PRIMAVERA, PRESENTE
Tokio. Washington. Maui
De joven, Rozo Shiina se había rodeado de espejos. De joven, sus músculos eran firmes y su piel reluciente; el río de la vida corría torrencialmente a través de él. De joven, Kozo Shiina se sentía orgulloso de su cuerpo.
En otro tiempo, el sudor del esfuerzo que bruñía su flexible piel le había proporcionado una especie de exultación imposible de reproducir por cualquier otro método. En otro tiempo, el fortalecimiento de su cuerpo le había proporcionado el desafío final al tiempo y a la mortalidad. En otro tiempo, el levantamiento de pesas le había hecho alto. Y después, lamiéndose el sudor que le caía sobre los labios, mirándose en los espejos, viendo un interminable desfile de Kozo Shiinas, desnudos y fuertes, se había convencido de que él era una reencarnación del propio leyasu Toku-gawa, el creador del moderno Japón. Había mirado el rostro de la perfección y se había considerado a sí mismo un dios.
Ahora que era viejo, había excluido de su entorno toda clase de espejos. Ahora, la fuerza de los años, como rompientes golpeando contra la costa, era demasiado evidente como para negarla. Ahora Shiina comprendía, con una certeza que era como una daga hundida en su corazón, que había perdido la oportunidad de terminar la vida de la manera adecuada, en la cúspie de su belleza física. Ahora sabía que permitiría que la decadencia del tiempo completara el acto que él no había sido lo bastante heroico como para ejecutar, cuando la flor de su cuerpo estaba en todo su esplendor. Cuando la muerte era todavía pura, cuando serviría al propósito último del samurai: sembrar su muerte como una semilla y utilizarla como ejemplo para otros.
Ahora debía conformarse con lo que estaba a punto de ocurrir, y confiar en que fuese recompensa suficiente para casi cuarenta años de sufrimiento. Desde luego, había tenido razón con respecto a los americanos: su ocupación del Japón, y la nueva constitución que habían redactado en 1946, habían forzado a los japoneses a convertirse en una nación de hombres de negocios de clase media, con gustos y costumbres propios de la clase media.
Como los americanos insistían en que el nuevo Japón no realizara consignaciones para gastos de defensa en su propio prespues-to, ese hecho gravitaba sobre su economía. Shiina se irritaba cuando los jóvenes y adinerados comerciantes que conocía alababan a los americanos por permitir que el nuevo Japón adquiriese una opulencia tal, que incluso la emergente clase media superaba en riqueza a cuanto hubieran podido imaginar sus abuelos de hacía una generación. Shiina se irritaba porque no alcanzaban a ver lo que para él era tan evidente. Sí, los Estados Unidos habían permitido que el Japón se hiciera opulento. Pero, a cambio, Japón era vasallo de los Estados Unidos, dependiendo totalmente de ellos para su defensa. En otro tiempo, Japón había sido una nación de samurais, que sabía guerrear, que creaba su propia red defensiva. Todo eso había desaparecido. Los Estados Unidos habían llevado su marca de capitalismo al Japón y, al hacerlo, había castrado a toda una cultura.
Y por eso era, sobre todo, por lo que Shiina había creado el Jibán.
Se aproximaba el verano. El frío del largo invierno iba abandonando su casa. Las aves canoras podían ser oídas cada vez con más frecuencia, mientras revoloteaban por entre el bosquecillo de membrillos que se alzaba ante su estudio.
Kozo Shiina, sentado con las manos apoyadas sobre sus huesudas rodillas, recordaba un verano en particular más vividamente que todos los demás.
Año 1947. Habían pasado ya dos años desde la destrucción del Japón.
El calor había estado aumentando en oleadas casi palpables, y había una gran humedad en el aire. Ocho ministros se habían reunido en la villa de verano de Shiina a orillas del lago Yamana-ka. Esos ocho, más Shiina, constituían el Jibán. Les divertía entonces ser conocidos como "el aparato político local", ya que su poder, combinado, tenía un radio de acción tan amplio que era cualquier cosa menos local. Secretamente, sin embargo, el Jibán era conocido como la "Sociedad de las Diez Mil Sombras". Ésta era una alusión más seria a la sagrada katana, símbolo del poder del guerrero japonés tradicional y, al mismo tiempo, de su eminente posición en la sociedad.
La katana, o espada larga, era fabricada por un artesano zen que plegaba y replegaba diez mil veces sobre sí mismo el calentado acero para obtener una hoja tan fuerte que pudiera atravesar una armadura y tan flexible que fuese virtualmente imposible partirla en dos. Cada pliegue de la hoja de acero recibía el nombre de "sombra".
La katana del Jibán era un arma de diseño y calidad extraordinarios, forjada en algún momento del siglo iv por el más famoso de los legendarios espaderos zen para el príncipe Yamato Takeru, que dio muerte a su hermano gemelo a causa de unas imaginarias infracciones a las normas de cortesía. También aniquiló por sí solo a las salvajes tribus kumao, al norte de la capital.
Ésta era, con mucho, la espada más antigua y, por ende, la más venerada de todo el Japón. Debido a su extraordinaria historia, se hallaba custodiada en un museo. El alma del Japón habitaba en aquella espada.
-Éste es el símbolo de nuestro poder -había dicho el joven Kozo Shiina a los ocho ministros, levantando en alto la katana-. Éste es el símbolo de nuestra obligación moral. Hacia el emperador y hacia el Japón mismo.
En aquel verano de 1947, la violenta lluvia que se arremolinaba en ráfagas a su espalda, hacía que el lago pareciera tan opaco como el interior de la concha de una ostra. La niebla se elevaba de la superficie del agua como la transpiración de un actor de kabuki.
Todos llevamos máscaras, pensó el joven Kozo Shiina mientras se dirigía a los fundadores de la "Sociedad de las Diez Mil Sombras". Si no somos actores, no somos nada. Miró la vieja espada. Éste es nuestro espejo. Lo levantamos a la luz y lo llamamos vida.
-Si no podemos vivificar la esencia de nuestros espíritus -dijo-, no conseguiremos devolver el Japón a su antiguo esplendor.
Había sido imposible aquel día distinguir dónde se unían el agua y el cielo. Era imposible incluso distinguir dónde se hallaba el cénit del firmamento, tan uniforme era el dolor que se extendía por la campiña.
-No podemos fracasar..., no fracasaremos. Conocemos nuestro deber, y cada uno de nosotros hará lo que es necesario hacer para purificar al Japón. No es la primera vez que el occidental contamina el suelo sagrado de nuestro país. El capitalismo ha venido al Japón como un ave fénix de voraz apetito. El capitalismo nos está destruyendo. Nos devora vivos, transformándonos hasta que ya no somos capaces de recordar nuestra herencia, hasta que no sabemos lo que significa ser japonés, servir al emperador, ser un samurai.
Y, sin embargo, donde las aguas del lago se esfumaban, donde se esfumaban las colinas y el cielo, la montaña, no. El monte Fuji se alzaba en espectral esplendor, sombra profunda y perenne, recortándose en el aire gris como grabado con firmes pinceladas negras de una paleta celestial, coronado en su majestuosa cúspide por una media luna de reluciente nieve. Fuji el sagrado. Fuji el redentor.
El joven Kozo Shiina estaba desnudo de cintura para arriba. Su cuerpo, de músculos espléndidos, atraía la atención de los demás. Se arrolló en torno a la frente un hachimachi, la tradicional cinta del guerrero en combate, y se lo ató por detrás.
-Ahora, por primera vez -dijo Shiina-, sacaré de su vaina la sagrada hoja del príncipe Yamato Takeru.
La niebla pareció apartarse ante la magia de aquel acero forjado a mano, de modo tal que, según recordaba, una especie de aura de vacuidad, no diferente al Vacío, rodeó el arma.
El joven Kozo Shiina sostuvo en alto la hoja, de manera tal que, por un instante al menos, él y la hoja -perfectos ambos bajo sus brillos de grasa- fueron una sola y misma cosa.
-La próxima vez que desenvaine esta sagrada espada será para consagrar la feliz fructificación de las semillas que plantamos hoy.
Con rápido movimiento, se infirió un corte en la yema del dedo con la punta de la katana. La sangre roja y oscura goteó en una copa. Sumergió en ella un vieja pluma de ave y escribió con sangre su nombre al pie de la carta constituyente del Jibán, -Aquí está para siempre -les dijo Kozo Shiina- kokoro, el corazón de nuestra filosofía, la esencia de nuestro designio, los detalles del futuro al que hoy estamos consagrando nuestras fortunas, nuestras familias, nuestras vidas mismas.
Pasó el documento al ministro situado a su izquierda y deslizó la hoja de la katana sobre la yema del dedo del hombre. Mientras el ministro mojaba la pluma en la sangre mezclada y escribía su nombre bajo el de su jefe, Shiina dijo:
-Aquí están también, para reflexión de generaciones futuras, todas las consecuencias de nuestras acciones, presenciadas por todos los invisibles antepasados a quienes veneramos por encima de todo y en cuyo nombre se consagra la "Sociedad de las Diez Mil Sombras".
El documento pasó al siguiente, se derramó más sangre y fue añadido otro nombre.
-Tenemos aquí un diario vivo de la obra del Jibán -continuó Kozo Shiina-. Pronto se convertirá en nuestra bandera y nuestro escudo. -Estaba firmando ya el último de .los ministros-. Con su existencia misma, graba en nuestros cerebros esta verdad: los que hemos incluido nuestros nombres en esta lista hemos entrado al mismo tiempo en ese estado de virtud del que no hay retorno posible.
El gotear de la sangre, el rascar de la pluma contra el rígido papel.
-Este documento Katei, así llamado porque es el historial de la "Sociedad de las Diez Mil Sombras", servirá constantemente para recordarnos la consagración de nuestro designio, el carácter sagrado de lo que hacemos. Pues nuestro empeño es nada menos que preservar la pureza del emperador, la seguridad del legado del shogun unificador. Yeyasu Tokugawa. Buscamos una fusión entre pasado, presente y futuro, una continuidad de la grandeza del País del Sol Naciente.
Ahora, en la primavera del presente, Kozo Shiina se hallaba sentado en su estudio, contemplando la enramada que los retoños de membrillo creaban ante su ventana. Aquel verano, pensó, yo creía, en mi divina inmadurez, que la batalla ya había sido ganada. Sin embargo, no había hecho más que empezar. No había contado con Wataro Taki. Su poder dentro de la Yakuza iba en aumento, y, a medida que eso ocurría, él dirigía todo su poder contra el Jibán. ¿De dónde había salido? ¿Por qué era mi enemigo? Yo no lo sabía. Pero luchábamos en todos los campos: político, burocrático, económico y militar. Él frustraba nuestros planes una y otra vez. Incluso cuando le heríamos, reaccionaba, hacía nuevos acopios de fuerzas y volvía al ataque.
Hasta hace dos semanas, cuando finalmente conseguí destruirle. Pero no había contado con que su más íntimo aliado le sobreviviese, aunque sólo fuera por poco tiempo. Subestimé la astucia de Philip Doss. Era él quien se había apoderado de la sagrada katana del Jibán hacía tantos años. ¿Y qué había hecho con ella? Entregársela a su hijo, Michael.
Kozo Shiina apretó los puños. Le irritaba el hecho de que nunca habría conocido la suerte de la espada si un sensei no la hubiera visto en París y, reconociéndola, no hubiera telefoneado a Masashi. "Recupérala -había ordenado Shiina a Masashi-. cueste lo que cueste.”
Los gorjeos de las aves canoras eran dulces y melodiosos, pero no para los oídos de Kozo Shiina. El manjar que había sido puesto ante él era fragante, pero no para su nariz. La sonrosada tonalidad de los primeros tiernos brotes de los membrillos era agradable, pero no para sus ojos. Aún no tenía la katana del príncipe Yamoto Takeru.
Pero había otra cuestión, tan apremiante como la espada. El documento Katei del Jibán había sido robado. Detallábanse en él todos los pasos del plan de la "Sociedad de las Diez Mil Sombras" para llevar al Japón a una hegemonía mundial, para conducirlo, lenta pero inexorablemente, hacia una postura firmemente militarista, sus intenciones de -con la ayuda de aliados de dentro y fuera del Japón- desencadenar una invasión coordinada del continente chino.
En manos del enemigo -si, por ejemplo, llegase a aparecer sobre la mesa del presidente de los Estados Unidos- haría doblar a muerto las campanas por el Jibán. No podía tolerar tal cosa. Si el Jibán había de cumplir su destino, conducir al Japón a una nueva era en que el País del Sol Naciente nunca volvería a depender del petróleo extranjero ni de fuentes energéticas extranjeras de ninguna clase, entonces era preciso recuperar el documento Katei.
Los poderosos dedos de Kozo Shiina se tensaron sobre sus rodillas. Le obsesionaba todavía el enigma de quién había matado a Philip Doss. Si Doss hubiera sobrevivido, Shiina estaba seguro de que los hombres de Masashi le habrían alcanzado. Ude había estado muy cerca, hasta que Doss se perdió de vista. Luego, en Maui, había muerto. ¿A manos de quién? Kozo Shiina no lo sabía, y esto le preocupaba porque significaba que se hallaba en juego una fuerza que él ignoraba.
Pronto, pensó calmándose, con la inconsciente ayuda de Masashi Taki, esa espada me será devuelta. Y también el documento Kaiei. Entonces, la espada del alma del Japón quedará por fin liberada de su vaina y se habrá culminado mi obra. Japón será una potencia mundial en todos los sentidos, que rivalizará incluso con los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Michael estaba seguro de que la oscuridad nunca terminaría. Y, sin embargo, terminó. -¡Audrey!
El clamoreo de las campanas del templo sacándole de un largo sopor.
-¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!
Ese ruido dentro de su cabeza reverberando sin cesar. Deseaba silenciarlo, seguir durmiendo otros cien años. -¡Se ha ido! Luz como esquirlas de cristal en los ojos.
-¡Mi pequeña ha desaparecido!
Cimiente, aturdido, despertó.
Tío Sammy le estaba sacudiendo.
-¡Michael, Michael! ¿Qué ha ocurrido?
Las campanas del templo y una flauta de bambú, una aguda melodía, un sonoro acompañamiento de percusión.
-¡Michael! ¿Me oyes?
-Sí.
La niebla disipándose, aclarándose la atmósfera en el interior de su cabeza.
-No..., no lo sé -le dolía la cabeza al hablar o al moverse. Secuelas de la sustancia química.
-¿Qué quieres decir con eso de que no lo sabes?
El rostro de su madre estaba congestionado por la ansiedad.
-Llamé a Joñas, y vino en seguida. Ha dicho que no avisemos a la Policía. -Avanzando un paso hacia él-. ¿Te encuentras bien, querido?
-Estoy perfectamente -respondió. Miró a Joñas-. ¿Cuánto tiempo he estado sin conocimiento?
Joñas se puso en cuclillas a su lado.
-Habrá sido..., ¿cuánto, Lillian...? Cuarenta minutos desde que me telefoneaste.
Lillian asintió.
Michael paseó la vista por el estudio. Había penetrado un torbellino por la ventana, o así lo parecía. Lámparas y sillas volcadas, libros que parecían haber sido arrebatados por el viento de sus pulcros estantes. Todo esparcido sobre la alfombra.
-¡Cristo! -exclamó en voz baja. Empezó a levantarse.
-¡Michael!
Vio la cuchillada mientras se tambaleaba. Joñas le sujetó, y recuperó el equilibrio. La cuchillada recorría la alfombra con la pulcritud y limpieza de una incisión quirúrgica. ¿Dónde está mi katana?, pensó Michael. ¿Qué ha sido de Audrey?
-Michi -dijo la mujer-. Es el camino que elegí. Y ahora he sido humillada por él.
Michiko estaba quitando las malas hierbas de su jardín.
-Hoy en día hay peligro en todas partes -dijo-. En los mis- terios existentes en el interior del Taki-gumi. En el rumbo que está siguiendo el propio Japón. Los jóvenes han crecido desarraigados. No entienden ya los objetivos a corto y largo plazo. Todo lo ven en extremos.
"Ni siquiera saben lo que quieren. La mayoría son incapaces de expresarse y carecen de interés por nada que no sea su propio y fugitivo placer. Sólo saben que no quieren lo que es. Esto les hace excepcionalmente vulnerables a la sugestión. Ingresan en la Yakuza, pero alardean abiertamente de su estricto código. Se unen a grupos radicales minoritarios, o incluso a células revolucionarias anárquicas que fabrican chapuceramente proyectiles caseros que disparan, también chapuceramente, contra el Palacio Imperial. Mientras tanto, nuestros ministros se tornan más empedernidos en sus concepciones reaccionarias. Consideran que América se va volviendo inflexible, reacia a continuar extendiendo su magnánimo apoyo al Japón. Consideran que América está renegando de su tácito juramento de mantener fuerte al Japón, mientras el Japón mantenga la orilla del Pacífico a salvo del comunismo.
"¿Es América nuestro amigo o nuestro enemigo?, preguntan. Yo siento la impresión de que hubiéramos vuelto al estado emocional en que nos encontrábamos antes de la guerra del Pacífico.
Joji Taki meneó la cabeza. Ültimamente, Michiko parecía obsesionada con el deterioro de las relaciones comerciales entre Japón y los Estados Unidos. Cierto que los recientes acontecimientos indicaban que Japón no estaba dispuesto a cambiar sus reglas básicas en beneficio de otro país. ¿Y qué? ¿Por qué habría de hacerlo? Era sobre todo esta maraña de restricciones a la intervención o inversión exterior lo que había hecho al Japón resurgir de las cenizas de la guerra. ¿Por qué debilitarlas ahora? ¿Por los Estados Unidos? ¿Qué habían hecho sino tratar de recrear el nuevo Japón a su propia imagen, para que pudiera convertirse en el puño de acero de América en el Lejano Oriente?
-Michiko, hermanastra mía -dijo él, esperando pacientemente a que terminase-, aunque fuiste adoptada por mi padre, Wa-taro Taki, te considero plenamente un miembro de mi familia.
Michiko hizo una pausa en su labor. Sus manos estaban manchadas de tierra. Sus cabellos, recogidos sobre la cabeza y sujetos con peinetas de madera kyoki a la antigua usanza, estaban moteados de pétalos de flores silvestres.
-No has venido aquí para halagarme, Joji-chan -dijo suavemente-. Te conozco demasiado bien.
Joji volvió la vista hacia los corpulentos jóvenes que se mantenían a discreta distancia de Michiko. El marido de Michiko, No-buo Yamamoto, no le permitía ir a ninguna parte sin la compañía de sus sirvientes. Pero, extrañamente, Joji no reconocía a ninguno de ellos. Y, desde luego, no iban vestidos como sirvientes. Más bien parecían guardaespaldas. Joji se encogió de hombros. Bueno, ¿por qué no?, pensó. No faltaba el dinero en la familia Yamamoto. Como presidente de "Industrias Pesadas Yamamoto", Nobuo dirigía uno de los más grandes grupos industriales del Japón.
-Como de costumbre, Michiko-chan, has penetrado a través de mi apariencia exterior -dijo-. Siempre fuiste capaz de leer mis pensamientos.
Michiko sonrió tristemente. -Es sobre Masashi.
Michiko suspiró y se le ensombreció el rostro. -Siempre es sobre Masashi últimamente -dijo-. Primero, chocó con nuestro padre en relación con el rumbo que debía seguir el Taki-gumi. ¿Qué es ahora? -Necesito tu ayuda.
Ella levantó la cara hacia él, y el sol inundó de luz sus facciones.
-No tienes más que pedirlo, Joji-chan, ya lo sabes. -Quiero que me ayudes contra Masashi.
Se produjo un extraño silencio en el jardín. Un chorlito que andaba a pequeños saltos por el suelo, se detuvo ladeando la cabeza para mirarlos. Luego, se elevó en el aire con un batir de alas.
-Por favor -dijo Michiko, presa de un sobrenatural terror que le secaba la garganta. Todos aquellos días desde que Masashi había ido a verla para mostrarle por qué debía hacer lo que él le pidiese, ella había tratado de rehuir el horrible peligro que él presentaba. En otro caso, habría dejado de comer y de dormir. El hecho era que se hallaba acosada por pesadillas de las que despertaba sobresaltada, llena de pánico y terror-. No me pidas eso. -Pero tú eres la única persona a la que puedo recurrir -suplicó Joji-. Siempre me has ayudado. Cuando padre se puso de parte de Masashi, tú siempre hablaste en mi favor.
-Ah, Joji-chan -suspiró Michikc-. Qué memorias tienes. Eso fue hace mucho tiempo. -No es diferente ahora.
-Sí que lo es -respondió ella. Había una gran tristeza en su voz-. Escucha atentamente mi consejo. Cualquiera que sea el problema, olvídalo. Olvídate de tu hermano Masashi, te lo ruego. -¿Por qué no quieres ayudarme? -exclamó Joji-. Antes, siempre unimos nuestras fuerzas para mantener a raya a Masashi.
-Por favor, no me lo pidas, Joji-chan -había incipientes lágrimas en las comisuras de los ojos de Michiko. La luz del sol las convertía en joyas-. No puedo intervenir. No puedo hacer absolutamente nada.
-Pero no sabes lo que ha sucedido -Joji inclinó la cabeza, avergonzado-. Ahora Masashi me ha depuesto como oyabun del Taki-gumi.
-¡Ah, Buda! -exclamó ella. Pero ya lo sabía. Así como también sabía ya lo que Joji no había empezado aún a sospechar, lo que, si se mantenía ajeno, y por lo tanto, a salvo, nunca llegaría a sospechar: que había comenzado la fase final de una estrategia tan vasta, tan aterradora, que no había ninguna esperanza de detenerla. Y, sin embargo, ella se había consagrado a la destrucción de esa estrategia.
-Ahora Masashi es libre de aplicar todos los recursos del Taki-gumi a sus propios fines. El negocio del clan ha cambiado radicalmente ya. Masashi tiene instaladas sus redes de droga. Ya comienzan a afluir las primeras cantidades de dinero. Pronto, esta afluencia se hará firme y constante como una marea. El Taki-gumi quedará inevitablemente envuelto en la inmundicia..., lo último que Wataro Taki, nuestro padre, deseaba.
-Pero ¿cómo es posible? -preguntó Michiko-. Creía que las cosas estaban arregladas entre tú y Masashi.
-Lo estaban -respondió Joji-. O así lo creía yo. Pero en la reunión del clan, Masashi se volvió contra mí. Ya sabes lo buen orador que es. En cuanto abrió la boca, yo ya no tuve ninguna oportunidad. Los lugartenientes estaban aterrorizados. La muerte de nuestro padre nos hacía terriblemente vulnerables a las incursiones de los otros clanes. Masashi jugó inteligentemente seguro de nuevo. Seguirían a Masashi hasta el infierno, si él se lo pidiera.
Puede que eso ocurra antes de que todo esto termine, pensó Michiko. Impulsivamente, extendió los brazos, y Joji puso sus manos en las de ella.
-Olvida todo esto, Jochi-chan -murmuró con vehemencia-. No hay nada que tú y yo podamos hacer. Los cambios se han producido ya. Déjale en paz; no tienes poder para derrotarle. Ni yo tampoco ahora. Karma, -Pero esos cambios de que hablas -repuso- no sólo nos afectarán a nosotros, sino también a otros miembros de nuestra familia. A tu hijo, por ejemplo. Y a Tori, tu nieta. ¿Cómo está? Echo de menos su carita sonriente.
-Está bien -dijo Michiko-. Muy bien -apretó su mejilla contra la de él-. Tori pregunta continuamente por ti.
No quería que viese el miedo en sus ojos. Masashi está jugando un juego terrible, pensó. .Con los envites más altos posibles. Ma- sashi tiene el control del Taki-gumi. Y esta vez, la llamada al combate será la definitiva.
-Ha llegado el momento -dijo Joñas- de que te diga la verdad.
Michael parpadeó.
-La verdad -dijo, como si fuese una palabra urdu cuyo significado, no pudiera captar.
Estaban sentados en el despacho de Joñas Sammartin en el edificio "BITE". mo -Sí -respondió Joñas, imperturbable-. La verdad.
-¿Qué es lo que me has estado diciendo hasta ahora?
-Mi querido muchacho. Estás más cerca de mí de lo que podría estar ningún sobrino. Nunca me casé. Nunca tuve hijos. Os quiero a Audrey y a ti tanto como si fuerais de mi propia sangre. Seguramente que no es necesario que te lo diga.
-No, tío Sammy -respondió Michael-. Siempre has sido nuestra protección. Hace poco le decía a Audrey que pensaba en ti como en Nana, el perro pastor de Darling en Peter Pan.
Joñas Sammartin sonrió.
-Lo considero un gran cumplido, hijo.
Guardaron silencio durante un rato. Era como si la invocación del nombre de Audrey hubiera hecho retornar el horror de no saber dónde estaba ni qué le había sucedido.
Sonó el teléfono, y Joñas lo cogió. Habló en voz baja durante unos instantes. Cuando colgó el aparato, la opresión de la atmósfera se había disipado lo suficiente como para que continuase hablando.
-El hecho es -dijo- que creo que tu padre sabía que lo iban a matar..., o, al menos, que tal posibilidad podía ser inminente.
"E1 día anterior a tener noticia de su muerte, recibí un paquete por correo. Procedía del Japón. Hasta el momento, no hemos podido seguirle la pista más allá de la oficina en Tokio de la empresa de transporte aéreo. El paquete les fue entregado por un japonés Eso es todo lo que saben. No tenemos ningún nombre y sólo una vaga descripción, lo cual es peor que nada.
Joñas sacó un sobre de gran tamaño y una hoja de papel doblada.
-En cualquier caso, el paquete era de tu padre. En su interior estaba esta carta dándome instrucciones para que a su muerte hablase contigo.
-¿Hablar conmigo?
-He hecho lo que él pedía.
-Déjame ver la carta, tío Sammy.
Joñas lanzó un profundo suspiro. Le dio la hoja de papel y se pasó la mano por la cara, como si quisiera borrar los acontecimientos de los últimos días. Parecía fatigado, y su rostro presentaba una tonalidad grisácea.
Michael levantó la vista del texto mecanografiado.
-Parece que la idea de mi padre era que yo ocupase su puesto una vez que él muriera.
Joñas asintió con la cabeza.
-Aquí alude a un testamento ológrafo -dijo Michael.
-Es éste -respondió Joñas, mostrando el sobre-. Está sellado y, siguiendo las instrucciones de tu padre, solamente será abierto si tú accedes a ocupar su puesto.
Michael experimentó un ramalazo de temor que se esfumó en seguida.
-Veo que te dispones a darme el testamento -dijo-. Pareces seguro de ti mismo.
-No -repuso Joñas-. Estoy seguro de ti. Has venido aquí, ¿no? -dirigió a Michael una cansada sonrisa-. Tu padre siempre dijo que eras precoz. Me parece estar oyéndole: "Mickey es más listo que tú y yo juntos, Joñas. Lo sé. Pero tú lo verás algún día." Palabras proféticas, hijo, considerando las circunstancias -le entregó el sobre-. Creo que ha llegado el momento de que lo abras.
Michael lo cogió, pero no lo abrió.
-¿Qué hay de Audrey? -preguntó.
-Sobre eso era la llamada -respondió Joñas-. No hay nada... hasta el momento. Pero aún es pronto.
-¡Pronto! -exclamó Michael-. ¡Por amor de Dios, ni siquiera sabemos si está viva o muerta!
-Yo creo, de todo corazón, que está viva, hijo. Tu padre estaba haciendo un trabajo para nosotros. En medio de él, tropezó con algo muy especial. Tan especial, de hecho, que le era imposible remitir informes regulares. Hasta ese punto tenía que mantenerse oculto. Sus enemigo intentaron en una ocasión apoderarse de él por medio de Audrey. Lo descubrí sólo después de leer la carta que envió tu padre.
-Quieres decir que el supuesto atraco no fue tal cosa. ¡Fue un intento de coger a mi padre por medio de Audrey!
Joñas asintió con la cabeza.
-Naturalmente, no les dijimos a Audrey ni a tu madre la verdadera razón de aquella frustrada irrupción. Que los enemigos de Philip planeaban secuestrar a tu hermana. Yo quería ponerla bajo protección, pero para cuando me enteré del intento de secuestro tu padre ya había muerto.
-Y ahora lo han conseguido -dijo Michael-. Pero mi padre está muerto. ¿Y todavía iban tras Audrey? ¿Qué diablos podría ella significar para ellos ahora? No tiene sentido.
-Es otra pieza del rompecabezas para el que aún no tengo solución -admitió Joñas-. Es otra importante razón por la que te necesito, Michael. Tú puedes averiguar qué le ha ocurrido a Audrey, así como descubrir quién mató a tu padre.
-¿Quiénes son los enemigos de mi padre, tío Sammy?
-Yakuza.
-¡Yakuza! -exclamó Michael-. Gángsters japoneses. Entonces, tú sabes tras de qué andaba mi padre. Debe ser fácil...
-El hecho es que tu padre me mantuvo totalmente a oscuras sobre este asunto. Ignoro por qué. Sólo espero que existiera una excelente razón.
-Quiero que Audrey vuelva -dijo Michael. Se dio cuenta de que estaba clavando los dedos en los brazos del sillón.
-Yo también -dijo tío Sammy-. Deseo fervientemente que vuelva sana y salva a casa. Sigue las huellas de tu padre. Es nuestra única oportunidad de encontrarla.
Michael se sentía emocionalmente exhausto. Sus músculos se tensaban en leves contracciones, como si acabara de terminar un maratón. Exhaló, dándose cuenta de que había estado conteniendo el aliento.
-Creo -dijo- que será mejor que abra ahora esta carta.
La llamada no habría podido producirse en un momento más inoportuno. Joji Taki acababa de levantar el blanco quimono con crisantemos bordados color salmón y estaba atisbando entre unos muslos tímidamente separados.
Joji Taki había esperado este instante durante toda la velada. A lo largo de una complicada ceremonia del té, una cena llena de humo, una interminable conversación sobre el alza y el descenso del yen y, por último, unas despedidas aparentemente interminables también.
Durante todo el tiempo, Kiko había sido una anfitriona ejemplar. Había realizado la ceremonia del té con gracia y donosura extraordinarias. Había sabido mantener entretenido a Kai Chosa durante toda la cena y, luego, había entablado una conversación femenina con la esposa de Kai mientras los hombres hablaban de negocios.
Al final, había sido Kiko quien, viendo que su dueño no hacía ningún progreso, había esbozado un levísimo y recatado bostezo tras el dorso de su mano. La esposa de Kai Chosa había recogido la indirecta y, luego de tocar la manga de su marido, se habían marchado.
La velada había sido desastrosa, pensó desconsoladamente Joji. Había iniciado un movimiento de aproximación a Kai Chosa, el oyabun del Chosa-gumi, el segundo más grande clan Yakuza, con la esperanza de lograr su ayuda para el intento de recuperar el control del Taki-gumi, arrebatándoselo al hermano de Joji, Ma-sashi.
Kai Chosa había ignorado casi por completo el ofrecimiento de una alianza por parte de Joji. Quizá, como los lugartenientes del Taki-gumi, no creía que Joji poseyera la fortaleza suficiente como para expulsar a Masashi. Y parecía peculiarmente reacio a entrar en ninguna negociación que llevara a su clan a una confrontación con el Taki-gumi.
Esto le resultaba a Joji desconcertante y desalentador. Había estado seguro de que Kai Chosa acogería con entusiasmo la oportunidad de sacar provecho del Taki-gumi. ¿Qué se proponía se hermano Masashi?, se preguntó. ¿Había subestimado el poder de Masashi? Si era así, ¿qué le faltaba a él?
Joji se devanaba los sesos. Lo que necesito, se dijo, es un padrino. Un hombre con el poder suficiente, un hombre que no le tenga miedo a Masashi.
A lo largo de la cena, Kiko le habla robado infinitesimales miradas a Joji. Su mirada le había acariciado, urgiéndole a que le acariciase a ella de la misma manera. Pero incluso cuando él observaba la suave curva de sus hombros y sus pechos bajo los sedosos pliegues de su quimono, y la diminuta cinta de vivo color rojo en la nuca, donde ella dejaba asomar sugestivamente la prenda que llevaba bajo el quimono, el efecto había sido nulo. Kai Chosa llenaba por completo la mente de Joji.
Pero ahora que él y Kiko estaban solos, Joji sintió la necesidad de distraerse de sus preocupaciones. De hecho, Kiko estaba justamente empezando a atraer su atención, cuando sonaron unos discretos golpecitos en la puerta deslizante. En ese momento sus ojos estaban prendidos en los de Kiko, que parecían anunciar una sucesión infinita de delicias.
Joji vio algo en los ojos de Kiko y bajó la vista hasta el lugar en que tenía posada la mano en la cara interior del muslo de ella. Había separado más aún los muslos, de modo tal que el rojo quimono interior había resbalado. Con un vuelco del corazón, vio que no llevaba más prendas. Su carne íntima, el vello oscuro elevándose en el centro de su monte de Venus, arremolinado como un insinuante dedo en el punto en que terminaba su bajo vientre.
-Ah, Buda -murmuró Joji.
Sonaron de nuevo los discretos golpecitos.
-¡Déjame en paz! -exclamó Joji, con voz espesa-. ¡No tienes modales!
Kiko estaba levantando suavemente las nalgas del tatami. Al hacerlo, inclinaba la pelvis hacia delante y hacia arriba. Como resultado de ello, quedó expuesta la parte inferior de su monte de Venus. En esta zona desprovista de vello pudo ver todos los frunces y pliegues de su carne más íntima. Sus caderas, separadas del tatami, iniciaron un sensual movimiento circular. A la tercera vuelta, los pétalos de sus labios se abrieron espontáneamente.
Joji pensó que se desmayaba.
La puerta corrediza se entreabrió, y pudo ver la afeitada cabeza de Shozo. Tenía la cara cuidadosamente vuelta.
-Te arrancaré los ojos por esto -dijo airadamente Joji. Su ávida mirada estaba de nuevo prendida en la visión de la confluencia de los muslos de Kiko.
-Oyabun -murmuró Shozo-, me arrancarías los ojos si no te lo dijera inmediatamente.
-Decirme ¿qué?
Kiko había comenzado nuevos movimientos de su pelvis que causaban unos efectos increíbles en aquello que Joji deseaba ahora por encima de ninguna otra cosa.
-Hay un visitante.
-¿A estas horas? -Joji sentía la opresión en su vientre.
-Oyabun -susurró Shozo-, es Ude.
Pese a lo que Kiko estaba haciendo, Joji sintió declinar su virilidad. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Ude, el hombre que realizaba ejecuciones para su hermano Masashi. ¿Qué podía querer Ude? Con un estremecimiento de miedo, Joji se preguntó si Masashi estaría de alguna manera enterado de lo que había conversado con Michiko esa mañana.
-Has hecho bien en informarme, Shozo -dijo, tratando en vano de mantener la calma-. Di a Ude-san que estaré con él en seguida.
La puerta se cerró. Tenía un panel central tomado de un obi. Tejida en la seda había una escena de cazadores matando un jabalí. Joji se la quedó mirando mientras empezaba a preparar su mente.
Kiko estaba demasiado bien educada como para abrir la boca en un momento como aquel. En lugar de ello, se aplicó a ordenar sus ropas hasta recobrar el aspecto que había tenido durante la cena.
Sin pronunciar palabra, Joji abrió la puerta y la cruzó. En la habitación contigua vio el enorme corpachón de Ude en el centro del tatami. Joji forzó una sonrisa.
-Buenas noches, Ude-san -dijo, mientras su corazón latía con violencia. Shozo -exclamó-, ¿has ofrecido té a nuestro honorable huésped?
Ude declinó con un gesto la invitación.
-Perdón por esta intrusión -dijo con su voz grave-, pero tengo bastante prisa. Debo coger un avión.
Joji hizo una profunda inspiración y expulsó todo el aire. Avanzó sobre el tatami y se sentó frente al corpulento hombre.
-Ude-san -dijo-, éste es un honor que no esperaba.
-Me encuentro en la peculiar situación de tener que ir derecho al grano -la voz de Ude era tan dura como el granito. Hacía que pareciese que no lamentaba en absoluto ser descortés-. Debe uno adaptarse a los acontecimientos tal como ocurren.
-Hat -Joji aguardó, sin aliento.
-Yo no he elegido esta hora para hablar con usted -dijo Ude-. Así que debemos darnos prisa los dos.
-No es ésa la forma en que mi padre trataría de negocios -dijo Joji.
-Ah, su padre -dijo Ude-. El más honorable de los hombres. Su muerte todavía es llorada. Será siempre venerado en mi casa.
-Gracias -respondió Joji.
-Pero su padre se ha ido, Joji-san. Los tiempos cambian.
Joji se pasó una mano por la frente; la retiró húmeda de sudor. ¿Qué quería Ude? Joji no podía por menos de percibir el enorme poder del otro hombre.
-La cuestión es -continuó Ude- que su hermano se siente... digamos que incómodo con la tensa relación existente entre él y usted. Sabe que eso le habría dolido a su padre. Masashi-san ha pensado que sería mejor discutir todo lo que haya entre ustedes.
Joji estaba estupefacto.
-Disculpe que se lo diga, Ude-san, pero conozco a mi hermano. No creo que Masashi tenga el más mínimo interés en hablar de la cuestión. Él y yo consideramos que el futuro del Taki-gumi se halla en direcciones diferentes.
-Al contrario, Taki-san. Masashi sólo piensa en la mejor forma de servir a los intereses del Taki-gumi. Así como en los deseos de su venerado padre, Wataro Taki.
Joji se sintió lleno de júbilo. Si Masashi estaba dispuesto a devolver a Joji una porción del Taki-gumi, Joji lo aceptaba. En otro caso... Joji no quería pensar en la alternativa.
Movió afirmativamente la cabeza.
-De acuerdo.
Ude sonrió.
-Excelente. ¿Mañana por la noche?
-Mientras todos los demás duermen -dijo Joji.
-Exactamente. En opinión de Masashi, cuanto antes quede esto resuelto entre ustedes, mejor.
-Un lugar público.
-Sí -respondió Ude-. Ésa era también la idea de Masashi-san. Bien, a esa hora, las opciones son limitadas. ¿Resultaría adecuado algún lugar del Kabuki-cho? -El Kabuki-cho estaba en Shinjuku, pero en la zona más turbulenta del área de Tokio, donde más intensamente se había construido durante los últimos diez años. En un principio, estaba previsto edificar allí un nuevo teatro kabuki, y de ahí el nombre, que subsistía pese a haberse abandonado los primitivos planes. Ahora estaba lleno de restaurantes baratos, salas de pachinko, cines X, clubes nocturnos y burdeles-. Hay muchos no-pan kissas entre los que elegir. -Éstos eran establecimientos nocturnos en los que las camareras no llevaban ropa interior.
-¿Qué tal "A Bas"? -dijo Joji.
-Lo conozco -asintió Ude-. Es tan bueno como cualquiera.
Después de que Shozo le acompañara hasta la puerta, Ude subió al taxi que le esperaba. Sonrió en la oscuridad. Todo se había desarrollado exactamente tal como lo había predicho Kozo Shiina.
Recostándose en el asiento, mientras el coche serpenteaba por entre el tráfico, Ude imaginó a Shiina al teléfono, hablando con Masashi.
-¿Cómo conseguirás que Masashi acuda a la reunión? -había preguntado Ude a Kozo Shiina, su nuevo amo-. Desprecia a Joji por débil. Masashi apenas considera a Joji ni siquiera hermano suyo.
Y Kozo Shiina había respondido:
-Sugeriré a Masashi que es importante para la imagen del Taki-gumi presentar un frente unido. Los políticos y burócratas con los que tratamos nunca han superado su nerviosismo innato cuando interviene la Yakuza. Diré que ver enfrentados a los dos hermanos restantes del Taki-gumi no conseguirá más que desalentarlos. Ayer mismo, el ministro Hakera me preguntó si podían esperarse dificultades por parte de la Yakuza ahora que los hermanos Taki han reñido. Diré a Masashi que le aseguré que, ciertamente, no. Todo está bajo control. Pero ya ves, le diré a Masashi, que mientras él y su hermano están separados es posible que surjan dificultades. Al menos, a los ojos de quienes nos ayudan.
-Pero una reunión entre Masashi y Joji es seguro que acabará mal -señaló Ude-o. Nunca se han puesto de acuerdo en nada. Difícilmente puede esperarse que lo hagan ahora.
Kozo Shiina había sonreído con aquella extraña sonrisa de reptil que hacía que hasta el propio Ude se sintiera incómodo.
-No te preocupes, Ude. Tú limítate a hacer tu trabajo. Al final, Masashi Taki hará el suyo.
-No es un testamento en absoluto -dijo Michael.
Joñas alargó la mano.
-Déjame verlo, hijo.
Michael le entregó el contenido del sobre de su padre. Consistía en una hoja de papel de correo aéreo en la que había escritas seis líneas. No había saludo ni firma.
Joñas leyó lo que había en la hoja. Miró a Michael.
-¿Qué diablos es esto? ¿Un acertijo? -Corno mínimo, había esperado encontrar una pista de lo que Philip había descubierto en Japón.
-No es un acertijo -respondió Michael-. Es un poema de muerte.
Joñas parpadeó.
-¿Un poema de muerte? ¿Quieres decir como los que los chalados pilotos kamikazes solían escribir cuando se disponían a emprender una misión?
Michael asintió con la cabeza.
Joñas soltó un gruñido y le devolvió la hoja de papel.
-Tú eres el experto en temas japoneses. ¿Qué significa shintai?
-"Entre la nieve que cae/Llaman las garzas a sus compañeras/ Como símbolos espléndidos/De shintai sobre la tierra" -citó Michael del poema de su padre-. En un templo shintoísta -dijo-, un shintai es un símbolo del cuerpo divino del espíritu particular, que los sacerdotes creen que mora en el santuario.
-No sabía que tu padre fuera shintoísta -dijo Joñas.
-No lo era -respondió Michael-. Pero mi maestro japonés, Tsuyo, sí. Recuerdo que, una vez que mi padre me visitó en Japón, Tsuyo y yo estábamos en el templo shinto en que Tsuyo había establecido su segundo hogar. Mi padre se sentía intimidado por el lugar. Dijo que podía sentirlo respirar, como si la estructura fuese una criatura viva. Los sacerdotes quedaron muy impresionados cuando Tsuyo se lo tradujo.
Joñas agitó la mano con impaciencia.
-Entonces, ¿qué significa todo eso, Michael? Me refiero al poema.
Michael se levantó y cruzó el despacho para mirar por la ven- tana. Veía desde allí los terrenos que integraban el recinto, el césped recortado, los cuidados jardines. Y, más allá, se alzaba un muro de cuatro metros de altura, lleno de los más sofisticados sensores electrónicos y disuasores para intrusos de todas clases. Mientras miraba, apareció un miembro de las tres patrullas de pastores alemanes especialmente adiestrados que recorrían un perímetro de un metro de anchura por la parte interior del muro.
-Evidentemente -dijo Michael-, el poema debe tener algún significado para mí. Pero no sé qué puede ser.
-¿Tiene algún significado para ti la nieve? -preguntó Joñas-. ¿O las garzas?
-Realmente, no.
-¿De qué podrían ser símbolos?
Michael se encogió de hombros.
-Oh, vamos, hijo -dijo Joñas-. ¡Piensa!
Michael volvió a su silla.
-Está bien. -Se pasó la mano por el pelo-. Veamos, la nieve podría ser pureza de intención... o muerte. El blanco es el color del luto en Japón.
-¿Qué más? -Joñas estaba tomando nota escrita de sus palabras.
-Las garzas son símbolo de amor eterno, de belleza singular.
Joñas se quedó mirando a Michael, con la pluma levantada, esperando.
-¿Y eso es todo? -preguntó al fin-. ¿Pureza, muerte, amor y belleza?
-Sí.
-¡Oh, Cristo! -Joñas tiró la pluma sobre la mesa-. A tu padre le gustaban los secretos. Pero te aseguro que yo no tengo tiempo para acertijos. Tenías razón. Nobuo Yamamoto se ha llevado a Japón a su delegación negociadora. Los tipos que viste en el "Ellipse Club" estaban estupefactos.
"A medianoche me han dado la noticia de que el Primer Ministro japonés ha anunciado que se va a destinar a defensa el doce por ciento del nuevo presupuesto de su país. Es algo inaudito. Desde el final de la guerra, los gastos de defensa en Japón nunca han superado el uno por ciento. ¿Comprendes el terrible significado de semejante cambio?
Michael le miró.
-¿Por qué terrible? A mí me parece que cuanto más gaste Japón en su propia defensa, más autosuficiente será.
-No tendremos sobre ellos la clase de poder que tenemos ahora -dijo Joñas-. Somos su caballero de reluciente armadura. Lo hemos sido desde el final de la guerra. Y ese compromiso moneta- rio con ellos, los ha mantenido como nuestra avanzadilla en el Lejano Oriente. Diablos, en algunos lugares, Japón está a menos de cien millas de la Unión Soviética.
-Quizá los japoneses se han cansado del papel que les hemos encomendado como vasallos de nuestro país en el Pacífico -dijo Michael.
-Dejando a un lado la ética de la defensa -dijo Joñas-, hay que considerar el hecho del rearme del Japón. Durante más de cuarenta años, los japoneses han manifestado una firme oposición a la clase de militarismo que marcha unido a un gran presupuesto de defensa. Todavía se acuerdan de Hiroshima y Nagasaki. Tanto que incluso se han negado a permitir la presencia de navios nucleares en aguas japonesas.
"La combinación de militarismo agresivo y ambición económica excesiva es lo que les llevó a una guerra mundial. Su país estuvo a punto de resultar destruido en ella. Yo habría pensado que harían cuanto estuviese en su mano para impedir que eso se repitiera.
"Así, pues, ¿qué debemos pensar de este nuevo presupuesto? ¿Y de la arrogancia japonesa en la esfera económica? A mí me parece que los japoneses están empezando a pulsar la misma cuerda que les llevó a declararnos la guerra hace cuarenta y tantos años.
-Estás asustándote de meras sombras -dijo Michael-. Sólo porque Nobuo Yamamoto y su grupo no quieren seguir jugando conforme a nuestras reglas, empiezas a agitar la bandera por todo el lugar.
-Michael -replicó Joñas, con voz sosegada-, un Japón independiente es una amenaza, créeme. Los bastardos de ellos están locos. Están obsesionados por liberarse de la dependencia del petróleo extranjero.
-Perfectamente comprensible -dijo Michael-. Si tú estuvieras clavado en un extremo del Pacífico sin recursos energéticos naturales, pensarías de la misma manera.
-No me gusta -dijo Joñas-. Lo que hace seis meses no era más que una apenas detectable tendencia oficial de sentimientos, se ha convertido de pronto en una serie muy oficial de importantes cambios de política.
Michael dijo:
-Iré allí y...
-Tú vas a ir a Hawai -le interrumpió Joñas-. Te dije que tenemos una pista de la muerte de tu padre. Esa pista está en la isla de Maui. Es un hombre llamado Fat Boy Ichimada. Es el oyabun, el jefe, de la familia yakuza del Taki-gumi en las islas Hawai. Los registros del hotel muestran que tu padre llamó a Ichimada la noche anterior a su muerte. Quiero saber por qué.
Joñas abrió una carpeta y le pasó cuatro fotos a Michael.
-Aquí está todo lo que conocemos de este extremo. El jefe de Ichimada, el oyabun del Taki-gumi, es Masashi Taki -señaló una foto en blanco y negro de un hombre de cara lobuna-. Es el más joven de los tres hermanos Taki. Su padre, Wataro Taki -señaló otra foto-, murió recientemente. Hay coincidencia general en que Wataro era el padrino de la Yakuza. Él sacó a sus miembros del oscuro mundo de gángsters y tahúres para llevarlos al legítimo, y no tan legítimo, campo de los grupos comerciales e industriales.
"Debo reconocer que, de todos los oyabun de la Yakuza, Wataro era con mucho el mejor. Estaba legítimamente en contra de la intromisión comunista en el Japón, y desde los disturbios de 1948 en los muelles de Kobe, instigados por los comunistas, su clan ha ayudado en numerosas ocasiones a la Policía.
Joñas señaló una tercera foto.
-Poco después de la muerte de Wataro, su hijo mayor, Hiroshi, resultó muerto en circunstancias sospechosas. Entre los rumores que corren hay uno según el cual Masashi ordenó el asesinato para poder ocupar el puesto de su padre. Otro rumor, más persistente, atribuye la muerte a alguien llamado Zero. Nadie sabe quién es Zero, sólo que es una especie de ronin, un guerrero sin amo que opera dentro de la esfera de la Yakuza, aunque aparentemente sin formar parte de ella y sin estar ligado por ninguna de sus reglas o leyes de giri. Hay, al parecer,'muchas historias sobre Zero. Tantas que es dudoso que todas ellas puedan ser verdaderas. No obstante, la Yakuza cree firmemente en ellas. Hasta los jefes de clan temen a Zero.
A la primera mención de Zero, Michael sintió un escalofrío a lo largo de su columna vertebral. Zero: la ausencia de ley; el lugar en que el Camino del guerrero carece de poder. No era extraño que la Yakuza temiese a este ronin; su nombre era adecuado.
Joñas dio un golpecito en el borde de la última foto.
-Eso deja a Joji, el hermano intermedio. Masashi ya lo ha expulsado del Taki-gumi. Podemos descartar a la hija adoptiva de Wataro, Michiko Yamamoto. Es mucho mayor que los hombres y hace años que no ha intervenido activamente en los asuntos del Taki-gumi. Tal vez tu padre supiera más que esto. No me sorprendería. Tuvo tratos con estas personas hace años, y, por lo que a los japoneses se refiere, con semejantes lazos y obligaciones, el tiempo no existe.
Joñas echó una gruesa carpeta sobre la mesa.
-Todo lo que necesitas está ahí dentro: billetes, pasaporte, vi- sado japonés, datos sobre Ichimada y el Taki-gumi, mapas de Maui. ¿Has estado alguna vez allí? ¿No? Bueno, es una verdadera delicia si se lo compara con algunos otros lugares. Bastante cómoda, vir-tualmente imposible perderse allí, salvo en el extremo agreste de la isla en torno a Hana. Pero tú vas a ir al otro extremo de la isla: a Kahakuloa. La zona es en extremo exuberante y montañosa, pero transitable.
"Encontrarás mapas de la fortaleza de Ichimada, detalles sobre su sistema de seguridad, el número de hombres que tiene a su servicio y cosas parecidas. Puedes confiar plenamente en la información. Pero será cosa tuya decidir cómo te introduces allí. No cuentes con que él te invite. Y aproximarte a él cuando está fuera es demasiado peligroso. Todos sus hombres van armados, y no les asusta disparar primero. ¿De acuerdo? Michael asintió.
-En el aeropuerto de Kahului te estará esperando un coche. Tu habitación de hotel está ya pagada. Tienes aquí cinco mil dólares, pero se ha abierto una cuenta a tu nombre en el "Banco Daiwo", en Kahului, por si necesitas más. Michael levantó el paquete.
-Habías dicho algo sobre un pasaporte y un visado japonés -observó.
Joñas soltó un gruñido.
-No he estado leyendo tus hojas de té, si es eso lo que piensas. Es sólo que me gusta tener cubiertas todas las bases.
-Bien -dijo Michael-, si voy a Japón, investigaré acerca de Yamamoto y sus asociados comerciales. Todavía tengo muchos amigos por allí.
Joñas levantó las manos.
-No me hagas ningún favor, Michael. Te lo ruego. Vas a estar completamente ocupado buscando al asesino de tu padre y al secuestrador de Audrey. El área de actuación de tu padre, el campo de la Yakuza, es ahora tu territorio. Acostúmbrate a él y aférrate a él. ¿De acuerdo?
Michael había reanudado el estudio del poema de muerte que había escrito su padre.
-Quizá me he precipitado -dijo-. Quizás esto sea realmente un acertijo, una especie de prueba a que me está sometiendo mi padre.
Cerró los ojos. Algo se iluminó en su mente, algo que Audrey le había hecho recordar aquella noche de reminiscencias.
-Hay una cosa. Cuando Audrey y yo éramos pequeños, fuimos sorprendidos por una tormenta de nieve, nieve que cae. Yo construí un refugio con la nieve. Audrey quería echar a correr, pero yo se lo impedí. La obligué a meterse en el refugio y allí estuvimos acurrucados hasta que papá nos encontró. Después dijo que aquel refugio nos salvó la vida.
-Sí -dijo Joñas-. Recuerdo que me contó cómo os llevó a casa. Estaba orgulloso de ti, hijo -se encogió de hombros-. Pero no veo qué tiene eso que ver con este poema.
-Eso es. Nieve que cae. No puedo explicar... llaman las garzas compañeras. -Michael levantó bruscamente la cabeza-. ¡Eso es! ¡Tiene que ser!
-¿Qué?
-Las garzas no llaman a sus compañeras -dijo excitadamente Michael-. Llaman a sus familias.
-¿Sí? -Joñas seguía sin comprender.
Yo gritaba y gritaba, Mike -dijo Audrey-. Creía que papá me oiría desde el albergue. ¿Te acuerdas? Michael se acordaba.
Golpeó la carta con el dedo.
-¡Ésto es sólo la mitad! -exclamó-. Cualquier cosa que sea lo que haya aquí, cualquiera que sea la pista que hay para mí, es sólo parte del mensaje que papá me dejó.
Joñas extendió las manos.
-¿Y dónde demonios está la otra mitad?
-Audrey la tiene.
-¿Qué? -Joñas casi saltó de la silla-. ¿De qué diablos estás hablando?
-¿No comprendes, tío Sammy? Nosotros somos las garzas. Audrey y yo. Llamándonos el uno al otro.
-Ño entiendo.
-Ella me dijo que papá le mandó una postal.
-Mira, hijo, mis hombres registraron la casa de arriba abajo. No había nada reciente de tu padre.
Michael miró fijamente a Joñas.
-Entonces, la lleva ella encima -dijo-. ¿No comprendes, Joñas? Podría ser por esto por lo que han secuestrado a Audrey. Para obtener la información que mi padre le envió.
Joñas no dijo nada.
Michael bajó la vista hacia la carta de su padre y se preguntó si la habría leído alguien más.
-¿Tío Sammy?
-Estamos barajando muchos condicionales. Pero es posible -admitió finalmente Joñas.
-¿Quién podría haber interceptado esta carta? -preguntó Michael.
Joñas meneó la cabeza.
-Cualquiera. Pero realmente no sabemos si alguien lo hizo.
-¡Maldita sea! -exclamó Michael-. Dame una explicación mejor.
Joñas miró inexpresivamente a Michael.
-Comprendo tu frustración, hijo. Y no, en estos momentos no tengo la menor idea de por qué han secuestrado a tu hermana o-tamborileó con las yemas de los dedos sobre la mesa-. Por ahora, más vale que demos por supuesto lo peor. El hecho es que Audrey se encuentra en gravísimo peligro. Tenemos que dar por supuesto también que hay un límite de tiempo muy estricto. Si quienquiera que la haya secuestrado sabe que ella tiene una información que Philip le hizo llegar de alguna manera -miró a Michael-. Naturalmente, el corolario de esa hipótesis es que luego vendrán a por ti.
-Tenemos que salvarla -dijo Michael-. Además, sé que hasta que lo hagamos nunca podré entender el mensaje que mi padre me dejó.
Joñas se volvió para mirar por la ventana. El sol poniente lanzaba profundas flechas de oro que penetraban oblicuamente en el despacho. Al fin, dijo:
-Sigue tus instintos, hijo. En estos momento parecen ser nuestra mejor, yo diría, única, arma.
Michael se puso de pie.
-Una cosa más -dijo Joñas-. No subestimes a ese Ichimada, ni a ningún otro miembro de la Yakuza con que te topes. Son duros, y no tienen el menor escrúpulo en eliminar una vida humana. Vigila tu espalda desde el momento mismo en que bajes del avión. Los hombres de Ichimada controlan las idas y venidas de todo el mundo.
-A propósito, encontrarás una "Beretta" en la guantera del jeep.
-No quiero pistola -dijo Michael.
-Michael, no puedes ir por ahí desarmado.
-Consigúeme una katana, entonces. Una buena.
-No puedo prometer que sea tan buena como la que te dio tu padre.
-Eso sería imposible -respondió Michael-. Pero haz lo que puedas.
Joñas vaciló y, luego, asintió.
-Te estaré esperando.
Dirigió a Michael una rápida sonrisa y se levantó. Le tendió la mano y, mientras Michael se la estrechaba, dijo:
-Buena suerte, hijo.
-Puedo verte.
Chasquidos de agua.
-Soy el único que puede.
Chasquidos en los pilotes.
Masashi sonriendo en la oscuridad, a las sombras.
-Yo soy el único que sabe quién eres, Zero.
A sus espaldas, el río Sumida latía con el tránsito constante de embarcaciones de todo tipo. Crujían los viejos pilotes; chillaban las ratas, corriendo como acróbatas a lo largo de las guindalezas.
-Mi Zero.
Se echó a reír. Pasó una canoa, proyectando brillantes chispas de luz por entre los pilotes y sobre el lugar de su reunión. Pareció iluminar la cruel expresión de Masashi. Al cabo de un momento, retornó la oscuridad, y Masashi percibió el movimiento. Sacó el tanto, la daga japonesa, de la vaina que llevaba oculta en la cintura.
Pudo ver a Zero moviéndose y volvió en esa dirección la punta de su arma. Antes de poder reaccionar a su error, sintió un paralizante golpe en la mano izquierda, de tal modo que el tanto cayó a sus pies sobre los podridos maderos.
Brilló la afilada hoja de una kaíana.
-¿Quieres matarme ahora? -preguntó Masashi-. Bien, adelante. ¿Imaginas que te tengo miedo?
Y luego la katana estaba avanzando hacia su garganta. Masashi, manteniéndose firme, juntó con fuerza las manos. La hoja quedó sujeta entre las palmas. Forcejearon durante unos momentos, intentando cada uno de ellos que el otro soltara su presa. Aun cuando la ventaja estaba de parte de Zero, la hoja se hallaba entre las poderosas manos de Masashi.
Masashi escupió.
-El miedo es para otros, Zero. Tú sabes lo que sucederá si me hieres... o intentas anularme de cualquier manera. Lo he dejado bien claro, ¿no?
Masashi se relajó y soltó la hoja. Un momento después, Zero se la había entregado. Fue la coacción, no la fuerza ni la estrategia, lo que decidió esta lucha. Masashi levantó en alto la katana para que recibiese uno de los dardos de luz. De este modo, la espada parecía que estuviese taladrando la oscuridad. La plata y el oro labrados de su guarnición, centellearon como un puñado de estrellas en su cerrado mundo.
La legendaria espada del príncipe Yamato Takeru, símbolo del Jibán, alma del Japón.
-La has devuelto -dijo Masashi.
Zero desvió los ojos para no ver la expresión de absoluta avaricia que se dibujó en el rostro de Masashi. -No me dejaste otra opción.
Masashi apartó la vista de la reluciente espada. Asintió con la cabeza.
-Sí, es cierto. Las llamadas llegan regularmente. Michiko te mantiene informado. Habla con la niña todos los días. "Estoy viva y bien", dice la vocecita, o algo parecido. Así que Michiko sabe. La niña está perfectamente. Mientras hagas todo lo que yo digo. Ése es nuestro acuerdo, ¿no? Y así seguirá siendo hasta que dejes de serme útil, hasta que no tenga nada más que temer de Michiko. Masashi movió la cabeza.
-Hay una lección que aprender en todo esto, mi querido Zero. El poder es efímero, fugaz. Michiko fue siempre temida en los círculos de la Yakuza, casi tanto como mi padre. Tanto como lo eres tú.
-Yo soy temido -dijo Zero- porque Waaro Taki me utilizaba para mantener a raya a las otras familias de la Yakuza.
-Mi padre te utilizaba para infundir miedo en los corazones de sus enemigos. Te utilizaba para paralizarlos. Nada más justo que yo, que he heredado el puesto de mi padre en el Taki-gumi, haya heredado también sus habilidades.
-¡Cómo ha cambiado el Taki-gumi desde la muerte de Wataro! -exclamó Zero-. Con tu tremenda ambición y tu codicia. Tú estás destruyendo a la familia, y todo lo que tu padre construyó.
-Mi padre vivía en el pasado -dijo Masashi-. Su tiempo había pasado; era demasiado obstinado para verlo. Su muerte fue una misericordiosa bendición para todos nosotros.
-No fue ni misericordiosa ni bendición -repuso Zero, con suavidad-. Tu padre murió en medio de grandes dolores. Su muerte sólo benefició a quienes están llenos de una perversa venalidad. Tú y Kozo Shiina. Es Shiina, enemigo de tu padre durante décadas, quien reirá el último. El Taki-gumi no tardará en disgregarse a consecuencia de la codicia y de la avaricia ciega. Los lugartenientes no pueden sino imitar a su oyabun. Lucharán los unos contra los otros para disputarse poder y territorio, tal como luchasteis tú y tus hermanos. Harán a la familia, y a todas las demás familias, que antes se veían contenidas por la fuerza de la voluntad de Wataro, vulnerables.
-Una lectura fantástica, y totalmente inexacta, del futuro. -Masashi se encogió de hombros-. Pero, en el supuesto de que haya una brizna de verdad en lo que dices, siempre te tengo a ti, Zero. Quienquiera que desafíe mi voluntad será destruido.
-Eso es lo que le sucedió a Hiroshi, ¿verdad? -dijo Zero-.
Yo no tuve ninguna intervención en la horrible muerte de Hiroshi, pero apuesto a que tú, sí. ¿Fue Ude, tu verdugo, quien asesinó al pobre Hiroshi? Hiroshi era el hijo mayor, el elegido por Wataro para sucederle, para convertirse en el nuevo oyabun del Taki-gumi. Hiroshi era demasiado fuerte como para que tú le expulsaras, como hiciste con tu otro hermano, Joji. Hiroshi era un hombre de gran voluntad y muy popular entre los lugartenientes. De haber vivido, hubiera controlado el futuro del Taki-gumi y conservado la familia tal como Wataro la había deseado. Por consiguiente, Hiroshi tenia que ser eliminado.
-Mi hermano está muerto -dijo rápidamente Masashi-. ¿Qué importa la forma de su fallecimiento?
-Es dónde se seca la sangre lo que a mí me importa.
-Eso tiene gracia -dijo Masashi, sin parecer en absoluto regocijado-, teniendo en cuenta lo que tú haces para ganarte la vida.
-Yo no hago nada para ganarme la vida -respondió enigmáticamente Zero-. Porque estoy vivo. Ahora, no. No desde tu ascensión. No desde que tú me arrebataste lo que es más precioso para mí.
La oscura figura se apartó ligeramente de Masashi.
-En otro tiempo -continuó Zero-, yo era una extensión de la voluntad de Wataro Taki. Wataro era un gran hombre. Utilizaba la Yakuza como nadie lo había hecho. Sí, obtenía beneficios enormes del ejercicio de actividades ilegales. Pero nunca se cebaba en los débiles y desvalidos como hacen otros oyabun de la manera más natural. Y entregaba gran parte de sus beneficios a los necesitados de distintas comunidades de todo Tokio. Él creía en el hombre corriente, y hacía todo cuanto estaba en su considerable alcance para ayudar a esas gentes.
"Por eso fue por lo que rechazó tu petición de que el Taki-gumi participara en el negocio de la droga. Las drogas destruyen la vida. Wataro amaba demasiado la vida.
-Estoy harto de oír lo gran hombre que era mi padre -dijo Masashi-. Él está muerto, y yo soy el oyabun ahora. Mostraré a todos los que tanto veneran al dios Wataro cuál es el verdadero significado de la grandeza. Él volvió la espalda a los enormes beneficios que el tráfico de droga, y sólo el tráfico de droga, reportaría. Ahora yo voy a convertir en realidad esos beneficios. Muy pronto, el Taki-gumi poseerá una riqueza superior a cuanto hubiera podido imaginar el dios mi padre, Wataro Taki.
"Me estoy disponiendo a conducir a todo el Japón a una nueva era, de tal modo que todos los seres humanos de la Tierra volverán al fin su rostro hacia el País del Sol Naciente.
-Estás loco -dijo Zero-. No eres más que el jefe de una familia criminal.
-¡Insecto insignificante! -exclamó desdeñosamente Masashi-. ¡Qué poco sabes de las inmensas reservas de riquezas e influencia que estoy amasando ya!
-Tú traerás la destrucción final de lo único que significaba para tu padre más que ninguna otra cosa: el Taki-gumi.
-¡Cierra la boca! -gruñó Masashi-. Yo te diré cuándo debes hablar, lo mismo que te digo adonde y cuándo debes ir. ¿Por qué no pude ponerme en contacto contigo la semana pasada? -No estaba disponible.
-¡Eso no es lo que acordamos! -gritó Masashi-. Debes estar disponible para mí de día y de noche. Continuamente. ¿Dónde estuviste?
-Estuve..., indispuesto.
-Veo que te has recuperado. -Masashi clavó la vista en la dirección en que estaba Zero-. Bien, no importa -dijo, con tono más tranquilo-. Ha llegado a mi conocimiento que Michael Doss se dirige a Hawai. A Maui, para ser exactos.
-¿Por qué habría de importarnos eso a nosotros? -preguntó Zero.
-Interceptamos una carta que Philip Doss envió a su hijo -respondió Masashi-. Era muy conmovedora, una especie de transmisión de la antorcha. Nuestro buen karma. Dejé que la carta llegara a su destino porque nada podía ser mejor que el mismo hijo de Philip Doss entrara en esto. Tú nos has devuelto la katana, pero el documento Katei sigue sin aparecer. Aunque Philip Doss ha muerto, estoy seguro de que su hijo nos llevará hasta el documento. Es el corazón mismo del Jibán, ya que en él se detalla tanto su estrategia como las redes de su poder, extendidas sobre todos los sectores comerciales, burocráticos y gubernamentales japoneses.
Sonó la bocina de una barcaza, y, por un momento, el compartimento en que se encontraban, angosto como un ataúd, se inundó de haces de luz escrutadora, Zero se hundió aún más en las sombras. Cuando el sonido de los motores se hubo desvanecido suficientemente, Masashi continuó:
-De modo que tu presa es ahora Michael Doss. No quiero que te dediques a ninguna otra cosa hasta que este asunto quede resuelto. Como mucho, no tardará más de dos semanas. Mis planes son perentorios e inmodificables. Zero guardó silencio. -¿Y bien? -preguntó Masashi. -Haré lo que pides.
Masashi sonrió por fin. -Claro que lo harás.
Fat Boy Ichimada se sentía sofocado por el calor. Aquello era como la jungla. O como el Japón en agosto. Los árboles impedían el paso de toda brisa procedente del océano. Estas agrestes montañas de Kahakuloa en las que había elegido trabajar, tenían sus inconvenientes. Pero esos mismos inconvenientes, pensó Fat Boy Ichimada, eran parte de la razón por la que rara vez su soledad se veía rota.
En días asfixiantes como éste, era importante recordarse a sí mismo todos los aspectos positivos de ese trabajo. Como la casita que se había construido en Hana, al otro extremo de la isla, apartada de todo y de todos. Cuando las presiones de su mundo se hacían abrumadoras, cogía su helicóptero y volaba hasta Hana. Su escondite. Pocas personas conocían la existencia de la casa. Wataro Taki, oyabun de Ichimada, había sido una de ellas. Pero Wataro estaba muerto. Ahora, sólo los dos hawaianos que Fat Boy había contratado para que encontrasen el documento Katei conocían su existencia, ya que él mismo se había cansado de vigilar personalmente la casa. Ciertamente, no quería que nadie de su clan conociese su paradero.
No había sido idea de Fat Boy Ichimada ir a Hawai. Otros mucho más inexpertos que él quizá lo hubieran visto de otro modo, considerándose afortunados por tener un empleo, por hallarse en situación de convertirse en figura destacada de las Islas.
Pero Ichimada estaba de vuelta de todo eso. Ser figura destacada en lo que él consideraba el culo del mundo no era ningún honor.
No era que Ichimada tuviese nada contra Hawai. Después de todo, hacía siete años que estaba allí. Pero en la Yakuza, todo lo que no fuese Japón era como si no existiera. Dijeran lo que dijesen, en Japón era donde residía el verdadero poder.
En otro tiempo, Fat Boy Ichimada había sido un privilegiado lugarteniente del Taki-gumi. Wataro Taki había visto su valentía y su lealtad y le había recompensado. Luego, Masashi empezó a adquirir importancia. Masashi se había encargado de que fuera quitado de en medio todo el que tuviera alguna porción de poder. Salvo en el caso de Ichimada, no había sido tan fácil. Masashi había urdido acusaciones contra Fat Boy. Eran totalmente falsas, pero las pruebas fraguadas por Masashi habían sido encontradas en la casa de Ichimada.
A Fat Boy Ichimada le faltaba el dedo meñique de la mano derecha. Según sospechaba, todavía se hallaba dentro de un frasco de formol en la mansión Taki. Fat Boy Ichimada había cogido un cuchillo y, como expiación por un pecado que no había cometido, un pecado creado por Masashi, se había cortado el dedo.
Estaba entonces sentado a la mesa enfrente de Wataro Taki. En Tokio, hacía siete años. Con una inclinación de cabeza, había envuelto el dedo en un paño blanco y lo había pasado sobre la mesa. Con una inclinación de cabeza, Wataro Taki había aceptado el presente.
Ser desterrado de Japón a Hawai fue la otra parte de su expiación.
Hoy en día, pensaba Fat Boy Ichimada, la nueva Yakuza pedía una inyección de anestesia antes de aplicarse un cuchillo en la carne. Pero Ichimada era de la vieja escuela. Honor y giri, la carga más dura de llevar, eran sus consignas. Después de todo, era el giri lo que le había llevado a cortarse el dedo. Había hecho lo que Wataro Taki, su oyabun, le había pedido. Ahora que Masashi era oyabun del Taki-gumi, Ichimada no sentía ya ninguna obligación hacia su jefe. Todo lo contrario en realidad. Su corazón ardía en ansias de venganza, y los años no habían enfriado en absoluto ese ardor.
Por consiguiente, cuando Masashi indicó a Ichimada que un americano llamado Philip Doss estaba en Maui llevando algo que pertenecía a Masashi, que éste quería recuperarlo y que Ichimada debía utilizar cualquier medio que fuese necesario para obtenerlo, Fat Boy había trazado sus propios planes; se había apresurado a obedecer. Pero para sus propios fines, no para los de Masashi. Masashi habla dejado bien claro que el documento Katei era de un valor inestimable. Ichimada no tenía ni idea del contenido del documento, pero estaba seguro de que, si llegaba a poseerlo, podría comprar con él su salida de Hawai, su regreso al Japón. Masashi estaba tan resuelto a recuperar el documento Katei que Fat Boy tenía la seguridad de que, como agradecimiento por su devolución, le encomendarían la jefatura de una subfamilia propia. Ése había sido el plan de Fat Boy Ichimada. De ahí el uso de los dos hawaianos. Su misión era entregarle a Ichimada el documento Katei y el propio Philip Doss.
En lugar de ello, Philip Doss se había estrellado y había muerto carbonizado. Pero no antes de haber telefoneado a Ichimada. "Sé quién eres -había dicho Philip Doss-. Y sé dónde están tus lealtades. Sé que harás lo que es justo. Tú y yo amábamos a Wataro Taki, ¿verdad? Si todavía eres leal a las viejas costumbres, encontrarás a mi hijo. Pregúntale si se acuerda del shintai. He dejado una llave a su nombre, Michael Doss, en poder del conserje del "Hyat", en Kaamapali. Con ella, podrá abrir una gaveta numerada en la consigna del aeropuerto.”
"¿Qué? -había dicho Fat Boy, estupefacto al oír al hombre que era la presa que él perseguía-. ¿De qué está hablando?" Pero la comunicación había quedado cortada al otro extremo de la línea.
Desde aquella llamada, Fat Boy Ichimada no había hecho más que preguntarse qué habría en la gaveta del aeropuerto. Entretanto, Masashi le había telefoneado para decirle que fuese a esperar a Ude. La noticia había suscitado el pánico de Fat Boy, y había enviado a los dos hawaianos a recoger la llave y traerle el contenido de la gaveta. ¿Qué había en ella? ¿El documento Katei? ¿Y cuál era el significado del shintai?
Al mismo tiempo, había ido al aeropuerto para recoger a Ude. Ude estaba sobre la pista de Philip Doss. Y, con él, un puño helado oprimía el corazón de Fat Boy Ichimada. Fat Boy estaba seguro de que Ude no había ido sólo a recuperar el documento Katei. Masashi disponía de muchas otras personas a las que podría haber enviado para eso. Ude era el verdugo de Masashi. Eso sembraba la sospecha en la mente de Fat Boy: ¿habían hablado sus dos hawaianos? Había sido un necio al confiar en ellos. Pero no había tenido alternativa. Si quería tener alguna probabilidad de escapar de esta paradisíaca prisión, debía apoderarse del documento Katei. En cuanto se viese libre de Ude, tendría que encontrar a los hawaianos y castigarles.
Ahora, pensó, tendría que tratar con Ude. El problema, tal como Fat Boy Ichimada lo veía, radicaba no tanto en cómo conservar la posesión del documento Katei, en cuya busca había enviado a los dos hawaianos, sino en cómo permanecer vivo el tiempo suficiente para hacer uso de él.
Ude era un miembro de la nueva casta. En Tokio, sin duda, frecuentaría el "Wave" o el "Axis" en Roppongi, comería en "Aux Six Arbres", vestiría trajes de Issey Miyaki. Trataría de ligar con las rubias gaijin que se atiborraban de hamburguesas y patatas fritas.
Como todos los de su especie, pensó Fat Boy mientras le miraba, Ude llevaba sus deseos en el rostro. Como un occidental.
Fat Boy Ichimada se dijo a sí mismo que no sentía miedo de Ude. ¿Por qué habría de sentirlo? Ude consumía drogas, y eso le hacía un negligente. Fat Boy sabía que la clave consistía en no precipitarse. Eso era lo que Ude intentaría obligarle a hacer.
Ahora, Ude y Fat Boy estaban en el prado inferior de la propiedad de Fat Boy Ichimada; lindaba con un terreno que durante décadas había sido rancho de ganado. Abundaban los caballos, las vacas y las moscas, y no mucho más. Ude caminó a lo largo de los acantilados y, luego, regresó a los terrenos de pastos. Fat Boy resoplaba a su lado, siempre uno o dos pasos por detrás, tratando de alcanzarle. Fat Boy prefería que Ude le considerase un estúpido gordo. Cuanto menos creyera Ude que debía vigilar a Fat Boy, mejor.
Ude caminaba a grandes zancadas por entre las reses que pastaban. Los enormes ojos pardos de éstas le miraban con bovina somnolencia, mientras espantaban los tábanos con el rabo. La mirada de Ude no se centraba en el espectacular paisaje ni en sus bucólicos habitantes, sino que miraba el terreno por el que andaba...
Pasó por encima de las plastas humeantes y relucientes como gachas. Habían sido excretadas hacía demasiado poco. Pasó también de largo ante las resquebrajadas y oscurecidas por el tiempo, medio desintegradas en la hierba. Lo que estaba buscando eran boñigas de superficie endurecida, pero aún plenas de elementos nutritivos, la fértil materia en que se creaba el hongo. No cualquier hongo. El hongo. El que, cuando Ude lo comía, pintaba el firmamento de rojo y de naranja y volvía del revés el Universo.
Los hongos eran el objeto de la peregrinación de Ude al prado de la finca de Fat Boy Ichimada: esbeltos tallos blancos con cabezas como botones, ligeramente parduscos y agrupados en pequeñas aglomeraciones.
Cuando encontró lo que buscaba, se arrodilló y, utilizando una navaja, cortó los hogos. Con sumo cuidado, circuncidó los sépticos botones. Luego, se los metió en la boca y, levantándose, masticó con aire reflexivo.
Al cabo de unos instantes, sintió que comenzaban los primeros cambios. Notaba el bombear de su sangre a lo largo de las venas y las arterias. Una vibración en su bajo vientre, los delicados dedos de una geisha pulsando las cuerdas de un satnisen. El tiempo impulsado a través del Tercer Ojo.
Mientras caminaba, empezó a canturrear "Sayonara Ningún Océano", una melodía popular de hacía más de un año que se le había quedado en la cabeza. Las notas que emitía giraban en el aire como nubéculas formadas por el aliento en una fría mañana. Disipadas, extinguiéndose una a una, las vibraciones estallaban como una fila de copas de cristal cayendo sobre un suelo de baldosas.
Le cubría la luz del sol, una sustancia viscosa que se adhería a él en blandos glóbulos, calentándole la carne. Meneó la cabeza y se quitó la camisa negra que llevaba.
Fénix dobles, azules, verdes y negros, se alzaban sobre un lecho de llamas carmesíes. Con las alas extendidas, sus largos y poderosos cuellos se retorcían al mirarse unos a otros a la cara. Bajo la hoguera que los había engendrado, una gruesa serpiente se enroscaba y deslizaba por entre rocas y follaje. Sus mandíbulas de afilados colmillos, abiertas de par en par, su enjoyado ojo omnisciente, su bífida lengua preguntando eternamente.
Con el torso desnudo, los irezumi de Ude -los tradicionales tatuajes de la Yakuza- ondulaban y danzaban concertadamente con su musculatura. Los músculos le hacían pensar invariablemente en Masashi Taki. Masashi era un fanático de la forma física. A menudo, él y Ude hacían ejercicio juntos, hora tras hora, hasta que incluso a Ude le dolía el cuerpo, soberbiamente vigorizado. Era en esas ocasiones cuando Masashi infundía temor a Ude. Justamente a él, que no temía a nadie.
Ude permanecía de pie, exhausto, viendo cómo Masashi continuaba su esforzado entrenamiento, corriéndole el sudor por la reluciente piel, y Ude se encontraba a sí mismo pensando: "No es humano. Tiene más resistencia que una docena de hombres.”
Finalmente, cuando Masashi terminaba, se dirigían a las esterillas de dojo y tomaban unas espadas largas para que el oyabun pudiese practicar su kendo. Era todo lo que Ude podía hacer para mantenerse a su altura. La fuerza de Masashi parecía aumentar a cada momento. Era infatigable.
En el prado, la espuma del océano le corría a Ude por las comisuras de los labios. Ude se echó a reír al ver otro diluvio de espuma. Finalmente, reconoció las burbujas como palabras. Le estaba hablando a Fat Boy Ichimada.
-Ten en cuenta -advirtió Ude que estaba diciendo- que el documento Katei lo es todo.
-Yo sólo sé lo que Masashi me ha ordenado hacer -dijo Fat Boy Ichimada.
-Philip Doss estuvo aquí -continuó Ude, sin hacerle caso-. Philip Doss robó el documento Katei. Vino hasta aquí con la ayuda de alguien, ¿neh?, ya que se había perdido de vista en el Japón. Primero me da esquinazo y luego, aquí en Maui, es asesinado misteriosamente. No por mí. Ni por nadie que trabaje para Masashi Taki. ¿Por quién entonces, Ichimada? Tú conoces a todo el mundo. Mira -mostró a Fat Boy Ichimada la foto de Michael Doss-. ¿Le has visto? Éste es el hijo de Philip Doss, Michael. ¿Ha estado aquí?
-El hijo no está en Maui -dijo Fat Boy Ichimada, pensando en lo mucho que Michael se parecía al padre.
-¿No? ¿Estás seguro? Quizá Doss dio a su hijo el documento Katei para que lo custodiara.
-Este hombre no ha estado en las Islas.
Ude, con las pupilas negras dilatadas de una manera antinatural, rió cruelmente.
-Quizás es que ya no puedes manejar una situación como ésta -dirigió a Fat Boy Ichimada una aviesa sonrisa-. Incompetencia..., ése es el verdadero motivo por el que te enviaron aquí, ¿no es verdad?
-Llevas aquí un día -dijo Fat Boy Ichimada- y te crees que lo sabes todo.
Pero se sentía herido. No le gustaba que le recordaran por qué había sido expulsado del Japón.
-Siete años -dijo burlonamente Ude-. Si yo llevara aquí siete años, habría formado un clan capaz de hacer palidecer a los muchachos del Japón. Incluso habría pensado en guardarme para mí solo una fortuna como la que representa el documento Katei. -Su sonrisa era tan amplia que resultaba ofensiva-. Pero tú eres demasiado estúpido para haber pensado jamás en eso, ¿verdad, Ichimada?
Fat Boy Ichimada no dijo nada. Sabía que Ude estaba tratando de inducirle a una confesión de culpabilidad. Masashi podría sospechar por la información de los hawaianos lo que él estaba planeando. Pero, sin pruebas, no podía hacer nada. Por el momento, las apariencias protegían a Ichimada. Masashi necesitaba una razón para expulsarle de su puesto en Hawai. Por eso era por lo que Ude estaba allí: para encontrar esa razón. Masashi sabía que iba a ser difícil, por eso enviaba a Ude para hacerle morder el cebo a Fat Boy. Si los insultos de Ude resultaban suficientes para que Fat Boy reaccionara con violencia, entonces Ude podría matarle con total impunidad. Ningún miembro de la familia de Ichimada en las Islas protestaría. Por consiguiente, Fat Boy decidió conservar la calma.
-No te censuro por no hablar de ello -continuó Ude-. Ciertamente, yo tampoco lo haría. Ya ves, la diferencia entre nosotros consiste en que yo habría sacado partido al hecho de estar en el exilio. Me vería libre del dominio de Tokio. Ésta es la tierra de la abundancia. Los Estados Unidos. No conocen nuestros objetivos. Un territorio rico y virgen. Maduro para la recolección. Un hombre puede labrarse una reputación aquí, además de amasar una fortuna.
El rostro de Ude adquirió una expresión impenetrable. -Tú conociste a Philip Doss en los viejos tiempos, ¿neh? -Los dos conocíamos a Wataro Taki -respondió Fat Boy Ichimada, pensando que ése era el motivo por el cual Masashi había enviado a Ude para que le presionara. Sospecha que Philip trató de ponerse en contacto conmigo, pensó. Debo tener mucho cuidado.
Para Ude, el mundo flotaba en un océano de color, iluminado por destellos de naturaleza asombrosa.
-Quiero el documento Katei -dijo Ude, concentrándose-. Masashi Taki te ordenó apoderarte de él. Si no me lo entregas, debo suponer que lo estás manteniendo fuera de mi alcance.
Ichimada tenía una respuesta para eso.
-Yo soy leal al Taki-gumi. Masashi no tiene que temer nada en ese aspecto. En cuanto al paradero del documento Katei, estoy trabajando en ello en estos momentos. He estado en ello desde la muerte de Philip Doss. Él no llevaba el documento cuando murió quemado. Estoy comprobando todos los lugares en que estuvo durante su permanencia en la isla.
Fat Boy sintió el enloquecedor cosquilleo de un reguero de sudor que le resbalaba por la sien. Ude lo escrutó con el intenso interés que un coleccionista de mariposas dedica a un ejemplar exótico.
-¿Tú? -exclamó Ude, examinando las gotitas de sudor-. ¿Tú estás manejando esto personalmente?
-Desde luego -respondió Fat Boy, tratando de mantenerse un paso mental por delante, preguntándose si Ude estaría enterado de la existencia de los dos hawaianos. ¿Sería una trampa, después de todo, la pregunta de Ude?-. Yo no confiaría a nadie un asunto tan delicado.
-Tienes fama de no mancharte tus gordezuelos dedos. -Ude echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada-. A propósito, he visto tu dedo. Estaba en un frasco lleno de un líquido oscuro.
-Giri -dijo Fat Boy, haciendo un esfuerzo por conservar la calma-. Pero ése es un concepto que los japoneses como tú ya no entienden, ¿neh?
Los ojos de Ude adquirieron súbitamente una expresión feroz.
-Se me ha concedido autonomía absoluta para resolver este asunto del modo que prefiera -soltó una risita-. Si no me entregas el documento Katei antes de cuarenta y ocho horas, Ichimada, morirás.
Fat Boy Ichimada miró a Ude como si estuviera loco.
-Te aconsejo que hagas lo que tengas que hacer. -Ude ladeó la cabeza, haciendo como si escuchara algo-. ¿Oyes eso? Es el sonido de tu vida que se escapa.
Fat Boy Ichimada escuchó la enloquecida carcajada y sus dientes rechinaron con furia contenida.
"A Bas" estaba iluminado con luces de neón doradas y verdes. -Es como estar en una pecera -dijo Joji Taki.
-La noche tiene mil ojos -dijo Shozo, recordando una frase de una vieja película americana-, y cada uno de ellos está aquí.
El club nocturno estaba decorado en un estilo que sólo podría describirse como minimalista chic. Al final de unas empinadas escaleras que descendían desde una calle llena de gente, relucientes mesas y sillas de color gris y negro aparecían esparcidas sobre un suelo que parecía rielar con diminutas luces. Asombrosamente, parecía haber aquí una multitud no menor que en los pisos superiores. El club nocturno tenía varios niveles, conectados por escaleras de acrílico con tubos de neón empotrados que se retorcían como serpientes futuristas.
Las paredes eran una serie de gruesas gavillas, acústicamente dispuestas, cubiertas con un material tejido que no era ni gris ni marrón sino una mezcla de ambos. Se alzaban en filas separadas hacia un techo lleno de un firmamento de andamiaje metálico, iluminado por una serie de ramilletes de focos, todos los cuales se hallaban en constante movimiento. El resultado no era distinto a estar dentro de un estómago durante el proceso de digestión.
La sugerencia estaba bien fundada. Las chicas que circulaban por los estrechos pasillos existentes entre las mesas, hacían fulgurar su semidesnudez de la misma sistemática manera que los costillares de buey están colgados en un matadero.
El hecho de que esta clase de sexualidad mecánica atrajese a tantos hombres había dejado de asombrar a Joji hacía muchos años. Quizá fuera un axioma de la vida moderna el que la sexualidad mecánica era mejor que la ausencia de sexualidad.
Pensó brevemente en Kiko, esperando su regreso con la paciencia de Buda. Luego, tras haberse permitido este pequeño deleite, dedicó toda su atención a la entrevista en perspectiva.
Masashi había entrado en "A Bas". Se hallaba en el umbral de la puerta, observando la escena por trechos. Éste era el estilo de Masashi. Cuando entraba en algún sitio, se detenía en la puerta. No entraba del todo hasta tener en su mente una imagen clara del lugar.
Vestía traje negro a rayas, camisa gris perla y corbata de seda blanca. Llevaba gemelos de oro y un grueso anillo también de oro en el dedo anular.
El hombre que había entrado con él, un Yakuza más viejo, de mirada inteligente, era desconocido para Joji.
Masashi vio a Joji y Shozo y se dirigió lentamente hacia ellos. Su acompañante se quedó, Joji estaba seguro que con toda deliberación, donde estaba, al lado de la puerta. Esto servía a manera de advertencia a Joji. Una silenciosa reprensión por cuanto que Masashi quería que la entrevista fuese exclusivamente entre jefes.
Los dos hombres hicieron el saludo ritual, inclinándose el uno frente al otro. Joji despidió a Shozo. Encargaron bebidas.
En el pequeño escenario, un joven japonés con gafas de sol cantaba una canción popular de moda, a los sones de un acompañamiento previamente grabado, que brotaba de una hilera de altavoces suspendidos del techo. La luz brincaba y centelleaba. Los reflejos en los ahumados cristales resultaban deslumbrantes.
-Yo admito la puntualidad por encima de todas las demás virtudes -dijo Masashi-. Un hombre puntual es un hombre en quien se puede confiar.
Regresó la camarera, que sirvió las bebidas. Desde todos los lados, hombres japoneses, con el mismo traje y las mismas gafas de sol que el cantante, devoraban con los ojos cada centímetro de piel que la muchacha tenía al descubierto.
-Pedí esta entrevista -continuó Masashi- porque, después de que abandonaras el Taki-gumi, se me ocurrió que quizá había sido injusto contigo.
Masashi tomó un largo trago de su whisky "Suntori". Habiendo sido reconocidos como miembros de la Yakuza, se les habían servido a Masashi y Joji bebidas fuertes, en lugar de las habituales bebidas aguadas.
-Quiero que desaparezca cualquier malentendido que pueda haber entre nosotros -dijo Masashi-. Mi deseo es que el Taki-gumi conserve su posición de preeminencia. Estoy dispuesto a hacer todo lo que sea preciso para que eso ocurra.
-Aprecio tu sinceridad -dijo Joji, relajándose-. También yo acogería con agrado una solución equitativa a nuestras diferencias. No existe ninguna razón para que haya tensiones entre nosotros.
-Excelente -dijo Masashi-. Hay mucho dinero a ganar... Por nosotros -añadió, levantando su vaso.
-Oh, sí -dijo Joji-. El resentimiento es para hombres sin honor. Hombres que pertenecen a otro mundo distinto e inferior al nuestro, ¿neh? -rió, inmensamente aliviado, mientras entrechocaba su vaso con el de Masashi.
-Pertenecemos a una estirpe extraña, Joji-san -dijo expansivamente Masashi-. Nuestro padre era un simple cultivador de naranjas. Era un paria, un elemento marginal a quien la sociedad ni quería ni podía tolerar. Sin embargo, aquí estamos. Poseemos, ganamos y controlamos más que el noventa por ciento de la población del Japón. Nos entrevistamos regularmente con los presidentes de las empresas más importantes, con altos viceministros..., en ocasiones incluso con miembros del Gobierno.
"Pero ¿de qué nos sirve todo esto? Aquí estamos comprimidos en centímetros de espacio. En los Estados Unidos, el más pobre miembro de la clase media puede comprar a precio módico una casa con un acre de terreno. ¡Un acre, Joji-san! ¿Puedes imaginar semejante cosa? ¿Cuántas viviendas construiríamos aquí en un acre de terreno? ¿Cuántas familias ocuparían ese espacio? Te aseguro que ya no importa cuánto dinero tenga uno en el Japón. Todos somos humillados por nuestra propia falta de espacio. Vivimos como insectos, trepando continuamente unos sobre otros.
La ira que latía en la voz, cada vez más elevada, de Masashi intrigaba a Joji porque había un elemento extraño en ella. Joji había estado escuchando con atención, no sólo lo que Masashi decía, sino también cómo lo decía. La amargura resultaba inconfundible, un corrosivo núcleo que iba más allá de la filosofía. Esa masoquista corriente subterránea de odio a sí mismo. Esto encajaba con los recuerdos que Joji tenía de su infancia, Masashi había sido el menor de los hermanos Taki. Siempre había sido el más difícil, el más testarudo; el voluntarioso, el disconforme. Era perfectamente concebible que Masashi, habiendo sido mimado por Wataro Taki, llegara a sentirse irritado por esa misma atención. -¿Realmente odias tanto a nuestro país? -dijo Joji-. No puedo dar crédito a lo que estoy oyendo. Es el lugar que nos ha dado la vida, el lugar que nos ha criado.
-Tonterías -dijo Masashi con desprecio-. ¿Qué otra cosa puedo esperar del timorato de mi hermano? La timidez siempre ha sido tu peor defecto. ¿No puedes comprender que la única forma de que el Japón sea grande en esta nueva era atómica es ampliando sus fronteras?
-La grandeza del Japón -replicó Joji-, está en nuestros corazones, donde moran los espíritus de nuestros antepasados. Está en nuestras mentes, donde los recuerdos de nuestra historia permanecen eternos.
—Japón se ha reconstruido a sí mismo a partir de sus cenizas -dijo Masashi-. Pero ha llegado ya todo lo lejos que podía. Corresponde ahora a los hombres dotados de visión llevarlo más allá. -Dio un trago a su bebida-. Yo sólo digo la verdad -añadió-. Y, con frecuencia, no es la verdad lo que un hombre quiere oír. -¿Quieres la verdad? -dijo Joji. Extendió las manos-. Mira a esos pazguatos. Aquí es donde encuentras tus nuevos reclutas, ¿neh? Vienen aquí de mirones. Se pasan la noche entera mirando. Luego, se van a casa y se masturban. -Emitió un profundo sonido gutural, como si fuese a escupir-. No hay nada real en mirar debajo de la falda de una mujer que va sin ropa interior para ganarse la vida.
La camarera retiró los vasos y puso otros nuevos sobre la mesa. El cantante de las gafas de sol canturreaba con voz melosa.
-Escucha esa insípida basura -dijo Joji-. Eso es lo que tus nuevos reclutas escuchan durante horas y horas. ¿Se interesan por el haiku, la poesía de su propia gran herencia? No. Han perdido contacto con el pasado, con todo lo que hace grande al Japón.
""Nos miramos mutuamente durante horas / el humo que vela nuestros ojos" -remedó al cantante de las gafas de sol-. Es absurdo. Como la violencia prefabricada de las películas, en las que los públicos piden a gritos más y más mutilación. Como las grotescas extravagancias prefabricadas de los noticiarios de la televisión. La violencia que nos traen es tan forzada, a su manera, como la de las películas. ¿Por qué? Porque va destinada a manipularnos. El espectador se siente excitado, pero nunca se le hace experimentar ninguna emoción auténtica, como crueldad o repugnancia. El mundo electrónico no tiene sitio para tales realidades. Simplemente porque su campo de acción es la fantasía.
Joji se daba cuenta de que estaba hablando demasiado, de que su hermano le estaba mirando fijamente, pero parecía incapaz de detenerse. La ira era como un nudo en su interior; como si se hubiera contagiado de la furia de su hermano.
-La nueva casta de Yakuza que estás trayendo al Taki-gumi carece de honor, de sentido de la tradición -continuó, acaloradamente-. Y es por eso. Han sido criados con alimentos electrónicos. Han sido manipulados desde su nacimiento. Es leche materna para ellos. En consecuencia, lo único que saben es manipular. Los unos a los otros, recíprocamente. A sí mismos.
Joji hizo una mueca.
-Mira sus placeres. Necesitan un bombardeo para manifestar alguna reacción. Tienen el espíritu marchito y endurecido. El extremismo es la bandera que enarbolan. Porque lo extremo es la única cosa que tiene poder suficiente para moverlos. Todo lo demás cae en oídos sordos y ojos ciegos.
-El extremismo -dijo Masashi- suele ser mal entendido-. Se inclinó hacia delante-. Hoy es el extremismo, y sólo el extremismo, lo que arrancará al Japón de manos de los occidentales... los iteki. Si no fueras tan blando, lo verías con tanta claridad como lo veo yo. Si nuestro padre lo hubiese comprendido... Lo único bueno que hizo fue usar el Taki-gumi como arma contra los rusos.
o-¿Cómo puedes hablar así de nuestro venerado padre? -exclamó Joji.
-Digo lo que hay que decir. Soy el único con valor suficiente para hacerlo. Como de costumbre.
Masashi no ha cambiado, pensó fatigadamente Joji. Todo el júbilo que había sentido al principio de la entrevista se había desvanecido. Joji comprendió que su empeño era vano. Masashi no había cambiado un ápice. Seguía despreciando las viejas tradiciones. Era Masashi quien, en las reuniones del clan, había argumentado que la Yakuza estaba anclada en el pasado, que su código de honor, aunque útil en otro tiempo, era actualmente perjudicial. "Nos estamos aproximando al año dos mil -recordaba Joji que había dicho Masashi-. Si la Yakuza ha de tener alguna posibilidad de sobrevivir al nuevo siglo, tiene que ampliar su base de operaciones.”
"Somos completamente localistas, y lo hemos sido durante siglos. No hemos hecho nada por mejorarnos a nosotros mismos. Somos, esencialmente, lo que éramos en tiempos de nuestros abuelos.
"E1 mundo está pasando rápidamente ante nosotros. Para mantenernos fuertes, debemos buscar nuevos horizontes. La Yakuza debe hacer lo que ha hecho nuestro Gobierno. Competir a escala mundial.”
Pero un despliegue mundial requeriría un enorme desembolso de capital. Y solamente había una manera de financiar eficazmente esa expansión. Tráfico de drogas. Wataro Taki había vetado esa evolución. Y ése había sido el final del asunto. Así lo había creído él al menos.
Luego, Wataro había anunciado su retirada. Y Masashi había dado su paso. Hacia el siglo xx. La era de la pesadilla nuclear y la diseminación electrónica.
Joji creía firmemente que el beneficio sin honor era una vida que más valía dejársela a los hombres de negocios. El honor era lo que situaba aparte a los Yakuza. Era lo que les hacía especiales, era su lazo de unión con la grandeza del pasado. El esplendor de los samurais. Masashi se mofaría, sin duda, de esa comparación. Pero esta clase de continuidad era la única protección contra la absoluta desconexión imperante en la sociedad. Ésa era la diferencia entre ellos.
Se equivocaba. No era la mutilación servida diariamente por cine y televisión lo que lisiaba los espíritus de la nueva generación. Era el asesinato electrónico del pasado perpetrado por los medios de comunicación. Según el credo posmoderno, el pasado se podía dejar de lado con la misma facilidad que la moda de la semana anterior. Se había tornado irrelevante.
-Aprender es ya bastante difícil para los jóvenes e inexpertos -dijo Joji-. Es imposible que tus nuevos reclutas Yakuza desaprendan esta explosión de residuos de la era atómica. Se lleva en los huesos -añadió, citando a Shozo.
-¿Qué es eso?
-Un aforismo americano -respondió Joji-. Pero nos viene bien en este caso. Tú estás resignado a la necesidad de emplear a los jóvenes e inexpertos, para quienes es imposible aprender. La basura es su leche materna.
-¿Estás cuestionando mis métodos? ¿Otra vez? -dijo Ma-sashi-. Los dos tenemos el mismo problema. Sólo las soluciones difieren.
o-¿Y cuál es la tuya? -preguntó Joji.
-Una alianza -respondió Masashi-. Entre la Yakuza, la burocracia y el Gobierno.
Joji se echó a reír. Su hermano estaría borracho de "Suntory".
-¿Quién te ha estado llenando la cabeza con semejantes tonterías? -exclamó-. Los Yakuza son parias. Están fuera de la sociedad. Nosotros somos lo que somos por nuestra esencial condición marginal. En otro caso, no podríamos sobrevivir en una sociedad tan estratificada como la del Japón.
-Quizás eso fue cierto en otro tiempo -dijo Masashi-. Pero ya no. Ahora la Yakuza se unirá a la corriente de la sociedad.
-¡Imposible! -Joji no podía dar crédito a lo que oía-. Nosotros somos proscritos. Siempre seremos considerados como indeseables por los poderes gobernantes. No puedes cambiar lo que es.
-Yo puedo cambiarlo -replicó Masashi-. Y lo estoy cambiando. Estoy sacando de las sombras al Taki-gumi. En primer lugar, me propongo hacer públicas las heroicas gestas realizadas a lo largo de los años por el Taki-gumi en defensa del Japón; nuestra historia de trabajo contra la KGB rusa debe quedar inscrita en los anales. Estoy aumentando nuestra participación en los negocios de "Industrias Pesadas Yamamoto". Nobuo Yamamoto y yo estamos planeando varias nuevas empresas en las que los miembros del Taki-gumi participarán más plenamente. El clan no tardará en ser una fuerza tan grande y legítima en el Japón como cualquier agrupación comercial o industrial que puedas citar.
-Escúchate a ti mismo -dijo Joji-. Los hombres de negocios y burócratas con quienes buscas una alianza escupirán sobre ti. Preferiría cometer seppuku antes que dar entrada a la Yakuza en sus estratos sociales. Tu quimera sería motivo de regocijo si no resultase tan triste.
-¡Basta! -gritó Masashi. Todas las cabezas se volvieron, ya que su voz se oyó por encima de la ensordecedora música.
Joji insistió.
-¿No comprendes que la presencia misma de tu nueva generación de reclutas supone un desastre absoluto para el futuro de la Yakuza? Son ingobernables porque carecen de raíces. Al no tener una herencia, no se les puede encomendar a nada. Ciertamente, no a un oyabun Yakuza. No se someterán a la disciplina, porque lo único en que creen es en la anarquía. Si crees otra cosa, es que eres un perfecto necio, sin condiciones para ser oyabun del Taki-gumi.
Masashi se inclinó sobre la mesa y cogió a Joji por la pechera de la camisa. Los vasos se estrellaron contra el suelo. Dos fornidos empleados del local empezaron a dirigirse hacia la mesa, pero Shozo y el soldado de Masashi les cortaron el paso.
-¡Escucha! ¡Aunque seas mi hermano, no estoy dispuesto a tolerar esta clase de descortesía! Yo soy el oyabun del Taki-gumi. Me dabas pena, y te iba a ofrecer un puesto dentro del clan para cubrir las apariencias.
"Nunca volverás a tener esa oportunidad. Eres como nuestro padre. Vives con un atraso de cien años. No quiero nada de ti. ¿Me oyes? ¡Vete de mi vista, alfeñique!
Ude encontró a los dos hawaianos bebiendo cerveza en un establecimiento de Wailuku. No le resultó difícil. Había instalado una derivación en la línea privada de Fat Boy Ichimada antes de la conversación que había sostenido con él en el prado. Ude había asustado tanto a Fat Boy que éste no tardó mucho en llamar por teléfono. El derivador que Ude había utilizado era un "TN-5000", uno de la nueva generación diseñada por "Fujitsu". Mediante un microchip ROM, almacenaba los tonos de ordenador que entraban y salían de) teléfono base al que estaba conectado. Eso dio a Ude el número telefónico que Fat Boy había marcado. Ude tenía contactos en todas partes y con todo el mundo en las Islas; necesitó muy poco tiempo para conseguir el nombre y dirección que correspondían al número telefónico.
Se sentó a una mesa situada cerca de la puerta. Cogió una silla cuya posición formaba un ángulo de noventa grados con ellos, a fin de poder vigilarlos sin tener que mirarlos directamente de frente. Había llegado justo en el momento en que subían a su furgoneta y los había seguido hasta aquí.
Ude pidió un vaso de soda. Nunca tocaba el alcohol ni el tabaco. Se reservaba para el hongo. Sonrió, Estos hawaianos, pensó, relajándose, saben vivir. Nunca valen para nada, pero sin duda alguna, son felices.
Mientras esperaba, tuvo tiempo de sobra para pensar en Fat Boy Ichimada. En muchos aspectos, el oyabun le recordaba a su propio padre. Sabelotodos que no veían a un palmo de sus narices. Eran el centro de todo; tenían el pasado en sus manos.
¡Bah!, pensó ahora Ude. El pasado carece de sentido. Es un equipaje cuya carga inútil pesa sobre uno a lo largo de toda la vida. Ude no tenía tales escrúpulos. Él sólo veía el futuro, brillantemente iluminado, ardiente, eternamente incitante. El futuro era lo que le hacía la boca agua. Ude haría cualquier cosa que se le ordenase con tal de obtener un trozo de él.
Ahora tenía que averiguar qué se proponían aquellos hawaianos. No creía ni una palabra de lo que Fat Boy Ichimada le había dicho; no podía permitírselo. El miedo tenía sus ventajas, como Masashi Taki gustaba siempre de decir. Pero también convertía en embusteros aun a los hombres más honrados. Con frecuencia, lo que a uno le decían era sólo lo que uno quería oír. Y por eso era por lo que Ude había acudido a la fuente.
Finalmente, los dos hawaianos se aburrieron de beber cerveza. Tardaron mucho tiempo. Su capacidad para ingerir líquido asombró incluso al propio Ude, que en sus tiempos había estado con muchos prodigiosos bebedores.
No hubo ningún problema en seguirlos. No pensaban más que en mujeres. Cogieron un par de ellas en otro garito, del que, evidentemente, eran clientes habituales. Ude esperó afuera. No necesitaba salir del coche porque disponía de una visión perfecta del lugar a través de la puerta abierta.
Salieron los cuatro y subieron a la furgoneta de los hawaianos. Ude arrancó tras ellos. Tenían una casa en Kahului, situada lo bastante cerca del aeropuerto como para que el estruendo de los motores a reacción fuese un elemento permanente de la zona.
Iba a esperar hasta que estuviesen solos. Pero luego se lo pensó mejor. Fat Boy Ichimada había tratado de engañarle, cuando él le había advertido expresamente que no lo hiciera. Cuanto más rápidamente terminara con esto, antes se enteraría Fat Boy Ichimada de ello. Ude deseaba poder estar con el oyabun cuando eso sucediera, por imposible que fuese. Se echó a reír, pensando en la expresión de Fat Boy. A veces, sabía, el sueño era mejor que la realidad.
Como ahora, por ejemplo. Ude, sentado en su coche, con el motor apagado, pero con los motores de su mente funcionando a todo gas. Suministrando imágenes de la muerte y destrucción en que participaría dentro de unos momentos.
Imágenes de una cualidad surrealista. Veía a veces a los dos hawaianos. Mirándoles a los ojos en el momento de su muerte. Acechando el instante de la transición para ver salir la chispa.
En realidad, nunca lo hizo. Resultaba algo imposible por grande que fuera la concentración mental que se aplicase a ello. Ese instante se mantenía esquivo, salvo en las imágenes que su cerebro proyectaba.
En esas imágenes, él alargaba la mano y apresaba la chispa cuando se elevaba, liberada del cuerpo, como una ampolla cortada. Abría la boca y la tragaba. ¿Le conferiría esto un poder sublime?
En otra imagen, en vez de los dos hawaianos en la destartalada casa, Ude veía a su padre. Era el cuerpo de su padre bajo el suyo. La cara de su padre a la que acechaba para ver saltar la chispa. Era a su padre a quien iba a matar.
Ude bajó del coche. Cruzó la calle y se dirigió hacia la casa. El jardín estaba totalmente descuidado. Hierba sin cortar; arbustos que hacía tres años que necesitaban ser podados, presentaban ahora el mismo aspecto desordenado y turbulento que la melena de un león. Ude experimentó un acceso de repugnancia hacia unos seres humanos capaces de mostrarse tan indiferentes con respecto a su entorno.
La casa que Ude poseía en las afueras de Tokio estaba especialmente cuidada en todos los aspectos. En particular su terreno circundante, que para Ude era sagrado, como lo era también la actividad de plantar. Los jardines eran cuestión de considerable complejidad. Requerían energía en el diseño, habilidad en la siembra, cuidado en el mantenimiento.
Ésa era otra cosa, pensó Ude mientras abría la puerta con una ganzúa, que ignoraba mi padre.
Entró en la casa, sumida en la semioscuridad. Oyó unos ruidos y se detuvo en el pasillo. Escuchó los gruñidos y gemidos, como si se estuviera acercando a la jaula de los monos en el zoológico. Podía oír los rítmicos chirridos de un colchón de muelles.
Sacó cuatro tiras de cuero. Prefería el cuero porque era flexible pero fuerte. Avanzó.
Tardó poco más de un minuto en averiguar que los dos hawaianos se habían trasladado desde habitaciones separadas a un solo dormitorio. La puerta estaba abierta. Era fácil mirar dentro.
Uno de los hawaianos ocupaba la cama. Estaba encima de su chica, moviéndose con rapidísimas sacudidas. El otro hawaiano estaba tumbado de espaldas en el suelo. Su chica estaba arrodillada, encima de él. Su cuerpo se elevaba y descendía, mientras apoyaba las manos en el pecho del hawaiano, que tenía los ojos cerrados.
Ude llevaba los ligeros zapatos de suela de goma que se había hecho confeccionar en Tokio. No produjeron ningún ruido mientras se deslizaba en el interior del cuarto y cerraba silenciosamente la puerta a su espalda.
Cinco personas en la habitación, y él era el único completamente inmóvil. Desde esta inmovilidad, entró bruscamente en acción.
En la cama, cogió las muñecas del hawaiano, retorciéndolas hacia atrás. Con rápido ademán que sólo podía haber aprendido viendo películas del Oeste, Ude enrolló una tira de cuero en torno a las cruzadas muñecas del hawaiano. El nudo que hizo era imposible de aflojar. De hecho, cuanto más forcejeaba el hawaiano, más se apretaba.
Casi en el mismo movimiento, se volvió hacia la pareja instalada sobre la alfombra. Dio una patada. La punta con refuerzo de acero de su zapato golpeó a la chica en la garganta. La muchacha tosió, se atragantó, y se derrumbó sobre el pene del tumbado hawaiano.
Ude la apartó violentamente a un lado, mientras el hawaiano abría los ojos. Estaban todavía llenos de ella, y sus reflejos se hallaban amortiguados por la lascivia. Ude le asestó un fuerte puñetazo justamente debajo de las costillas y, cuando empezaba a doblarse sobre sí mismo, le empujó, haciéndole caer de bruces. Utilizó la segunda tira de cuero para atarle las muñecas.
Oyó a alguien gatear detrás de él, se volvió y lanzó un barrido con la pierna derecha. Alcanzó a la primera chica cuando trataba de llegar a la puerta. El golpe le dio en la cadera, la oyó gruñir y se apartó de ella antes de que hubiera caído al suelo.
Para entonces, el hawaiano de la cama se había puesto de pie.
-¿Quién diablos es usted? -gritó. El miedo confería una nota estridente a su voz.
Ude le golpeó con la pierna, haciéndole caer al suelo. Aprovechó el respiro para atacar a las chicas. Cuando hubo terminado, contempló cómo se retorcían los dos hawaianos.
El que había recibido el golpe bajo las costillas, utilizó las dos piernas y pegó con ellas a Ude en el muslo. Ude soltó un gruñido y, girando hacia adelante y hacia abajo, hundió la punta de su zapato en el cuello del hawaiano. Esto resultó fatal. Le partió el cuello, y, para cuando Ude se arrodilló a su lado, tomó la cabeza del hombre entre las manos y miró su rostro, ya no había nada que ver.
-¡Le ha matado! -gritó el segundo hawaiano. Las chicas empezaron a sollozar.
-A ti te ocurrirá lo mismo -dijo Ude-, a menos que me lo digas.
-Decir ¿qué? -preguntó el hawaiano.
-Lo que Fat Boy Ichimada te envió a hacer.
-¿Quién es Fat Boy Ichimada?
Ude empleó el canto de la mano. Fue un golpe seco y bien calculado al corazón, que aterrorizó al hawaiano. Palideció; se le cortó la respiración. Sus ojos se humedecieron. Ude esperó.
-Contesta -dijo.
-¡Un furgón! -El hawaiano tenía los ojos fuertemente cerrados. Estaba jadeando-. ¡La mujer conducía un furgón!
-¿Un qué?
-¡En el aeropuerto de Kahului! -gritó el hawaiano-. ¡Un furgón fúnebre llegó para hacerse cargo de un ataúd transportado desde el continente!
-¿De qué parte del continente?
-Nueva York, Washington. No estoy seguro.
-¿Por qué estabas en el aeropuerto?
-Por el cordón rojo.
-¿Qué cordón rojo?
-Desátame -dijo el hawaiano-, y te lo enseñaré.
Se frotó las muñecas cuando le desató la correa. Ude fue con él hasta una cómoda. El hawaiano abrió un cajón y rebuscó entre la ropa interior.
-Aquí está. -Se sacó un pequeño cordón trenzado de un color rojo tan intenso que resultaba casi negro.
Ude cogió el cordón.
o-¿Dónde lo cogiste?
-En el aeropuerto. En la consigna. Ichima nos dijo que cogiésemos la llave. En un hotel. A nombre de Michael Doss ¡Doss! ¡El hijo de Philip Doss! Ude podía oler la verdad.
-¿Fue entonces cuando viste el furgón?
-Sí. Estaba esperando a mi hermano, que había ido a echar una meada. Me fijé en seguida en la mujer porque ella sabía lo de los hombres de Fat Boy. Los que utiliza para vigilar a todos los que entran y salen del aeropuerto. Los esquivó.
-¿Qué pasó luego? -preguntó Ude.
-¿Va a matarme?
-No, si me dices lo que quiero saber.
El hombre tragó saliva, asintió.
-Me acerqué al furgón mientras ella estaba firmando los papeles para la entrada del ataúd, y fue entonces cuando lo vi. Había un mapa hecho a mano en el asiento delantero. Me asomé. Mostraba el camino a Hana. Había un círculo dibujado alrededor de un punto de Hana. Era la casa de Fat Boy. La que utiliza quizás una o dos veces al año, cuando quiere verse libre de los negocios y de la familia.
¿Un ataúd transportado a la casa de Fat Boy?, pensó Ude. ¿Qué estaba sucediendo?
-¿No está Hana en el otro extremo de la isla? ¿Un lugar lejano y salvaje? ¿Dónde está exactamente esa casa?
El hawaiano se lo dijo.
Ude pensó que había llegado el momento de rebajar la presión.
-¿Qué se trae entre manos Fat Boy?
-Oh, él no sabe nada de esto.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó Ude.
-Porque se ha vuelto perezoso. Decía que antes se ocupaba personalmente de la casa. Ahora nos tiene a nosotros para eso. Estuvimos allí hace no más de quince días, eliminando las cucarachas. Llegan desde las montañas. Pero no había electricidad ni agua. Nada. Él no esperaba a nadie.
Más interesante aún, pensó Ude.
-¿Dijiste a Fat Boy algo de lo que viste en el aeropuerto?
-¿Se refiere a la mujer? Todavía no. -Al hawaiano le corrían las lágrimas por la cara-. Mi hermano dijo que no lo hiciéramos. Fat Boy lo dejó fuera..., con los perros, ¿entiende? Los doberman. Desde entonces, mi hermano odia a Fat Boy. "Tomamos su dinero -dice mi hermano-, eso es todo.”
-¿Quién conducía? -preguntó Ude-. ¿La mujer?
-No lo sé -respondió el hombre-. ¡Por favor! Le he dicho todo. ¡Déjeme ir!
-Muy bien -dijo suavemente Ude.
Golpeó al hawaiano con el canto de la mano en la garganta, luego se arrodilló junto a él. Sus ojos se encontraron por un mo-ment. El cartílago cricoides había quedado roto. El hawaiano empezó a asfixiarse.
Ude continuó mirándole a la cara, aunque los ojos del hawaiano, abiertos de par en par, se volvían ansiosamente a un lado y a otro como si trataran de escapar a lo inevitable.
Con una cierta expresión de fervor, Ude cubrió con sus manos el rostro del hawaiano. Luego, habló en japonés, como si se dirigiera a su difunto padre.
-Abandonaste a tu esposa. Abandonaste a tu hijo. No hubo tiempo para hacerte pagar el sufrimiento que causaste a los que en otro tiempo te amaron.
Pulgares curvándose como garras.
-Los...
Separándose de la carne que ya se iba tornando gris.
-... que...
Ligamentos erguidos al ponerse en tensión.
-... en otro tiempo...
Moviéndose sobre los temblorosos párpados.
-... te...
Pulgares hundiéndose al tiempo que sonaba un grito.
-... amaron...
Ude, con la frente apoyada sobre la del hawaiano, estaba llorando.
-... padre.
Dos horas después, Ude estaba en Hana. No quedaban cucarachas en la casa, pero había algo vivo.
O, mejor dicho, alguien.
Como una piedra rebotando sobre la superficie de un lago, Michael volaba a través del Pacífico. El continente americano quedaba a su espalda, pero las palabras de tío Sammy no le abandonaban.
La mente de Michael estaba centrada en el enigma que era Philip Doss.
Afloró un recuerdo. Philip Doss llegando al Japón. A la escuela de Tsuyo para asistir a la graduación de Michael.
Michael vio a su padre entrar en el do jo; llevaba un paquete largo y delgado envuelto en papel de colores japonés. Philip llegaba justo a tiempo. Michael fue llamado al centro del tatami. Él, como todos los demás estudiantes, vestía un traje almohadillado y una máscara con una rejilla metálica sobre el rostro. Esto servía de protección contra los bokken, las espadas de madera que usaban los estudiantes.
-Tendo -dijo Tsuyo- es el Camino del cielo. Es el Camino de la verdad. Es cómo vivimos aquí nuestras vidas. Tendo nos da nuestra comprensión... del mundo que nos rodea... y de nosotros mismos. Si no asimilamos el tendo, entonces no comprendemos nada.
Tsuyo se dirigió adonde Michael estaba y le entregó un bokken. Luego, regresó a su puesto, junto a las esterillas.
-Al no comprender nada, somos malos y acabamos adoptando hábitos malos, lo queramos o no. Ello se debe, simplemente, al hecho de que al apartarnos del tendo hemos perdido la capacidad para reconocer la faz del mal.
Dos estudiantes, también armados con bokken se aproximaron a Michael desde direcciones opuestas. Atacaron a la vez como obedeciendo una señal.
Pero Michael estaba ya en movimiento. Esto era lo que Tsuyo. llamaba el modo Zen. Entrechocó su bokken contra el de su primer adversario, ejerciendo presión para lograr que las armas se dirigiesen hacia abajo y se apartasen de él.
En ese instante se separó y, volviéndose hacia su izquierda, dirigió su espada de madera contra los puños del segundo estudiante.
Inmediatamente, Michael atacó una y otra vez, abatiendo las defensas, apresuradamente levantadas, del sorprendido alumno, hasta que el bokkert voló de sus manos.
El primer estudiante se había recuperado lo suficiente como para lanzarse de nuevo contra Michael. Éste se retorció, esquivando por muy poco un golpe dirigido contra su columna vertebral. Entabló combate, espada contra espada.
Mientras lo hacía, Tsuyo hizo seña a un tercer estudiante armado para que atacase. Tsuyo se hallaba de pie, observando la acción con ojos experimentados. Sus manos sostenían su katana de acero. No había expresión alguna en su rostro.
Michael sintió el golpe de su adversario a todo lo largo de la espina dorsal. Conocía bien a este muchacho. Era un atacante. Era más fuerte que Michael, pero quizá no tan decidido.
El estudiante, sosteniendo su bokken ante sí, lanzó una acometida contra Michael. Éste mantuvo la punta de su espada hacia abajo y ligeramente a la izquierda. Dejó que la hoja de su adversario llegara hasta él, para apartarse en el último instante, de modo tal que el impulso del estudiante le hizo pasar de largo. Michael giró velozmente y dio un mandoble en la espalda al muchacho. El estudiante cayó de bruces, y su espada rodó lejos de él.
El tercer estudiante estaba ahora ya casi sobre Michael. Al volverse, Michael comprendió que no podía realizar ningún movimiento defensivo ni ofensivo. Estaba derrotado. Y recordó la máxima zen: "Golpea la hierba, sorprende a la serpiente." Tiró la espada.
Por un instante, el tercer estudiante no entendió el gesto y se detuvo. En ese momento de indecisión, Michael golpeó, utilizando los cantos de las manos en atemi, golpes percusivos, en los centros nerviosos del estudiante, que se desplomó.
Ahora, Tsuyo avanzó a grandes zancadas para enfrentarse con Michael. Se situó en la posición ken-tai, la postura de combate del maestro. ¿Qué podía significar esto? ¿Otra prueba? Los estudiantes congregados contuvieron el aliento.
Tsuyo atacó, y no hubo tiempo para pensar. La hoja de acero hendió sibilante el aire hacia el desarmado Michael.
El cual extendió los brazos, capturando la hoja de la katana entre las palmas de las manos.
Por primera vez, Tsuyo sonrió, mientras decía:
-Siempre es así. Tendo, el Camino del cielo, nos muestra la naturaleza del mal. Nos muestra no sólo cómo enfrentarnos al mal, sino también cuándo.
Después, Philip pasó la tarde con su hijo. Era la primera semana de primavera. En Yoshino, donde hallaba situada la escuela de Tsuyo, las laderas de los montes estaban llenas de cerezos en flor.
Mientras caminaban por los senderos, suaves pétalos blancos volaban en torno a sus rostros como copos de nieve impulsados por el viento.
-He venido -dijo Philip- no sólo para presenciar tu graduación, sino también para darte esto. -Le entregó el paquete.
Michael lo abrió. A la luz del sol, la vieja katana brilló con fulgores de oro y plata.
-Es hermosa -dijo Michael, aturdido.
-Sí -respondió Philip-. Esta espada fue hecha para el príncipe Yamato Takeru. Es muy antigua, Michael. Muy valiosa. Hay una gran responsabilidad en poseerla. Tú te has convertido en su guardián y, por lo tanto, debes cuidar de ella todos los días de tu vida.
Michael empezó a sacarla de su refinada vaina.
-Está tan afilada ahora como el día en que fue forjada -dijo Philip-. Ten cuidado. Utilízala para combatir el mal, sólo si tienes que hacerlo.
Michael levantó la vista, asaltado por una súbita intuición.
-¿Por eso es por lo que me enviaste aquí, papá? ¿Para que pudiera reconocer el mal?
-Tal vez -dijo pensativamente Philip Doss-. Pero hoy en día el mal suele ocultarse detrás de muchos disfraces.
-Pero yo tengo tendo -repuso Michael-. El Camino me hace fuerte. Hoy he superado todas las pruebas de Tsuyo.
Philip miró a su hijo, sonriendo tristemente.
-Ojalá fuesen ésas las pruebas más difíciles a las que tengas que enfrentarte -dijo, revolviéndole los cabellos a Michael-. No obstante, he hecho todo lo que he podido.
Se volvió, iniciando el regreso en dirección al dojo.
-Ahora sabes que primero debes reconocer el mal. Luego, debes combatirlo. Finalmente, debes evitar convertirte tú mismo en mal.
-No es tan difícil, papá. Lo he hecho hoy. He detenido el ataque de Tsuyo sin atacarle a mi vez. Sabía que no tenía mala intención.
-Sí, Mikey, lo has hecho. Y me siento orgulloso de ti. Pero saber estas cosas con certeza se va haciendo más difícil a medida que se envejece.
Audrey... ¡Oh, Dios! ¡Pobre Audrey!, pensó ahora Michael. Sepultó la cara entre las manos. Sus mejillas estaban humedecidas por las lágrimas. No había sido capaz de reconocer el mal que le había llegado a Audrey. La espléndida katana que su padre le había confiado no pudo salvarla. Y, en cualquier caso, también la katana había desaparecido.
¿Dónde estaba Audrey ahora? ¿Estaba viva?
-Padre -murmuró Michael-. Juro sobre tu tumba que encon- traré a Audrey. Juro que encontraré a quienquiera que se la haya llevado, a quienquiera que se haya llevado la katana que tú me diste.
La brillante superficie del Pacífico aparecía lisa y acerada bajo las espesas nubes. Parecía infinitamente tranquilo, un mundo entero en sí mismo. En aquellos momentos le parecía a Michael imposible -e injusto- que existiese en su centro una fecunda civilización.
Primero debes reconocer el mal.
"Tendo. El Camino del cielo es la senda de la rectitud -resonó en sus oídos la voz del Tsuyo-. El Camino del Cielo es la verdad. Los que se desvían del Camino ya han abrazado el mal.”
Luego debes combatirlo.
"Tu padre te ha enviado a mí con una finalidad -dijo Tsuyo el primer día que se vieron-. Para que aprendas el Camino. Quiere que tú tengas la oportunidad que él nunca tuvo. Aquí, en Japón, hay una posibilidad de que aprendas. Pero primero debes desprenderte de todo lo demás que haya en tu vida. Si esto te parece desagradable, incluso duro, sea. El Camino, no yo ni tú, decidirá si reúnes condiciones para este estudio.”
Finalmente, debes evitar convertirte tú mismo en mal.
"El Camino del cielo aborrece las armas -dijo Tsuyo-. Sin embargo, así como un jardinero debe librar a su jardín de hierbas malas y de gusanos para que crezcan las flores que él cuida, así también llega un momento en el Camino del cielo exige la eliminación del mal destructor. El mal de. uno debe ser borrado para que diez mil puedan vivir en paz y armonía. Esto es también el Camino del cielo.
"Ahora tal vez pienses que el Camino lo es todo. Sin embargo, la derrota es posible aun después de haber llegado tan lejos. Hasta un maestro de la disciplina, un sensei como yo mismo, puede conocer la derrota. En este terrible lugar en que el Camino no puede avanzar, en que el Camino se halla impotente.
"En zero.”
Michael tragó saliva, desbloqueándose los oídos. El avión tomó tierra con una sacudida. Los motores a reacción continuaron rugiendo hasta que entraron en funcionamiento los frenos.
Miró a través de la ventanilla los ondulantes penachos de las palmeras y, más allá, la joya color zafiro del océano Pacífico.
Maui.
Michael ya estaba en el aire cuando Joñas entró en las oficinas del general Sam Hadley. Hadley, de ochenta y tantos años, llevaba ya varios retirado del Ejército. Pero, en virtud de nombramiento especial, había conservado el puesto de asesor estratégico del presidente. Pero no era al ayudante del general a quien Joñas iba a ver, sino al de Lillian.
El joven comandante era un hombre de rostro severo. Dirigía con fogosa competencia la sección de Lillian. Manifestaba una acusada falta de sentido del humor, pero Lillian decía que podía perdonársele ese defecto.
El comandante preguntó si Joñas tomaría café; Joñas asintió, y se lo sirvieron en el despacho de Lillian instantes después de haber entrado en él.
Lillian había preguntado por Audrey nada más llegar Joñas. Pero no había ninguna noticia, nada podía él decirle que le proporcionara algún consuelo. Ella tenía el suficiente dominio de sí misma como para no insistir en el asunto, cosa que Joñas agradeció. Ahora que había enviado a Michael en pos de la pista de Philip, se sentía incómodo en presencia de Lillian. Sabía que a ella no le gustaría cuando se enterase de su intervención.
-Me alegra que hayas venido -dijo ella, tratando de sonreír.
-Parecía importante cuando llamaste -respondió Joñas.
Se hallaban sentados al fondo de su despacho, que más parecía su casa. No había archivadores ni armarios. Pero la mitad de la mesa se hallaba ocupada por una batería de teléfonos que en un abrir y cerrar de ojos podían ponerla en comunicación con cualquier departamento del Gobierno, desde la Casa Blanca hasta el Pentágono y casi cualquier miembro del Capitolio. Las líneas de poder del general Hadley se extendían a gran distancia y profundidad en el fértil suelo, no sólo de Washington, sino también de las principales capitales del mundo.
Mientras tomaban el café, Joñas observó detenidamente a Lillian. Llevaba un vestido negro. Había prescindido de todas sus joyas, a excepción de su anillo de boda y un par de pendientes de diamantes que Philip le había regalado en el décimo aniversario de su matrimonio.
-La caja fuerte no es lugar para las joyas, Lillian -dijo Joñas.
-Mis recuerdos están allí -respondió ella, con voz inexpresiva-. Mis joyas no son más hermosas que ellos. -Se miró la mano izquierda-. Cuando ahora decido llevar algo es por necesidad. -Como si ya no hubiese sitio en su vida para el lujo personal.
-Philip está muerto -dijo él, con tono suave.
Lillian cerró los ojos.
-¿Crees que su muerte le ha hecho desaparecer? ¿Como si nunca hubiera existido?
-No quería decir eso.
Ella le miró fijamente.
-Sea lo que fuere lo que Philip haya sido y hecho, no puede quedar alterada por su muerte.
Estaba muy pálida. La falta de sol había tornado translúcida su piel. Le parecía a Joñas que estaba ahora tan hermosa como la primera vez que la vio. No había perdido nada de su esplendor; seguía siendo deseable.
Pero no para Joñas. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes ode que los solteros del círculo de Lillian empezaran a husmear a su alrededor. Su trabajo como ayudante de su padre la ponía en contacto con personal diplomático del más alto nivel en el mundo entero.
Todos ellos querrían ahora un pedazo de Lillian. Joñas sonrió para sus adentros al pensarlo. Durante todos aquellos años había reprimido cuidadosamente su animosidad personal hacia ella. Pero en el momento de intimidad que su dolor creaba, podía permitirse que aflorase, podía darle vueltas y vueltas como un objeto de gran valor.
Siempre había estado en cuestión la vida que él compartía con Philip o la vida que Philip había compartido con Lillian. Le parecía a Joñas que Lillian nunca había comprendido la necesidad de secreto de los hombres. Ella había querido ser parte de todo lo que haba sido Philip. Y, al no poder, había culpado de ello a Joñas. Y, a consecuencia de su ira, suponía, había introducido una cuña entre Philip y él.
Se le ocurrió a Joñas, triste e inexorablemente, que su amistad con Philip nunca había sido la misma después de la aparición de Lillian.
Y, sin embargo, sabiéndolo, después de todo aquel tiempo, no podía odiarla. Ella había amado a Philip. Y, por el amor que él también profesaba por su amigo muerto, Joñas la había hecho formar parte de su familia adoptada.
Resultaba difícil creer que estuviera sentado frente a ella y que Philip no fuera a cruzar en cualquier momento la puerta. Lillian y Philip. No sin consternación, Joñas descubrió que no podía pensar en uno de ellos sin pensar también en el otro.
-Las consecuencias de la vida de Philip -estaba diciendo Lillian ahora- durarán, sin duda, más que las consecuencias de su muerte.
Una pena que ella no sepa nada ni de una ni de otra. ¿O no? En este caso, quizá no. Ese último golpe la aplastaría, sin duda, por completo. Impulsivamente, extendió el brazo y apoyó su mano sobre la de ella. El anillo de boda desapareció bajo su palma.
-Claro que sí -dijo Joñas-. Philip fue responsable de grandes cosas. ¿Quién va a saber eso mejor que nosotros dos?
-Preferiría que no adoptaras aires protectores conmigo -dijo Lillian-. Sabes perfectamente que durante años no he tenido ningún conocimiento de lo que Philip hacía. Eso era algo que siempre quedó entre vosotros. Nunca me gustó, pero finalmente llegué a aceptarlo.
Lillian sonrió.
o-Pero no te preocupes, Joñas. Los secretos que tú y Philip guardabais no corren peligro por mí.
Frunció el ceño. Siempre le había sorprendido la transformación de Lillian Hadley Doss, de cantante USO a importante elemento dentro de los círculos diplomáticos y militares. Parecía fuera de lugar en aquel despacho, asistida por el comandante de rostro severo y sujeta a la misma estricta disciplina que el padre de Lillian practicaba todavía. ¿Resultaba incongruente, se preguntó a sí mismo, por causa de su belleza? ¿Porque era mujer?
-¿Qué quieres decir? -preguntó.
Quizá ella percibió la inquietud que latía en su voz. Continuó sonriendo.
-Yo trabajo aquí, para mi padre, ¿recuerdas, Joñas? El general Hadley sigue siendo tu jefe, así como el mío. Él dirige toda la actividad burocrática para "BITE". Ha sido escuchado con atención por todos los presidentes desde Traman, y con razón. Es el mejor estratega militar que este país ha conocido en todo lo que va de siglo.
"Ya no hay secretos, Joñas. No para mí, al menos. Y no dejo de sentir una cierta satisfacción por ello. Antes todo quedaba entre Philip y tú. Yo estaba siempre al margen.
-Era el trabajo, Lillian.
-Lo sigue siendo, Joñas. -Su sonrisa se hizo más amplia-. Sólo que los secretos son también cosa mía. -Dejó la taza-. Por eso es por lo que te pedí que vinieras lo antes posible.
Le tendió una carpeta encuadernada en rojo. Llevaba en la portada las menciones ALTO SECRETO y SÓLO PARA VER. Las dos franjas estampadas en un ángulo advertían que el material contenido en el interior no podía ser reproducido ni sacado de la oficina de origen.
-¿Qué es? -preguntó Joñas mientras cogía la carpeta. Pero ya estaba empezando a experimentar una sensación de vacío en el estómago.
-Léelo -respondió Lillian.
Se sirvió más café, mientras Joñas abría la carpeta. Sacó su "Equal" y vació dos bolsitas en la taza. Revolvió con una cucharilla de plata.
-¡Cristo! -exclamó Joñas-. ¡Cristo Todopoderoso! -levantó la vista-. Lillian...
-Es verídico. Joñas -dijo Lillian-. Ése es el informe de dos años que mi padre ha estado haciendo sobre "BITE".
-¡No sabía nada de esto! -dijo Joñas.
-Ni yo tampoco. Hasta ahora -le miró fijamente-. ¿Es verdad, Joñas? ¿Lo que dice el informe sobre las filtraciones de información? ¿La desintegración de redes ocurridas durante los seis últimos años?
-Algunas, sí -respondió Joñas-. Pero ésa es la naturaleza del juego, Lil -golpeó la carpeta con el dorso de la mano-. ¡Pero esto...! Cristo, ¡tu viejo quiere disolvernos!
-Permanentemente -dijo Lillian-. Ésa es la recomendación del informe. Y es la recomendación que mi padre hará al presidente cuando se reúnan el mes que viene.
-Entonces, ¿tu padre ha visto el informe?
Lillian meneó la cabeza.
-Todavía no. Tiene previsto regresar de Polonia en algún momento de la próxima semana. Debido a las negociaciones, su itinerario es un poco impreciso ahora.
Joñas se recostó y aspiró profundamente.
-¿Por qué me enseñas esto, Lil?
Ella tomó un sorbo de café, en silencio.
Joñas ladeó la cabeza.
-¿Qué has estado intentando demostrar todos estos años compitiendo con Philip y conmigo? ¿Que eres igual que nosotros? Porque no lo eres, y tú lo sabes.
-Contrariamente a la equivocada forma de pensar masculina -dijo ella-, las mujeres no quieren ser hombres.
-¿No? -su tono era escéptico-. Entonces, ¿qué es lo que quieren, ya que la igualdad no es probable?
Ella le contempló unos instantes antes de responder.
-Sólo algo de respeto, Joñas. No es mucho pedir, ¿verdad?
-Respeto.
-Sí. -La mirada de Lillian se posó en la carpeta roja que él tenía en las manos-. Nadie más podría haber obtenido eso, Joñas. Y mucho menos dejártelo ver.
-¿Qué quieres a cambio?
Ella se encogió de hombros.
-Nada. Somos familia, en cierto sentido, ¿no?
Lillian terminó su café y extendió la mano.
-Tendrás que dármelo.
Joñas le entregó el condenatorio informe.
-¿Sabes adonde van a parar tus secretos? -preguntó Lillian.
-A los rusos -respondió él-. Pero eso viene a ser todo lo que hemos podido averiguar.
-Bien -dijo Lillian-, será mejor que averigües quién os está vendiendo antes de que regrese mi padre. Si él lee este informe, "BITE" será hecho pedazos y éstos esparcidos de tal manera que nunca lo reconocerás.
Entró el comandante y depositó una pila de informes sobre la mesa de Lillian. Salió sin decir palabra. Cuando estuvieron solos de nuevo, ella dijo:
-¿Adonde ha ido Michael?
La pregunta que había temido.
-Lejos.
Lillian se enderezó en su asiento.
-Es mi hijo, y tú sabes dónde está.
-¿Lo sé?
-Vino a despedirse. No quiso decirme adonde iba ni por qué. Pero lo puedo imaginar. Tú lo has absorbido -dijo-. Lo mismo que absorbiste a Philip.
-No lo entiendo -replicó Joñas-. Philip hizo lo que quería hacer. Como siempre. Sin ti -dijo Lillian- habría encontrado alguna otra cosa.
-¿Qué, por ejemplo? -El tono de Joñas era abiertamente desdeñoso-. ¿Programación de ordenadores?
-Quizás. En cualquier caso, ahora estaría vivo.
-No me culpes de la muerte de Philip. Ya tengo suficientes responsabilidades.
-Estoy segura de ello -apostilló Lillian.
-¿Qué quieres decir? -preguntó él lenta y cuidadosamente.
-Tienes a Michael -dijo Lillian-. Tú eres la única persona a la que él podía recurrir. -Estaba temblando de ira-. Si le conviertes en otro Philip, te juro. Joñas, que te lo haré pagar.
-Cálmate -dijo él, alarmado-. No he hecho nada de eso.
Y le contó lo que había tenido lugar en su despacho. Lo referente al "estamento" de Philip, la introducción de Michael en el mundo del espionaje, a dónde había ido Michael. No había tenido intención de decirle nada de todo aquello, naturalmente, ya que conocía los sentimientos de ella sobre su papel en la carrera de Philip y sabía lo vulnerable que era ahora, después de la muerte de su marido. Pero no había tenido opción. Ella no le había contado menos al permitirle ver el informe secreto de su padre sobre "BITE". Le estaba agradecido por ello.
La observó ahora, al acecho de alguna señal de derrumbamiento. Sabía que el haber enviado a su hijo por el mismo camino en que su marido había encontrado la muerte, era una maniobra peligrosa.
Pero lo exigía lo desesperado de la situación. Además, se dijo a sí mismo, era lo que Philip parecía haber querido.
Trató de explicárselo a Lillian.
-Lil -dijo, cuando hubo terminado-, ¿te encuentras bien?
Estaba muy pálida. Podía verle los dientes bajo los entreabiertos labios. Parecían entrechocar unos con otros. Mantenía los codos pegados al cuerpo y, según advirtió ahora Joñas, se balanceaba suavemente hacia atrás y hacia delante.
-Ha ocurrido. -Su voz era un suave murmullo, pero él sintió un escalofrío al oírla-. Mi peor pesadilla se ha hecho realidad. ¡Oh, Joñas, mira lo que has hecho!
Su voz se elevó de pronto hasta convertirse en una especie de afligido lamento.
-Me robaste a mi marido. Por causa tuya, no sabemos si Audrey está viva o muerta. ¡Y ahora has puesto a mi hijo en el mismo peligro! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Audrey despertó con un sobresalto en la oscuridad.
Estaba nadando a través de un sueño tras haber buceado durante demasiado tiempo en las profundidades, elevándose hacia la acuosa claridad que brillaba en lo alto, sobre ella. Aunque la fría quietud del océano trataba de retenerla.
El océano del sueño.
Había estado soñando que se hallaba atada a una silla.
Muñecas y tobillos estaban azules e hinchados por la cruel mordedura del cable eléctrico. Le costaba respirar porque el cable le rodeaba el busto, por encima y por debajo de los pechos. Tenía la espalda arqueada, y todos sus músculos estaban en tensión.
La oscuridad era como terciopelo, espesa, blanda e impe netrable.
La oscuridad empezó a moverse. A girar, a desplazarse, a fundirse. Y mientras lo hacía, Audrey sintió en su interior un hormigueo de terror que aceleró su respiración, tornándola ardiente, secando su boca y humedeciendo sus axilas.
Santo Dios, haz que se vaya, pensó en su sueño. Sin saber lo que era.
La oscuridad poseía forma ahora, aunque ella no podía decir de qué. La oscuridad palpitaba llena de vida, y se iba acercando cada vez más hacia su rostro.
En su mente, un eco: no hay escape.
Siempre había estado segura de vivir eternamente. A su edad, cincuenta años eran la eternidad. Ahora sabía que iba a morir. Sus dientes castañeteaban, su mente desvariaba. Algún animal elemen- tal encerrado en su interior estaba pugnando histéricamente por salir, por escapar de la inexorable trampa mortal en que estaba atrapado.
La oscuridad estaba ya sobre Audrey. Podía sentir su calor impregnándole los muslos, su cálido aliento en los labios. La presencia era inequívocamente masculina, y ella sintió otra clase de calor. Su propia y súbita excitación le aterró aún más.
Luego, la oscuridad empezó a penetrarla, y ella empezó a morir...
Despertando con un sobresalto en la oscuridad. Se estremeció, todavía parcialmente dentro de su sueño. Quiso enjugarse el sudor que le bañaba la frente. No pudo. Se encontró atada a una silla.
Si París es una ciudad de polvorientos marrones, verdes y azules, pensó Michael, entonces Maui es una isla de suaves tonos pastel: turquesa, rosa y añil. Lo que le sorprendió fue que era un lugar en que el color pardo resultaba imposible de imaginar.
Al contrario que el Japón, donde en las laderas de Yoshino, Tsuyo le había impartido sus lecciones acerca del Camino.
Ño creía que ningún otro lugar de la tierra pudiera afectarle tan profundamente como París y Yoshima. En París, su obra maduró. En Yoshino, había comenzado.
Y ésta es la esencia de lo que quedaba: que uno empleaba la estrategia en todos los aspectos de su vida. Había estrategia en aplicar el pincel al lienzo, en tejer una tela o en cuidar un jardín. Cuando surgía el conflicto -como invariablemente ocurría-, lo primero que uno buscaba, automáticamene, era una estrategia. Usar un arma era la estrategia del último recurso, y por eso era por lo que había rechazado el ofrecimiento de una pistola que le había hecho Joñas.
Eran las primeras horas de la tarde. El sol, todavía alto en el cielo, tendía una cascada de luz dorada sobre la enormes extensiones de los campos de caña de azúcar. A su derecha, se alzaban las montañas del oeste de Maui, nimbadas por un halo de fina niebla. La guía que había leído durante el largo vuelo, le informaba que en el interior de la sombreada hondonada se hallaba el valle lao, morada de los antiguos dioses hawaianos.
Michael recogió su jeep de alquiler. Mientras colocaba el equipaje en la trasera, encontró, al tacto, el saco de lona que contenía la katana que tío Sammy le había prometido que estaría allí.
De acuerdo con la estrategia que había elaborado en el avión, Michael se detuvo en Kahului para hacer varias compras, la primera de ellas una barata bolsa negra. Una hora después, rodaba por la carretera de Honoapiilani. Estaba cerca de la bahía de Maalaea, avanzando en dirección al sur. Sabía que muy pronto la carretera describiría una curva en torno a lo que los isleños llamaban "La Barbilla de la Mujer Hermosa" y empezaría a dirigirse hacia el noroeste. Vista desde el aire, Maui tenía el aspecto de un busto de mujer. Al sudeste, donde el enorme volcán inactivo de Monte Haleakala se alzaba a tres kilómetros de altura, estaba la parte superior del torso. Kahului, donde Michael acababa de aterrizar, era un lado del cuello; la bahía de Maalaea era el otro lado. El lugar adonde Michael se dirigía, Kapalua, y, finalmente, Kahakuloa, formaban la cabeza de la mujer.
La carretera terminaba después de Kapalua. Una plantación de pinas de mil hectáreas de extensión rodeaba a una apartada finca que poseía un par de campos de golf. Al torcer a la izquierda al final de la carretera, Michael tuvo la evidencia de esos campos de golf en el césped soberbiamente cuidados, en los hoyos de arena, curvados como heridas perfectas bajo el bisturí de un cirujano plástico.
Resultaba difícil imaginar que apenas un kilómetro más adelante, la carretera -lo que quedaba de ella- serpenteaba pérfidamente a través de la espina dorsal de la otra cadena de montañas volcánicas que dominaban el noroeste de Maui.
Pasando Fleming Beach Park, la carretera se estrechaba considerablemente. No había ninguna señal de morada humana, ni céspedes cuidados, ni villas de rojos tejados trepando por la ladera entre fragantes macizos de buganvillas.
En lugar de eso, una espesa y enmarañada vegetación desbordaba los márgenes de la carretera. Grandes excrecencias rocosas, de tonalidades ocre y azul acerado, se abrían paso hacia el centro de la carretera.
Cuando el asfalto desapareció por completo, lo que quedaba era una senda de tierra apisonada, hendida por profundos surcos de ruedas, y de anchura no mayor que la de un vehículo. Fangosa y resbaladiza, serpenteaba vertiginosamente cerca del pretil que bordeaba el acantilado. En algunos lugares había casi quinientos metros de caída vertical hasta el hirviente océano.
Ahora la carretera tenía apenas el espacio suficiente para que dos coches pasaran uno junto a otro. A un lado, la escarpada superficie del acantilado ascendía hacia lo alto; al otro, descendía en pendiente igualmente pronunciada hasta el mar.
Michael había conectado la tracción de las cuatro ruedas del jeep. En torno a él, podía oír los gorjeos de los pájaros, y, de vez en cuando, percibir, a la vuelta de un recodo, el tintineo musical de una cascada.
Atisbos de ondulantes prados traídos directamente de Escocia, en los que moteadas vacas permanecían tendidas o pastando como si no se hubieran movido durante siglos.
Era éste un paisaje para el que Michael no estaba preparado. Ninguna guía, ningún documental, ninguna tarjeta postal, presentaban jamás esta faceta de las Islas. Sin palmeras de esmeralda, lagos de zafiro, playas de arena negra. En lugar de ello, se iba formando lentamente un entramado de luz espesa como la crema, clara como el cristal, distinta a cualquier otra del mundo.
Le recordaba a la Provenza, en el sur de Francia, y su singular luz. Era como si las hojas de los plátanos silvestres actuaran como una máquina del tiempo, alterando la luz solar que se filtraba a través de ellos. El extraordinario resultado pulía cada tonalidad de tal modo que se mostraba como había sido durante siglos.
También aquí la iluminación era única, pero de una manera totalmente diferente. La luz del sol prestaba al paisaje una calidad radiante. Los verdes se tornaban tan translúcidos, que el follaje parecía flotar en el aire; los amarillos poseían una incandescencia maravillosa, como si estallaran de energía. Misteriosos azules eran, alternativamente, iridiscentes en la sombra, refulgentes a la luz del sol.
Michael sentía que en estos paisajes tan distintos, era posible percibir la mano activa de Dios. Pues, sin duda alguna, el poder de conmover el espíritu humano era privativo de la presencia divina.
Fue todo lo que pudo hacer para conservar el control de su vehículo. El jeep que venía de frente, inclinándose para tomar una curva cerrada, había chocado ya contra él. Una violenta sacudida recorrió su columna vertebral.
Metal incrustado contra metal, mientras Michael dirigía las ruedas laterales de su jeep sobre la pendiente, sembrada de rocas. Se dio cuenta de que el otro jeep giraba sobre sí mismo tras llevarse por delante el faro y el guardabarros de su lado. Y, luego, comenzó un lento balanceo mientras sus ruedas pugnaban por encontrar dónde afirmarse a lo largo del peligroso borde exterior de la carretera.
El conductor estaba aplicando furiosamente los frenos de la manera alternativa correcta, pero eso solamente servía en caso de que estuviera en una verdadera carretera. Ésta había dejado paso bruscamente al espacio abierto.
El jeep de Michael estaba ya en punto muerto. Accionó el freno de emergencia y forcejeó con una portezuela que había que- dado bloqueada por la colisión. El otro vehículo asomaba su parte delantera sobre, la cara del acantilado, mientras las ruedas posteriores trataban de agarrarse a la carretera. Pero no había allí asfalto, sino barro. El jeep se balanceaba, cada vez más próximo a precipitarse por la rocosa ladera.
Michael saltó de un vehículo a otro. En la trasera del otro jeep, alargó los brazos y atrajo hacia sí al conductor.
Oyó el chirrido de la transmisión y notó la pronunciada inclinación del jeep mientras continuaba su deslizamiento hacia el abismo. Con un esfuerzo, arrojó al otro conductor fuera del jeep y, luego, saltó él también.
La pérdida de peso en su trasera hizo volcar al vehículo por el acantilado. Donde en un momento dado estaba el jeep rugiendo, parecía que de frustración, al momento siguiente no había en su lugar más que aire vibrando.
Sonido, retumbando, aun mucho tiempo después.
Fue sólo entonces cuando Michael pudo ver bien al otro conductor. Advirtió que era una mujer, y además hermosa.
Era japonesa. Tenía esa piel dorada que en Asia es tan poco común, y por lo mismo tan apreciada. Sus ojos eran orientales: grandes y almendrados. Sus cabellos despedían un brillo azulado al recibir la luz del sol. Eran abundantes y lisos. Los llevaba recogidos en una gruesa trenza que le llegaba hasta la cintura.
Tenía una boca ancha de labios sensuales que parecían perpetuamente curvados en la sugestión de una sonrisa, cuello largo y hombros más bien cuadrados en los que la ropa quedaba tal y como se veía en los carteles de quince metros de altura.
-¿Se encuentra bien? -dijo finalmente Michael, ayudando a la mujer a ponerse en pie. Mientras lo hacía, pudo darse cuenta de que era muy musculosa.
-Sí -respondió Eliane, soltándose de él. Michael observó que sus pantalones vaqueros eran viejos, y descoloridos hasta parecer casi blancos. No llevaban nombre de fabricante en el bolsillo-. Supongo que no estoy acostumbrada a estas carreteras.
o-¿Qué carreteras? -dijo Michael, y se echaron a reír, más por alivio que porque hubiera dicho algo gracioso.
-Eliane Shinjo. -Extendió la mano.
-Michael Doss. -Le estrechó la mano y, con la que le quedaba libre, le retiró del pelo varias ramitas y briznas de hojas. Más tarde recordó haber pensado que no sólo era la mujer más serena y dueña de sí misma que jamás había visto, sino también la más sencilla.
-Gracias -dijo ella-. Nunca me había visto mezclada en un choque. Esta estuvo a punto de ser mi última hora.
-Nuestra última hora -dijo Michael.
Ella apartó la vista de él por primera vez desde que la había levantado del suelo. Michael sintió una cálida sensación, como si sus ojos irradiasen calor.
-Supongo que el jeep habrá quedado destrozado -dijo.
-Tendremos suerte si el mío funciona todavía. -Se mostraba reacio a moverse-. Lamento haberle hecho daño, pero tenía que sacarla de ese jeep.
Ella volvió la cabeza, y él sintió retornar el calor.
-No me ha hecho daño -sonrió-. Por lo menos, no noto nada parecido al dolor.
-Hemos estado a punto de caer los dos.
-¿De veras?
Su rostro volvió a adquirir una expresión enigmática. Él se preguntó si se sentiría excitada por la idea. La proximidad de la muerte solía producir ese efecto en la gente. En especial cuando se trataba de la propia muerte. O le daba a uno una nueva perspectiva sobre el valor de la vida, o proporcionaba la intensa emoción que sólo podía suscitar el desafío ante lo inevitable.
-La carretera estaba tan desgastada que las ruedas no podían afirmarse. Usted estaba a punto de caer por el borde cuando la agarré.
Eliane le miró. Le habría gustado saber qué estaba pensando.
-Es usted muy fuerte -dijo ella-. No he sentido nada. Es como si no hubiera ocurrido absolutamente nada.
-Salvo que su jeep está destrozado al fondo del acantilado.
-No es más que un pedazo de metal -señaló ella.
Había una absurda especie de lógica en lo que ella decía. Salvo que su observación excluía cualquier reconocimiento del concepto de acción y reacción. Era como si las consecuencias no existiesen para ella.
Michael se dirigió al lugar en que se encontraba su vehículo. Estaba formando un ángulo agudo, con el lado derecho inclinado hacia arriba.
-Muy bien -dijo, poniéndose al volante-, veamos cómo va.
Soltó el freno de emergencia y accionó el embrague. El jeep rugió, se tambaleó y estuvo a punto de volcar de costado antes de que consiguiera hacerlo volver al camino.
-Suba -dijo.
Eliane dio cautelosamente la vuelta por delante y subió al estribo. Él arrancó, y ella se dejó caer en el asiento justo a tiempo.
-¿A dónde se dirigía? -preguntó Eliane. Aun ahora no se apartó el pelo de los ojos.
-Daba un paseo solamente. ¿Y usted?
Eliane se arrepintió inmediatamente de haber hablado así.
-Iba a Kapalua para jugar un poco al tenis.
-Lo siento -dijo él-. Vamos en la dirección contraria. -Parecía totalmente concentrado en la carretera.
-No importa -dijo Eliane con desenvoltura-. ¿Hasta dónde va usted?
-Hasta la civilización -respondió Michael. Hizo sonar el claxon al tomar una curva cerrada-. Tenemos que llevarle a usted a casa. Es decir, a menos que quiera ir andando.
Ella se echó a reír.
-No. Soy algo deportista, pero tengo mis límites.
-¿Qué hotel?
-Tengo una casa en el valle lao -respondió-. ¿Sabe cómo llegar hasta allí?
-Tuerzo aquí a la derecha, en vez de seguir en línea recta hasta Kahului, ¿verdad?
-Sí.
Eliane estaba sorprendida del efecto que ese hombre producía en ella. Sabía que no había explicación racional, y eso la turbaba. Eliane creía que era lo irracional lo que manipulaba los acontecimientos. Como las corrientes en un río, invisibles pero sentidas, las fuerzas del Universo actuaban con una finalidad. ¿Estaban esas fuerzas tratando de decirle, de advertirle, algo?
Si así fuera, ¿qué?
-Puesto que no es usted una turista, sabrá si las pistas son buenas en Kapalua.
-¿Qué?
-Las pistas de tenis -dijo Michael.
Casas solitarias. Un cementerio. Se estaban acercando a la civilización.
-Oh. -Tuvo que reorientar su mente-. Sí. Son muy buenas. -Un surtidor de gasolina, una iglesia, una cabina telefónica. Y así fue como se le ocurrió la solución-. ¿Le importa parar ahí? Tengo que llamar por teléfono.
-En absoluto.
-Mi compañero de tenis se preguntará qué me ha pasado -improvisó.
En la cabina telefónica, marcó su propio número y sostuvo una imaginaria conversación mientras sonaba el timbre al otro extremo del hilo.
-Está bien -dijo, subiendo de nuevo al jeep-. Sólo un poce preocupado.
-¿Su compañero? -preguntó Michael.
-Mi amigo -respondió ella con desenvoltura.
-¿Acaso él no trabaja? -preguntó Michael-. Estamos en pleno horario laboral.
Eliane se echó a reír.
-No tiene lo que usted llamaría una jornada laboral normal. Trabaja para el kahuna más importante de las Islas. -Se volvió para mirarle-. ¿Sabe lo que significa?
Michael meneó la cabeza.
-Es un término hawaiano. Originariamente, significaba una especie de médico brujo. Un chamán que estaba en contacto con los antiguos espíritus y dioses de Hawai.
-¿Y ahora?
Se encogió de hombros.
-Tiempos modernos. Como la mayoría de las palabras, suele utilizarse mal. Tanto que muchos de los hawaianos más jóvenes han olvidado su verdadero significado. Hoy kahuna significa persona importante. Una persona poderosa.
-Como el jefe de su amigo.
Eliane percibió la curiosidad que latía en su voz. Miró hacia las montañas que asomaban por entre la niebla y los nubarrones que se cernían ante ellos.
-¿Cómo se llama ese kahuna?
-El nombre no le diría nada. -Hizo un ademán con la mano-. Tuerza aquí. Sí. Ahora, todo derecho.
Penetraron en el valle. La sinuosa carretera estaba flanqueada a ambos lados de ribazos cubiertos de vegetación.
-Aquí, a la derecha -dijo ella.
Cuando el jeep se detuvo ante la casa, Eliane se apeó y se volvió hacia él.
-¿Quiere comer algo? ¿O un trago por lo menos?
-Creo que no.
Aquella sonrisa otra vez.
-Pero debe hacerlo -extendió el brazo hacia él-. Usted me ha salvado la vida. Buen, en realidad, joss para mí; quizá mal joss para usted.
-¿Por qué malo?
Se echó a reír.
-Porque ahora está usted obligado a protegerme durante el resto de mi vida. -¿Había un matiz burlón en su expresión?-. Hay una palabra japonesa para eso. ¿La conoce? Giri.
-Sí -dijo Michael, cogiéndole la mano, deseando ahora ardientemente entrar en la casa, pasar más tiempo con ella. Porque giri era un término yakuza. Fat Boy Ichimada es aquí el jefe de la Yakuza, pensó. Si esta mujer está relacionada con la Yakuza a través de su amigo, puedo aprovechar eso. Emplear la estrategia.
Tsuyo se habría sentido orgulloso de él-. Significa la carga demasiado grande para soportar.
-Sí y no -respondió Eliane, conduciéndole hacia la casa-. Algunos dicen que gíri es la carga demasiado grande para soportar a solas.
Cuando Fat Boy Ichimada llegó a la puerta de la destartalada casa de Wailuku en que vivían los dos hawaianos, sintió helársele la sangre. Los habían llamado por la línea privada de su despacho; había ido solo. Nadie de su familia sabía que estaba empleando a los dos hombres. Lo cual era, naturalmente, la cuestión.
Se detuvo, aspirando los olores y escuchando los sonidos del viejo barrio. Podía oler el poi cociéndose. Del otro extremo del bloque le llegó un súbito estallido de voces infantiles, el ruido de un televisor con la voz de Jack Lord. Sonó un portazo, y el ruido cesó.
La mano de Fat Boy suspendida en el aire, a menos de cinco centímetros del picaporte. Mirando las polvorientas tablas del suelo. Y la mancha oscura que se había extendido por debajo de la puerta.
La mancha relucía como si fuese laca recién aplicada. Sólo que Fat Boy Ichimada sabía que no era laca. Miró a su alrededor y, luego, con un gruñido, se agachó y puso el dedo en el centro de la mancha. Levantó el dedo, frotó la sustancia. Pasó de marrón oscuro a rojo oscuro. Fat Boy ya sabía que eso ocurriría.
Se incorporó, sacó un pañuelo y lo utilizó para accionar el picaporte. Nada de huellas dactilares. La puerta no estaba cerrada con llave.
Con su mano libre, Fat Boy sacó un revólver de cañón corto y, luego, abrió de un empujón la puerta, de tal modo que golpeó con fuerza contra la pared del apartamento de los hawaianos.
Cruzó el umbral y recorrió en silencio la casa. En un dormitorio, vio primero a las chicas. Hizo caso omiso de ellas, pasando sobre sus pálidas formas. Tuvo cuidado de no tocar ni alterar nada ni a nadie. Ni nada que antes hubiese sido alguien. Observó las grotescas contorsiones de los cadáveres y pensó: "El hombre es un monstruo.”
Fat Boy se marchó después de averiguar las dos únicas cosas que valía la pena saber allí. Una: los dos hawaianos estaban muertos. Dos: cualquier cosa que fuese lo que hubiesen recuperado en la consigna del aeropuerto no estaba en el apartamento.
Al otro lado de la calle, en su coche aparcado aproximadamente en el mismo lugar en que Ude había estado unas horas antes, Fat Boy examinó cuidadosamente sus opciones. No tenía la menor duda de que Ude había matado a los hawaianos. Eso significaba que Ude se hallaba ahora en posesión de lo que Philip Doss había escondido en la gaveta.
Fuera lo que fuese -el documento Katei, el shintai o algo completamente distinto-, las consecuencias eran terribles para Fat Boy. Ude sabía ahora que le había ocultado información. Tal vez no supiera aún qué había tramado Fat Boy, pero, conociendo a Ude, eso no importaba demasiado. Ude había dicho que Masashi Taki le había dado pleno control sobre la situación allí, y Fat Boy le creía.
Fat Boy Ichimada no albergaba la menor duda de que, para sobrevivir, iba a tener que matar a Ude. Philip Doss había confiado una información vital a Fat Boy, y éste sabía ahora lo que había sospechado desde el principio: que hubiera debido conservarla sólo para sí. Estaba empezando a comprender la enormidad de su error. Enviar a los hawaianos a obtener la llave y abrir la gaveta había sido una terrible equivocación táctica. Pero la presencia de Ude le había alterado tanto que se había visto dominado por el pánico.
Cerró los ojos. Era como si la carnicería de aquella sórdida casita del otro lado de la calle estuviera tatuada en el interior de sus párpados. Sintió de pronto una violenta náusea.
Recordó todos sus años con Wataro Taki. Recordó cuando había ido a ver a su oyabun para implorar su perdón. Wataro Taki habría estado en su derecho de pedirle a Fat Boy que cometiera seppuku. Pero, en lugar de ello, solamente le había pedido el dedo meñique.
Wataro Taki no era como los oyabun de otros clanes de Yaku-za, que sólo vivían para amasar riqueza y estrujar a sus compatriotas. Wataro Taki tenía una visión para el futuro del Japón. Y había convertido a Fat Boy en parte de ese futuro.
Ahora la visión había desaparecido, sepultada bajo dos metros de tierra con los restos mortales de Wataro Taki. Pero el mentor de Fat Boy Ichimada continuaba vivo, aunque sólo fuera en su recuerdo. ¿Qué era lo que Philip Doss había dicho por teléfono el día en que lo mataron? Sé dónde están tus lealtades. Tú y yo amábamos a Wataro Taki, ¿verdad? Y: Sé que harás lo que es justo.
Ahora es el momento, pensó Fat Boy, de corresponder a toda la bondad que Wataro Taki derrochó conmigo.
Fat Boy tendría que enderezar las cosas. Sus observadores en el aeropuerto ya le habían informado por teléfono de la llegada de Michael a Maui. Fat Boy sabía que tendría que encontrar a Philip Doss y darle toda la información que poseía con respecto al shintai.
Pregunta a mi hijo si se acuerda del shintai, había dicho Philip Doss.
Y entonces Fat Boy Ichimada exclamó "¡Buda!" en voz alta. Porque comprendió de pronto cómo había averiguado Ude la existencia de los dos hawaianos. Ude había intervenido las líneas telefónicas. Eso significaba que sabía también que Michael Doss estaba en la isla. Y Fat Boy había tenido que decir a los dos hawaianos que la llave estaba a nombre de Michael Doss. Lo que significaba que Ude sabía también que el contenido de la gaveta estaba destinado al hijo de Philip.
Fat Boy puso el motor en marcha y arrancó. Va a haber una carrera ahora, pensó. Y la línea de meta es Michael Doss.
Estaba lloviendo.
Su rostro sobre la pared: una sombra desmesuradamente grande.
Michael miraba a Eliane.
-Vine aquí -dijo ella-. porque estaba cansada de ciudades, coches, apartamentos, oficinas. Sentía que poco a poco me iban consumiendo.
Lo último que él quería era sentirse atraído por aquella mujer. Se encontró con que tenía que recordarse a sí mismo que estaba allí para descubrir sus lazos con la Yakuza hawaiana. Si su amigo pertenecía al clan de Fat Boy Ichimada, podría proporcionarle una forma no agresiva de entrar en el recinto del oyabun.
-Continuamente me hallaba enferma -decía Eliane-. "Tu resistencia está en las últimas", decía mi médico. "Tus glándulas suprarrenales están agotadas", decía mi especialista de columna. La ciudad me estaba destruyendo.
-¿Qué ciudad?
-No importa -respondió ella-. Todas son iguales. Por lo menos, lo son sus perniciosos efectos sobre los seres humanos.
Era fácil para él no mostrar nada en la superficie. Mientras recorría con ella las habitaciones de la casa iba emitiendo los monosílabos adecuados. El lugar era innegablemente espectacular, aun bajo la lluvia, amparado como estaba entre dos montañas volcánicas.
-Aquí puedo renovarme a mí misma. En el hogar de los dioses vencedores del tiempo.
La lluvia, cayendo en cascada por las montañas de esmeralda y zafiro. Era extraordinario. Como hallarse en el valle entre un par de los gigantescos dragones terrestres que los chinos creían que surcaban el planeta. En semejante escenario, el manifiesto misticismo de ella resultaba contagioso.
-¿Puedes sentirlas, Michael? ¿Puedes sentir su poder? ¿La energía de esas montañas?
Lo extraño era que podía.
La lluvia tamborileaba contra la claraboya en el dormitorio de Eliane. A Michael le costaba reprimir sus sentimientos. Aquel espacio le recordaba -pese a su resistencia- su estudio de la avenida Elysée Reclus. La noche en que Za llegó para quedarse.
-Estás muy callado. -Volviéndose hacia él-. Estoy hablando demasiado-. Se echó a reír; también esto lo hizo con sencillez.
-No -respondió él-. Es que me fascina. Resulta difícil hablar delante de estas montañas.
-Sí. Yo sentía lo mismo cuando llegué aquí. Impresionan sin intimidar.
Al principio le era imposible comprender el lazo que su mente había tendido entre Za y Eliane. Se encontró con que no quería abandonar este lugar en que Eliane había instalado su hogar. Algunas personas pueden vivir durante años en una casa sin que en ésta quede señal alguna de haber sido suya. A Eliane le ocurría lo contrario. Según le dijo, llevaba allí menos de un mes, pero ya se las había arreglado para hacer suya aquella casa. Olía como ella. Su presencia impregnaba como un perfume las habitaciones.
-El tiempo parece más lento aquí. ¿Sabes, Michael? Los ha-waianos aseguran que su héroe, Maui, trepó hasta la cumbre del monte Haleakala, alargó el brazo y cogió el sol, retardando su avance por el firmamento para que su isla estuviera siempre inundada de luz. Desde aquí, es posible creer ese relato.
-¿Incluso bajo la lluvia?
Fue cuando estaban sentados en el lanai, bebiendo té helado, cuando él sintió el golpe en el corazón. Recordó el momento en que se habían abierto sus ojos aquella noche con Za. Acababan de hacer el amor. La lluvia se deslizaba sobre los cristales de la claraboya, reflejándose en sus cuerpos entrelazados.
-Oh, sí -dijo Eliane-. Especialmente bajo la lluvia. ¿Ves allí? -señaló con el dedo. El espléndido arco iris, de colores tan vibrantes que hacía daño en los ojos, extendía su forma sobre las cumbres de las montañas, todavía oscurecidas por las arremolinadas nubes-. Significa que el sol se halla allí aunque esté lloviendo.
Entonces, había mirado el rostro de Za por primera vez en muchos minutos. Tenía los ojos cerrados y una expresión de reposó absoluto. No se veía un solo pliegue. Ni la más leve insinúa- ción de una arruga. Porque su rostro carecía de expresión, era posible ver plenamente en su interior.
-Aquí -dijo Eliane- la lluvia tiene una fuerza dramática.
-En Japón también.
Eliane no volvió la cabeza.
-En Japón -dijo- la lluvia es bella, majestuosa, perfecta en el ángulo de caída sobre la tierra o el agua. En Hawai es turbulenta, llena de luz y de energía. Libre.
Tendido junto a Za, había descubierto que de lo que se había enamorado no era en absoluto de Za. Ella no estaba alineada con ninguna ideología, ninguna persona, ninguna filosofía. Era como si su espíritu se hallara compuesto de límpido cristal. Fulgía. Refractaba la luz en diversos colores según la naturaleza de la luz y el ángulo en que incidía.
Pero en su interior no poseía color propio.
Entonces Za había abierto los ojos y, llena de amor, había dicho: "Quiero quedarme. No sólo esta noche. No hasta mañana. Quiero estar siempre contigo.”
No era sólo que la hubiera visto como más que humana, modelo del ideal de su mente. Comprendió, con una súbita sensación de vértigo, que había confundido el cristal de su espíritu con la pureza del alma de Seyoko. Le entristeció -y le aterró-o el hecho de que estuviera todavía buscando lo que ya le había sido negado. Seyoko estaba muerta desde hacía tiempo, pero él no podía renunciar a ella. Su recuerdo era insuficiente para sostenerle.
Así, pues, cuando a la mañana siguiente Michael cerró la puerta detrás de Za, fue por última vez. Ella se había ido. Su imagen permanecía en sus lienzos. Pero eso era todo.
Era por entero culpa suya, de su imperfección. En el dolor de ella, había encontrado un arma para usar contra sí mismo. Sus lágrimas le habían despertado a la agonía de insaciable anhelo que le acompañaría siempre.
-¿Vivías en Japón? -preguntó.
-Durante muchos años, sí -respondió Eliane-. Al cabo de algún tiempo, la furiosa energía de Tokio sólo me daba ganas de dormir.
No es que me recuerde a Za, pensó ahora, mientras su corazón latía con más fuerza. Me recuerda a Seyoko.
-¿No lo echas de menos? -preguntó Michael, con voz espesa-. ¿Al Japón?
-Yo no pertenezco a ninguna parte -dijo Eliane-. No tengo lazos, ni relaciones. Los lazos con la gente, con las causas, me agotan. Las corrientes de responsabilidad son como grilletes. ¿Has leído los Viajes de GuLliver") Así es como me hacen sentirme las alianzas. Como Gulliver atado al suelo en Lilliput. Me conformo con existir.
Y ahora venía Eliane. Su misticismo le atraía. Su incondicional entrega a las fuerzas de la Naturaleza le hablaba al más profundo nivel. Por estar totalmente incivilizada de una manera elemental, no se veía afectada por las coerciones impuestas por el hombre y que a él tanto le turbaban.
Michael no comprendería esto hasta mucho más tarde, pero la atracción que sentía por ella reflejaba la afinidad de su padre con la vida clandestina proporcionada por el Servicio Secreto y, luego, por "BITE".
Estaba separado del resto del mundo, sí. Reforzaba su sentimiento de ser alguien especial, sí. Pero, más que ninguna otra cosa, representaba la libertad esencial.
Para Philip, la capacidad de hacer cualquier cosa, de ser él también cualquier cosa, de elegir entre la desconcertante multiplicidad, era algo en lo que había trabajado toda su vida. Para él, había sido su logro final.
Para Michael, había sucedido de forma más natural. Su adiestramiento en Yoshino le había enseñado a abrazar la vida, a apreciar su infinita diversidad. Poseer la libertad de elegir era inherente a. su naturaleza.
-El sol -dijo Eliane-. ¡Oh, mira! ¡Reaparecen las cumbres de las montañas!
Michael había olvidado por qué estaba allí. Transfigurado por la Naturaleza, contempló con ojos de artista cómo el blanquecino humo, los flotantes restos de lluvia, se rasgaba en guedejas en torno a los picos ondulados. Como los dedos invisibles de un prestidigitador, el viento se llevó los desgarrados fragmentos. Una luz dorada se derramó por las laderas, revelando hileras de árboles, pequeñas y centelleantes cascadas de agua. Volaban los pájaros en lo alto, trinando dulcemente.
Sabía que tenía que levantarse. En otro caso, la atracción que le retenía nunca dejaría que se marchase.
Pero, cuando se disponía a partir, Eliane se volvió hacia él. La luz del sol transformaba sus cabellos en hilos de cobre. En un instante, vio un cuadro, la pose perfecta, atravesando su expresión las máscaras que todas las personas llevaban. Máscaras que apagaban toda animación, todo espíritu, toda vida. -No puedes marcharte ahora -dijo.
Y él comprendió que tenía razón.
Michiko realizaba el mismo ritual todas las mañanas. Empezaba una hora antes del momento en que debía producirse la llamada. Bañada y vestida, salía al jardín. Siempre había alguien a su lado, siempre un hombre, siempre corpulento, siempre con una pistola escondida bajo la chaqueta. Alguien leal a su hermanastro Masashi. Sostenía una sombrilla sobre su cabeza. En los días despejados la protegía del sol; en los días borrascosos impedía que la lluvia le diese en la cara.
Caminaba lentamente por el sendero de piedra hasta llegar a la roca grande y lisa de la que divergían tres senderos distintos. Tomando el de la derecha, escuchaba al pinzón que hacía su nido en el cerezo que crecía junto al alto muro de piedra. En primavera le gustaba sentarse bajo el árbol y escuchar el frenético piar de los hambrientos polluelos.
Más allá del cerezo, cerca del muro más apartado del jardín, estaba el altar de madera, maltratado por la intemperie, que ella había erigido allí en honor de Megami Kitsune, la zorra-diosa. Con la ayuda de su acompañante, se arrodillaba, encendía pebetes, inclinaba la cabeza.
Siempre pedía dos cosas en sus oraciones. Una, que llegase la llamada. Otra, que su nieta continuase viva. Y siempre, cuando regresaba de sus oraciones, tenía las manos y los pies tan fríos como el hielo.
Se sentaba en su casa, junto al teléfono y se estremecía como si se hallara aquejada de fiebre intermitente. Se negaba a probar bocado, aunque su cocinero le suplicaba que comiera un poco por lo menos. Rechazaba el té. Nada pasaba por sus labios, ni siquiera agua, hasta que oía el estridente timbre del teléfono y, cogiendo rápidamente el auricular, esperaba, mientras el corazón le palpitaba con fuerza, al oír la vocecita de su nieta.
-¿Abuelita?
Michiko cerraba los ojos, llorando en silencio. Su nieta estaba viva un día más.
-¿Abuelita? -Como la voz de un hada del bosque en el oído.
-Sí, pequeña.
-¿Cómo estás, abuelita? -La dulce voz que Michiko conocía tan bien, al otro extremo de una línea telefónica, llegando desde... ¿dónde? Si al menos supiera dónde la retenía Masashi...
-Muy bien, cariño. ¿Y tú? ¿Tienes bastante comida? ¿Duermes lo suficiente?
-Estoy aburrida, abuelita. Quiero ir a casa. Quiero...
Y la línea se cortaba, siempre.
Aun a su pesar, Michiko gritaba al silencioso aparato:
-¡Nenita! ¡Nenita! -y lloraba amargamente.
Masashi había dejado instrucciones de desconectar en medio de la frase de la niña. Esto hacía patente con irracional decisión el alcance de su control de la situación. En este caso, él era dios: el portador de la vida, y de la muerte.
Tres veces a la semana, Masashi Taki se pasaba la mañana en el muelle del almacén "Takashiba". Situado casi exactamente en el centro de la orilla occidental del puerto de Tokio, Takashiba era un enclave de alta densidad dentro de una ciudad de alta densidad. Aquí, cargamentos de víveres, maquinaria, telas estaban continuamente siendo descargados para su envío a miles de compañías de todo el país. Al mismo tiempo, mercancías de todas clases estaban siendo transportadas virtualmente a todas las naciones del mundo. El resultado era un dédalo de gritos entremezclados que aturdía incluso a la eficiente maquinaria del servicio aduanero japonés.
El almacén "Takashiba" era una empresa conjunta entre los Taki y los Yamamoto. Lo que allí se desarrollaba estaba adquiriendo preferencia sobre las demás actividades del clan Taki-gumi. En opinión de Masashi, eso era lo que debía ser.
Los hombres con quienes se reunía allí eran siempre los mismos: Daizo, el corpulento soldado a quien Masashi había encomendado la tarea de adiestrar a los nuevos reclutas; Kaeru, el pequeño asesor, de cuerpo abundantemente tatuado, que subsistía del régimen de Wataro Taki; y Kozo Shiina.
Tras el período inicial de finales de los años cuarenta en que el padre de Masashi había llegado al poder, Wataro Taki había proscrito depravadas tácticas de fuerza como las que Masashi empleaba rutinariamente ahora. Wataro se había conformado con dejar que la amenaza de violencia hablase por él y con infundir lealtad a los que le reportaban sus beneficios. Masashi carecía de las mismas benévolas inclinaciones. Además, tenía algo que demostrar. Por mucho que le desagradara reconocérselo a sí mismo, Wataro Taki había dejado una huella indeleble en la historia y el desarrollo de la Yakuza. Correspondía a su sucesor alcanzar nuevas alturas, superar los logros de la generación anterior.
A Masashi le gustaba celebrar sus reuniones, en el gimnasio que había hecho construir en una sección del sótano ubicado debajo de las instalaciones del almacén. Este sótano era lo bastante grande como para albergar laboratorios llenos del más sofisticado equipo de "Industrias Pesadas Yamamoto", depósitos y talleres tan grandes como fábricas enteras.
El gimnasio se hallaba dominado por relucientes máquinas "Nautilus" apoyadas en paredes de tierra que habían formado parte de los cimientos de edificios que se remontaban casi cuatrocientos años, hasta la época del shogunado Tokugawa.
A Masashi le gustaba reunirse con los hombres, desnudo de cintura para arriba. El sudor le corría en arrójatelos por el pecho desprovisto de vello. Sus músculos se tensaban mientras se ejercitaba en una máquina tras otra. Hablaba mientras forzaba su espléndido cuerpo hasta el límite. Nunca le faltaba el aliento, y nunca cesaba su actividad, por mucho que se prolongase la reunión.
-Daizo -dijo, cuando estuvieron todos juntos-, tu informe.
-Están llegando los chicos -dijo el hombre corpulento-. Son una pandilla de desgraciados, como puedes imaginar. Venían como drogadictos, como motoristas. -Soltó una risita-. Se llamaban a sí mismos proscritos. Pero no eran más que un hatajo de inútiles. Les faltaba disciplina. Ni siquiera habían oído jamás esa palabra.
-Todas las máquinas de combate deben tener disciplina -dijo Kozo Shiina. Su mirada no se dirigía a Daizo ni a Kaeru, sino que estaba fija en los tensos músculos de Masashi, mientras su mente recordaba los tiempos en que su propio cuerpo había sido tan fuerte y elástico como el de él-. Hasta los ejércitos de los más ineptos comandantes de la historia poseían disciplina. Sin ella es imposible ganar una guerra.
-Los reclutas serán disciplinados -dijo Masashi-. Daizo se encargará de ello. Son como ovejas estos rudos muchachos, ¿neh, Daizo? No tienen una idea de lo que ellos mismos son, así que buscar un líder que les dé lo que ellos no pueden darse. -Bajó de una máquina, subió a otra-. ¿Dónde está su líder ahora, Daizo?
El corpulento hombre sonrió.
-Colgado cabeza abajo en el centro de su alojamiento.
-¿Está muerto? -preguntó Kozo Shiina, con el mismo tono que empleaba para preguntar a su pescadero si su pescado estaba fresco.
-El lugar está empezando a apestar -dijo Daizo, y se echó a reír-. Me preguntaron cuándo lo iba a descolgar. Yo les dije que estaba esperando a que terminase el proceso de curado. Les dije que cuando esté preparado para dárselo a comer, lo descolgaré.
-Los nuevos temen ya a Daizo más de lo que jamás temieron al hombre que fue su jefe -dijo Kaeru. Era un hombre de más edad que los otros, taciturno, aparentemente desprovisto de todo tipo de egolatría, y un perfecto estratega. Era él quien había diseñado el método por el que las montañas de artículos estaban siendo transbordadas desde sus diversos puntos de origen, pasando sin examen por la Aduana y llegando diariamente a aquel almacén-. Ya puedo ver la emoción en sus ojos. Es un ejército el que se está formando.
Kozo Shiina asintió con la cabeza. También él apreciaba la inteligencia de Kaeru. Reconocía quizás un alma gemela en aquel hombre calvo. Shiina no era persona que subestimase el valor del pensamiento humano.
-Lo que necesitamos desesperadamente es espacio -dijo Shiina-. Nuestros antepasados lo sabían cuando entraron en guerra con China. En esta tierra de abundancia, no tenemos espacio para movernos. Somos como hormigas pululando por una colina ennegrecida por nuestros cuerpos. Nos amontonamos los unos sobre los otros sin darle la menor importancia. Nos hemos acabado acostumbrando a este horror de un futuro que está ya sobre nosotros.
"La guerra y sus consecuencias inmediatas nos han demostrado que esta nación puede movilizarse. Que puede, de hecho, obrar milagros. Y puede volver a hacerlo si se le da de alguna manera la oportunidad.
"Ése es nuestro objetivo. No tenemos que ir lejos ahora, y confiamos en tu pericia, Daizo, para convertir a esa chusma en un ejército eficiente.
-Estarán preparados -dijo Daizo.
-¿Qué hay de la mercancía? -preguntó Shiina a Kaeru. -Como sabes -respondió el calvo-, nuestros recientes negocios en el tráfico de drogas nos han permitido utilizar las mismas complejas redes para introducir mercancía de contrabando en Japón. El verdadero peligro lo constituía la Aduana. Si alguno de esos fardos fuese descubierto, el furor resultante nos haría súmente difícil continuar el montaje.
-Más que eso -dijo Shiina-, el ejército invadiría los muelles en busca de artículos semejantes o relacionados.
-En efecto -dijo Kaeru-. Por eso, después de establecer las redes del tráfico de drogas, centré mi atención en la Aduana. Había muchas vías de persuasión a mi alcance. Simplemente, elegí las más ventajosas.
-Los funcionarios coaccionados -dijo Shiina-. ¿Qué es lo que saben?
-La palabra mágica -respondió Kaeru-. Opio. No tienen ni idea de lo que realmente contienen esos fardos.
-Y Nobuo Yamamoto -dijo Shiina, mirando a Masashi-, ¿está cumpliendo su parte del acuerdo?
-Los Yamamoto y los Taki han sido amigos durante años. -Masashi utilizó para significar amigo, una palabra que aludía a esa clase de asociación vitalicia que es rara fuera del Japón-. Déjalo de mi parte.
-Sin él no podemos movernos -le recordó a continuación Shii-na a Masashi.
-He dicho que lo dejes de mi parte.
-Bien -respondió Shiina-. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto. Dentro de diez días estaremos preparados. Comenzará la nueva era del Japón.
Los hombres se inclinaron ceremoniosamente. Luego, Daizo miró su reloj.
-Debo volver con los hombres. -Y se llevó consigo a Kaeru, dejando solos a Masashi y Shiina.
-Si yo tuviese un hijo -dijo Kozo Shiina, mirando todavía la musculatura de Masashi-, sería igual a ti.
-Tú -dijo Masashi. El lugar apestaba a sudor. Sus manos, cubiertas por guantes negros, agarraron el reluciente metal de las pesas. Soltó un gruñido mientras se flexionaba y elevaba las pesas a lo largo de su carril. Dejó salir el aire de sus pulmones mientras soltaba las pesas. Sus músculos sostenían con facilidad cincuenta kilos-. Tú eres enemigo de mi padre.
-Lo era -corrigió Shiina-. Tu padre está muerto. -Yo soy el heredero de su legado -dijo Masashi. Se lamió el sudor que le cubría los labios-. Soy oyabun del Taki-gumi. Soy lo que Wataro Taki dejó tras de sí.
Kozo Shiina le contemplaba sin moverse. Estar tan cerca de Masashi le recordaba el poder físico de su propio cuerpo cuando era joven. El tiempo era su único enemigo ahora. Pero hacía mucho que lo sabía.
Masashi dejó caer las pesas y descendió de la silla de la máquina. Cogió una toalla de la percha que había en la pared y se secó mientras andaba. Al llegar delante de Shiina, le empujó la cara con la toalla.
-Toma -dijo-, bebe. Recuerda que yo tengo lo que tú ya has perdido.
Masashi tiró la toalla.
-Eres viejo, Shiina. Y débil. Necesitas que yo sea tus brazos y tus piernas. Sin mí, no eres más que un viejo desvalido lleno de sueños de gloria. Sin mí, tus sueños no se harán realidad-. Se inclinó sobre el hombre sentado-. Recuérdalo la próxima vez que pienses en manejar mis reuniones. Éstos son mis hombres. Son leales a mí. Tal vez has olvidado que estás aquí por tolerancia mía.
-Yo hago mi aportación -respondió serenamente Shiina-. Como todos los demás.
-Asegúrate -dijo Masashi- de no traspasar los límites de esa aportación.
Afuera, en los muelles, Kozo Shiina montó en su coche, que le estaba esperando. Podía oler todavía el sudor de Masashi sobre su cara. Nunca le fueron más evidentes la angustia y la vergüenza de las insuficiencias de su propio cuerpo.
Con un leve gruñido, se instaló en el asiento posterior e hizo seña al conductor para que arrancase. Cuando estuvieron de nuevo metidos en el intenso tráfico de la ciudad, Shiina empezó a dar instrucciones al conductor.
En el distrito Shinjuku, dijo:
-Para ahí y aguarda. Espero a alguien.
El conductor bajó del coche y se detuvo en la abarrotada acera. Kozo Shiina miró su reloj de pulsera. Pasaría un rato antes de que pudiese llegar a un sitio en que le fuera posible limpiarse el sudor de Masashi. La ira que deliberadamente había reprimido en el almacén emergía ahora. Shiina apretó los puños. La arrogancia de Masashi resultaba a veces difícil de soportar, incluso para alguien tan disciplinado como Kozo Shiina. En su juventud, Shiina jamás había tolerado ninguna forma de insulto. Recordaba una ocasión en que, siendo estudiante, había sido objeto de las burlas de un alumno de una clase superior. Había actuado entonces de modo temerario. Se había ido inmediatamente tras el hombre y había acabado arrojado al fango delante de las clases.
Pero ése no había sido el final del asunto. Shiina había esperado una oportunidad favorable. Había considerado muchas alternativas. Por último, había elegido la más elegante y, por consiguiente, la más agradable. Hacia el final del curso, cuando aquel muchacho, juntamente con los más prometedores veteranos, debía someterse al examen, de un día entero de duración, que determinaría si se le admitía para un puesto en el más prestigioso ministerio burocrático, Shiina se había introducido subrepticiamente en la habitación del estudiante y había cambiado la hora de su despertador. El muchacho llegó con tres horas de retraso al examen y fue descalificado. Las súplicas de indulgencia formuladas por su adinerado padre cayeron en oídos sordos. La carrera de su hijo quedó arruinada.
Ahora, Shiina vio al hombre salir del edificio y dirigirse hacia el coche, y sus dedos se aflojaron. Sonrió para sus adentros. La rudeza de Masashi quedó inmediatamente olvidada; la dulzura de la elegante venganza impregnó su mente como un perfume exquisito.
Tal como se le había ordenado, el conductor había abierto la portezuela trasera al aproximarse el hombre. Éste asomó la ca- beza al interior y se sentó junto a Shiina. Momentos después, el coche se sumergía en el tráfico del mediodía.
-Como le dije cuando recibí su llamada -dijo Shiina al hombre sentado a su lado-, estoy enteramente a su disposición. -Sonrió-. Iremos a una casa de té que conozco. Muy reservada y confortable. Tomaremos té y comeremos pastelillos de arroz. Y usted me dirá en qué puedo serle útil.
-Muy amable por su parte, Shiina-san -respondió el hombre-. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo que satisfaga nuestros deseos.
Se movió en su asiento, y un rayo de sol iluminó su rostro.
Era Joji Taki.
A las 8.22 de la mañana, Lillian descolgaba un teléfono público en la calle Mayor de Georgetown. Marcó un número local, esperó el chasquido, luego el tono de ordenador. Marcó un número de ultramar que se había aprendido de memoria.
Al tercer timbrazo, respondió una voz de claro acento parisiense. Lillian se identificó, pero no por su nombre.
-Debo hablar con él -dijo Lillian en perfecto francés.
-No está aquí -respondió secamente la voz masculina al otro extremo de la línea.
-Entonces, contacte con él -replicó Lillian. Miró el aparato y leyó su número-. Estaré aquí durante los próximos diez minutos -dijo-. Haga que me llame.
-Veré lo que puedo hacer, mad...
Lillian colgó el teléfono. Inmediatamente, volvió a descolgarlo, pero, con disimulo, mantuvo la horquilla oprimida. Fingió estar hablando mientras contemplaba a los transeúntes.
Entretanto hizo un esfuerzo por mantener en calma sus pensamientos. Pero en lo único en lo que podía pensar era en Michael dirigiéndose al encuentro de un peligro terrible. Por si era poco la muerte de Philip y el secuestro de Audrey, ahora eso. Era demasiado. Apretó los párpados sobre las lágrimas que le abrasaban los ojos.
A los nueve minutos de su llamada, sonó el teléfono. Sobresaltada, Lillian dio un respingo, mientras el corazón le latía con fuerza. Soltó la horquilla.
-Alio? -todavía en francés.
-Bonjour, múdame -dijo la refinada voz. A diferencia de la primera, ésta no era la de un francés nativo-. ¿Cómo está usted?
,-Aterrorizada -admitió Lillian.
202 Eñe van Lustbader -Es lógico -dijo la voz-. No estarás albergando segundos pensamientos, ¿verdad?
-Estoy pensando en el peligro -respondió Lillian-. Por fin.
-Eso significa que estás viva -dijo la voz-. Recréate en la sensación de acuidad que produce el peligro.
-¿Qué hora es ahí? Nunca sé calcularlo con exactitud.
-Poco más de las cuatro de la tarde. ¿Por qué?
-Pronto te irás a casa con tu mujer -respondió-. Quiero imaginarme eso en estos momentos. A veces, es importante evocar sentimientos desagradables.
-No sucederá nada, Lillian.
-No te sucederá nada a ti. Qué fácil es desde tu privilegiada posición.
-Desde mi privilegiada posición -replicó la voz-, nada es fácil. Quiero que lo recuerdes.
Lillian veía pasar el tráfico ante ella como si se tratara de un programa de televisión. Estaba ya distanciándose de la monotonía de la vida.
o-¿Cuándo lo tendrás? -dijo la voz en su oído.
-Mañana por la noche. -¿Por qué le palpitaba tan violentamente el corazón?-. Pero todavía estará muy lejos de ti. -¿Era porque sabía lo peligroso que podía ser aquel hombre? No para ella, naturalmente, pero sí para otros.
-Tú te ocuparás de eso o-dijo suavemente la voz-. Tengo completa confianza en ti. Y, en cuanto a tu familia, te he asegurado que no tuve nada que ver con el asesinato de tu marido.
-¿Has oído algo acerca de Audrey?
-No, lo siento. Su secuestro sigue siendo tan misterioso como la muerte de Philip.
Por un instante, pareció como si fuese Joñas. Pero es que aquellos dos hombres tenían mucho en común. Lillian apoyó la frente contra la cabina telefónica.
-Estoy cansada -dijo-. Estoy muy cansada.
-Es ya casi el final -dijo la voz-. Dentro de tres días nos reuniremos, y todo habrá terminado. Para siempre.
-¿Y mis hijos?
-Haré todo cuanto esté dentro de mi considerable poder para mantenerlos libres de daño. Como Dios extendiendo los brazos en torno a ellos.
-¿Debo poner toda mi fe en ti, entonces?
Él se echó a reír.
-Bueno, creía que ya lo sabías -dijo-. Siempre lo has hecho.
-¿Quieres acostarte conmigo? -preguntó Michael.
Eliane se echó a reír.
-Posiblemente. Sí. -Se hallaban en la cocina, donde ella estaba preparando la cena-. ¿Qué te hace preguntarlo?
-Pensaba por qué me habrías invitado a venir.
-Porque quería -respondió ella, sencilla y directamente. Esto era algo que hacía bien. Fue hasta el frigorífico y sacó unas verduras.
-¿Qué hay de tu amigo?
-¿Qué hay de él? -Arrancó un manojo de hojas de lechuga.
-Es Yakuza -dijo Michael.
Ella se volvió, interrumpiendo lo que estaba haciendo.
-¿Cómo lo sabes? Yo no te lo he dicho.
-Claro que lo has dicho. Has mencionado el giri, un término yakuza. ¿O es giri algo de tu otra vida en la gran ciudad?
-¿Qué sabes de la Yakuza? -dijo Eliane, reanudando su tarea de cortar verdura.
Michael se levantó.
-Lo suficiente como para sentirme nervioso si tu amigo cruzara esa puerta en estos momentos.
Eliane sonrió.
-Después de la forma en que me has salvado esta tarde, me costaría imaginar algo que te pudiera poner nervioso.
-Las pistolas me ponen nervioso -dijo Michael, mordisqueando una hoja de lechuga.
Eliane le observó mientras comía.
-Los periódicos están llenos de cosas sobre la Yakuza. ¿Pero dónde te enteraste de lo que es el giri?
-He estudiado varios años en Japón -respondió Michael-. Mi padre me envió allí. Él sirvió en los servicios armados americanos en Tokio después de la Segunda Guerra Mundial. Eliane bajó la vista hacia las verduras que estaba cortando.
-¿Qué estudiaste en Japón?
-Aprendí a pintar -respondió.
-Pero no sólo eso -dijo ella-. He visto la kaíana en la trasera de tu jeep. ¿Sabes usarla?
-Aprendí muchas cosas en el Japón -respondió Michael-. Pero la más importante fue pintar.
-¿Es a eso a lo que te dedicas? ¿A pintar?
-En parte. Es lo que me hace más feliz. Pero también tengo que ganarme la vida. -Le habló del negocio de impresión artística que había creado.
Ella sonrió.
-Debe de ser maravilloso poder coger un pincel y crear algo -rió-. Te envidio. Las cosas en blanco me aterran. Páginas en blanco, lienzos en blanco. Siempre siento el impulso de pintarlos de un negro indeleble.
-Si lo haces, desaparecen -dijo Michael.
-Así dejan de ser amenazadores, ¿verdad? -Apartó a un lado el montón de chalotes picados y empezó con las setas-. Su anarquía queda controlada, o, al menos, contenida.
-¿Anarquía?
-Sí. ¿No te resulta siempre intimidante un lienzo en blanco? Quiero decir que hay tantas direcciones en las que se puede ir... Es desconcertante.
-A menos -dijo Michael- que sepas lo que vas a pintar antes de acercarte siquiera al lienzo.
Eliane frunció el ceño.
-¿Siempre sabes lo que vas a hacer antes de hacerlo? ¿No resulta aburrido?
-¿Ya has contestado a tu propia pregunta? -sonrió-. Sé cómo voy a empezar. Después... -se encogió de hombros.
Ella parecía estar reflexionando en algo.
-¿Hasta qué punto conoces a la Yakuza? Ya sé que has dicho que viviste algún tiempo en el Japón. ¿Llegaste a conocer a algún yakuza?
-No que yo sepa. Pero quizá no son tan diferentes de otras personas que conocía allí.
-Oh, ya lo creo que son diferentes -dijo Eliane-. Los yakuza son una casta aparte. La sociedad japonesa los considera parias, y ellos se complacen en el papel que les adjudican. La palabra Yakuza está compuesta de ideogramas que designan tres números. Su suma es un número perdedor en el juego. Los yakuza se consideran a sí mismos condenados. Destinados a ser héroes dentro de su cosmos cerrado.
-Por lo que sé de ellos -dijo Michael-, son demasiado peligrosos para ser románticos.
Ella asintió con la cabeza.
-Son muy peligrosos. -Dejó a un lado el cuchillo y encendió uno de los quemadores de la cocina de gas, sobre el que había puesto una olla-. Quizá no debiera decirte eso, pero -le dedicó una breve sonrisa-, tú tienes que protegerme siempre, ¿no?
Como Michael no dijera nada, continuó:
-La verdad es que mi amigo me pone nerviosa. Tienes razón. Es yakuza. Durante algún tiempo fue emocionante salir con él, ¿comprendes? No, supongo que no lo comprendes.
-Es un tipo importante -dijo Michael-. Un kahuna.. Claro que comprendo. -Tomó otro trozo de lechuga-. ¿Qué ocurrió?
-Es un patán -respondió ella-. Le gusta imponerse a todo el mundo, enzarzarse en peleas. No puedo soportarlo.
Michael se encogió de hombros.
-Díselo.
Eliane se echó a reír.
-Ya lo hice. ¿Y qué? Da igual. El es sordo para esas cosas. Hace lo que quiere. Está acostumbrado al poder. No puedo impedírselo.
-Seguro que puedes -dijo Michael-. Si lo intentas.
-A mí también me ponen nerviosa las pistolas -dijo ella entonces-. ¡Ay! -Soltó la olla de agua hirviendo y se chupó la mano-. ¡Maldita sea!
Michael le cogió la mano y la examinó. Estaba roja en el lugar en que el asa de la olla y luego el agua la habían quemado. Había una zona en carne viva-. ¿Tienes algún desinfectante?
Eliane meneó la cabeza.
-Y tampoco vendas. -Volvió a chuparse la mano-. No te preocupes. Viviré.
Michael la miró.
-¿Es eso lo que hizo tu amigo -preguntó, volviendo al tema-, agitar una pistola delante de tu cara?
-Al final -dijo. Volvió a coger el cuchillo, dando un pequeño respingo al entrar en contacto con el mango-. Primero, me pegó.
-Cristo. -Michael estaba pensando en lo que Hans le había hecho a Audrey.
o-Es muy... físico.
Apáñatelas, debería haberle dicho. Tú te metiste sola en esto, sal de ello sola. Pero no hizo lo sensato. ¿Por qué? Porque ¿y si el individuo trabajaba para Fat Boy Ichimada? Representar el papel de amante celoso le haría ganar mucho tiempo a Michael si era descubierto. Ese tiempo podría ser vital para escapar. Seguro, pensó Michael. Ésa es la cuestión. Un juego infantil de estrategia para entrar en el castillo del malo.
-¿Para quién trabaja tu amigo? -preguntó Michael.
-¿Qué vas a hacer?
-Si no puedes obtener satisfacción del subordinado -dijo-, vete directamente a la cumbre.
Eliane se echó a reír. -Eso tiene gracia. -No bromeaba. -No te creo.
-Ponme a prueba. ¿Para quién trabaja tu amigo? -Para un tipo llamado Fat Boy Ichimada. Es el kahuna de la Yakuza en las Islas.
-¿Dónde vive Ichimada? -preguntó Michael. Sabiéndolo ya.
-Justo enfrente de donde chocamos esta mañana. En Kahaku-loa, ¿recuerdas?
-Tengo que ir -dijo Michael, dirigiéndose hacia la puerta.
-¿Adonde vas? -Se secó las manos con el delantal de algodón-. La cena está casi lista.
-Dijiste que estaba obligado a cuidar de ti.
Ella salió de la cocina.
-¿Hablas en serio?
Michael la miró.
-¿Tú no?
-Oh, vamos -rió ella, tratando de echarlo a broma-. Además, hay pistolas allí. Muchas pistolas. A Ichimada no le gustan los huéspedes que no han sido invitados.
Michael fue hasta la puerta.
-Muy bien -dijo-, las evitaré.
-¿Por qué diablos haces esto?
-Ya te lo he dicho.
-Y no te creo ni una palabra. En primer lugar, acabamos de conocernos. En segundo lugar, ¿por qué habrías de hacer esto ahora, cuando podrías ir mañana, durante el día, como cualquier ser humano normal?
-A plena luz del día -repuso Michael-, Ichimada me verá llegar.
-No vas allá por mí -dijo ella-. Quieres algo de Ichimada para ti mismo.
-Quizá. -Se encogió de hombros-. ¿Y qué?
-¿Por qué me mientes? ¿Por qué esa tontería sobre tu obligación de cuidar de mí?
-No es una tontería -replicó él.
-Parece que hablas en serio. -Meneó la cabeza, desconcertada-. No te comprendo.
-No te esfuerces en comprenderme -dijo él-. Soy un enigma incluso para mí mismo.
Cuando vio que él se disponía a marcharse, Eliane se quitó el delantal.
-Está bien. Iremos juntos.
-Ni hablar.
Ella se puso una chaqueta y se soltó el pelo.
-¿Cómo piensas entrar en la oscuridad en el terreno de Ichimada?
-Entraré -respondió él.
-¿Sí? ¿Sabes algo acerca de los perros, los cables tendidos casi a ras de tierra, los reflectores? -Le escudriñó el rostro-.
Además, ni siquiera sabes cómo se llama mi amigo ni qué aspecto tiene.
Michael comprendió la situación en que eso le colocaba. No quería llevar a nadie consigo cuando se infiltrase en los terrenos de Fat Boy Ichimada, pero no tenía opción. Esta mujer sabía que le había mentido, que tenía un motivo secreto para entrar en la villa de Fat Boy Ichimada. Si la dejaba allí, Eliane podía muy bien llamar por teléfono a su amigo en cuanto Michael saliese, y no tenía el menor deseo de que los hombres de Ichimada estuvieran esperándole a su llegada a la villa de Kahakuloa.
-Está bien -dijo, abriendo la puerta-. Vamos. Pero manten la boca cerrada y haz lo que yo te diga, ¿de acuerdo?
-Desde luego, jefe -sonrió Eliane-. Lo que mandes.
-¿Te duele la mano?
-No mucho -respondió ella.
Pero él se la había visto cuando subía al jeep. Se apartó de la carretera principal al llegar a Lahaina, y ella le dirigió hacia una farmacia, donde compró vendas, ungüento para quemaduras, un rollo de esparadrapo y un pequeño pulverizador de "Bactrine".
De regreso en el jeep, le pulverizó el antiséptico en la herida de la mano y se guardó el bote en el bolsillo. Luego, aplicó el ungüento, arrolló la venda en torno a la quemadura y la sujetó con el esparadrapo.
-¿Qué tal ahora?
-Mejor -respondió ella-. Gracias.
Emprendieron de nuevo la marcha, continuando en dirección noroeste. A su derecha se hallaban las montañas del oeste de Maui, tan almenadas como el baluarte de un castillo. A la izquierda, el Pacífico se hallaba iluminado por la luz de la luna, que trazaba una rielante pincelada sobre su tranquila superficie. Sobre el cielo, se recortaban las negras siluetas de los mástiles y aparejos de los barcos pesqueros fondeados en el puerto. Más allá, navegaba lentamente un vapor de línea. Brillantes hileras de luces delineaban su cubierta, y, una vez, una ráfaga de viento llevó hasta sus oídos el sonido de una banda de música.
-Creo que necesitas un nuevo amigo -dijo Michael.
-En primer lugar, a él no lo necesitaba -replicó ella.
Estaban atravesando a toda velocidad Kaanapali, la extensa zona turística, llena de hoteles, chalets, restaurantes y la única sala de cine en varios kilómetros.
Diez minutos después, estaban en los campos de golf de Kapa-lua, descendiendo hacia el océano, cuando terminó la carretera. Pasaron por delante del pequeño supermercado. Torcieron a la derecha por la carretera antigua. Pronto estarían en la punta más septentrional de Maui. Bordeándola para enfilar hacia el Sur. Hacia Kahakuloa.
La luz de la luna que antes había iluminado el rostro de Eliane moteaba ahora la carretera. La inconstante luz le obligó a reducir la velocidad. Tenía los hombros encorvados en el esfuerzo de concentración necesario para rodar por una carretera que, sabía, podía convetirse en cualquier momento en un camino de tierra surcado por profundas rodadas.
El Pacífico se estrellaba contra las dentadas rocas que se alzaban quinientos metros por debajo de ellos. Habían dejado atrás Fleming Beach y estaban ahora comenzando el torturante recorrido a lo largo de los acantilados de Honokohau.
Michael apagó los faros del jeep y redujo considerablemente la velocidad. Se veía en la necesidad de circular sin luces para asegurarse de que los vigilantes de Fat Boy Ichimada no los viesen aproximarse.
Las colinas de Kahakuloa.
El jeep de Eliane había caído por el acantilado a menos de quinientos metros de allí. Michael pasó ante una verja cerrada. Un momento después, se detuvo en un ensanche rocoso tallado en el borde del acantilado. Había muchos de esos ensanchamientos a lo largo de una carretera por cuyas sinuosas curvas era imposible que pasaran dos coches a la vez.
Michael apagó el motor.
-Bien -dijo-. Ya has llegado bastante lejos. ¿Cómo se llama tu amigo?
-Popeye.
-Y tú, Olivia. ¿Cómo se llama, Eliane?
-Si te lo digo, me dejarás aquí.
-Ésa es la idea.
-Quiero ir contigo.
-¿Por qué?
-Fue a mí a quien pegó, ¿recuerdas? ¿No comprendes que puedo ser de alguna ayuda?
-Por eso te estoy pidiendo que me des el nombre de tu amigo.
Ella meneó la cabeza.
-Tú no has venido hasta aquí para hacer que Fat Boy Ichimada mantenga alejado de mí a mi amigo.
-Tampoco tú has venido por esa razón, ¿verdad?
Ella escrutó las sombras que velaban el rostro de Michael.
-Supongo que ninguno de los dos confía en el otro. -Se encogió de hombros-. Tal vez sea natural. No te conozco, y yo no confío en lo que no conozco.
Es una locura, pensó él. No puedo comprometer a un civil.
No se le ocurrió pensar que el día anterior también él lo era.
-Quédate aquí, Eliane. De veras.
Cogió la bolsa y la katana y bajó del jeep. Se dirigió hasta la alambrada. Sacando de la bolsa un par de alicates, se puso a trabajar. Cuando el agujero fue lo bastante grande, se introdujo por él.
Al otro lado, en el jeep, Eliane permanecía inmóvil. Entre ellos, la agujereada alambrada parecía destellar bajo la luz de la luna. Cantaban los grillos, y sobre sus cabezas, volaban, invisibles aves nocturnas.
-Michael -susurró-, llévame contigo.
Él comenzó a subir la pendiente paralelamente al camino.
-Michael -dijo ella, accionando la llave del encendido-. No me dejes.
Se encendieron los faros del jeep.
-¡Cristo! -exclamó él-. ¿Estás loca? ¡Apaga eso, Eliane!
-Llévame!
-Por amor de Dios, Eliane, todo el mundo verá...
-¡Llévame contigo! Puedo ayudar. ¿Sabes lo de las trampas para jabalíes?
Michael se detuvo. No lo sabía. No había nada sobre trampas para jabalíes en el informe del "BITE" sobre la villa de Ichimada.
Ella vio su expresión.
-Lo suponía. Las pusieron la semana pasada. Yo sé dónde están.
Michael levantó la vista hacia las estrellas, sopesando las opciones.
-Está bien -dijo.
Lejos, en algún lugar delante de ellos, empezó a ladrar un perro.
Fat Boy Ichimada, dirigiéndose a la villa en su helicóptero, vio abajo las luces, junto a la puerta principal de la alambrada. Ichimada llevaba todo el día buscando a Michael Doss. Cansado del coche, se había pasado la tarde en el helicóptero. Lejos de las polvorientas carreteras y de una posible persecución por parte de Ude. Le irritaba el hecho de que Michael Doss parecía haber desaparecido tan absolutamente como una piedra arrojada en medio del Pacífico.
El piloto, un soldado yakuza llamado Wailea Charlie, dijo: -¿Quieres que avise por radio a la casa para que suelten a los perros? No esperaba compañía, ¿verdad?
-Todavía no. -Fat Boy Ichimada estaba ya mirando por sus prismáticos infrarrojos de visión nocturna.
Vio a la mujer que estaba en el jeep. Y, luego, cuando se apagaron los faros, la siguió mientras bajaba a la carretera y se introducía a través de un agujero abierto en la valla, donde se unió a otra figura. Un hombre.
-Bájame ahí -dijo Ichimada-. Una pasada.
Wailea Charlie inclinó el helicóptero y efectuó un pronunciado viraje; Fat Boy Ichimada sintió como si el estómago intentara bajarle hasta los pies. Se concentró, manteniendo la imagen del hombre en sus prismáticos. La resolución era soberbia, pero el hombre se estaba alejando. Ichimada dio instrucciones a Wailea Charlie, y el helicóptero volvió a inclinarse más.
Fat Boy Ichimada vio ahora con claridad el rostro del hombre, y al reconocerle, se le aceleró el pulso. Aun sin haber visto la foto que Ude le había enseñado, Ichimada habría conocido aquella cara. Hubiera podido ser la de Philip Doss hacía veinte años.
-Olvídate de los perros.
Ordenó a Wailea Charlie que posara el helicóptero en la zona de aterrizaje existente junto a la casa que se alzaba en el centro del terreno cercado, pensando en lo irónico que resultaba el asunto. Se había pasado todo el día buscando al hijo de Philip Doss, y ahora el hombre acudía por su propia cuenta a la casa de Fat Boy Ichimada.
Ha empezado la carrera, pensó, mientras el polvo se arremolinaba alrededor del helicóptero al tocar éste tierra, y yo he tomado la delantera.
Pero cuando hubo salido, encorvado, de debajo del diámetro de los rostros todavía en movimiento, vio que alguien había soltado a los doberman. El tono de sus ladridos le indicó que ya habían captado el olor del intruso.
Fat Boy Ichimada empezó a correr.
Estaban todavía lejos de la casa cuando Michael oyó los ladridos de los perros. Ya había identificado el sonido de un helicóptero.
o-Saben que estamos aquí -dijo, cogiendo a Eliane por el brazo y echando a correr.
-Por ahí, no -dijo ella, llevándole hacia la izquierda-. Está lleno de trampas. ¿Lo ves? -le dijo mientras señalaba un artefacto de aspecto amenazador: una bien camuflada trampa para jabalíes.
Michael se alegraba ahora de haber llevado a la mujer consigo. Metió la mano en su bolsa y tiró varias bolitas de algodón a la derecha y, luego, a la izquierda.
-¿Qué es eso? -preguntó Eliane.
Por lo menos, no jadea, pensó Michael mientras corrían por una empinada pendiente. No es el estorbo que había temido que sería. Se internaron en un bosquecillo, entre cuyas espesas sombras permanecieron unos momentos.
-Sangre seca -dijo-. Los jardineros la usan para mantener lejos de sus flores a animales perjudiciales, tales como conejos. Espero que la sangre desoriente a los perros. -No por mucho tiempo -respondió Eliane. -No necesito mucho. Vamos.
Michael la cogió de la mano. Agachándose, avanzaron por entre los matorrales. Él podía distinguir las luces de la casa de Fat Boy Ichimada por entre las oscilantes ramas de los árboles. No se acercó directamente a su iluminación, sino que empezó a describir un círculo hacia la izquierda, alejándose de los ladridos de los doberman.
La topografía del terreno era una cosa viva en el cerebro de Michael. Se había pasado la mayor parte del viaje en avión reteniendo en la memoria todo lo que tío Sammy le había dado sobre Fat Boy Ichimada. Sabía ahora que necesitaría hasta la última brizna de información contenida en la carpeta de "BITE". Los cables sobre el suelo no fueron difíciles de salvar una vez que los hubo localizado. Tenía buen cuidado de mantener a Eliane directamente detrás de él, a fin de que no llegara a tropezar con uno mientras él estaba trabajando en neutralizar otro.
Continuaron avanzando, rodeando más de cerca ahora la casa. Pero había tardado más de lo previsto en inutilizar los cables. El ladrido de los doberman cambió de tono, y comprendió que habían encontrado los algodones de sangre seca. Frustrados, habían empezado a captar otro olor.
Michael empujó a Eliane hacia delante, haciendo caso omiso de los reflectores. Su plan había sido sortearlos; no había tiempo. Salió de entre las negras sombras de los árboles, a través de un exuberante césped, urgiendo a Eliane a seguirle.
Comprendió su error demasiado tarde. Los reflectores, constelando la noche, devorando la oscuridad en grandes y terribles trozos, se concentraron súbitamente en él. Los perros, con su presa a la vista ahora, saltaron al césped desde el negro bosque, y corrieron hacia el lugar en que Michael y Eliane recortaban sus siluetas contra la blanca fachada de la casa de Fat Boy Ichimada.
Michael pensando: hay tres doberman. Son machos adultos de gran corpulencia -había dicho tío Sammy-. Han sido adiestrados para el ataque, hijo. ¿Sabes lo que eso significa? Una vez se les da la orden concreta, nada sino la muerte puede detenerlos. Se lanzarán directamente a tu garganta y harán todo lo posible por degollarte.
-¿Qué diablos está pasando? -rugió Fat Boy Ichimada-. ¿Quién ha soltado los perros?
En ese momento se encendieron los reflectores. Buda, pensó Fat Boy, con toda esa iluminación Michael Doss no tiene ninguna oportunidad. Los perros lo despedazarán.
Vio a uno de los adiestradores de los doberman y empezó a gritarle.
-Ahórrate el aliento -dijo una voz-. Se ha acabado el recibir órdenes de ti.
Fat Boy giró en redondo y vio a Ude salir de la oscuridad de los alpendes.
-Están todos.
-¡Ésta es mi casa! -gritó Ichimada-. ¡Éstos son mis hombres!
-Ya no. -Ude estaba sonriendo. Estaba disfrutando enormemente con aquello-. Ya te dije que Masashi me ha dado absoluto control sobre esta situación. Yo soy oyabun aquí. A partir de ahora soy yo quien da las órdenes.
Fat Boy Ichimada dio un paso hacia Ude y se detuvo al ver que éste le apuntaba con una ametralladora "Mack-10".
-Yo no haría eso -advirtió Ude-. No pienso dejar que te acerques demasiado. Sé lo que esas manos son capaces de hacer.
-Negociemos -dijo Fat Boy Ichimada-. Podemos hacer un trato.
-¿Sí? ¿Qué tienes tú que yo no tenga ya?
-Dinero.
Ude se echó a reír.
-Alguien viene hacia aquí, Ichimada. Tal vez me digas quién es.
-No lo sé. Algún chico del pueblo, probablemente.
Ude frunció el ceño.
-Estoy harto de tus mentiras -hizo un gesto-. Entra en la casa.
-¿Cómo vas a ocuparte de mí y del intruso?
Ude soltó un gruñido.
-Dejaré que otro se ocupe de ti.
Hizo un movimiento con la "Mack-10", y Fay Boy Ichimada se volvió. Wailea Charlie le estaba apuntando con una pistola.
El piloto le dirigió una sonrisa de excusa.
-Lo siento, jefe -dijo-. Pero cuando Tokio habla, yo tengo que escuchar.
-Llévale a la casa -dijo Ude a Wailea Charlie. Estaba volviendo ya su atención a los sonidos de los perros.
Michael había enviado a Eliane en una dirección que la apartaba en agudo ángulo del iluminado perímetro de la casa, mientras él avanzaba hacia la luz. Los perros estaban acortando distancias; no había gran cosa que pudiera hacer al respecto.
Al llegar a las sombras de un corpulento árbol, se volvió y echó la bolsa que llevaba a las ramas más bajas. Luego, sacó la katana que tío Sammy le había dado. Era antigua y bien hecha. Aunque el puño de cuero enrollado estaba brillante y desgastado, la hoja tenía un peso y un equilibrio perfectos, cualidades ambas que eran cruciales.
Salieron de las sombras a la vez, como se les había enseñado a hacer. Michael se situó de costado. Su cadera derecha estaba hacia ellos. Agarró la katana con las dos manos, conforme a las reglas. Tenía el codo izquierdo levantado. El peso de su cuerpo descansaba sobre la pierna y la cadera derechas.
Saltaron dos perros sobre él. Entraron al mismo tiempo en la zona de luz. Llegando desde ángulos diferentes, quedaron extrañamente iluminados, de tal modo que parecían dos mitades de una sola y monstruosa criatura.
lío ryodan. Partir en dos a un adversario de un solo golpe. Michael entró en movimiento. Estaba observando los arcos de los saltos que daban. Levantó la katana, y en ese movimiento preliminar la hoja -tan afilada que desaparecía cuando se la miraba de frente- golpeó en el tórax al primero de los doberman.
Michael todavía en movimiento, su hombro izquierdo apartándose del animal. Su golpe hacia abajo -la segunda mitad de la maniobra de la rueda- atravesó el torso del segundo animal.
Michael giró sobre sí mismo. El tercer doberman estaba agazapado justo fuera del alcance de su espada. Gruñó, mostrando los dientes. Sus músculos se contraían espasmódicamente bajo su reluciente piel negra.
Cuando se movió, las uñas de sus patas traseras trazaron profundos surcos en la tierra y se lanzó hacia la izquierda de Michael. Cuando éste giró sobre sí mismo para apartarse, saltó. Utilizando el usen satén, Michael se agachó. Levantó al mismo tiempo la katana, desgarró el costado izquierdo del doberman.
El animal cayó a los pies de Michael, donde quedó tendido de costado, jadeando, mientras se le vidriaban los ojos.
Michael bajó la katana. Hizo una profunda inspiración. Y entonces la katana salió volando de sus manos.
Cayó encima del perro agonizante. Trató de volverse y sintió un gran peso sobre él y el rechinar de dientes. Dolor al rasparle las uñas. ¿Qué? ¡El primer perro! Había logrado hacer acopio de las fuerzas que le quedaban y le había atacado de nuevo.
Le había sujetado las patas delanteras, pero las patas traseras empezaron a actuar sobre él. No había en el arsenal de Michael nada que le sirviera para enfrentarse a la furia animal del dober-man a corta distancia. Estaba perdiendo su presa.
Vio su espada en el suelo, fuera de su alcance. Estaba usando de toda su fuerza para mantener apartadas de su garganta las mandíbulas, que se movían frenéticamente. Entretanto, las poderosas patas traseras estaban haciendo todo lo posible por abrirle el vientre.
Las mandíbulas estaban aproximándose ya a su rostro. Se estaba volviendo cada vez más difícil desviar el furioso e imprevisto ataque.
Había una posibilidad, pero suponía tener que liberar una de sus manos y valerse de la otra para contener la cabeza del animal. Tenía que intentarlo. ¡Ahora!
Liberada la mano izquierda, la derecha sujetó el hocico del do-berman para mantenerlo a raya. Pero las mandíbulas se movían más rápidamente ahora. Era como si el animal percibiese que su fin estaba próximo. El conocimiento de ello aumentó su frenesí, y sus abiertas mandíbulas, goteando saliva se acercaron más aún a la desprotegida garganta de Michael.
Los dedos de su mano izquierda se cerraron en torno a un metal frío y curvo. Lo alzó y pulverizó el antiséptico de "Bactrine" directamente sobre los ojos, nariz y boca del perro.
El doberman lanzó un aullido y se apartó de un salto. Michael se incorporó y cogió su espada. El perro, cegado, se abalanzó inmediatamente sobre él. Michael cayó y retorció el torso al hacerlo. De un mandoble, le partió al perro la columna vertebral.
Arrojó a un lado el cadáver y se levantó. Venía gente.
Quedó en pie, con las rodillas dobladas. Se colocó la katana sobre el hombro derecho, de manera que quedaba proyectada hacia atrás, como podría uno llevar una sombrilla para protegerse de los rayos del sol al caer la tarde.
Dos homres armados con fusiles de asalto M-16 brotaron de entre las sombras de las que momentos antes habían emergido los doberman. Michael se adelantó, descargó un espadazo y, luego, girando sobre sí mismo, golpeó horizontalmente. Los hombres se unieron a los perros.
Permaneció inmóvil unos momentos, escuchando. Cuando tuvo la seguridad de que no había nada hostil en las inmediaciones, cogió la vaina e introdujo en ella la katana. Sujetándosela en el cintu-rón, trepó al árbol y recuperó la bolsa.
Se dejó caer al suelo y, luego, se dirigió hacia la casa.
Ude estaba dentro del perímetro iluminado por los reflectores cuando oyó que los doberman dejaban de ladrar. Esperó un minuto y medio exactamente. Como no oyera nada más fuerte que el aleteo de una alevilla, habló en voz baja en su walkie-talkie. No hubo respuesta a sus repetidas llamadas.
Ude ordenó que todos los que se encontraban en la casa -cinco, sin contar a Fat Boy Ichimada- se armasen con fusiles M-16. Wai-lea Charlie ya estaba armado. Ude les dijo que disparasen a herir, aunque ninguno de ellos sabia a quién tenían que apuntar.
Ordenó a Wailea Charlie y a Fat Boy Ichimada que le siguiesen fuera del cuarto de estar.
-¿Qué quieren? -preguntó Wailea Charlie.
-Cierra el pico -dijo Ude-. Asegúrate de que Ichimada se queda quieto en un sitio y cuida de que no se acerque a las armas.
Estaba comprobando la carga cuando la ventana saltó hacia adentro. Una lluvia de cristales cayó sobre ellos.
Los yakuza abrieron fuego con sus M-16, haciendo trizas por completo al objeto.
En el instante en que la flecha salió despedida, Michael dejó caer la pequeña ballesta de caza y echó a correr hacia el lado este de la casa. Haciendo palanca, abrió una ventana que daba a un dormitorio y se introdujo por ella.
Esperaba que la boya de vinilo que había lanzado contra la ventana delantera atándola a la flecha de la ballesta, le hubiera proporcionado tiempo suficiente.
El dormitorio estaba vacío. Sacó su katana y abrió cautelosamente la puerta. Percibió el olor a cordita. Sonaron más disparos en la oscuridad. Quizá, pensó, se mataran unos a otros.
Torció a la izquierda por el pasillo. A continuación estaba la suite de Fat Boy Ichimada. Abrió violentamente la puerta, empuñando la espada ante sí. Atravesó corriendo el dormitorio y atacó el cuarto de baño. Vacío.
Era preciso que examinase todas las habitaciones para determinar quiénes quedaban y cuántos eran.
Otro cuarto de baño, también desierto.
Llegó ahora a una bifurcación. A su izquierda había un despacho; a la derecha estaba la cocina y, más allá, el cuarto de estar. La cocina era el lugar al que evidentemente había que dirigirse, ya que la ausencia de grandes ventanas en ella la hacía recomendable para una táctica defensiva.
Se situó a un lado de la puerta batiente y levantó la espada hasta que su punta tocó la madera. Luego, empujó, abriendo la puerta.
Había dos yakuza, uno de los cuales disparó de inmediato.
Pero Michael había entrado en tromba, hecho una pelota. Se incorporó, descargando lateralmente un golpe con la espada. Alcanzó a un hombre, que lanzó un grito, mientras el otro se volvía.
Michael lanzó un tajo, inmediatamente después otro, y el hombre se desplomó.
Echó a correr por el pasillo mientras una ráfaga de disparos de ametralladora brotaba de la otra puerta de la cocina. Otro yakuza en la zona del comedor, tableteando su M-16 mientras la puerta que daba a la cocina se desintegraba.
Michael lo derribó con un poderoso tajo de su espada. Retrocedió al sonar más disparos. Se retiró por el pasillo, atrayéndolos tras de sí.
Cuando los oyó llegar, se volvió y corrió hasta el punto en que se bifurcaba el pasillo. Fue cinco pasos en dirección a la cocina, metió la mano en el bolsillo y sacó un mechero y media docena de petardos de mecha larga.
Se dirigió por la otra rama del pasillo, hacia el despacho de Fat Boy Ichimada.
Cuando Ude vio los destrozados restos de la boya de vinilo, mandó dos hombres a la cocina y otro adonde empezaba el pasillo que daba al comedor. Mantuvo a los demás donde estaban.
Pero a los pocos minutos se vio obligado a alterar su táctica. En primer lugar, todos habían tenido su primer atisbo de uno de los intrusos.
Ude ordenó inmediatamente a los tres yakuza restantes que avanzaran por el pasillo. Cuando comenzaron a moverse, él empezó a seguirles, no con recelo, pero sí cautelosamente.
Los disparos de las armas eran ensordecedores. Ude veía a los tres hombres avanzar con paso firme. Pero cuando llegaron a la bifurcación del pasillo, algo sucedió. Los hombres se precipitaron hacia la cocina. ¿Qué se proponían? Ude les gritó pero no podían oírle.
Vio entonces una borrosa sombra atravesar el espacio abierto existente al principio del pasillo. Un destello de pulido acero. ¡Una katana] -¡Ah! -exclamó Ude-. Michael Doss.
Pasó unos momentos preciosos valorando la situación y, luego, retrocedió por el pasillo. Se olía una trampa, y no tenía intención de meterse dentro de ella.
Cuando volvió, iba con Wailea Charlie tambaleándose hacia delante.
Hasta la punta de algo afilado, reluciente y aparentemente interminable. Atravesó de parte a parte a Wailea Charlie mientras éste gritaba. Luego, el desvanecimiento sustituyó al agudo dolor, y se desplomó.
Michael retiró la hoja y retrocedió por el pasillo. Abrió de una patada la puerta de la última habitación y entró. El despacho. Contenía una ornamentada mesa, un sillón de gran tamaño y, detrás, una ventana abierta que daba sobre los terrenos ahora inundados de luz. En las paredes había grabados de hojas de plátano.
¿Dónde estaba Fat Boy Ichimada?
Michael dio media vuelta, y se detuvo en seco.
Ude estaba allí, llenando el vano de la puerta.
-Suelte la katana -dijo Ude, apuntando la "Mack-10" en dirección a Michael. Estaba decidido a apretar el gatillo y no soltarlo hasta que el intruso quedara hecho pedazos-. Michael Doss. -Entró en la habitación-. Creo que eso es bueno. Para mí.
Se echó a reír.
-Voy a matarle, naturalmente -dijo, observando atentamente a Michael mientras éste se disponía a depositar la katana a sus pies. Meneó la cabeza-. No. Déjela sobre la mesa, con el puño hacia delante. No quiero que la tenga cerca.
Movió afirmativamente la cabeza cuando Michael obedeció.
-Eso está mucho mejor.
Sonrió, agitando la "Mack-10"; adoraba el poder que le daba la pistola ametralladora.
-Tiene muchas cosas que contarme antes de que me tome el placer de matarle. -La sonrisa parecía petrificada en su rostro-. Creo que disfrutaré más aún con el preludio.
-¿Quién es usted? -preguntó Michael.
Ude enarcó las cejas.
-Soy un miembro del Taki-gumi. ¿Ha oído hablar de mi oya-bun, Masashi Taki? Claro que sí. -Sin dejar de apuntar a Michael con la "Mack-10", sacó el trozo de cordón rojo que le había dado el hawaiano-. ¿Le resulta familiar? Esto era para usted. Su padre lo dejó aquí, en Maui. Ahora va a decirme qué significa y dónde está escondido el documento Kaíei.
-¿De qué está hablando? -Michael se sentía sinceramente desconcertado.
Pero Ude estaba meneando la cabeza.
-No, no. Se equivoca. Las preguntas las hago yo.
-Pero yo no...
-Este cordón rojo. -Lo balanceó-. ¿Qué es?
Me resulta familiar, pensó Michael. ¿Dónde lo he visto antes?
-Usted mató a mi padre -dijo Michael-. ¿Cree que voy a decirle algo?
-Acabará por hacerlo -respondió Ude-. No tengo la menor duda. -Empezando a apretar el gatillo de la "Mack-10".
-Tú no vas a matar a nadie.
Ude giró en redondo.
Fat Boy Ichimada estaba en el umbral, con una pistola que parecía casi perdida en su enorme mano.
Los dos hombres dispararon al mismo tiempo. El voluminoso cuerpo de Fat Boy Ichimada lanzó un chorro de sangre mientras se desplomaba hacia atrás en el pasillo.
La "Mack-10" de Ude estaba todavía disparando cuando Michael se abalanzó a coger su katana. Ude estrelló la culata de la pistola ametralladora contra la muñeca de Michael.
Un intenso dolor recorrió el brazo de Michael, que soltó un gruñido y se dejó caer de rodillas.
Ude chasqueó la lengua.
-No -dijo-. No va a ser tan fácil.
Golpeó el rostro de Michael con la "Mack-10" antes de retirarse a prudente distancia. Cuando vio que Michael empezaba a sangrar por la nariz se echó a reír.
-Va a decirme lo que quiero saber. -Sopesó el arma-. Tengo mucho tiempo ahora..., todo el tiempo del mundo. No hay nadie cerca que pueda molestarnos... ni oír sus gritos de dolor. Que seguramente lanzará cuando le pegue un tiro en un pie. Una hora después, le dispararé en el otro. Luego empezaré con las manos. Piense en eso. Ir por la vida sin manos ni pies. Como mínimo, será todo un desafío, ¿neh?
-Vayase al infierno -exclamó Michael.
Ude se encogió de hombros y rió.
-Más divertido para mí.
Apuntó la "Mack-10" al pie derecho de Michael.
Un sonido se estaba formando ya en la habitación. En una fracción de segundos, Ude vaciló y empezó a volverse hacia la ventana.
Michael vio la sombra, sin poder dar crédito a sus ojos.
Eliane había entrado por la ventana y blandía ahora la espada de Michael corno sólo un maestro hubiera podido hacerlo. El filo de la hoja dio contra la "Mack-10", que saltó de la mano de Ude. Brotó un chorro de sangre.
Pero Eliane asestaba ya su segundo golpe, y Ude, gateando desesperadamente, estuvo a punto de ser decapitado. Tropezó contra la esquina de la mesa, gruñó sordamente y se precipitó al pasillo.
Michael cogió la "Mack-10" y se lanzó en persecución de Ude. Tuvo que saltar por encima del cuerpo de Fat Boy Ichimada. Vio la forma de Ude desaparecer por un recodo, y para cuando llegó a la puerta principal no había ni rastro de él.
A su espalda, oyó que Eliane le llamaba. Volvió al despacho. La encontró arrodillada junto a Ichimada. Le había vuelto boca arriba y parecía estar hablando con él. De su boca abierta surgía un ronco murmullo. Su mirada pasó de Eliane a Michael.
-Tú eres el hijo de Philip Doss, ¿no? -dijo, con cierta dificultad.
Michael se arrodilló junto a Eliane. Asintió.
-Soy Michael Doss.
-Tu padre me llamó... el día en que murió. -Fat Boy Ichimada empezó a toser. Suspiró, y sus ojos se cerraron un instante-. Él y yo nos conocíamos... en los viejos tiempos. Cuando Wataro Taki era oyabun. Antes de que el loco de Masashi arrebatase el poder a sus hermanos.
Ichimada estaba jadeando.
Se iba haciendo difícil mirarle.
-Él sabía que yo seguía siendo leal a su viejo amigo Wataro Taki. Me pidió que te encontrase. Quería que te preguntase si te acordabas del shintai.
Michael recordó el poema de muerte de su padre: Entre la nieve que cae / Llaman las garzas a sus compañeras / Como símbolos espléndidos / de shintai sobre la tierra.
-¿Qué más dijo? -preguntó Michael-. ¿Quién le asesinó?
-No... no lo sé -Fat Boy Ichimada respiraba con dificultad, como si a sus pulmones se les hubiera olvidado funcionar-. No fue Masashi.
-Entonces, ¿quién? -preguntó Michael, con tono apremiante-. ¿Quién más habría deseado la muerte de mi padre?
-Encuentra a Ude. -Los ojos de Ichimada estaban ya fijos en algo que sólo él podía ver-. Ude halló lo que tu padre quería que tuvieses.
Michael se le acercó más. Ichimada parecía un viejo reloj de pared necesitado de reparación.
-El documento Katei -susurró-. ¿Qué es?
-Tu padre se lo robó a Masashi. -Quizás Ichimada no podía ya oír a nadie más que a sí mismo-. Masashi hará cualquier cosa por recuperarlo. Mandó a Ude aquí. -¿Quién es Ude?
-Ude me disparó -dijo Fat Boy Ichimada-. ¿Le alcancé yo también?
-Estaba sangrando -respondió Michael. No quedaba mucho tiempo-. Ichimada, ¿qué es el documento Kaíei?
La mirada del hombre se desplazó de Michael a Eliane. -Pregúntaselo a ella -dijo-. Ella sabe. -¿Qué?
Fat Boy Ichimada sonrió a algo que sólo él podía ver. ¿Un atisbo, quizás, del otro mundo?
-Fe -dijo- y deber. Ahora comprendo su significado. Son una y la misma cosa.
-Luego, todo aliento -la vida que le quedaba- huyó de él. Michael cerró los párpados del yakuza. Se sentía tan cansado, que hubiera podido pasarse una semana entera durmiendo. Pero había muchas cosas en que pensar, muchas preguntas que responder.
Miró a Eliane. ¿Quién es?, se preguntó. Otra pregunta para la que debía encontrar respuesta. Pero no ahora. Primero tenían que salir de allí, curarse las heridas y, luego, dormir un poco. Eliane se levantó y le entregó ceremoniosamente la kata.no.. Michael, cogiéndola, se dio cuenta de que no le había dado las gracias por haberle salvado la vida. Se enjugó la sangre de la cara. -¿Cómo está tu mano? -preguntó.
-Probablemente duele tanto como tu nariz -respondió ella. -No parecía dolerte al coger la espada. Ella le dedicó una leve sonrisa. -Has llegado muy oportunamente.
Luego, juntos, iniciaron el lento y doloroso regreso a la civilización.