FIEBRE

 

                 ELIZABETH  LOWELL

 

 

Capítulo Uno

 

Ryan McCall se bajó de la furgoneta y empezó a desabrocharse la camisa. Había volado desde Texas hasta una pequeña pista de aterrizaje en Utah donde tenía su capricho más preciado: una avioneta que le servía para alejarse de su padre cuando quería. Luego había conducido por carreteras sin asfaltar hasta que había llegado a su casa por !a tarde. Había disfrutado de cada centímetro del camino que recoma, porque cada bache y cada piedra significaba que estaba más lejos de su padre, al que quería pero con el que no podía estar más de unas cuantos minutos cada cierto tiempo.

Rye volvió la cabeza hacia el sol y sonrió. El sol de Texas era muy fuerte, demasiado. Él prefería el de Utah, que era menos ardiente. El aire quemaba, pero el olor a pino y el riachuelo que bajaba serpenteante por la colina hacían que el ambiente fuera más fresco.

Rye cerro los ojos, y se dejó llevar por la sensación de tranquilidad que siempre apreciaba cuando volvía a su tierra. Había estado fuera sólo dos semanas, pero había parecido una eternidad.

Su padre acababa de cumplir sesenta años. Se pasaba mucho tiempo lamentándose porque no tenía ningún nieto que pudiera continuar el apellido de la familia. Hasta su hermana, que siempre había sido su más fiel aliada, le había dicho que le iba a llevar una chica muy especial al baile que Rye daba todos los años al final del verano en su rancho. Él no se había inmutado, aunque no había sido capaz de ignorar al montón de cursis que habían tratado por todos los medios de poner sus garras en el bolsillo de los McCall.

Rye hizo una mueca de desprecio. Podía permitirse el lujo de reírse de la codicia de las mujeres; estaba en casa, lejos de su alcance. En ese momento daba gracias a Dios por cada segundo que tenía de libertad. Silbando, se sacó la camisa por fuera de los pantalones y de un salto se adentró en el porche de la casa.

A los veintiún años, Rye había podido hacer uso de la herencia de su madre, y desde entonces se había limitado a cavar postes, plantar árboles y cabalgar por toda la extensión del rancho. Gracias al trabajo duro que había realizado había conseguido un cuerpo escultural. Muchas mujeres se habían quedado encandiladas contemplando sus enormes bíceps. Sin embargo, Rye no creía que su físico fuera la razón por la que se veía tan acosado por el sexo opuesto. Había visto demasiadas veces cómo su padre y su hermano menor caían en las redes de mujeres sin escrúpulos, como para pensar que hubiera alguna que no fuera detrás de su dinero. 

En cuanto traspasó el porche supo que había alguien esperándole. La habitación olía a perfume. Se dio la vuelta y vio a una mujer de pie en el comedor. Ésta había abierto el escritorio y miraba con curiosidad lo que había dentro

  —¿Haciendo un inventario? —preguntó Rye con frialdad.

La mujer dio un respingo y se volvió asustada. Observó a Rye sin perder el más mínimo detalle. Sus enormes ojos negros recorrieron cada centímetro de su cuerpo sin disimular que le gustaba lo que estaba viendo.

Una simple mirada le indicó a Rye que su padre se había pasado       y esa vez. La mujer tenía un cuerpo muy bonito e iba muy bien vestida. Parecía nerviosa, pero su porte no cambió ni siquiera un poco a pesar de ello.

-Hola—dijo extendiéndole la mano—. Me llamo Cherry Larson.

Adiós, Cherry. Dile a mi padre que lo intentaste, pero que te rechacé con tan malos modos, que tuviste que darte por vencida. A lo mejor siente lástima por ti y te compra una baratija—dijo Rye con frialdad y mirándola con desprecio, tras lo cual, se dio la vuelta

¿Tu padre?                                                                                  

Edward McCall II —contestó Rye dirigiéndose a las escaleras mientras se quitaba la camisa—. El tejano que te pagó para que me sedujeras.

Vaya —dijo ella frunciendo el ceño—. ¿Te dijo eso?

No tuvo que hacerlo. Las morenazas son su tipo, no el mío.

Cerró la puerta de su dormitorio de un golpe, dejando a Cherry con total libertad para curiosear por la casa.

Al cabo de un momento salió vestido, con una camisa de trabajo, unos pantalones vaqueros y botas de montar. Cherry estaba aún en el comedor. Pasó sin mirarla y descolgó su sombrero tejano.

Voy a montar. Cuando vuelva no quiero encontrarte aquí.

Pero, pero ¿cómo voy a volver a la ciudad?

Espera a un vaquero rubio que se llama Lassiter. Le encanta llevar a mujeres como tú.

Rye se dirigió al establo a grandes zancadas. Al entrar lo primero que vio fue a Diablo, su caballo preferido. El caballo estaba atado a la cerca, espantando moscas con su larga y negra cola. Lo habían dejado ensillado y con las bridas puestas, preparado para salir.

Rye supo sin dudarlo que al menos uno de sus vaqueros sabía cómo iba a reaccionar cuando viera a la mujer que le esperaba en la casa. Estaba casi seguro de que el astuto vaquero sería Jim.

Montó a Diablo, que relinchó impaciente por empezar a correr. Nadie lo había montado desde que Rye se había ido y Diablo era un caballo demasiado bueno como para estar tanto tiempo sin moverse.

Cuando salió del establo no se encontró con nadie, lo cual le extrañó. Era raro que ninguno de sus hombres apareciera para saludarle. Después sospechó que probablemente estarían partidos de risa, imaginándose su reacción cuando hubiera visto a la chica. Le podían haber advertido de que Cherry estaría allí, pero aquello habría echado a perder la broma. Rye sabía que no había nada que a un vaquero le gustara más que gastar bromas, fuera quien fuese la víctima. Así que estarían escondidos en cualquier parte hasta que la diversión hubiera terminado.

Rye sonrió con desgana, y después se echó a reír. Clavó las espuelas en el costado del animal al mismo tiempo que vio a un grupo de hombres saliendo del establo. Se quitó el sombrero y lo agitó antes de arrear una vez más el caballo y salir al galope.

A medida que se acercaba al prado McCall, Rye empezó a relajarse. El prado era su sitio favorito, el refugio al que iba cuando se sentía deprimido por ser Edward Ryan McCall III. Normalmente era una de las primeras personas que iban allí después de las nevadas, pero ese año había sido una excepción porque había estado muy ocupado con las negociaciones para la compra de uno de los mejores toros de su padre.

Antes de que Rye comprara el rancho, el prado había sido utilizado como pasto en el verano para las vacas y ovejas. Sin embargo, la colina que había terminado llamando el prado McCall, no había sido tocada desde hacía diez años. El doctor Thompson había convencido a Rye de que siendo como era uno de los pocos granjeros que podía permitirselo, debía ser el primero que dejara que una pequeña parte de su extensión volviera a ser lo que había sido antes de que el hombre blanco  llegara al oeste. 

La verdad era que Rye no había necesitado que le persuadieran para participar en el proyecto del doctor Thompson. Lo que a él le gustaba era la tierra. Le encantaba cabalgar al amanecer, rodeado por el silencio, y contemplar colinas, los álamos cuyo color era grisáceo o verde dependiendo de cómo les diera el viento. La tierra le daba tranquilidad.

Y si un hombre cuidaba la tierra, al contrarío que la mujer, la tierra también le cuidaba a él.

Esa misma tarde, Lisa Johansen estaba sentada junto a un riachuelo, metiendo juguetonamente los pies en el agua fría y limpia. El sol acariciaba su piel de un modo cálido y sensual que hacía que, sin darse cuenta, se pusiera a soñar despierta. «Será como las montañas, alto, fuerte, valiente. Me mirará y al verme reconocerá a la mujer de sus sueños. Sonreirá y tenderá su mano y después me tomará en sus brazos».

No importaba que estuviera despierta o dormida, porque el sueño siempre acababa ahí. Lisa reconoció con ironía que era mejor así; tenía una vaga idea de lo que iba a continuación, pero experiencia práctica, ninguna. El que no tuviera a nadie era una de las desventajas que le había proporcionado el tipo de vida que había llevado con sus padres, que eran antropólogos. Siempre había habido hombres a su alrededor, pero ninguno era para ella. Habían sido hombres con culturas muy diferentes a la de sus padres y ella.

Cogió un poco de agua con la mano y bebió. Estaba fresca y eso le gustaba. Después de dos semanas, todavía no acababa de creerse que el agua fluyera de las montañas tan clara y limpia, así que consideraba que era casi un milagro que cada día pudiera encontrarla así. Al inclinarse para beber, oyó el sonido de los cascos de un caballo que se aproximaba.

Se enderezó, y se puso la mano delante de los ojos para ver quién llegaba. A lo lejos vio dos hombres. Se puso de pie, se secó las manos en los vaqueros e hizo acopio mental de sus exiguas provisiones. Cuando aceptó el trabajo de cuidar el prado McCall, no había caído en la cuenta de que tendría que tener siempre la despensa llena. Tampoco había supuesto que los vaqueros de McCall irían a verla tanto. Les había conocido hacía diez días, y desde entonces iban al prado casi diariamente. Según decían, no había nadie que hiciera tan bien los bocadillos como ella. 

El más bajo de los dos vaqueros, que se llamaba Lassiter y era el capataz, se quitó el sombrero y le hizo un saludo. Lisa le saludó a su vez. El otro era-Jim. 

Buenos días, Lisa —dijo Lassiter, desmontando del caballo—. ¿Qué tal se están portando las semillas?

Lisa sonrió y movió la cabeza. Desde que e había dicho a Lassiter que ella estaba allí para observar cómo crecía la hierba, éste le tomaba el pelo constantemente con que las semillas podrían escaparse.'

Aún no he perdido ninguna —le contestó Lisa muy seria-—, pero estoy teniendo mucho cuidado, como tú me dijiste. Cuando hay luna llena es cuando más atenta estoy. Entonces es cuando ocurren las cosas más extrañas, eso ya lo sabes.

Lassiter escuchó lo que él mismo le había advertido hacía unos días en los labios de Lisa, y se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo. Soltó una carcajada y se golpeó la pierna con el sombrero, tras lo cual salió una nube de polvo.

Muy bien, señorita Lisa, lo está haciendo muy bien. El jefe no encontrará una sola semilla desperdigada cuando vuelva de Houston. 

Eso está muy bien también. El pobre lo estaba pasando muy mal después de haber estado un par de semanas tratando de evitar a las mujeres que su padre quiere para él. 

Lisa sonrió tristemente. Sabía lo que era no estar de acuerdo con los padres en cuestiones de matrimonio. Los suyos habían querido que se casara con un hombre como ellos, un intelectual que fuera un poco aventurero. De modo que la habían mandado a Estados Unidos a casa de un viejo amigo, el profesor Thompson, para que éste le encontrara un compañero que le fuera bien. Lisa había ido, pero no para encontrar marido. Había ido para saber si ese país podría ser su hogar, para ver si podría encontrar finalmente un sitio que pudiera ser la respuesta a la intranquilidad que le quemaba por dentro, que le pudiera dar la paz que necesitaba.

Hola,  señorita  Lisa —dijo  el  otro  hombre,  desmontando del caballo y quedándose a un lado con timidez—. Estas montañas son perfectas para usted. Es tan bonita como todas estas flores. 

Gracias —dijo Lisa, sonriendo—. —¿Cómo está el pequeño? ¿Le ha terminado de salir el diente ya?

Le está costando. El crío está bastante molesto. Pero mi mujer me ha pedido que le diera las gracias. Le puso ese aceite que usted le dio en las encías y el pequeño pareció calmarse bastante.

Lisa sonrió alegremente. Pensó que algunas cosas no cambiaban nunca, sin importar la cultura o el país del que se tratara. El aceite de clavo era un antiguo remedio para los problemas dentales, aunque había sido totalmente olvidado. A Lisa le complacía que algo que había aprendido de un mundo y una cultura que estaba a siglos de distancia de las montañas de Utah, pudiera ayudar al pequeño Jim.

Habéis llegado justo a tiempo para almorzar—dijo Lisa—.Jim, ¿por qué no vas a dar agua a los caballos mientras preparo el fuego? 

Lassiter y Jim se volvieron al mismo tiempo hacia sus monturas. En lugar de soltar a los animales, los dos hombres desataron unas bolsas que había debajo de las sillas.

Mi mujer ha dicho que debías estar más que cansada de comer siempre judías y beicon —dijo Jim, con la bolsa en la mano—. Así que para variar tal vez te apetezca algún dulce y otras cosas.

Antes de que Lisa pudiera darle las gracias, Lassiter sacó dos bolsas más.

La cocinera dijo que había mucha comida que si no se tomaba se echaría a perder. Nos haría un favor si nos la quitara de las manos.

Lisa se quedó sin habla durante un momento. Después sonrió y les dio las gracias.

Mientras los hombres daban agua a los caballos, Lisa añadió unas cuantas astillas al fuego, puso un poco más de judías en la cacerola y comprobó que la cafetera estuviera preparada. Se sintió aún más contenta cuando vio que entre las provisiones que habían traído los hombres para ella, había café. También había fruta fresca, harina, carne de vaca, arroz, sal, aceite y otros paquetes que no tuvo tiempo de curiosear antes de que los hombres volvieran del arroyo.

Silbando alegremente, Lisa pensó que podría preparar comidas que habrían sido imposibles si Jim y Lassitter no le hubieran llevado sus maravillosos regalos. Había ido a América con muy poco dinero. El que sus abuelos habían dejado a sus padres, había ido siempre a parar a los nativos de cualquier tribu. Y el que sacaba como vigilante del prado de McCall sólo le daba para comprar provisiones y para sus pocos gastos. 

Su trabajo también le proporcionaba un techo en el que vivir. La cabaña era muy antigua. Unos estudiantes que habían estado allí antes que ella habían bromeado diciendo que había sido construida por Dios después de que terminara de crear las montañas que la rodeaban. No tenía más que una chimenea, paredes, un suelo y un techo. La falta de electricidad, y de agua comente y otras cosas por el estilo era algo que no le importaba a Lisa. Estaba más que contenta con el sol brillante, el aire limpio, el agua abundante y el que no hubiera apenas moscas. Para ella, esas cosas eran verdaderos lujos.

Y si quería tocar algo hecho con verdadera exquisitez y esmero, sólo tenía que abrir su maleta y admirar el regalo que sus padres le habían hecho antes de partir. Las telas eran de un lino tan suave que casi parecía seda. Una pieza era de color grisáceo, y estaba destinada a ser una falda de vuelo. La otra pieza era de un color violeta brillante que era exactamente el color de sus ojos.

A pesar de lo bonitas que eran, Lisa no las había cortado aún para hacerse ninguna prenda. Sabía que se las habían regalado para ayudarla a encontrar marido. Pero ella no quería eso. Esperaba de la vida algo más que un hombre que sólo la viera como una bestia de carga y para ser la madre de sus hijos. A Lisa le habían gustado muy pocos de los matrimonios nativos que había visto, pero en todo caso, había admirado la resistencia de las mujeres. Sabía racionalmente por qué las chicas de su edad, e incluso más jóvenes, observaban a los hombres con coquetería y sonriendo con descaro. Lisa no había sentido nunca la extraña fiebre que ardía en la sangre de las otras chicas, haciéndolas olvidar las lecciones de sus madres, abuelas, tías y hermanas.

Secretamente, eso era lo que Lisa siempre había esperado encontrar en alguna parte del mundo: esa fiebre que traspasaba el cuerpo y la mente, la fiebre que quemaba hasta llegar al alma. Pero nunca se había sentido tan lejos de saber qué era como desde que estaba en América, donde los hombres de su edad le parecían demasiado jóvenes, risueños y despreocupados, sin saber lo que era la muerte y el hambre. Durante los pocos días que había vivido con el profesor Thompson, esperando el permiso para abrir el prado de los McCall, había conocido muchos estudiantes; pero ni una vez siquiera la habían mirado con deseo, ni sintiendo que la fiebre ardía en su sangre.

Estaba empezando a dudar si lo sentiría alguna vez.