XIX

Lo peor no fue encontrar un diario plagado de amenazas y de odio hacia Sarah Brown por parte de su amiga desde la infancia Carol Weight, lo peor no fue hallar en una de sus páginas una confesión detallada del horrendo crimen, lo peor ni con mucho fue obtener sus huellas de la pistola del calibre 22 propiedad de su padre y relacionar positivamente el arma con la bala alojada en el cráneo de la víctima, lo peor no fue tampoco descubrir con asombro que aquella inquina venía desde muy lejos y tenía que ver con que Carol estaba perdidamente enamorada de Mark Walton, el novio de Sarah. Todo lo dicho sólo había facilitado las cosas, evidenciado que se había cometido algún imperdonable error a lo largo de la investigación y que ya tenían por fin, una década después, a la culpable del asesinato de Sarah Brown. En realidad lo peor fue demostrar que la coartada de Carol Weight era falsa, porque en verdad el crimen fue cometido la misma mañana de la desaparición de la estudiante, y no en la madrugada del sábado 8 de marzo.

Los testimonios de Maddie, que residía en los apartamentos Hillside, muy próximos al lugar en el que fue encontrado el cadáver, sumados a los de los dos vigilantes del turno de aquella fatídica noche, y al informe del forense, habían llevado a todos a concluir que Sarah había sido disparada en la sien a las 2:30 de la madrugada de aquel sábado. Pero las cosas no habían sucedido así. Eso estaba muy claro.

Philips no había logrado convencer a la ayudante del fiscal del distrito de la importancia de reabrir el caso: necesitaba algo más, una prueba contundente, un informe forense que expusiera con certeza que en realidad el cuerpo de la joven llevaba abandonado en la arboleda desde primera hora del jueves 6 de marzo. Durante días le mortificó la idea de que eso fuera poco menos que imposible. Pero sin embargo la solución le llegó desde su propia casa, procedente de la voz de uno de sus queridos hijos, que deseaba estudiar medicina y siempre andaba leyendo revistas científicas.

—Mamá, ¿por qué no pides ayuda a la universidad de Chicago? Tienen un departamento que precisamente se dedica a estudiar el proceso de descomposición de un cuerpo en función del lugar en el que se encuentre y de las características ambientales de la zona.

Sólo dos días más tarde cuatro expertos habían montado una granja de cadáveres en la arboleda. Por suerte estaban en pleno invierno, de modo que no había que esperar para que las condiciones climatológicas fueran similares. Al cabo de una semana Karen tenía sobre su mesa un informe concluyente: a las 48 horas los cuerpos presentaban el mismo estado de casi nula descomposición y escasa presencia de actividad de insectos que el de Sarah Brown, de modo que afirmaba que lo más probable es que la hora de su asesinato se situase entre las nueve y las once de la mañana del jueves 6 de marzo.

Aunque ya estaba jubilado, Philips fue a visitar al médico forense que había firmado la primera autopsia, y que había establecido la hora de la muerte. Tenía que dejarlo todo atado y bien atado antes de volver a enfrentarse a la ayudante del fiscal. El médico reconoció su error, aduciendo que desde entonces la ciencia había avanzado una barbaridad, y que seguramente se equivocó. Aceptó sin plantear objeciones el nuevo informe forense y con eso selló el destino de Carol Weight.

La antigua alumna de la universidad de Northern Iowa residía ahora en Marshalltown (les había costado un poco localizarla, pues había contraído matrimonio hacía un par de años, perdiendo su apellido de soltera), a apenas 60 millas de Cedar Falls. Nadie le había avisado de que la estaban investigando, ni siquiera su padre le había comunicado que estaba colaborando con los agentes. De modo que Carol Weight supo nada más ver aparcar junto al porche de su casa dos vehículos de policía que la función había llegado a su fin, que era el momento de expiar su horrendo pecado.

Pese a los consejos de su abogado, Carol no supuso ningún problema. Entre lágrimas y sollozos aceptó todas las pruebas en su contra: el diario, la pistola, el motivo que la llevó a matar a su amiga Sarah y la manera en que llevó a cabo su plan.

Carol llevaba enamorada de Mark desde la época del instituto, prácticamente desde el mismo momento en que su mejor amiga, Sarah Brown, comenzó a salir con él. Todos residían en Sheldon, todos formaban, en apariencia, una bonita piña. Todos se matricularon en la misma universidad, y fue allí donde Weight comprendió que Walton estaba loco por su amiga, y que la única posibilidad de conseguir atraer su atención era quitarla de en medio, por doloroso y cruel que resultase. Trazó un plan, y la mañana del jueves 6 de marzo, bien temprano, la llevó en su coche hasta la arboleda, con la excusa de que necesitaba encontrar algunas plantas para un trabajo de biología. No supuso ningún problema pegarle un tiro en la sien, a apenas un palmo de distancia de su amiga, entretenida buscando esas plantas inexistentes, ajena al odio y a su próximo fin. Carol había hurtado un arma del calibre 22 de la casa de su padre, y sólo tuvo que sacarla del bolso y disparar. Mató a Sarah, pero no logró que Mark se enamorase de ella, al contrario: sólo consiguió sumirlo en una profunda depresión, de la que aún no se había recuperado completamente.

Para su propia sorpresa, el plan que había trazado, con la coartada del viaje a Waterloo, funcionó incluso mejor de lo que había soñado. Cuando se enteró de que el caso se cerraba por falta de pruebas y sospechosos, casi se quedó atónita. No sabía que otros tormentos la esperaban a la vuelta de unos meses.

Weight se maldecía todas las noches antes de apagar la luz y dormirse, acosada por una verdad que comprendió la acosaría hasta el infinito. Pese a todo, consiguió rehacer su vida, y de alguna manera escapó de la policía primero y del pasado más tarde. Pero olvidó un detalle: le había entregado varios enseres a una prima para que su padre los guardase en su trastero. Entre ellos se encontraban un diario muy revelador y una pistola inculpatoria.

El jurado apenas tardó una hora en decidir por unanimidad que Carol era culpable de homicidio en primer grado. La jueza fue benévola en su sentencia, porque la encausada había mostrado arrepentimiento y había confesado su crimen. Sólo le cayeron encima 25 años, con posibilidad de revisión de la condena a los 15. De alguna manera, se había hecho justicia.

Philips sintió que todo el proceso había durado apenas unos segundos, en lugar de meses. Quizá el tener que lidiar con un hecho tan remoto, reconstruyéndolo casi con la pericia de un artesano, a la vez que se enfrentaba a los pequeños delitos cotidianos que llegaban al departamento a diario, había distraído su mente, hasta tal punto de perder la noción del paso del tiempo. Ahora que todo había terminado se sentía reconfortada por un lado, pero tremendamente agotada y vacía por otro.

Karen se había apoyado en su equipo de la policía local de Cedar Falls, y ellos habían respondido con pericia y gran profesionalidad. Había mantenido al tanto de los progresos a su buen amigo Ron Davies, que desde Chicago hizo lo que estaba en su mano por acelerar los trámites y ser parte activa de la resolución del caso. Pero ahora que todo había terminado debía realizar una llamada. Se había prometido no importunarlo, no atormentarlo con los ecos del pasado, y sólo ponerse en contacto con él cuando ya la culpable estuviese entre rejas. Creyó que era lo más justo, lo más apropiado.

—¿Gordon?

—Karen… ¿Eres tú, Karen? —preguntó Stevens, sorprendido. Quizá habían pasado cinco años desde la última vez que había conversado con Philips, pero reconoció su voz al momento.

—Sí, Gordon, soy yo. Ya podemos descansar. Ya todo ha terminado. Le hemos hecho justicia a Sarah Brown. Ya puedes perdonarte…

Karen no recibió respuesta a sus palabras. Al cabo de unos segundos sólo pudo escuchar el sollozo de un buen hombre que acababa de hacer las paces consigo mismo. Y entonces ella también se puso a llorar.