manos. El hombre se volvió hacia Michael mientras se agachaba para desatar los tobillos de la mujer. Al hacerlo, se tornó visible su rostro.
—¿Es Ude? —preguntó Eliane.
—Sí —respondió Michael, y sus dedos apretaron los prismáticos con fuerza terrible—. Está llevando algo. Una mujer creo.
—¿Una mujer? —exclamó Eliane—. Eso no tiene sentido. Ude vino aquí solo.
—Pues no está solo ahora —replicó Michael—. Esto nos facilitará las cosas. Tendrá alguien en quien pensar cuando nosotros...
Lanzó un grito ahogado cuando vio a Ude retirar el pelo de la cara de la mujer. Sintió un hormigueo en el cuero cabelludo.
—Es Audrey —murmuró roncamente Michael—. ¡Ese bastardo tiene a mi hermana!
Sin pronunciar palabra, Eliane le quitó los prismáticos y se los llevó a los ojos. Mientras miraba, Audrey se puso en cuclillas y orinó a un lado de la carretera. La cabeza se le bamboleaba sobre el cuello. Tan pronto como hubo terminado, Ude volvió a atarle los tobillos. Luego, levantándola sobre el hombro, la echó en la parte posterior del coche. A continuación, montó en él.
—¡Santo Dios! —exclamó Eliane.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michael—. Por amor de Dios, Eliane, ¿qué está pasando?
Eliane no respondió. Estaba mirando a Audrey. Había palidecido. Michael apartó a Eliane del asiento del conductor y lo ocupó. Antes de que ella hubiera tenido tiempo de acomodarse el asiento contiguo, había arrancado ya en pos del otro automóvil, que se alejaba con rapidez.
-Quiero saber qué está pasando -dijo él, mientras conducía-. ¡Qué es, Eliane!
-No sé qué ha sucedido -dijo ella. Fue tan súbito como el reventar de una presa. Fue como si se le oscureciera el rostro-. ¡Todo se ha derrumbado!
-¿El qué?
-Michael, fui yo quien secuestró a tu hermana.
-¿Qué?
-Lo hice para protegerla. Masashi había intentado apoderarse de ella una vez. Yo no quería que lo intentara de nuevo.
-Pero, ¿por qué habría de hacerlo? Mi padre está muerto; ella no puede ya ser utilizada como medio de presión.
-Philip le envió algo, ¿no?
"O sea que yo tenía razón -pensó Michael-. Lo que papá le envió a Audrey es de una importancia vital.”
-¡Eras tú contra quien luché en el estudio de mi padre!
-Siento que sucediera -dijo Eliane-. Tu presencia fue un accidente; no tenía otra opción.
-Podrías haberme dicho por qué estabas allí. Habríamos podido idear algo. Haber fingido el secuestro.
Eliane meneó la cabeza.
-¿Me habrías creído? Lo dudo. En cualquier caso, no podía correr el riesgo. Además, tenía que hacerlo de manera que pareciese auténtico. Para desorientar a Masashi, no podía atreverme a montar un secuestro falso. Y no quería implicarte a ti de ninguna manera.
-Pero te llevaste la katana que me dio mi padre. ¿Dónde está?
-Yo no la tengo -respondió Eliane-. Tu padre se la robó hace años a un hombre llamado Kozo Shiina que es el jefe del Jibán. La espada, forjada hace cientos de años para el príncipe Yamato Takeru, es uno de los símbolos sagrados del Jibán, juntamente con el documento Katei. Se dice que la próxima vez que Shiina use la espada, el Jibán habrá logrado su objetivo. Creo que Shiina la tiene de nuevo.
-¿Se la diste tú? o-preguntó incrédulamente Michael.
-No -respondió Eliane con tono de tristeza-. Me fue arrebatada por la fuerza.
Pero la katana era sólo una cosa; no podía dejar de pensar en Audrey.
-Si te llevaste a Audrey para mantenerla en lugar seguro -dijo Michael-, ¿cómo es que ahora la tiene Ude?
-No lo sé —confesó Eliane-. Yo la traje a Maui y la dejé en el escondrijo de Fat Boy Ichimada en Hana. Sabía que no lo estaba utilizando y que era el último lugar del mundo en que alguien la buscaría. Especialmente Masashi. Así lo creía, al menos.
«Y ahora la pregunta difícil», pensó Michael.
—¿Está enterado Masashi de la postal que mi padre le mandó a Audrey?
—Seguramente —respondió Eliane—. Sé que interceptó la carta que te escribió tu padre.
—Pero yo recibí la carta —dijo Michael.
—No me sorprende —dijo ella—. Eso significa que Masashi sabe por qué estás aquí. Te está utilizando como sabueso de su cacería particular. Tú vas a encontrar el documento Katei, pero vas a encontrarlo para él. Puedes tener la seguridad de que nos tiene sometidos a estrecha vigilancia y de que, cuando descubras dónde lo escondió tu padre, él estará allí para quitártelo..
«¿Y si tú fueras agente de Masashi? —pensó Michael—. ¿Qué mejor forma de vigilarme? ¿Qué mejor forma de estar presente si llego a encontrar el documento Katei? ¿Pero cómo puedo averiguar la verdad? Me has mentido de tantas maneras que nunca la desentrañaré.» —Ahora ésta es también mi batalla —dijo Eliane—. Michael, yo soy responsable de la seguridad de tu hermana. Si está en peligro ahora, es por mi causa. Ude se dirige hacia el aeropuerto. Sin duda, se han tomado las disposiciones necesarias para que saque clandestinamente a Audrey de Hawai. Masashi querrá saber qué le envió tu padre. Y cuando ella se lo diga, que se lo dirá, ya no le será de ninguna utilidad. Si no detenemos aquí a Ude, puede que nunca encontremos viva a Audrey.
Michael le escuchaba sólo a medias. Se preguntaba si podía confiar en ella y, en tal caso, hasta qué punto. Recordaba que su padre le había dicho que adivinar la verdad se va haciendo más difícil con la edad. Quizá tuviera razón. Pero Michael poseía Tendo, el Camino del cielo. El Camino del cielo, había dicho Tsuyo, es verdad.
—No te preocupes —dijo—. Detendremos a Ude aquí.
Michael sabía que al aceptar el encargo de Joñas de averiguar quién había matado a Philip Doss y por qué, se había consagrado a ello para el resto de su vida. Y no estaba dispuesto a renunciar ahora.
«Sólo hay una forma de averiguar con certeza de qué lado está Eliane —pensó, pisando el acelerador—. Tengo que llevar esto hasta el final.» Ude había aparcado su coche momentos antes de que Michael y Eliane se detuvieran en el aeropuerto de Kahului, a cierta distancia de allí. Ahora, él y el soldado yakuza local que Orne le había proporcionado fueron saludados por personal del aeropuerto, que subió al coche. Ude puso el motor en marcha, y el coche atravesó la entrada del almacén de carga. Diez minutos después, él y el soldado de Orne, vestidos con monos del servicio de mantenimiento de líneas aéreas, salieron al asfalto montados en una carretilla de equipaje motorizada. En su parte posterior había una gran caja de madera con el letrero INDUSTRIAS PESADAS YA-MAMOTO: PIEZAS DE MOTORES: FRÁGIL.
El tráfico aéreo privado era desviado a cierta distancia de la pista de aterrizaje, más larga, utilizada por los «DC-10» que llegaban directamente de San Francisco y los «707» de las líneas interinsulares, con mayor frecuencia de vuelos.
El avión de Masashi, un pequeño «DC-9» había aterrizado ya. Dos ayudantes uniformados estaban colocando una escalera rodante mientras Ude y el soldado salían de la sección de carga a la pista.
Al fondo, Ude podía ver un «DC-10» comercial mucho más grande, del que estaban desembarcando los últimos pasajeros. No era de extrañar que hubiera tanta gente allí.
Mientras miraba, uno de los ayudantes se separó de la escalera para abrir las compuertas de la bodega del «DC-9». Un guardia uniformado permanecía ante una puerta de la cerca de alambre que daba acceso a la pista. Ude escrutó la multitud mientras salía a la pista.
El primer ayudante uniformado, una vez colocada la escalera móvil, fue junto con su compañero para ayudarle a abrir las compuertas de la bodega de equipajes. ¿Por qué habían de hacer eso, en lugar de subir la escalera y ayudar a la tripulación del aparato? Sin pensarlo de forma consciente, Ude se movió ligeramente para ver la cara del hombre. Vio un parche sobre el puente de la nariz.
—¡Buda! —exclamó. ¡Era Michael Doss!—. Mete esa caja en el avión pase lo que pase —dijo al soldado yakuzo mientras saltaba de la carretilla.
Echó a correr a toda velocidad en dirección al «DC-9».
—¡Esos hombres no son personal del aeropuerto! —gritó Ude al guardia, al tiempo que les señalaba.
El guardia abandonó su puesto y echó a correr hacia el avión de Masashi mientras se llevaba la mano a la pistola.
Michael corrió a través de la pista, haciendo caso omiso del grito de protesta de Eliane. Los gases del reactor le produjeron una sensación de asfixia, convirtiendo el aire en una masa azul e irrespirable, como la atmósfera de un planeta extraño. Le lagrimearon los ojos y se le nubló la vista. Un cálido viento le empujaba hacia atrás y ahogaba los gritos del guardia. Agachó la cabeza bajo el ala del «DC-9», resbaló en una mancha de iridiscente gasolina y patinó hasta la base de la escalera móvil.
Pugnó por conservar el equilibrio mientras Ude se abalanzaba sobre él. Michael se agachó, con las manos levantadas para impedir que le hiriese la hoja de un tanto, un cuchillo japonés.
Michael le lanzó un directo al hígado, encontrándose la hoja de acero dirigida contra su abdomen. Ude utilizó el puño del tanto para parar el golpe; luego, giró en el sentido de las agujas del reloj, aprovechando la energía del movimiento del cuerpo de Michael y combinándola con el impulso del suyo.
Michael se dio cuenta de lo aterrado que estaba. Aterrado por Audrey. Imaginarla en poder de esta bestia le resultaba intolerable. Se mordió el labio, pugnando por reprimir la ira que amenazaba con invadirle.
Mientras exista miedo, había dicho Tsuyo, existirá derrota. Odio, ira, confusión, terror. Todos son aspectos de una misma actitud. Miedo. Cuanto más puede soltar un guerrero, más retiene. Esto es difícil de entender para un estudiante, ya que su tarea aquí es absorber. Soto piensas en la venganza, tu cuerpo se verá debilitado por su obsesión. Dejarás de tener opciones disponibles, hasta que desaparezca toda estrategia, dejando solamente una cosa: la idea de venganza.
Pero la venganza por lo que Ude le había hecho a Audrey era lo que llenaba la mente de Michael. Sin pensar, cogió con la mano izquierda la muñeca derecha de Ude en movimiento circular para aprovechar el propio movimiento de su rival, utilizándolo contra él para asestarle otro golpe con la mano.
Ude estaba preparado y, ladeándose, logró evitar el impacto. Pero al hacerlo, se golpeó contra la barandilla de la escalera del avión.
En ese instante, Michael utilizó nuevamente sus piernas en un movimiento de tijera atrapando las pantorrillas de Ude entre sus tobillos. Éste se desplomó. Sonaba un aullido de sirenas, y Michael se volvió, vio al soldado Yakuza que había estado con Ude arrodillándose en la posición del tirador. Se zambulló tras la escalera en el momento en que una bala se estrellaba contra el metal, junto a su oreja.
Se hallaba acorralado, y Ude estaba incorporándose, disponiéndose a hundir el tanto en su pecho. Michael quería echar a correr, pero el yakuza le había inmovilizado.
Entonces, vio a Eliane emerger por el otro lado del «DC-9». Lanzó contra el soldado un pequeño maletín que le dio de lleno en la cabeza. El hombre cayó al suelo, y su arma rebotó contra el asfalto.
Michael se volvió y echó a correr. Estaba pensando en muta. Muto, decía Tsuyo, significa sin espada. Si todo lo que puedes hacer se halla comprendido dentro de tu destreza con la espada, entonces te hallarás en clara desventaja en muchísimos casos. El guerrero moderno debe ser diestro en utilizarlo todo —y nada— para conseguir la victoria en el combate.
Muto significaba eso.
Eliane había utilizado muto. Y esto es lo que significaba para él: la vida.
«Audrey —pensó mientras corría—, ¿dónde estás?» Detrás de él, Ude se ponía de pie tambaleándose y comenzaba a perseguirle. Vio a Eliane aparecer por debajo del ala del avión. El ángulo en que se encontraba reducía la distancia, por lo que pronto se situó a su lado.
A través de la pista, se dirigieron hacia el único refugio a su alcance: el «DC-10» que acababa de llegar. Subieron a toda velocidad la escalera, Michael cogió a un ayudante de vuelo que estaba en lo alto y lo empujó con fuerza al interior del aparato.
—¡Cierren la puerta! —gritó al par de ayudantes de vuelo que le miraban con ojos desorbitados y sin perder de vista al capitán y al copiloto que se habían incorporado a medias en sus asientos.
Michael vio a Ude subir por la escalera sosteniendo un niño contra su pecho a manera de escudo. Detrás de él, la joven madre corría llorando, implorando que le devolviese su hijo.
Michael gritó a los tripulantes:
—¡Por los clavos de Cristo, hagan lo que les digo!
Pero estaban paralizados de miedo, y sólo Eliane le salvó. Se lanzó hacia la puerta y estiró de ella hacia dentro.
Oyó el tranquilizador chasquido de la puerta al encajar en su cierre.
¡A salvo!
Joñas estaba en casa, examinando los informes de campo del «BITE». Al principio, había estado diseccionando los que se remontaban a los seis últimos años, la época en que, según la carpeta del general Hadley, había comenzado la serie de filtraciones en los sistemas de seguridad de «BITE». Pero luego uno de los informes más antiguos había estimulado la memoria de Joñas, llevándola al año anterior. Y a partir de ahí había continuado hacia atrás.
Ahora que se manifestaba una especie de pauta, podía ver que llevaba por lo menos quince años perdiendo terreno en favor de los soviéticos. Nada lineal; un agente aquí; una iniciativa allá. Y, en medio, pequeños avances contra los rusos. Un juego de toma y daca: la norma. Ahora, con los informes de campo delante, podía ver que no era más que la norma.
Una hilera de vasos de papel llenos con cantidades diversas de café frío, se alineaban junto a sus papeles. Llevaba tanto tiempo en ello que ya no podía recordar la última vez que había comido y mucho menos cuándo había dormido. Se frotó los ojos, luego rebuscó en un cajón, abrió un frasco de tabletas de «Gelusil» y se tomó varias.
Repasó sus hallazgos. Según lo que había descubierto allí, la carpeta de Hadley estaba equivocada. Las filtraciones a los soviéticos se habían estado produciendo durante mucho más de seis años. Y no sólo eso. El ritmo de fugas de información había aumentado durante el año anterior. De forma muy semejante a como había variado la agresividad económica japonesa. Es extraño que sucedan ambas cosas, pensó fatigadamente Joñas.
Sonó el teléfono rojo de su mesa, y lo descolgó inmediatamente. Eran poco más de las dos de la madrugada..., una hora en que se dan malas noticias.
—Más vale que venga en seguida —dijo el oficial de servicio en «BITE»—. He avisado a la oficina del general Hadley. Hay una alerta de Código Azul.
Código Azul: prioridad máxima.
Joñas tardó apenas quince minutos en llegar a las oficinas de «BITE», lo cual no dejaba de ser un récord. En cierto momento había situado el velocímetro a más de ciento sesenta.
Desde el coche, había telefoneado a sus ayudantes, y ya estaban en camino. Pasó el control de seguridad y entró en el recinto. El edificio estaba en plena actividad. El oficial de servicio le estaba esperando en el vestíbulo. Joñas vio agentes de seguridad por todas partes.
—Nadie entra ni sale —dijo el oficial de servicio— hasta que usted lo autorice.
Joñas dio los nombres de sus ayudantes al personal de seguridad, a fin de que los dejasen entrar cuando llegaran.
En el octavo piso, Joñas pudo oír el permanente murmullo de los servicios de escucha de emisoras asiáticas y del este de Europa. «BITE» nunca se cerraba; siempre era de día en algún lugar del mundo.
El oficial de servicio condujo a Joñas por el pasillo. En el despacho de Joñas, encendió el ordenador y tecleó el acceso al archivo central. Inmediatamente, apareció el letrero, rodeado de rayas anaranjadas. DATOS DE UNIDAD CENTRAL BORRADOS, destelló la pantalla una y otra vez.
Joñas se sentó a su mesa y empezó a teclear claves, internándose más y más en el núcleo de memoria central de «BITE».
—Oh, Cristo —dijo, al cabo de unos momentos.
Se pasó la mano por la cara. Le dolía la cabeza y respiraba con dificultad. Volvió al teclado y repitió toda la rutina. Con el mismo resultado.
Para entonces, habían llegado sus ayudantes. Joñas levantó la vista.
—Se trata de nuestras redes rusas. Alguien ha tenido acceso a todos los datos básicos sobre ellos: nombres, fechas, contactos, todo. Y, luego, los ha borrado del archivo central.
—No hay copias duras —dijo uno de los ayudantes de Joñas—. Ni duplicados de ningún tipo. A menos que haya un agente que lo recuerde todo, hemos perdido todos nuestros datos básicos sobre cada una de las redes, operaciones y elementos relativos a la Unión Soviética.
En ese momento, zumbó el interfono situado en la mesa de Joñas.
—¿Sí? —dijo Joñas, pulsando un botón.
—Hay aquí una persona que quiere subir. —Joñas reconoció la voz de uno de los agentes de seguridad del vestíbulo.
—¿Quién es?
—El general Hadley, señor.
Joñas sintió una súbita opresión en el estómago y dijo:
—Déjele pasar.
Ordenó al oficial de servicio que fuese a recibir a Hadley a la puerta del ascensor y, luego, despejó de gente su despacho. «Cristo —pensó Joñas—, se suponía que no llegaría hasta dentro de un par de días.”
El oficial de servicio introdujo a Hadley en el despacho y, luego, se marchó cerrando la puerta a su espalda.
—¿Cómo estás, Joñas? —dijo Hadley—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
Aunque tenía más de ochenta años, Sam Hadley era todavía un hombre atractivo. Tenía el pelo blanco, profundas arrugas surcaban su apergaminado rostro y manchas oscuras le cubrían el dorso de las manos. Pero su energía y la inteligencia que brillaba en sus ojos permanecían invariables.
Se sentó en una silla.
—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Joñas?
—Mucho —respondió Joñas.
—Volvemos al principio, ¿verdad? A Tokio, a una época anterior al nacimiento de «HITE». —Hadley meneó la cabeza y suspiró—. ¿Qué ha estado pasando aquí. Joñas?
—¿Se refiere a esta noche?
—No sólo a esta noche —dijo Hadley—. Esta noche es un desastre que, por desgracia, se ha estado fraguando durante seis años. —Joñas pensó: «Oh, Cristo, ha visto el informe»—. ¿Cómo de mal están las cosas?
Joñas le contó todo lo que sabía.
—Santo Cristo —dijo Hadley—. Si los rusos tienen esa información, nuestro servicio ha retrocedido..., ¿cuánto?, una década, tal vez más, —Meneó la cabeza—. ¿Hasta los durmientes? Oh, Dios.
Se levantó y empezó a pasear de un lado a otro.
—¿Quién es el topo, Joñas? Sóio alguien de dentro del «BITE» conocía las claves de seguridad necesarias para acceder al archivo central y borrar luego los datos.
—Sólo hay unas pocas personas que podrían haber sido —dijo Joñas—. Ni aun la mayoría de los altos ejecutivos conocen los códigos de borrado.
Hadley frunció el ceño.
—¿Y por qué borrar los datos? ¿Por qué no robarlos solamente? El ordenador no lo habría delatado, como ha ocurrido con e) borrado de datos. Habríamos tardado más en enterarnos.
—De eso se trata —dijo Joñas—. Quizá lo que el topo, quienquiera que sea, pretende, es que sepamos lo que ha hecho. Lo cual significaría que ya ha escapado. Me pondré a ello ahora mismo. Máxima prioridad.
Se disponía a coger el teléfono, cuando Hadley le hizo un gesto disuasorio.
—No será necesario.
—¿Qué quiere decir?
—Somos viejos compatriotas —respondió Hadley—. Más aún, somos viejos amigos. Quizá sea menos duro viniendo de mí.
Interrumpió sus paseos y se detuvo frente a Joñas corno si fuera a formular una última petición.
—Es el final, Joñas. —Había tristeza en sus ojos—. Estoy introduciendo gente nueva. Savia nueva. «BITE» se ha vuelto viejo, anticuado; se han producido infiltraciones. Su tiempo ha pasado.
Joñas experimentó una sensación de desvanecimiento. Le zumbaban los oídos. Sentía como si estuviese sufriendo un ataque al corazón.
—Señor, usted no puede...
—Lo siento de veras —dijo Hadley—, pero las órdenes han sido cursadas y ejecutadas. Se ha informado al Presidente, y mis hombres están ya sellando el edificio. Mis investigadores no tardarán en llegar. Así que, como ves, puedes descansar. No tienes nada más que hacer. En estos momentos «BITE» ha dejado de existir.
Joñas, blanco como el papel, se dejó caer en su silla.
Ude, manteniendo al niño contra su pecho, sacó el shaken de acero de un bolsillo interior del mono. Estaba al pie de la escalera móvil. La multitud se había convertido en una masa confusa y vociferante. Ude podía oler la histeria en el aire, como un perfume penetrante; le excitaba.
El guardia armado que había perseguido a Michael y Eliane se hallaba muy cerca. Ude agitó la muñeca, y se le desorbitaron los ojos al guardia cuando se le hundió en el pecho la fulgurante estrella. Cayó de rodillas, alargó los brazos para sostenerse y se desplomó a un costado.
Ude corrió hasta donde yacía tendido el guardia y recogió la pistola calda. Comprobó el cargador y rellenó los dos huecos con las balas que el guardia llevaba en el cinturón.
Había tres guardias más —o quizá policías— que atravesaban corriendo la verja de seguridad. Ude apuntó, apretó el gatillo, y fueron cayendo, uno, dos, tres, como patos en una barraca de tiro. No quería perder tiempo con su intromisión, pero tuvo cuidado de contar las balas usadas.
Se introdujo bajo el «DC-10». Estaba en Maui, y sabía que pasaría algún tiempo antes de que hicieran su aparición más policías. Pero, aun así, el tiempo de que disponía era limitado. La cosa era utilizarlo.
Al otro extremo del reactor, encontró abiertas las compuertas de los compartimientos de equipaje y mantenimiento. Tiró el niño a la pista. Con un gruñido, Ude se izó a la oscura y fría bodega de equipajes.
Metiéndose la pistola en el mono, alargó la mano, buscando con los dedos la rendija que definiría el panel interior que le daría acceso a la cabina. El mamparo, como en todos los aviones de aquel tipo, estaba construido de aluminio. Cada treinta o cuarenta centímetros, unos tirantes verticales sostenían las finas láminas soldadas unas a otras. Encontró el panel y empezó a explorar con las yemas de los dedos. Palpó los pequeños bultos circulares que le indicaron que era imposible abrirlo por medios convencionales; estaba atornillado por el otro lado.
Ude buscó en su mono y encontró lo que le habían dado los hombres de Orne, con los que se había reunido a primera hora de la mañana en el bar de Wailuku. Había sido su método para entrar en la casa del valle lao. Por medio de sus contactos locales, Ude había descubierto dónde había alquilado una casa Eiiane Yama-moto. Era allí donde Ude había planeado matar a Michael. Ahora que Michael estaba escondido dentro del «DC-10», ese mismo método serviría perfectamente... para el mismo objetivo.
Con rápidos movimientos, sacó un rollo de lo que parecía ser una cinta gruesa. Tenía medio centímetro de ancho, color blanquecino y consistencia de plastilina. Mientras desenrollaba el «Pri-macord», Ude lo apretó contra la estructura reforzadora del panel, que destacaba claramente desde el interior de la bodega.
Una vez colocado el «Primacord», Ude cortó el extremo con una navaja y dejó caer el rollo. Luego, buscó a su alrededor. Arrastró una caja de embalaje hasta un punto situado directamente debajo del panel de acceso. Luego, encajó a manera de cuña dos grandes maletas. Ahora el «Primacord» estaba a la vez apuntalado y cubierto por la improvisada pared. Las explosiones, como todas las fuerzas de la Naturaleza, tendían a seguir el camino de menor resistencia. Si Ude no se hubiera tomado la molestia de apuntalar el «Primacord», el grueso de lo que iba a suceder se extendería por la bodega, matándole con casi completa seguridad.
Agachándose detrás de la caja de embalaje, Ude encendió una cerilla y la aplicó al «Primacord», que era un explosivo plástico.
¡Bum!
El «DC-10» se estremeció, y Ude se incorporó y subió a la caja. No tenía miedo al metal candente, ya que el coeficiente térmico del aluminio era tan elevado que perdía calor inmediatamente. Se introdujo por el mellado agujero en que había estado el panel de acceso.
Hizo dos disparos más cuando dos tripulantes echaron a correr hacia él. Se desplomaron, y pasó corriendo delante de ellos. Ahora podía verlos. Estaban dirigiéndose hacia la sección de popa de la cabina principal, donde se había producido la explosión.
Michael: el objetivo.
El complejo fabril central de «Industrias Pesadas Yamamoto» ocupaba seis cuadrados bloques de edificios en las afueras de la ciudad portuaria de Kobe, al sur de Tokio. Las oficinas del conglomerado se extendían a lo largo de una superficie tan vasta que se necesitaba toda una flota de scooters —fabricadas por «Yama-moto», naturalmente— para transportar al personal de un módulo industrial a otro.
A su llegada, un guardia de seguridad uniformado cotejó el rostro de Masashi con un fichero fotográfico maestro. Luego, le indicó que aparcase en la zona central. Una vez allí, Masashi encontró una moto esperándole para llevarle al módulo aeroespacial.
La sección aeroespacial de «Yamamoto» ocupaba el cuadrante sudoriental del complejo. Su superestructura de hormigón se elevaba a una altura de doce pisos en el aire cargado de humo. Pero, mientras que otros sectores de «Industrias Pesadas Yamamoto» ocupaban afiladas torres, la división aeroespacial —o ko-bun— se albergaba en una vasta serie de edificios horizontales.
La moto dejó a Masashi en la entrada, donde nuevamente fue comprobada su identidad. Se le asignó un guardia, tanto para guiarle hasta su punto de destino como para vigilarle. Esto era norma habitual de comportamiento de la empresa, y Masashi pudo admirar la severidad del código de seguridad interna que imperaba en el complejo.
El guardia introdujo a Masashi en lo que al principio parecía el almacén más grande —y desnudo— del mundo. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz —pues no había ni una sola ventana—, Masashi reconoció el espacio como lo que era, un hangar de aviación.
Nobuo Yamamoto s^ encontraba de pie en el centro del espacio. A su lado y sobre él se alzaba una forma cubierta. El pulso se le aceleró inmediatamente a Masashi. «Esto es —pensó—. Éste es nuestro agente de destrucción. El gran corcel alado que traerá gloria al Japón.» Al echar a andar hacia Nuobo, Masashi advirtió que la enorme forma estaba tapada por lonas. El rostro de Nuobo permanecía oculto en la sombra proyectada por la forma.
—¿Es esto? —preguntó Masashi—. ¿Está listo?
Nobuo asintió brevemente.
—Estamos listos para el viaje de prueba. El primero y único. Cada pieza ha sido revisada y comprobada exhaustivamente, tanto antes de su montaje como después.
Los ojos de Masashi relumbraron.
—Quiero verlo —dijo, con la voz espesa del hombre que ansia contemplar el cuerpo desnudo de su amante.
Viendo las reacciones de Masashi, Nobuo sólo sintió repugnancia. De aquel hombre, cuya codicia no parecía conocer límites, y de sí mismo, por ser tan débil como para dar a Masashi aquel instrumento de Armagedón. Pues, sin duda, pensó Nobuo, ése sería el resultado si llegaba a realizarse el loco plan de Masashi.
«Pero, ¿qué puedo hacer? Tiene a mi nieta. ¿Debo sacrificar su tierna vida para derrotar a un loco? ¿Entenderá su madre que yo decida que la niña debe entregar su vida por su país?» Nobuo se debatía en un mar de indecisiones. Convulsivamente sus dedos se cerraron en torno a un cordón que colgaba del extremo más próximo de la lona. Estiró.
Y quedó al descubierto la forma esbelta y futurista del caza a reacción FAX de «Yamamoto». Su fuselaje era corto y grueso, afilado en el morro y chato en la parte posterior, donde un racimo de cilindros rodeaba sus tubos de escape. También sus alas eran de forma radical: anchas e increíblemente cortas para un avión y curvadas hacia abajo en pronunciado ángulo por sus puntas.
—¿Está listo? —repitió Masashi.
—Ahora lo veremos —respondió Masashi. Su corazón parecía cubierto de hielo, sentía los miembros entumecidos y le parecía que era otro quien hablaba con su voz. Mientras el personal de tierra del FAX comenzaba los preparativos para el despegue, añadió—: La velocidad de crucero es Mach cuatro, pero, naturalmente, puede llegar hasta Mach seis.
El piloto estaba siendo ayudado a introducirse en la carlinga. El techo de ésta se cerró, y, tan pronto como se apartaron todos los presentes, se pusieron en marcha los motores.
—Pero no es sólo la velocidad lo que hace que este reactor sea especial —dijo Nuobo—. Ni mucho menos.
Se abrió el extremo más lejano del hangar, dejando ver una pista de cemento. El FAX rodó por ella, se colocó en posición y se detuvo. Podían oír el zumbido de los reactores. Brotaba un humo negroazulado y el calor de los reactores agitaba el aire.
Nobuo condujo a Masashi a un improvisado puesto de mando. Se situaron frente a una pantalla de radar en funcionamiento que había sido instalada sobre la pista.
—Estamos listos —dijo Nobuo, e hizo una seña con la cabeza en dirección a un hombre con auriculares, el cual dijo algo por su micrófono.
El FAX saltó hacia delante. Corrió por la pista a velocidad de vértigo. En un instante, se elevó en el aire.
Ascendió rápidamente, como un águila extraña y desgarbada remontando el vuelo.
Masashi no podía apartar los ojos del reactor.
—¿Cuándo? —preguntó, con aliento entrecortado.
—El piloto activará el ingenio dentro de quince segundos —respondió Nobuo—. Tan pronto como el avión alcance la altura suficiente para ser captado por el radar.
Miró la pantalla y vio aparecer el destello correspondiente.
—Ahí está.
Advirtió que, pese a sus temores, un ramalazo de excitada expectación recorría su cuerpo. Al fin y al cabo, el FAX era creación suya.
—...cuatro, tres, dos, uno —dijo, siguiendo la ruta de vuelo del FAX en la pantalla del radar.
Y, en ese instante, el avión desapareció de la pantalla.
—¡Buda! —exclamó Masashi a media voz.
Los dos hombres miraron fijamente la pantalla catódica, que se encontraba libre de destellos. «El aparato de ocultamiento funciona —pensó. Nobuo—. Ningún radar puede captar al FAX. Pero el avión está ahí. Ahora Masashi lo utilizará para dejar caer sobre China su carga nuclear, y no hay nada que nadie pueda hacer al respecto hasta que ya sea demasiado tarde.”
Cuando se produjo la explosión, Eliane estaba examinando la maltratada nariz de Michael. Habla empezado a sangrar de nuevo durante la lucha con Ude.
—¡Michael! —estaba diciendo Eliane—. Ya has tenido bastante. Tú no eres rival para...
El «Primacord» en ignición voló entonces el panel de acceso a la bodega de equipajes de proa. Un violento estruendo, una bocanada de calor y una nube de humo blanco llenaron la cabina del «DC-10».
—¡Qué...! —exclamó Michael. Le dolía el cuerpo y la cabeza le daba vueltas. Estaba ejerciendo una gran concentración para impedir que el dolor le dominase.
—¡Ude! —gritó Eliane.
Oyó los disparos y vio caer a los dos tripulantes uniformados. Eliane se volvió hacia el capitán, que llegaba de la carlinga con el botiquín de urgencia que ella le había pedido para las heridas de Michael.
—¡Ponga en marcha los motores! —dijo.
El capitán se la quedó mirando, aturdido.
—¿Qué ha sido ese...?
—¡Vuelva a la carlinga y despegue! —ordenó Eliane.
—Tenemos poco combustible —protestó el capitán.
—¿Hay suficiente para despegar y mantenernos volando en círculos?
—Sí, pero con las compuertas de la bodega de equipajes abiertas...
—Entonces, manténgase a baja altura —replicó ella—. ¡Vamos, hágalo! —Empujando a Michael hacia el suelo y apartándose rápidamente de él.
El capitán retrocedió, se sentó ante los mandos y empezó a accionar conmutadores. Sonó el intenso zumbido de los reactores.
Michael se acurrucó penosamente tras el respaldo de un asiento. No podía ver a Eliane. El «DC-10» empezó a moverse. Asomó la cabeza de Ude. El cañón de la pistola era como una negra boca abierta mientras lo apuntaba hacia Michael.
Se zambulló a un lado al ver el fogonazo. La bala rebotó contra el marco metálico de la parte superior del asiento tras el que estaba agachado Michael.
El avión estaba empezando a rodar por la pista. Por un momento, Michael se preguntó cómo estaría explicando el capitán su imprevisto movimiento a la torre de control. El enorme «DC-10» procedente del continente no estaba lejos, y el tráfico interinsular era casi constante.
Otro disparo de Ude, y Michael se zambulló detrás de otro asiento. Salió de nuevo al pasillo. Rebotaron más balas en las paredes de la cabina. Pero Michael había recorrido ya la mitad de su longitud y, mientras se movía de nuevo, oyó el clic del percutor al caer en la recámara vacía. ¡Ningún disparo! La pistola de Ude estaba vacía.
Michael, corriendo ya a toda velocidad, acortando la distancia que les separaba, oyó demasiado tarde la advertencia de Eliane. Vio la mano de Ude llenarse súbitamente con un fulgor de afilado acero. El brazo se hallaba levantado, y el shaken, la arrojadiza estrella de acero, ya estaba siendo lanzado.
Desesperadamente, Michael trató de refrenar su impulso hacia delante. Logró apartarse de la trayectoria del silbante shaken, pero al hacerlo se golpeó contra el ángulo del mamparo.
Debió de perder el conocimiento por unos instantes, porque se dio cuenta de pronto de que Ude le estaba arrastrando hacia el boquete que la explosión había producido en el suelo de la cabina.
Hizo acopio de las reservas de energía que le quedaban. Luego, el «DC-10» dio un bandazo a la izquierda, y el impulso le hizo caer a la bodega de equipajes de proa.
Lanzó un grito al golpearse con el borde de una caja. Había poca luz allí. Pero, por la portezuela abierta sobre la borrosa mancha de la pista que se deslizaba a toda velocidad bajo el aparato, penetraba la suficiente como para permitirle ver a Ude agachado. Estaba blandiendo una cadena metálica provista de un par de asas de madera.
Michael vio que los labios de Ude se hallaban contraídos en una mezcla de sonrisa y reacción a la sorpresa y el dolor.
—Ahora veremos —dijo Ude— quién es el sensei. —Y, mientras hablaba, hizo girar la cadena delante de él.
Sonriendo ferozmente, Ude mostró el cordón de color rojo oscuro.
—¿No puedes levantarte? ¡Toma, ven a coger lo que tu padre dejó para ti! ¡Te servirá de muy poco una vez que te haya matado!
A Michael no le quedaban ya fuerzas. Se dispuso a morir.
Y en ese momento Ude se apartó; su expresión había cambiado por completo. Eliane se hallaba de pie ante él. Se había dejado caer a través del boquete del suelo y se enfrentaba ahora a Ude.
—¡Tú! —exclamó éste—. Bien, no me importa. Te mataré a ti primero y, luego, acabaré lo que he empezado.
Eliane no respondió. No habló. No se movió. Era como si estuviese hecha de piedra. Pero su mente estaba viva. Estaba concentrada en iro. Normalmente, iro significaba color, pero en las artes marciales se refería a la intención del adversario: al color de su mente. Ahora, mientras se concentraba, Eliane adivinó que Ude se proponía asestar un único y definitivo golpe. Y, sabiendo que éste era el iro de Ude, lo siguió.
Hasta el final.
Ude, resuelto a estrangular a Eliane, dejó caer a sus pies el cordón. Fue un gesto de desprecio hacia su adversaria. Y una distracción. Se lanzó hacia delante, sosteniendo la cadena a baja altura. Eliane no hizo nada. No había adoptado la postura de ataque, no había levantado los puños. Por consiguiente, Ude estaba ya recreándose en su victoria, imaginándose ya a Eliane retorciéndose a sus pies, estrangulada por la cadena.
El «DC-10» se hallaba al límite de su espacio terrestre. Las fuerzas actuantes en el reactor fluctuaron, y los dos antagonistas perdieron el equilibrio.
Eliane se golpeó la cabeza contra la esquina de una caja. Ude se repuso, cogió a Eliane por la blusa, la hizo girar sobre la espalda y la empujó hacia delante.
La cabeza y los hombros de Eliane asomaban ahora por la escotilla abierta. El «DC-10» estaba despegando. Medio aturdida, Eliane se sintió empujada fuera del avión. Era un largo y letal descenso.
Sólo sus caderas y sus piernas estaban todavía dentro de la bodega de equipajes. El viento, azotándola cruelmente a medida que el reactor ganaba velocidad, le hacía extremadamente difícil ver y respirar. Estiró la pierna y dio a Ude una patada en la rodilla.
Ude se volvió y cogió la cadena. Con un grito de odio, la arrolló en torno al cuello de Eliane. Pero, al mismo tiempo, Eliane estaba haciendo girar sus manos como una hélice; era un atemi, un golpe percusivo. Ude, cegado por su sed de sangre, no lo vio llegar hasta que ya era demasiado tarde.
Su propio impulso se combinó con el desesperado golpe de Eliane. El canto de su mano le dio justamente encima del corazón. Oyó el chasquido de una costilla y, luego, se sumergió en un océano de dolor.
Al instante, Eliane retorció la cadena, liberándose de su presa. Lanzó una patada, y, con un grito de sorpresa absoluta. Ude fue catapultado fuera de la escotilla.
Cayendo como un leño apagado sobre el asfalto de la pista.